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Dieciochismo, estilo místico y contemplación en «La esposa aldeana» de Iglesias de la Casa

Russell P. Sebold






I. Sensibilidad dieciochesca y psicología femenina

Con una xenofobia poco sorprendente en un español que escribía mientras el Terror pesaba sobre la vecina Francia, el anónimo prologuista de la edición de 1793 de las Poesías de José Iglesias de la Casa (1748-1791), atribuye toda la sencillez, delicadeza y atrayente naturalidad de los versos de éste al hecho de que el poeta se vio «destinado casi siempre a vivir en aldeas», rodeado de «la simplicidad y la inocencia», además de que «no leía ningún libro extranjero y... apenas sabía las lenguas italiana y francesa»1. Lo grave de tal juicio es que se ha seguido repitiendo aún después de estar enteramente olvidados los motivos de tan exagerado patriotismo literario. En el siglo actual, Cejador dice, por ejemplo, que Iglesias «maneja a maravilla el habla vulgar sin alteraciones cultas ni galicanas, pues ni leyó obras ni libros franceses»2. Así todavía se viene haciendo que el talento que tenga Iglesias dependa de que se haya mantenido a distancia de lo que sucedía en Europa en su época, de que haya sido en gran parte insensible al mundo que tenía en torno.

Mas ciertos datos históricos y algunas alusiones contenidas en las poesías de Iglesias indican todo lo contrario de tal impenetrabilidad. Arcadio (nombre poético de Iglesias) era íntimo amigo y corresponsal de Cadalso, Meléndez Valdés y Forner, espíritus cosmopolitas, sobre todo los dos primeros, que estaban al tanto de las nuevas corrientes intelectuales y literarias de Europa. El cuñado de Iglesias, Francisco de Tójar, librero de oficio, era un hombre tan dado a la lectura de las novelas francesas, que por fin publicó una obra romancesca titulada La filósofa por amor, o cartas de dos amantes apasionados y virtuosos (Salamanca, 1799), que debe ser una imitación de los relatos filosóficos franceses de esa época (¿compuesta por el mismo Tójar?), o cuando menos una traducción sin nombre de autor, pues la portada no lleva más nombre que el del impresor (La filósofa... que dio a luz don Francisco de Tójar). En una letrilla satírica, Iglesias se hace «adulante /del siglo ilustrado»; en otra alude así a Los eruditos a la violeta de Cadalso: «Si un sabio estudia / jurisprudencia, / gasta siete años / para aprenderla; / y en siete días / la Violeta / le embute a un tanto / todas las ciencias» (págs. 423c, 424c). Aparecen como personajes, en la letrilla XI de las Satíricas, unos «eruditos / de aire de Francia»; y en la XXIII «un mocoso descifrar / se ofrece a todo un Newton» (páginas 425a, 427b).

Se halla en el título de otra curiosa composición una alusión a la conocida colección de las sentencias y opiniones de Gilles Ménage, maestro de Madame de Sévigné: Pensamiento de la «Menagiana» se titula este poema de Arcadio (pág. 445c). Por fin, no deja de acusarse en los versos de Iglesias una de las modalidades más revolucionarias de esa poesía prerromántica que empieza a producirse en España a fines del setecientos bajo la influencia de la filosofía y la poesía extranjeras: me refiero a ese nuevo lazo psíquico entre el poeta y el universo, que viene a ser, según ha dicho Américo Castro, algo así como un panteísmo egocéntrico: «Acaso el cielo todo, condolido / de mi pasión y mi lamento triste, / el luto de mis lágrimas se viste, / pues de sus galas se ha destituido, / y en mi dolor me asiste» (página 449a).

No hago hincapié en estos datos para probar que el frágil Arcadio fuera un típico racionalista o crítico cosmopolita de la Ilustración, y tampoco busco en él un solitario doliente afligido de fuertes y encontradas emociones románticas. De todos los poetas de la escuela salmantina, Iglesias era quizá el de pasiones menos románticas y el que tenía menos talento para las grandes abstracciones filosóficas. Mas la mera mención de ciertos tópicos de la Ilustración en los versos de un poeta tan poco intelectualista, es un fiel índice de la enorme sensibilidad de éste a todo cuanto le circundaba; receptividad sobre la que descansan las singulares dotes de observador de la realidad que luego destacaremos en él. Además, me interesa subrayar la sensibilidad de Iglesias a los valores culturales de su época, porque sin tal sensibilidad no se habrían compuesto esas deliciosas letrillas, escritas en primera persona, desde el punto de vista de una hermosa zagaleja: «Anda, mi zagal, anda; / tráeme de Miranda flores / y un ramillo de amar amores». «Que amar sin retorno / fue la estrella mía». «Que en vano a la puerta llama / quien no llama al corazón», etc., en las que hay una delicadeza que va mucho más allá de la ingenua ternura femenina de las poesías populares en donde el poeta primero se inspiró.

