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Diario. Tomo II

Eugenio María de Hostos





Hotel Seronvalle, Lima, jueves, 24 de noviembre del 70.

Estando en mi cuarto dando vueltas a tristes pensamientos golpearon a la puerta, y Luis el español, cuyo nacimiento quiero recordar para contrastar su noble conducta con la de los que más me deben por nuestro común origen y por mis servicios a la causa común, Luis, un verdadero amigo, un hermano, entró diciéndome: «Acabo de hablar de un negocio que puede convenirle». Y en seguida me contó que le habían propuesto ir al Callao a llenar yo no sé qué funciones con un sueldo de doscientos pesos mensuales; que había pensado en mí y venía a decírmelo. ¿No es esto enternecedor? Quería que no perdiera tiempo, y me hizo vestir y salir con él para llevarme a casa de la persona que le había hecho la proposición, a lo que me opuse temiendo hacer demasiado. Él fue por mí, volvió y me ha ofrecido que en cuanto él pueda, la plaza será mía. Me invitó entonces a tomar el café: fuimos al Café Inglés, se acercó a alguien y me presentó a un hombre que resultó tener necesidad de un escritor, me hizo muchas atenciones, me ofreció un buen negocio, y me prometió que en quince días yo estaría colocado.

Todo lo que he contado hacer con los que tienen relación a Cuba, a Puerto Rico, o a mis ideas, ha salido mal.

Aun cuando la proposición de Luis es la que más me gusta, la de Mr. Meiggs es probablemente la que más me convenga. Será bueno precisar lo que he pensado ya para tener éxito en ello. Este país es realmente muy rico, pues además del huano tiene otra riqueza en el salitre y otra en sus productos agrícolas, pues su presupuesto es de treinta millones de pesos oro al año y se supone que ha gastado de doscientos a trescientos millones desde 1845, época en que comenzó la explotación del huano, y todo lo que hay que hacer para crear un gobierno popular es poner esas riquezas en relación con las necesidades del país. Para esto, lo que se necesita es un sistema financiero basado en las necesidades del porvenir, no en las del presente. El país necesita brazos, explotación de su riqueza agrícola, movimiento de sus productos. Es preciso pues que la riqueza de hoy sirva para desarrollar la que aun no se explota. El país necesita una renovación de la enseñanza. ¿Comprenderán los políticos este programa lleno de grandeza? Si logro atraerlos a él, tendré en qué pasar noblemente los dos meses en que he de aguardar respuesta a la carta que he escrito a Mestre.



Lima, 28 de noviembre del 70.

¡Lo que es ser pobre y alojarse pobremente en un país rico en donde es una especie de obligación el alojarse en el hotel más rico! Eso y el viaje en segunda en el vapor en que venían el sobrino del Presidente y uno de los ex presidentes de la República me están haciendo sentir que se establece una barrera entre muchos hombres y yo. Mientras más contento paso una velada en compañía de hombres inteligentes, distinguidos, de consideración, más temo el día siguiente, porque tan pronto contesto modestamente «en el Hotel Seronvalle» a la pregunta de adónde me hospedo, empiezan a interrogarse entre sí, siguen por admirarse de no conocer el hotel y acaban por mirarme con ojos inquisitivos. ¿Cómo no han de dudar los ricos de un hombre que viene a luchar por una idea sin siquiera los recursos iniciales para luchar? Ciertamente, si es la falta de dinero lo que hace al aventurero, nadie lo ha sido más que yo lo soy. ¿Cómo no han de alejarse del que no tiene con qué justificar la abnegación de que da pruebas, de la educación que desde el primer momento pone de manifiesto? Mientras más digno, más cortés, más atento, mientras más contrasta la pobreza de mi indumentaria con la riqueza de mi corazón, más dudan de mí, más desconfían. Aún hasta los que tienen necesidad de mí. El pobre joven venezolano tenía razón cuando me decía en Panamá que un pobre no podía esperar conseguir nada en un país rico. Oyendo eso, yo hubiera debido no venir, no exponerme a los tormentos de amor propio que he sufrido en el viaje, ni a las dudas de la gente que he conocido en Lima. Aun mi propio trabajo se volverá contra mí: «¡Cómo -se dirán-, viene a hacerse intérprete de los intereses revolucionarios de las Antillas y se pone a trabajar!». La dignidad, tan exigente en mí, contribuye también a mi embarazosa situación.



Lima, diciembre 19 del 70.

Lo que hago. Me levanto a las ocho y salgo a hacer ejercicio. Me desayuno a las nueve y media. Leo. Salgo sin objeto para buscar uno. Vuelvo sin haberlo encontrado, y como a las cinco y media. Enciendo mi cigarro que es mi único placer durante el día, y me pongo a pensar cómo pasaré la velada, y cada noche hago lo de todas las noches, pasearme, pasearme, pasearme. Cuando estoy bien cansado, vuelvo, con el corazón lleno de tristeza, el espíritu de pensamientos sombríos, la imaginación de sueños oscuros, la voluntad fatigada, la conciencia descontenta.



Lima, diciembre 2 del 70.

La casualidad gobierna nuestra vida; mientras más pienso en ello, más evidente me parece. Mis cartas de hoy son una prueba. Si me hubiera quedado sólo catorce días más en Nueva York, hubiese recibido esas cartas allí, y las cosas hubieran ido de diferente modo. Esta fuerte carta de Clarita: «C. no piensa en lo de que Ud. habla en su carta, y es mi deber decírselo a Ud. Ella le estima como a uno de sus mejores amigos, pero más nada», es superior a mi amor propio, y no he podido acabar de leerla, cerrándola antes. Cuando pienso que esto ha venido después de las pruebas palpables de amor que en Cartagena me dio C., no es tanto en la situación diferente que esa carta me hubiera creado, en lo que pienso, como en los catorce días de lucha de corazón que ella me hubiera proporcionado. Me parece que aquí ha debido haber un interés de familia puesto en juego en mi contra.



Lima, diciembre 8 del 70.

Hay realmente para estar triste. Los dos objetos ele mi viaje están casi frustrados: mis intenciones patrióticas encuentran el obstáculo de la indiferencia de todos; mis intenciones de trabajo encuentran por un lado el obstáculo de mi carácter, por otro la desconfianza con que aquí se recibe al extranjero.

El otro día fui a la plaza en donde los miércoles y sábados toca la banda militar: los sábados ilumina a giorno la parte central, por donde se pasean las bellas y los elegantes.

Ayer salí con Mr. E., a quien estimo mucho, quien me hizo entrar en todas partes, me llevó a los salones reservados de los diputados, me presentó al constructor del gran reloj astronómico, se prestó a presentarme al Sr. Raymondi tan pronto se lo insinué, y me colmó de atenciones.

Anoche encontré al Padre Vijil: el pobre anciano caminaba bajo el peso de su pensamiento, como yo bajo el de mis dudas, y tuve que detenerme después de haberlo pasado para reconocerlo.



Lima, diciembre 10 del 70.

Hace días que estoy por rescatar del olvido un hombre de quien estoy contento en Lima: el coronel de la Independencia Espinosa, cuyo conocimiento debo al venerable padre Vijil. Fui a hablarle de Cuba. Es un hombre como de sesenta años, muy fuerte, muy sano, de palabra fácil, franco, de ojos muy vivos, de amabilísimo trato. Hablamos como amigos viejos; fue de los primeros en demostrarme la inutilidad de los esfuerzos que yo pueda hacer por Cuba, y es el único en quien he encontrado sentimientos realmente fraternales para los soldados y los luchadores de la independencia cubana.



Miércoles, 14 de diciembre del 70.

Estoy observando dos fenómenos del todo contradictorios desde la publicación de mi artículo Ayacucho. Primero, cambio de opinión de los hombres en mi favor. La colonia neogranadina ha sido la primera en demostrármelo. Después, los redactores de El Nacional, aun cuando me muestran gran deferencia, esquivan cuanto pueden abrirme sus puertas. Me han publicado La devoción del Deber. Pero después de haberlo aceptado y de haber sido favorablemente sorprendido por mi Plan de Reformas, el director del periódico aparenta seguir el plan y sus ideas, sin publicarlo. ¿Es que temen verme hacerme necesario y tener que hacerme proposiciones? Ciertamente, hay su compensación: por ejemplo, me han dado las traducciones de La Sociedad, que me darán algún dinero y algunas satisfacciones.

Voy a escribir sobre la confederación latinoamericana: The voice of one crying in the wilderness. Pero, en fin, es mi deber de hombre y de revolucionario.

Dejo ahí mi artículo y vuelvo al estudio de mí mismo. Todo es motivo de sorda irritación contra mí mismo. Desde el 63 estoy sintiendo que hago menos de lo que podría, y desde entonces estoy buscando circunstancias, un teatro de acción, una esfera de desenvolvimiento, el momento, la ocasión; y desde entonces busco en vano, me esfuerzo sin objeto. La revolución de España fue un momento, una ocasión, y la perdí. La revolución de Cuba ha sido otro, y he tenido que alejarme. La revolución europea, que nadie había previsto con más perfecta claridad, ha sido otro momento que la aclamación del Club de Artesanos de Nueva York me hubiera podido permitir aprovechar, y que mi delicadeza me hizo perder. En cuanto concibo el bien, mi voluntad se pone en acción; pero tan pronto como el mal me pone un obstáculo, se paraliza la voluntad. Descontando mi pobreza, yo no me hice una gloria literaria en España por no querer forzar el sufragio público. No me hice un hombre necesario a los progresistas por haber querido algo mejor de lo que ellos querían; no tuve una posición después de la revolución por no haber querido imitar a los buscadores de posición y por haber puesto toda mi voluntad en favor de las Antillas. No me hice de una influencia definitiva entre los hombres de la Junta por no haber querido autorizar con mi complicidad la oligarquía y por haber querido predicar la verdadera revolución. No he sido el todo de los antijuntistas por no haber querido hacer la corte al militarismo pujante en la persona de Quesada y por no haber querido sacrificar mis principios a una popularidad mezquina. Hice la bobería de no ir a París por no ir en nombre de una minoría. Hice el viaje a Cartagena por habérselo prometido a mi padre y a mi bien amada, a quien creo no amar ya. Hice la bobería de no regresar de Colón a Nueva York porque había dicho que no volvería allí a menos de algún gran acontecimiento. He hecho la impertinencia de venir al Perú, sin dinero, como un aventurero, porque me había prometido hacerlo y porque es una noble prueba de voluntad venir a hacer por las Antillas lo que yo no podría hacer para mí mismo. ¿Resultado?, negativo; la impotencia, la tristeza, cosecha de humillaciones.



Lima, 15 de diciembre del 70.

No hay nada más digno de piedad que una imaginación enferma. No tiene seguridad, ni fijeza, ni circunspección, y arrastra en su vorágine las otras facultades que debieran contenerla. No importa que uno tenga una razón sólida, un buen sentido impasible, una claridad de inteligencia sin nubes, en suma, perfecta unidad de fuerza intelectual, si esta unidad está presidida por una imaginación impulsiva, y esta impulsión se ha salido de los límites naturales, todo es desorden, anarquía, en los dominios intelectuales. Unas veces el mundo es representado por un cadáver sin alma, otras como un alma cuyo cadáver ha desaparecido. Ve aquí un placer de los sentidos, de la conciencia, de la voluntad; ve allí un mundo lleno de belleza: una contrariedad, una adversidad, una catástrofe, y veréis que el mundo se vuelve una monstruosidad temible. Mientras las contrariedades se repiten y la imaginación se habitúa a mirar la vida, el mundo, los hombres, con ojos de fría piedad, no se cuenta sino con los intereses, y aun en la prédica y en la práctica de una vida de abnegación, no se cuenta con ella sino en lo que ella depende de los esfuerzos propios. Mientras las decepciones continuas no hayan conseguido que Ud. condene el espíritu humano y que a él se atenga, pero teóricamente, desentendiéndose de la práctica, sin arriesgarse a ella, la imaginación le hará pasar de las credulidades más ingenuas a las desesperaciones más infantiles, de las dudas más irracionales a los abandonos más insensatos. Todo control se pierde, la vida de relación le parece a uno inútil, la experiencia, la previsión, la penetración, la energía de voluntad, el vuelo intelectual, la fuerza de la razón, todo le es contrario a todo, nada sirve para nada.

Aunque la razón determinante de este estudio superficial no tenga mucha trascendencia, me conviene comenzar a ver claramente las causas de mi fracaso perpetuo. Si la síntesis me mata, el análisis me salva. Un año de estudios matemáticos me salvaría, pero como no tengo tiempo de rehacerme intelectualmente, puesto que estoy pendiente del porvenir de mi patria y del mío, aprovechemos al menos de las matemáticas prácticas de la vida.

Ayer fui a la redacción del Heraldo para entregar mi primera Confederación, y me encontré con Mr. Meiggs, que hablaba con un desconocido, hombre de buen sentido, de conversación atractiva, con quien me encontré de acuerdo en algunas opiniones y en nuestra admiración por París. Nos hicimos amigos. Al salir juntos, como le preguntara si era del país y él me respondiera que era chileno, a mi pregunta que si conocía al Sr. Rivadeneira, declaró ser el mismo. Lo sabía, no porque me lo hubieran mostrado ni porque nunca hubiese visto su fisonomía, sino por intuición del momento. Le dije que tenía una carta del general Quesada para él, a lo que respondió con exclamaciones de gozo y transportes de alegría. Me ha hablado con admiración, con profunda simpatía, y me ha dicho que se sentirá feliz en poder serme útil. Ya está la imaginación regocijando al corazón, desenvolviendo mi espíritu sombrío y queriendo hacerme olvidar las decepciones recientes.



Lima, enero 1.º de 1871.

Una noticia terrible: mi hermana Engracia murió el miércoles 9 de noviembre pasado. Cuando recibí el sobre de luto dirigido por papá pensé en Rosa y en Lola. He tenido bastante tranquilidad para leer las cartas de Mestre, de Aldama y la de mi padre que no tenía luto. En aquéllas el triunfo de mi sinceridad sobre las prevenciones: en ésta el placer de ver brillar la inteligencia de mi padre. Me comunica una noble frase de Engracia sobre mí: «Déjale que obedezca a sus principios. Así es como él realizará sus aspiraciones». Esto ha renovado el afecto que siempre tuve por la hermana de mi inteligencia y de mi sangre. Nos separamos en Madrid con la cordialidad con que lo hago siempre de aquellos a quienes amo; pero mi amor de hermano se había convertido en amor de deber, por el horror que me inspiraba la situación que mi pobre hermana se había creado con su matrimonio. Salí de Madrid sin ver a su marido; no nos habíamos escrito y yo había llegado hasta casi no contar con la hermana que más había amado en mi infancia y que siempre había correspondido a estas primeras preferencias de la infancia. Después de encender un cigarrillo y tomar mis precauciones, abrí la carta de luto. Excitado por los circunloquios con que empieza, he llegado a la realidad: la hermana que me había amado tanto, que acababa de hacer palpitar de reconocimiento un corazón tan habituado como el mío a esta dulce emoción, esta hermana que acariciaba mi porvenir, que tantas veces lo había profetizado, y se había hecho la reivindicadora de mi derecho a dirigir mi vida hacia el fin que busco, esta hermana del alma, hermana del dolor, víctima como yo, como yo luchadora, vencedora de sí misma como yo, no existe ya. Las lágrimas me han arrasado los ojos. No han caído, porque la sensibilidad, como la voluntad, son creaciones de mi razón. Cuando niño, para poder llorar el día de mi primera separación de mamá tuve que golpearme contra las puertas. Jamás hombre alguno ha sido más sensible que yo, pero mi sensibilidad no es la sensibilidad fácil, espontánea, orgánica, instructiva, bienhechora, que llora y no reflexiona, sino la que me ha dado mi voluntad y ha sancionado mi razón.



Lima, lunes 2 de enero del 71.

He soñado. Al oscurecer, sentado en mi balcón, mirando el cielo, he pensado en mi vida, en lo que ella hubiera podido ser; en mi familia, en lo que ella hubiera podido llegar a ser si yo me hubiera consagrado menos a las ideas y hubiera tenido más suerte; en mi gloria, en lo que yo hubiera podido hacer por el bien de los hombres, mis ingratos. Y hubo un momento en que llegué a sufrir de tal modo el antiguo dolor, la agonía de mi impotencia, la lucha entre mi pensamiento, mis sentimientos y mis actos, que me sentí enfermo y caí en el desespero más doloroso.

He aquí un cielo sonriente, una luna resplandeciente, un aire embalsamado, una noche como las que a mí me gustan. Es el momento de contemplar el cielo, la luna, los sueños eternos que se ciernen siempre en la atmósfera cuando el alma está triste.

