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ArribaAbajoCapítulo VI

Tomamos el camino de tierra hasta Yutí, que dista setenta leguas de la Asunción


Imagen Capítulo VI

Las ocho de la mañana serían, el 2 de marzo, cuando llegó a la Villeta, el padre cura del Itá, fray Santiago Molina, con indios y caballos para conducirme a su pueblo; llevaba consigo dos clarineros, chirimías y cajas que tañeron muy bien mientras almorzábamos, y después, por todo el camino. Dio orden para que a la gente de la tripulación se diese una vaca. Despaché al uno de los dos religiosos legos al convento de la Asunción, para que allí me esperase con los trastecillos de provincia, hasta la vuelta, y quedé con sólo el escribiente y otro leguito.

Los pueblos que tenía que visitar eran cuatro, y el   —188→   convento de la Villa Rica, que todos están al norueste del río Paraguay, que como se ha dicho, baja del norte. En este camino de los pueblos, ya pondremos las distancias a punto fijo, lo que no ha podido hacerse en las jornadas de la navegación; porque, como son costas desiertas, no hay quien ciertamente tenga demarcadas las leguas de uno a otro puerto. Por el camino de tierra, que alguna vez se transita, se sabe que desde Buenos Aires a la Asunción, hay cuatrocientas cincuenta leguas, que por el río serán cerca de seiscientas, por las muchas islas y vueltas que hace el río.

Cinco leguas hay del puerto de la Villeta al pueblo Itá; y habida la licencia del señor gobernador, tomamos este camino el dicho día 2 de marzo, a las nueve y media, y eran las once cuando llegamos al pueblo. Pasámoslas en continuo galope y posta larga, por librarnos del excesivo calor que hizo aquel día, cuanto pudiésemos, y también porque en esa hora no suelen los indios infieles hacer o ejercitar sus invasiones y asaltos, de que casi hay continuo peligro todos los días, no obstante la diversidad de presidios que hay en esta comarca; y en aquella ocasión fue el riesgo tan próximo, que en el mismo camino que nosotros acabábamos de pasar, asaltó una gran tropa de indios a cincuenta soldados que pasaban de la costa del Tebicuarí a la ciudad, y les quitaron la vida, una hora después que nosotros habíamos estado en el mismo paraje de la desgracia.

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En el pueblo nos recibieron con toda la música, que desde la iglesia nos acompañó al conventillo donde vive el cura y sus compañeros. Compónese el pueblo de trescientas familias, poco más o menos, y en él sucede lo mismo en todo y por todo que en el pueblo de Itatí, de que ya hicimos larga relación. Sólo encontré aquí grandes maestros y fábricas de carpintería y escultura. Labran preciosas cajas y escritorios taraceados con mucho nácar y concha. Todo género de carruajes lo hacen con primor, y lo más útil es la maestranza de botes, falúas y barcos de todo calibre.

Aquí estuve hasta el día 6, bastante divertido. Uno de estos días se juntaron en la plaza todos los indios y se les mandó flechar un melón que se puso pendiente de un palo en cincuenta pasos de distancia, y se estableció algún premio para el que diese en él. Todos tiraron repetidas veces, pero pactaron antes que no había de tirar un mocito que había en el pueblo, de unos veinte años, porque su tiro era indefectible. Mandé hacer la experiencia, permitiendo que tirase seis veces continuas, y las seis fue la flecha en el melón. Le mandé después que disparase a algunas palomas que volaban de uno a otro tejado, y habiendo tirado a tres, mató las dos. Creo firmemente que jamás se habrá visto en otro alguno mayor destreza, particularmente en la flecha, a quien es muy fácil que el viento distraiga algún tanto del rumbo que le dieron, por ocasión de las plumas que le sirven de   —190→   banderilla. Los demás indios erraron muchos tiros.

De este pueblo salimos el día 6, a las cuatro de la mañana, y a las ocho y media teníamos andadas ocho leguas que hay hasta Paraguay, que es una estancia opulentísima de los padres de la Compañía. Había en ella a la sazón cincuenta mil cabezas de ganado vacuno, con muchos caballos, yeguas y mulas; y lo que más admiración me causó, fue saber que en ella tenían los padres cuatrocientos esclavos, entre grandes y chicos, divididos en diversos ranchos de las cinco leguas de tierra que la estancia tiene, a la cual rodean espesísimos bosques por la parte del oeste, sur y leste, y por la del norte hay una gran cordillera cortada de medio a medio de leste a oeste, y en aquel collado que forma la división de los dos montes, está la casa en que habitan los padres que administran la estancia. En esta ocasión era superintendente de ella, el padre Eusebio Crespo, aragonés, natural de Codos, a quien yo había conocido mucho en Calatayud, porque fuimos contemporáneos.

Inmediato a la estancia donde los padres viven, hay un elevadísimo cerro que le llaman de Santo Tomás, y es antiquísima tradición de que allí estuvo el Santo Apóstol en una cueva que hay en la cumbre. Es esta cueva grande y espaciosa, cavada toda ella en peña viva, y no con vulgar cultura. En medio hay una gran cruz, que también se ignora quién la haya puesto; pero no obstante todos esos respetos, está sin culto alguno, porque no hay retablo ni alguna otra   —191→   imagen; y esta dicha cueva, sin puerta, aunque casi no es necesaria, porque sólo el hombre, y con alguna industria, puede llegar a ella, por las muchas peñas quebradas que imposibilitan el paso a animales y fieras. No sé qué asenso se deba dar a esta tradición, porque si se atiende a los indios reducidos, todos ellos convienen en que fue San Bartolomé quien les predicó.

