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ArribaAbajoCapítulo IV

Salgo de Madrid para Cádiz, y lo que sucedió en este camino


Imagen Capítulo IV

Día 23 de noviembre, habiéndome despedido de los padres del convento de Madrid, salí de esta villa por la mañana, en una calesa de Valencia, muy buena. A las diez pasaba la puente que tiene el Manzanares, llamada Toledo, y a la una llegamos a Getafe, que es una villa dos leguas de Madrid, que no tiene más de una calle muy larga. Las casas parecen muy antiguas y viejas. Estaban fundando colegio los padres de la Escolapia; pero me dijeron que iría muy despacio, porque estaban cortísimos de medios. En esta residencia encontré al hermano Jerónimo Pascual, natural de Rillo, en el obispado de Teruel, pariente mío. Estuve comunicando un rato con él, y   —51→   me contó que el fin de fundar en aquella villa, era para establecer un seminario de nobles, los que naturalmente habían de crearse mejor y con más sosiego fuera de la Corte. De aquí partí como a las cuatro de la tarde, y llegué a Illescas a las ocho, donde hay convento nuestro, y me hospedaron muy bien en él; pareciome villa corta y pobre; creo que es del arzobispo de Toledo.

El día siguiente llegamos, a las once, a Mora. Comimos en un convento de religiosos alcantarenses que hay aquí, muy aseado. La villa es muy buena; tiene una hermosa plaza, y por la noche fuimos a dormir a la venta de Lapiche, que está en un colladito en que también hay otras ventas; pero a una sola concurren regularmente todos, por ser la mejor; por cuya causa es mucha la bulla y poco el sosiego. De esta venta se va al día siguiente a Manzanares, que es un lugar grande, en que regularmente hay buena porción de tropa. Está en la Mancha, y es abundante de vino, buen pan, y se hallan las providencias necesarias de que suele hacerse prevención para el tránsito de Sierra Morena. La mejor posada es el mesón que llaman de los Caballeros.

Día 26 llegamos a mediodía a Valdepeñas, y por la noche a Santa Cruz. Es de advertir que desde Manzanares, no es la jornada a Santa Cruz, sino al Viso; pero sin saber por qué, tomaron los caleseros ese voluntario rodeo. El 27 fuimos al Viso, a las once, y en este lugar hay un convento en que el guardián no quiso   —52→   recibirnos, sin otra razón que el decir: Quien los lleva a Indias, que les dé de comer. Fuimos al mesón, donde es necesario que la siesta sea breve, porque quedan cinco leguas para por la tarde, y para ellas cada un pasajero alquila una cabalgadura, para cuyo efecto hay muchos caballos y borricos de alquiler; porque estas cinco leguas, que es la subida de Sierra Morena, son de malísimo camino y cuesta muy pendiente, y así es preciso que las calesas y coches suban de vacío, o pongan más mulas. Regularmente, al alquilar los coches en Madrid, previenen los caleseros que no han de subir los pasajeros en las calesas en el Puerto del Rey, que es esta subida. Los baúles que van en las zagas del carruaje se conducen a carga, a costa de los caleseros.