Se ha ensombrecido el cielo: una bruma de que no es fácil darse cuenta en esta estación, pesa sobre él. Yo también estoy en la estación estival de la vida, y la bruma también reina en mi alma. Aumentémosla hablando de mi querida hermana. He rehecho toda nuestra vida, desde la infancia hasta los últimos días antes de nuestra separación en Madrid. Desde donde alcanza la memoria a llevar a mi pensamiento, veo la hermana amante. Decían que nos parecíamos tanto, que la hacían el agravio de compararla conmigo que era feo, mientras ella era bella. No era ella quien me encontraba feo: al contrario, ella aumentaba mi timidez diciéndome que era bien parecido. Recuerdo la primera emoción social que recibí en la infancia. Querían mandarme al colegio. Yo pensaba en él como en algo desconocido, como en una cosa augusta para la cual era preciso estar irreprochablemente preparado, tanto de cuerpo como de alma. Como yo le hiciera mis confidencias, ella me ilustró y aprovechó entonces para enseñarme a peinar mis cabellos. La primera idea que yo tuve de lo que es el remordimiento, se la debo a ella. Teníamos un perrillo muy bonito al cual ella cogió terror yo no recuerdo por qué. Decidida a desembarazarse de él, un día por la noche, después de comida, estando ella, Eladia y yo en el balcón, el perrito se acercó y ella lo cogió y lo lanzó por el balcón. Fue un dolor grandísimo para nosotros oír al pobre animal moribundo aullar fúnebremente. Nos miramos sin atrever a hablarnos, cien veces más doloridos de las recriminaciones punzantes de la víctima que del castigo que esperábamos. Por ella fue que se reveló mi carácter. Aun cuando ella era sólo una niña de once años, su belleza era atrayente y despertó la simpatía y aún la admiración del juez de Primera Instancia, el hijo de don Anastasio, el avaro cuyas víctimas fuimos en Bilbao, Pepe, Ortega, Bedford y yo, años más tarde. Por necesidad, los notarios tenían que ser amigos íntimos de los jueces y aquél era un íntimo forzado de mi padre. Hombre poco delicado, buscaba siempre abrazar a Engracia, a lo que ella se oponía con un pudor duplicado por su fuerza natural de carácter. Un domingo por la mañana vino a almorzar en casa y se puso a atormentar a Engracia, llevando su tenacidad hasta perseguirla por todas partes para abrazarla. Ella corrió. Yo era el único hombre en la casa para hacer respetar a la joven, y aun cuando no tenía más que nueve años ya tenía conciencia de mi deber y me precipité sobre él y le contuve de tal modo que él no se quedó a almorzar aquel día con nosotros, y Engracia no tuvo que temer más a sus persecuciones. Mi vida de ventura fue cortada a los doce años cuando partí para la ciencia. Cuando después de tres años de ausencia, de estudios, de sufrimientos, de esperanzas precoces, de enfermiza madurez del espíritu, nuestra primera muerte, la de Pepe, hizo que mamá me llamara a Mayagüez, quizá nadie se mostró más contenta, más orgullosa de los progresos de mis facultades que la benévola amiga de mi infancia. Y eso que tuvimos nuestros disgustos porque yo me había hecho de una violencia vizcaína; pero nunca tardamos en buscarnos. Nuestras relaciones no eran ya lo que habían sido: ella tenía ya diez y siete años, era toda una señorita, bella, muy bella, buscada, mimada, admirada, y la diferencia de edad separaba a la mujer del niño; pero recuerdo que ella se complacía en verme brillar entre sus bellas amigas. Los oasis no son suficientemente grandes en los desiertos, y a poco yo hube de regresar a la Península. Acababa de dar la hora de las desgracias en la familia. Engracia se casó, se hizo desgraciada y nos hizo desgraciados. Desde entonces ella no cesó de ser una víctima.



Lima, viernes 20 de enero del 71.

La sensación del día ha sido la carta con que Echenique contesta a la mía. Le había escrito pidiéndole el puesto a que creo tener derecho en el periódico. Su respuesta ha sido enviarme cien pesos y una carta amistosa en que me asegura delicadamente que mi colaboración será siempre bien recibida. He aquí mi respuesta:

«Sr. Dn. J. M. Echenique. Hoy por la noche 20.

Estimado señor mío: Al empezar a prima noche a corregir las pruebas del artículo Prim y la situación española, el señor Valero me entregó su carta, diciéndome que contenía pruebas. Fue tal la sensación que experimenté al ver caer de ella los papeles (billetes de banco) en ella contenidos, que no pude leer la carta, y la guardé. Estoy agradeciéndole la delicadeza que en ella emplea, pero no hay golpe más duro que el que se descarga con mano delicada, y estoy doliéndome del que Ud. me da. En mi carta, hablaba el hombre de verdad que, digno de sí mismo en su conciencia, no teme a la franqueza; pero no hablaba el interés. Yo he tenido en mi mano una fortuna política y otra fortuna pecuniaria y las he pospuesto a las ideas que hubiera sacrificado para alcanzarlas. Y sin embargo, Ud. ha descubierto un interés en donde había la mera confesión de una verdad, ¡y me ruega que acepte esos papeles!... Si, a fin de mes, el administrador del Heraldo me llama, me pide un recibo, y lo cambia por una cantidad cualquiera, la tomaré. Entonces seré yo un trabajador cuyo trabajo se recompensa. Hoy sería un desgraciado cuya desgracia se socorre. En el primer caso se me haría justicia, creyendo que yo vivo gloriosamente de mi trabajo. En el segundo, se me calumnia. No puedo dar a Ud. una prueba mayor de la simpatía que me inspiran los buenos de inteligencia, que hablándole así y devolviendo eso. Ya es demasiado hablar sobre ese punto, y como me propongo hablarle mañana sobre otros, me despido hasta mañana a las 11½, la hora que me indica.

Con mil afectos, saludos de S. S.,

E. M. H.»




Lima, miércoles 1.º de febrero del 71.

Hace varios días que estoy reprochándome mi negligencia. Jamás, tal vez, se me presentará material de estudio más completo que el que se me presenta aquí en este momento, en la política, en la religión, en el estado social, en las costumbres. He podido hacer muchos viajes intelectuales a través de los libros, pero en ninguna parte encontraré una preparación más conveniente a los fines de mi vida. Esta es una escuela práctica del porvenir. Sí, en el porvenir, cuando la independencia haya llegado, todo lo que aquí choque con mis ideas, mis sentimientos, mis deseos, todos los vicios políticos, sociales, individuales, que descubro aquí como secuelas de la colonia, procuraré evitarlos en Puerto Rico.



Miércoles, 3 de marzo del 71.

El 10 de febrero, después de algunas vacilaciones, tuve el feliz impulso de salir de aquí a ver los trabajos del ferrocarril de Moquegua. El viaje me ha hecho mucho bien, porque me ha permitido ir conociendo mejor el país. He pensado, sentido, actuado, y estoy contento.



Lima, miércoles 30 de marzo del 71.

Acabo de pasar una velada mortificante por la lucha de sentimientos que en ella he tenido que sostener. Había convenido con M. en encontrarla en casa de su hermana y me prometí algunas horas de esparcimiento que el confuso sentimiento de una afección naciente me hacía esperar. Pero olvidaba muchas cosas. En primer lugar mi timidez tanto más sensible cuanto que tengo un arte infinito para ocultarla. Después, la lucha natural entre mi necesidad de afecto y lo que yo llamo mis deberes, que ha renovado el combate de hace cinco meses. Después, la esencial cortedad de mis sentimientos. Sobre todo, el temor de atraer a mis ideas, a mis actos, a mis deseos, la atención indiscreta de los otros, y el recuerdo de la elocuente chanza de S., el cuñado de M., que me dijo el otro día: «Ud. se escapa como si quisiera que le hicieran el amor».

¿Me ama ella? ¿qué es lo que ella ama en mí? He ahí mi temor. Y mientras más lo temo, más creo en llegar a amarla y más claramente veo el abismo de este amor.

Mientras escribo, pensando en eso, me he disgustado de mí mismo porque yo no debería pensar más que en mi patria.



Lima, lunes 3 de abril del 71.

Vengo de casa de ella. Confesar que vengo descontento es reconocer que me estoy enamorando. La historia eterna. Ellas se enamoran en mí de lo desconocido, de lo imprevisto. Yo me quedo en guardia; las relaciones se hacen cada día más difíciles y cuando yo comienzo a sentir de buena fe ellas empiezan a reflexionar. Ellas acaban por donde yo empiezo: el encuentro es imposible. Ella tiene razón en hacerse exigente: no soy rico, no soy libre, no puedo casarme. Desde que la dejé, después de haber hablado con ella toda la velada, estoy preguntándome si no es una tontería de mi parte el hacer lo que estoy haciendo, abandonándome a sentimientos que me están vedados.



Lima, mayo 1.º del 71.

Al entrar en la plaza tuve un instante de regocijo hoy, al oír el himno del Perú, las voces de la multitud, y ver la iluminación, las banderas, los fuegos artificiales con que festejaban una gran fecha nacional, y he pensado en Puerto Rico cuando logre su independencia.



Lima, miércoles, 5 de julio del 71.

Ayer y hoy han sido dos días de agitación. Siempre entre el dolor y las ideas. He escrito una revista en que siento claramente mi independencia del periódico. Cuando hago algo que corresponde a mi pensamiento, todo me parece perfectamente natural: me olvido de los hombres, sus intereses, sus hábitos, su frialdad para todo lo que puede oponerse a sus proyectos. Olvidé por tanto no sólo las diferencias pasadas, sino también la imposibilidad de descartar del nuevo rol del periódico las incompatibilidades que él me ha creado. Naturalmente (nada más natural que el instinto de conservación), han suprimido todo lo que respondía a mi intención personal. He saltado, hice venir a Z. y le dije que no escribiría más. Él se fue sin saber si sus objeciones me habían convencido. Inmediatamente he escrito a los propietarios del diario para decirles que me consideraran separado del periódico: pero como yo exigía la publicación de mi carta y en ella exponía muy claramente la razón de mi retirada, el director me ha hecho tales observaciones que por un rasgo de nobleza, de que ahora estoy descontento, he consentido en retirarla de la publicidad.



Lima, Sucursal Maury, Plateros-San Pedro, 6, agosto 5 del 71.

La vi ayer. Todos me recibieron con gran complacencia. Ella se mostró muy reservada pero al mismo tiempo muy insinuante. Su hermana me hizo entender que yo no soy tan bueno como ellas creían, cuando no aproveché todas las ocasiones que ella me buscó para verme con M. Esta habló muy francamente: «Nous n'aimons pas lorsqu' on nous aime: nous ne somes pas aimées lorsque nous aimons».

Heme aquí enamorado otra vez.



Chorrillos, martes, 7 de noviembre, 71, noche.

La amo, la amo, la amo y no oso evitarlo. He pasado mi vida en contener mis pasiones por medio de la razón, y he aquí como lo que debía hacerme fuerte, feliz, me hace el más débil de los hombres y en consecuencia el más infeliz.



ASUNTO PERSONAL ENTRE LOS SEÑORES HOSTOS Y CAIVANO1

El Coronel D. Baltazar la Torre y el señor D. Francisco Javier Cisneros, encargados por el señor D. Eugenio María Hostos de desafiar al doctor don Tomás Caivano: y el señor doctor D. Manuel A. Fuentes y don Héctor F. Varela, encargados por el doctor Caivano de aceptar el desafío, habiendo manifestado a nuestros representados que no nos hacíamos solidarios de sus resentimientos o preocupaciones, que nos reservábamos nuestro propio juicio, y que les exigíamos el compromiso previo, que contrajeron, de someterse a cualquiera solución, en que por unanimidad, reputásemos salvados los principios, la justicia y el honor.

Considerando que la discusión de hombres públicos por apasionada, errónea e injusta que sea, no impone responsabilidades que deban hacerse efectivas por medio de un duelo;

Considerando que las ofensas que son el desahogo, o la explosión de la cólera que sigue a esa discusión, no son un derecho de los escritores públicos, sino por el contrario un medio reprobado de combatir al adversario;

Declaramos, que deben retirarse y quedan retiradas tales ofensas, y en esta virtud las susceptibilidades del honor no dan mérito a un duelo en esta ocasión, ni al señor Hostos derecho para el desafío que ha pasado al Dr. Caivano ni colocan a éste en el deber de aceptarlo, dando así por terminada la cuestión entre ambos, y facultándolos para publicar sin comentarios esta acta.

Lima, noviembre 25 de 1871.

Héctor F. Varela.- Manuel A. Fuentes.

B. La Torre.- F. J. Cisneros y Correa.



Chorrillos, diciembre 7 del 71.

Siguiendo los consejos del Sr. Cl., y para calmar el espíritu apasionado de su hija, acabo de escribirla una carta abrasadora en que la expongo vividamente el estado de mi espíritu adolorido por mi próxima partida.



Santiago de Chile, Hotel Dounay, enero 11 de 1872.

Estoy aquí desde el 30 de diciembre, habiendo llegado a Valparaíso el 29. Esperaba hacerme inmediatamente una posición: veo cuán difícil es encontrarla.



Santiago, marzo 12 del 72.

Mi padre insiste en mi regreso a España. Pero como yo me había prometido no permitir que mi padre me costeara los gastos allí, tendría que volver a empezar mi antigua lucha por la vida.

... Tres meses después de haber sido puesta a la venta, La Peregrinación de Bayoán no se vendía. Por una parte, era mi falta: yo no quería anuncios, yo quería que el libro se abriera paso por su propia lucidez. Por otro lado, falta de compañerismo de los literatos españoles. Comenzando por Rada, el mismo que se ofendió porque yo no quise que nadie más que yo prologara mi libro; continuando por Entrala, que, a pesar que decía que yo era un genio no hacía nada por darme a conocer; y siguiendo por Ros de Olano, Alarcón, Cortina, M. Palacio, Castelar y muchos otros periodistas que a pesar de alabar el libro, los tres primeros en cartas muy calorosas que conservo, el cuarto en llamamientos admirativos hechos a mis compatriotas, el quinto en un silencio que no le ha impedido adoptar el estilo del libro; mis mismos compatriotas, Escoriaza, por ejemplo, que me decía que mi libro hubiera hecho una revolución si hubiera llevado en la portada el nombre de Víctor Hugo (a lo que yo contesté: «Tú escribes, ¿por qué no dices lo que piensas?»), todos hicieron contra el libro la guerra del silencio y cuando yo me decidí a enviar la edición a Puerto Pico, el Gobierno la confiscó.

... Yo tenía un fin de dignidad, trabajar para vivir; un fin intelectual, ensanchar mis conocimientos; un fin que los resumía todos, hacerme una reputación para volver a mi país rodeado de la aureola que debía atraer la atención de mis compatriotas, de mis auxiliares en la obra sagrada de preparar la revolución de independencia. ¿Qué he hecho? La organización de la enseñanza me impidió el estudio del derecho. La falta de trabajo entorpeció mi vida material. La inquietud en que siempre estaba mi dignidad, comprometida por la falta de recursos, limitó el ensanchamiento de mis conocimientos. Las pasiones de que fui juguete en el campo de la política y de la literatura en España me negaron la reputación que buscaba.

Después de la extraña aceptación que tuvo Bayoán me hice aceptar por algunos periódicos literarios: El Museo, La América, El Cascabel. Escribí algunos artículos en el primero, y su editor llegó hasta ofrecerme la dirección; pero como quería darme un sueldo inferior al que habían tenido los otros directores, rehusé aceptar la oferta de Asquerino.

... En el mes de abril, habiendo el gobierno de Narváez provocado, y ahogado en sangre, un movimiento revolucionario en las calles de Madrid, yo escribí con mi firma, al día siguiente, una carta en que demostraba la cobardía de la asechanza. Este acto de valor llamó sobre mí la atención pública, que creyó ver en mí un refuerzo precioso para La Soberanía Nacional, tanto más necesitada de una pluma y de un hombre cuanto que la lucha entre los radicales y los conservadores del partido Progresista se agriaba cada día más. Fui al periódico. ¿Recompensa? Ninguna: el periódico era pobre. ¿Alguna prueba de reconocimiento? Tampoco. Hubo necesidad de renovar el Comité Central del Partido y se me rogó aceptar la representación de una de las provincias. Vencidas mis dudas, escribieron a Olózaga. Este prefirió un «gacetillero» de La Soberanía a mí. Tuve que retirarme del periódico después de disgustos con Fernández de los Ríos y Servando Ruiz Gómez, después de dos meses de trabajo por darle importancia al periódico.

... No querían dar tribuna a un desconocido, oportunidad favorable a un hombre nuevo. Y tan pronto como recibieron autorización para quitar mi firma, publicaron el artículo. Excluido de todas partes, tuve que encerrarme en mí mismo. Los dolores de una tal situación no se describen; no se puede hablar de la amargura, se devora.

Matías Ramos, uno de los hombres que más ha confiado en mí, quiso entonces hacerme una posición digna al mismo tiempo que sacar el mejor partido para sus intereses. Él tenía entonces en Madrid otro periódico, La Nación, falto de recursos. Él ofreció mediante contrato, al cual yo me había opuesto por amistad y por delicadeza, una suma cualquiera, siempre que se publicara una revista que yo debía redactar en jefe, con la condición de que aceptaran todos mis artículos sobre la cuestión colonial y de que recompensara mi trabajo con una pequeña suma mensual. Escribía diariamente en el periódico, escribía la revista yo solo, y creo no haber recibido más que la mitad del sueldo de un mes. La revolución de junio del 66 se hizo del penoso modo que se conoce, o no. Matías creyó que era la hora de llamar la atención española sobre las Antillas, se metió otra vez en el periodismo y me hizo ir a Barcelona para preparar la publicación de la revista hispanoamericana Las Antillas. Me opuse con toda la fuerza de mi afecto a él, con todo el cuidado de mi verdadera amistad; pero Matías era testarudo y hube de ponerme a trabajar para tratar al menos de salvar con mis esfuerzos el dinero que él había puesto en la empresa. Otros dos o tres meses de trabajo sin más recompensa que el adelanto de pequeñas sumas que yo acepté como empréstito. Al llegar el 1868 yo obtuve del librero Duran la traducción de las obras de Proudhom. Yo había hecho la de uno de los volúmenes de La Revolución en la Iglesia y en el Estado, que satisfizo a Durán: pero él quería que el precio de la traducción fuera el menor posible y que mi trabajo fuera más lento, y eso rompió nuestras relaciones.