De esta estancia salimos a las tres de la tarde, y pasando un arroyo que circunda las tierras de ella de leste a oeste, por la banda del norte, fuimos a refrescar a una estancia del pueblo Yaguarón; de ahí pasamos a hacer noche a la estancia de don José Garay, habiendo corrido este día diez y ocho leguas. De aquí se volvieron los indios del Itá, con cincuenta caballos que habían traído de su pueblo, y un carretón que, adelantándose, iba disponiendo la comida y cena en las distancias que se habían ordenado. En esta estancia de Garay hay un oratorio para decir misa.

El día siguiente, que fue el 7 de marzo, salimos para el pueblo de Itapé, que dista cuatro leguas de la dicha estancia, y llegamos a él a las diez de la mañana, y antes de entrar en el pueblo, se pasa un pantano de una legua, en que son necesarios muchos pares de bueyes para tirar una carreta, y los que pasan a caballo, regularmente van cubiertos de agua hasta la silla, con peligro de que el caballo caiga por lo desigual del suelo en que hay algunos hoyos cubiertos con la misma agua. Antes de entrar en el pueblo,   —192→   pasamos también el río Tebicuarí, en una canoa, el cual río en este paraje corre oeste a leste.

Este pueblecito es pequeño. Tiene solas veinte familias: hay muy buena iglesia, y la habitación de los religiosos muy decente. Obsérvase el mismo estilo en su administración y gobierno, que en los demás, en cuanto permite el inferior número de moradores. La misma tarde de este día salimos para Caazapá, y al ponerse el sol, después de haber caminado cuatro leguas, hallamos un río llamado Yacaminí donde nos esperaban algunos indios de Caazapá, con dos carretones, una carreta y cuarenta caballos. El río corre al leste, y toda esta comitiva está en la banda del norte, y como este río no se pudiese vadear, por traer a la sazón mucha agua, fue preciso pasarlo en la embarcación hecha de un cuero, que, como ya se dijo, se llama pelota. Mas en esta ocasión no tuve el recelo, ni el natural temor que en otras, porque rodeados a este artificio, pasaban nadando cinco o seis indios, de manera que, como van inmediatos y llevan puesta la vista en él, aunque se inclinara a un lado, lo suficiente para irse a pique, no era posible con la asistencia, inmediación y cuidado de los dichos indios, que precisamente habían de sostenerla.

Cuando pasamos a la parte del norte, hallamos una bellísima cena, con toda la providencia de mesa y sillas y alguna porción de música, sin que faltase cosa de aquellas con que los padres curas suelen obsequiar a los prelados. El día siguiente continuamos   —193→   la marcha, y a cinco leguas de distancia, pasamos otro río nombrado Yacanguazú, con una canoa que para este fin tenían prevenida en este paraje; pasamos el río de sur a norte porque él corre del oeste al este. Este día fuimos a comer cerca de otro pantano que llaman Hernandarias, el cual pasamos por la tarde a caballo, pero con mucho trabajo. Tendrá de largo media legua, algo más. A las cinco de la tarde, este mismo día, llegamos a vista de Caazapá, donde esperaba el cura, el Cabildo y toda la música, con veinte indios vestidos de militar uniforme, gobernados por un indio viejo que era capitán. Estos vestidos, bastones, sombreros y espadines, etc., se guardan en una caja del pueblo, para estas funciones, como ya dije hablando del pueblo de Ytatí.

Éste de Caazapá, es el mayor de nuestras misiones. Tendrá cuatrocientas familias, buena iglesia y un gran convento con su buena huerta para diversión de los religiosos, que regularmente son tres. Uno es párroco y los demás son ayudantes. El conventillo tiene todas las oficinas que le corresponden, y bellos almacenes, carpintería, fragua y todas las demás manufacturas en que se ocupan los indios. Mandé contar el ganado y se hallaron para la mantención del pueblo, ocho mil vacas, mil y dos cientos caballos mansos, muchas yeguas, potros y mulas. Las cosechas son las mismas que en todas las demás partes de esta gobernación del Paraguay. Lo que este pueblo tiene de especial es el tabaco, el que, sin duda alguna, excede a   —194→   todo el que se escoge en esta provincia, y regularmente se paga un tercio más cada una arroba.