Lo más característico de los europeos del setecientos era un ansia de novedades, de escala universal, que gratificaban de diversas maneras: ya sea buscando en los libros de otros países nuevas ideas para entretener el intelecto, ya buscando en las cinco partes del mundo objetos artísticos y exóticos lujos para halagar sensibilidades hastiadas, ya combinando estas dos tendencias. La voluptuosidad de los querubines de Watteau, Boucher, Fragonard y Paret y Alcázar, lo peregrino de los biombos y floreros traídos de la China, la curva ondulante de los muebles Luis XV y Carlos III, la elegancia cosmopolita de cierto caballero descrito por Cadalso, el cual «toma café de Moca exquisito en taza traída de la China por Londres; pónese una camisa finísima de Holanda, luego una bata de mucho gusto tejida en León de Francia; lee un libro encuadernado en París; viste a la dirección de un sastre y peluquero franceses; sale con un coche, que se ha pintado donde el libro se encuadernó; va a comer en vajilla labrada en París o Londres las viandas calientes, y en platos de Sajonia o China las frutas y dulces»; todo esto es tan típico del siglo XVIII como lo es la Ilustración3. Ahora bien, Iglesias, aunque no podía permitirse tales lujos, pertenecía a este segundo tipo de hombres noveleros del XVIII, que cultivaban una exquisita sensibilidad variando los objetos de ésta, sin dejar de incluir entre tales objetos unos impronunciables nombres de filósofos extranjeros que podían soltar, como sin pensarlo, ya sea que vinieran al caso o no, en las conversaciones con los otros frecuentadores de las elegantes tertulias que se organizaban en las casas aristocráticas.

La delicada sensibilidad y el refinamiento dieciochescos del autor de La esposa aldeana se manifiestan en su aventajado cultivo de otros tres artes, además de la poesía; pues «al mismo tiempo fue diestro músico, tuvo mucha invención en el dibujo, y fue buen escultor en plata», según nos dice Manuel Villar y Macías, en una noticia biográfica contenida en el tomo ya indicado de la Biblioteca de Autores Españoles. La más notable de las esculturas en plata, obra por su detallismo y finura digna de un Cellini o de uno de los mejores artífices de esos elegantes relojes de consola del XVIII, representaba -dice Villar- la creación del mundo y varios otros sucesos bíblicos en setenta y dos figuras de medio relieve (págs. 407-408). Además de la descripción del señor Villar, en cuyo poder existía esta pieza en 1862, tenemos como una reminiscencia personal del escultor, de tales esculturas, cuando Iglesias, en su poema didáctico La teología, describe el palacio de la Sabiduría, pues «en cada almena, de esmeralda pura / entalladas se vían mil historias / de cristianos asaltos y victorias». Y tan primorosa era la obra de dicho palacio, «que en éxtasis mi espíritu ponía»4; reacción que veremos reiterada estilísticamente al contemplar Iglesias (la esposa aldeana) las graciosas formas de la belleza campestre.

El cuñado de Iglesias dice, hablando de los amigos de éste, que «su genio laborioso y distinguido talento para la poesía le granjearon el aprecio y amistad de todos los hombres de buen gusto que en su tiempo han vivido en Salamanca»5. He aquí que Iglesias era muy buscado para las tertulias literarias. Mas lo interesante es la forma en que se manifiestan en tales reuniones las nada comunes dotes de observador de la realidad que poseía nuestro poeta; pues «la ignorancia y pedantismo ridículo de los ancianos..., la no menos lastimosa confianza de críticos y poetas noveles, el poco seso de los petimetres, los frívolos o ridículos melindres de las damas, una vanidad tan sin fundamento en los nobles, la libertad insolente de los ricos, y la miserable codicia que aniquila las virtudes y estraga vilmente las costumbres», todas estas características de los hombres 'herían' la imaginación delicada de Iglesias»6. Sensibilidad típicamente dieciochesca ésta del observador minucioso de las costumbres, la cual se ilustra quizá mejor en el arte realista, ya casi naturalista, del padre Isla, que he analizado en otro lugar. Iglesias aprovecha esta sensibilidad tan de su centuria en sus graciosos epigramas y letrillas satíricas, de conocido interés costumbrístico, pero donde sus cualidades de observador llevan a un auténtico valor artístico es en esas poesías pastoriles en donde, según Francisco de Tójar, el poeta «hace sentir en el corazón la misma voz de la naturaleza»7. El mismo Iglesias alude a esto en unos versos que contienen quizá su única reflexión autocrítica sobre sus letrillas: «Si el estilo en mis letras / mucho se humilla, / como vengo del campo, / no es maravilla» (página 420c); en donde el verbo humillarse debe entenderse como referente, no a ningún tono chabacano o falta de delicadeza expresiva en el lenguaje poético, sino a lo natural de los objetos mencionados en las poesías, como verá el lector consultando el texto de la que acabamos de citar.