Matías Ramos concibió entonces la idea de hacerse de un arma con un diario en Barcelona, y me llamó. Me había dicho que los progresistas y los demócratas de la provincia, con quienes contaba, sufragarían los gastos. No queriendo por nada del mundo acompañarle en empresas ruinosas para él, me opuse. Empero, él hizo de tal modo que se me hizo cargo de conciencia el abandonarle. Publicamos El Progreso, un periódico cuyo director fui yo; y que me valió muchas caricias de los liberales, pero que no me dio ni para pagar el alojamiento. El periódico tuvo gran resonancia; era la ardiente expresión del pensamiento de la revolución social e intelectual, fue perseguido, y murió a los golpes de un decreto del Capitán General de Cataluña. ¿Tuve siquiera amigos, compañeros en la persecución? Todo el mundo me abandonó.

Decidí entonces irme a la emigración, a París. Para hacer el viaje, hube de escribir a Garnier, compatriota y amigo que demostraba gran afecto a mi fuerza de existencia.



Santiago, 17 de marzo de 1872.

Al llegar a París, yo no tenía más que un fin: hacer un amigo de las Antillas y mío de cada uno de los jefes de la revolución española: Olózaga, Ruiz Zorrilla, Sagasta, Aguirre, F. de los Ríos y cuantos de antemano yo había adquirido para mi causa sirviendo a la suya. Llegué pleno del sentimiento y de los principios de la revolución, y mientras dogmatizaba sobre ellos, todos, comenzando por Olózaga, me rendían su pleito homenaje; pero tan pronto como yo bajaba a cuestiones de hecho, a proyectos, a discutir medios, me confundía. Mi pobreza me impidió alternar con ellos, y me vi forzado a separarme de ellos. Castelar sacó partido de mi pobreza para vengarse de los secretos dolores que yo le causaba con mi carácter más levantado. Yo sabía, porque lo había observado en todas partes en España, que el resultado de la revolución dependía de la unión de los demócratas y los progresistas: era una noble idea, que yo convertí en un deber: empezaron por ridiculizarla, siguieron por dudar de mi sinceridad; los progresistas me creyeron demasiado demócrata, los demócratas, demasiado progresista. Yo tenía que vivir de mi trabajo y sólo los emigrados podían procurármelo por medio de sus relaciones: ni uno de ellos dio un paso. Castelar me prometió una colocación que él decía muy segura con un periódico del Perú; pero Castelar partió de París en los momentos en que debía haberme dado una respuesta definitiva y debo a su extraña conducta el no haber podido encontrarme en la revolución de España. Ruiz Zorrilla me había rogado ir a Londres a ver a Prim; pero yo no tenía con qué hacer el viaje y para evitarme el sonrojo de tener que hacer una petición o la vergüenza de recibir un rechazo, tuve que buscar pretexto. Un día me encontré solo con el General Pierrad, en París. Todos los emigrados, excepto Olózaga, Ríos y Castelar que habían salido para la Seine, estaban en camino de España. No pude soportar la idea de verme fuera del movimiento que yo había contribuido a preparar más que muchos otros. ¿Cómo ir a España? Yo tenía amigos en Cataluña: si iba allí podría revolucionar una parte de la provincia; la cosa era tanto más difícil y el peligro tanto más grande cuanto que yo no sabía ni si Maranges estaba o no en la provincia; pero estaba resuelto y comuniqué mi idea a Olózaga quien, a pesar de alabarla y de maravillarse de mi conducta, no hizo más que darme una carta cerrada para Baldrich. Gracias a un revolucionario pobre, que se enfermó de miedo en el momento de arriesgarse a la aventura, pude conseguir trescientos francos, con los cuales salí perfectamente seguro de mí mismo, pero perfectamente incierto de lo que iba a hacer. Al llegar a Perpignan, dos payeses fueron arrestados por la policía francesa como sospechosos de ir a España a contribuir a la revolución, en virtud de un decreto del Gobierno francés que prohibía el tránsito de emigrados españoles. Para mí, el arresto de aquellos dos hombres apareció como un abuso de fuerza tanto mayor cuanto que los dos infelices no tenían trazas de ser revolucionarios. Yo me puse entonces de parte de ellos e intervine preguntando al policía que los arrestaba con qué derecho lo hacía. «Y Ud. mismo -me preguntó él-, ¿con qué derecho se mezcla en este asunto?». «Con el derecho que dan la libertad y la dignidad humanas» -le dije. «A pesar de su francés -respondió él-, Ud. me parece español». «Dios me libre -dije yo con el tono más americano posible-: yo soy americano». «¿Sus papeles?». «Aquí están». «Son españoles...». «Lo que no impide que yo no lo sea». «Váyase si no quiere ser del número». «No partiré en tanto que estos dos hombres no sean puestos en libertad». Y con el aire más conquistador del mundo entré en Perpignan, pregunté por la prefectura, me hice presentar al Prefecto y le pedí la libertad de los dos catalanes. Lo hice tan bien que él me la acordó, y queriendo ser el heraldo de tan buena noticia salí para llevársela a los dos arrestados. Eran gente del pueblo y groseros. Uno de ellos creyendo que porque yo hablaba francés y español no podía ser sino un espía me dijo que esperaría ser puesto en libertad para meterme, una bala en la cabeza. «Ud. es un animal -le dije con el tono más severo-; yo soy quien soy, necesito de Uds., váyanse inmediatamente y digan de mi parte al General Pierrad, que Uds. encontrarán en Junquera o en Figueras, que tengo que verle». Como mi conducta había sido muy imprudente, quise precaverme contra cualquiera tentativa del Gobierno francés, que arrestaba sin piedad a cualquiera que tuviera el aspecto un poco revolucionario, salí para un pueblecito de la costa, desde donde yo esperaba ir por mar a Rosas. Pero allí la vigilancia era más activa porque dos días antes habían arrestado al General Latorre, y tuve que desandar camino. Fue un momento de gran alegría cuando me encontré en la frontera española fuera del peligro de caer en manos de la policía napoleónica.

Ya estaba pues en España. ¿Qué iba yo a hacer? Acababan de decirme en Junqueras que todo había terminado, que acababan de recibirse telegramas de la batalla de Alcolea, que la Reina y su corte se habían escapado para Francia, que la revolución reinaba tranquilamente en la Península. Echando a un lado el regocijo que el triunfo de la revolución me causaba, no tenía otro motivo de alegría. Al contrario, al preguntarme una y otra vez: «¿Qué voy a hacer?»; la duda surgía intranquilizadora en mi mente. Iba a perder o a ganar todo el fruto de mis esfuerzos anteriores. Si se le hacía justicia a las Antillas, mi porvenir estaba asegurado; si se nos engañaba, como de costumbre, habría que recomenzar. Además, yo me sentía completamente fuera de lugar: sabía que no tenía ninguna de las habilidades que en la vida política, y sobre todo en la revolucionaria, se exige habitualmente a los recién llegados, no tenía la menor inclinación al botín, ni siquiera contaba con el menor átomo de insolencia para reclamar el pago de mis servicios, no creía haber hecho ninguno, no tenía amigos y estaba triste; también me sentía avergonzado: hay una vergüenza terrible, que es la que se siente cuando uno se encuentra fuera de la realidad: cuando los farsantes triunfan, los incapaces de fuerza se sienten impotentes para triunfar. Me detuve dos días en Gerona en donde me asociaron a las ovaciones que estaban haciendo al General Pierrad, y partí para Barcelona. Nadie vino a verme y cuando encontraba en la calle a aquellos a quienes, durante cuatro meses, había espantado con mi osadía revolucionaria, los veía hacerse los desdeñosos. La Junta estaba llena de amigos: rehusaron recibirme en ella cuando me presenté en ella. Salí para Madrid y fue uno de los días más amargos de mi vida aquel en que habiendo llegado a la capital de España que me había visto hacer en la hora del peligro lo que ninguno de los triunfadores del momento había osado, me encontré en un quinto piso tan pobre, tan aislado, tan impotente como en el pasado.

(¡Ah! los tiempos me reservaban horas aún más amargas. Las que paso ahora por ejemplo. ¿Puede darse aislamiento igual? ¿es posible creerlo, sabiendo que aquí hay políticos que me conocen? ¡Oh! ¡pobreza, pobreza, tú eres una maldición y te huyen!)

Los que me encontraban en la calle me decían: «¿Cuándo van a darle la gobernación de una provincia?». Los que conocían mis esfuerzos anteriores, los comparaban a los de otros que ya habían sido recompensados, y me decían: «Ahora es cuando Ud. va a recibir su recompensa». Otros me expresaban silenciosamente su asombro. Otros había que no se decidían a creerme impotente y que me escribían para pedirme puestos en un negociado u otro. Otros había que acriminaban mi carácter orgulloso o apático o injusto, según su parecer: mi familia entre ellos. Mi noble padre, y este era mi suplicio, no cesaba de preguntarme: «¿Para cuándo la recompensa a tus servicios, o continúas tú siempre apático?». Sí, yo continuaba tan apático como de costumbre. Yo continuaba por la calle mientras los otros se arrastraban por el polvo, y cuando yo veía el espectáculo de la adulación, de la vileza, de la indignidad con las cuales se rescataba la sombría conducta anterior, me encerraba en mi desdén.

Por encima de toda mi incompetencia, yo tenía una razón poderosa. Yo había hecho lo que había hecho, no sólo por ser el ciudadano de la libertad en todas partes, sino también porque yo quería sacar partido de la revolución española en favor de las Antillas. Las cartas cambiadas con Olózaga, Prim y Sagasta me hacían esperar un cambio inmediato en el gobierno de las Antillas; y como ese cambio no llegaba, yo estaba cada día más descontento de la revolución y de los hombres que la habían aprovechado. Yo hacía todo lo posible por obtener alguna cosa, pero cada conferencia con los poderosos de entonces me demostraba lo erróneo de las esperanzas que yo acariciaba, y yo no hacía una visita oficial al Presidente del Gobierno o al Ministro de las Colonias sin tener un altercado, de donde yo sacaba no sólo el resentimiento de la gente en las altas esferas oficiales sino también el de los colonos que me acompañaban, que se espantaban de mi osadía, buscando como ellos estaban la benevolencia de los grandes. Cometí un error al decir que mi posición no había cambiado. Cambiado había: pero de mal en peor. Para todos era motivo de menosprecio mi impotencia y me hostigaban; en particular mis acreedores: mi sastre me demandó judicialmente, mi hostelero me importunaba sin cesar.

Un día vino Moret a verme para preguntarme si yo aceptaría un puesto en el periódico que el cubano Azcárate debía publicar pronto. Mi respuesta fue condicional, y aceptadas las condiciones, empezamos la publicación de La Voz del Siglo. Este era un bello periódico que hubiera podido llegar a ser un buen diario si su propietario, Azcárate, no hubiera tenido un parti pris. Él quería acercarse al Gobierno, y sobre todo a Serrano, por medio del periódico. Al estallar la revolución de Cuba nos dividimos: Azcárate y los españoles de la redacción, querían un término medio entre los cubanos y España; yo quería el triunfo de la revolución. Para evitarme responsabilidades, dejé hacer a Azcárate, que se mantenía en una posición del todo digna, reclamando lo que Serrano mismo había ofrecido cuando su gobierno de la Isla. Yo había sido designado como uno de los candidatos a la representación de Puerto Rico y aunque deseaba poder hablar delante de la Cámara, me pareció que sería traicionar a las Antillas el aceptar la representación. Padial vino a proponerme hacerme recomendar por el Ministro del Interior al Capitán General de Puerto Rico, pero yo rechacé redondamente la proposición y lo amenacé con denunciar su proceder. Escribí entonces a Puerto Rico diciendo que debíamos abstenernos de toda conciliación con España mientras durara la revolución de Cuba. No obstante yo podía hacer algo en favor de la dignidad de mi país y acepté todas las comisiones de que me encargaron mis compatriotas para cerca de los miembros del Gobierno. Habiéndome encargado los de Ponce de protestar contra la conducta de su jefe político, fui a ver al General Serrano que, después de hacerme muchas promesas, me pidió le dijera mi opinión sobre la ley electoral que acababa de publicarse. Mi opinión fue ésta: «Uds., la gente del Gobierno español, se olvidan siempre de la dignidad de las Antillas». Él se enfureció, y nos separamos descontentos el uno del otro. Pocos días después se me invitó a tomar parte en la discusión de una tesis científica en el Ateneo. Yo no había hablado en público; pero ya tenía pensado romper con el Gobierno español y aproveché como pretexto la exposición de la teoría de la federación. A propósito de esta forma de gobierno, dije que era el único modo de terminar la guerra de Cuba, de impedir, la revolución de Puerto Rico, de hacer justicia a esos pueblos y demostrar que España, que nunca había cumplido con su deber en América, comenzaba a hacerlo. Apenas acabé de exponer mi pensamiento y de hacer una crítica áspera de la España colonial, el Ateneo cayó sobre mí y muchos oradores levantaron contra mí la bandera de su patria. Espero haber hecho algo ese día. La Voz del Siglo murió por falta de lectores. Ya no me quedaba qué hacer en España y en cuanto obtuve los fondos necesarios me fui a París. Pero esto no fue hasta el mes de septiembre de 1869. Después de un mes de cruel espera salí para el Havre en donde tomé un vapor de emigrantes para ir a Nueva York a principios de noviembre. Cuando se trata de resistir, soy fuerte. Puede ser que no haya habido nadie que se haya sacrificado más por sus ideas; pero cuando se trata de actuar, soy débil. Mi conducta y sus efectos en Nueva York, han sido una de las enseñanzas más persuasivas de mi vida, y voy a tratar de describirla más pacientemente que he descrito la observada en España.

Cuando salí para Nueva York, tenía la creencia, que Oppenheimer me había imbuido con una carta de uno de nuestros amigos residentes en Nueva York, que una expedición saldría pronto para Puerto Rico. Ofrecí entonces ir a Nueva York, y aunque la fecha fijada para la expedición había pasado y Acosta, Castro, Blanco habían intentado en París hacerme creer que no había nada, yo persistí en creer en la próxima partida de la expedición. Mi fe en los resultados de la revolución de las Antillas no era más tenaz que hoy, pero sí era más apasionada, más ardiente, más brillante. Yo iba a la revolución empujado no sólo por la fuerza de una seria meditación en el porvenir de mis Islas, sino lleno de esperanza en los hombres. Yo me decía: «Toda opresión determina en los individuos y los pueblos una acción contraria a la ejercida por los agentes opresores, y estoy seguro que los puertorriqueños y los cubanos son hombres que están a la altura del papel que les va a tocar. Estando todos unidos por el lazo sagrado de la idea, toda pasión personal, todo interés individual, toda aspiración contrarios al fin a que todos y cada uno debemos consagrarnos con preferencia, deben ser desterrados previamente de nuestras relaciones».

Llegué a Nueva York. Esperaba encontrar en el muelle a todos aquellos a quienes les había avisado mi salida y con quienes, independientemente de mis propios motivos de acción, yo había venido a tomar parte en la expedición. Nadie me esperaba. Yo fui entonces a verlos. Me recibieron de la manera más fría, más decepcionante. Apenas nos vimos se terminó la amistad: su actitud parecía preguntarme a qué había ido yo, quién me había llamado, con qué derecho me presentaba allí. Me miraban como algo curioso, inesperado, no comprensible. Aquella fue una terrible noche. Me encontré más solo que nunca, y sin embargo estaba en medio de aquellos a quienes yo había ido a buscar como amigos y compañeros de martirio. Y, para recibirme de un modo tan indigno, no tenían otra razón que mi pobreza.



Santiago, lunes, 25 de marzo del 72, noche.

Nada es más difícil para mí que recordar las injusticias de los hombres hacia mí, y abro un pequeño paréntesis para fijar el recuerdo de las que me han hecho sufrir aquí. Me huyen, me miran con ojos desconfiados, me ofenden en la manera de tratarme, a pesar de las cortesías rebuscadas que se esfuerzan en hacerme.

Pero no, no me ocuparé de ellas. Si tuviera que vengar las infamias que los hombres me hacen conocer, hace tiempo que les hubiera dado el placer de ponerme a su nivel. Valor y paciencia es lo que me hace falta para llegar a un fin. Tengamos valor y paciencia.



Miércoles, 27 de marzo.

No quiero quejarme. Mientras más se empeñe la casualidad en mezclarse en los asuntos de mi vida, menos creeré en ella. En lo que creo es en la inutilidad de mi vida. Estoy descarriado, y lo veo. Este es el comienzo de una crisis: está muy bien. Más allá de la crisis me espera un carácter definitivo. Que sea bienvenido.



Santiago, domingo, 31 de marzo del 72.

Estoy ocupado ahora, o más bien me entretengo, escribiendo sobre el Hamlet: algunas palabras de Ofelia y sobre todo su locura me dan miedo; pienso en ella tan delicada, y temo que la pasión que tan involuntariamente he provocado esté produciendo dolores tan hondos como los de la triste semidemente. He leído estas palabras de Goethe a propósito de Hamlet: «Plantan una encina en un florero, que sólo hubiera podido contener flores delicadas: las raíces se extienden, y se hace pedazos el florero»; y pienso que hubiera sido mejor decirlo de Ofelia, y siento que yo podría aplicarlo a Manolina.

Pienso publicar Bayoán, y este es un pretexto para acercarme a ella con el pensamiento: trato de crearme aquí una reputación y es el aplauso de ella el que busco. Seriamente, temo ponerme tan mal de espíritu como Hamlet, si no realizo ya este triste ideal.



Santiago, martes, 2 de abril del 72.