Habiendo subido estas cinco leguas, se halla una venta, llamada de Miranda. El día siguiente se encuentra, a mediodía, otra que llaman Vizcaya, y por la noche se baja a Bailén, que es el primer lugar de la Andalucía, y aquí concluyeron las catorce leguas de atravesía que tiene la Sierra Morena. Es esta sierra muy áspera y montuosa, con terribles barrancos, muy expuesta a robos y otros desafueros, pero continuamente hay algunos soldados corriendo la montaña, para desembarazar los caminos de esta mala gente. Abunda mucho la caza y vale muy barata. Es necesario llegar a estas ventas con provisión de pan y vino, pues aunque todo se encuentra en ellas, pero todo lo venden muy caro, porque no hay otra parte de   —53→   que se puedan surtir. De la bajada de la sierra se descubren los partidos de Úbeda y Baeza, y mucha porción del reino de Granada y se pasa por cerca de las Navas de Tolosa, todo lo cual queda a la izquierda, caminando por el camino de Córdoba y Sevilla. De Bailén al puerto de Santa María hay seis jornadas, y en ellas se encuentran las ciudades de Andújar, Córdoba, Écija... de la frontera y el puerto. De todas es la mejor Córdoba; está en paraje deliciosísimo: tiene una insigne catedral en que hay trescientas sesenta y cinco columnas: el edificio bajo, pero el crucero es bellísimo. Tiene la iglesia un patio con algunos naranjos y surtidores muy alegres. Pasa por los muros de la ciudad el río Guadalquivir que tiene un puente grande y hermoso. Andújar es ciudad corta, Écija es mejor, y tomando de ella el camino para Marchena, que es una gran villa, se pasan cinco leguas de olivares. Vi coger oliva a las mujeres, y para este ejercicio se ponen calzones; pero hacen la figura más extraordinaria, fea y despectible que puede pensarse. Jerez es ciudad antiquísima: tiene mucha nobleza, mucha tropa y grandes caudales. Tiene una cartuja, y se discurre ser la más poderosa y rica de la España. Está dos leguas del puerto Santa María, y entre ambas ciudades hay una venta llamada de Buena Vista, de donde se descubre la mar, la ciudad de Cádiz y la bahía con todos sus navíos. Al puerto de Santa María llegué el día tres de diciembre.



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ArribaAbajoCapítulo V

Breve expresión de lo que son las tierras contenidas en este diario, o en los tres capítulos anteriores


Imagen Capítulo V

Las provincias contenidas en estos cuatro capítulos, son: Aragón, el señorío de Molina, la Alcarria, Castilla la Nueva, el reino de Toledo, la Mancha y la Andalucía alta y baja.

El reino de Aragón es abundantísimo de cuanto produce España en cualquiera otra parte; bien entendido que esta abundancia se reduce a las tierras donde hay trigo; porque en las serranías y montañas, que hay muchas, sólo se produce centeno y muy poco trigo, aunque regularmente abundan de ganados; pero en sí mirado el cómputo de todo el reino, no cede en cosa alguna a otro de la España. Fáltale comercio, pero   —55→   los naturales, tampoco son inclinados a él, por lo que raros aragoneses salen de aquel país para otra parte, a distinción de vizcaínos y montañeses, de que están llenas las demás provincias de España y las Indias; porque las Montañas y Vizcaya, no pueden mantener la gente que producen.

El señorío de Molino está entre Aragón y la Alcarria; uno y otro es demasiado árido y seco, y sólo la Alcarria tiene al Sud algunas tierras de mediano regadío, por la parte de Cuenca. Castilla la Nueva es por la mayor parte estéril y poco fecunda: abunda medianamente en granos y ganados, y si en alguna riberita corta tiene frutas, son muy regaladas. Exceptúase de lo dicho el reino de Toledo, que tiene la ribera un bajo que es muy fértil, y medianamente templado. La Mancha es tierra buena; sus lugares bien poblados; abundantes de trigo y buen vino; el mejor es en Valdepeñas; es la tierra muy llana y lo mejor de Castilla la Nueva, a excepción de Toledo y su comarca.

La Andalucía es, sin disputa, la mejor tierra de la España; pues aunque es verdad que en otras partes de Valencia, Cataluña, Aragón y Navarra, hay unas u otras riberas, como también la huerta de Murcia, que le exceden; pero el conjunto, esto es, toda la provincia, es reputada por la más fértil, y esto, no sólo la Andalucía baja, que comprende a Sevilla, San Lúcar, Jerez, Córdoba, Écija, Medina Sidonia, etc., sino también la alta, que se reduce a los reinos   —56→   de Granada y Jaén, con Málaga, Cartagena, Úbeda, Baeza, etc.