Vamos descubriendo en Iglesias unas excepcionales condiciones de artista creativo, las cuales fueron influidas, según hemos dicho, por la cultura de su siglo; mas la delicadeza con que la naturaleza está presentada en La esposa aldeana y la convincente ternura femenina del personaje a través de cuyos ojos vemos esa naturaleza, están influidas también por ciertas peculiaridades psicológicas del poeta. Durante su breve vida de algo más de cuarenta y dos años Iglesias sufrió numerosas enfermedades debilitantes, no gozando casi nunca de buena salud. En 1776, cuando tiene sólo veintiocho años, Arcadio se queja en una carta dirigida a Aminta (Forner), hablando de su salud con el tedio de un hombre de mucha más edad: «me da cuidado... la salud..., la enfermedad me llena de tristeza, me desanima y me hace despreciar los negocios. Ha muchos días que miro con desidia la poesía, y en el presente año no he leído ni he compuesto un solo verso»8. Sensibilidad exacerbada de un frágil enclenque, acompañada quizá de esa preocupación por las cosas pequeñas que lleva a los enfermos habituales a crear un mundo propio entre los frascos de sus medicinas y los objetos que cubren el tablero de su mesa de escribir. El enfermo habitual viene a ser otro Minutissimarum rerum minutissimus scrutator, para acomodar a nuestro propósito el apodo del célebre escéptico Pierre Bayle; y hemos creído ver algo de tal preocupación enfermiza por lo menudo reflejado en la delicadeza descriptiva de La esposa aldeana.

Para entender adecuadamente la enorme verosimilitud del punto de vista femenino que se mantiene por casi todas las letrillas de La esposa aldeana9, hace falta aludir a un aspecto poco grato del carácter de Iglesias, el cual, traducido a la poesía, lleva, sin embargo, a efectos de auténtico valor estético. Me refiero, por ejemplo, a la sensualidad y delicadeza no enteramente masculinas que aún se delinean en los contornos de la demacrada cara del Iglesias ya vecino a la muerte, según le retrató en Salamanca Félix Prieto, cuyo grabado se halla reproducido frente a la portada del tomo primero de la edición de las Poesías póstumas citada en el presente trabajo. «Diz que mi retrato, / ¡qué cosa tan mona!» -Iglesias había dicho, en tono coquetón, de un anterior proyecto de retrato (pág. 425c); y estos versos se estamparon luego como leyenda sobre el retrato ejecutado por Prieto. Tal coquetería femenina reaparecerá una y otra vez en La esposa aldeana, como en la letrilla XIII del primer grupo:


    De buscar mi Alexi
por un bosque espeso,
niña tierna y sola,
cansadita vengo.


(pág. 418b).                


Pues en este y otros pasajes («Si yo en otro tiempo, / simplilla rapaza, / anduve sin pena, / viví descuidada /...»; «cuando yo en el prado / me pongo a dormir, / sueño que me halaga / mi pastor gentil», etc.), tan encantadores si se los imagina escritos por una mujer, Iglesias -un trasvestido literario, para decirlo así- sublima ciertas inclinaciones homosexuales de su juventud, que al final de la vida se moverá a confesar en La teología: «Cercado de la noche de ignorancia, / y de ocio torpe al acabar mi infancia, / sin maestro, sin luz, sin norte y guía / dar un paso a mi fin yo no podía; / que, sin freno el tropel de las pasiones, / cual torbellino mi alma conturbaba / la carrera sensual de otros garzones, / y su perdido amor me arrebataba. / Cualquier ola en un mar de confusiones / con mi liviano ser al traste daba»10. Este trozo fue glosado luego por el cuñado de Iglesias, Francisco de Tójar, impresor y, al parecer, prologuista de La teología: «la juventud... está expuesta a precipitarse tras las pasiones más vergonzosas... y así no es otro el estado de confusión y abandono en que se pinta el autor, llegado el tiempo de su pubertad»11. Quisiera reiterar que no desenterramos estos datos por ninguna afición al sensacionalismo, sino que sólo deseamos hacer más comprensible la psicología del yo poetizado de Iglesias. Y quisiera añadir que el buscar tal correspondencia entre la psicología del autor y la del personaje no es, por mucho que se diga, una consideración antiestética que limite nuestra capacidad para entender la obra literaria, en todo caso si nos atenemos a un concepto del creador de personajes como el que expresó en cierta ocasión, en una conferencia, Miguel Delibes. Según tal concepto, el que crea personajes convincentes difiere de los demás hombres en que estos nacen con tan sólo una posibilidad de vida, a medida que aquél es lanzado al mundo con cien posibles autobiografías, por lo menos espirituales. Veremos ahora que otra influencia, anunciada ya en el trozo de la letrilla XIII citada en el presente párrafo, también contribuye a hacer convincente la psicología de la esposa aldeana.




