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ArribaAbajoCapítulo VIII

Continuamos la navegación hasta la línea equinoccial


Imagen Capítulo VIII

Habiendo tomado el mencionado refresco en la isla de la Gomera, y mirado con mucho cuidado las cartas de marear, no obstante la relación que nos aseguró de la limpieza de aquella costa, dimos curso al navío que hasta el día 24 lo mantuvimos a la capa, sin dar fondo; y con viento noreste, aunque escaso, fuimos navegando al rumbo del sur, sin tener novedad alguna, hasta hallarnos en lugar paralelo con las islas de Cabo Verde.

Estas islas están en altura de diez y siete grados al norte, con poca diferencia. Todos sus moradores son negros vasallos del rey de Portugal. Son también negros los eclesiásticos, los canónigos y finalmente   —75→   todos exceptuando el obispo y gobernador, que siempre son europeos. Es clima poco saludable, muy cálido y húmedo, y regularmente enferman cuantos arriban a ese país. No hago esta relación de vista, pero estoy cabalmente informado por el padre Sebastián de San Martín, de la Compañía de Jesús, provincial que ha sido en esta provincia del Paraguay; quien, cuando vino a estas partes, arribó a esas islas, con cuarenta compañeros que venían de misión, por causa de haberse descompuesto el navío con un recio temporal, que después naufragó enteramente en la costa; pero salváronse todos, y la misión de la Compañía se recogió a nuestro convento, donde estuvo seis meses. Era el guardián buen religioso, y obsequió cuanto pudo a sus honrados huéspedes; quienes todo el tiempo que vivieron en aquel convento, se portaron como humildísimos religiosos. Instaron al guardián para que les permitiese ocuparse en todos los oficios en que regularmente se emplean los religiosos en nuestros conventos, y habiendo condescendido el guardián, a fin de darles este consuelo, les distribuían los oficios en la tabla del sábado, de la misma forma que a los religiosos de la comunidad; y así unos eran porteros, otros cantores, otros leían en la mesa, otros eran enfermeros, etc. Y es cosa admirable que siendo el temperamento del país como se ha dicho, no enfermó ninguno, y de la gente seglar del mismo navío, murieron más de ciento cincuenta. Todo esto me relató dicho padre San Martín con mucha   —76→   ternura, y también me dijo lo agradecida que estaba la Compañía a este favor, y que el padre General mandó gratificar desde Roma al convento con una copiosa limosna, y que pasó personalmente a dar las gracias a nuestro general, y que no lo pudo hacer sin muchas lágrimas.

Por la altura de estas islas pasamos sin especial novedad, ni la tuvimos hasta que nos hallamos en cinco grados de latitud, donde comenzamos a experimentar algunas calmas. Llegamos no obstante a grado y medio cerca de la equinoccial, y allí se perdió la estrella del norte de vista, y ya no la vimos más, ni yo la veré, si Dios por su infinita misericordia no me vuelve a disponer viaje por ese rumbo. Día 21 de marzo, que fue el mismo del equinoccio, nos pusimos perpendicularmente bajo de la línea y del mismo sol, de manera, que allí no hacíamos a mediodía otra sombra que la que teníamos bajo de los pies.

Aquí comenzamos a experimentar los rigores de la navegación, en tal extremo, que ya estaba casi toda la tripulación desesperada. Tuvimos treinta y seis días de calma, sin que nos bañase el más levísimo viento, para poder respirar en aquel paraje, el más cálido del mundo. No había cosa en que hallásemos algún alivio. La ración de agua era corta, porque viendo que la calma continuaba, nos convinimos todos con el capitán, para que la ración se limitase por no perecer. Agua había suficiente, como después   —77→   se vio, que sobraron más de treinta barriles, pero por no exponer la vida a contingencias, sufría cada uno conforme a su más o menos resignación. Confieso que jamás he experimentado semejante sed; y cuando llegaba a lo último que puede llegar el sufrimiento, pedía a algunos un poco de aguardiente, y con aquello se mitigaba, y en algunas ocasiones se apagaba la sed totalmente; y debe advertirse que sin embargo de ser tan cálido el clima, no es el aguardiente dañoso, porque es juntamente húmedo, y todos los vientos lo han de ser por necesidad, porque no hay en la mar vientos de tierra hasta llegar a las costas.

La comida en este paraje ayudaba a sofocarnos; porque habiéndose concluido la carne fresca, sólo se comía la salada, jamones, lenguas del norte, bacalao, etc., y cuando menos mal se pasaba, era en las ocasiones en que se cogía algún pescado fresco. Importa mucho que, quien haya de navegar por este rumbo, se provea cuanto le sea posible de cosas frescas, como son limones, sorbetes y otros géneros de agrios, para socorrerse en los mayores aprietos de su necesidad.

Aquí me parece preciso advertir que este exceso de calor, no consiste únicamente en que el paraje de que se habla esté en la zona tórrida; porque es cierto que hay tierras que se hallan bajo la misma equinoccial y son templadísimas y aun muy frías. El ejemplar lo tenemos en la ciudad de Quito, donde se experimenta un temple benignísimo, sin embargo   —78→   de que la línea equinoccial se halla estar perpendicular con la misma plaza, cuyo benigno temple se ocasiona de las muchas sierras nevadas que la rodean, donde se refresca el viento cuanto es menester para hacer el país muy agradable. Potosí se halla en sólo ocho grados de altura, y es casi inaguantable el frío que se padece en todo tiempo, y consiste en la misma vecindad de altas sierras que no permiten que el sol franquee todo el esfuerzo de su efecto. Y como en la mar no hay sierras nevadas ni otras circunstancias que sean suficientes a refrigerar el calor que despide el sol en los referidos parajes, por eso son cálidos en extremo.

