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ArribaAbajoCapítulo II

Entramos en la ciudad de Santa Fe. Experiméntase la virtud del diente del yacaré. Demora en esta ciudad hasta el día 29


Imagen Capítulo II

Ya tengo dicho al principio de este derrotero, que donde ocurra motivo de alguna digresión, no la omitiré, y así referiré, antes de entrar en la ciudad, un experimento que se hizo en la mañana del día 20, mientras se esperaba providencia para pasar a la ciudad.

Muy por la mañana, este día 20 de diciembre, despaché a uno de mis compañeros con otros seglares que a pie fueron a la ciudad, distante de donde quedaba el barco dos leguas; fueron costeando el río Salado,   —143→   no sin peligro de ser pasto de algunos tigres, porque los hay en todas las cercanías de esta ciudad, y con abundancia. Entre tanto, pues, que esperábamos algunos caballos para pasar todos al convento, sucedió que uno de los peones del barco, que era indio, pudo flechar un yacaré, que es una especie de lagarto grande que regularmente vive en el agua, aunque muchas veces sale a la costa. Los mayores que yo he visto han tenido dos varas de largo.

Es común sentir en esta tierra que, llevando un hombre consigo un diente de este animal, se preserva de ser repentinamente herido de algún viento, y que juntamente tiene virtud para hacer vomitar cualquier veneno; y con efecto, los más de los naturales de estas partes traen consigo uno de los dichos dientes, sobre cuya virtud siempre estuve incrédulo; pero, hallando la ocasión de desengañarme, lo hice en la forma siguiente: puse a un perro ligado al cuello un diente del dicho lagarto o yacaré; hice confeccionar con un poco de solimán dos pelotillas de carne; di la una al perro que llevaba consigo el preservativo, y luego vomitó la carne y el veneno. Di la otra a otro perro que estaba sin él, y murió luego. Repetí la experiencia segunda vez, y sucedió lo mismo, conque me vi precisado a dar entero crédito a lo mismo que siempre tuve por fábula; y con efecto, luego determiné traer conmigo dicho preservativo, y hoy lo traigo, precisado de la utilidad que concebí con la evidencia.

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Las ocho y media de la mañana serían, cuando llegaron unos esclavos del convento con suficientes caballos para conducirnos a la ciudad. Llegamos al río que la rodea enteramente, a las diez y cuarto; pasaron los caballos a nado y nosotros en una canoa que nos puso en la misma puerta falsa del convento.

Esta ciudad está situada en 31 grados de latitud Sud: su temperamento es demasiado húmedo y algo cálido: cércala por una parte el río Salado y por otra Santo Tomé, y dan entre sí tantas vueltas que vienen a hacer una perfecta isla, en que está la ciudad; de manera que ninguno entra ni sale en ella si no es embarcado, a causa de ser estos ríos profundos y no poder vadearse por parte alguna. Hasta el año de 20, estuvo siempre tan perseguida de indios infieles que estuvieron para desampararla muchas veces. Mas quiso el Señor que se hayan reducido a pueblo algunas naciones, y han podido reformarse, formar algunos presidios y cobrar asiento, de modo que hoy no tienen los indios función de que salgan victoriosos. Este año pasado de 1750, quiso el Señor que se redujesen por las armas ochenta familias de nación Charrúa, y pidieron doctrinantes de nuestra religión. Formose pueblo a treinta leguas de distancia de la ciudad, y hoy están dichos indios obedientísimos, muy instruidos en nuestra Santa Fe y en las artes mecánicas y de agricultura, y casi todos son ya cristianos, y los demás catecúmenos.

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Tiene esta ciudad un teniente de gobernador, que es justicia mayor y capitán a guerra: tiene Cabildo, Justicia y regimiento. La iglesia es parroquial, con su cura y un vicario delegado del obispo de Buenos Aires. Hay conventos de Santo Domingo, San Francisco, de la Merced y colegio de jesuitas. La ciudad siempre ha sido pobre, mas estos años ganaron una real cédula para que todos los barcos que bajan de la provincia del Paraguay, se presentasen en el puerto de esta ciudad y dejasen allí la hacienda. De esto utilizan: lo primero, ciertas gabelas que se impusieron a favor de esta ciudad, y luego el comercio que allí está establecido, de yerba, tabaco y demás efectos que bajan de dicha provincia, y los que allí no se despachan, si han de venir a Buenos Aires, ha de ser por tierra, para que también los de Santa Fe utilicen el importe de los fletes. Durísima cosa es que un pobre se haya de venir con su embarcación vacía desde Santa Fe a Buenos Aires, y que, desamparando su hacienda por tierra, sobre pagar nuevas gabelas y costos de almacén, le precisen a costear su hacienda por tierra. Pero, en fin, Su Majestad lo manda así, para que pueda convalecer de los quebrantos pasados y fortalecerse para lo venidero, aunque hoy es poco lo que los infieles la hostilizan.

Dos o tres días estuve ocupado en recibir y volver visitas, que es una de las molestias de acá, porque con cualquier pretexto visitan a cualquiera prelado todas las comunidades, clérigos y cuantos se reputan   —146→   por hombres de alguna formalidad, que son muchos los que acá piensan serlo. Entre otros que me visitaron, fue uno el padre Juan Francisco Aguilar, jesuita, de más de 60 años, aragonés de nación, hijo del lugar de Celadas en tierra de Teruel, hermano del párroco que había en este lugar el año de 7, a quien conocí estando yo colegial en Santa Catalina de Cariñena, en cuyo tiempo pasé a tener unas conclusiones a la ciudad de Teruel, por orden del padre provincial fray Ignacio Domínguez, y de vuelta estuve en dicho lugar de Celadas, y fue el cura quien me hospedó, que aunque entonces no hice concepto de su persona, pero después pude a este padre dar señas de su hermano, casa y algunos parientes, cuyas noticias oía con lágrimas, porque hacía cincuenta años que había salido de su casa.

Desembarazado de estas ceremonias, ocupé un día en escribir a los amigos de Buenos Aires, y los restantes se pasaron en aquella celebridad que permite el alegre tiempo de las pascuas dentro de un convento. El día 28 instó el síndico, que lo era el teniente de gobernador don Francisco Antonio de Vera, para que pasásemos a una isla que está por la parte del leste de la ciudad, con ánimo de divertirnos en ella aquella tarde con una moderada merienda; y concluida esta función, hubo de suceder una desgracia, porque, embarcados en una canoa veinte y dos hombres, no conocimos el exceso de la carga hasta que casi no hubo remedio. Comenzó con efecto a naufragar la proa, y   —147→   advirtiendo el peligro, dos esclavos del convento que iban en ella, se arrojaron al agua, y con el menos peso y el auxilio de éstos, que la iban sosteniendo en la forma que a nado les era posible, llegamos a la otra banda del río, en el que sin duda perecemos, si el trecho es más largo. Aquella misma tarde me despedí en la ciudad de cuantos pude: concluí de hacerlo el día siguiente, y llegó la hora de la marcha.

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ArribaAbajoCapítulo III

Pasamos al puerto que llaman de la Bajada y la demora que en él tuvimos. Cuéntase el resto de la navegación hasta Santa Lucía


Imagen Capítulo III

El día 29 por la mañana, tomamos caballos, y penetrando la isla que media entre la ciudad y la boca del Salado, anduvimos en breve las dos leguas que hay hasta el lugar donde estaba el barco. Ocupose la mayor parte del día en pagar la gente de la tripulación y por la tarde nos detuvimos a refrescar con el reverendísimo padre fray Domingo Riquelme, prior del convento de Santo Domingo de la Asunción, que acababa de tomar el puerto que nosotros dejábamos.