Las gentes naturales de Aragón, pueden tratarse con confianza, llaneza y satisfacción, y lo mismo puede ejecutarse en Castilla, a excepción de los que habitan en la Corte y sus cercanías, donde todo ha de ser sagacidad, todo advertencia, reflexión, cautela y poca confianza; porque el sinnúmero de genios, facultades y naciones que componen su exorbitante concurso, precisan a vivir con la mayor astucia. Lo mismo ha de ejecutarse en los puertos de mar de mucho concurso, como luego diré de Cádiz.

Los naturales de Andalucía son más belicosos, balandrones y provocativos; no conviene gastar muchas razones, en ofreciéndose motivo de porfía, porque suele con facilidad parar en pleito. Es gente naturalmente más expedita y de menos embarazo que toda la demás de España; pero no es la de mejor entendimiento, ni la de más moderadas operaciones y arreglamientos de costumbres. Jamás he visto hombre de caudal que con entera satisfacción fíe sus dependencias a manejo de mozos andaluces; bien entendido que esto ha de entenderse cum grano salis; porque, no obstante lo dicho, hállanse hombres de mucha forma, que proceden en todo con la mayor cordura.

El día 3 de diciembre de 48, llegué por la tarde al puerto de Santa María, que es una de las ciudades más alegres que tiene la Europa. Tiene por la parte de tierra, lindos paseos de huertas y casas de campo, y por   —57→   la parte del Sur tiene la mar que hay hasta Cádiz, que son tres leguas de atravesía. Se ven todos los navíos que están en la bahía de Cádiz, se registran los que entran y salen: pasan a Cádiz todos los días innumerables barcos, falúas, botes y lanchas, que regularmente conducen los víveres necesarios en aquella ciudad. Hay en Santa María muchos conventos de crecidas comunidades. Reside en esta ciudad el capitán general de Andalucía Baja, y los comerciantes de mejor gusto, aunque para el despacho de los navíos y otros negocios gruesos pasan a Cádiz, por estar allí el Tribunal de la Contratación.

El tránsito de una ciudad a otra es de tres leguas, y sin embargo de la poca distancia, han peligrado muchos en su navegación, porque las bahías de uno y otro puerto, las divide una barra de arena cubierta de agua y sólo puede montarse con barcos medianos, cuando la marca está alta. Si está baja, hay peligro de que encallen en la dicha arena y hallándolos la marea, o algo de borrasca, encallados, es seguro el naufragio.

Cádiz es una ciudad cuyo sitio no es grande, pero no se pudiera fácilmente averiguar la gente que tiene dentro. Hay cuatro puertas: las dos están inmediatas, y por la otra se sale de la ciudad al muelle, sin que en eso se dispense con nadie. La tercera puerta es la de Sevilla, y sirve para entrar por ella cuanta carga traen los navíos de Indias y otras partes; y por la misma han de salir los géneros con que los navíos han de cargarse. La cuarta, es la puerta única que tiene la   —58→   ciudad a tierra. Por ella se sale al resto de la isla en que está Cádiz, y que es la isla de León, a quien el mismo mar divide de tierra firme por la puente de Suazo, donde hay hermosísimas huertas, y donde de Cádiz suelen salir a divertirse.

La ciudad es muy fuerte, circunvalada con fuertísima muralla, coronada por todas partes de mucha artillería y numerosa guarnición de soldados, que de día y de noche están de guardia. Por todas partes bate el mar en la muralla, y sólo queda una puerta que está defendida de insignes fortalezas. Es insuperable esta ciudad; pues por tierra no puede entrarle enemigo alguno, ni por el mar pueden disparar cañones, bombas, etc., sin que primero sean saludados los navíos contrarios desde los castillos que están fuera de la muralla, guardando la entrada del puerto.

La bahía es otra ciudad, porque suele haber en ella ochocientos y mil navíos, y a veces más, de los cuales cada uno tiene mucha gente para su tripulación. Ordinariamente hay de todas las naciones extranjeras; porque, sin disputa, es el puerto de mayor concurso y comercio que tiene el mundo, y adonde regularmente paran los caudales que vienen de las Indias.