Ni siempre está el mayor calor en la equinoccial; porque no siempre corre el sol por esa línea. Quien navegase por ese rumbo el día 21 de junio, tendrá el sol directamente sobre sí en los veinte y tres grados y medio, que es cerca de Canarias, y quien continuase el rumbo del sur, tendrá el sol sobre sí en el opuesto trópico el día 21 de diciembre, y en ese tiempo se experimenta el calor mayor en esas alturas y mejor temple en la equinoccial, sin embargo de que siempre es cálida la zona tórrida.

Los que navegan al reino de la Nueva España, no salen de la mar del Norte, ni a éste pierden de vista, porque no pasan la equinoccial, sino que por entre ésta y el trópico de Cáncer navegan hasta los puertos de Cartagena, Vera Cruz, la Habana y a todas las islas de Barlovento y demás puertos de esta costa,   —79→   que toda está entre la equinoccial y referido trópico.

Todo este mar de la zona tórrida es abundantísimo de pescados. Una especie hay de peces, que llaman bonitos, de que hay la mayor abundancia; suele hallarse en tanta cantidad, que se ve, en algunas ocasiones, como un monte de agua hirviendo, y es que allí hay entonces millones de millones de estos peces, a cuya multitud así congregada llaman cardumen. Hay otras muchas especies que no se conocen en la Europa ni en las costas. Ballenas de las mayores, no se ven, ni es paraje propio para ellas, porque siempre están en regiones frigidísimas. No obstante se ven otros peces nombrados ballenatos, cuya magnitud suele ser de ocho y más varas. Otra especie hay que llaman voladores, que cuando se ven acosados de otros peces mayores de rapiña, salen del agua y vuelan por mucho espacio hasta que se secan las alas que tienen, y algunos suelen quedar en el navío. Tienen éstos la misma figura que las truchas de España. Los que más persiguen a estos pececitos, son los dorados, cuyo velocísimo curso no puede explicarse si no es relacionando lo que sucede, y es, que cuando persiguen a los voladores y éstos salen del agua y van volando, siguen los dorados la sombra y nadan ellos tanto cuanto los otros vuelan, en tanto extremo que cuando éstos se dejan caer al agua, ya los dorados los esperan y es indefectible la presa.

Otra especie hay de peces grandísimos que llaman taurones. Siguen mucho al navío manteniéndose de   —80→   aquellos desperdicios que de la nave se echan al agua. Son voracísimos; tienen tres andanas de dientes y la boca la tienen donde debiera estar el gaznate; por lo que, para coger lo que se les echa, se ponen con la barriga arriba. Se cogen con facilidad, porque en poniéndole cebo, se arrojan a él sin recelo alguno. Ha de ser el anzuelo muy grande, y regularmente se hace doblando un grandísimo clavo, y esto basta, porque suele tragarlo todo, con muy buena porción de soga. No reparan en lo que comen. Acuérdome que un Miércoles Santo, estaba de pechos sobre el borde del navío un mozo llamado Francisco López, leyendo en un librito de doctrina cristiana del padre Arbiol: cayósele al agua, e inmediatamente lo tragó un taurón. El capitán de mi fragata don Antonio de Arriaga contaba haber sucedido lo mismo con la peluca de un cocinero francés que llevaba en su navío, en la navegación que el año de 42 hizo a Lima, y que de allí a tres días de haber tragado la peluca, se pusieron a cazar algunos, y casualmente la hallaron en el vientre de uno que abrieron; y lo más admirable es que no hizo el cocinero más que lavarla y luego se la puso.

El reverendísimo padre fray Diego Montenegro, que hoy es provincial de la provincia de Chile, sujeto digno de todo crédito, me contó que navegando la costa de Cartagena de Indias, dieron fondo un día de San Juan, porque estaban a vista de tierra y querían celebrar la fiesta en tierra, por llamarse Juan el capitán.

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Vinieron pues a la costa todos los pasajeros con la lancha, y no sé para qué faena, pusieron en el agua el cuero de un toro a fin de que se ablandase, y atáronlo con una soga larga a la misma lancha. Llegó la tarde, y habiendo de retirarse el navío, hizo un marinero la diligencia de recoger el cuero, y viendo que no podía traerlo para tierra, llamó a un compañero que le ayudase, y tampoco así pudo. Después de algunas diligencias, se aseguraron que era un grandísimo taurón quien se había tragado el cuero: fueron con la lancha al navío, remando con fuerza, y el taurón siguió hasta ponerse al mismo costado del navío; tirándole algunos arpones que pendían de sus respectivos lazos, y después de haberlo enlazado a satisfacción, con la industria del cabrestante, lo subieron al navío: abriéronlo, y halláronle en el vientre todo el cuero de toro y un hombre con calzones, camisa y coletillo; la traza era de pescador, y según se dejaba ver, parecía haberlo tragado aquella misma mañana. El caso es fuerte; pero quien sepa lo voraces que son para comer carne humana, no lo extrañará, aunque yo no he visto ninguno tan grande que pueda tragarse un hombre entero, cuando más un hombre y un cuero de toro.

