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Diario de Moscú y San Petersburgo

Francisco de Miranda



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Desde luego, si se trata de elegir entre lo numeroso, el diario que Francisco de Miranda escribiera en el transcurso de su viaje a los Estados Unidos (1783-1784), es materia del máximo interés. Siete años habían pasado desde la declaración de la independencia norteamericana cuando Miranda, quien a la orden de España había participado en la lucha contra los ingleses en Florida y contribuido por tanto a la libertad de la nueva nación, escudriña tan singular país y se relaciona con sus notables. Cumple sin embargo un itinerario o peregrinación que llevaría a tantos, de todo el mundo, a tratar de entender el fenómeno de esa democracia. Si observa las leyes y organización, en el entretexto se percibe la mirada de un «indiano» que ya allí, en su primera salida del cascarón ibero, hace planes patrióticos.

Sin duda, los documentos, notas, registros e inmensos acopios relativos a la excepcional presencia de este caraqueño en la Francia de 1792 y años posteriores, son de la mayor importancia. Hacen comprender las actividades cosmopolitas de un hombre que se siente latinoamericano. Conduce ejércitos franceses, se ve enredado en el hervidero de las degollinas revolucionarias, prisionero en las mismas cárceles de tantos famosos de la historia, y luego de muchas idas y vueltas, merece ser expulsado por el «genio tenebroso» y policial de Fouché.

De por sí, las complicadas como largas y accidentadas negociaciones que Miranda sostuvo con los ingleses a fin de interesarlos por la independencia   —6→   del Nuevo Mundo sudamericano ocupan el primer lugar en las consideraciones acerca del Precursor. No menos, sus vínculos conspirativos con otros paisanos, así como los planes, estudios, documentos y mensajes relativos también a la libertad de «Colombia, alias Hispanoamérica», sueño de un país del Mississippi al Cabo de Hornos.

Apabullado entonces por lo importante o decisivo, el lector de sus diarios podría verlos simplemente como los ejercicios de documentación de quien, mientras se demoran sus planes, recorre el mundo en busca de informaciones y conocimientos que hagan viable el futuro que está organizando tan minuciosamente. En efecto, inseparable de aquél, hay un Miranda particular, el viajero (viajante se llama él en algún momento).

Sus numerosos intérpretes y biógrafos han encontrado en ellos al hombre del Siglo de las Luces, casi un prototipo: sale a todas partes, recorre el ancho mundo para estudiar el libro de la naturaleza humana en sus costumbres y formas políticas (qué se enseña y cómo, de qué forma se organizan los ejércitos y hospitales, las maneras de fomentar la agricultura). Igualmente ha sido hallado como un protorromántico, abrasado por el naciente ideal nacionalista. Señala por cierto Fernando Paz Castillo que en la lengua española Miranda fue el primero en usar la palabra «romántico». La consiguió, como era de esperarse, ante un paisaje alemán, en las cercanías de Münster, el año 1788. «El camino va siempre por un valle continuo y formado por montañas elevadas de peñascos románticos si los hay». Otra vez: los montes y las rocas son tan elevados y de tan románticas formas, que parecen unos grandísimos muros de peña viva en una sola pieza».

Viajero entonces, por ejemplo, Prusia, Italia, Suiza, Grecia, Turquía, Bélgica, Holanda, los países nórdicos estuvieron dentro de sus recorridos y quedaron consignados en sus «diarios». Fue por todas   —7→   partes y, lejísimos, llegó el 7 de octubre de 1786 a la Rusia de Catalina la Grande, a quien conoce el 14 de febrero del año siguiente, de cuyo séquito pasa a formar parte inmediatamente como «Coronel de Miranda, americano del Sur». Protegido por la zarina recorrerá el país -del Mar Negro a Petersburgo-, del que saldrá el 6 de septiembre de 1787, no menos amparado por un pasaporte que habría de librarlo de la persecución española, reino que lo tenía entre sus peores enemigos. Picón Salas y sus demás biógrafos se complacen en recordar cómo la mano larga de la emperatriz se extiende cuando Miranda prosigue su periplo europeo y los diplomáticos rusos en Occidente lo tratan como a alguien propio. También en Rusia, primero que a Catalina, cuenta con la incondicionalidad de Potemkin, cuyo nombre retiene la memoria actual gracias a la magistral película de Eisenstein.