Al ponerse el sol, nos hicimos a la vela, con ánimo de atravesar el río que tiene tres leguas de ancho por   —149→   esta parte, aunque con algunas islas de poca entidad. Calmó el viento con el día, y tomamos los remos, trabajando contra la corriente hasta la una de la noche en que se tomó puerto en la banda del norte, y luego, el día siguiente por la mañana, entramos en el puerto de la Bajada.

Debía tomar el barco en este puerto cien fanegas de cal para el colegio de la Compañía de la Asunción. No pudo esta diligencia hacerse en breve, porque faltaron sacos. Buscáronse cueros de las vecinas estancias y se ensacó la cal en ellos, estando húmedos, y esto fue causa para que después, con el grandísimo calor que padecimos, se corrompiesen los cueros y se llenase la embarcación de gusanos, hasta que después de muchos días de navegación, nos precisó la necesidad a mudarla en otros sacos mejor acondicionados, porque peligraba la salud de todos.

Permanecimos en este puerto hasta el día 3 de enero, y no sin alguna diversión, porque teníamos una mediana música con la que todos los días se tañía en la misa, y por la tarde en la salve. De las estancias próximas a dicho puerto, nos traían gallinas, pollos, carneros, etc., con lo cual y con ser el paraje abundantísimo de pesca en que nos divertíamos, lo pasamos con mucha decencia. Aquí supe que en Santa Fe acababan de entrar dos religiosos sacerdotes que pasaban de moradores a Corrientes, quienes luego se transportaron al barco, para venir en mi compañía, conque ya fuimos siete de comitiva.

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Este día 3 de enero, por la tarde, nos entró un viento sur bastante recio, con el que nos hicimos a la vela, mas luego hallamos una gran barra de arena que por espacio de media legua entraba en el río de noreste a sudoeste; conque no pudiendo servir la vela, cogió la gente el remo para costear el banco, en el que después de cinco horas encalló fuertemente, y encallados permanecimos toda la noche y el día siguiente, por causa de que el viento oprimía la embarcación contra la mencionada barra.

Día 5 a las once del día calmó el viento, y habiendo puesto el barco en franquicia, navegamos hasta un puerto que llaman de Rut, donde me encontró un correo que desde Buenos Aires me despachaba el padre Provincial sobre un asunto grave que por allá ocurría. Se atracó el barco a tierra, y hasta la tarde ocupé en responder a las cartas que me entregó dicho correo, quien me dio la noticia de haber llegado de España un navío de aviso, a cargo de don José Arrambide. Lo restante de este día, navegamos a silga y remo y también el siguiente, porque enteramente había calmado el viento.

El día 7 llegamos con viento favorable a la costa, hacia donde corresponde la última estancia de la ciudad de Santa Fe, que es del teniente gobernador don Francisco Antonio de Vera, de quien llevábamos carta para que en ella tomásemos los víveres que de refresco necesitásemos. Esta carta se remitió al capataz de dicha estancia, quien inmediatamente vino con   —151→   dos terneras, seis carneros y algunas gallinas. Aquí dejé cartas para Santa Fe, y con esto entramos a navegar por la costa despoblada y desierta.

Todo el día 7 y el siguiente, nos detuvimos en este paraje, ocupándolo en hacer revista de armas, en atención a que desde aquí comienza el peligro de indios infieles que habitan las campañas que están de una y otra banda del río Paraná. De la parte del norte está la nación que llaman charrúa, y de la parte del sur están los guaycurús, mocovis y abipones, aunque estas tres naciones suelen pasar tal cual vez el río para hurtar los ganados de esta banda del norte.

El día 9 navegamos muy poco por el mal tiempo, y paramos a media tarde en el puerto llamado de Ana María. El día 10 amaneció sereno y apacible, por cuya causa nos pareció tomar el fresco y dar un paseo por la playa, respecto de que el barco navegaba a silga. Salimos a tierra todos los pasajeros, luego que amaneció, y habiendo caminado como un cuarto de legua, encontramos rastro fresquísimo que denotaba haber pasado por aquella parte una gran tropa de caballos, y en lugar inmediato hallamos siete fogones que todavía humeaban, y conocimos haber estado aquella noche acampados los indios en aquel paraje, lo cual se denotaba también en que todos los fogones estaban en línea, que es lo que ellos regularmente usan. Conocimos el peligro en que habíamos estado esta noche, y juntamente advertimos   —152→   que eran indios de tierra, lo cual se manifestaba también en la caballada. Todos nos retiramos al barco, y se mandó que se navegara a remo, en proporcionada distancia de tierra, de modo que no pudiera ser asaltado el barco en alguna de las ensenadas que tiene este río.

Todo este recelo se evitó a las nueve de la mañana, en que nos entró viento sudeste, que en este paraje era por la popa, y con él pudimos tomar el rumbo por medio del río, por donde no hay el más mínimo peligro. Ninguna de nuestras conjeturas fue fallida, pues a la hora de mediodía, descubrimos una tropilla como de veinte indios que a pie y a caballo, hacían en la playa varias escaramuzas con mucha algazara. Estaban estos indios enteramente desnudos y sin temor alguno al parecer, bien es verdad que no estaban a tiro de fusil; y aunque quisimos dispararles con sólo el fin de escarmentarlos, pero no pareció a todos conveniente la burla; porque lo cierto es que, si se empeñasen contra nosotros, pudieran darnos asalto alguna noche con mucha facilidad. Esta tarde amarramos el barco en el puerto nombrado Cabayuquatiá (quiere decir en idioma de los indios, caballo de muchos colores), donde paramos temprano por estar el puerto descubierto con alguna playa, donde el peligro es menos, porque no puede el enemigo abordar sin que antes sea visto. Sin embargo, toda la noche se estuvo con buena guardia, como lo requerían los indicantes. Este puertecillo está en la banda del norte   —153→   del río, y para entrar en él se ha de montar un arrecife o punta, de una gran barranca que entra algún tanto al río y se monta con grandísima dificultad, de modo que en algunas ocasiones se espera viento recio para ello, porque es mucha la corriente.

El día 11, muy por la mañana, se navegó a silga y remo, por no haber viento, y a las nueve entramos en un brazo del Paraná nombrado el Espinillo. Aquí hallamos una embarcación que los naturales llaman ytapayeré: compónese de varios maderos ligados entre sí con sogas, abrazaderas de hierro y mucha clavazón. Hay de estas embarcaciones algunas grandísimas, de modo que tienen a cincuenta y sesenta varas de largas con correspondiente anchura. Suelen, sobre estos maderos así unidos, formar entablado que sirve de suelo a la casa que allí forman, de madera y cueros, en la que conducen la hacienda de yerba, tabaco, azúcar, etc., sin embargo de que estas embarcaciones, no se hacen para transporte, sí sólo para desarmarlas y vender las maderas de que se componían. Traen estos ytapayerés su proa levantada para que fácilmente puedan cortar el agua. Traen también algunos remos en la popa, más para que le sirvan de algún gobierno que para apresurar su curso, porque éste es como la corriente del agua y con el auxilio de un bote que le va remolcando.