La diversión que comúnmente nos ayudaba a pasar el tiempo, era el juego. Por la noche nos bañábamos: unos, y eran los que sabían nadar, se echaban al agua, pero de día, por temor de los peces; otros boyaban amarrados por un lazo. Yo jamás salí   —82→   para ello del navío, sino que me sentaba en la proa con sólo los calzoncillos, y un muchacho me echaba mucha agua por la cabeza, sin cesar, todo el tiempo que yo quería.

Ayudó mucho a la diversión un canónigo que llevábamos para la iglesia metropolitana de las Charcas. Era el pobre hombre tan poco corriente, que hasta los muchachos lo traían continuamente inquieto. Por muy guardada que tuviese la ración de agua, se la hurtaban; acostábase temprano, y nos poníamos en la cámara, donde, cogiendo algunos vasos y copas, armábamos una grande algazara de brindis, de modo que nos oyese de su camarote; él oía toda la función, tosía para que supiésemos que estaba despierto, porque tenía muy buena sed, pero nada tocaba, ni nosotros tampoco, porque todos los licores eran imaginarios, aunque algunas noches ya el capitán mandaba sacar algunas botellas. Continuaba la función, y el pobre canónigo, deseoso de apagar su sed, se quedaba la noche siguiente en la cámara hasta muy tarde, y entonces nada había. Lo mismo sucedió mucho tiempo en la mañana, pues habiéndole dicho uno que a las cuatro de la mañana almorzábamos todos los días un pastel sobre el alcázar, dio en madrugar, y por más de ocho días continuos estuvo en el alcázar a las dos de la mañana. Era el canónigo bastante viejo y dábasele mucha cantaleta6 sobre sus malas piernas, y la poca subsistencia de ellas, pues a cada balance de la fragata, allá iba el canónigo. Después   —83→   de haber perdido el respeto a todos un día, como lo hacía otros muchos, dijo que consistía en no hacer ejercicio, y para restablecerse necesitaba de unos baños en los pies; dijo el cirujano que pidiese diez y ocho raciones de agua y un frasco de aguardiente; y habiéndole dado uno y otro nos compusimos con el cirujano para beber el aguardiente y el agua, y luego se le dieron los baños con agua de mar y otra porquería, para que notase alguna confección. El día siguiente le preguntamos si se hallaba fuerte, y dijo que al mismo tiempo que estaba tomando el baño en los pies, notaba sensiblemente nuevas fuerzas y que el aguardiente le iba penetrando y refocilando evidentemente aquella parte. Finalmente llegó a tal estado este viejo, que le hacíamos desesperar, y a todos nos juró que en llegando a tierra, nos había de balear uno a uno. Un día lo vi con un cuchillo en la mano, y que, ciego de cólera hiciera un disparate, si tuviera alientos para levantar el brazo: y fue el caso que quiso un día de calma y gran calor bañarse en la mar, y dispuso con dos marineros, sus confidentes, que lo amarrasen muy bien por la cintura y lo bajasen al agua. Hiciéronlo así, y cuando ya estaba pendiente en el costado del navío, cerca del agua, bajó uno de los confidentes y quitándole los calzoncillos, lo dejó en pelota. Acudimos todos a la bulla y vimos a nuestro buen canónigo a la vergüenza, blasfemando de todo el universo. Bajáronlo en fin al agua, y lo tuvieron más tiempo del que él quería,   —84→   dándole innumerables zambullidas, hasta que de compasión concurrimos todos a libertarlo de aquel trabajo, porque temíamos que se quedase muerto en el tiro. Todo esto y mucho más padeció, por haber querido armarse de soberanía en los principios y no allanarse a la corriente de los demás.

Imagen Capítulo VIII



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ArribaAbajoCapítulo IX

Salimos de la equinoccial y navegamos hasta la altura de Río de Janeiro


Imagen Capítulo IX

En la calma que queda referida pasamos una buena parte de la cuaresma, predicando a la gente casi todos los días, y particularmente la Semana Santa. El sábado cantamos la misa y vísperas con mucha solemnidad y lo mismo practicamos los días de Pascua, solicitando la diversión que podíamos para pasar el tiempo con más alivio. El capitán mandó echar banderas y hacernos estos días todo el obsequio que pudo en atención a lo solemne del tiempo. El día 20 de abril quiso el Señor darnos una tormenta de viento, que, aunque breve, pero nos sacó de aquel paraje, y nos puso en tres grados de la banda del   —86→   sur. El día 21 al hacerse de noche, repitió segunda borrasca de viento y agua, y ocasionó algún cuidado, porque fue tanta la oscuridad y estrépito de los truenos que no dejaba libertad para las maniobras de velas que se ofrecían. Duró como seis horas y nos puso este temporal en seis grados.

El día 22 nos entró un viento este con el cual navegamos a la bolina hasta montar el cabo de San Agustín, que está en ocho grados sur, y desde aquí comienza la costa del Brasil. El rumbo que regularmente se trae desde España, es norte sur, con una u otra diferencia que ocasione el tiempo, las corrientes y variaciones de la aguja; pero en montando dicho cabo, ya puede gobernarse la nave al sudoeste; pero es necesario no aterrarse mucho, porque si hay algún viento recio de la mar, es evidente el peligro de dar en la costa y naufragar el navío, como sucede muchas veces, en especial a los portugueses, que han naufragado en esta costa, innumerables, por la razón insinuada.