La he escrito hoy para decirla: «He estado pensando en ti todos estos días. Y al hacerlo, me ha asaltado el temor de haber sido injusto contigo al quejarme de tu silencio, y como éste subsiste aún, prefiero ser importuno a ser injusto, puesto que tu silencio puede ser motivado por causas ajenas a tu voluntad. He pensado siempre que el hombre, tanto por su naturaleza cuanto por las leyes sociales, es más fuerte que la mujer, y es siempre el responsable de los actos de ella. De ahí la idea que tengo del amor, y de mi conducta. De ahí lo que tantas veces he dicho ya: Si no quieres arrostrar las dificultades de mi situación, eres libre. Por noble que esa conducta sea, tú puedes no comprenderla y quiero dejar fuera de esta carta todo lo amoroso para expresarte otra vez mi pensamiento: Helo aquí. No he querido romper relaciones que me hacen esperar la ventura, sólo quiero dejarte la iniciativa de romperlas si se han hecho demasiado fuertes para ti. Si esto es ser incomprensible, depende de mi modo de amarte; y así es como yo te amo».

No me siento más aliviado que antes de escribir esa carta, pero he hecho lo que he creído era mi deber.



Santiago, sábado, 6 de abril de 1872.

He pasado todos estos días ahogando en el trabajo la tristeza que me circunda: he escrito algo de lo que pienso sobre Hamlet; obra fácil para mí que me encuentro desde hace tanto tiempo en la situación moral del héroe de Shakespeare. ¿Qué es lo que lo hace infeliz? El detenerse demasiado en el estado de transición en que se encuentra; el pensar demasiado lo que debe hacer y el no hacer lo que quiere. ¿Qué es mi vida, si no es ese infame estado? Hubiera el pobre Hamlet tenido que sufrirla los años que yo, y es posible que él hubiera acabado por hacerse incapaz hasta de matar a su tío, aun empujado por el último aguijón, el de la proximidad de la muerte. En Hamlet hay una influencia pasajera: es Ofelia. Al describir esta noble, simple, pura y deslumbradora criatura, he pensado en Nolina: he llegado hasta a temer que fuera mi propia desventura la que he descrito; a tal punto han sido dolorosas mis impresiones respecto de Nolina. Su silencio se agrega a aquéllas y tuve un sobrecogimiento de espíritu al pensar en la delicadeza de sus sentimientos y de sus nervios. Es el suyo el retrato de Ofelia que ha despertado tantos admiradores: son mis propios remordimientos los que yo he vertido en él, mis propias quejas las que allí he expresado, mis propios juicios contra mí mismo los que allí he puesto. Mi última carta a ella puede muy bien explicar mi situación moral respecto de ella. Ahora acabo de recibir la carta que voy a copiar:

«Islay, marzo 23.- Tengo a la vista la carta traída por el último vapor del Sud. Lo que puedo decir en respuesta es que en absoluto quiero ser un obstáculo a los fines patrióticos y sociales que Ud. se propone. Si Ud. no piensa hacer el viaje a la República Argentina, no lo haga, pues yo no me perdonaría jamás cualquier accidente que pudiera Ud. sufrir, como es posible. Trate de olvidarme para alcanzar un gran renombre. Por mi parte, yo sabré sustraerme a mis exaltaciones pasadas. No he podido escribir más porque he tenido la influenza. Partimos mañana para Lima. Siempre suya, Ma. Cl.».


Es posible que esta carta sea la expresión de un dolor, pero yo la he recibido como una decepción. No he querido contestarla hoy porque no quiero abandonarme al primer impulso, como es siempre mi error. He aquí lo que he pensado. Ella se ha dejado arrastrar por las tristes reflexiones que mi situación no ha podido menos de sugerirla. Su naturaleza enfermiza por una parte, mis asperezas por otra, y es posible que los consejos de sus hermanas, hayan acabado por darla la conciencia real del aprieto en que la ponía mi amor. Yo la decía que ella podría concluir con nuestro amor cuando quisiera. No era la primera vez, y ella ha hecho bien en seguir el consejo. Ahora, pienso que la carta no es tan definitiva, que hay más dolor que rencor en ella, y que si ella se ha decidido a no amarme más, es mi falta.



Noche del lunes 8 de abril del 72.

Acabo de escribirla esta carta:

«Reproduzco la carta que me trajo el último correo del norte y que llegó a mis manos en la triste mañana del 6. (Aquí su carta.) No entiendo esa carta; pero la acato. Sólo uno de sus mandatos, el de olvidarla, dejará de ser cumplido. Yo no quiero olvidar que he encontrado en mi camino, bien áspero por cierto, una criatura generosa, tan bella de alma como de cuerpo, de sentimientos como de ideas, que tuvo la benevolencia de creer en mí. Era creer en lo difícil, y la fe también se cansa. Yo mismo me canso de tener fe en mí: tan penoso se hace el triunfo de esa fe. No es extraño, pues, el cansancio de la noble joven y no seré yo quien cometa la injusticia de reconvenirla. Tócame sí el lamentar que, habiendo tratado de merecer esa fe, no haya podido justificar que la merecía: contradicciones comunes entre la apariencia y la realidad de las cosas. No se teman percances para mí, ni se me crea buscando fama. No me arredran los percances ni la fama me preocupa. Ya es vieja mi conciencia, y ella es la que aprueba esta vida que todos desaprueban. Entre el juicio de mi vieja amiga y mi consejero viejo, no hay lugar a duda. Hágaseme la justicia de reconocer que he hecho cuanto puede hacer hombre para calmar las exaltaciones pasadas, así como yo tengo una infinita alegría en declarar que jamás ha habido relaciones más puras, más dignas, más inmaculadas que las que han hecho tan triste para la dulce Manolita, tan venturoso para mí, el año pasado en el Perú. Con respeto cariñoso, con fervorosa simpatía, deseo para la noble niña la felicidad que encontrará, en el hombre digno de ella que ha buscado y no ha encontrado. Leal, sinceramente, siempre suyo».




Valparaíso, noche del sábado 18 de mayo.

El descontento de mí mismo se hace más y más punzante. Y hay motivo. Heme aquí de nuevo en el estado de que había salido, gracias a la causa de la revolución de las Antillas. Me siento tan niño, tan tímido, tan temeroso, tan pasivo, tan descaminado, como estaba hace precisamente diez años, cuando mi entrada en la vida real. Es para desesperarse. ¿Estaré yo condenado a sufrir periódicamente una crisis y deberé yo siempre estar envuelto en los celajes de una infancia perpetua? Real, seriamente, comienzo a odiar la existencia. Y sin embargo nunca la he conocido mejor que este año. Aún la pluma, siempre la prensa, continuamente el modus vivendi que abomino.



Valparaíso, calle Cochrane 108, agosto 11, 1872.

Conozco bien la utilidad del sondeo, y vuelvo siempre a él. Esto no ha terminado; estoy condenado a encontrarme siempre solo y mientras más lejos me encuentro de los otros, más necesito de soledad. Acompañémonos con nosotros mismos y al menos la soledad podrá convertirse en fuerza.

Es bien monótona la tragedia secreta de mi alma: siempre la misma acción, las mismas peripecias, las mismas lágrimas, los mismos dolores; siempre yo mismo el Deus ex machina. Se presenta una pequeña novedad; ¡pero es tan lenta para mostrarse! Me estoy haciendo un poco colérico, el pesimismo me invade y la irritación llega al corazón; pero en vez de estallar, se oculta. ¡Extraño estado! ¡Encontrarse en el seno de lo que los filósofos han llamado el estado casi perfecto y tratar de salir de él! Si esto fuera al menos de un solo movimiento, de un golpe y para no volver a caer en él; pero no; la experiencia cien veces rechazada vuelve siempre a hacerme presente la incompatibilidad de una tal vida con un tal mundo y me es preciso pasar y repasar las mismas dolorosas experiencias para que me fije en ellas.



De Santiago a Aculeo, 18 y 19 de enero del 73.

Acaban de dar las cuatro de la tarde y empieza el caballo de hierro a caminar. Ya estamos en campo libre. Ya hemos salido del recinto claustral de la ciudad. Ya respiramos el aire respirable. Ya el panorama del llano se presenta libre de obstáculo a la vista.

De centro de una circunferencia de montañas que es el espectador en cualquiera ciudad de Chile, estoy siendo mediador entre dos paralelas. A la izquierda, el oriente, se irgue la línea angulosa de los Andes; a la derecha el poniente, se desarrolla la línea espiral de la Cordillera de la Costa. Quedan detrás las ensenadas que forman los llanos de Colina y Apoquindo. Aparece adelante la cuenca que el Maipó fertiliza. Del seno de esos dos estribos de los Andes baja el Maipó. Detrás de ese macizo aislado confluye con el Mapocho. Aquella cortadura del terreno anuncia el río. Ahí está la barranca; debajo de ella el cauce pedregoso. Pasó el río que riega y abona estos risueños campos. Hemos pasado un accidente del terreno. Aquí se ensancha el territorio. Ahí está en toda su extensión el valle del Maipó. Allí, cerca de la cordillera occidental, lo interrumpe bruscamente un contrafuerte. Se ha detenido otra vez el caballo de hierro: hemos llegado al Hospital. El mismo valle, el mismo cultivo, los mismos colores, accidentes semejantes de terreno, igual cordillera de los Andes, idéntica cordillera de la Costa, no pueden producir panorama diverso del hasta aquí observado. Pero hemos cambiado de medio de locomoción, y un carruaje pesado nos conduce desde la estación del camino de hierro al camino de la montaña.

Costeamos un cerro, el horizonte se ha limitado por un lado, y por el otro ha empezado el paisaje a diversificarse. Los árboles se agrupan, el estero desliza blandamente sus tranquilas aguas por el bosque, y empieza la naturaleza primitiva a contrastar con la transformada por el hombre. La población se distribuye de otro modo; el caserío sustituye a la ciudad; el rancho domina a la casa. Hay más chacras y más extensas, y el verde predominante del pequeño cultivo compite con el amarillo de los trigos. Entrada en la montaña. El Horcón, el Curinhahua, Punta de Ánimas, Chalahao y otras cumbres de Aculeo, a la luz crepuscular. La laguna a la luz crepuscular, a la de luna y aurora. El vocerío de los pájaros. Aspecto de la laguna a media luz y a pleno sol. Panorama desde los Hornos: el valle de Maipó entre la niebla, la montaña contra la luz. Panorama general de Aculeo. Cordillera, círculo de cerros, laguna, sembríos, valle, ruido, color, movimiento, árboles, pájaros, insectos. Lo que es Aculeo y lo que puede ser: de un feudo a un establecimiento sanitario.



Rancagua, 20 de enero de 1873, ½ día.

Aspecto primero de la ciudad en los alrededores de la estación. Id. segundo, desde la primera calle; id. tercero, desde las calles centrales. Impresión que se experimenta en Rancagua: conversión hacia la patria vieja. Los lugares célebres. Los testigos mudos. Los testigos vivos. Las opiniones corrientes. Urbina, el soldado de Cochrane. Situación del departamento: sus recursos, su territorio, sus escuelas, su trabajo, su tráfico.



De Rancagua a Cauquenes, enero 21, 1873.

Machalí y sus pobladores. La serranía de Machalí. Rancagua vista del cordón de cerros. La «Compañía» y el problema social de Chile. La montaña de Cauquenes. El Cachapoal: los baños desde la montaña; id. al por menor; panorama de los baños, desde el peñasco del Cachapoal. Las dos cordilleras2.



Santiago, Hotel Dounay, 31, mayo 26, 1873.

Ha pasado un año; pero el hombre es siempre lo que era. La prueba está en el haber recurrido al Diario. Al leer un libro, al oír a un hombre, al entrar un poco en mí mismo, he visto que todavía hay que construir, y voy a tratar aún de construir el hombre que busco. No lo conseguiré, pero el esfuerzo me mejorará.



Santiago, mayo 30 del 73.

Algunas coincidencias en los juicios de las gentes sobre mí, el descontento de mí mismo siempre en aumento, la lectura de este Étude de l'homme en que encuentro la mayor parte de mis propios pensamientos y las reflexiones que todo eso me inspira, han en estos días forzado mi atención a un examen de mí mismo. He encontrado lo que había en el pasado: los mismos deseos de bien sofocados por las mismas vacilaciones, la misma pereza moral y corporal, los mismos obstáculos pecuniarios siempre creados por la misma negligencia. Encontrándome infinitamente menos bien de lo que pensaba, me he espantado de la cantidad de cualidades que me faltan, tanto para estar contento de mí mismo cuanto para llegar al objeto definitivo de mi vida.



Santiago, junio 1.º de 1873.

Antes yo estaba sujeto a crisis morales que se señalaron por grandes progresos intelectuales o por nobles desarrollos de carácter. Comienzo a temer que ese período va a ser seguido por otro de crisis físicas. Me siento bilioso, me hago nervioso. Este cambio que no deja de tener su razón de ser natural, está acompañado por cierta decadencia moral. El sentido de la realidad se impone más y más a mi espíritu, y deposita tal cantidad de ideas, sentimientos y deseos opuestos a los que yo había desarrollado antes, que no sé lo que pienso, lo que siento, lo que quiero. Nada neto, nada claro en mi espíritu. Hay algo tan mecánico en todas las funciones de mi ser que temo por momentos, sobre todo cuando el cerebelo tan sano antes comienza a molestarme, volverme loco o estar ya monomaniático. Todo eso se combina, y el malestar moral y la debilidad corporal llegan hasta yo no sé qué pereza de órganos y facultades que no puedo vencer, ni aun cuando el amor propio y el de la verdad me recuerdan las orgullosas afirmaciones que yo he hecho siempre de mi actividad... Los efectos son éstos. Eso me aleja de los hombres y aleja de mí a los que podrían estar dispuestos en mi favor. En seguida, hace de mi vida un haz de inconsecuencias tanto más irrisorias cuanto que son latentes. Después, me impide toda actividad moral e intelectual. De donde este triple dolor: no tengo amigos; no tengo placeres de ninguna especie; no tengo fijeza en el pensamiento. La idea del deber que me he impuesto se debilita siempre sin por eso libertarme: al contrario, la idea de los dolores causados por ese deber aumentan siempre sin por eso darme el impulso necesario. El sentimiento de la familia haciéndose más y más potente, trato de realizarlo, y me espanto tan pronto la realización del sentimiento comienza. Esta tarde misma he tocado hasta las lágrimas del dolor que he puesto en el alma de esta pobre y noble C., y sin embargo me he alejado de ella más secamente que lo hubiera hecho un insensible.



Santiago, 12 de julio de 1873.

Necesito ver fuera de mí mismo las ideas y los sentimientos que comienzan a renovarse en mi alma.

Lo mismo que antes de la creación existía una materia elemental de donde se ha sacado mediante las leyes de la materia misma el universo que ella precedió, así mismo hay en mí un manantial amoroso, intelectual, etcétera, de donde la casualidad

Desde mi regreso del Sur, mis relaciones con la familia L., a toda la cual quiero, se han hecho más íntimas. Por mi parte, el afecto duplicado por la estimación y centuplicado por mi posición instable, ha tenido la apariencia de un combate. Me sentía inclinado más y más hacia esta digna familia y sobre todo hacia aquel de sus miembros, la querida C., a quien desde nuestra primera entrevista había distinguido mi corazón. Por parte de la familia, todo ha sido complacencia y amistad. C. ha ido haciéndose más reservada cada día, sin por eso evitar ni dejar de aprovechar las ocasiones para ponerse en tácitas relaciones conmigo, y he sentido el ardor de los sentimientos silenciosos. A nadie hemos engañado, pero tampoco nadie puede decir que tiene una prueba evidente.

Ayer, cuando estaba trabajando, vino el señor L. a buscarme para que les acompañara en una fiesta de familia. Apenas había salido él, se apareció el joven V. No sé a propósito de qué, me dijo que muchas personas le habían preguntado si es verdad mi matrimonio con una de las L. Como tenía la respuesta preparada, surgió en el acto: «Tengo deberes que cumplir y carezco de posición para contraer matrimonio». Pero en el instante el recuerdo del progreso de los sentimientos me llamó a la realidad, y agregué: «Sin embargo, eso no sería imposible: uno puede casarse siempre que al hacerlo sea capaz de cumplir con su deber; yo, por ejemplo, me casaría y dejaría a mi mujer para correr a cumplir mi deber».

Con esta idea en la mente llegué a casa de L. No viendo en el primer instante a C., me faltó la reserva, y pregunté por ella con insistencia. Ella vino y cuando fuimos al comedor me senté a su lado. Me abandoné al placer de contemplarla al mismo tiempo que la hablaba en voz baja de su reserva. A ella no le gusta que la miren. Yo me obstiné y ella hizo uno de los movimientos habituales en su fisonomía enérgica. Me molesté y la dije que era la centésima vez que experimentaba que era una debilidad de mi parte el abandonarme a sentimientos que la mayor parte de las mujeres no comprendían. Ella me seguía con los ojos cuando yo me volvía hacia su hermana L., que estaba a mi izquierda, y yo sentía sus miradas con una satisfacción demasiado grande para poderla resistir mucho tiempo. Cuando me volví hacia ella la pregunté qué especie de sentimientos había experimentado ella la primera vez que me vio. «De indiferencia» -me dijo ella-. «Pero Ud. no es indiferente ya». El dulce enrojecer de su fisonomía fue su respuesta. «¿Y desde cuándo ha empezado a desaparecer esa indiferencia?», «No lo sé bien». «Creo que sí». «No». «Pero abandónese al corazón para hablar, Ud. no comprende cuán difícil es en una posición como la mía decidirse a nada... Veamos. ¿Amaría Ud. a un hombre pobre?». «La pobreza no es un obstáculo». «¿Y sería Ud. tan racional que comprendiera que un hombre que tiene un deber que cumplir debe cumplirlo?». «Sí». «¿Y se lo recordaría Ud. misma?». «Sí». «Entonces, míreme a mí». Brillaron sus ojos. Yo seguí mirándola. «No me mire, que no me gusta». «Bebamos, pues... ¿A la salud de quién quiere Ud. que bebamos?». Ella vaciló enrojeciendo. «Bebamos, bebamos -le dije yo, sintiendo que me miraba con una mirada que lo decía todo- para que Ud. diga con los labios lo que expresa su mirada». «Está bien, y también por otra cosa que yo me sé».