Una de estas embarcaciones fue, pues, la que encontramos en el Espinillo, donde, por falta de agua, había encallado o varado tan fuertemente, que aun   —154→   después de haberle quitado cuanta carga traía y todo aquello que podía quitarse del ytapayeré, sin deshacerlo, con todo eso, no podían ponerlo en franquía, hasta que les ayudó la tripulación de nuestro barco con treinta hombres, con cuyo socorro salió de aquel paraje a los veinte días que había varado, y no fue poca fortuna, pues pueden con los golpes del agua deshacerse, separando los palos, y entonces en un instante queda el dueño sin embarcación. Para no arriesgarla, es necesario navegar cuando la creciente es grande, pues entonces no hay peligro de varar. Con la gente de dicha embarcación nos detuvimos todo el día 12, y les socorrimos con alguna porción de charqui (carne seca), dándonos en recompensa el tabaco y azúcar que necesitábamos. Aquí dejamos algunas cartas y seguimos nuestro rumbo.

El día 13, navegamos al norte con viento sudeste, y por la tarde fue tan recio y fuerte, que nos puso en bastante cuidado, por la tenacidad con que el baqueano sostuvo su dictamen de navegar a toda vela; y con efecto, no cedió de su empeño por más que le ponderábamos el peligro, el cual era manifiesto; porque estas embarcaciones, cuando suben a la provincia del Paraguay, van sin carga, o si la llevan, apenas puede servir de lastre, conque, si navegando el barco con toda vela, toca algún banco de arena, es fácil tenderse a una banda, especialmente siendo la tripulación inexperta, como regularmente lo es, y consiguientemente mucho tarda en cualquiera maniobra.   —155→   En fin, no hubo novedad, ni tampoco por la noche, que tomamos puerto en una muy buena ensenada que hay en la costa brava, no obstante que llegó el temporal a tanto, que, a nuestra vista, arrancó muchos árboles; mas era mucho el abrigo de la ensenadita donde arribamos.

Día 14: navegamos a silga y remos, y a las tres de la tarde avistamos los indios guaycurús, en una isla que distaba de nosotros media legua; pero como nos entrase viento por la tarde, navegamos toda la noche al noroeste, por ser el viento suave y la costa limpia, y el día siguiente, que fue el 15, se navegó a remo, porque ya el viento había calmado. Muy por la mañana vimos grande humareda en Cambanupá, (quiere decir, negro azotado) donde la tarde antes habíamos visto los indios. Esta noche tomamos puerto en la costa de los Naranjos. Día 16: se navegó alternando con la silga y remo hasta las onces de la noche, que tomamos puerto en los Bateles. El 17 tuvimos viento sudeste que servía muy bien, pero todo se erró, porque dejando el río, tomamos un brazo de él, llamado Cazaguataig, y cuando ya los concluíamos, y estábamos para entrar otra vez en la madre, hallamos una barra de arena que para montarla fue necesario que se quitase al barco la mitad de la carga, la que se sacó a la costa, hasta que después de haberla montado, se volvió a cargar, en lo que empleamos todo este día. Día 18: tuvimos viento sudoeste hasta las diez de   —156→   la mañana, pero de repente se cambió al norte, y fue tan recio que nos tuvo atracados contra la tierra hasta el día 24. Aquí en este paraje llamado Yaguareté-ñaró, que quiere decir tigre bravo, está la costa del norte con muchos bajos, bancos y barras que entran hasta más de medio río, por lo que es preciso hacer siempre una travesía a la costa del sur, para la cual se ha de esperar, o una calma muerta, para que pueda trabajar el remo o viento alguno de los dos cuadrantes que hay de norte a sur por la banda del este. Sin embargo de estar el viento casi de tormenta en esos seis días, nos probamos varias veces a hacer esta travesía y nunca pudo lograrse; pero hubiéramos logrado la mañana del 24 mejorarnos de puesto, si no lo hubiera impedido un acaso, y fue éste:

Nos hallábamos esa mañana, después de algunos bordos, en la mitad del río y en el extremo del último banco, muy próximos para poder tomar la otra costa del sur; y como la gente no se atreviese a concluir la travesía con el remo, por la mucha corriente, ni el viento que ya era noroeste y estaba por la proa, no diese lugar, nos pareció clavar una estaca en el mismo banco, que tendría sólo una vara de agua, y amarrar bien el barco a dicha estaca, para lograr cualquier buen tiempo que entrase: mas al mismo tiempo que estaba toda la tripulación en el agua haciendo esta faena, vino una ráfaga de viento más fuerte, que rompió el cable, y quedando toda la gente en tierra, o en aquel banco, salió el barco río   —157→   abajo con la corriente. Éramos en el barco siete religiosos, tres indias, el dueño del barco, que era un viejo, y un mocito sevillano, conque hasta las indias viejas se vieron precisadas a tomar el remo, y yo cogí el timón; pero eran tan inútiles para bogar que no pudimos atracarnos a tierra hasta haber hecho una legua y media de camino; y para esto fue necesario poner el trinquete hasta medio palo, porque con el remo no era posible industriarlos a un fructuoso trabajo.

No paró en esto la desgracia; porque como la gente se hallase en el agua y distante cerca de media legua de la tierra, sólo podían salir a ella los que supiesen nadar, porque había entre los mismos bancos, o entre ellos y la tierra algunos pozos donde no se hallaba el fondo: conque fue preciso que los nadadores saliesen primero; y habiéndolo hecho así, introdujeron a los demás algunas maderas o vigas en que pudieran tomar la costa, por la que bajaron todos en busca del barco cuyo paradero ignoraban, porque no nos vieron tomar puerto, aunque luego procuramos encender cantidad de leña para que por el humo supiesen el lugar donde estábamos, adonde llegaron muy tarde, cansados, hambrientos y cuidadosos por el peligro de indios y tigres, que de unos y otros abunda la costa, y no dudo yo que los indios estuviesen observando todo cuanto sucedió, porque en la opuesta costa del sur, se veían a trechos algunas humaredas que forzosamente habían de ser de sus fogones.   —158→   Los que el día siguiente pudimos examinar despacio, porque habiendo hecho la travesía con viento sureste que sirvió en popa, arribamos al mismo paraje donde el día antecedente vimos el humo, y observamos que había dos cables amarrados todavía a las estacas, y cortados por la parte que correspondía al bordo del barco; conque conocimos evidentemente que algún barco había picado las amarras para hacerse al agua, por ocasión de haber visto los indios muy de cerca o con ademanes de asaltar.

Este día, que fue el 25, tuvimos viento solamente para la travesía, y habiendo calmado, tomamos la costa del sur, a remo y silga, navegando al norte fijo; y dejando el río Paraná, entramos por un brazo de él, y a las nueve del día llegamos a Santa Lucía la vieja. Éste es un paraje donde años pasados estuvo fundado un pueblo de indios, sobre la misma costa del río; y por las continuas invasiones y asaltos de los indios payaguás, fue preciso mudar el pueblo dos leguas más adentro, donde hoy está. Aquí nos desembarcamos y estuvimos en el sitio donde el pueblo estuvo; todavía hallamos higueras, naranjos y limones con muy sazonado fruto. Es país deliciosísimo, y estaba esta población en una encrucijada que hace el río Paraná y el de Santa Lucía, que en este paraje se juntan. Aquí pasamos hasta el día siguiente a mediodía, y por la tarde fuimos al puerto nuevo que corresponde a la nueva población.