II. Iglesias y la mística

El refinado gusto del siglo XVIII en conjunto, la sensibilidad plástica del dibujante y del escultor en plata, la sensibilidad auditiva del músico, el sentido detallista del observador de la vida diaria, la tierna nostalgia del enfermizo, la sensualidad medio femenina del púber, las reminiscencias temáticas y estilísticas de esas deliciosas poesías de cancionero y romancerillo («¿Do va la niña / tan de mañana?»; «Vanse mis amores, / madre mía, y déjanme; / moriré cuitada, / que soy niña y tengo fe»; y tantas otras): todo esto entra en la composición de La esposa aldeana, y todo ello se realza allí con todavía otra nota frágil, exótica, de aire perfumado oriental esta vez, la cual influye en el estilo de Iglesias, en su visión poética, y en la concepción de su personaje femenino semi-autobiográfico. En una de las letrillas del primer grupo la zagaleja describe así el goce que le produce pensar en su Alexi: «Que el panal más dulce / para el gusto mío / sólo es ver el rostro de mi pastorcillo» (pág. 418c); lo cual deriva del versículo 11 del capítulo IV del Cantar de los cantares: «Como panal de miel destilan tus labios, oh esposa». En la primera de las letrillas que llevan estribillo, la esposa aldeana se describe a sí haciendo notar que «Morena me llama / quien bien no me quiere /... Si del sol la llama / me trae tostadilla, / como vengo del campo, / no es maravilla» (pág. 420c); lo cual recuerda los versículos 5 y 6 del capítulo I del Cantar de los cantares: «Morena soy... / mas codiciable /... No miréis en que soy morena, / porque el sol me miró». Desde luego, el detalle descriptivo que nos ocupa en este caso es también un tópico de la poesía amorosa de tradición popular («que si soy morenita / yo me lo pasaré. / Esta mi color / morena y tostada / es color quemada / del fuego de amor»); mas el hecho de que en La esposa aldeana tal rasgo aparece junto con otras figuras inspiradas en el Cantar de los cantares hace evidente que éste es aún en el trozo aquí comentado una influencia importante, si bien no la exclusiva.

En el estribillo de la letrilla IV del segundo grupo, se sugiere una analogía entre el corazón de la esposa o amada y una casa: «Que en vano a la puerta llama / quien no llama al corazón» (pág. 421a); comparación que recuerda, en primer lugar, los versículos 2 y 6 del capítulo V del Cantar de los cantares, y en segundo lugar, la Noche oscura de San Juan de la Cruz (1): «Yo dormía, pero mi corazón velaba. / La voz de mi amado que llamaba: / 'Abreme, hermana mía... /...' Abrí yo a mi amado, / mas mi amado se había ido, había ya pasado, / y tras su hablar salió mi alma» (2); «En una noche oscura. /... salí sin ser notada, / estando ya mi casa sosegada. / A oscuras, y segura / por la secreta escala disfrazada», etc. No deja de ser sugestivo el que en la misma letrilla venga a tratarse de rondar rejas («cesa de observar la reja, / que rondas sin ocasión»), ya que también en el Cantar de los cantares se nos presenta el amado «tras nuestra pared, / mirando por las ventanas, / mostrándose por las rejas» (cap. II, versículo 9). En una de las poquísimas letrillas escritas desde el punto de vista masculino, la célebre de La rosa de abril, la zagaleja es en parte descrita así: «El rosado aliento / que yo a percibir / llegué de sus labios, / me saca de mí: / bálsamo de Arabia / y olor de jazmín / excede en fragancia / la rosa de abril» (pág. 422b); versos que contienen una reminiscencia inconfundible de ese lugar del Cantar de los cantares en el que se describe a la esposa afirmando que es mejor «el olor de tus ungüentos que todas las especies aromáticas» (IV, 10). Nótese también que el estribillo de la letrilla ahora en cuestión hace recordar las primeras palabras del capítulo II del Cantar de los cantares: «Yo soy la rosa de Sarón».

