Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Dimensiones de la acción educativa de Ortega

Antonio Rodríguez Huéscar



(Homenaje al Dr. Ludwig Schajowicz, distinguido colega y querido amigo, incorporado de por vida brillantemente a los destinos de la filosofía de lengua española, a la que ha aportado su personalísima perspectiva, desde el mirador entrañable del Departamento de Filosofía de la Universidad de Puerto Rico, que él dirigió durante tanto tiempo, y en el que tuve el honor de trabajar junto a él y otros ilustres compañeros de 1956 a 1970. He elegido para este homenaje el trabajo que sigue, en lugar de cualquier otro de tema puramente teórico, por proceder yo directamente del magisterio orteguiano y por tener Ortega diversos modos de presencia en la U. P. R., comenzando por la que, a través de su discípulo el Dr. Jaime Benítez, principal forjador de esta Universidad, tuvo en la constitución de la misma).





Tres dedicaciones vocacionales colmaron y, por tanto, puede decirse que constituyeron íntegramente la vida de Ortega: la del pensador, la del escritor y la del educador. Pero son tres dedicaciones tan íntimamente vinculadas que se resumen en una sola: la consagración de la vida a la verdad, de la cual resultan ser tres funciones necesarias e inseparables, a saber: (1) buscar la verdad; (2) expresarla y comunicarla; (3) hacerla fértil para su circunstancia. Las tres están implicadas o, mejor, esencialmente «complicadas» en la famosa fórmula de Ortega: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo». De esta fórmula biproposicional -ya convertida en tópico o frase hecha a fuerza de repetirla mecánicamente- sólo se suele citar la primera proposición, sin advertir que, separada de la segunda, pierde su verdadero sentido, al quedar mutilada de la mitad del mismo: la segunda proposición, referente a la «salvación». En la primera se describe el hecho radical de mi vida, en su originaria dualidad metafísica; en la segunda se especifica o cualifica ese «hecho» precisamente como no consumado, como una especie de «postulado» o de propuesta, algo «proyectivo», en permanente riesgo de pérdida y que yo tengo que salvar; o, como dice también Ortega, no es un factum, sino un faciendum: algo por hacer, un que-hacer. Mi vida, por tanto, se va constituyendo en esa tarea «salvadora» de doble, pero convergente, dirección, tarea que, por lo demás, puede revestir múltiples formas. La que Ortega eligió, a la que se sintió inconteniblemente vocado, fue la de su propia salvación a través de la de su «circunstancia» -es decir, su vida íntegra- por «la vía de la verdad», es decir, por la filosofía. Sintió esta imperiosa «llamada» como destino o misión indeclinables, y decidió ser fiel a ella. En otros términos: la aceptación entusiasta de este destino, la identificación total con él, el amor fati, fue ya para Ortega la base misma de su cumplimiento, esto es, la verdad de su vida: cualquier otra dedicación hubiera sido, pues, una falsificación -y, en esa medida, una pérdida- de ella.

Valgan estas palabras introductorias como permanente esquema de referencia para la adecuada intelección de todo lo que sigue.