La velada se pasó haciéndonos las declaraciones mutuas de un afecto que no puede quedar oculto y que comienza ya a atormentarme, pues nada atormenta más mi impaciencia que esos estados oscuros en que se dice todo cuando uno no debiera decir nada.



Domingo, 13 de julio del 73.

Es preciso tener cuidado. La pasión comienza a crecer. Eso me complace, a tal punto mi vida, siempre dependiente de la de mi país y excéntrica por necesidad y por cálculo en los países que visito, carece de accidente. Fuera de la actividad intelectual, que se efectúa en mí por sacudidas, todo se sucede de la manera más racional, es decir, teniendo en cuenta los hábitos irreflexivos de la gente, del modo más raro del mundo. Soy un extranjero, soy pobre, soy digno, pienso y amo y quiero el bien en todas partes; así, debo vivir lejos de las ocasiones en que pueda poner en desacuerdo mi razón con mis sentimientos, mis actos con mi conciencia. Este problema de la ventura que he borrado del programa de mi vida actual, insiste siempre en ser resuelto y yo insisto siempre en eludirlo. Si no hubiera sido por el temblor de tierra del lunes pasado, tal vez hubiera podido continuar por largo tiempo precavido contra mis sentimientos. Pero desde ese día, las precauciones se hacen más y más inútiles.

En la mañana del lunes, la consternación general causada por el temblor de tierra justificaba mi presencia en casa del señor L., y fui allá. Sentado muy cerca de C., cuya pálida fisonomía iluminaba un dulce sonrojo, traté de hacerla comprender la ansiedad con que había esperado la hora en que me proponía ir a verla para expresarla mi inquietud amistosa. Apenas tuvimos tiempo para mirarnos, y sin embargo al separarnos yo tenía no sé qué avasalladora confianza. No era su primera declaración; pero sí la más emocionante, no sólo por el abandono que ella mostraba en mí, por la seguridad tan completa en mi afecto, por la profunda esperanza de ser tranquilizada por mi presencia, que hubiera sido de mi parte una prueba, que yo no quería dar, de dureza de corazón y de rudeza de sentimiento en no ver lo que ella quería decir con su muda elocuencia. A instancias de su hermana gemela, volví por la noche. Así he ido paso a paso acercándome a un fin tanto más temido cuanto fácil de comenzar, y que yo no había querido alcanzar.



Santiago, 31 de julio del 73.

Habiendo recibido antes de ayer el dinero necesario para tomar una resolución, he creído que la mejor a tomar era partir para Buenos Aires. Sabía y sé que sólo nuevos dolores me esperan allá; pero nuevos dolores son siempre nuevos, y acepté. Me asaltó una duda: ¿puedo yo romper los lazos silenciosamente establecidos entre C. y yo?; una esperanza, ya acariciada, vino a aumentar la duda: si yo llego a hacerme de una posición aquí, a crear una familia, puedo esperar la hora de la patria, la hora del deber que tan nobles inclinaciones y tal vez tanto orgullo me han forjado. Es preciso saber decididamente si mi partida puede ser un mal para aquella cuyas súplicas silenciosas me han disuadido tan a menudo. Oponiéndose el temor de un mal, tengo el pretexto necesario para quedarme en Chile, para realizar mi esperanza.

No es bastante saber aproximadamente si me ama, si esta afección se hace bastante exigente para imponer una estadía indefinida en Chile. Yo quería saber lo que esperaba y temía simultáneamente, pero el respeto a las conveniencias tanto como la oscuridad de mi presente me disuadían del paso definitivo, y prefería dar un rodeo antes que ir derecho, a mi fin. Creí que el señor L., siendo un tan buen padre y un tan buen amigo, no habrá dejado de apercibirse de las tímidas relaciones establecidas entre su hija y yo; de donde yo deducía esta consecuencia: o bien él se opone a ese viaje, lo que equivaldrá a autorizarme, o bien él no se opone, lo que equivaldrá a sacarme de dudas.

El señor L. respondió a mi llamamiento. Le dije que necesitaba su consejo para partir o no para Buenos Aires. No sé si él quiso sondearme a mí como yo quise sondearlo a él, el caso es que respondió afirmativamente. Yo hice varias objeciones a las cuales respondió él con argumentos tan débiles, que sin saber a qué atenerme cuando él me dejó, me quedé halagado por las más dulces esperanzas.

Aquella noche era la víspera de la partida del señor L., y yo deseaba saber qué impresión había hecho en C. la noticia de mi viaje. La pregunté si lo sabía y ella respondió: «Sí, pero Ud. no se irá». Esto era terminante y para cualquiera que viviera una vida normal, esta declaración habría sido el comienzo de su ventura: para mí, fue el comienzo de la perplejidad. Fue entonces cuando todos los inconvenientes de mi estadía en Chile se presentaron de golpe, cuando todas las dificultades de un matrimonio asaltaron mi imaginación, cuando todos los falsos quejidos del amor propio disfrazado de deber, abnegación, sacrificio, me atormentaron.

El señor L. partió al día siguiente. Poco antes de hacerlo me preguntó si yo no me iba, si no quería las cartas que me había ofrecido para Buenos Aires. Para mí esto fue convencerme de que él había observado en su hija el efecto probable de mi partida, y era como si me dijera: no conviene su viaje. Partió aumentando el afecto casi filial que ha sabido inspirarme y fortificando mi respeto por su noble carácter, por su serena energía, por su conducta como padre y como esposo.

Fui a buscar las cartas prometidas: tenía un día todavía y fui a saber si autorizaba tácitamente la estadía que su hija me imponía. Previéndolo todo, seguí diciendo que partiría y para obligar a C. a hacerme una manifestación decisiva, dije a su cuñado Eduardo en un momento en que estábamos solos en la sala ella, él y yo: «Partiré el lunes».

Fue demasiado: ella se alejó sin decir palabra y yo me quedé aterrorizado, con el cuerpo emocionado, el corazón adolorido, las lágrimas en los ojos. Eduardo me expresó su sentimiento aumentando mi emoción tanto más cuanto que yo me repetía una vez más: «Tú no serás feliz jamás, y siempre será tu culpa». Así es, mi culpa. ¿Por qué me obstinaré yo en vivir siempre como al presente cuando mi deber es más quimérico que real?

Cuando Eduardo y yo volvimos al salón grande, C. no estaba en la poltrona de las confidencias furtivas, sino en el sofá, sobre el cual reposaba su cabeza casi oculta entre las manos. ¿Por qué se había ido tan lejos? La hablaron de mí a propósito de no sé qué y habiéndola dicho una de las niñas que yo no mentía jamás, C. dijo con un aire sombrío: «Si él no miente en otras cosas, puede ser que él mienta de otra manera». ¿No era esto decirme que yo no la amaba, que yo había mentido cuando la había hecho esperar en una correspondencia que yo iba a romper con mi partida? Esta no era la primera ni la segunda declaración hablada, aunque indirecta, que yo oía de sus labios; pero era la primera que ella osaba hacer delante de su familia y en alta voz. Eso no era bastante, y aun encontrando que era una injusticia, yo la dije: «Señorita, ¿quiere Ud. hacerme el favor de decirme de qué manera he mentido yo?». A lo que ella no respondió sino con una mirada.

Se habló del frío, pues ese tópico responde a menudo a las emociones y hacía frío moral aquella noche en casa de la familia. «Yo -dije- quiero habituarme al frío y siempre dejo una ventana entreabierta». Sin mirarme, C. respondió: «Ud. va a convertirse en una estatua de hielo». Era demasiado eso: aun convirtiéndose en pasión, su amor me parecía demasiado injusto en sus manifestaciones y mientras la miraba con ojos radiantes de dolor, decidí acabar de una vez con aquella embarazosa situación.



Santiago, 10 de agosto de 1873. Noche.

La palabra «deber» está siempre a mi vista y en mi camino. ¿Qué es lo que eso quiere decir? ¿Tengo yo el deber de ser siempre la víctima del dolor? ¿Tengo yo el deber de ser siempre engañado por los hombres? ¿Tengo yo el deber de vivir siempre fuera de la realidad? Pues me desafío a mí mismo a encontrar a cualquiera que sea, fuera de ella, representando por mí al deber. Yo he cambiado desde el tiempo en que el dolor era para mí una divisa, una fe, un símbolo de grandeza moral; pero yo sigo aún bajo la presión de la idea errónea, producida más por la pereza y la debilidad que por la magnanimidad, según la cual estoy obligado por la razón a hacer todo el bien posible sin la menor mezcla de mal; y esta idea lleva naturalmente al dolor bajo todas sus formas, pues me aísla perpetuamente o en el temor de hacerme un hombre frívolo o malo o en el sentimiento orgulloso cuya fórmula es: Pues que los hombres no cuentan para nada con mi modo de pensar, de sentir y de hacer, alejémonos, alejándolos.

Hace ya tiempo que conozco los hombres y hubiera podido castigarlos continuamente; pero he creído que era mejor ser benévolo, porque la benevolencia me parecía una faz superior de la fortaleza, y desde entonces no conozco egoísta, pícaro, astuto que no se burle de mí. Hasta los tontos, hasta los necios, cuando se les presenta la ocasión, esgrimen contra mí sus armas inusadas.

No sé cuántos años han pasado desde que le cogí miedo al mundo en que vivo completamente solo y a la desesperación que me invade el corazón cuando me siento fuera del mundo real. Desde entonces ambiciono la acción, el movimiento, la vida completa, la ejecución en todo y por todo de una voluntad necesitada de actividad. ¿Qué no he hecho yo para alcanzarlo? He habituado mi razón y mi corazón a los horizontes del peligro y de la muerte, he trabajado con la mente y con el cuerpo cien veces más de lo que era preciso. ¿Qué he obtenido? Quedarme en el dolor, en la impotencia, en la inacción, en la vida soñada. Después de los grandes hechos cumplidos en España y de los cuales yo sé cuánto partido hubiera podido sacarse, he soñado cien veces no sé cuántos cambios operados en el mundo por mi acción.

En ocasiones la realidad de que huyo está tan cerca de mí que podría agarrarla, pero no lo quiero, sea por ambición, sea por orgullo, sea por vanidad, sea por debilidad. Por ambición, si aspiro a lo que por el momento es inaccesible; por orgullo, si quiero quedarme en la situación que yo me he creado, no por convicción, no por el sentimiento de un deber que no debe existir desde el momento que no conduce a nada, sino por abstracción, por temor de que se diga un día: «¡Ved ahí al libertador!». La realidad se me va de entre las manos por vanidad si aspiro a que se diga siempre de mí lo que se dice. ¿Por qué seré yo débil huyéndole a la realidad? Por la simple razón que ella tiene condiciones que yo no quiero aceptar porque soy demasiado rígido para doblegarme.

Entrar en la vida real equivale a perder esta aureola de martirio de que yo no saco partido más que contra mí mismo, es verdad, pero de la cual yo me siento tan contento cuando estoy descontento; equivale a entrar en las filas del vulgo y el hombre que se burla en mí de la gloria humana no es más que un frío razonador que ahoga sus inclinaciones en su despecho; equivale a hacerse un hombre de reposo, un marido, un padre, un horizonte claro pero cerrado y yo no me siento capaz de confesar el sentido común; equivale a cumplir pequeños deberes reales y yo prefiero soñar grandes deberes imaginarios; equivale, en fin, para acabar de una vez, a no representar la farsa terrible que no deja de serlo sólo porque yo estoy de buena fe.

Veamos un poco: si yo pudiese aceptar la situación que he creado, pues C. no es responsable de ella; si yo me decidiese a buscar trabajo y labrarme una posición; si yo pudiese llegar a ofrecer a esta criatura el hogar modesto con que nos contentáramos ¿no sería ésta una prueba de honradez, primero, la posibilidad de una ventura tranquila, después, la calma de mi espíritu, en seguida, aún la preparación de mi ser moral e intelectual para este gran deber tan exagerado, tan aumentado a pura pérdida, tanto más cruel para mí cuanto que yo soy el único en cumplirlo, el único en someterme a él?

Probablemente ya es tarde para pensar en ello; he dado pasos demasiado decisivos, se cuenta demasiado con mi ausencia para poder dignamente desandar el camino. Pero, ¿si aun fuera oportuno?

No creo que ninguna otra facultad que la conciencia hubiera podido hablar así, pero el sentimiento lo hubiese hecho, no siguiendo menos la voz de un juicio discreto ni la expresión menos fiel de las tristezas que paso.



Santiago, lunes, 11 de agosto del 73. Noche.

No me he ido. Al volver a casa, terminado mi paseo de después de comida, me he dejado abandonar al dolor profundo que me abisma y he pensado que siento más de lo que yo hubiera creído. Todo se mezcla en mi memoria y en mi imaginación, los hechos recientes a los lejanos, el pasado sombrío y el presente más sombrío aún, y el recuerdo abrasador de la niña querida se cierne sobre todo eso, y he experimentado no sé que angustia que aun me hace temblar el corazón. ¡Oh! Daría lo que no sé fijar para verla, para mirarla, para ser mirado por ella, para oírla, para decirla cuánto la amo, cuánto sufro, cuánto voy a aumentar instante por instante esta pasión que, predestinada a ser desgraciada, va a costarme tanto dominar.

Lo que me pesa sobre todo es mi soledad. Completamente solo para sufrir, para rumiar mi dolor, para buscar medios con qué curarlo, pretextos para aumentarlo, resoluciones por tomar, resoluciones por desechar, busco en vano quién podrá o quién querrá oírme gritar, quejarme, maldecir.



Santiago, miércoles, 13 de agosto del 73.

Cumpliendo su ofrecimiento, Eduardo vino a verme el lunes por la noche. Cuando terminé de leerle la carta que acababa de escribir al señor L., él se levantó y dijo poniéndose a pasear: «¡Qué situación la suya! Busco en vano y no encuentro otra parecida. No, jamás he visto un nombre tan perseguido por la fatalidad. Le confieso que lo admiro. ¡Tener que combatir una pasión tan exclusiva como el amor para abandonarse al deber de la patria! Y es preciso. Sí, mientras más veo la situación, más la conozco, más sé los innumerables obstáculos que tiene. El sábado yo sólo había visto el lado grato del asunto. Quedándose Ud. trabajaríamos juntos, formaríamos una familia. Por eso fue que yo le dije, sin vacilar, con una ingenuidad de que yo no me corrijo, lo que pensé y sentí en aquel momento. Pero ahora veo toda la gravedad de lo que pasa. Y no ceso de suponerle recorriendo países con una idea fija, soportándolo todo por ella, ocultando sus sentimientos, amando sin poder abandonarse a su amor. ¡Oh! yo tomaré nota de este incidente».

Yo tuve la debilidad de decirle: «No es la primera vez, y Ud. comprenderá cuánto sufro ahora y cuánto deseo no hacer mal a esta noble niña, que me es tanto más querida cuanto que quiero a su padre como a pocos hombres he querido». Yo sufría realmente, y Eduardo me vio temblar de frío y del punzante dolor que tengo en el corazón. Y fue un cruel modo de endulzar mi dolor el que él escogió al decirme: «Será preciso una mayor abnegación aún y le admiraré más de lo que le admiro ahora si le veo disuadir de su sentimiento a la pequeña. Ud. puede hacerle ver los obstáculos, el presente difícil, el porvenir sombrío, la lucha que ella tendrá que sostener entre su amor y el de su familia cuando llegue la hora de separarse de Ud. o de los suyos, para ir a un país desconocido, entre desconocidos. Es preciso preverlo todo y si llegara a suceder que después de estar Uds. en su país, las luchas políticas que sucedan a la independencia fuercen a Ud. a dejarla sola entre desconocidos o adversarios... ¡Oh! eso sería terrible para todos». Eso no era más que el desarrollo de lo mismo que yo había escrito al señor L. Él habló todavía un rato más, me repitió muchas veces la expresión de su sentimiento y se fue.

Pasé todo el día en reprocharme a ratos la dureza de corazón de que doy prueba, entregándome tan fácilmente a los obstáculos de mi amor, en desistir de él, en condolerme de que C. me haya amado; y me preguntaba si yo tenía el derecho de proceder de ese modo sacrificando un alma.



Curicó, domingo, 17 de agosto de 1873.

Sintiéndome mal en Santiago, he venido a pasar algunos días aquí en casa de la buena y querida familia Holley-Vidaurre. Desde el jueves y a pesar mío he tenido una mejoría en mi salud moral. Sufro sin embargo y a veces sencillas expresiones me causan una sacudida en el alma. C. está siempre en mi imaginación y en mi corazón.



Curicó, domingo, 24 de agosto del 73.

Mañana regreso a Santiago. Mientras más se aproxima la hora de volver, más se hace sentir lo embarazoso de mi posición. Debo tener allí cartas del señor L. y estoy decidido a someterme a ellas siempre que la respuesta sea equivalente a mi pregunta.

Estuve en Curicó apenas había llegado a Chile. Desde entonces conozco a esta buena y afectuosa familia a la cual debo estos días de perfecta calma y las más ardientes demostraciones de afecto.



Santiago, lunes, 25 de agosto del 73. Noche.

Me conmovió la emoción mostrada por esa buena familia Blanlot-Vidaurre en el momento de decirme adiós.



Martes 26. Mañana.

Consumatum est omnia. Fui, vi, palidecí, casi lloré, partí. «Sin un suspiro, sin una queja, sin una lágrima».



Valparaíso, sábado, 30 de agosto del 73.

Llegué aquí ayer al medio día. Salí de Santiago a las ocho y voy a decir cómo.