Otras letrillas acusan la influencia de las poesías de San Juan de la Cruz. Por ejemplo, en la estrofa temática de la letrilla XXXIII del primer grupo (no se trata de un estribillo, pues tras su introducción al principio del poema se repite tan sólo una vez, al final de la última estrofa):


    Una paloma blanca
como la nieve
me ha picado en el alma;
mucho me duele.


(pág. 420b)                


hay una reminiscencia de ciertas estrofas del Cántico espiritual del gran místico carmelita, como la 34: «La blanca palomica /... /... / al socio deseado / en las riberas verdes ha hallado». En los primeros versos de la letrilla XIII del primer grupo, citados antes con otra intención, y en la cantilena I se subraya la deuda de Iglesias con la misma obra de San Juan. Pues es evidente que la estrofa 4 del Cántico espiritual («Oh bosques y espesuras, / plantadas por la mano del amado, / oh prado de verduras, / de flores esmaltado, / decid si por vosotros ha pasado») influyó en los versos siguientes:


    De buscar mi Alexi
por un bosque espeso,
niña tierna y sola,
cansadita vengo.


(pág. 418b)                



    Por esta selva umbrosa
busqué anoche a mi amado;
busquéle congojosa.
¡Ay triste! ¡y no le he hallado!


(pág. 435b)                


Fusión de poesía amorosa profana y poesía mística; se dirá que esto no tiene nada de particular, y es verdad que tal conjunción de tradiciones poéticas, en tanto correspondencias estilísticas externas, se ha estudiado y documentado muchas veces, sobre todo con referencia a los poetas del quinientos. Mas el hecho de que los préstamos estilísticos que Iglesias toma de la mística hebraica y española son tan directos, y sin embargo se ajustan tan fácil y naturalmente al nuevo contexto, interesa mucho; pues esto es el mejor ejemplo posible de la eficacia de la reconciliación que Arcadio logra, en el nivel simbólico del arte, entre las dos inclinaciones antagónicas de su carácter: la religiosa y la homosexual; y tan completa reconciliación simbólica es, a su vez, un claro indicio de lo intenso que fue el conflicto que movió al poeta a buscarla. No se trata de los préstamos indirectos de quien al poetizar dentro de una tradición inmiscuya en ella de modo casi subconsciente rasgos oportunos de otra tradición que haya conocido a través de las lecturas casuales de alguna época anterior de su vida; sino que se trata de la deuda literaria, y estoy por decir ideológica, de quien acudía una y otra vez a los mismos textos, tan ansioso de hallar el consuelo como el goce estético.

Por otra carta escrita hacia 1776, en una época en que Iglesias no debía aún haber terminado de escribir todas las letrillas de La esposa aldeana (la cronología de sus obras es muy mal conocida), se ve que ya operaba en la juventud del poeta esa honda devoción que después le movería a componer La teología y a confesar allí sus antiguas flaquezas. Mas la devoción del Iglesias que componía letrillas entre sus veinte y treinta años, presentaba una forma más amorosa, menos intelectualista que la que caracterizaría a sus ideas religiosas en los últimos años, después ya de ordenarse de presbítero. «Ayer tarde -apunta Iglesias en la ya aludida carta, que va dirigida a Forner- fui de paseo con Caseda, hablando de la mística que he elegido por consuelo en mis pesares, para lo que decía que me era obstáculo la mucha afabilidad con que trato a muchos, y tratándolos, se destruye toda la recolección que dicha mística pide» (BAE, t. LXI, pág. CXVI, nota). El interlocutor de Iglesias en esta ocasión fue un tal Ramón Caseda, poeta ahora olvidado, pero compañero suficientemente íntimo del nuestro para que éste le confiara ese constante oscilar suyo entre las dos inclinaciones más fuertes de su carácter. (Creo que también cabe ver una relación entre la repetida lectura del Cantar de los cantares por este joven sensual necesitado del consuelo, y el hecho de que los temas de las delicadas esculturas que realizaba eran bíblicos; y tampoco habría que negar el evidente parentesco entre el misticismo del poeta joven y ese éxtasis que, según hemos visto arriba, había de sentir el poeta maduro ante el arte religioso.)