En este pueblo descansé hasta el día 16, con notable gusto, muy divertido en ver bailar, danzar, correr toros, cañas y las demás cosas en que se ejercitan los indios con suma destreza, en cuya relación no me detengo, por quedar todo advertido con mucha individualidad. Lo que contaré es un caso muy extraño, en abono de la mucha estimación que los indios hacen a los religiosos de nuestra sagrada religión que los convirtieron, y en crédito de la puntualidad con que conservan sus antiguas tradiciones. Es el caso que:

Entre los demás caciques, o indios nobles del pueblo, había uno muy capaz, hombre de bien, quieto y pacífico, y finalmente con muy buenas partidas. En las elecciones que cada un año hacen de alcaldes, regidores y demás oficiales, nunca los curas habían podido componer que el tal indio entrase en el gobierno, siendo así que siempre es el cura el que dirige esas elecciones, con tanta despotiquez, que el último día de diciembre les da una lista de los que han de ser elegidos, y ésos lo son indefectiblemente el día siguiente, y después los confirma el gobernador del Paraguay. En prosecución de esta costumbre, el día 31 de diciembre del año de 50, fueron a pedir al cura la referida nómina, en la cual incluyó al indio cacique de que hablamos. Fueron a la elección, y eligieron a todos los que estaban en la instrucción, menos a nuestro cacique, en cuyo lugar pusieron ellos   —195→   otro. Causó esto mucha novedad al cura, que era nuevo, y especialmente cuando supo que esto mismo habían ejecutado otras muchas veces, con tanta tenacidad, que, siendo aquel indio de más de sesenta años, nunca había entrado en cabildo, ni los curas lo habían podido lograr; bien que para ello, jamás habían interpuesto más que la instrucción; porque si lo hubieran mandado expresamente, no tuvieran los cabildantes atrevimiento para la más mínima réplica.

Hallándose pues el cura con la novedad de quedar su dirección desairada, llamó a todos los electores y les pidió los motivos que habían tenido para no haberle dado cumplimiento; y observando el corregidor que el cura le preguntaba seriamente, y con mezcla de algunas amenazas, le dijo: Sabed padre que cuando años pasados vinieron los religiosos tus hermanos a sacarnos de las tinieblas de la infidelidad, vino entre ellos un religioso lego, a quien los vuestros llamaban fray Luis de San Bernardo, y habiéndonos hecho la buena obra de predicar la verdad, y cuando estaban los más de los indios para abrazar su doctrina, los ascendientes de éste que queréis hacer alcalde, que eran los caciques más poderosos de la nación, quitaron la vida con inaudita crueldad a dicho religioso, a quien estando vivo, le sacaron el corazón, y con él en la mano, nos predicó tres días; y aunque todo esto pareciera bien por entonces a todos los indios, mas luego después convertidos a la santa fe que profesamos, nos pareció tan malo lo ejecutado por   —196→   los dichos ascendientes de este cacique, que desde entonces habemos mirado a toda esa generación por infame y maldita, y así padre, no nos preciséis a darle oficio de alguna honra.

No sin mucha admiración, oyó el cura todo lo referido, pero luego los persuadió que no era causa todo lo expresado, para que a esa familia se le mirase tan mal, y que atendiesen a que los ascendientes de aquel cacique habían muerto al religioso cuando no tenían luz alguna de nuestra santa fe, y que después de su conversión, no sólo aquel indio, sino también sus ascendientes, habían sido los mejores cristianos y más atentos del pueblo, como no podían negar.

Viéndolos el cura algún tanto convencidos, les instó nuevamente para que siquiera lo eligiesen alcalde del tambo, que es el mesón donde se hospedan los españoles que llegan al pueblo; y como conociesen que el cura lo ordenase esto con alguna formalidad, consintieron en ello, con la condición de que en las juntas de Cabildo nunca se sentase el dicho cacique. Convino en ello el cura, y han observado con tanto rigor este punto, que habiendo yo llegado a dicho pueblo de Caazapá, y llegado los indios a verme, esto es, todo el Cabildo, mandé que se sentasen, a fin de examinarlos sobre la asistencia del padre cura, etc.; y después de haberlo repugnado por un gran rato, se sentaron finalmente todos, excepto nuestro cacique alcalde del tambo, para quien no bastaron mis repetidas instancias; y lo que es más, que él mismo con sus excusas,   —197→   me enterneció, porque me dijo, que todo lo que los indios decían de sus ascendientes era verdad, y que en atención a eso se reconocía indigno de la menor honra. En mi libro de memoria, he extrañado no encontrar el nombre de este cacique, y me admira mi propio descuido; pero ya tengo escrito al padre cura de aquel pueblo para que me administre esa noticia, y habida que sea, no dejaré de acomodarla en lugar competente.

De este caso puede fácilmente deducirse la tenacidad con que los indios conservan sus tradiciones, y la estimación que hacen a sus directores, pues saben vengar la injuria hecha a su predicador, en la dicha forma.

Llegado el día 16 de marzo, salimos de este pueblo y caminamos, por la mañana, seis leguas, hasta una chacra del pueblo, y por la tarde caminamos solas dos, hasta la estancia de San Ventura. Aquí encontramos indios de Yutí, con carretones y providencias para conducirnos el día siguiente a una ramada distante de San Ventura ocho leguas, donde nos esperaba toda la música de Yutí, que el día 18 nos acompañó hasta este pueblo, donde entramos a las tres de la tarde, habiendo pasado antes el río Piraporarú, en una canoa, a tres leguas de distancia de dicho pueblo. Tiene este río algunas avenidas grandes: nace en las cordilleras de Curuguatí y corre de oeste a este, hasta entrar en el Tebicuary, debajo de Caazapá.