De lo dicho se infiere que el magisterio, la función magistral, hubo de ser en Ortega, dadas las altas calidades de su personalidad intelectual y moral, algo así como una «segunda naturaleza», por lo que, en cualquiera de las varias áreas en que su acción se proyectó, ésta resultó «magistral», en el sentido más fuerte de la palabra, es decir, creadora. El hecho de esta variedad de áreas o campos de actividad de Ortega ha podido ser alguna vez interpretado como una dispersión de su pensamiento o una vacilación de su vocación, cuando lo que en realidad sucede es todo lo contrario -hoy es esto ya evidente para cualquiera que conozca un poco a fondo su vida y su obra: esa múltiple actividad respondió en él a la interna necesidad de realizar en plenitud esa «misión» o «destino personal», esa «vocación» antes mencionada, que no era otra que la filosofía o, si se prefiere, la consagración de la vida a la verdad. Lo cual implica, a su vez, que Ortega encarnó una manera nueva y original de entender la filosofía y, por tanto, la verdad misma; una manera a la cual le pertenece intrínsecamente la posibilidad de exigir, en determinadas «circunstancias», ese plural despliegue de vectores de actividad. Y tal posibilidad se convierte en Ortega, precisamente por «razones circunstanciales», en efectiva necesidad y realidad. Ello significa, ni más ni menos, que para ser filósofo (para serlo auténticamente y no miméticamente, se entiende, es decir, filósofo creador, en la acepción más rigurosa), Ortega necesitó ser todas esas cosas que fue -literato, humanista, orador, periodista, editor, etc., además de profesor universitario y autor de «obras de filosofía- lo que él llamó alguna vez su polypragmosyne. Y la razón más obvia de ello es que el gran descubrimiento filosófico de Ortega fue precisamente que la verdad es inseparable de la vida, en el sentido preciso de constituir una función esencial suya: primero, porque su «objeto» (cuando se trata de la verdad filosófica, por supuesto -y tomando el término «objeto» en un sentido lato, o más bien figurado) es la vida misma, y, segundo, porque ésta -y, con ella, también la propia verdad- es «circunstancial». Hasta Ortega, esta «circunstancialidad» de la filosofía fue algo real, pero no consciente. Con Ortega, por vez primera, esa circunstancialidad se convierte, no sólo en algo «sabido», sino en una exigencia «deliberada» del pensar filosófico, y ese «saber» y esa «exigencia» son a la vez parte esencial de la tarea filosófica y determinante de su estructura. De acuerdo con este principio rigurosamente metódico -primero sólo intuido, con ese certero olfato del pensador de raza, luego, muy pronto, ya plenamente poseído-, Ortega hubo de hacer su filosofía en vista y en función de su circunstancia española, y fue ésta la que le obligó -por razones intrínseca y hasta «técnicamente» filosóficas- a ser «aristócrata en la plazuela», a «seducir» a los españoles hacia la filosofía «por medios líricos», incluso, alguna vez, hasta a «intervenir» en política, etc., etc.

Y fue por virtud de todas estas peculiaridades por lo que Ortega hubo de ser el maestro por antonomasia: el que da más (magister viene de magis), el que aumenta con su «autoridad» (auctor y auctoritas vienen de augeo = aumentar) nuestro peculio intelectual, espiritual, incluso emocional. Su acción formadora, educadora (educatio significa acción de sacar, conduciendo o guiando, a alguien desde lo que ya es a un ser mejor, más pleno o más «auténtico», como explica el propio Ortega en diversos escritos), fue siempre y simultáneamente acción creadora, que es el grado más alto que puede alcanzar una paideía, y se ejerció sobre la sociedad entera, pero, claro está, orgánicamente, esto es, actuando en forma articulada y progresiva sobre todos los centros o puntos vitales de la misma: fue maestro en la vida pública y en la privada; actuó sobre individuos, sobre grupos, sobre -o desde- instituciones, y, en fin, sobre el cuerpo social entero: primero, sobre el nacional; luego, muy pronto, sobre todo el ámbito hispánico; después -aunque en formas y sobre núcleos más limitados- también sobre el europeo y norteamericano, en una especie de onda expansiva que aún sigue, y seguirá, dilatándose. Y convirtió su acción sobre cada uno de esos espacios humanos en una especie de «seminario perpetuo», en el sentido etimológico de la palabra. Ortega fue, en efecto, por excelencia, el inseminador, pero lo fue en la forma más particularmente difícil y esforzada, pues tuvo que empezar por crear la semilla -las ideas-, pero también, simultáneamente, por roturar y preparar el campo -la conciencia de las gentes- para su recepción germinativa, y, además, por forjar los instrumentos para el cultivo o la labranza -esencialmente, un lenguaje adecuado y los propios órganos o vehículos de difusión del mismo (periódicos, revistas, ediciones de libros, etc.).