En todo caso, el Arcadio de los años setenta y tantos de la decimoctava centuria es en ciertos ratos la esposa de Cristo; en otros es la amante imaginaria de Alexi, el principal de los personajes masculinos de La esposa aldeana. Quiere decirse que Iglesias juega dos papeles femeninos, uno en la vida, otro en la poesía; mas éste está influido de modo significativo por aquél, porque lo realista del punto de vista femenino de la aldeana (posibilitado por el carácter del poeta, que está literariamente reencarnado en él) se refuerza con esa expectación de entrega sensual que siempre rodea a las heroínas simbólicas de los diálogos espirituales de los místicos.

La misma voz esposa, que figura en el título colectivo de las letrillas, no cabe duda que es otro de los elementos estilísticos que Iglesias toma de la mística, ya que la pastora que aparece en las letrillas no es casada; y es incluso posible que haya cierta influencia de la mística en el adjetivo con que se completa el título, pues el papel que Iglesias representa en sus letrillas es el de una aldeana o campesina, y también son campesinas las figuras femeninas simbólicas que intervienen en los diálogos místicos, siendo, por ejemplo, «guarda de viñas» la esposa del Cantar de los cantares (I, 6). ¿Cómo explicar este título místico para una obra, si bien influida por la mística, en conjunto profana? Quizá se revele una vez más con tal título el estéril deseo de Iglesias de lograr un lazo espiritual satisfactorio también en el nivel humano. Mas tal título no es, en todo caso, un despropósito; porque estas letrillas, a pesar de haberse nutrido en parte de las «pasiones vergonzosas» de su autor, son esencialmente contemplativas, como por otra parte suelen serlo las mejores letrillas no satíricas de todas las épocas, en las que lo narrativo está normalmente muy subordinado a las reminiscencias, las quejas, las impresiones anímicas y la admiración ante la belleza.




III. La letrilla y la visión contemplativa

Lo contemplativo de la visión del mundo que nos brinda el poeta en La esposa aldeana depende en gran parte de la versificación. Si hubiéramos de trazar en forma de diagrama la estructura de una típica letrilla y la relación entre sus diversas partes en cuanto a la función expresiva de éstas, habría que dibujarla como una rueda, dejando que el cubo de ésta representara el estribillo de la letrilla, y cada uno de los rayos, una de las estrofas. Pues todas las ideas contenidas en las estrofas suelen derivar de la idea central expresada en el estribillo, o cuando menos suelen hallarse referidas a esa idea, la cual es mantenida como centro de la atención por su constante repetición. La absoluta igualdad entre sí de los rayos de la rueda (cualquiera de ellos es el primero o el último, según donde se empiece a contar) hace que ésta sea también una representación muy adecuada de la esencial simultaneidad de las diversas estrofas de la letrilla, porque en las letrillas más líricas no suele haber una rigurosa relación de prioridad narrativa entre las estrofas.

Así, la antigua letrilla viene a posteriori a ser una forma en cierto modo dieciochesca, puesto que su red de ideas entrelazadas hace recordar uno de los corolarios de la teoría de Locke sobre la asociación de las ideas, esto es la noción de que es imposible que nos acordemos de cualquier idea sin que se nos presenten a la memoria de tropel simultánea o sucesivamente todas las demás ideas de algún modo relacionadas que jamás hayamos tenido; noción de la psicología humana aprovechada por Laurence Sterne en las constantes digresiones de su aguda novela The life and opinions of Tristram Shandy, gentleman (1760-1769). Una idea «no sooner at any time comes into the understanding but its associate appears with it; and if they are more than two which are thus united, the whole gang, always inseparable, show themselves together»12.

Se trata de algo semejante a lo que pasa cuando contemplamos durante un rato una vena de la madera de un tablero de mesa o una nube, y dejamos sucederse una tras otra, relacionándose libremente entre sí, las imágenes e ideas que la forma de esa vena o nube nos vaya sugiriendo. Se trata de un in medias res prolongado, de una sucesión sin progresión en el tiempo, porque por referirse cada nueva imagen al objeto de nuestra reconcentrada contemplación, volvemos cada vez a tener conciencia de que seguimos en lo mismo. Parece haberse parado el reloj, parecen ensancharse en todas las direcciones los confines y la cabida del mágico momento que vivimos, y es como si pudiéramos a un mismo tiempo ver el objeto contemplado desde todos los ángulos posibles. El estribillo es, en el caso de la letrilla, tal objeto; las estrofas, los diferentes ángulos visuales.