La ciudad tiene un gobernador, Tribunal de la Contratación, que se compone de cuatro oidores y un presidente; tiene Consulado para las decisiones del comercio; tiene obispo, cuya iglesia catedral, que ya está muy adelantada, será una de las más preciosas de la Europa. Lo interior del templo, paredes y bóveda,   —59→   todo será de preciosísimo jaspe. El panteón subterráneo es admirable y el sitio muy alegre.

Las comunidades son muchas y bien asistidas. Las casas son suntuosas, pero de mucho costo cualquiera edificio, porque todo el material viene embarcado. No hay tejado alguno en la ciudad, todo está coronado de azoteas de muchísimas torres. La más sobresaliente es la torre de Granado, de donde descubren los navíos a distancia de doce, diez y seis y veinte leguas, según está el día; y hay en ella un obligado que inmediatamente pone bandera de la nación de que es el navío descubierto; conque, en mirando a la dicha torre, se sabe qué navíos vienen, o qué embarcaciones están por las costas. Todos los días entran y salen navíos en ese puerto. La mayor diversión que hay en él es la vista del muelle, adonde siempre están llegando en sus respectivas falúas, de los navíos, marineros de diversas naciones, con distintos y muy extraños trajes; y aunque uno esté en el muelle toda una tarde, no cesa esta variedad de diversión por un solo minuto.



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ArribaAbajoCapítulo VI

Llego a Cádiz y estoy en esta ciudad, hasta embarcarme, dos meses y cuatro días


Imagen Capítulo VI

Habiendo estado en el puerto de Santa María todo el día 4 de diciembre, nos embarcamos para Cádiz el día 5 por la mañana, y con buen viento y mucha lluvia, llegamos a Cádiz en unos tres cuartos de hora. Fuimos a cumplir con la obligación de ver al guardián del convento, y luego con su licencia, pasamos a la casa de don Juan Gutiérrez Gayón, que era en la Alameda, donde teníamos prevenido nuestro hospicio, por estar el convento ocupado con otras misiones. En esta casa nos dieron unos entresuelos en que vivimos con notable comodidad y con total independencia de la familia. Teníamos tiempo para pasear y divertirnos,   —61→   pero cuidábamos de asistir con grandísima puntualidad a las horas mismas que debiéramos hacer estando en el convento. Vivimos con todo regalo y completa asistencia, y muy divertidos con las señoras de la casa, en cuya compañía estábamos muchos ratos, y algunas veces les ayudábamos a coser en su estrado, edificándose mucho de que en nuestra provincia nos enseñasen.

En esta ciudad vivimos todo el diciembre, enero y hasta diez de febrero, y en ella se hallaron algunos paisanos y amigos que contribuían a nuestro regalo y diversión. Algunos días nos convidaban a unos u otros a comer fuera, y en esta ciudad fue donde comenzamos a ver lo que es la confusión del mundo, la política del siglo, la cautela para pasar la vida, para cuyo efecto es necesaria grande advertencia, a fin de imponerse cualquiera en la urbanidad de las gentes con quienes ha de comunicarse, siguiendo sus estilos en cuanto no se oponen a la moderación religiosa.