Así, pues, el magisterio de Ortega, como las demás «dimensiones» de su compleja y rica personalidad, resulta ser él mismo «pluridimensional», y el análisis completo de sus diversos aspectos requeriría por sí solo volúmenes enteros (ya se han escrito estudios considerables -y entre ellos, el más extenso y documentado que conozco: uno de 650 páginas, de Robert McClintock, Man and his Circumstances: Ortega as Educator, New York, 1971 -con mayor o menor fortuna, sobre el tema), pues tendría que recoger, no sólo esa multiplicidad de «direcciones» de su acción educativa, sino también las diversas perspectivas en que éstas fueron «vistas», «sentidas» o «vividas» por su vasta «circunstancia» o descendencia discipular, en el sentido más amplio de este término. La más sucinta enumeración de estos aspectos o dimensiones debe incluir, por lo menos, los siguientes:

1. La de sus «dotes innatas», que lo impuso como maestro desde su primera juventud.

2. La de su influencia literaria, como maestro de la lengua y, por tanto, de escritores.

3. La de su vasta acción «socrática» -pregnante y «mayéutica» a la par-, a través de la Prensa, sobre toda la sociedad española e hispanoamericana.

4. La ejercida mediante sus otras importantísimas «empresas» publicitarias y editoriales.

5. La de su palabra hablada, en el ámbito reducido, flexible y plástico del diálogo o la conversación con grupos reducidos -tertulia, viajes, paseos- o simplemente en coloquio interindividual.

6. La de su palabra «pronunciada», en sus diversas actuaciones oratorias ante grandes públicos, en cuyo aspecto Ortega fue uno de los últimos grandes retóricos de Occidente.

7. La de su llamada «actividad política» (que siempre fue, más que política, «educativa»).

8. La dimensión estrictamente «docente» o «académica», como profesor universitario.

9. La dimensión que pudiéramos llamar «envolvente» o «motriz», porque, en efecto, engloba, implica y dinamiza a todas las demás: la del maestro de filosofía, la del gran filósofo creador.

Veámoslo sumariamente refiriéndonos por separado a cada una de esas nueve dimensiones o aspectos de su magisterio que quedan señalados.

1. Las dotes innatas. Es indudable que Ortega las poseía, y en grado excepcional. Es unánime, aunque diversamente matizado, el testimonio de quienes le conocieron acerca de su «magnetismo personal» y de esa especie de «emanación de autoridad» a que antes me he referido, que le impuso ya como «maestro» desde su primera juventud, es decir, cuando todavía ni el pleno dominio de su pensamiento original ni la importancia de su obra -muy incipiente aún, aunque adornada desde el principio por valores intelectuales y literarios de estilo y acento propios, y muy nuevos- justificaban por sí mismos este amplio halo de respeto que le rodeaba, por lo que hay que pensar que la causa de ello radicaba en buena parte en la sensación de seguridad y de dominio de sí que producía toda su persona, desde su aspecto físico -esa «asombrosa doncellez y pureza» de su mirada, en la que transparecía su admirable «pureza intelectual», y ese como «aplomo mecánico» en que su figura entera parecía descansar, como «sobre recia peana», según lo describe Ramón Pérez de Ayala en Troteras y danzaderas-, hasta su palabra hablada o escrita, por lo visto ya entonces dotada de la virtud de suscitar o «contagiar» entusiasmo, virtud que siempre había de conservar. De esa época juvenil dice también Pérez de Ayala: «Aunque sus obras completas filosóficas no pasaban todavía de un breve zurrón de simientes de ideas, habíale bastado tan flojo bagaje para granjearse la admiración de muchos, la envidia de no pocos y el respeto de todos, sentimiento este último de mejor ley y más difícil de inspirar que la admiración» (Troteras y danzaderas, Madrid, 1930, p. 130). Y Federico de Onís, refiriéndose también al Ortega de los veinticinco a los veintinueve años, nos dice: «Ortega, que nunca fue un institucionista, mantuvo siempre relaciones amistosas con las personas de la Institución» -se refiere a la Institución Libre de Enseñanza-, «de don Francisco Giner para abajo, quienes vieron en él el maestro indiscutido de la nueva generación. Tampoco perteneció Ortega a la Junta» -a la Junta para Ampliación de Estudios- «ni a ninguno de sus centros de investigación y de enseñanza; pero en todos ellos era mirado como maestro y prestó a las personas que en ellos trabajaban su constante consejo y colaboración. Nadie como Ortega podía hablar a todos los científicos, como filósofo, por ser la filosofía la ciencia de las ciencias, y como político, que veía en la organización de la cultura la fuerza principal para la creación de una nueva España. Les daba lo que ellos no tenían y no vacilaron en reconocerle como maestro» (F. de Onís: Ortega joven, en Asomante, San Juan, Puerto Rico, Octubre-Diciembre, 1956, p. 19).