Algunos días nos duró el viento este, aunque alternando con otros, que no eran contrarios, pero poco favorables. En fin, con ellos navegamos hasta la altura de diez y ocho grados, en que se puso nuevo cuidado en las centinelas, porque a los diez y nueve grados está la isla de la Ascensión7 y a los veinte la de la Trinidad. Son estas islas unos peñascos que casi los cubre el agua en ocasiones, y por consiguiente no hay en ellas viviente alguno. Por medio de las dos pasamos   —87→   sin avistar ninguna de ellas, y sin novedad llegamos a la altura en que, el día 30 de abril, observaron los pilotos veinte y tres grados, que es línea paralela con el Río Janeiro.

Desde el cabo de San Agustín comienza la costa del Brasil, y en el mismo está la ciudad de San Salvador, cuyo nombre más común es la Bahía de Todos los Santos. Es ciudad grandísima, de mucho comercio e innumerable gente; tiene arzobispo, Audiencia, Inquisición y virrey, y es finalmente capital de todo el Brasil de los portugueses. Demora esta ciudad a los diez grados. En ocho queda Pernambuco, ciudad no grande, pero con buen puerto. En toda la costa hay muy buenas poblaciones, hasta el Janeiro, que es el puerto de más concurso y adonde viene la más copiosa flota de Lisboa todos los años.

Es esta ciudad hermosísima, grande y muy poblada, de bellos edificios. Tiene Audiencia, obispo y capitán general, cuya jurisdicción alcanza a las Minas de San Pablo, que están muy tierra adentro, de donde sacan finísimo oro de veinte y cuatro quilates. Penetran estas tierras de este a oeste, toda la tierra firme hasta el Marañón. Hay muchos despoblados y desiertos, y en ellos habitan indios gentiles y negros huidos. Uno de los mayores comercios que tiene el Brasil, es el de negros. Tráenlos de los mismos puertos que los portugueses tienen en la costa oriental. No nacen esclavos por naturaleza sino libres, y el modo de esclavizarse es este:

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En las partes del oriente, esto es, en toda la Guinea, hay en las costas muy buenas ciudades de portugueses, holandeses e ingleses; pero tierra adentro toda es habitación de innumerables negros idólatras, al modo que estas partes de la India Meridional tienen sus campañas inundadas de indios. Los negros se dividen en diversas naciones con sus distintos reyezuelos, de los que cada uno habita con sus vasallos en distintos valles y montañas. Éstos tienen continuamente guerras entre sí: tiran a cautivarse; y los vencedores, cuantos han cautivado los bajan a los puertos de los europeos y los venden, y después estos comerciantes cargan navíos de ellos y surten a todas las Indias, donde todos los criados son negros o indios; porque la gente blanca, aunque pase a Indias en cueros y en España sean hijos de verdugos, ya se echan a nobles, y así en Indias ningún español sirve a otro, aunque el uno sea muy pobre y el otro muy rico.

De estos negros hay tantos esclavos en el Brasil, que sólo en las minas del oro, pasan de cincuenta mil los que trabajan. Causa admiración ver que, para cada un blanco, hay cien negros, y que éstos no se alcen con la tierra. Consiste sin duda alguna en el grandísimo rigor con que los portugueses los tratan, pues por cualquier delito los castigan con cruelísimo y casi increíble rigor; fuera de que hay orden del rey para que cualquier esclavo que haga la más leve   —89→   acción o movimiento contra su señor, le mate éste inmediatamente, sin remisión alguna.

No obstante, ya han intentado un general alzamiento; porque el año 35 se sublevaron ocultamente por dirección de un negro muy capaz y atrevido, quien tuvo maña para participar a los negros de las demás ciudades su determinación; y habiendo todos apoyado su dictamen, dispusieron que la noche de Natividad, cuando toda la gente regularmente está en la iglesia, entrasen todos los negros de tropel, bien armados, y matasen cuantos a las iglesias hubiesen concurrido, quedando en cada una casa los suficientes para que al mismo tiempo matasen a las mujeres, niños, viejos, enfermos y sanos que hubiesen quedado en ellas. Pero Dios que dispone los medios suficientes, para que en tierras tan católicas no prevalezca la barbaridad y tiranía, dispuso que algunos negros fieles a sus señores, que estaban avisados para el lance, diesen parte de la bárbara determinación; y descubierta en tiempo oportuno, pudieron aprontar el remedio y coger a las cabezas del motín con innumerables armas que tenían prevenidas para el lance. Hicieron un ejemplar castigo, en los cuales pareció conveniente, y quedaron prevenidos para evitar el riesgo en otros casos.

El mismo alzamiento se ha experimentado en otras muchas ciudades de estos reinos, uniéndose para ello, negros, mulatos, indios y mestizos, que es la única gente de servicio que hay por estas partes, pero nunca   —90→   han logrado su premeditado efecto; porque siempre ha sido Dios servido de que se revelase o supiese a tiempo la traición.

Es toda la costa del Brasil muy cálida. Hay en ella impenetrables bosques y montes de preciosas maderas. Sus mayores cosechas son de azúcar, miel de caña, tabaco, mandioca, patatas, naranjas, cidras, plátanos, que los portugueses llaman bananas. Tienen poblado por la costa de la línea equinoccial hasta los veinte y ocho grados, en que está la isla de Santa Catalina. Esto es por lo que toca a la misma costa, que, tierra adentro, son innumerables las poblaciones, particularmente hacia la ciudad de San Pablo, donde tienen preciosas, ricas y abundantísimas minas de oro y piedras preciosas.