Munido de semejantes padrinos no es raro entonces que en los diarios llevados por Miranda en Rusia se mencione a cada paso a sus gentiles protectores y que se abran a su paso las puertas de la nobleza, las embajadas, monasterios y jerarquías. Se aloja en sus casas, incluso le brindan en ciertas ocasiones las mejores habitaciones, que el viajero describe; lo sientan a sus mesas -hubo una vez un banquete señorial de ciento treinta puestos; en una comida con la emperatriz, de selectos sesenta invitados, el coronel recibió manjares servidos por la propia soberana-; lo pasean por sus jardines y lo dejan circular por sus palacios, iglesias, colegios, hospitales y cárceles. Monta a las torres para ver los grandes panoramas y no se fatiga cuando le descubren archivos y tesoros: retiene si estaban limpios y ordenados. Rigurosamente anota en cada oportunidad el número de alumnos, contingentes y obras de arte acumuladas:   —8→   una implacable «contabilidad» científica o racionalista.

El criollo caraqueño, cuyo padre, un comerciante canario, no pudo lucir insignias militares porque la oligarquía nativa se lo impidió, se codea en Europa y en Rusia con príncipes y nobles. El historiador Salcedo-Bastardo, entre otros, ha acopiado la lista de estas relaciones: desde Jorge Washington a Napoleón Bonaparte, quien le dedica una frase histórica; Gibbon, el músico Haydn, hasta Federico II y hay que parar de contar.

Acaso de estos vínculos pudieran alegarse varias explicaciones imaginativas más que históricas en el sentido de los historiadores de oficio. Para unos, sería como la doctrina del snobismo del que Marcel Proust fue campeón: el sine nobilitate u hombre privado de sangre azul, fascinado por las maneras y aparato de los grandes. O la interpretación de un autor español para quien toda esa energía social de Miranda se razona mediante el resentimiento que venga humillaciones paternas. Algo así como tratar de explicarse las acusaciones de Bartolomé de las Casas contra la crueldad conquistadora por causa de su déficit de «cristiano nuevo». Se enseña también que Miranda se codeaba con los nobles de cuna valido del revolucionario derecho a «figurar» en razón de sus méritos personales. Esta doctrina podría ser completada con calas stendhalianas: el héroe novelesco de Rojo y negro sabe lo que vale y que es tan igual o mejor que sus superiores en una escala que comenzaba a rodarse.

Sin embargo, se lo considera «conde» y viste galas militares. Apenas si era un oficial del ejército español, con servicios en el norte de África y en el Caribe, cuya deserción habría acabado por transformarlo en «monstruo» para ese reino. Veinte años duraron las acusaciones españolas en su contra antes de ser «absuelto» de los cargos. La singular   —9→   atención de Josefina Rodríguez de Alonso, cuya tarea se debe la nueva y ordenada edición del Archivo de Miranda (Colombeia), apunta que en Turquía se le expidió pasaporte con ese título, que en la época nadie se ocupaba de investigar la procedencia y que vistió de militar en Rusia para poder ir adecuadamente en la caravana triunfal con la que Potemkin asegurarla el dominio zarista sobre Crimea.

Hasta Rusia lo persigue el poder español, aprovechándose de lo del uniforme y la falsa nobleza. En lo que pudo ser un incidente diplomático, obtiene el favor de la zarina, ocasión de no pocas leyendas amorosas. Cruce de realidades y ficciones, el ficticio don Juan de Lord Byron también viaja en el poema hasta estas tierras y se convierte en favorito de Catalina. En Rusia, como en todas partes, sus diarios registran abundantes referencias a un activo Eros de ocasión. Que lo tuviera es común a todas las épocas humanas, que lo manifieste como un registro más de sus anotaciones diarias pone las cosas en la perspectiva de un siglo que ha dejado tantas leyendas y tanta literatura al respecto. Picón Salas lo compara con Casanova y Cagliostro, igualmente amantes legendarios. Desde luego su personalidad ha debido ser «seductora» como su porte, cultura, desempeño y habilidades sociales dentro de núcleos acostumbrados a acoger a individualidades talentosas, capaces de valerse por sí mismas, sin lugar a dudas, dotadas de «genio». No hay que insistir en las lógicas diferencias con aquellos históricos y legendarios personajes y en las concomitancias de épocas, como no sea para observar de qué manera registra también, con toda puntualidad, los nombres de quienes le invitan a cenar, lo que le costó el transporte y el té en una posada. Conserva asimismo las esquelas, cartas, tarjetas de visitas, todo con un pasmoso rigor «objetivo»   —10→   que sin muchos esfuerzos de imaginación se consigue también en novelas de ese tiempo y hasta no hace mucho se estilaban entre ricos y clases medias.