El martes, después de haber recibido la víspera la carta de la señora L., la escribí para precisar mi situación. Ella me respondió anunciándome que Eduardo de la Barra iría donde mí a las ocho. Eduardo llegó a casa a las siete y media, y me dijo que venía a llevarme donde la familia, lo que me conmovió un poco. Yo me alegré entonces de haber prometido a la señora E. R. que yo iría esa noche a encontrarme con ella y con María Luisa en casa del general Prado. Yo dije entonces a Eduardo que me era imposible ir a casa de la señora L. y convinimos en hacerlo al día siguiente a la misma hora. En efecto, a las ocho de la noche del miércoles 27 estábamos en su casa. C. estaba de pie cerca de su madre. Ella estaba muy pálida y cuando pude mirarla noté el temblor de sus labios. La señora hizo todo lo que pudo por estar serena, y yo más de lo que pude por evitarla embarazos, las niñas estuvieron encantadoramente bondadosas.

Habiendo C. ido a sentarse en el rincón mismo en que una noche, la primera de sus revelaciones de amor, ella me había preguntado si yo conocía la poesía de Alarción «Ella y él», en que el poeta presenta la situación dramática de dos amantes que se ven todos los días sin jamás poder decirse lo que sienten, me sentí atraído por su mirada. La mía cayó sobre ella y ella me dijo con un movimiento rápido de los ojos, que jamás la lengua muerta de la razón traducirá, toda la desesperación, toda la resignación desesperada de su estado. Felizmente las lágrimas invaden mis ojos al pensar en ella y traducen mejor que la palabra el sentimiento expresado por la noble niña y el que experimentaba yo mismo. Yo estaba sentado cerca de la señora y Luisa entre C. y yo. Yo quería ser lo más deferente posible con la señora y no quería levantarme para ir a hablar con ella; pero ¡cuántas veces tuve el ávido deseo y cuántas veces maldije lo que yo creía una debilidad de mi parte! Muchas veces, cuando L. se inclinaba para hablarnos a su madre o a mí, C. y yo nos mirábamos y hubo un momento en que mi mirada fue tan fija que ella enrojeció enviándome tal vez la última declaración de su amor. La aspiré con una avidez tan desesperada al ver a la joven tan triste, que las lágrimas acudieron a sus ojos y yo tuve que morderme los labios para resistir el deseo de llorar. Ella se levantó y salió. Cada vez que ella lo hacía, su gemela salía detrás de ella y la señora se quedaba sola expresando con sus miradas o con sus suspiros el profundo sentimiento que aquella lucha tan rudamente sostenida la imponía. La entrevista, que se había casi restringido a las palabras que la señora y yo cambiábamos, se hacía más y más penosa. Yo estaba casi preparado para retirarme ya cuando Eduardo, que había salido hacía como un cuarto de hora, volvió. Dirigiéndose a mí me dijo: «Me parece que Ud. se ha pasado sin fumar un cigarro». Como él estaba siempre conversando con F. y se había acercado a C. para hacerla una pregunta, comprendí inmediatamente que él quería darme una oportunidad para hablar con C. Pero no osando acercarme a ella, me acerqué a F., cuya mirada me expresaba todo su compadecimiento.

Habiéndose levantado C. para hacer preparar el té, y no sabiendo yo cómo terminar mi visita y deseando hacerlo lo más naturalmente y lo menos dolorosamente que se pudiera, dije a F.: «Debo partir sin despedirme de C., ¿no es verdad?». «Será mejor» -dijo ella-. «Entonces, vaya y reténgala».' Pero en el momento de pronunciar estas palabras, C. se presentó y pasó delante de mí. Yo la vi pasar casi contento de tener un pretexto para quedarme y una ocasión para hablarla, cuando ella desapareció y F. se levantó y me tocó el codo. Sin decir palabra extendí la mano a Rosa que estaba a mi izquierda, me acerqué a la señora estrechándola ambas sus manos y excusándome de aceptar la invitación que ella me hacía para tomar el té, me despedí silenciosamente de las niñas y partí. Partí sin volver la cabeza, maldiciéndome a mí mismo, descontento hasta el desconsuelo de haber podido estar tan sereno y reprimiendo las lágrimas que acudían a mis ojos cada vez que el choque con las piedras de la acera me producía una sacudida orgánica.

Había querido cumplir mi palabra y salir de Santiago después de haber hecho todo lo que otro hubiera creído su deber; pero yo maldecía el deber que acababa de cumplir. Yo hubiera querido llorar, y no tenía lágrimas; yo hubiera querido gritar, y no tenía gritos; yo hubiera querido sollozar, y no tenía sollozos. Teniendo allí la primera página de la segunda edición de Bayoán, que se está imprimiendo ahora, escribí en ella: «A Carmela, Hostos. Ni un suspiro, ni una queja, ni una lágrima», palabras de Bayoán, al salir de Cuba.

Después, me puse a continuar la carta en que propongo a la Academia de Bellas Letras el nombramiento de una Comisión encargada de buscar medios de crear una Universidad intercontinental, y trataba de sofocar con mi desgraciado amor a la América el amor desgraciado a una de sus hijas, cuando entró Julio Villanueva. Después llegó Augusto, su hermano menor, a quienes tuve que decirles el mal que me causaban sus suspiros.



Valparaíso, agosto 31 de 1873.

Estoy muy triste. He aquí la causa. Nadie, excepto la familia Villanueva, me ha hecho la menor demostración de afecto a pesar de que yo he trabajado aquí en la amarga tarea del periodismo por varios meses. Y sin embargo, todo el mundo me dice que soy útil al país. Excepto La Patria, que por boca de Grez ha dicho algo, los demás periódicos no han demostrado el menor sentimiento. No me gusta el renombre sino cuando hace justicia a los esfuerzos de un hombre en favor del progreso humano, del bien universal, de la verdad eterna, de la libertad necesaria para ser lo que los pueblos deben ser; ¿pero no he hecho yo nada para obtener un renombre honrado y no hay en Chile voces que se levanten en mi favor por encima del silencio de las pequeñeces que sofocan el juicio sereno? Entonces, ¿por qué se me deja partir con la misma indiferencia con que se ve partir a un desconocido? ¡En todas partes y siempre la misma cosa! Estoy condenado a no encontrar justicia. Está bien. Siempre que la muerte que preveo en recompensa a mis esfuerzos sobrevenga un instante después de haber terminado el cumplimiento de mi deber, será bienvenida.

Ayer contaba del día terrible, y hablaba de Augusto. Después de hacerle mis últimas recomendaciones respecto de la familia L., él se retiró y yo salí a hacer mis últimas visitas.

Ed. recibió la primera. Me dijo que Fresia había ido a decirle que deseaba que yo le contara las peripecias de mi viaje y que Fany le había pedido que fuera a verla antes de venir a decirme adiós. Yo le dije que deseaba verla, y como al partir las abrazara y les dijera: «Mis hijas, sed dignas de vuestro nombre»; él dijo: «Plegué al cielo que la bendición de un hombre de corazón sea benéfica a mis hijas».

La segunda visita se la hice a Lucinda. Como le rogara hacer venir a las niñas, una de ellas me dijo: «¿No le ha dicho Eduardo que yo quería saber de Ud.?». Y como se echara a llorar, le dije todo emocionado: «Sí, y le estoy muy agradecido de su bondad para no cumplir con sus deseos». La pedí entonces noticias de C., y me alegró saber que era amado, y contento de haber cumplido serenamente, acaricié las niñas de Lucinda, me despedí y me retiré.

La tercera visita fue para Ia. Bo., quien estuvo enternecedoramente amable. Tomó mi dirección y me prometió escribirme.

Después, Ambrosio Montt. Me hizo muchas recomendaciones, me rogó visitar a sus amigos, me abrazó del modo más cordial y, lo mismo que su señora, se mostró muy bondadoso conmigo.

No encontré a Carlos T. Robinet, pero Ana Rosa estuvo muy amable y expansiva.

Habiendo ido a ver a la familia López, encontré allí al general Godoy, de quien también me despedí.

La despedida del general Prado y de su familia fue muy calorosa, así como la de Guillermo Matta.

Al volver a casa encontré sobre la mesa el retrato de Eduardo con una larga dedicatoria y un ramilletito de violetas que adiviné en seguida de dónde venía, y que besé ardientemente. La dedicatoria de Eduardo es profundamente florida y calorosa. Yo le contesté con ésta: «Este hombre siente que la vida es un deber que cumplir y hace del amor, como de todo, un deber. Y llegará hasta devorar a su corazón antes que faltar a su deber». En eso llegaron Julio Villanueva y C. T. Robinet y después Eduardo de la Barra y Augusto Villanueva. Al doblar por la calle Bandera, de paso para la estación, ni siquiera tuve el consuelo de ver la casa, porque el coche dobló en la misma esquina. Eso me recordó de un golpe todos los sacrificios que esta empresa me ha costado, y sobre todo el sacrificio de mi amor, y sentí que los ojos se me inundaban en lágrimas, y tuve que volver la cabeza para ocultarlas. En la estación sólo había nueve personas para decir adiós al hombre que millares de personas han visto esforzarse por serles útil. Corvalán expresó este contraste con una palabra severa que yo dulcifiqué con una sonrisa y con palabras benévolas. Y el tren partió y yo me sumí en mi dolor.



Valparaíso, jueves, septiembre 4 del 73.

Yo hubiera debido partir hace dos días, pero el vapor alemán no ha llegado todavía.

He recibido gran cantidad de cartas conmovedoras de una porción de mis amigos de la República y todos lamentan unánimemente mi partida.

También he recibido cartas de mi padre, de Ramos (Matías), de González y de Mas, que se refieren a la situación de Puerto Rico y todas las cuales vienen a decirme más o menos: «Ud. está perdiendo su tiempo y sus esfuerzos. El país trata cada vez más decididamente de acomodarse lo mejor que puede al régimen español».

Suficiente para matar a un hombre.

Después de haber leído esas cartas, que llegaron unas detrás de otras, y una de las cuales ha debido estar aquí desde julio, me puse a leer una carta extremadamente bondadosa del señor Lastarria (J. V.).

Estoy muy ocupado y apenas tengo tiempo para escribir. Desde que estoy aquí me he enternecido dos veces mirando el retrato de C. y besando las últimas flores que me envió.



En viaje de Valparaíso a Montevideo, septiembre 10 del 73.

La hora del partir: estado moral e intelectual. Por qué igual dolor para tan diversas tierras. Determinación del americanismo: la patria es una; el sentimiento el mismo. Para quien busca patria, aún más intenso: acaso descansó por un momento del sentimiento grandioso de América en el concreto de una patria pequeña; acaso reposó de las angustias de la patria disputada a la injusticia, en la patria que la justicia reconquistó; acaso recogió su corazón en el afecto normal de la familia que forma una nación, del afecto extenso consagrado a la gran familia de los pueblos; acaso arrulló en el dulce sueño de una familia el insomnio de haber trocado la suya por un deber; acaso se aleja del hogar posible, recordando con lágrimas amargas el hogar encontrado al nacer; acaso recorre los escollos de su vida y sondea las profundidades de su corazón, hallando a última hora que en los escollos inexplorados de su alma había un paraíso que se deja; acaso vagó por su memoria sensitiva la visión fugaz de un afecto que la niebla de la distancia va a sumergir otra vez en las tinieblas; acaso, sin saberlo bastante, sin comprenderlo bastante, sin sentirlo bastante, sin llorarlo con llanto suficientemente amargo, ha roto el único lazo que lo ligaba con las felicidades casuales de la tierra; acaso está haciendo examen involuntario de conciencia, y en donde él ha puesto el bien como incentivo de sus actos, su error ha erigido la estatua burlesca del mal.

Valparaíso desde lejos y de noche. Otro tiempo y otras noches de Valparaíso. El cielo risueño; el mar alborozado.



A bordo del «Ibis», jueves, 11 de septiembre, 1873.

A las 6 p. m. de ayer, el último de los amigos que habían venido a hacer más penosa mi salida de Chile se retiraba del Ibis.

Estuve largo tiempo contemplando los cerros que tantas veces en días no más felices, pero más tranquilos, había contemplado. Estuve largo tiempo perforando con mirada obstinada los cerros, las montañas, el horizonte, el espacio que me separaban de Santiago. Estuve sondeando con la vista exterior los abismos del espacio impenetrable. Estuve sondeando con la vista interior los precipicios de la voluntad imperturbable. Estuve sintiendo más que mis secos ojos expresaban. Estuve maldiciendo más que mis labios mudos murmuraban.

Los bordes de los cerros se colorearon con los últimos arreboles del sol que se marchaba; los bordes de los cerros se oscurecieron con la negra oscuridad de la noche que llegaba; los bordes de los cerros se iluminaron con las mil lucecillas de la ciudad esparcidas por sus contornos, y aun, para hacer mi separación más aflictiva, para hacer más reflexiva la aflicción, el vapor permanecía en el puerto.

Al fin, a las ocho de la noche, la hélice empezó a agitar el agua; el buque, navegando, empezó a formar su estela; la estela, fosforeciendo, empezó a remedar con sus luces fugitivas las vagabundas esperanzas que siempre, al empezar y al terminar estos viajes de amargura, se forjan de la nada e inopinadamente se disipan en la nada.

Primero, las luces de las calles bajas; después, las luces de las calles altas; más tarde, todas las luces que iluminaban los cerros de la derecha; por último, todas las luces de toda la ciudad se sumergieron con ella en el mar de la distancia.

Si en aquel momento había alguien que interrogara la oscuridad de su destino adverso, aquella mirada debió encontrarse con la mía en la misma oscuridad.

Me paseé para marearme; tal vez me mareé para sofocar con las congojas de una entraña las congojas que no se localizan en ninguna; volví a recordar a mis expensas que nunca recuerdo la terrible agonía que el navegar es para mi cuerpo; y sólo supe que era más que una masa inerte cuando las dulcísimas tintas de la aurora, realzando los contornos del cabo Puchoco, me dijeron, en la madrugada del día 12, que entrábamos en la bahía de Coronel.

Entramos al amanecer, salimos al amanecer del otro día; y durante los cinco que siguieron, pude a mi gusto contemplar la costa y observar uno de los fenómenos que mejor caracterizan la fisonomía geológica de Chile.



A bordo del «Ibis», día 27 de septiembre de 1873.

En las embocaduras del Plata. Aspecto de las aguas. La ribera del Sur. El marecillo: el oleaje, el color de las olas. El pampero. Por la noche. La luz de la Paula; la del Cerro; las de Montevideo. La ciudad por la noche. Anclamos. Montevideo a distancia.



Montevideo, septiembre 28 de 1873.

La ciudad de cerca: sus calles; sus casas; su Avenida del 18 de julio; su monumento a la Libertad; sus alrededores; la alegría de sus calles; sus mujeres; la variedad de tipos etnográficos en los transeúntes. Salida de Montevideo. Puesta de sol.



Buenos Aires, septiembre 29 de 1873.

La ciudad a lo lejos. Se vara el vapor. Embarque en una lancha. Desembarque. Su Excelencia: su casa, su familia. Las calles de Buenos Aires: su aspecto. La Ópera: la concurrencia.



Buenos Aires, septiembre 30 y siguiente.

Calles, plazas, el bajo, «Colón», representaciones de Aída. Los hombres: J. C. Gómez; el Presidente; Oscar Wilde; Rowson, padre e hijo; Mitre, padre e hijo; J. M. Gutiérrez y Vicente F. López; Esteves Sagui; Quintana; las familias: Pallavicini, Peralta, Varela, Zavaleta, Avellaneda, Ángel, López, Bandrix, Paz, P. Goyena, J. M. Estrada. Contraste entre la acogida pública y la privada: ruidosa aquélla, fría ésta; de dónde procede esto. Contraste entre la acogida pública de Chile y la de Argentina, y la privada de ambos países. Mayor hospitalidad en Chile.



Buenos Aires, Quinta Estrada (Suipacha 500), 9 octubre, 73.

Estoy aquí desde la mañana del 30 de septiembre. Santiago Estrada me esperaba en el muelle. En nombre de su padre me invitó con tanta insistencia para venir a su casa, que no pudiendo defenderme, acepté. Esta excelente familia me ha recibido como a un hijo, y en su seno recuerdo continuamente a la mía. En cuanto al país, me ha recibido como no me habían recibido en ninguna otra parte: la mayor parte de los periódicos me han dado pruebas de extrema deferencia, me han saludado con las más lisonjeras demostraciones de respeto y se han puesto a competir en obsequiosidades con los periódicos de Chile, cuyos adioses me han enternecido. Queriendo la casualidad no verme expuesto a las caídas del amor propio, hizo de modo que la recepción que me habían preparado los que me conocían de nombre, no tuviera lugar. Habiendo llegado el vapor cuatro horas después de la en que debía haberlo hecho, los que me esperaban tuvieron que regresar a sus casas. Es lástima, porque yo hubiera podido conocer inmediata y familiarmente muchas personas a quienes he tenido que ver unas después de las otras en las condiciones desfavorables de una serie de visitas ceremoniosas. Por lo demás estoy contento de no haber recibido los brillantes homenajes: yo estoy, a pesar de lo orgulloso y vano que se me haya querido suponer, contrariado y casi descontento de lo que a mi llegada han escrito los periódicos acerca de mí.

Me había propuesto cambiar lo más pronto posible y hacerme un carácter más en armonía con las ideas y los sentimientos corrientes; pero siempre encuentro pretextos para seguir siendo lo que era.



Buenos Aires, Hotel de la Paix, 40, 26 de octubre, 1873.

Se trata de hacerme posible dos cosas: primero, la propaganda incesante en favor de las Antillas; después, la vida. En cuanto a la primera, estamos por empezar; en cuanto a la segunda, me han propuesto mil cosas buenas que han concluido por reducirse a prometerme trabajo en tres periódicos distintos.



Buenos Aires, Hotel de la Paix, 40, diciembre 26 de 1873.