Sirva de ejemplar lo siguiente: En Cádiz hay algunas casas donde sin embarazo alguno puede concurrirse a la mesa y juego, etc. A una de éstas que llaman el Café, asistí un día convidado de algunos caballeros indianos, y fue el seis de enero, día de los Reyes, de 49. Hasta mitad de comida todo fue con mucha moderación, hablando cada uno las especies que le administraban los políticos asuntos que se controvertían. De mitad de comida para adelante, ya comenzó a brindarse en más alegre estilo, porque se dijeron muchas   —62→   décimas y versos de todo metro, en que no me descuidé, y creo que yo solo dije más que todos juntos, porque me duraba la afición que algún tiempo tuve. Pasado otro tercio de comida, ya se brindó con más estruendo, porque ya no se bebía con un vaso dos veces, ni los frascos, botellas o limetas se reservaban, porque el que ponía en su vaso el último vino que la botella tenía, la estrellaba contra la pared. Cuando se tomaba el vaso para beber, cada uno brindaba por quien le parecía, y en obsequio del brindis alternaban unos clarines y mucho estruendo de voces, etc., y no fuera obsequio notable, si el vaso no se arrojara por el suelo. Creo que en esta función se rompieron doscientos vasos y sus respectivos frascos y botellas. Los que estábamos en la mesa éramos catorce: tres indianos, dos franceses, un inglés, tres madamas flamencas, dos religiosos y un cónsul del comercio de Dinamarca. Repetidas veces me instaron y provocaron a romper los vasos con que yo bebía, pero les supliqué con toda la política que pude, que me dispensaran esa acción, respecto de ser disonante a la moderación con que debía portarse un religioso pobre y mendigo.

Ya sobre el asunto no me excitaron más; y habiendo concluido de comer, cuando estábamos tomando el café, dijo el inglés que tenía tres cosas que loar en el religioso que les había acompañado en la mesa: la primera, lo corriente que había sido su conversación, en prosa y verso, sin el melindre de ostentar algunos escrúpulos ni seriedades religiosas, y que esto era distinguir   —63→   el lugar y la ocasión. La segunda, era celebrar el que no hubiese yo manifestado en gesto ni acción alguna el más mínimo disgusto en lo desmesurado de sus voces y desperdicio de vasos, y que esto era no escasear lo que no había de satisfacer; y la tercera y más estimable había sido, la religiosa moderación de no haber incurrido en el desorden de ellos, que en suma era acomodarme a seguir su estilo hasta lo que no desdecía de mi estado, y que sin embargo de sus instancias, le hubiera parecido mal la fracción de cristales, si hubiere yo incurrido en ella.

Todo este caso refiero aquí largamente, para que el viajero advierta hasta dónde puede extender las licencias que le franquea su estado, y para que ni omita lo que puede practicar sin ofensa de Dios, ni se alargue a lo que a su hábito no es competente. Debe advertirse que el inglés que llevo referido, era hereje público, de los que por razón del comercio, están tolerados en Cádiz; y sin embargo, le agradó la moderación religiosa, y claramente dijo que lo contrario le hubiera desazonado. El despejo para tratar con todos, de cualquiera nación, calidad o carácter que sean, es un blanco que se lleva las atenciones; lo contrario suele ser una infructuosa hazañería; fuera de que, en semejantes concursos, nada puede remediar la nimia circunspección de uno. Basta para desaprobar alguna acción, el no imitarla, y para esto debe usarse de protestas políticas. Y últimamente, ni a los seglares más medidos gusta que les desazone sus funciones,   —64→   la sequedad y mal gesto con que algunos religiosos se arrojan a la censura; ni a los más relajados agrada el exceso de un religioso en la función más profana; para cuyo efecto me ocurre un versito común:


Est modus in rebus, sunt certi denique fines
quos ultra, citraque nequit consistere virtus.



Entre tanto que nosotros lográbamos de una competente diversión en este puerto, trataba nuestro Comisario en el ajuste de nuestro pasaje, el cual se facilitó en una fragata nombrada Nuestra Señora de los Milagros (alias Londederi) del cargo del capitán don Antonio de Arriaga y propia de don Pedro de Arriaga y compañía, a quien se entregaron quinientos pesos por el pasaje de cada uno de siete religiosos que habíamos de embarcarnos; aunque después de este ajuste se volvió a la provincia el padre provincial fray Onofre Arrica, que, según nos dijo, se había enteramente acobardado de ver la inquietud de aquel mar, que por la parte del Sur no deja de manifestar algunas bravezas.