A este tipo de intensa contemplación en una sola cosa, cuando era en un paso de la vida de Jesucristo o un santo, los ascetas y místicos le decían «hacer composición de lugar». Por su forma reiterativa, la letanía es otra manera de volver el espíritu constantemente a situarse en un mismo punto de partida, susceptible de infinitas glosas, que tampoco representan una progresión en el tiempo, sino una reconcentración en el esfuerzo rogativo. Y también con la letrilla (históricamente relacionada con la letanía), se llega a algo semejante a ese in medias res prolongado que caracteriza el acto de la contemplación no sólo por la repetición del estribillo, que recuerda la de la frase deprecativa de la letanía, sino también porque con frecuencia en esos versos repetidos tantas veces en el curso del poema hay una alusión a un momento concreto, representado por una acción en progreso. Son de este tipo los estribillos siguientes: «Como vengo del campo, / no es maravilla». «Anda acá, llévame, carretero». «Que orillitas del río / Jacinta llora». «Pero ella le preguntaba: / '¿Qué pajarito es amor?'» (págs. 421-422).

Vivimos y revivimos el mismo momento, insistentes en agotar todo su sentido, y captamos una parte de tal sentido con cada vuelta a la acción temática imperfecta del estribillo y con cada estrofa-comento sobre esa acción. Comentando el procedimiento individualizador que utiliza el artista descriptivo al repetir varias veces cierta palabra («Antonio es pobre, pobre, pobre, pobre»), Carlos Bousoño dice que de igual modo que el metal, «golpeado repetidamente con un mazo de hierro adquiere una temperatura que el golpe primero es incapaz de proporcionarle, la palabra repetida va acumulando grados de sentido» y por fin «se halla ardiente como el metal en cuestión»13. Es decir, que con el procedimiento de la reiteración, el lenguaje se hace sensible al matiz más delicado de una cualidad.

La reiteración de la unidad sintagmática del estribillo lleva de modo semejante a la agudización de la sensibilidad de ese grupo de voces al sentimiento concreto que quiera sugerir el poeta; mas el estribillo reiterado, a diferencia del vocablo repetido, se enriquece doblemente de sentido, por cuanto, al repetirse tras cada una de las estrofas, se va inoculando también del sentido de éstas14. Así, aun cuando no haya progresión temporal en la letrilla, el estribillo viene a ser cada vez más capaz de significar la plena tonalidad de la realidad contemplada. Por ejemplo, sólo a la segunda repetición ha cambiado radicalmente el significado del estribillo de la letrilla siguiente:


    Si el estilo en mis letras
mucho se humilla,
«como vengo del campo»,
«no es maravilla».
    Cantar, yo cantara
los campos y flores,
la niñez y amores
con que me criara;
mas si es cosa clara,
trivial y sencilla,
«como vengo del campo»,
«no es maravilla».
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .


(pág. 420c).                


La primera vez el estribillo no es sino una oración causal, que sirve para completar la idea expresada en las palabras que le preceden. De estructura gramatical y voces tan sencillas, que podrían haber salido de la boca de una campesina, los dos versos en cuestión parecen la segunda vez formar eco de una canción popular, y a la nostalgia de la melodía se asocia la de la juventud y un sitio aromado por flores silvestres y trigo recién cortado: como vengo del campo, / no es maravilla. En la letrilla, en un mismo momento psíquico, al sucederse las estrofas, se van superponiendo unos a otros diferentes niveles de conciencia, y el estribillo llega a ser algo así como la reminiscencia conjunta de todos esos niveles.

Mas ¿cómo se relaciona todo esto con las letrillas de la primera división de La esposa aldeana, las cuales no llevan estribillo y, además, exceden en número a las del segundo grupo? Se sorprenderá el lector de descubrir en tales letrillas, a pesar de faltarles estribillo, la misma sensación de un in medias res prolongado, la misma serie de impresiones referidas todas a un mismo momento e idea, y así el mismo ambiente contemplativo que en las letrillas del segundo grupo. Esto se logra merced al hecho de que por lo menos en ciertas letrillas del primer grupo el poeta se vale de elementos estilísticos de efecto, si bien no igual, en todo caso análogo al del estribillo.

He aquí la letrilla IV del primer grupo, De su pastor, en la que, sin estribillo, se produce una asociación de diversas ideas sugeridas por el mismo objeto; una serie de comparaciones implícitas que tienen en cada caso el mismo término principal, como se aclara en la última estrofa:


    No alma primavera,
bella y apacible,
o el dulce Favonio,
que ámbares respire;
    no rosada Aurora
tras la noche triste,
ni el pincel que en flores
bello se matice;
    no nube que Febo
su pabellón pinte,
o álamo que abrace
dos émulas vides;
    no fuente que perlas
a cien años fíe,
ni lirio entre rosas,
clavel en jazmines;
    al romper el día
son tan apacibles
como el pastorcillo
que en mi pecho vive.