Imagen Capítulo IX



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ArribaAbajoCapítulo X

Navegan desde la altura del Janeiro hasta Montevideo


Imagen Capítulo X

Día 30 de abril, como queda dicho, nos hallamos en la altura del Janeiro, y desde aquí tuvimos algunos días de buen viento, y así el día 7 de mayo estábamos en 28 grados de altura. Este día a la una divisamos una embarcación en distancia de ocho leguas. Llevaba el rumbo al norte, con viento en popa, y nosotros nos ocupábamos en dar algunos bordos y mantenernos así, porque el viento estaba por nuestra proa, procurando acercarnos a dicha embarcación, que era un bergantín, cuanto pudimos; y hallándonos a las tres de la tarde, como en dos leguas de distancia,   —92→   pusimos bandera de España, y no correspondió con bandera alguna.

Disparamos dos cañones y aferramos algunas velas, en señal de que queríamos hablarle, y la correspondencia fue tender en él cuantas velas podía aguantar para retirarse de nosotros. Viendo eso, mandó el capitán que se navegase por el rumbo del norte, en su seguimiento. Era éste bergantín portugués, según parecía, y se conocía haber salido de la isla de Santa Catalina, o venir de la Colonia del Sacramento. Queríamos hablarle para que los pilotos supiesen a punto fijo su altura, o el paraje de longitud donde se hallaban; y también para que la gente se refrescase con algún pan fresco y otras frutas que habría cargado en aquella costa, y de lo que más necesidad había era de tabaco.

Era tanta la necesidad de este género, que discurro que si hubiese llegado el lance de abordar el bergantín, lo hubieran saqueado, si voluntariamente no le vendían el necesario. Con esperanza pues de proveerse la tripulación, le seguían con grandísimo gusto. Una y otra embarcación iban a toda vela, y al principio tuvimos muy buenas esperanzas de darle caza, porque en breve tiempo nos pusimos a una legua de distancia y sin podernos aproximar más, nos iba llegando la noche. Con efecto, a toque de oraciones advertimos que habían puesto los portugueses luz en la cámara, cuyas ventanas estaban abiertas, que en buen romance era hacernos una honrada burla, porque   —93→   si tuviesen algún temor, no pusieran luces que pudieran servirnos de guía para el seguimiento, sino antes bien variaran de rumbo y se ocultaran en las tinieblas de la noche. Ellos conocieron ciertamente el hambre de los que les seguían, y viendo que no traía cuenta el saludarnos, proseguían su viaje. Por otra parte, ya tenían vista la ninguna ventaja que la fragata nuestra les hacía en la ligereza, y conocían justamente que nos habíamos de cansar en breve, porque ellos hacían viaje a su rumbo, con viento próspero y nosotros perdíamos muchas leguas, como con efecto, a las ocho de la noche ya habíamos vuelto veinte leguas atrás. Con esto le disparamos un par de cañones, con bien mala intención, según después dijo el condestable, y quedamos a la capa, hasta que hubo viento favorable para navegar.

El día 8 de mayo tuvimos viento sudeste, bastante recio, y caminamos muy bien a la bolina, pero calmó el viento con el día. Luego con viento variable y sin especial novedad, llegamos a la altura de 32 grados, la víspera de la Ascensión del Señor, en cuya noche sobrevino un temporal bastante recio, que duró como hasta la una. No pudo decirse misa el día siguiente, porque aunque el viento era poco, pero había quedado tan fuerte la marejada, que ocasionó unos excesivos balanceos, en tal grado, que con mucho fundamento se temió que aquel día desarbolásemos.

En este paraje experimentamos algunos vientos contrarios, que se reconocía ser ya de los de tierra,   —94→   que regularmente llaman pamperos, por venir de aquellas inmensas llanuras de la provincia del Río de la Plata, que llaman pampas, que en lengua general del Perú quiere decir campos grandes. No obstante, el día 19 de mayo, nos hallamos en 34 grados, que es ya la altura en que debe buscarse la boca del Río de la Plata, aunque lo ordinario es buscarla en 34 grados y medio, y es lo más seguro.

Al mediodía observaron los pilotos estos 34 y medio de que hablamos, y luego se mandó poner la proa en busca de la tierra. Por la noche se echó la sonda con doscientas brazas de cordel, y aunque no se halló fondo, sin embargo se navegó esta noche con poca vela y mucho cuidado, porque según la cuenta de los pilotos, estaba el navío cerca de la costa. El día siguiente al amanecer, se vio el agua muy turbia y verde, y se conoció haber fondo aunque profundo. Esta tarde, que fue la del día 20 de mayo, a cosa de las cuatro, se echó segunda vez la sonda, y hallamos sólo veinte y cuatro brazas de agua, y luego se navegó toda la noche en diez y nueve y veinte, pero sin avistar tierra, sin embargo de que el piloto mayor dijo hallarse ya en observación en la boca del Río de la Plata, cuya anchura es de sesenta leguas.

El día siguiente, que fue el 21, descubrimos la costa de Castillos y Maldonado, a las dos de la mañana, y esta tarde pudo demarcarse muy bien la isla de Lobos, llamada así sin duda por los muchos lobos marinos que hay en ella; dejámosla por la noche a   —95→   distancia de una legua y amanecimos muy cerca de la isla de Flores, el día 22, donde casi todo el día tuvimos calma. El día 23 a las ocho de la mañana, llegamos a la boca de la bahía y puerto de Montevideo, y estando para entrar en ella, a vista ya de la ciudad y como a una legua de distancia de la Batería, nos entró viento contrario, por lo que todo el día estuvimos bordeando, haciendo diligencia por coger el puerto, y viendo que no era posible, mandó el piloto que se diese fondo por la tarde. El capitán se embarcó en la lancha y fue a dormir en la ciudad, dejando orden de que se pusiesen en las vergas algunos faroles, para ver desde tierra el navío, por si se ofreciese de venir a él de noche, o socorrerle en algún temporal que pudiese sobrevenir. Hízose así, pero nada fue necesario, porque la noche estuvo muy buena.