Pero en esta cuestión de las «dotes» hay que andarse con cuidado, pues en la creatividad no se trata tanto de su mera «posesión» cuanto del uso que de ellas haga quien las posee; en definitiva, de su «puesta en obra». En el empleo de estas expresiones -«dotes», «talento», «aptitudes», «facultades», «capacidades»- siempre ha operado una confundente ambigüedad. En rigor, las «dotes» no lo son si no se ponen en obra: no es aquí lo importante la «potencia», sino el «acto», como diría un buen aristotélico. Y ahí radicó la verdadera genialidad de Ortega, y esa fue también la base de su temprana «jefatura espiritual», según la filiación que de ella hizo Francisco Romero, y cuyos requisitos serían: 1.º, «universalidad, la capacidad de atender a cuestiones muy diversas y de cubrir con su influencia una zona muy vasta del paisaje cultural y social»; 2.º, «la autoridad, un prestigio personal que no puede cifrarse únicamente en la inteligencia y en el saber [...] sino que requiere la consistencia moral y aun cierta vocación innata por el mando»; 3.º, «la postura renovadora o reformadora». Todos ellos se dieron, en efecto, preeminentemente en Ortega y contribuyeron a configurar «una vocación magistral que sin duda era connatural con él» y a hacer que fuese «en la España de su tiempo [...] mucho más que 'un filósofo', la filosofía misma» (las expresiones entrecomilladas son de F. Romero, en su libro Ortega y el problema de la jefatura espiritual, Buenos Aires, 1960). Las «dotes naturales» de Ortega, pues, aunque excepcionales, fueron sólo un instrumento -espléndido, eso sí- al servicio de la plena efectividad de otras «dotes» o capacidades, ya no naturales, sino, si se quiere, «espirituales», es decir, operantes desde el fondo personal del «hacer» y, por tanto, del querer libre y responsable.

2. La influencia literaria. Sobre este aspecto de su magisterio no es necesario insistir mucho, pues es el que ha suscitado más extensas coincidencias valorativas. Cuando tantos méritos se le han regateado -o claramente negado por los «antípodas»-, nadie, que yo sepa, ha dejado de reconocerle la condición de escritor de primerísima categoría, aunque casi siempre este reconocimiento llevase envuelta la aviesa intención de negarle la condición de filósofo -porque estas mentes preclaras creían a pies juntillas que lo uno era incompatible con lo otro. Que Ortega fue uno de los grandes maestros de la lengua española, que forjó un gran estilo de decisiva influencia en el triple ámbito del lenguaje filosófico, del literario, e incluso del coloquial, son hechos ya universalmente admitidos. Pero, como dice Marías: «En un filósofo, el estilo suele parecer secundario y casi irrelevante; creo exactamente todo lo contrario: el estilo -o su 'ausencia' en ocasiones, que es una forma peculiar de estilo- es el supuesto básico de toda filosofía, pues en esa 'instalación' y en ese 'temple' se dan la primera vivencia y la primera interpretación de la realidad, que la filosofía se esforzará por formular en el orden de las significaciones. El estilo es sustrato, y por tanto parte intrínseca, de toda doctrina filosófica, y a la vez pauta que podría permitir el grado de autenticidad de su relación» (Ortega. I, pp. 265-266). Otro ilustre discípulo suyo, J. Gaos, dice de él: «Personalmente, lo tengo por el más grande prosista español desde Quevedo y Gracián» (Sobre Ortega y Gasset, México, 1957, p. 107). Y un tercero, Manuel Granell: «Desde Ortega -nadie puede negarlo- se escribe mejor en lengua castellana, y hasta sus enemigos -discípulos todos ellos sin saberlo- se beneficiaron velis nolis de su recreación estilística» (Ortega y su filosofía, Madrid, 1960). Pero no es cuestión aquí de acumular testimonio, ni tampoco de entrar en las características peculiares del «estilo» orteguiano. Sobre él hay ya abundante «literatura», aunque sean pocos todavía los trabajos de gran empeño, verdaderamente lúcidos o proporcionados a las calidades y a la significación del autor, así como al amplísimo reconocimiento de su alta jerarquía. De entre los que me son conocidos, yo recomendaría especialmente -sin posponer ni menospreciar otros- el de Ángel Rosenblat, Ortega y Gasset: lengua y estilo (por la cuidadosa atención «profesional» que dedica al tema), el de Juan Marichal, La singularidad estilística de Ortega (más breve, pero muy penetrante) y sobre todo, la Sección Segunda del libro de Julián Marías Ortega. I, que da la pauta, diríamos, del tipo de trabajo que requiere este asunto, el cual ofrece especiales dificultades, por exigir una preparación en diversos campos del saber que no es frecuente encontrar entre los críticos ni entre los filólogos. A mi juicio, lo que más importa desentrañar en el estilo de Ortega -y a ello se dedica buena parte del estudio de Marías- es la red sutil de conexiones y correspondencias funcionales entre las formas expresivas de su escritura -o, en general de su «palabra» -también la hablada- y la vivaz modulación interna de su pensamiento, tan alerta y dinámico, en su mutuo y permanente influirse, y de cuya perfecta armonía y ajuste brota la eficacia de aquélla -de la palabra, digo-, no sólo como órgano de comunicación, sino también de hallazgo o «des-cubrimiento» de verdades y, simultánea y correlativamente, también de hallazgos estéticos: inflexiones rítmicas de la prosa, inventiva metafórica -pero con carácter rigurosamente «metódico»-, y «dramatización», «ironía», etc., siempre estrechamente disciplinadas y adaptadas a ese fin primordial del encuentro, expresión y comunicación de la verdad. Ahora bien, la proyección «literaria» de Ortega -siempre inseparable de la filosófica y la educativa- revistió diversas especificaciones «circunstanciales» que podrían dar lugar a una distinción entre los «géneros» cultivados por Ortega. Y esto nos puede brindar un enlace con el tercer punto.

