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Diego de Saavedra Fajardo «Fallimur opinione»

Mariano Baquero Goyanes





«A la vista se ofrece torcido y quebrado el remo debajo de las aguas, cuya refracción causa este efecto: así nos engaña muchas veces la opinión de las cosas. Por esto la academia de los Filósofos Escépticos lo dudaba todo sin resolverse a afirmar por cierta alguna cosa. Cuerda modestia y advertida desconfianza del juicio humano, y no sin algún fundamento, porque para el conocimiento cierto de las cosas dos disposiciones son necesarias de quien conoce y del sujeto que ha de ser conocido. Quien conoce es el entendimiento, el cual se vale de los sentidos externos e internos, instrumentos por los cuales se forman las fantasías. Los externos se alteran y mudan por las diversas afecciones, cargando más o menos los humores. Los internos padecen también variaciones o por la misma causa, o por sus diversas organizaciones. De donde nacen tan disconformes opiniones y pareceres como hay en los hombres, comprehendiendo cada uno diversamente las cosas, en las cuales también hallaremos la misma incertidumbre y variación, porque puestas aquí o allí cambian sus colores y formas, o por la distancia, o por la vecindad, o porque ninguna es perfectamente simple, o por la mixtiones naturales o especies que se ofrecen entre los sentidos y las cosas sensibles, y así de ellas no podemos afirmar que son, sino decir solamente que parecen, formando opinión y no ciencia. Mayor incertidumbre hallaba Platón en ellas, considerando que en ninguna estaba aquella naturaleza purísima y perfectísima que está en Dios, de las cuales viviendo no podemos tener conocimiento cierto, y solamente veíamos estas cosas presentes que eran reflejos y sombras de aquéllas, y que así era imposible reducirlas a ciencia. No deseo que el Príncipe sea de la escuela de los Escépticos, porque quien todo lo duda, nada resuelve, y ninguna cosa más dañosa al gobierno que la indeterminación en resolver y ejecutar. Solamente le advierto que con recato político esté indiferente en las opiniones, y crea que puede ser engañado en el juicio que hiciere de ellas o por amor, o pasión propia, o por siniestra información, o por los halagos de la lisonja, o porque les es odiosa la verdad que le limita el poder, y da leyes a su voluntad, o por la incertidumbre de nuestro modo de aprender, o porque pocas cosas son como parecen, principalmente las políticas, habiéndose ya hecho la razón de estado un arte de engañar o de no ser engañado, con que es fuerza que tengan diversas luces, y así más se deben considerar que ver, sin que el Príncipe se mueva ligeramente por apariencias y relaciones».


(De la Idea de un Príncipe Político Cristiano, «Empresa 46»)                


Recoge Saavedra Fajardo en esta «Empresa» un viejo lugar comida. Viejo y, sin embargo, nuevo en sus manos, conectado como está con todo el complejo propósito ético-didáctico de la Idea de un Príncipe Político Cristiano.

A lo largo de la obra del gran escritor murciano resuena tantas veces, y tan nítidamente, el tema del engaño -sobre todo del engaño sensorial, del cervantino engaño a los ojos- que un pasaje como el recogido en nuestras páginas de Antología adquiere especial interés, por cuanto nos permite ligar legítimamente el ideario barroco de Saavedra al de Gracián, perceptible sobre todo en El Criticón.

El barroco recorrido de Andrenio y Critilo por las edades de la vida del hombre tiene aquí su equivalente en este otro moralizador, adoctrinador recorrido que Saavedra Fajardo hace a través del vivir de un príncipe ideal, desde su nacimiento hasta su muerte. La alegoría en el mundo gracianesco, la empresa aquí, son los soportes de esos lentos y meditativos itinerarios, símbolos uno y otro de la vida del hombre, ya sea éste un príncipe, ya el hombre en pureza, el varón sin más, el Andrenio de Gracián.

Las etapas de esos caminos son difíciles de recorrer -vienen a decirnos Gracián y, Saavedra Fajardo- por el gran número de engaños y trampas que por todas partes surgen ante la mirada inexperta del hombre. A educar esa mirada -a cargarla de experiencia, de desengaño- tienden el escritor aragonés y el murciano. Las Empresas y El Criticón, así consideradas, son obras que definen bien el momento histórico y el talante espiritual de quienes las escribieron, espectadores de una Europa, toda ya confusión, y protagonistas de un vivir español amenazado de decadencia y falseamiento.

La literatura barroca española del siglo XVII está expresando una y otra vez, de mil maneras distintas, lo importante que para la sensibilidad de los hombres de tal época era el tema del engaño.

A poco que fijemos nuestra atención en las más significativas obras de ese tiempo literario español, veremos que en ellas, de una u otra suerte, el motivo del engaño funciona como resorte decisivo o, por lo menos, importante.

Si el D. Juan de Tirso es el prototipo del engañador, resulta, también serlo del engañado, al confiar en una posibilidad temporal de arrepentimiento a largo plazo. Y El condenado por desconfiado -sea o no de Tirso-, Paulo, es otro gran engañado, y esta vez no por confiar excesivamente como D. Juan, sino por caer en la desesperación de la duda y sucumbir a la tentación y al engaño del Demonio -el máximo engañador- que adopta forma, de ángel para mejor aprovecharse de su orgullo. Y, ya que hablo de Tirso, ¿qué decir de todo ese otro delicioso mundo menor de engaños que tendría quizás su mejor exponente en el incesante enredo de un D. Gil de las Calzas Verdes? El engaño, el trueque de personalidades, de vestidos, de damas que pasan por varones o de criados que pasan por amos y amos por criados, es el gran resorte del más ligero, musical e ingenioso teatro del XVII español.