Por la mañana del día 24, nos entró un vientecillo suave favorable, el que a las ocho de la mañana nos introdujo en el puerto, y a esa hora se dejaron caer las anclas. Luego se cantó una misa y un Te Deum laudamus, con el acompañamiento de violines, lo mejor que se pudo. Luego vino el capitán de la ciudad y condujo al navío abundancia de tabaco, carne, pan y demás víveres frescos, que en semejantes ocasiones se desean con ansia. Tuvimos un día tan alegre como puede suponerse después de ciento y cuatro días de navegación. Creo ciertamente que, en este mundo, no es dable gozo igual al que se experimenta, cuando después de una peligrosa y dilatada navegación, se   —96→   llega al puerto con felicidad. Sólo puede concebirse esta verdad por alguno que haya navegado tan dilatados rumbos.

Tuvimos en este viaje la felicidad de no haber muerto alguno de cuantos nos embarcamos en Cádiz. No faltó bastimento: sólo el agua se escaseó algún tanto, no porque dejaba de haber la suficiente, pues sobraron treinta barriles, sino que los temores que ocasionaron las dilatadas calmas, hicieron que libremente abrazásemos la necesidad y nos ciñésemos a una corta ración, a fin de evitar el mayor peligro que amenazaba. No tuvimos tormenta que nos pusiese en notable riesgo, ni experimentamos aquellos temores que suele haber en las costas, pues cuando divisamos la tierra ya estábamos dentro del gran Río de la Plata, en cuya entrada suele haber algunas dificultades, ya por los vientos contrarios que allí suelen reinar, ya por algunos bancos de arena en que pueden peligrar los navíos.

Lo que más cuidado nos ocasionó en la navegación, fueron las discusiones y discordias que se excitaron entre la gente de la tripulación. Todas se atajaron a tiempo. Una tuvieron con el capitán, sobre haber mandado éste que echasen un perro al agua, que casi llegó a estar el navío en el último conflicto. Un marinero vi tan desesperado, que tenía ya su tizón en la mano para dar fuego a la pólvora, que eran muchos barriles los que había; sin considerar que su misma barbaridad, lo metía en un instante en los infiernos. En   —97→   fin, no sé qué pretexto se discurrió para que el capitán bajase a la cámara, y entre tanto se negocio con el piloto de guardia que parase el navío con la maniobra de velas que ordenó, y habiéndose echado un mozo al agua, pudo traer el perro que ya quedaba muy distante, ayudándole con una tabla pendiente de una grandísima soga que se le tiró. El capitán no advirtió por entonces lo que se hizo, que si lo hubiera notado, creo que se pierde aquel día el navío y nos perdemos todos; porque en medio de tener bellísimas partidas de caballero, se creía que no hubiese retrocedido en su mandato.

Después de pasada la turbulencia, me dijo un marinero que habían tratado entre sí levantarse con el navío, y navegar a puerto extranjero; y que habiendo determinado arrojar al agua al capitán y todos los pasajeros, tenían resuelto de dejarme a mí solo, para que fuese por capellán de ellos. No sé si lo hubieran hecho llegado el lance, aunque no lo dudo, porque siempre tuve una buena correspondencia, hasta con el más infeliz; y en cualquiera ocasión de discordia que se ofreció, se sosegaron mucho llegando yo a hablarles. Para todo esto conduce la cautela y buen modo que al principio dije ser necesario en la navegación.



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ArribaAbajoCapítulo XI

Entramos en Montevideo: descríbese esta ciudad y navegamos hasta Buenos Aires


Imagen Capítulo XI

Después de haber comido el día 24 de mayo, con la celeridad que puede suponerse, nos embarcamos en la lancha para salir a tierra. Mandó el capitán disparar toda la artillería de la fragata; cuando nos partimos del navío, y al saltar a tierra, hizo segunda salva en obsequio de todos los pasajeros que desembarcamos juntos.

Fuimos a presentarnos todos al comandante de la plaza, que entonces no había gobernador, hasta el año de 50, en que vino don José Joaquín de Viana, que fue el primero que esa plaza tuvo. Luego cada uno partió a buscar su posada, y nosotros, los siete religiosos,   —99→   fuimos al hospicio que nuestra religión tiene en aquella ciudad, en que hallamos de presidente al padre fray José Cordobés, con seis religiosos más, cuatro sacerdotes y dos legos. Nos hospedaron con extremada caridad, y con la misma nos socorrieron un mes que nos detuvimos en este puerto; porque para pasar de él a Buenos Aires, se necesita de un piloto práctico del río, el cual por orden del rey reside en Buenos Aires, y para el efecto de que condujese nuestro navío, pasó el capitán a buscarlo, llevando también consigo los pliegos del rey.

En esta ciudad encontramos cinco aragoneses que habían pasado el año de 34, sirviendo a Su Majestad en el regimiento de Cantabria. Uno era don Francisco Artigas que se hallaba de capitán reformado; el segundo Ramón Gimeno, de la Villa de Aliaga; el tercero Pascual García, del lugar de Sisamón; el cuarto Victoriano Miguel, de Santa María del Río; y el quinto Matías Muniesa, de la misma villa de su apellido, quien después partió a Aragón el año de 52, habiéndose libertado del servicio del rey, como también el penúltimo, que hoy está casado en Buenos Aires con muy buenas conveniencias.