3. Acción «socrática» en la «plazuela». Una de las más características entre estas especificaciones fue, en efecto, la periodística. El periódico tiene, como es sabido, un significado primordial en la actividad y en la vida toda de Ortega, y el hecho biográfico de que, como él mismo dice, naciese «sobre una rotativa» no fue en absoluto un determinante de esta vocación -o aspecto esencial de la gran vocación orteguiana-, sino sólo una especie de «feliz azar» o «circunstancia» que facilitó su cumplimiento inicial en el diario familiar, El Imparcial. Pero si no hubiera tenido tan a mano el periódico, lo hubiera buscado, o lo hubiera fundado él mismo, como efectivamente lo hizo cuando le faltó. Porque el periódico era para Ortega no menos que la «plazuela» o el «ágora» en que necesitaba desplegar su acción socrática -complementaria de la que siempre ejercitó también mediante su palabra hablada-, es decir, un resorte o recurso esencial de su magisterio. ¿Maestro de periodistas, pues? Sí, pero este mérito, también «literario», era lo menos importante; lo verdaderamente decisivo era que Ortega necesitó el periódico para cumplir una misión de mucha mayor envergadura: la de educador de todo un pueblo -«pedagogo de su pueblo», le ha llamado también Gaos. Encaja esta dimensión tan importante de su acción educativa dentro de una necesidad histórica genérica, sentida y expresada de diversas formas por los sectores minoritarios más alerta del país desde un par de generaciones antes -regeneracionismo, Institución Libre de Enseñanza, movimiento noventayochista, Unamuno y su polémica en torno a la «europeización y al «casticismo», etc.-, pero que encuentra en Ortega la respuesta más cualificada, rotunda y constructiva. La prensa diaria le es, pues, imprescindible, y, cuando se ve obligado a abandonar El Imparcial (por el impacto de su famoso artículo «Bajo el arco en ruinas», en el que pedía unas Cortes Constituyentes), es el inspirador de la fundación de El Sol -en realidad su verdadero co-fundador, o fundador «espiritual»-, en 1917, por don Nicolás María Urgoiti, periódico que fue desde entonces su diario, que marcó un hito en la historia del periodismo español, en cuyos «folletones» publicó Ortega partes tan importantes de su obra como España invertebrada, La rebelión de las masas, Qué es el conocimiento, y cuya influencia en la vida cultural española fue tan considerable. Pero no le bastaba con la prensa diaria; necesitaba también la revista de alta cultura, para actuar, ya a otro nivel, sobre las minorías intelectuales, y así, funda ya en 1915 la revista España, un semanario «nacido del enojo y la esperanza» españoles, y en el que colaboraron las principales figuras de su tiempo, incluido todo el 98. Después vendrán El Espectador (1916) y la Revista de Occidente (1923). Pero esto pertenece ya al punto siguiente.