Desde mi llegada aquí me había apercibido de los efectos producidos en el carácter del país por el desarrollo exclusivo de sus fuerzas materiales. La acogida más brillante que cordial de que me hizo objeto la prensa fue en parte un poco de curiosidad mezclada con vanidad y un poco de interés personal mezclado con pretensión nacional. Es como si se hubieran dicho: Veamos lo que es este hombre tan festejado por los periódicos de Chile y probémosle que somos cien veces más fáciles en nuestra hospitalidad que nuestros vecinos. La sociedad se contenta con hacerme saber, aquí y allá, que el señor tal me espera a comer a tal hora, que la señora de cual tendría mucho gusto en que la acompañe a tomar el té o a comer.

En el intermedio, desde el presidente de la República hasta el presidente de la sociedad Independencia de Cuba, todo el mundo se complace en demostrarme la inutilidad de mi viaje, haciéndome ver cuánto les interesa conservar la amistad de los españoles, cuán olvidados están Cuba y todo lo que se relaciona con la América. La gente está completamente europeizada.

Un día tuve la debilidad de creerme obligado a responder a una invitación hecha del modo más cortés por el periódico que se publica aquí, para una discusión, y como tuve la dignidad necesaria para no responder a los sofismas del español, se dieron el placer de creerme vencido.

Por eso fue un gran placer para mí el aprovechar la ocasión que se me ofreció de hacer un viaje lejos de la capital, pues con los artículos que yo escribí desde Río Cuarto, Córdoba y Rosario he podido obtener lo que buscaba; un renombre forzado por cualidades forzosamente reconocidas.

Una noticia espantosa, el fusilamiento de algunos de mis hermanos por los españoles de Cuba, me hizo volver. Volví a empezar mi propaganda y ella me ha costado los más intensos dolores que he tenido en mi vida. He sido injuriado del modo más infame sin poder vengar las ofensas y sin ser defendido más que por J. M. Estrada.



Buenos Aires, miércoles, 31 de diciembre de 1873.

Voy a aprovechar un instante de tranquilidad para contar sencillamente lo que me ha pasado desde que estoy en la República Argentina. A esa relación agregaré mis pensamientos, mis sentimientos y los movimientos de mi conciencia. El año va a pasar: la hora de un resumen ha venido por sí misma.

Al llegar aquí, ya lo he dicho, he encontrado la acogida de la curiosidad y de la vanidad, no la de la fraternidad y la comunidad de ideas. Esto no podía convenir a un hombre que ama sus ideas por encima de todo, y no he tardado en disgustarme. Sé bien que mi taciturnidad y la firmeza de las ideas y de los sentimientos que constituyen mi carácter no han dejado de tener influencia en la soledad que se ha hecho a mi alrededor; pero soy bastante conocedor de los hombres, de la vida y de mi misión para no haber hecho todo lo que me era posible a fin de ser agradable a los otros, y creo tener el derecho de creerme mejor dispuesto en su favor que ellos lo están en el mío.

Teniendo que tentar el terreno en que debía comenzar mi propaganda, no tuve inconveniente, a pesar de no estar menos dispuesto al combate por los ataques de los españoles de aquí, en escribir el 10 de octubre, el aniversario de la revolución de Cuba, un artículo que me había sido pedido por J. M. Estrada, uno de los pocos amigos inteligentes que tenía y que tengo aquí. Con la intención de sorprender al presidente de la República, al mismo tiempo que de aprovechar una bella ocasión para contestar la última carta que yo había recibido del presidente del Perú, escribí a éste una carta discutiendo su idea de un Congreso americano, y apoyándola. Publicada la carta, vinieron a traerme al día siguiente, de parte de Estrada, un periódico, Correo Español, escrito por españoles, y siempre y brutalmente enemigo de la independencia de las Antillas y de todo lo que es americano. El Correo hizo los más calorosos elogios de mi carta, al mismo tiempo que dirigía palabras gordas contra la pretendida hostilidad de los argentinos a los soi-disant escritores del periódico español. Estos homenajes inesperados y la instancia del periódico a discutir seriamente la cuestión me hicieron caer en el error de intentar una discusión. Pero apenas comenzada por un artículo probablemente demasiado profundo para ser tomado en su valor real, el español hizo insinuaciones necias respecto a los cubanos y yo corté la discusión. He sido siempre el más desgraciado de los hombres forzados a tener enemigos, porque siempre he combatido lealmente con ideas y como la gente es tan ignorante, jamás disciernen la verdad, y juzgan que es una debilidad mía lo que es una prueba de fuerza. Al cortar la discusión con un artículo lleno de dignidad, esperaba que me comprendieran; pero no. Sentí a mi rededor rumores que me hicieron comprender cuán grande es el abismo que me separa de la gente. No se puede ser más delicado que yo y aun creo que mi delicadeza llega hasta tener algo de timidez, lo cual me hace sufrir. Se pasaron cinco, seis, quince días sombríos, de descontento de mí mismo y de los otros, como de pájaro fuera del nido, como de hombre en derrota. Estaba solo, quería estarlo, me quejé de verme abandonado, volví a mis tristezas solitarias y maldije mi fe en los hombres, mi tenacidad en el deber, mi obstinación en vivir en el dolor de una empresa sin auxiliares, hasta que un día oí decir que se iba a inaugurar un ferrocarril. Tenía necesidad de sustraerme a la depresión que sufría, tanto por la frialdad general hacia las Antillas, cuanto por mi imposibilidad de hacerme comprender por gentes que no me comprendían. Quise pensar y sentir con entera libertad y tomar la revancha haciéndome, por medio de artículos de viajero benevolente, tan accesible como fuera posible. Por medio de Santiago Estrada obtuve una invitación, y el 8 de noviembre partí para Río Cuarto. Tuve el placer de navegar entre las islas del Delta, de ponerme en relación con la naturaleza, de sentirme aligerado y contento. Esto no dejó de tener sus contrariedades. Un joven que debía conocerme de nombre, habiéndose acercado a mí y habiéndome hecho toda especie de demostraciones respetuosas, me hablaba del Paraguay, el pobre querido país tan interesante por sus desgracias, cuando un señor, acompañado por el sobrecargo del barco, se acercó a pedirme mi invitación. Se la mostré. Al leer mi nombre, él dijo con un tono grosero: «¡Pero yo no he dado esta invitación!». Era una afrenta hecha en la cara y en presencia de un centenar de personas. Yo le respondí con dureza haciéndole comprender que se las había con quien no carecía de amigos, y lo mandé a verse con el jefe de la expedición. El incidente no tuvo otro resultado que contrariarme. Tuvo, sin embargo, la ventaja de hacerme conocer y aun cuando todo el viaje hasta Río Cuarto fue molesto, tuve una gran compensación en la admiración de la Pampa, en el placer que sentía en ponerme en relaciones con un país americano que crece y prospera.

El viaje, que yo prolongué yendo a Córdoba, a la Sierra, a las colonias del Rosario, me hizo bien, para el espíritu, que se calmó, para la salud, por el conocimiento del país, por las relaciones que me procuraban en todas partes amigos, por el renombre que encontré a mi regreso. Mis artículos habían despertado la admiración de todos los capaces de comprenderlos. Tal vez era yo el único en no estar contento, y con razón.

Las noticias de Cuba me habían llegado al alma y regresé inmediatamente para tomar la pluma del revolucionario y el propagandista. Los españoles, que se encontraban obligados a celebrar las atrocidades cometidas por los suyos en Cuba, tergiversaban cada palabra. Por mi parte, furioso contra los republicanos españoles, mis antiguos amigos, que, con Castelar a la cabeza, consentían las crueldades cometidas por sus delegados, escribí un artículo recogiendo el apóstrofe de traidores lanzado por los españoles de aquí a los fusilados, devolviéndolo a la cabeza de los republicanos españoles y al más traidor de ellos a los principios de la república, Castelar. El periódico español, que yo no leía, tanto por repugnancia cuanto por evitarme sacudidas de nervios, apareció al otro día furioso contra mí, según lo que me dijo Q. Habiéndole rogado que me enviara el periódico, tuve bastante fuerza de voluntad para verlo. Nada más atroz. Yo era un cobarde que debían abofetear hasta hacerle salir la lengua. Si yo llegara a ser menos sincero y menos natural en mi profesión de fe ardiente en favor de lo verdadero y de lo justo, sería suficiente hacer ver lo infame de esa tarea de ultraje; pero me dio cólera. Hice venir a L. V., por medio de una carta en que lo encargaba de ir a proponer un duelo al miserable que osaba insultarme tan vilmente. L. V. me argumentó así: «Usted no puede batirse con un miserable a quien todo el mundo rechaza, que busca rehabilitarse con un escándalo. Usted no puede descender hasta un cura apóstata que ha venido aquí a hacerse el alma de esos buenos españoles que llenan nuestras calles; Ud. caería en un ridículo espantoso; por último, Ud. no se pertenece a sí mismo, su causa es su deber, y éste está lleno de dolores». A tiempo que él me decía todo eso, los cubanos vinieron a rogarme que no me batiera, recordándome también que yo no me pertenecía. J. M. Estrada y su hermano Santiago vinieron igualmente a disuadirme. Oreo que hice una de las tonterías de mi vida. Si el mundo se complace en humillar con insinuaciones perversas y aceptando calumnias que él es el primero en conocer, a los que sabe están por encima de ella, yo hubiera debido ser un poco más firme, yo hubiera debido no desistir, para librar al mundo de un miserable, y el mundo, en lugar de reírse, me temería entonces. Pero como soy siempre una razón sola contra los prejuicios de los otros, desistí del duelo para encontrarme ahora en una de las situaciones más dolorosas.

Estoy más y más convencido que la conciencia hace un mártir de aquel cuya vida preside; aunque, en mi situación, he recibido las pruebas; de respeto que se me han tributado después de ese incidente en que toda la dignidad ha estado de mi parte. Para mí, nada es comparable al voto de mi razón, y conociendo ésta bien a los hombres, no deja de aleccionarme recordándome que la fuerza bruta les complace todavía, que la fuerza moral les es todavía muy desconocida para que puedan coger el sentido íntimo, el valor real de mi conducta. Así, no puedo dejar de atender a los hombres, obligado como estoy por mi oficio de propagandista a contar con ellos, y cada vez que percibo la sombra de una duda en una fisonomía, la cólera primero, después el abatimiento se apoderan de mí. Estoy completamente seguro de mí mismo, pero el hábito de pensar seriamente ha cambiado mi carácter más de lo que yo desearía a pesar de saber que llegado el momento yo tendría la mano pronta cuando la necesitara; pero quisiera no espantarme tanto del escándalo y ser un poco más audaz de lo que soy. La audacia es un triunfador de cada instante en el mundo y estoy tan lejos de ella que ni aun tengo el sentimiento preciso de los derechos en el momento en que se trata de imponerme por otros medios que no sean los de la razón. Es de ahí que probablemente ha nacido la convicción renovada en estos días de dolores secretos, de que no podré continuar mi obra sin un cambio, que no sé cómo va a operarse, si las circunstancias no vienen a decidirme a una acción un poco más violenta. La convicción es tal, que empiezo a pensar en la necesidad de ir a batirme a Cuba, a arrancarme de la vida sin recompensa que llevo. Batirme por estas ideas que me han costado tanto sería una recompensa, porque al menos formaré definitivamente mi carácter, tal como lo deseo. Mi mayor desgracia ha sido siempre la ambición de perfección y de lógica: queriendo la primera, he querido hacerme de todas las cualidades, por contradictorias que fueran; por lógico, jamás me he contentado con los términos medios y desde que concebí la idea de la independencia de mi patria, me he propuesto hacerme hombre de acción, a pesar de sentirme hombre de reflexión. No sé si llegaré al fin que busco, con todas las condiciones que me he propuesto; pero me parece que no he hecho todo lo que hubiera debido para desarrollar mi fuerza orgánica, para habituarme al combate material, para arreglarlo todo sin pestañear. Me ha sucedido cien veces encontrarme más fuerte a medida que se satisfacía la curiosidad embarazosa de los pueblos, y de sentirme más tranquilo a medida que la situación se hacía más dura. Pero en medio de las miradas perversas de los hombres, en medio de la indiferencia brutal de las muchedumbres, en medio de los incapaces de juzgar un pensamiento formado en el mayor desinterés de bienestar, de poder, de gloria y de popularidad, en medio de las calumnias tácitas que siempre me han envuelto por la singularidad de mi existencia solitaria, me encuentro y siempre me he encontrado demasiado delicado para no ser débil.

En 1865, cuando comencé mi carrera política, la comencé por un acto de valor cívico. Habiendo decidido Narváez y González Bravo vengarse en el pueblo de la oposición que se les había hecho, ocuparon en la noche del 10 de abril la Puerta del Sol con policías sobre las armas. Estando prohibido el paso, nadie podía pasar. Yo me sentí ciudadano, tenía el derecho de pasar, lo intenté una y dos veces. La segunda vez, habiendo hecho fuego la policía y el pueblo no estando preparado para resistir, hube de refugiarme en el Ateneo, en donde, empujado por la indignación, asumí una actitud que uno solo, un joven catalán más viejo que yo, secundó. Al día siguiente hice, con una severa carta publicada en La Iberia, el proceso de la infamia que había costado tantas vidas al pueblo de Madrid. Poco después dos pequeñas ofensas costaron caro a dos hombres.

Cuando mi dirección de El Progreso en Barcelona, cuando nadie osaba hablar en España, yo dije todo lo que podía osarse decir y no contento con perseguir a los conservadores en la prensa, les hice frente en sus asechanzas privadas.

Después, cuando se trató de volver a España a consumar la revolución que con mis informes había ido a decidir en la emigración de París, hice lo más espontáneamente del mundo una proposición que hubiera podido costarme la vida, y solo, sin recursos, sin esperanzas de auxiliares, hubiera hecho lo que me había propuesto si no hubiera sido por el triunfo de Alcolea, de que tuve noticias al llegar a Junqueras. Todo eso por amor a la libertad, pues ya entonces yo no tenía la esperanza que había acariciado de mejorar la situación de las Antillas por medio de la revolución de España. Estoy completamente seguro de que llegado el momento, cumpliré con mi deber con la tranquilidad del estoicismo. ¡Ah! ¡yo que hago eso, que haré siempre sin entusiasmo y sin ardor lo que los otros hacen en la embriaguez del entusiasmo, me siento incapaz de resistir a las calumnias con que mis enemigos siembran mi camino, que los incapaces de estimar mi vida de abnegación se apresuran a cosechar!



Buenos Aires, Quinta Guido, enero 12 de 1874.

Ya tengo treinta y cinco años. Ayer fue el sombrío aniversario. Puede ser que nunca haya entrado en un nuevo año de mi vida en condiciones más enojosas y bajo el peso de ideas más negras.

He aquí las condiciones: pérdida absoluta de la fe en los hombres y en mí mismo. Horror a la realidad brutal de la vida y desesperanza de poder influir en ella para hacerla mejor. Amargo reflexionar en las fuerzas que he perdido tratando de ser un espíritu fuerte. Vivo y agrio sentimiento del error que he cometido lanzándome solo, sin otros recursos que la resolución de servir a la verdad y a la justicia, en un combate en que yo sabía que no podía triunfar. Abatimiento el más profundo al verme aislado en el combate por la justicia y temor de verme siempre y por todos abandonado cómo estoy ahora y he estado siempre.

He aquí las ideas: a los treinta y cinco años, uno que hubiera tenido un poco más de audacia, de pasión y de amor a sí mismo, hubiera hecho, con mis fuerzas morales e intelectuales, cualquiera que hubiera sido su objetivo en la existencia, todo lo que hubiera querido. Yo estoy tan lejos de haber llegado al fin que me proponía, que ni aun sé lo que quería. ¿La gloria? Voy a ella por atrechos. ¿La verdad? La amo más por reacciones contra lo falso que por acción continua de mi razón. ¿La justicia? Otra reacción contra la iniquidad de los hombres. ¿La patria libre? No sé si es servirlo el divorciarme completamente del sentimiento de mi país, el forzarlo con el ejemplo de una abnegación que él aborrece a una lucha que él parece no desear. ¿El triunfo de Cuba? No sé todavía si quedándome en España y llenando el papel que otros han intentado sin la fuerza de convicción que yo había puesto en ello, yo no hubiera hecho cien veces más y mejor de lo que he hecho con mi peregrinación y mi propaganda. ¿La constitución de una América tal como yo la he soñado? Sé que jamás hombre que se sale de la realidad y la combate puede operar con éxito sobre una parte cualquiera de la humanidad. El sentimiento de mi soledad total, la irritación de todo lo en mí irritable contra todo lo que se opone a lo que creo bueno y justo; la pérdida total de las pasiones y de las fuerzas que ellas dan; la conciencia de mi inferioridad respecto de la tarea que me he impuesto mientras no me decida a hacer cosas que detesto; la necesidad de ser lo que creo deber hacer para realizar mi doble ideal de la independencia de mis islas y de mi carácter, todo me empuja hacia una resolución que me parece la más loca.

Pienso en ir a Cuba: primero, para protestar con mi conducta de la de las gentes: después, para desarrollar en todas sus fases mi carácter y para hacer el aprendizaje de una parte de la vida de que yo hubiera podido no prescindir si no hubiera sido por la doble presión del sentimiento de la justicia y del orgullo que me han empujado a serlo todo, pensamiento y acción, para realizar mi objetivo.

Ir a Cuba sin recursos, sin confianza en mí mismo, sin confianza en los otros es probablemente ir a buscar la muerte tal vez a deshora. Ir a Cuba por desesperación, para probar que jamás he sido el hombre débil que se me cree, es una debilidad. Ir a Cuba abandonando lo que con mis esfuerzos yo hubiera podido hacer por Puerto Rico, es sacrificar el fin capital de mis esfuerzos.