Esta ciudad de Montevideo es nueva, y se fundó a los primeros de este siglo. Vinieron los primeros pobladores, de las islas de Canarias. Es plaza de armas y muy importante a la corona de España. Tiene muy buena porción de tropa arreglada. Tiene bellísimo puerto para trescientos navíos, con una batería muy   —100→   fuerte que guarda la entrada del puerto y una ciudadela que actualmente se está construyendo, para guardar la entrada por tierra, para donde sólo hay una puerta; porque todo el resto de la ciudad está circunvalado del mar, del mismo modo que Cádiz. Hasta ahora sólo hay hospicio de religiosos nuestros y residencia de jesuitas. Hay una iglesia parroquial con su cura y algunos capellanes. La ciudad tendrá como doscientos vecinos. Está en bellísimo sitio, muy alegre. Abunda el mar que le rodea de mucho y riquísimo pescado. En medio de la bahía hay una islita pequeña, que tendrá como cincuenta bajas de travesía, donde nos dijeron que el año de 41, habían echado unos franceses un par de conejos, y que se habían propagado tanto, que sin embargo de que siempre que llegan navíos, van con los botes a dicha isla y matan muchos, pero que nunca habían podido extinguirlos. Fuimos allá una tarde con algunos oficiales del navío, y a palos matamos siete, y hubiéramos muerto muchos más, si hubiéramos tenido un perro que los sacase de la maleza de la misma isla. Sin duda que será especialísimo gusto verlos el día que la isla está casi toda cubierta de agua, lo que sucede muchas veces, porque entonces todos acuden a lo poco que queda descubierto, aunque en esas ocasiones se pierden las crías.

Las campañas de esta ciudad son muy buenas, con grandísima abundancia de ganado. Poco antes de llegar nosotros a aquel puerto, había vendido el cura   —101→   y vicario de aquella ciudad doce mil vacas a dos reales. De aquí puede inferirse el ganado que habrá; aunque hoy con la frecuencia de los navíos, ya se va concluyendo, porque son muchos los cueros que cargan. En fin, de esta abundancia se dirá algo cuando luego hablemos de Buenos Aires.

A la sazón, cuando llegamos a esta plaza, había en ella varios oficiales que habían estado en Aragón y eran muy aficionados a aquel reino. Nos hicieron cuanto obsequio podíamos desear; quienes más se excedieron fueron el coronel don Diego Cardoso, ingeniero que está dirigiendo la ciudadela y el capitán don Francisco Gorriti. Éste nos llevó a una casa de campo, que por acá llaman chacras o estancias, donde estuvimos tres días. Llevó cuanta providencia era necesaria, de pan, vino, jamones, mistela, etc. La ocupación de estos días fue pasear por aquellas inmensas campañas a caballo, y la más especial era cazar perdices con caña, que es una de las cosas más extraordinarias que pueden verse.

El modo es éste: pónese en la punta de una caña larga, un lacito de cerdas de caballo. Cuando se ve la perdiz, se acude allá con el caballo y se hacen algunos círculos rodeando la perdiz hasta que ésta se arrima a algunas yerbecitas donde está sin moverse, y da lugar a que se le ponga el lacito por el cuello. Luego con la misma caña se le da en el lomo, y al tiempo de volar queda ahorcada. Pero debe advertirse que el caballo no debe parar cuando el jinete le   —102→   aplica el dogal a la perdiz, porque en parando el caballo, luego voló. Son sin número las que hay, y así en breve rato se cazan muchísimas. Estas perdices son las codornices de España, en el color, sabor, forma y figura, aunque sí son un poquito mayores. Otras son tan crecidas como gallinas pero de la misma especie, y de éstas nunca vi en Montevideo ni en Buenos Aires; pero las vi con abundancia en la jurisdicción de Córdoba del Tucumán, como en su lugar diré.

Pasados algunos días con la diversión que se ha insinuado, vino de Buenos Aires el capitán con el práctico del río y desembarcó en Montevideo, víspera de San Juan, por la mañana. Este día me acuerdo que comimos todos los religiosos en casa del capitán de dragones don Juan Manuel de Betolasa, y estando en la mesa, dio un trueno tan fuerte, que ninguno de los circunstantes lo había oído semejante en su vida. Cuando se oyó el trueno, pasaban volando por la plaza cinco palomas, y lo mismo fue oírse tan exorbitante estruendo, que caer todas las cinco, sin reconocerse otra causa alguna que sólo el estrépito; quedaron tan amortecidas, que pudieron libremente haberlas a las manos los muchachos; yo tuve en mis manos una de ellas, y después de media hora, fue volviendo a desembarazarse del susto y voló libremente, sin novedad; y es de advertir que a ninguna de ellas se halló lesión alguna de rayo, centella, fuego u otra cosa que pudiera ser causa de aquella caída.

El día de San Juan, a las siete de la noche, nos   —103→   dieron aviso para que luego nos embarcásemos; y habiendo venido la lancha a buscarnos, partimos al navío, y a las ocho de la misma noche se hizo el navío a la vela, con viento norte, aunque muy escaso. Anduvimos con él toda la noche, de manera que al alba ya no vimos a Montevideo.