También estaban para embarcarse por este tiempo otras dos misiones de más número de religiosos: una para el colegio de San Fernando de Méjico y otra para el de la Santísima Cruz de Querétaro, en ese mismo reino. La primera se conducía por un padre Mezquia y la segunda a cargo del padre Ortiz. En esto se habían incorporado los padres fray José Bernad, fray Miguel Campos, fray Bernardo Campos, que murió en Vera Cruz   —65→   luego que desembarcó, fray Antonio Charles, fray José Pinilla, fray Miguel Pinilla y fray Nicolás La Hoz. El primero había leído Artes en Aragón y era actualmente catedrático de la Universidad de Zaragoza, donde estaba graduado de maestro de Artes y doctor de Teología; cuya partida causó mucha novedad en la provincia. El segundo y tercero eran hermanos; el uno era vicario de coro en Madrid y el otro estaba en San Francisco de Zaragoza con el mismo empleo. Ambos eran muy buenos predicadores. Los otros cuatro eran de los mejores mozos que tenía la provincia de Aragón, y habilísimos para la cátedra. El penúltimo era condiscípulo mío, insigne mozo y el último era mi primo segundo.

El año siguiente tuve noticia que habían pasado para el mismo colegio los padres fray Manuel Aranda y fray Blas Bernard; para la provincia de Yucatán otros, y finalmente otros ocho religiosos fueron al colegio de Santa Rosa de Ocopa, en el valle de Jauja, cuarenta leguas de Lima, en una misión de noventa y seis sujetos que conducía a costa del Rey nuestro señor, el padre José de San Antonio, la cual se dividió en dos cuerpos: treinta y ocho fueron la vía de Cartagena, y cincuenta y seis por Buenos Aires. A toda esta misión tuve hospedada seis meses en la Recolección de dicha ciudad, siendo guardián de aquel convento. Salieron en cosa de dos años de la provincia de Aragón treinta religiosos, y me aseguraron después en varias cartas, que, en las oposiciones que para las cátedras había habido el año de 1750, se había conocido   —66→   la ausencia de muchos, y no lo dudo, porque en la realidad salieron muy buenos mozos. De siete que vinimos a Buenos Aires, los cinco habemos leído en esta provincia de Tucumán, y los dos restantes no leyeron porque el uno que es el padre fray Juan Matud, aunque es capaz para ello, pero se entregó al ejercicio de la misión, en que ya antes se había ocupado nueve años en Calamocha, y al último, que es el padre fray Antonio Jurado, hicieron guardián del convento principal de la provincia del Tucumán luego que llegó a ella, y luego definidor, por cuyo motivo no leyó teología a que estaba destinado por patente de nuestro reverendísimo padre fray Matías de Velasco, comisario general de Indias, y antes había leído Artes en la provincia de Aragón, y había sido colegial en el colegio mayor de San Pedro y San Pablo, en la Universidad de Alcalá de Henares.

Imagen Capítulo VI



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ArribaAbajoCapítulo VII

Embárcome con los demás compañeros y navegamos hasta las islas de Canarias


Imagen Capítulo VII

El prudente pasajero debe advertir que la navegación es una de las más difíciles empresas en que se puede ver el hombre; y no digo esto por el peligro y tormentos a que está expuesta la nave, que el cuidado de todo esto queda a cargo del piloto, y todas las demás maniobras tienen sus inmediatos oficiales en quienes debe descargar su cuidado el pasajero: digo, si, porque en una navegación dilatada de tres, cuatro, cinco o más meses, se proporcionan innumerables ocasiones en que el navegante necesita ejercitar su paciencia, prudencia, resignación, obediencia, etc.,   —68→   so pena de ocasionarse por sí mismo innumerables trabajos y pesadumbres de que podía libertarse.