Este pueblo de Yutí, es el último de nuestras misiones:   —198→   hállase en 22 grados de latitud sur, y es paraje húmedo y cálido como todo lo demás de la provincia del Paraguay. Tiene más de doscientas familias que se ocupan en la misma conformidad que queda dicha de los demás pueblos. Hay dilatadísimos bosques y montes a que no se les ha encontrado el fin. La mayor parte de la madera es de bellísimo cedro, de que pudieran hacerse famosos navíos, los cuales pudieran traerse hasta Buenos Aires, con sólo la corriente, estando el Paraná crecido, y aquí, en la Ensenada de Barragán, acabarlos de perfeccionar; y creo que tuviera al Rey mucha conveniencia este astillero, que, sólo los que habemos estado en esos países, sabemos por cuán escaso jornal trabajarían los naturales en esa faena, como lo hacen en las bellísimas falúas, lanchas, botes y barcos grandes que allí se construyen. Este pueblo de Yutí, está en bellísima situación. Todas sus casas, iglesia y conventillo, están cubiertas de muy buena teja. Tiene el pueblo una gran plaza, y de ella sale una calle ideada con dos hermosas líneas de naranjos que con la misma calle terminan en una bastante suntuosa y curiosísima ermita de San Roque, donde hay una huerta con el nombre del santo, muy grande y bien formada, en que se cogen muchas y varias especies de fruta de Castilla, como son peras, manzanas, uvas, olivas, etc., prueba evidente de que en toda la provincia del Paraguay, se producirían estos efectos, si hubiese curiosidad y aplicación en los naturales.

Cuando hablé del pueblo de Itatí, y de las propiedades   —199→   de aquellos y todos los demás indios, prometí aducir un ejemplar de su humildad o pusilanimidad, paciencia y obediencia, en llegando la ocasión de relatar las cosas de Yutí, particularmente aquéllas que yo mismo observé; y entre las más extraordinarias, fue la siguiente:

Cuando llegué a este pueblo, estaban casi todos los indios de él en los montes, trabajando en el beneficio de la yerba, y entre todos llenaban el número de doscientos. Inmediatamente di orden al cura para que los mandase llamar, a fin de ver si estaban bien vestidos, y examinar lo que me pertenecía en orden a la asistencia a que está obligado el cura. Era éste un religioso llamado fray Roque Ferreira, de edad de sesenta y seis años, muy enfermizo, de despectible estatura y ridícula disposición, y finalmente, carecía de aquellas circunstancias que suelen constituir un hombre de respeto.

Éste, pues, fue el día 19 de marzo al monte, donde estaban los dichos indios, distante del pueblo veinticuatro leguas, sin llevar consigo otra compañía que la de un indiecito pajecito suyo. Llegado al lugar donde los indios debían estar ocupados en el trabajo, sólo encontró algunos entregados a la ociosidad, y los más desparramados por el monte, y ninguno dedicado al trabajo. Luego incontinenti, mandó dicho cura que los buscasen a todos, y cuando estuvieron juntos, les manifestó su enojo, y con algunas palabras los dispuso para el castigo. Comenzó éste a las nueve de la mañana, con tanto empeño que, al hacerse   —200→   de noche, ya estaban azotados los doscientos indios.

Quien considere a un pobre fraile, de las circunstancias que quedan referidas, en un bastísimo despoblado, castigando a doscientos hombres, no sé qué concepto formará de éstos. Confieso que cuando estuve enterado del caso, califiqué a esta pobre gente, por la más miserable que puede verse, aunque nunca acabé de determinarme que toda esta sumisión fuese cobardía, porque también me consta de que es gente animosa para el trabajo, ágil y prontísima para sus operaciones de campo, diestra para el manejo de los caballos y armas, y finalmente hay muchos de una agudísima penetración; por lo que, siendo el hecho cierto, discurra cada uno sobre él, lo que le pareciere, que yo últimamente me resuelvo en que no es otra cosa, ésa que parece bajeza, sino una profundísima obediencia y respeto a sus curas y religiosos, a quienes veneran quizás más de lo que conviene.

Entre otras cosas singulares que hay en este pueblo, es una, un gran cerro de piedra imán, que está a la vista, el que por todas partes, desde la falda hasta la cumbre, no tiene otro género de piedra, y con ella está empedrado el patio del convento; y es de tan viva y eficaz virtud que a una libra de hierro le hice varias veces correr toda una mesa, según el movimiento que yo hacía por detrás de la misma tabla o por debajo de ella. Es verdad que pesaba la dicha piedra libra y media.

Con la ocasión de haber yo mismo visto este monte,   —201→   propuse en una ocasión a tres pilotos la dificultad siguiente: pregunté primero, ¿si cuatro libras de piedra imán podían causar algún efecto en dos varas de distancia? Respondieron que sí. Pregunté luego ¿si cuatro arrobas podían ejercer su virtud en distancia de cuarenta pasos? Respondieron los dos de ellos afirmativamente. Pregunté inmediatamente ¿si un millón de quintales de finísimo imán, manifestarían su actividad en doscientas leguas de distancia?; y aunque aquí se suspendieron un poco, sin embargo, concedieron que era posible. Pregunté últimamente ¿a qué atribuían la variación de la aguja en el mar? Porque es cierto que debiendo ésta señalar al norte, se experimenta que en unos parajes se inclina al noroeste y en otros al noreste bastantes grados, de modo que fuese la navegación imposible si no se corrigiese por los buenos pilotos este defecto.