Con el mismo viento navegamos al día siguiente, que fue el 25 de junio. Debe advertirse que este río, desde Montevideo hasta Buenos Aires, aunque por donde es más estrecho tiene diez leguas, sin embargo no puede libremente navegarse todo él con los navíos; pero tiene tres canales, cada una por cada costa y otra por medio. Por esta última fuimos navegando, muy despacio, y dando fondo todas las noches. La distancia de un puerto a otro es de cuarenta leguas, pero regularmente se tarda algunos días en pasarla, porque se navega con poca vela, por el peligro que hay de dar en algún banco de arena, ya porque éstos se mudan con la corriente del agua, y ya también porque con cualquiera viento recio, es fácil algún desvío de la canal, por cuya causa cualquiera tormenta es en este río muy peligrosa, si la navegación se hace con navío, que, haciéndola con lancha, no hay riesgo, porque por todas partes hay proporcionado fondo para embarcaciones de este calibre.

Día de San Pedro Telmo, estuvo todo el horizonte cubierto de una densísima niebla; pero juzgándose el piloto cerca de Buenos Aires, mandó dar fondo a las ocho del día, y permanecimos así hasta las doce, en   —104→   cuya hora estábamos concluyendo de comer, cuando desvanecida la niebla con la fuerza del sol, vimos claramente toda la ciudad, como a distancia de tres leguas.

Este día navegamos muy poco, porque el viento era contrario; pero al siguiente, a las dos de la tarde, dimos fondo en el puerto donde el navío había de permanecer, que es el paraje que llaman Los Pozos, a media legua de distancia de tierra. Luego, a cosa de las tres, nos embarcamos en la lancha todos los pasajeros con el capitán, y salimos a la playa que está bajo el Retiro de los Ingleses8.

El convento de la Recolección9 para donde veníamos destinados, está fuera de la ciudad, como un cuarto de legua, por esa parte por donde desembarcamos. Cuando veníamos en la lancha, nos vieron los recoletos, desde las ventanas del convento, y salió toda la comunidad a recibirnos, cuando saltamos en tierra; y habiendo pasado aquellos primeros cumplimientos, se retiró la comunidad, quedando con nosotros el padre Vicario, para acompañarnos a ver al gobernador. Hecha   —105→   esta diligencia, pasamos al convento grande10 a ver al padre Provincial y los demás padres, quienes nos obsequiaron mucho esta noche y el día siguiente que fue el 30 de junio, en el que, por la tarde, acompañados de algunos, pasamos a la Recolección, donde nos recibió toda la comunidad por la iglesia, con mucho repique de campanas y Te Deum laudamus, después del cual hubo su refresquito, y luego nos acompañaron a las celdas donde habíamos de vivir.

En este convento comenzamos a descansar de las penalidades que ocasiona tan dilatada marcha; pues desde el 24 de octubre en que salí de Zaragoza, había vivido como fuera del centro. Es este convento de Recolección, tan regular como se halle en toda la religión seráfica. No puedo persuadirme a que en España se crea haber este relicario en Indias; y para que si este mi Diario parece en manos de algún religioso y haga un parangón con lo que en otras provincias haya visto, pondré brevemente la ocupación ordinaria de la comunidad.

A las doce de la noche, indispensablemente se comienzan los maitines, y para eso se despertó a los tres cuartos. Duran los días comunes una hora. Concluidos éstos, se rezan los maitines del oficio parvo, y luego se sigue una hora de oración. A las seis de la mañana hay otra media hora de oración; luego se dice prima, y seguidamente las horas del oficio parvo.   —106→   A las siete y media rezan el aula de teólogos y filósofos: están en ella hasta las nueve y cuarto. A la media se toca a tercia misa, sexta y nona. A las once a comer; a las dos a vísperas del día y de la Virgen; a los ocho cuartos para las tres, a las aulas, hasta las cuatro y cuarto. A la media se toca a completas del santo y de la Virgen; luego se dice la Benedicta y síguese a esto una hora de oración, desde las cinco a las seis. A las seis se cena, y a las siete se toca a recoger. Disciplina hay tres días a la semana. En las cuaresmas todos los días. Cómese sólo pan y agua en todas las vísperas de las festividades de Cristo nuestro bien, y de María Santísima. Todo el día hay silencio, y sólo el día de asueto se pueden comunicar por la tarde los religiosos entre sí. Todos los de la comunidad concurren, sin exceptuar ninguno, a barrer el convento los sábados, y todos juntos vamos todos los días a fregar los platos y limpiar la cocina. En el adviento y cuaresma, todos hacen alguna penitencia pública en el refectorio. Cada viernes de la cuaresma se reza la Vía Sacra, que dura una hora, y en lo demás del tiempo, el primer viernes del mes y el último, hace el prelado una plática a la comunidad. Ningún religioso entra en celda de otro sin licencia del prelado. El seglar no llega a las celdas ni sube al claustro alto sin la misma licencia. Si llaman a algún religioso en la portería, avisa el portero al prelado, para que conceda o niegue la licencia. Ésta es la sustancia de la vida que se practica en este   —107→   convento, y ya se supone que hay otros inmensurables accidentes que la hacen más trabajosa. En el verano se mudan las horas, como regularmente se hace en todas partes y comunidades: pero siempre subsiste la misma distribución.

Infinitas gracias debo, cuanto es de mi parte dar al Señor, por el favor tan grande de haberme destinado para este convento, una vez que dejé mi santa provincia de Aragón. Contentísimo viviré en él, mientras mis superiores no dispongan otra cosa; ya por ser tan regular la vida común y ya por ser casa de María Santísima del Pilar.

Imagen Capítulo XI