Llegamos a dicho puerto a las once de la noche,   —159→   y en esa misma hora salió un peón a avisar al padre Cura de que estaba en el puerto su visitador (está este pueblo a cargo de nuestra religión), quien, habida esta noticia, inmediatamente partió al puerto, y llegó a él cuando amanecía, con bastantes indios y caballos para conducirnos al pueblo. Fuimos allí, mi escribiente, un religioso lego, el dueño del barco y yo, con ánimo de pasar a Corrientes por tierra, si el camino no estuviese contaminado de los indios charrúas, como suele estarlo de ordinario.

Habiendo descansado un rato, llamó el cura al bombero del pueblo. Por bombero debe entenderse un explorador a cuyo cargo está salir a correr el campo y traer las noticias de si hay indios enemigos por las cercanías. Preguntado pues el indio, respondió que aquella mañana acababa de llegar, y que habiendo reconocido hasta cuarenta leguas de distancia, en un semicírculo que había formado por la banda del sur de dicho pueblo, no había encontrado otra cosa que cuatro caballos cansados, que notoriamente se conocía ser de los indios, porque ni tenían señas de haber estado jamás ensillados ni heridos de espuelas, ni con otra alguna señal que indicase ser de gente reducida; pero que no había hallado resto de otra cosa, y que, aunque en la antecedente salida, se había hallado con el bombero de los charrúas, y le había dicho que en toda aquella luna habían de invadir las estancias de Corrientes, pero que debía suponerse que no era así, porque la tropa de Santa   —160→   Fe había salido en busca de estos indios charrúas, por un robo que habían hecho cerca de la Bajada, y que era cierto estar ellos ocupados por esta causa en retirar sus familias tierra adentro, como de hecho fue así, como después supimos.

Con esta noticia y reflexiones de nuestro bombero, determinamos tomar el camino de tierra y que el barco caminase a su rumbo. Participose este aviso, y quedamos descansando hasta la tarde. Está este pueblo en muy buen paraje, y todo él murado, para defenderse de los infieles. Tendrá como cuarenta familias, todas criadas en buena política, de la misma manera que luego diremos de los demás pueblos. Son de nación charrúa, y algunas familias son guaycurús, y siendo dos naciones muy distantes, se han unido lindamente. Fundose este pueblo con los ascendientes de los que hoy lo habitan, el año de 1642. La habitación del cura y compañeros, la iglesia y oficinas, forman un conventillo muy aseado y con buena clausura.

Imagen Capítulo III



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ArribaAbajoCapítulo IV

Caminamos por tierra hasta Corrientes y descríbese esta ciudad y su territorio. Paso al pueblo de Itatí y dase razón de este pueblo. Vuelvo a la ciudad de Corrientes para embarcarme y seguir viaje


Imagen Capítulo IV

Habiendo pues descansado todo este día, y despachado orden al barco para que navegase, nos pusimos en viaje al ponerse el sol, y caminamos como unas cinco leguas hacia el nordeste, con ánimo de cenar en unas salinas que tiene el pueblo en esa distancia. Serían las nueve y media cuando llegamos a ellas, donde encontramos unos treinta indios con el padre compañero del cura, que estaban haciendo sal. Refrescamos un poco, y serían cerca de las once cuando   —162→   salimos de este paraje y fuimos toda la noche a buen paso, caminando al norte.

Tres indios nos acompañaban y llevaban doce caballos por delante para mudar donde se ofreciese. Amanecimos en el paraje que llaman las Garzas, que son unos bosquecillos o montes donde paramos como una hora. Encendiose fuego y tomamos cada uno el desayuno que le pareció. Luego continuamos el camino, habiendo ya mudado de caballos, y fue preciso correr una media posta, porque apretaba el sol. A las ocho y media llegamos a la primera población de Corrientes, que es una estancia en el pago que llaman Ambrosio, cuyos moradores eran recién venidos, porque dos años antes habían los indios asaltado todo este paraje y muerto casi todos los que habitaban en él. Pero no obstante, con sólo haber llegado a este ranchito, nos pareció estar ya seguros. Dispúsose en él una buena comida y dormimos más de seis horas, porque la caminata de la noche antecedente fue de diez y ocho leguas.

Poco antes de ponerse el sol, montamos a caballo y luego que se hizo de noche llegamos a San Lorenzo, que años pasados fue pueblo de indios reducidos y estuvo siempre al cargo de nuestra religión; pero, fueron tan repetidos los asaltos de los indios infieles, que acabaron con todos los naturales, y últimamente en una mañana mataron a algunos que habían quedado, que con su cura se habían refugiado a la iglesia. Todavía se ven los vestigios de las casas y   —163→   alguna porción de iglesia y mucha porción de teja arrimada a unos árboles, con algunas maderas; y permanece así mismo una bellísima arboleda de limones sutiles y naranjos. Cerca de aquí hay un rancho donde habitan tres o cuatro mestizas, cuyos maridos tienen a su cargo cuidar una hacienda que está por aquella parte. Estaban a la sazón solas en sus casitas, y persuadidas, cuando oyeron el ruido y galope de nuestros caballos, a que éramos indios infieles, se huyeron todas y escondieron en un gran campo de maíz que había próximo, de modo que un gran rato fuimos dueños de la casa, hasta que ellas oyeron hablar español y vinieron. Dispúsose muy buena cena, y después de haber dormido un rato, hasta medianoche, corrimos otra media posta hasta el río del Empedrado.

Aquí hay una bellísima estancia de los padres mercedarios, que a la sazón la administraba el padre fray Andrés Carvajal, quien nos recibió con el mayor agasajo, y habiéndonos desayunado, nos entramos al oratorio, que es una capilla grande donde dormimos cerca de cuatro horas, hasta la hora de comer. Después de hecha esta diligencia y de haber descansado un rato, tomamos el camino y llegamos esta noche, que fue la del 29 de enero, a un río nombrado Riachuelo, distante tres leguas cortas de la ciudad de Corrientes, donde nos detuvimos un poco, y luego partimos a la ciudad, de modo que entrábamos en ella al amanecer, habiendo caminado estas noches   —164→   cuarenta y tres leguas que median entre Corrientes y Santa Lucía, por tierra, que por el río se dan algunas vueltas.

Está situada esta ciudad sobre la misma barranca del río Paraná, que en esta parte tiene más de una legua de ancho, y poco más arriba de la ciudad tiene de anchura dos leguas, por razón de que aquí se junta este río con el del Paraguay, cuyas dos bocas se divisan desde la ciudad de Corrientes, y perennemente se nota otra novedad curiosa, y es, que a esta gran playa que forma el río, le entra el Paraná por la costa del norte y el río Paraguay por la del sur. La agua de aquél es cristalina y la de éste turbia y colorada; y por espacio de más de treinta leguas, corren estas aguas sin mezclarse perfectamente, de modo que la mitad del río es rubio y la otra mitad cristalino y claro.

El temperamento de esta ciudad es admirable. Son los aires muy puros y sanos, y el agua la mejor que se halla en este reino; porque, por la banda del norte, en que está la ciudad, se logra purísima la del Paraná, antes que se mezcle con la del Paraguay, que no es tan buena. Tiene esta ciudad como trescientos vecinos, incluyendo en este número los que viven fuera de ella, en sus estancias. Hay un teniente de gobernador, un cura y vicario, con tres o cuatro clérigos: conventos de franciscanos y de mercedarios, colegio de la Compañía y hospicio de dominicos. El colegio y convento de San Francisco, son muy buenos   —165→   y cubiertos con teja. Los demás edificios de la ciudad todos son humedísimos, muchos de tapia y los más de pared que llaman francesa, que se compone de cañas y barro con algunos postes de madera para sostener el techo, cuyas tejas son de palma, las que son de a dos varas de largo cada una, y serían muy buenas, si como duran cuatro años, duraran cuarenta.