Y sin embargo pienso en ello.

No hago nada aquí. Mi propaganda no ha tenido otro resultado que el procurarme el odio violento de los españoles sin una sola adhesión decisiva de los americanos. Estoy aquí de más. Todo se ha presentado de modo a hacerme desistir y hacerme tomar una resolución racional, la de quedarme a vivir aquí o en Chile, y podría y tal vez debería hacer lo que me había prometido.

La vida me es tanto más cara cuanto que la he dedicado a un gran fin; ¿pero no sería cumplirlo el morir por lo que he predicado? Desearía antes de morir saborear un poco el bien de amar y de ser amado. Quien sabe si es precisamente en el fondo de los bosques cubanos, entre las heroicas familias que siguen a la revolución, que yo estoy destinado a encontrar el alma de mi alma.

Pienso en mi padre, en mis hermanas, en mis deberes hacia ellos, en los nuevos dolores a que voy a sujetarlos, y que yo querría poder evitarles; pero sufro demasiado las continuas vacilaciones de una vida sacudida por tantas fuerzas contrarias para no saber el mal que me hacen las vacilaciones.

Si llego a hacerme a los hábitos militares, a pelear como cualquiera otro, a ser el brazo de una idea después de haber sido la cabeza y el corazón, estaré contento de mí mismo porque habré realizado el hombre soñado y porque habré dado un gran ejemplo a los hombres, una fuerza irresistible a la revolución de las Antillas.

¡Ah! ¡Cuánto daño me hizo mi padre al hacerme desistir de la idea profética que tuve en mi infancia cuando quise hacerme oficial de artillería! Yo sería ahora el hombre de la revolución. Mientras que ahora, es probable que yo vaya, no al primer triunfo, sino al último sacrificio. Sería lástima. Todavía tengo en el cerebro todo un mundo de ideas por construir; en la conciencia todo un mundo nuevo por organizar; en la voluntad muchas nobles acciones por realizar. Mas, puesto que no he sabido o podido encontrar la verdadera vía, sigamos al menos la por donde llegaré a la acción tan deseada.

No por pretenciosa, deja de ser sencilla mi idea de la vida. Sentimiento, debo amar. Inteligencia, debo conocer. Conciencia, debo imponer todos mis derechos y cumplir todos mis deberes. Voluntad, debo hacer lo que sé es bueno y justo, amar el bien y la justicia.

No he realizado mi sentimiento. Siempre he sido desgraciado, porque la idea de perfeccionamiento y la ambición de deber mi felicidad a mis esfuerzos por el bien han obsedido siempre al sentimiento. No he realizado mi razón. He sido siempre juguete de la imaginación o de errores seguidos sistemáticamente o de una disposición demasiado ideal a la verdad, el bien y la justicia. No he realizado mi conciencia. Aun habiendo hecho verdaderos sacrificios a lo que yo creía un deber de conciencia, temo haber hecho el mal. No he realizado mi voluntad. Aun haciendo lo que he querido, me he detenido siempre o por temor al mal o por amor a la verdad o por falta de audacia o por desprecio a la fuerza o por el sentimiento de mi soledad o por horror al escándalo.

Hubiera podido amar y ser amado más que nadie en el mundo, y no he hecho más que combatir mis afectos: abandonando mi familia bien amada; abandonando a tres novias, cualquiera de las cuales hubiera podido ser la alegría de mi vida; abandonando la gloria. Hubiera podido ser un hombre de letras, un hombre de ciencia, un pensador, un filósofo: lo he abandonado todo al sentimiento de un deber tanto más dudoso cuanto mejor sé que el cumplimiento del deber está ligado al instinto de conservación, de fuerza, de potencia y de gloria personal.

Hubiera podido ser un hombre perfecto en el bien. No he hecho nada.

Hubiera podido hacerlo todo: mi gloria, aceptando lo que la humanidad cree es glorioso; mi potencia, acomodándome a las imperfecciones de los otros y a ellos mismos; el bienestar de mi familia, levantándola con mi gloria y mi potencia; mi contento personal, haciendo todo el bien que con tanta perspicacia he distinguido aún en el mal.

La vida tiene en mí tantos períodos como facultades el alma y yo hubiera podido cumplirla noblemente realizando el sentimiento, la voluntad, la conciencia, la razón.

Hubiera podido ser un hombre feliz en mi juventud perdida, haciendo felices a los míos. Hubiera podido ser un sentimiento, una conciencia, una razón actuando en el período de la acción.

Yo hubiera consagrado mi vejez a ordenar en un sistema todos mis pensamientos, todas mis experiencias, todos los juicios de mi razón, todas las condenaciones y las glorificaciones de mi conciencia.

Nada ha sido hecho.

Así, vale más morir tratando al menos de hacer triunfar, no por el sacrificio de una vida atormentada, sino por la embriaguez del combate, las ideas, los sentimientos, la conciencia y la voluntad del bien que me han hecho siempre desgraciado.

En verdad, yo soy un ser excepcional entre mis hermanos los humanos, y sea esto obra de mis defectos o de los defectos de la gente, debo, confesarme sinceramente que no haré nada bueno mientras tenga que persuadir a los otros del bien que persigo. Así, es preciso hacerse de la fuerza necesaria para imponer el bien. No puedo adquirirla en el combate de pasiones y de intereses que ni aun concibo y contra los cuales no tengo armas. La virtud no es un arma, y si es virtud la fuerza pasiva que he desarrollado contra los hombres y sus pasiones, contra los intereses de la vida social y de la vida individual, debo convencerme de que no llegaré a nada por la virtud reflexiva, sufrida, resignada.

Se trata de saber si esta virtud aplicada a la lucha sin trabas del campo de batalla puede llegar a darme el poder de imponer la verdad y la justicia, la moral y la libertad, el bien y el deber.

Hoy debo dar un paso en ese sentido. Se trata de ponerme en condiciones de hacer un viaje a los Estados Unidos para enrolarme en una de las expediciones que se dicen están preparadas para llevar recursos a los revolucionarios de Cuba.



Buenos Aires, Quinta Guido, enero 14 de 1874.

Yo hubiera debido partir hoy, pero parece que M. V. no ha podido efectuar la venta de los libros, puesto que no me ha dicho nada, y he tenido que abandonar la idea por el momento. Uno no sabe si alegrarse o entristecerse por no haber hecho lo que se había decidido o deseado, y no diré si es sentimiento o alegría lo que siento al ver partir el Vapor que debía llevarme. Pero tal vez convenga lo que ha pasado: no sabía bien lo que quería hacer, y aun no estoy bien seguro. Mientras más pienso en ello, más razones encuentro para tomar una actitud resuelta. En primer lugar, toda mi alma se levanta contra estos hombres, estos gobiernos, estos pueblos, esta opinión corrompida del mundo: todo está bien siempre que los intereses de los fuertes queden por arriba y todo se empastela para producir la impotencia de la justicia. La Europa, la América del Norte, la del Sur, los hombres más eminentes y más respetados no titubean en encontrar que está bien que España y la sedicente República Española martiricen a Cuba, pues, ¿qué es el martirio de un pueblo ante el interés de los Estados Unidos ante los celos de Inglaterra, ante las leyes internacionales hechas expresamente para fortalecer los derechos de los más fuertes? En presencia de una conjuración tan monstruosa de la razón práctica del mundo y de las infamias de los hombres contra la justicia, me siento deseoso de morir por ella más que de continuar viviendo en un mundo en que los más generosos impulsos y los más desvergonzados intereses son parangonados cuando se trata de impedir a los individuos y a los pueblos llegar al triunfo de su derecho.

Después, creo que me interesa mucho, si he de vivir en la sociedad y para hacer en ella lo que deseo realizar, probar una vía en que yo he de encontrar el desarrollo de una faz completa de mi vida y en que he de acabar la educación de mi voluntad. Es posible que un cambio en mi carácter acabe por cambiar mi conducta y las ideas, los sentimientos y los deseos que la sostienen; pero es bien difícil. Así, mientras mi carácter sea lo que es, no podré hacer nada, y es absolutamente preciso que yo haga lo que pienso y quiero; y para hacerlo es absolutamente preciso que yo adquiera la audacia que sólo el hábito de la vida militar puede darme.

Mi razón me dice lo que M. y V. me decían antes de ayer: «Un hombre solo no puede decidir una situación como la de las Antillas, y con su propaganda Ud. puede hacer servicios mucho más decisivos a su país». Es verdad, y me detengo a pensar en ello. Empero ya que no puedo adquirir las falsas fuerzas de que se necesita para triunfar entre los hombres y de que yo me he desembarazado a sabiendas, es casi imposible que yo llegue a hacer nada y es más fácil ponerse en aptitud de reconquistar las fuerzas de que me siento desprovisto. El martirio no es el esfuerzo mayor que se puede hacer por el triunfo de una idea. Yo me inclino más al papel pasivo de mártir que a cualquiera otro, y de ello he dado pruebas bien dolorosas. Pero hay algo más difícil que hacer; y esto es vencer sus propias inclinaciones, ser todo lo que se ha concebido posible, combatir para vencer, vencer para realizar sus pensamientos.



Buenos Aires, Quinta Guido, martes, enero 20 de 1874.

Estoy realmente triste, y mi tristeza no es sólo la reflexión de mi estado actual, el más triste de todos los estados. Es el renovamiento de la aflicción profunda que se apoderó de mi alma a mi salida de Chile. Dejé allí el país en que he sido más acariciado por la fortuna, en que la naturaleza me ha sonreído más a menudo, en que la amistad me ha resarcido más a menudo de mi soledad eterna, en que el amor me había prometido la felicidad que yo he echado de mi camino tan a menudo.

Sueño con C. y las lágrimas inundan mis ojos. Recuerdo que era precisamente en estos días del año pasado, mientras ella y su familia estaban en su quinta que, yendo a ésta, me abandonaba yo por instantes al sentimiento oscuro que ella me inspiraba. Habíamos cogido la costumbre de sentarnos juntos en una de las hamacas que pendían de los árboles, para quedarnos silenciosos, a menudo descontentos el uno del otro porque ni la una ni el otro osábamos decirnos lo que hubiéramos querido decir.

Desde el fondo de mi abatimiento miro ahora más allá de los Andes y quisiera con toda mi alma estar allí. No se rehace el pasado, lo sé y maldigo mi impotencia.

Fuera de estos sentimientos tanto más naturales cuanto que siempre me he privado de ellos por mi propia voluntad brutal, hay de qué sentirse mortalmente triste en la situación en que yo me encuentro ahora.

Pienso que será bueno realizar lo que he pensado; pero surgen muchos inconvenientes para ir a Cuba. Entre otros, la última carta de mi pobre padre, a quien someteré una vez más a los más punzantes dolores, haciendo justamente lo contrario de lo que acababa de prometerle.

Para disuadirme, acaban de nombrarme aquí Profesor de Filosofía en la Universidad, según lo que Santiago Estrada me dijo el otro día. Todos los que me conocen y se me acercan hacen todo lo que pueden para retenerme y para probarme que yo seré mucho más útil a mi patria quedándome fuera que lanzándome a la revolución armada.

Pero todo, las altas cualidades lo mismo que la conciencia de los pequeños defectos, el deseo de aumentar las primeras tanto como el de perfeccionarme conquistando otras más altas y desembarazándome de las debilidades de mi carácter, todo me empuja a la acción.

Me siento incapaz de entrar en ella con éxito; pero me siento capaz de formarme en ella y puede que lo mejor que yo pueda hacer sea lanzarme a ella con cuerpo y alma.



Hoy, 13 de febrero de 1374.

Señor Vicente F. López, Rector de la Universidad.

Señor y amigo: Hace bastantes días que el señor José M. Estrada me ofreció, en nombre de Ud., que optara entre la Cátedra de Filosofía o la de Literatura Moderna que Ud. se había dignado reservar a mi elección.

Prometí dar una contestación definitiva, y vengo a darla. Me es imposible, señor, aceptar la tan inesperada como gloriosa distinción. Parto mañana para los Estados Unidos de América.

Sería innecesario justificar esta resolución, si ella no contrariara tanto el anhelo que siento de expresar la gratitud que debo a Ud. por haberme honrado con esa designación, y al generoso país en donde es posible que un extraño, un extranjero, un casi recién llegado sea objeto de distinciones que normalmente no se hacen sino a los nativos de un país.

Para servir a éste, y halagando tal vez la esperanza de servirle, hubiera aceptado sin vacilar la Cátedra de Filosofía, desde la cual, aprendiendo y ejercitándome yo mismo, hubiera podido quizá contribuir a metodizar las operaciones intelectuales de mis discípulos, si son tales aquellos que nos acompañan y a quienes acompañamos en la vía de la verdad. Problema de razón como a mis ojos aparece el porvenir de cualquiera sociedad, formando la razón de algunos miembros de esta sociedad hubiera realizado la obra más placentera por fructífera, la más vasta por compleja.

Acaso hubiera conseguido, trabajando para obligar a trabajar, meditando para inducir a meditar, exponer claramente el que tengo por método más cierto, el sistema de filosofía que más firmemente me sirve de criterio en la conducta de una vida desinteresada, en la indagación de la verdad y la justicia, en el juicio de hombres y de hechos, de formas de gobierno y de fines racionales de la humanidad.

Acaso también, arrebatando a la filosofía o la enseñanza que por tal se tiene, el carácter de esfuerzo poderoso, de trabajo ímprobo, de misterioso procedimiento que la pedantería aunada con la malevolencia le han dado, habría conseguido prestar a este querido país el servicio real que habría en habituar toda una generación a funcionar por entero en todas y cada una de las funciones del espíritu.

Pero todos estos estímulos, vehementes como son para quien tiene de la vida, de la ciencia, de los deberes del hombre, del fin de las sociedades, la idea imperturbable que yo tengo; todos estos estímulos, decisivos como pudieran ser en el ánimo de un americano que todo lo daría por contribuir a hacer de América, en una de sus secciones, en uno solo de sus hijos, lo que cree puede ser y debe ser; todos estos estímulos, señor y amigo, pierden su impulso ante consideraciones incontrastables.

Yo no he venido a la América latina para establecerme en ella. El más desdeñado de sus rincones sería para mí, punto de una palanca, motivo de un impulso, determinación de una fe. Pero toda ella junta no puede satisfacer el deseo hambriento que tengo de ver una ante su derecho de vida propia a toda la parte de continente en que hemos tenido la gloria de nacer.

He venido a la América latina con el fin de trabajar por una idea. Todo lo que de ella me separa, me separa del objeto de mi vida.

Estoica resolución, conciencia en movimiento imperturbable, enfermedad, sea lo que fuere, yo he dado un objeto [destruido] en mi espíritu a mi vida.

Dejar de realizarlo es dejar de vivir como puedo, y de nada sirve a los hombres aquel hombre que, cualesquiera sean sus aptitudes para el deber, no podría cumplir con el que acepta, cuando ha concebido otro que con todos los demás es incompatible.




A bordo de «La Ville de Bahía», martes, febrero 24, 1874.

Heme aquí de nuevo en busca de la lógica. Sin saber dónde encontrarla, voy a buscarla.

Hace dos días que comenzó esta nueva tentativa, pues el vapor dejó a Buenos Aires el domingo.



A bordo de «La Ville de Bahía», viernes, 27 febrero, 1374.

A las seis de la mañana entramos en la bahía de Santos, en donde todavía estamos esperando la sanidad marítima.

El paisaje es admirable. Mientras más lo veo, más bello lo encuentro. Hace seis horas que estoy contemplándolo y todavía no me sacio de admirarlo.

Se entra en la bahía por una boca que separa dos pequeños promontorios. Una circunferencia se abre inmediatamente y se perciben dos hileras de montañas, las primeras más bajas que las otras. Estas deben ser la base de una cadena de montañas, mientras que las otras no son más que colmas. Vegetación lujuriante por todas partes. La palmera reina en ella y es ella la que me ha producido las más vivas emociones esta mañana: si hubiera sido posible, me hubiera creído en la patria. La vegetación de Puerto Rico es más alegre, la de Santos se parece más bien a la de Valdivia, pero el contraste entre las palmas y los vegetales australianos no puede menos que producir un sentimiento de placer.

Al frente y a la izquierda hay dos aplanamientos del terreno. En el de la izquierda, hay un pueblecito. En el del frente hay a trechos casas de aspecto burgués y una lengua de tierra que separa la bahía exterior de la sobre la cual se levanta Santos. Es una particularidad que hace muy agradable la espera aquí, esperándonos una sorpresa después de ésta.

La sorpresa no puede ser más agradable.

Al volver el ángulo sobre el cual se levanta el fuerte que guarda la entrada de la primera bahía, se pasa una islita, Santa Marta (?), desde donde se ve frente a frente el comienzo de una isla bastante grande, la de Santos, que empieza en una tierra baja y acaba en un grupo de colinas bastante altas. La mar, siguiendo las circunvoluciones de la tierra, le da muchas vueltas, hasta que acabando, no la isla ni el canal, que continúa aún, sino la parte de isla y de canal en que está situada la ciudad, el canal da una gran vuelta que es casi un semicírculo.

Al terminar el semicírculo se ve una poblacioncita, toda construida de ladrillo, blanca, serena, tranquila, silenciosa, en que yo he pasado, sobre el agua tranquila, bajo un cielo brumoso, varias horas de reflexión.

En el rodeo del brazo de mar, y entre las islas y las tierras que lo circundan, se encuentran muchas canoas y. según me han dicho, torrentes que bajan de la montaña. El aspecto del país es admirable. Un círculo de colinas en el primer plan, un círculo de montañas en el segundo, tierras bajas cubiertas de palmeras y de plátanos sirviendo de división entre las tierras altas y las aguas.

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