Es el navío una casa, donde van doscientas, trescientas, quinientas y a veces mil personas. Considérese ahora la confusión que ha de producir este número, tanto en su comunicación, como en la administración de lo que es necesario. Aunque los oficiales de la nave son muchos, es a saber: el capitán, maestre, capellán, piloto mayor, piloto segundo y tercero, escribano, contramaestre, guardián, etc., sin embargo hay sabidos diversos apartamentos para los diversos gremios de gente y oficiales. El alcázar y cámara es donde regularmente habitan, particularmente de día, los oficiales mayores y pasajeros. Llámanse pasajeros los que comen en la mesa del capitán. Entre el palo mayor y el trinquete, es la mansión del contramaestre, guardián y mozos del navío, y en el castillete de proa van los marineros, y en las demás oficinas de cocina, repostería, etc., van sus respectivos oficiales.

No obstante esta división, es preciso que todos los días se vean unas a otras las caras, sin embargo de los diversísimos genios de los sujetos, que por la mayor parte nacen de aquí todas las discordias, que en el navío son muy temibles, pues de ellas, más de una vez se han originado levantamientos, motines y pérdida del navío.

Para evitar todo disgusto es necesario penetrar el genio de cada uno, advertir la nación de donde es natural, no tener amistad especial con alguno, mostrarse   —69→   en todo con una prudente indiferencia, sin escasear su conversación cuando le parezca conveniente, ser muy medido en las palabras, no murmurar del trato que se les da, no censurar el rumbo de la nave, ni ser demasiadamente curioso en querer indagar las cosas que están a cargo de los oficiales; ir con el corriente de cada uno, sin adulación, estar pronto a mediar en lo que puede ocasionar cualquier disgusto, y finalmente, no entretenerse en lo que no le pertenece; y de cuanta importancia sea todo lo dicho, y particularmente el ganar la voluntad a todos sus connavegantes, lo experimentará quien haya de hacer navegación dilatada, y algo podrá constarle de lo que más adelante se referirá.

Habiendo pues llegado el tiempo de embarcarnos, que fue el día 10 de febrero, tomamos una falúa en el muelle de Cádiz y llegamos al navío cerca de mediodía; y este día por la tarde llegó toda la demás gente, hasta ochenta y cinco personas, que fueron los que hicimos viaje en la fragata Nuestra Señora de los Milagros, que era pequeña, aunque nueva y fuerte. Las ocho de la noche serían cuando se levaron las anclas, echáronse velas, y con viento norte, bastante escaso, íbamos saliendo del puerto.

Con la faena de acomodar los cables y asegurar las velas, se descuidó la centinela de la proa, y estuvo para tocar el bauprés en un navío grande, holandés, que aquella tarde había dado fondo y estaba bien cargado. Gritaron los holandeses que estaban de   —70→   guardia; se advirtió el peligro, y tuvimos la fortuna de que nuestra fragata obedeció al timón inmediatamente que éste se inclinó a la banda, y a no ser así, era cierto el peligro, o la pérdida de ambos navíos.

El día 11, como a las diez del día, perdimos de vista a Cádiz, estando como a ocho leguas de distancia, y este mismo día, a las cuatro de la tarde, nos alcanzó un botecillo, que vino a vela y remo a entregar al capitán unas cartas; pidió el patrón de la falúa testimonio de la distancia en que se los entregó, y certificó el piloto estar de Cádiz diez y ocho leguas, cuya diligencia era forzosa, porque había pactado llevar tres pesos por cada una legua que navegase el bote para alcanzar el navío. Nos admiró verdaderamente la temeridad de salir a la mar una tan pequeña embarcación; porque si les hubiera entrado un vientecillo, a poco que fuese, era indefectible el naufragio.

El día 12 tuvimos viento sur, que era por la proa. Muy por la mañana se divisaron algunas embarcaciones a quienes pusimos bandera inglesa, sin omitir la diligencia de aprontar las armas, a causa de hallarnos en las costas de Berbería, hasta que por la tarde reconocimos que navegaban en busca del estrecho de Gibraltar, para entrar a la mar de Levante. El día 13 tuvimos calma y el 14 nos entró un buen viento norte que alternando con el noreste, duró hasta el día 21, en que avistamos las islas de Canarias, por la mañana.