Sobre esta última pregunta, se excitó aquella general disputa que sobre el particular tratan los autores de la facultad; pero no habiendo resuelto cosa alguna categóricamente, les pedí me dijesen qué tenían observado sobre la costa del Brasil en la altura de 22 grados y me respondieron que ordinariamente variaban algunos grados las agujas para tierra; conque entonces les formé este silogismo: se me ha concedido que un millón de quintales de finísimo imán puede ejercer su virtud atractiva en doscientas leguas de distancia, sed sic est, que en la línea paralela de los 22 grados de latitud de la costa del Brasil, hay un   —202→   cerro de imán que no sólo tendrá un millón de quintales, sino muchos más, luego debe determinadamente concederse que la variación de la aguja procede de la virtud magnética que reside hacia aquella parte donde la aguja tiene su variación.

Tuvimos verdaderamente un rato de disputa gustoso, y sin embargo de que yo conocía alguna fuerza en el argumento, advertía suficientes razones por la parte contraria, y las bastantes para que el negocio quedase siempre expuesto a las mismas dudas; porque hay en la mar parajes, donde de cincuenta años a esta parte, tienen las agujas la variación opuesta que antes tenían, como sucede cerca de la isla de la Madera, y me aseguró un piloto nombrado don José Arturo que en ese paraje se muda la variación de cincuenta en cincuenta años; y es cierto que, si ésta consistiese en la virtud magnética de algún monte vecino, o del fondo, no había de suceder así, porque ni lo uno ni lo otro muda lugar.

Imagen Capítulo VI



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ArribaAbajoCapítulo VII

Vuelvo a deshacer el camino hasta la ciudad de la Asunción


Imagen Capítulo VII

Habiendo abierto la visita de la provincia el día 21 de marzo en el sobredicho pueblo de Yutí, y visitándolo el mismo día 21 y el 22 por la mañana, después de haber logrado la diversión que ofrecen los indios con sus bailes, músicas, contradanzas y otros juegos de a pie y de a caballo, llegué a Caazapá el dicho día 22, y el 23 por la mañana concluí la jornada, habiendo caminado esta noche 18 leguas.

De este pueblo pasé a la Villa Rica del Espíritu Santo a visitar el convento que allí tenemos, que es muy bueno. Está esta villa distante de Caazapá doce leguas, que caminamos el 24 por la mañana. Su situación   —204→   es buena y muy sana, pero rodeada de espesísimos montes e impenetrables bosques por todas partes. Es la gente muy afable y cariñosa y muy afecta a nuestro santo hábito, porque no hay otros religiosos en aquella villa.

El día 24 salí de ella, y el mismo día entré en Itapé, y dejando comisión para que visitase aquel pequeño pueblo el guardián de la villa que me acompañaba, salimos a las doce de la noche. Tomamos chocolate a las siete leguas, en la estancia de Yaguarón. Pasamos la siesta en un riachuelo que hay cerca de Paraguarí, y por la tarde llegamos al Itá, antes de oraciones. Éste es el día que más camino hice en toda la visita, porque fue jornada de veintiséis leguas. Es verdad que siempre todo el día llevábamos una posta tirada, mudando caballos con frecuencia. Era lunes santo, y llegué a este pueblo determinado a pasar en él la Semana Santa, como de hecho lo ejecuté con mucho consuelo.

Es este pueblo grande y tendrá hasta trescientas familias, quienes siempre y particularmente en este tiempo santo concurren a la iglesia con grandísima devoción. Hay procesión el Miércoles, Jueves y Viernes Santo, y también el Domingo de Resurrección. Son las procesiones devotísimas: asiste a ellas toda la música, que antes de la procesión, canta la mayor parte de los maitines y gusté mucho de oír cantar las lamentaciones de los indios, alternando con los religiosos. Particularmente cantó el maestro de capilla   —205→   la oración de Jeremías, que me enterneció sobremanera, porque toda ella comprende literalmente aquellos miserables indios, como evidentemente constará a quien está enterado de la servidumbre en que el español tiene a esta nación.

También hay sermón los días de tinieblas, después de maitines. Predican los curas la Ave María en castellano, cuando el prelado está presente, y lo demás del sermón en el idioma natural de los indios. Al sermón sigue inmediatamente la procesión, en la que, todos, chicos y grandes, llevan faroles. Las indias usan para estas funciones los tipois negros, y muchas de ellas traen en las manos un braserito de barro, y toda la procesión andan quemando algunas yerbas y resinas aromáticas. El concurso de la gente blanca es numerosísimo; porque todos cuantos viven en las estancias acuden a este pueblo con más gusto que a la ciudad. Mientras se celebran estas funciones, siempre está rodeando el pueblo una compañía de soldados a caballo, por el peligro de que sean invadidos por los infieles, que suelen valerse del descuido que es natural en estas ocasiones.

Habiendo pasado la Semana Santa ocupado en lo que queda dicho, dije el día de Pascua, que fue 2 de abril, la misa de visita, y visité a los religiosos y todo lo demás que me competía; lo cual concluido en ese día primero de pascua, proseguí mi viaje el día segundo, que fue el 3 de abril. A las ocho salimos del pueblo en compañía del cura y otros religiosos, y a   —206→   las once llegamos a la Recolección de la Asunción, habiendo caminado en tres horas once leguas, sin cesar un instante el galope. En este camino se encuentran muchas chacras y estancias, y algunas congregadas en un sitio que llaman Capiatá, donde hay una muy buena capilla, con su sacerdote, que es teniente de cura, y la iglesia de las que llaman ayuda de parroquia.