Con las repetidas lluvias se ponen estas tejas de color de ceniza, y como los edificios compuestos de barro, huesos y bosta, vienen a quedar del mismo color, de aquí es que toda la ciudad parece cenicienta, y ciertamente se me representó la ciudad de Sodoma, cuando acabó de quemarse, aunque es menester estar advertido en que nada de esto se les puede significar a los naturales de ella, porque quien lo hiciese es cierto que puede prevenirse a padecer martirio.

Confieso ingenuamente que en cuanto he andado, no he visto ciudad más pobre ni en lo material ni en lo formal; porque no hay sujeto alguno que tenga caudal de mediana consideración; y, ciertamente, no sé por qué, pues la tierra es fertilísima; tiene bellísimas campañas y algunos arroyos que, aunque con ellos nada se riega, pero sirven para los ganados; bien que el ganado hoy es muy poco el que tiene esta ciudad, habiendo sido tanto estos años pasados, que estaban llenas las campiñas, y todo era común; hoy apenas pueden comer carne. Plata no corre en esta tierra: todos sus tratos grandes y pequeños, consisten en dar unos efectos y recibir otros. Las cosechas   —166→   ordinarias son: azúcar, miel de caña, batatas y mandioca, que es una raíz que, asada o cocida les sirve de pan, porque no lo hay. Tengo por cierto que el carecer de él y de otras cosas, consiste en la poca aplicación al trabajo; pues yo he visto en el pueblo de Santa Lucía, muy rico trigo que todos los años se coge con abundancia, y lo mismo sucede en Itatí, que dista sólo doce leguas de la ciudad.

Aquí encontré un paisano mío llamado don Pedro Bautista Casajús, natural de la villa de Canfrán, en la falda del Pirineo. Ha sido en esta ciudad muchos años teniente de gobernador, alcalde y tesorero. Hoy es nada, y está pobrísimo, porque ha sido y es un pleitista eterno. Se alegró mucho de verme y de que le diese razón de algunos sujetos de su patria que yo conocía.

Habiendo descansado dos días en esta ciudad, determiné pasar al pueblo de Itatí, que sólo dista de ella doce leguas, porque está al cargo de nuestra religión, y quería ver cómo estaba, para dar la instrucción conveniente al comisario visitador que destinase, en caso que en mi regreso no pudiera detenerme a visitar el pueblo. Dejé orden para que luego me pasasen aviso en llegando el barco, y partí el día 2 de febrero por la tarde, acompañado del teniente gobernador don Nicolás Patrón, quien tenía orden del capitán general de Buenos Aires, para dar la escolta que juzgase necesaria, según el peligro que a la sazón hubiese en estos caminos, y aunque en este   —167→   corto trecho era el riesgo ninguno, pero quiso hacerme el obsequio de acompañarme él mismo con doce soldados. Con esta comitiva y un religioso intérprete que yo llevaba, tomamos el camino el dicho día 2, a las cinco de la tarde, con muchos caballos y buenos; y corrimos una posta tan desproporcionada, que a los tres cuartos para las ocho, habíamos corrido diez leguas, hasta la estancia del comandante, donde pasamos a cenar y dormir, hasta el día siguiente, que al alba salimos para el pueblo, y a media legua de distancia salieron a recibirnos el cura, el corregidor, los alcaldes y resto del Cabildo, con toda la mejor porción de la música.

Tiene este pueblo bellísima situación, sobre la barranca del Paraná. Compónese de trescientas familias; es muy antiguo: sus casas son muy buenas, todas cubiertas de teja; la casa del Cabildo está en medio de una gran plaza y es muy buena; también lo es la iglesia, cuya titular es la Virgen de Itatí, que es una imagen de María Santísima aparecida en aquel sitio, muy milagrosa. Tiene este pueblo muy buenas campañas, y en la relación que se me hizo del ganado que actualmente tenían para gasto del pueblo, constaba tener seis mil vacas, mil novillos y otros tantos toros, ochocientos caballos mansos y más de tres mil yeguas y caballos sin domar.

Por este pueblo se ha de vadear el Paraná, y así cuantos han de pasar al Paraguay por tierra, han de venir a él, donde hay providencia de bote y muchas   —168→   canoas para el transporte. Cuando pasan algunas manadas de ganados, sean de quien fuesen, ha de quedar el diezmo en el pueblo. Es pensión grande para los pasajeros; pero aseguran su hacienda, que, sin el auxilio de los indios, no pudieran pasarla.

Los más de los indios de este pueblo, son hombres de campo, pero hay muchos oficiales en sus respectivas oficinas. En una trabajaban carpinteros, en otra vi doce telares que continuamente estaban tejiendo algodón, de cuya tela se viste el pueblo. Hay herrería y los demás oficios mecánicos necesarios en el país. Hay escuela de música en que con gran facilidad se instruyen los indios: son muy fáciles para danzar y bailar, y lo hacen con primor; y he visto entre ellos bailar algunos minuetes y contradanzas con tanto garbo, como pueda verse en Madrid. Particularmente admira la destreza de aquellos mocitos y muchachos que están dedicados a este empleo. El concierto de música que en estos pueblos tienen, pudiera lucir en la mejor catedral de España. Tienen harpas, violines, chirimías, oboes, trompas de caza, clarines, flautas, etc., y todos los instrumentos están duplicados y algunos triplicados. Tañen todos los días al romper el alba en la puerta de la celda del cura, y cantan el bendito; luego le acompañan a la iglesia y cantan la misa; cuando está el prelado superior que va de visita, ejecutan lo mismo y tañen asimismo cuando come, y por la tarde desde oraciones hasta que se recoge a dormir, tañen en la puerta de la celda   —169→   algunos instrumentos, y no puede cederse de este obsequio, para mantenerlos en aquel gran respeto con que miran al prelado que va de visita.

Varios días se juntan a sus diversiones, como son danzar, correr toros, jugar cañas y sortija, y manejar las armas que ellos usan, que son flechas, lanzas y dardos, las que nunca apartan de sí, de manera que cuando van a la iglesia, llevan también las armas consigo, costumbre que sin duda ha introducido la necesidad, la que todavía existe en algunos pueblos amenazados de los indios infieles y montaraces que suelen dar un asalto en el día más solemne, cuando a los del pueblo, por razón de alguna celebridad, suponen con algún descuido.

Cuando con más esmero y habilidad ejercitan sus diversiones, es cuando van los prelados a la visita, en cuyo tiempo para cada tarde tienen distinto ejercicio de a pie o a caballo, para divertir al Pay-rubichá, que en su idioma quiere decir Padre Superior, sin que tengan nombres propios para expresar diversos grados de superioridad. Lo mismo sucede para la expresión de otros cargos; pues al cura, aunque sea mozo, le dicen Pay-tuyá (Padre viejo), y aunque sea viejo el compañero le dicen Pay-miní (Padre chiquito). Al obispo le llaman Pay-obispo; al gobernador de aquella provincia le dicen Capita-tuyá, que quiere decir capitán viejo; y los indios más cultos omiten el tuyá y en su lugar dicen guazú, que significa capitán grande, y ya no tienen otro nombre que   —170→   exprese otra superioridad, porque ellos no entienden de rey ni otros ministros, ni son capaces de que se les imprima otra cosa más de lo que ven.