(pág. 417b).                


Aquí, como en las letrillas del segundo grupo, hay uno de esos agolpamientos de diversas impresiones bellas, unas sobre otras, en los que suelen consistir los breves instantes de éxtasis contemplativo que inspiran a los místicos, a los poetas y a los artistas. La impresión de que en todo el poema no transcurre más que un solo momento irisado de mágicas sensaciones se subraya por el hecho de que todos los versos de la letrilla forman tan sólo un período gramatical. Pero en la limitación del tiempo transcurrido en esta letrilla a un solo momento hace un papel igualmente o aún más importante el recurso estilístico que aquí substituye al estribillo.

Me refiero a la idéntica o casi idéntica estructuración de las cuatro primeras estrofas de la letrilla IV, entre las que pueden señalarse dos subespecies: (a) la primera de éstas corresponde a las estrofas primera y segunda: no + adjetivo + substantivo /... / «o» («ni») + substantivo... / oración adjetiva introducida por «que»; (b) la segunda subespecie se da en las estrofas tercera y cuarta: «no» + substantivo + «que» + substantivo / oración adjetiva / «o» («ni») + substantivo... /... Y además de estos paralelismos, hay una correspondencia fuera de subespecie, entre el tercer verso de la segunda estrofa y el tercero de la tercera: «ni» («o») + substantivo + «que»... Tales series de paralelismos forman un interesante anticipo de esa aún más exacta estructuración estilística que Bousoño llamara «pluralidades paralelísticas» al hablar de la técnica de Bécquer. (En el caso de las pluralidades paralelísticas de éste no creo que se trate tanto de esa instintiva reacción del poeta decimonónico en contra de la anarquía romántica que dice el distinguido crítico y poeta moderno, como de un procedimiento que Bécquer debió aprender en sus primeros estudios poéticos, que fueron en los textos neoclásicos, pues las poesías de fray Diego González y otros poetas del setecientos ofrecen ejemplos ya muy desarrollados.) En todo caso, la unidad estilística de la letrilla aquí comentada refuerza no sólo su unidad temporal, sino también la unidad de los diversos elementos de su contenido como atributos metafóricos de un solo objeto de la contemplación.

Se repite, en parte, la técnica de la letrilla IV en otras del primer grupo. Por ejemplo, también en las letrillas XX, XXIII y XXXV se deja que se vayan asociando las ideas ante los ojos del lector sin que tampoco en estas poesías se supla hasta la última estrofa el lazo que une esas ideas en una impresión total. El paralelismo y la repetición de diversas clases hacen un papel importante: «¡Oh infiel pastor crudo, / crudo infiel pastor! / ¡Oh de mármol duro, / duro corazón!» (letrilla XXXV, página 420b). La deliciosa letrilla XXXIII mencionada antes, está como encuadrada en un marco por su repetición principal: son idénticas la primera estrofa y la última, compuestas de los versos siguientes, que recuerdan ciertos estribillos clásicos: «Una paloma blanca / como la nieve / me ha picado en el alma; / mucho me duele» (pág. 420b). Algunas veces con la acción progresiva se llega a sugerir algo semejante a ese in medias res prolongado que se logra con el estribillo en las letrillas del segundo grupo: por ejemplo, el «cansadita vengo» de la letrilla XIII (pág. 418b); o el uso del gerundio en los versos siguientes: «contándome cuentos, / cantándome letras, / diciéndome amores / y haciéndome fiestas» (pág. 420a). Al final de la letrilla XVII se deja la acción en suspenso, con lo cual se reitera el carácter esencialmente pasivo, contemplativo de toda la poesía: la aldeana ha salido una «mañanita alegre / del señor San Juan» a pescar, y pensando en su «tierno zagal», que la ha seguido, dice, en los últimos dos versos: «Y ese pececillo / no, no se me irá» (pág. 418c).

Comentando cierto texto de Aristóteles, el Ángel de las escuelas escribió: «El placer no está ceñido al tacto ni al gusto, sino que puede estar presente en cada uno de los sentidos, y señaladamente en el esfuerzo contemplativo de la mente... La actividad más perfecta es la del sentido y la mente bien adaptados a los mejores objetos que puedan ponérseles delante»15. Bien que sea en otro nivel, se logra en La esposa aldeana una armonía semejante entre los sentidos y la mente en la contemplación de lo bello. De ahí el placer que todavía puede darnos esta obra de Arcadio.





 
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