La Recolección dista una legua de la ciudad. Está en bellísimo sitio, rodeada de bosques, los cuales son casi continuados hasta el Itá, y muchos de ellos no tienen otros árboles que bellísimos naranjos que todo el año producen muy ricas naranjas.

En este convento de recoletos, descansamos la siesta hasta las cinco de la tarde, en cuya hora llegaron al convento el provisor y dos canónigos, que inmediatamente que supieron de mi llegada, pasaron a verme (tan obsequiosos como todo esto son en aquella tierra) y en su compañía pasé a la ciudad, donde está un convento que es una de las tres casas grandes que tiene la provincia. No quedó en la ciudad sujeto de alguna forma que no me visitase, como también las comunidades, que las hay de dominicos, mercedarios y jesuitas. En el colegio de éstos hallé dos paisanos: uno era el padre rector Sebastián de San Martín, hombre a todas luces benemérito y que había sido provincial y procurador en la corte de Roma. Tuve íntima amistad con este reverendísimo Padre; y una de las mayores confianzas con que me favoreció fue darme a leer el   —207→   curioso diario que había formado en su viaje a Roma, en el que vi algunas cosas notables que deseaba saber. Es natural este reverendísimo padre de la villa de Gallur, en la ribera de Castellón, cerca de Tauste.

En el mismo colegio estaba el hermano coadjutor Pedro José González, natural de la parroquia de San Pablo de Zaragoza: en una estancia del mismo colegio, llamada San Lorenzo, que está en el campo grande, a tres leguas de la ciudad, estaba administrando aquella hacienda el padre Miguel López, natural de Argente, en el campo de Visiedo, quienes me obsequiaron notablemente y regalaron con abundancia y generosidad, aunque algunas cosas de bastante valor con que me favorecieron, las devolví con el recado más político que pude, y lo mismo hice con todos los demás, así curas de los pueblos, como vecinos de esta ciudad, lo que no es otra cosa que cumplir con la obligación, y edifica con extremo, particularmente en estas partes de Indias, donde hay pocos exentos de alguna codicia, la que suele comprender a muchos religiosos, con escándalo notable de los seglares.



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ArribaAbajoCapítulo VIII

Hácese relación de esta ciudad de la Asunción


Imagen Capítulo VIII

Está la ciudad de la Asunción situada en 24 grados de latitud sur. Es de temperamento muy cálido y bastante húmedo. Su terreno es casi todo arena, y tanto, que se pasean las calles con mucho trabajo, y en algunas ocasiones llegan a empantanarse las carretas cerca de la misma ciudad, en la arena. Tiene la ciudad cuatro conventos, de que ya hice mención arriba. Tiene una iglesia catedral, antigua, pero bastante capaz. Las iglesias de los demás conventos son muy buenas, y todas comunidades numerosas. Los edificios de la ciudad son pobres: una u otra casa hay muy buena.

Por ocasión de que la tierra es cálida, anda el mujerío   —209→   un poco inocente. La gente de servicio, como son mestizas, negras y mulatas, ordinariamente andan con camisa y enaguas solamente. Háblase por lo común el idioma natural de los indios, y las mujeres, aunque sepan el castellano, como regularmente no lo hablan con propiedad, repugnan la conversación en lengua española. La mayor parte de la gente vive en sus haciendas de campo. Es el gentío de bajísimo espíritu, y no puede hacerse de él plena confianza. Los vecinos de la ciudad son más cultos, pero no son instruidos en la más acendrada política.

Es esta provincia muy delicada. Se ha sublevado muchas veces contra la obediencia de sus gobernadores: han manifestado poco afecto a la Compañía de Jesús; porque cuantas veces se ha levantado el pueblo, han sido los primeros que han sentido los efectos de la turbulencia, pues siempre han sido ignominiosamente (aunque sin justa causa) expulsados de aquella ciudad.

Reside en ella el gobernador y capitán general de la provincia, el obispo y un comisario del Santo Tribunal. Toda la tropa que hay se compone de las milicias del país, que son aptísimas para las continuas funciones que se ofrecen contra los indios infieles, de que hay muchas naciones en las fronteras de esta jurisdicción, en la que entran cada instante a destruir los campos y ganados, para cuya defensa hay en dicha jurisdicción diversos presidios, en cuya defensa se ocupa la mayor parte de la gente de la provincia,   —210→   que naturalmente es más inclinada a la guerra que al trabajo.

Los efectos de esta tierra son: primeramente la yerba que llaman del Paraguay, la cual es una hoja de un pequeño árbol, de que hay mucha abundancia por las cordilleras de Curuguaty, y en otras partes de esta jurisdicción, en distancia de sesenta, setenta y cien leguas de la Asunción. El uso de esta yerba, es ponerla en agua caliente, esto es, en la misma taza, y luego tomar dicha agua. Éste es el regular desayuno en todo el reino del Perú, el que regularmente se repite muchas veces al día, y particularmente por la tarde, después de siesta. Para cuando se siente uno con demasiado calor, es una bebida singular, y especialmente para después de haber caminado un rato, en tiempo caluroso. Algunos usan tanto esta bebida, y en especial la gente de campo y de servicio, que pasan muchos años sin probar agua fría.