Y si de éste saltamos a la novela, el Quijote nos ofrecerá la versión más humana y conmovedora del engaño barroco que todo lo confunde y mésela: molinos-gigantes, ventas-castillos, bacías-yelmos, etc. Toda la segunda parte es algo así como una continua mascarada hecha de trucos, de trampas, de tramoyas, de disfraces, de mentiras: bodas de Camacho, burlas de los duques, con Clavileño, con el encantamiento de Dulcinea, con el gobierno de Sancho; engaños de Sansón Carrasco y de Tomé Cecial, su falso escudero con sus falsas y gigantescas narices; engaños de la cabeza encantada en Barcelona, falsos pastores, falsos encantadores, falsos caballeros, etc. Sobre ese fondo de constante mentira -baja y cruel en ocasiones- destaca con más patetismo que nunca la pureza del noble ademán quijotesco.

El Buscón, de Quevedo, es algo así como la caricatura del engaño, su versión desorbitada y esperpéntica. La compadecible aparencialidad del hidalgo pobre al que Lázaro de Tormes sirvió en Toledo, se ha trocado aquí en las sucias trampas con que los caballeros buscones, en cuya cofradía ingresa D. Pablos, fingen inexistentes vestiduras o hartazgos de comida.

Todo es truco, todo es teatro. La vida misma lo es, y el tema del Gran Teatro del Mundo -de cuya versión en las Empresas de Saavedra Fajardo tuve ocasión de ocuparme en MONTEAGUDO- alcanza su pleno y barroco sentido, ligado a este otro tema del engaño, que ahora comento. Sus repercusiones alcanzan a la literatura española del XVII, cuyas más conocidas peculiaridades estilísticas -conceptismo y culteranismo- no son más que la expresión lingüística de ese tema del engaño. Conceptistas y culteranos mienten ingeniosamente, se apoyan una y otra vez en el engaño para sus agudezas y metáforas. Ni los clérigos altos y delgados son cerbatanas, ni los zapatos grandes, tumbas de filisteos; corno tampoco las aves son cítaras de pluma ni las manos blancas, cristales. Se cuenta -merced a toda una tradición literaria- con el asentimiento del lector, que gusta del engaño y lo acepta. Y cuanto más exagerado sea éste, mejor. Las bocas de D. Diego y D. Pablo han de ser desempolvadas tras su largo ayuno e inacción en el pupilaje del Dómine Cabra. La novia serrana de la primera Soledad puede hacer blanca la Etiopía con sus manos.

D. Quijote es un engañado ingenuo, como D. Juan lo es pecador o como Andrenio lo es inexperto y sensual. Pero existe también el autoengañado, el que se engaña -o finge engañarse, suma complicación del engaño- voluntariamente, para con ello alcanzar medro o por lo menos evitar la pública deshonra. Es el engañado espectador del Retablo de las maravillas cervantino o de aquellos otros prodigios -un águila de Júpiter, un gigante- que en la crisis El mundo descifrado, de El Criticón, enseña un charlatán bajo amenaza de pasar por ignorante quien no los vea, o con la promesa de conceder honores y riquezas a los que aplaudan y proclamen gigante al enano. Éste es el peor de los engaños, porque nace de la malicia y no de la ingenuidad, de la ambición y no de la generosidad quijotesca.

Como quiera que sea, el hombre ha de vivir en constantes alerta contra los engaños que a todas horas asaltarán su vida, contra lo que de inevitable teatro hay en la misma índole de ésta.

Saavedra Fajardo, en muchas partes de sus Empresas y muy especialmente en ésta de la que hoy transcribo un fragmento, previene al Príncipe contra las engañosas opiniones, con el emblema del palo que, sumergido en el agua, parece torcido. Es el más plástico ejemplo de engaño a los ojos, el que mejor puede enseñamos a desconfiar de la validez y seguridad de cuanto nos transmiten los sentidos, «instrumentos por los cuales se forman las fantasías». Barroca expresión ésta, muy tic Saavedra, que con ella parece darnos una de las más seguras claves para el entendimiento del arte y de la literatura de su época.

En un bellísimo soneto Sor Juana Inés de la Cruz supo cantar cómo la esquividad del huidizo amante importa poco, si la fantasía sabe apresar ese fugitivo amor:


poco importa burlar brazos y pecho
si te labra prisión, mi fantasía.


Esta fantasía barroca con la que siempre hay que contar, es la que crea el mágico mundo gongorino o el esperpéntico de tantas obras de Quevedo, es la que da noble acento humano y heroico al sueño y a la aventura de D. Quijote, es la que actúa sobre el mentir erótico de Don Juan, la que moviliza calderonianas damas duendes en las comedías, o vicios y virtudes en los Autos Sacramentales, la que haces sentirse a un pícaro descendiente de los godos y le permite moverse por el mundo, orgulloso de su linaje y de su libertad. Es, en definitiva, la que hace dudar a Segismundo -en el gran teatro de la existencia- de cuáles son los límites entre sueño y realidad, entre ilusión y desengaño.

Pero si esta fantasía es movilizable y aprovechable positivamente, hay que conocer también sus quiebras y sus efectos negativos.

Desde una ladera intelectual y cristiana, Gracián y Saavedra Fajardo predican, desengaños y enseñan últimas verdades.





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