Son estos indios gente muy humilde y paciente, de modo que jamás se les oye una voz más alta que otra; jamás juran ni blasfeman, ni se les ha notado más que tres vicios, que son: la lujuria, la embriaguez, y el hurto, aunque en este último no inciden sino para comer. Sobre estos tres puntos no pierden ocasión; en lo perteneciente a su humildad y paciencia son extremados, como así mismo en la obediencia, en cuyo apoyo referiré un raro caso, cuando trate adelante del pueblo de Yutí.

El gobierno que tienen es trabajar para el común, como sucede, verbi gratia, entre nosotros los religiosos franciscanos. Hay almacenes comunes adonde se deposita todo cuanto el pueblo tiene de todos efectos, y el cura que por orden de Su Majestad es el administrador también en lo temporal, distribuye aquella hacienda, trata y contrata con ella, los viste y alimenta, y en una palabra, compónese todo el pueblo de menores cuyo tutor y curador es el cura, a quienes los gobernadores en sus visitas toman las cuentas, y también lo hacemos los prelados de los mismos curas, para enterarnos de su procedimiento y presentar otro, en caso necesario. También visitan los señores obispos, pero sólo la iglesia y sacristía.

Son los indios aficionadísimos a que resplandezca toda pompa y riqueza en sus iglesias, y no he podido   —171→   averiguar esta afición de dónde nace, porque a ellos jamás se les ve rezar una Ave María, sino es en la iglesia, a la cual son muy puntuales; pero es por temor del castigo, porque cosa de devoción, jamás he reconocido en ellos. Todas las mañanas van el corregidor, los alcaldes, regidores y procuradores del pueblo a tomar órdenes del cura; las oyen con mucha sumisión y luego las distribuyen a los demás del pueblo, ordenando a cada uno adónde y qué es lo que ha de trabajar, y por la tarde vienen los mismos a dar cuenta de lo que se hizo, y avisan si algún indio dejó de obedecer o si cometió algún delito, y son terribles para acusarse unos a otros.

A todas las indias del pueblo, capaz de trabajo, se les da el lunes el algodón que han de hilar, y el sábado entregan el hilo que corresponde, por peso, y está presente el fiscal del pueblo, el escribano que las va llamando por su orden y el compañero del padre cura; y si alguna ha dejado de trabajar, o trae menos hilo del que corresponde, le dan veinte y cinco azotes sobre la marcha. Para esto de recibir el castigo son resignadísimos. No hay indio a quien si el cura manda castigar con azotes, que es la pena ordinaria, pregunte por qué, o por qué no, ni replique una palabra, ni jamás el padre defiende al hijo, ni a la mujer, ni al amigo; y han concebido con tanta tenacidad esto de que el castigo es una señal de amor, que sucede cada instante llegar un indio al cura con grandes quejas porque no le mandaba castigar, y que   —172→   era señal que no le quería, y verse precisado el cura a mandar que le diesen veinte y cinco azotes, los cuales siempre se dan en medio de la plaza.

El vestuario de los indios es ordinario, de chupa, calzones, calzoncillos y camisa; calzado no se les permite, aunque sean alcaldes, corregidores, etc., ni tampoco se les permite criar el pelo largo; porque no obstante su connatural humildad, cobardía y bajeza de ánimo, es menester mantenerlos en esta sujeción y servidumbre, para que no peligre la fidelidad y obediencia, que a mi ver, se arriesga siempre que se varía de sistema; de cuyo asunto haremos más adelante una digresión oportuna y aduciremos las novedades que hoy ocurren y suceden con las misiones de los padres de la Compañía, de los que siete pueblos están enteramente sublevados, y no se duda que todos lo estarán dentro de breve tiempo, y no dejaremos de apuntar algunas de las principales causas que los han puesto en este estado.

Las indias usan un traje totalmente extraordinario. Redúcese a un saco de algodón blanco, con dos agujeros para sacar los brazos. Es talar esta vestidura y más ancha de arriba que de abajo. No es muy honesta, porque aunque por la parte superior es ajustada, pero por la parte donde sacan los brazos está tan abierto el sayo, que sin dificultad entran y sacan una criatura para darle de mamar, por cuya causa suele verse algo más de lo que es decente, y lo mismo sucede cuando el tipoy (así se llama aquel saco en su   —173→   idioma), es viejo o delgado. Si es que esta ocasión se contrapesa con la fealdad de esta gente, que es común en ella, sin embargo que hay algunas de bellísima disposición y buena cara, particularmente en aquellos pueblos adonde con facilidad llegan los españoles. El pelo lo traen siempre las indias tendido por la espalda, y el tipoy nunca lo ciñen. De modo que, mirar a una mujer de éstas, es lo mismo que ver a una mujer con sólo una camisa sin mangas; porque nada más traen, sino que van enteramente descalzas y con la cabeza descubierta en todo tiempo, y todas ellas, sin excepción alguna.

Todas las tardes del año, tocan por la tarde a la doctrina, y acuden a ella, a una parte los varones que todavía no son para el trabajo, y a otra van todas las muchachas solteras y también todas las casadas que no tienen hijos. A cada parte asiste un indio bien instruido, a quien llaman fiscal, y después de haber cantado todas las oraciones, les pregunta la doctrina cristiana, y tienen los dichos indios facultad para castigar a quien falta a la doctrina, o a quien descuida en la obligación de saberla.

En sus privadas conversaciones, se reduce todo a mantener sus tradiciones y antigüedades, para que de padres a hijos vayan pasando; en lo que trabajan con tanto estudio, que hay indio viejo que es una adecuada historia; y si sobre lo mismo que aquél refiere, se hacen algunas preguntas a otro de igual edad, refiere lo mismo, sin discrepar en un ápice.   —174→   Sobre este asunto, contaré luego una cosa notable que me sucedió en Casapá.

En ninguna cosa se les nota algún género de estímulo que los precise a obrar con algún pundonor, ni ellos conciben lo que es honra, y en prueba de esto, no omitiré un caso gracioso que me sucedió en este pueblo: Estando sentado en la puerta del conventillo con el intérprete que yo llevaba, llegaron dos indios en sana paz, y después de haber hecho el uno de ellos un largo razonamiento, lo tradujo mi intérprete en cuatro palabras, diciéndome que toda aquella arenga se reducía a decir que aquel indio que traía consigo, lo acababa de hallar adulterando con su propia mujer, y que así, que le mandase yo pagar lo que conociese que era justo por el hecho. Se le preguntó inmediatamente que cuánto le parecía ser el importe de aquel negocio, y respondió que si el otro indio le daba unos calzones, quedaría contento, y que a lo menos debía darle un cuchillo; y por aquí puede inferirse hasta dónde llega su estupidez.

No obstante hay algunos en quien se conoce un bellísimo fondo de capacidad, y a quienes no importa instruir en más de aquello que compete a su oficio. En este pueblo me hizo todo el Cabildo grandísimas instancias para que les pusiese otro cura, y los motivos los ponderaban con tales razones, instancias y argumentos, que tuve bastante que hacer para convencerlos. Bien es que todo se fundaba en el mucho rigor con que los trataba, y no dejaban de tener   —175→   razón, mas no convenía quitarlo a instancia de ellos.