Un padre jesuita, cuyo nombre no tengo presente, escribió de las virtudes de esta yerba; pero si he de decir verdad, se infiere a posteriori que no tiene alguna. Porque, primeramente, si fuese cálida o fría, había de causar en los que la usan con notable exceso, que son los más, evidente estrago, al modo que lo causaría el chocolate, té o café, si alguno hiciese estas bebidas tan usuales que no probase otro líquido. Es cierto que la dicha yerba no causa el tal estrago, siendo así, que los más, como es dicho, la toman a todas horas, luego parece cierto que las cualidades de fría   —211→   o cálida, no las tiene; por lo que, si es bebida saludable, como tengo por cierto, debe atribuirse al agua caliente y hervida con que se toma, porque del uso de ésta y sus virtudes, ciertamente se pudieran llenar algunos pliegos, porque no hay duda en que a toda hora es saludable el agua hervida, particularmente por la mañana, después de siesta y estando acalorado, y sólo tomándose con demasiado exceso, puede ser causa de algunas obstrucciones, como también lo es dicha yerba en los más apasionados a ella, si exceden enteramente la moderación, particularmente los que tienen el estómago muy débil.

Débese advertir que ésta y cualquiera otra bebida es mejor sin azúcar que con ella, y caso de ponerle alguna, sea en poca cantidad, porque de lo contrario, sí hay experiencia de que es dañosa. Últimamente debo advertir que un padre de ochenta años, me dijo en una ocasión tener notado que, quien usaba diaria y moderadamente la yerba, nunca padecía mal de orina, y que cuantos había oído quejarse de este mal, eran de los que no la usaban. Sin embargo, yo conozco un religioso, que actualmente es custodio de esta provincia, nombrado fray Francisco Escudero, quien ha treinta años que bebe el mate (que así se llama este líquido) y padece notablemente el accidente de la orina: conque, lo dicho, dicho.

Volviendo pues a los demás efectos, son los más comunes en esta ciudad: miel y azúcar de caña, tabaco,   —212→   batatas, algodón, maíz y mandioca, y muy poco trigo, o por decir mejor casi nada. Trabájase mucho en maderas que las hay bellísimas, y hácense muchos barcos, botes y falúas con que transportan sus géneros a las ciudades de Santa Fe y Buenos Aires. Casi toda la provincia del Paraguay subsiste por el comercio de la yerba, porque se gasta mucha en todo este reino, y no la hay en otra parte. En toda esa provincia no corre plata, sino que se componen con el cambio de géneros para cuanto se les ofrece.

Detúveme en esta ciudad hasta el día 17 de mayo, en cuyo tiempo logré aquellas diversiones de que la tierra es capaz. Hízome el señor gobernador un convite espléndido el día de Ascensión; hiciéronme otro los padres de la Compañía, en una chacra que tienen a una legua de la ciudad. También consumí mi buena porción de tiempo, en arreglar el modo de fundar un pueblecito de indios con algunas familias de infieles que acababan de sacar y reducir en los montes de Curuguaty, los padres fray Juan Albarenga y fray Antonio Ferreira, quienes, con mi licencia entraron a convertirlos. Comenzose a fundar este pueblo en las tierras de Caazapá, sobre el río Tebicuary, con el nombre de Nuestra Señora del Pilar; y habiendo reconocido en dichos indios, demasiada propensión a la fuga, cuando ya de ellos unos estaban bautizados y otros catecúmenos, fue preciso dejar por entonces la fundación e incorporarlos en el pueblo de Itá, donde con el ejemplo de los demás, permanecen hoy muy   —213→   aplicados al trabajo y a las artes mecánicas. Eran por todos, estos indios, treinta y uno.

Tiene esta ciudad mucha y dilatada jurisdicción. Son muchas las poblaciones de indios, sin embargo de que más de veinte pueblos de las misiones de los padres de la Compañía, declinaron jurisdicción para Buenos Aires, para cuyo fin consiguieron cédula de Su Majestad por los años 42 ó 41. Después haré una digresión sobre estas misiones, que me parece ha de ser oportuna.

Imagen Capítulo VIII



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Llego a la ciudad de Corrientes


Imagen Capítulo IX

Ya en la relación hecha en el viaje de Buenos Aires a la Asunción, está explicada la naturaleza de este camino, puertos, islas y costas; conque sólo falta referir una u otra circunstancia que acaeció en el regreso de aquella provincia.

Dispuse el embarcarme en la Asunción el 17 de mayo, y así lo ejecuté en el barco de don Joseph Cañete, favoreciéndome el señor gobernador con otro barco de convoy, por el peligro de los indios. En el mismo día se hizo el barco a la vela, aunque luego paramos en el puerto de Lambaré, a una legua de la ciudad, donde después de haberse hecho de noche, llegó un bote con la noticia de que el baqueano llevaba   —215→   en la embarcación una mujer hurtada. Con efecto, habiéndose reconocido el barco, se halló la mujer, y a los dos llevaron presos, y muy por la mañana nos enviaron otro indio baqueano muy bueno.

Día 18, nos mantuvimos en este puerto de Lambaré hasta mediodía, porque el viento era mucho, y estos barcos vienen tan excesivamente cargados que no traen un palmo de bordo fuera del agua, y como no tienen cubierta, a fin de poderle poner tercios hasta medio palo, es muy peligroso caminar con viento, aunque sea poco favorable, porque sin duda alguna se entran las olas en el barco. Este día 18 llegamos a la Angostura, de cuyo presidio ya hablamos arriba. Aquí se hace la última visita a los barcos, a fin de ver si se desierta alguna gente de la provincia, peligro que cesa pasando de ese paraje, porque ya es toda la costa de los infieles.