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Aquí sucedió que con la confianza de que se veían las islas, no observaron los pilotos aquel día el sol. Debía pasar el navío por entre la Gran Canaria y Tenerife, dejando aquella isla a la derecha y ésta a la izquierda. Conócese Tenerife en que tiene un cerro en forma de pirámide, que se tiene por el más elevado que hasta hoy se ha visto. Estuvo todo el día circunvalado de una niebla que a todos pareció nube, por cuyo motivo se juzgó ser la Gran Canaria, y así continuamos la navegación, dejando el Pico de Tenerife, que así se llama aquel elevadísimo monte, a la izquierda. Al tiempo de ponerse el sol, subió el segundo piloto a la gavia, y notó el yerro, porque ya se distinguía la nieve de que estaba cubierto el Pico, conque nos hallamos entre él y la isla de Gomera, sin viento proporcionado para volver atrás; quiso el Señor que en esta misma hora calmó el viento, y estuvimos toda la noche en el estrecho de tres leguas, que hay entre estas dos islas. Por la mañana, viéndonos en distancia de una legua de la Gomera, disparamos dos cañones de artillería, pero nadie respondió, e hicimos juicio de que aquella isla no tenía población por aquella banda, o que quizás no la habría en toda ella, porque es pequeña y muy áspera.

A la una del día se dispararon tres cañones con bala, y luego vimos que de un puertecillo, o ensenada que hacía la montaña, salió una falúa pequeña de ocho remos, y luego otro botecillo menor. Anduvieron   —72→   dando innumerables bordos por la proa y costados del navío, sin acercarse al tiro perfecto de cañón, por la sospecha de que fuese nuestra fragata de moros. Muchas veces les llamamos con la bocina, sin que faltase la diligencia; de que estábamos tan inquietos que, a no ser grande la necesidad que teníamos de hablarles, los hubiéramos espantado a cañonazos. Finalmente ocurrió que los religiosos nos pusimos en el borde del navío, y cierto, aprovechó la diligencia, porque luego que nos vieron, se atracaron a la fragata. Nos informaron de que todo aquel paso era limpio y con grandísimo fondo, y que no había ningún peligro, aunque el navío se amarrase en tierra.

El segundo piloto se embarcó para la isla con veinte y cuatro barriles, para reemplazar el agua que hasta entonces habíamos bebido. Volvió por la tarde en las mismas falúas. Vino en ellas un clérigo a ver el navío, porque no había visto otro. Llegó mareado y nos pidió algún remedio para aliviarse y para que cesase el violentísimo vómito con que se hallaba. Los oficiales y la gente moza le hicieron tomar queso, mistela y aguardiente, y lo bajaron a la cámara, que fue lo mismo que brindar con vino al que está embriagado, para quitarle la embriaguez. Hubo el pobre clérigo de reventar, y salió para su casa cuanto antes, en compañía de los demás que vinieron en las falúas, a quienes se agradeció y pagó muy bien la diligencia.

Hállanse estas islas en veinte y tres grados y medio   —73→   de latitud para el norte, bajo del trópico de Cáncer, con poca diferencia. Las islas son siete, es a saber: Alegranza, Fuerteventura5, la Gran Canaria, Tenerife, El Hierro, la Palma y la Gomera. Otros islotes hay muy cerca de ellas, pero despoblados, aunque me aseguraron que en el que llaman Lanzarote, hay hombres salvajes e idólatras.

La capital de todas es la Gran Canaria; pero por estar el puerto y lo grueso del comercio en Tenerife, reside en la capital de esta isla el capitán general, y casi de ordinario reside también en ella el obispo. La capital de esta isla es Santa Cruz; pero la Audiencia, Inquisición e iglesia catedral, permanecen siempre en la Canaria. Son estas islas de mucho comercio, por estar en el rumbo por donde todos los navíos que salen de España para las dos Américas pasan, y donde regularmente toman agua. Son muy abundantes de seda, aceite, lana, trigo y vino, y es singularísima y de gran fama la malvasía de Canarias.