Muy larga parecerá esta relación a quien leyere este derrotero; pero me ha parecido preciso hacerlo para no detenerme en lo perteneciente a los demás pueblos que visité, porque en todos hay las mismas costumbres, y en todos los de esta provincia da la tierra las mismas cosechas, y sólo se diferencian en ser mayores o menores y en una u otra cosa particular que en sus respectivos lugares apuntaremos, omitiendo otras muchas cosas, por más menudas, o porque de las dichas pueden inferirse, o también porque ocurrirán en sus respectivos lugares, los que aquí no tenemos presentes.

Cinco días sólo me detuve en este pueblo, observando lo que queda referido; y de muy buena gana me hubiese detenido más, si no hubiera llegado aviso de que ya el barco estaba en Corrientes, por lo que el día 7 por la tarde salí del pueblo, acompañado del cura y el cabildo, por espacio de dos leguas. Luego nos despedimos, y quedando con los indios y caballos necesarios, continuamos esta tarde una marcha de ocho leguas, hasta la estancia de Santo Domingo, que dista del pueblo ocho leguas y de Corrientes cuatro.

Estaba el tiempo apacible y la noche fresca, y así tomamos esa noche un paseo hasta el Paraná que está próximo; y aquí volví a ver lo que otras muchas veces había visto en el mismo río, y es que un palo que por algún tiempo ha estado dentro del   —176→   agua, se ve y registra con la misma forma de palo convertido en piedra; y si la mitad del palo, o alguna parte de él estuvo fuera del agua, aquello es palo y lo demás es piedra. Lo mismo sucede con los huesos de cualquiera animal que sean. Yo encontré en el paraje que llaman Cabayuquatiá, una canilla de toro, la mitad de la cual era hueso y la otra mitad que estuvo en el agua era piedra, y no cualquiera piedra, sino un solidísimo pedernal, de que saqué fuego repetidas veces; y esta canilla guardé en mi poder hasta que un amigo me la pidió y se la di; de lo que no sólo se halla rara vez, sino con grande frecuencia, y todavía es más admirable, lo que vi en la travesía de Yaguareté-ñaró, que fue ver un árbol cuyas ramas estaban inclinadas al agua, pero sólo una tocaba en ella, y todas las puntas de dicha rama eran piedra fuertísima, pero las hojas no estaban.

Cuánto tiempo deba consumir el agua para causar esta sustancial mutación, no he podido averiguarlo, aunque tengo hechos dos experimentos, el primero fue en ese mismo viaje, en que, el día diez de enero, clavé un palo en el mismo puesto donde había hallado la canilla; demarqué bien el puesto donde lo dejaba, y cuando regresé del Paraguay, habiendo mediado cuatro meses y medio de tiempo, sólo encontré la porción de madera que estaba en el agua más endurecida, pero nada tenía de piedra. En Buenos Aires repetí la experiencia, y, a los seis meses, hallé el palo podrido y casi deshecho. Después supe que el   —177→   río por esta parte de Buenos Aires, donde se llama el Río de la Plata, no tiene virtud para causar este efecto, por las muchas aguas que al Paraná se le juntan de otras calidades.

El día 8, muy por la mañana, salimos de la dicha estancia y fuimos a Corrientes, y habiendo ocupado este día y el siguiente en despedirme de los que me hicieron la honra de visitarme, me embarqué el día 10, y estuvimos esperando tiempo hasta el día 12, en que por la tarde entró viento sureste muy proporcionado para caminar.

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Continúase la navegación hasta la Villeta


Imagen Capítulo V

Por no perder la oportunidad del viento que nos convidaba a hacer en breve rato la travesía de tres leguas que hay desde la ciudad de Corrientes hasta la boca del río Paraguay, nos hicimos esta tarde a la vela, que fue la del día 12, con viento sureste, que nos llevó a tomar puerto en la misma boca del río Paraguay, dejando ya el gran Paraná a la derecha, porque éste corre al nordeste, o cerca de lesnordeste, desde este paraje hasta su nacimiento; mas el del Paraguay trae su rumbo de norte a sur, hasta juntarse en Corrientes con el Paraná, y después, ambos juntos bajan noroeste sureste hasta entrar en la mar, cuya boca está cerca de lessueste con una   —179→   cuarta de diferencia. Los días 13 y 14, navegamos a remo hasta la boca del Paraná Miní, que es un brazo del Paraná principal, que forma una isla de ocho leguas de largo, y corre este brazo nordeste sudoeste, desde el Paraná hasta el río del Paraguay.

El día 16, se paró todo el día, para cocer toda la carne que había en el barco, porque eran tan excesivos los calores, que toda se perdía, sin embargo de estar seca; y esta diligencia nos aprovechó poco, pues habiéndola tendido, para que después de cocida se volviese a secar, llovió un poco, y habiéndose mojado, se perdió con más prontitud, por lo que se padeció los últimos días mucha necesidad, y no dudo que la gente hubiera desamparado el barco, a no haber visto que yo les tenía franqueada la carne, el bizcocho, legumbres y todo cuanto llevaba para los de mi comitiva.

Esta tarde del día 15, tuvimos viento lessueste aunque escaso, pero con él nos hicimos a la vela, y luego que salimos del puerto, oímos unas voces bien melancólicas, en un espeso bosque de la costa del sur del mismo río. No podíamos percibir alguna palabra con distinción, hasta que, estando más próximos, oímos estas voces: socórranme señores que estoy para morir. Innumerables veces gritamos a este hombre que se dejase ver, y que saliese del bosque a un poquito de playa que había; y cuando vimos que él insistía en pedir socorro, con voces más lastimosas, y que nunca se dejaba ver, recelamos de que   —180→   pudiera ser alguna emboscada de indios, que se valía de aquel pretexto para que el barco se acercase a tierra y se atracase a ella, y lo mismo discurrimos, luego después, cuando vimos al hombre que gritaba sentado tras del tronco de un árbol. Conocimos ciertamente ser español, y acercándonos un poco más, habiéndole hecho varias preguntas, nos dijo que se llamaba Lorenzo, que era natural de la cordillera del Paraguay, y luego hubo en el barco quien le conoció. Dijímosle que viniese hacia el barco, mientras pudiese andar por el agua, y que en perdiendo tierra, le echaríamos una tabla con una soga para traerle a él, y con la respuesta de que no podía moverse, se suscitó un medio alboroto entre la gente, sobre si habíamos de arribar a la tierra o no. En fin, prevaleció la parte de que no, y se le dijo resueltamente que hiciese la diligencia para venir en la forma que se le había dicho, o que subiese río arriba hasta que en una playa descubierta, viésemos que estaba solo, y que allí le cogeríamos. Últimamente respondió que se hallaba sin fuerzas para moverse, pero que no obstante haría la diligencia, y que por Dios, se arrimase el barco un poco más; esto no lo hicimos porque ya estábamos muy cerca del tiro de flecha del bosque, pero mandamos a un buen nadador que le llevase la tabla hasta donde pudiese, y levantándose él, vino vadeando la playa, y después ayudado de la tabla y del paisano, llegó al barco.