Día 19, navegamos sin viento, con sólo el remo y la corriente, dieciséis leguas, hasta la costa que llaman de Lobato. Por la tarde vimos a la lengua del agua, cuatro caballos; y conociendo ser de indios infieles, se embarcaron dos soldados en una canoa, para balearlos; pero se echaron al agua y vadearon el río, no obstante que en este paraje tiene media legua de anchura. El día 20 amaneció lloviendo y con viento tormentoso, y nos mantuvimos en el puerto hasta el 21, que era día del Espíritu Santo, en que muy por la mañana se armó el toldo y dije misa, como también los días siguientes en que navegamos sin novedad   —216→   hasta el día 25 en que el barco de convoy se separó, pareciéndole que unas doscientas varas más abajo de nuestro barco había mejor tiempo. Fue para ello a montar un arrecife de piedras, y en ese corto espacio, lo apretó tanto el viento que sobrevino de repente que lo puso en medio río. Al cerrar la noche le vimos con vela, como que quería pasar a la costa del sur, y no lo vimos más hasta el día 28, que lo vimos en la costa de Yomaitá, habiendo dado antes por cierto que había naufragado.

Día 28, nos hallábamos veinticuatro leguas de la ciudad de Corrientes; mas este día no pudimos navegar, porque se embriagó el baqueano, sin saber de dónde hubiese podido haber a las manos alguna porción de aguardiente. No obstante, a la noche, que había una gran luna, se navegó casi toda la noche; de modo que el día 29 a las diez nos pusimos a vista de Corrientes, y haciendo la travesía que forman los dos ríos Paraguay y Paraná, que aquí se juntan, llegamos a la ciudad a las tres de la tarde, y en la misma hora pasé al convento, cuya visita hice en los tres días siguientes.

Es de notar que el viaje ordinario, de Paraguay a Corrientes, es de seis o siete días, y esto sin poner velas, sólo con el remo y la corriente, y el haber consumido tantos días, nosotros, consistió en que el río traía poca agua, y lo mismo sucedía con el Paraná, porque las dos crecientes ordinarias, que todos los años son indefectibles por el mes de octubre y la   —217→   cuaresma, habían faltado en este año de 52, por cuya causa eran los viajes dilatados, particularmente si las embarcaciones eran grandes, como en la que yo venía; porque en muchos parajes era necesario parar un día y mandar que saliese el baqueano a sondar con la canoa todo aquel trecho que había de navegarse el día siguiente.

Hasta el día 13 de junio, por la tarde, estuve en Corrientes, pero el día 8 de este mismo mes, viendo que los barcos se demoraban mucho en aquel puerto, mandé juntar los baqueanos para que me dijesen la causa de la detención; respondiéronme que la ocasionaba la poca agua que traía el río, que se había de esperar algo de creciente, o que llegasen algunas embarcaciones de abajo para informarse de la agua que llevaba en otros parajes más peligrosos; viendo esta demora, di orden de que se buscase un botecillo pequeño en que conducirme, y entre tanto me ocupé en visitar despacio el convento y pagar las visitas a las comunidades y demás vecinos que me hicieron favor.

Llegó el 13 de junio y me embarqué por la tarde en el botecillo, que era del pueblo de Itatí, y en quince días llegué a Santa Fe, en cuyo convento entré el día de San Pedro. Parece que fue disposición de Dios que no quedase en Corrientes, para esperar a venir con los barcos, porque se dilataron cuarenta y siete días en el viaje: les faltaron los bastimentos, y para no perecer, cazaban en las costas   —218→   del río todo género de animales, tigres y otras fieras, y con tanta desgracia que un tigre les mató un soldado, llevándole de la primera acción el brazo por la raíz del hombro.

No puedo omitir que en Santa Fe, me dejé un mono que traía desde el Paraguay, cuyas circunstancias jamás se han visto en otro de su especie. Se había domesticado tanto conmigo, que me seguía a cualquiera parte, fuese por el monte o por poblado. De modo que cuando yo salía a la costa, se subía a los montes y árboles más elevados, pero en llamándole, bajaba hecho una exhalación, y lo mismo ejecutaba por los tejados, con advertencia que no permitía le cogiese otro alguno; le había yo mandado hacer todo vestido, y también su bata, y lo había reducido a tanta mansedumbre, que con gran quietud me tenía el breviario abierto todo el tiempo que yo rezaba. Sin embargo era necesario tenerlo atado, no estando presente, porque todo lo revolvía y rompía, vasos, jícaras y cuanto encontraba. Este animalito y algunos loros dejé en Santa Fe, para que en el primer barco me lo despachasen a Buenos Aires, pero el mono se murió por falta de cuidado. Uno de los loros era graciosísimo. No sabía pronunciar más que esta palabra: creo. A todo cuanto se le hablaba decía creo; si se veía en algún trabajo de hambre, o sed, decía creo, creo, más de veinte veces. Éste lo regalé a mi compadre don Joseph Vienne, cuando partió con su navío a Lisboa.

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