En este sentido, los diarios de Miranda lo son en la acepción literal: lo que pasa cada día (a quién vio, dónde), los incidentes menudos, jamás los diarios entendidos de manera «subjetiva», los de las penas del alma, los sufrimientos del héroe sometido a pruebas, las anotaciones del «creador» atormentado por la página en blanco. Mario Sánchez Barba, quien ha estudiado el «estilo» literario de Miranda y defiende que la literatura no debe ser reducida a lo meramente estético, detecta que se trata de un «gigantesco monumento a la monotonía». Dice que ofrece un no menos «gigantesco espejo» que refleja «la serie de actitudes que pueden encontrarse entre sociedades reales y sociedades imaginarias».

De hecho, el lector moderno de lo literario, el que ha conocido los diarios de Amiel, los hermanos Goncourt, o los de Kafka, observa inmediatamente que los de Miranda no son mosaicos de impresiones, relaciones del yo y otras peculiaridades que la estética de la palabra y el ego conocen desde Rousseau. Monocordes, carentes de desahogos, incluso faltos de «escritura», hasta privados de acción, son la vida cotidiana de quien todo lo visita y husmea. «De todos estos capitales defectos, es uno de los mejores edificios que puedan verse en el mundo entero y merecen la atención de cualquier viajero instruido», dice Miranda a propósito de un monumento ruso. «Ocupado todo el día y noche en parte, en escribir en mi diario aquellos pedazos que la celeridad de las marchas y mis enfermedades, me han obligado a conservar en minutas solamente», registra antes de su arribo a la corte de la zarina. En el trayecto de Moscú a San Petersburgo -entre el 11 de mayo y el 6 de septiembre de 1787- apenas se queja una vez de melancolía   —11→   y otra de dolores de espalda, cuando en Turquía sus constantes malestares de cabeza le valieron una peculiar receta de purgantes.

Miranda entiende entonces por diario una minuta o un memorándum. Sabía de los otros puesto que estando en Rusia lee las ingeniosas páginas del Viaje sentimental de Sterne. A lo mejor tal concepto del «género» pueda ser comparado con lo escrito por August von Platen, igualmente objetivo. «Por ver la casa en que nació Shakespeare, 1 chelín; por ver su tumba, 1 chelín», registró con idéntica minucia el futuro presidente norteamericano Thomas Jefferson cuando, por la misma época, visitaba Inglaterra y como casi todos los viajeros de entonces cultivaba el «género» del diario siguiendo el mismo patrón estilístico. Si se piensa en lo literario, ciertas páginas de los registros objetivos de Goethe en Italia se le parecen. «Escribiendo todo el día hasta medianoche, a razón de siete u ocho pliegos por día», anota cierta vez y en varias dice que no ha salido de casa para poder llevar sus diarios. Llega, por caso, a confundir las fechas en una ocasión, pero la prisa le impide detenerse. Señala lo que va leyendo sobre el país y pide libros a sus contertulios. La edición original de su Archivo está llena de esas abreviaturas peculiares de los escritos antiguos, así como de asteriscos y notas a pie de página con las que redondea lo que ya pasó y se le había escapado. Desde luego, usa expresiones populares españolas y el tono «objetivo» de la anotación con frecuencia elude posibilidades de humor y paradoja, atractivo y brillantez por los que solemos acercarnos a los diarios famosos. Faltan, aunque no están del todo ausentes, esos párrafos de suprema captación que fulguran en los diarios ejemplares. Así, de la bellísima y turística Petersburgo, tan apta para las descripciones y las emociones, no sobresale el relato de   —12→   su traza. Desde luego, agradecido por las gentilezas de sus anfitriones, que incluso quieren retenerlo en Rusia, su contacto con la superficie de tal sociedad «liberal» le impide ver la profundidad del despotismo. De semejante error de paralaje sufrió también Voltaire cuando frecuentó a los grandes. Como en Estados Unidos el hombre de la independencia mira con malos ojos la rusticidad democrática y no vacila en tener un siervo negro. Desde luego, como ha pasado con Bolívar, hay un «culto» a Miranda, es decir, hay una oratoria y una beatería; se han dado los hagiógrafos y los detractores. Verlo así, entre la proporción de sus proyectos y sus páginas menudas no debería parecer un irrespeto. Acaso el problema es que Miranda sea frecuentado exclusivamente con fines históricos o pedagógicos, que la relación con sus escritos sea asunto de especialistas e historiadores profesionales, de exégetas y cultores, cuando caben otros acercamientos. Para el lector común, el que llega a la historia, a las biografías y a los documentos personales por puro gusto y los consigue más curiosos si son de un paisano de tamaño, no hay manera de omitir las singulares peripecias de sus viajes y, desde luego, la aventura de este andariego, peculiarísimo latinoamericano, de los pocos en tener semejantes proezas mundanas y cosmopolitas.

Óscar Rodríguez Ortiz





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