Luego lo abrigamos y se le hizo una taza de caldo,   —181→   y habiéndose corroborado, nos contó que por alguna quimerilla, se había huido de casa de su padre, y que dos negros esclavos de la Compañía, conocidos suyos, que se habían huido de una estancia del colegio, le habían prometido traerle hasta Buenos Aires, y que habiéndose embarcado una noche en una canoa que hurtaron, vino hasta aquel paraje, donde tuvo con los negros otra quimera, y le dejaron en la costa, donde hacía tres días que estaba, muy mojado, sin ropa alguna para abrigarse, y sin haberse desayunado en aquellos tres días; y que las noches antecedentes había oído golpes de hachas en los bosques de aquella misma costa, y que por no dar en manos de indios, de tigres o de otras fieras, no había salido a buscar algunas frutas silvestres; y que últimamente aquella noche tenía resuelto ponerse en un tronco y dejarse ir río abajo, hasta donde tuviese fuerzas para mantenerse; pero éstas eran tan pocas que ciertamente hubiese perecido aquella noche. Cada uno le hizo varias preguntas, y entre ellas le dijo el padre Escribiente que yo llevaba, si se había encomendado a Dios y respondió el mozo, que, tanto como rezar, no le había rezado; pero que si escapaba de aquella, había hecho voto de no pecar tanto como antes. Reímos mucho con esta especie de propósito, aunque supongo que otra cosa quiso decir, y no acertó, porque no sabía con bastante propiedad hablar el castellano.

Desocupados de todo esto, continuamos nuestro rumbo de nornorueste, y paramos esta noche en el   —182→   Palmar. El día 16, navegamos a remo al mismo rumbo hasta Yomaitá, y en los bosques de esta costa, vimos innumerables monos, y a una mona que estaba al pie de un árbol elevadísimo, se le disparó un tiro, y habiéndole errado, se le asieron del cuello los hijitos que tenía, y como una exhalación se subió a lo más elevado del árbol.

Día 17 caminamos hasta el paraje que llaman «las muchas vueltas». Son siete las que hace el río, de modo que no puede venir viento alguno por mucho rato; todas ellas las pasamos a remo, las que a mi parecer tendrán diez y ocho leguas, y como a la gente de la tripulación le faltaba el bastimento, nos duró hasta el día 22, bien es verdad que la corriente es bastante, y apenas el barco quiere obedecer al remo. El día 22 por la tarde, pasadas estas vueltas, tuvimos viento oeste sudueste, que era de bolina, porque navegábamos ya directamente al norte. Nos empeñamos en navegar toda la noche con él, porque en ese río Paraguay, en todo él hay bellísimo fondo; pero a medianoche fue tan seria la tormenta que se levantó, de viento, truenos y relámpagos, que en una hora nos hizo andar tres leguas a palo seco contra una violenta corriente. Bien queríamos tomar puerto, mas era tanta la oscuridad de la noche, que no dejaba distinguir qué parte de la costa sería buena para arrimar el barco; hasta que con los relámpagos vio el baqueano en medio del río un árbol, que arrancado de la costa, se había quedado en un tal   —183→   cual banco de arena que en aquella parte había, y había quedado el árbol con tantas raíces que algunas de ellas salían del agua más de una vara, y juntamente un brazo del mismo árbol, muy grueso. El baqueano se previno, y al pasar por inmediato a él, tiró un lazo, y quedamos toda la noche amarrados a aquel árbol, el que nos sirvió de segura ancla.

El día 23 amanecimos con el mismo viento, pero más suave, y a las ocho de la mañana pasamos por la boca del río Tibicuarí, que es río grande y navegable por más de cien leguas. Corre de lesnorueste a oestesudueste con alguna cuarta de diferencia, aunque en su nacimiento, que es en las cordilleras de Curuguaití, corre algunas leguas de oeste a leste. Otra vez pasé este río en canoa, visitando los pueblos de nuestras misiones, como diré después. Este día llegamos al paraje que llaman los Hiesos. Los días 24, 25 y 26, navegamos muy despacio, por causa del desfallecimiento de la gente, para cuyo socorro nos deteníamos a cazar algunos patos y pavos, de que hay abundancia en esas costas. La tarde del 26, navegamos por un brazo del río principal, por el cual se evitan algunos rodeos, el cual brazo se llama Guasimindí, el que concluimos de pasar el día siguiente. El día 27 tuvimos viento contrario y permanecimos en el mismo puerto, y fue necesario mandar por la noche que todos durmiesen en el barco y ninguno en tierra, porque desde este paraje a la ciudad de la Asunción, hay sólo catorce leguas, y descubrimos la determinación   —184→   de la gente del barco, que era dejarlo solo y partir por tierra a la ciudad. A todo esto nos expuso la poca providencia del dueño del barco; y para asegurarnos de estos recelos, navegamos a remo y silga los días 28 y 29, aunque tan poco, que no pasó de cuatro leguas.

El día 1.º de marzo tuvimos buen viento sudoeste, que era viento largo; y aunque no nos hicimos a la vela hasta después de mediodía, pero a media tarde llegamos a la Angostura, que es donde el río está más angosto, y tanto, que de una a otra parte habrá solamente un tiro de fusil; por cuyo motivo es grandísima la profundidad que tiene en esta parte; de modo que yo tenía una línea o cordel para pescar, cuya longitud era de cuarenta y seis brazas, y habiendo sondado con ella, no llegué al fondo.

Éste es el tránsito regular de los indios para pasar de la banda del sur que habitan ellos, a la parte del norte donde está la Asunción, capital del Paraguay y sus estancias; y para impedirlo, han establecido en esta parte un presidio los capitanes generales de la Asunción, donde siempre hay algunos soldados de guardia para defender el paso y correr la costa, aunque no obstante esta diligencia, siempre pasan los indios, mas no con tanta facilidad.

Al capitán de guardia de este presidio, deben presentarse los barcos que suben a aquella ciudad, quien luego despacha un soldado por tierra, a dar parte al capitán general. Cuando nosotros llegamos, serían   —185→   las cuatro de la tarde. Inmediatamente escribí al gobernador, pidiéndole licencia para tomar desde la Villeta el camino de tierra a los pueblos de nuestras misiones que debía visitar, y quería ejecutarlo antes de entrar en la ciudad, porque habiendo de volver a ella, deseaba evitar repetición de visitas.

En este mismo presidio estaba un indio del Itá, por orden del cura fray Santiago Molina, para que le avisase luego que el visitador arribase a aquel puerto, quien luego partió con la noticia al pueblo, que dista de este paraje siete leguas. Detuvímonos aquí toda la tarde, y después de haber cenado, nos hicimos a la vela para el puerto de la Villeta, que dista dos leguas de la Angostura, adonde llegamos antes de medianoche, pero no entramos en él hasta hacerse de día, por no poderse distinguir el lugar por donde los barcos se amarran de ordinario.

Este puerto dista cinco leguas de la Asunción. Es un lugarcito puesto en cuadro, y todas las casas tienen la puerta a una plaza que forman, a la cual se entra por sola una puerta, y cerrada ésta, quedan cerrados todos sus moradores. Ciérranla todas las noches, y hay en ella una muy buena guardia de soldados, porque es paraje peligrosísimo de indios. Las mismas casas forman su especie de muralla, que aunque en sí es muy débil, pero para la defensa de los indios, cualquiera antepecho es fuerte, respecto de no tener ellos armas para batir, y por consiguiente nunca llega el caso de asaltar, si no les consta que el contrario   —186→   está poseído de un total descuido. No obstante, me pareció que para la seguridad de este pueblo, debía echársele una valla, aunque fuera de estacas en alguna distancia de las casas, para que pudieran precaverse del fuego; porque como no tienen teja, fácilmente le harán prender en la paja de que están cubiertas, lo que no sucedería tan fácilmente si se circunvalara en la forma dicha.

Tiene este pueblecito su Justicia ordinaria y un cura con su iglesia parroquial. La mayor parte de sus moradores son mestizos, y algunos mulatos, y los menos me parecieron españoles; pero, unos y otros son pobrísimos.

Imagen Capítulo V