4. Otras empresas publicitarias y editoriales. En efecto es bien conocida la vasta tarea que Ortega llevó a cabo en este terreno, y su impar significación e importancia para la puesta al día cultural del mundo hispánico. Se inicia ya esta tarea con las publicaciones de la Residencia de Estudiantes, dirigida entonces por Alberto Jiménez Fraud, con quien Ortega tuvo una gran amistad. La Residencia -vuelvo a citar a Onís- «fue uno de los centros cotidianos de la vida de Ortega por entonces» y un centro de reunión de intelectuales que acudían al jardín por la tarde para conversar sobre la organización de cursos y conferencias o, también, de planes relacionados con la Junta de Ampliación de Estudios. «Llegaban por allí» -dice Onís- «otras personas interesadas en la obra de la Junta para Ampliación de Estudios y se sumaban a la conversación general en torno a Ortega» (Op. cit., p. 20). De aquellas conversaciones salieron las publicaciones. «Algunas de aquellas conferencias» -sigue contando Onís- «se publicaron en libro, como una de Eugenio D'Ors, otra de Luis de Zulueta y una mía, titulada Disciplina y rebeldía. Con ellas se iniciaron, bajo dirección espiritual de Ortega y la tipográfica de Juan Ramón, las publicaciones de la Residencia, que significaron la afirmación de ciertos valores supremos españoles, al publicar la primera obra de Ortega, Meditaciones del Quijote, y recoger por primer vez los Ensayos de Unamuno y las Poesías completas de Antonio Machado» (Loc. cit.). Ya he mencionado la revista España (1915) y El Espectador (1916). Este último fue una fundación «juanpalomiana», pero nacida con propósitos de publicación periódica. Entre 1916 y 1934 fueron apareciendo -por supuesto, sin periodicidad-, hasta ocho tomos, que hoy integran el II de las Obras Completas, en los que aparecieron artículos y ensayos que constituyen una parte esencial de la obra orteguiana. Vino luego la Editorial Calpe (1920), también fundada por el benemérito Urgoiti, pero, como El Sol, también con el patrocinio intelectual de Ortega, que en ella dirigió la Biblioteca de ideas del siglo XX, en la que reúne obras de las «más características del tiempo nuevo» -según lo expresa en su presentación- «... desde la matemática a la estética y la historia», como «prueba brillante» de algo -dice- que «desde hace tiempo sostengo en mis escritos», a saber: «que existe ya un organismo de ideas peculiares a este siglo XX que ahora pasa por nosotros». Es sabida la importancia cultural que esta editorial -que después se convirtió en Espasa-Calpe- tuvo para todo el mundo de habla española. Pero la culminación de todas estas empresas fue la fundación más genuina y madura de Ortega, y también la de máximo influjo y vasta difusión: la Revista de Occidente (1923), en su doble aspecto de publicación periódica -hace poco vuelta a renovar, en su cuarta etapa, por la hija del filósofo, Soledad Ortega- y de editorial. No es posible dar cuenta aquí, ni aun en extrema sinopsis, de la vasta y selecta producción de la Revista, en su doble condición, ni es fácil tampoco resumir en pocas líneas lo que esta empresa de alta pedagogía representó como logro máximo del viejo ideal -y esfuerzo- orteguiano de «europeización» de España y de su elevación cultural «al nivel de los tiempos». Volveré a traer el testimonio de Gaos, por ser, quizá, de todos los discípulos directos y más próximos de Ortega, el más parco en el elogio: «No me parece exagerado decir» -escribe- «que la Revista de Occidente, lo mismo si se piensa sólo en la revista que si se amplía el pensamiento a la editorial, es la representación suprema, en el aspecto intelectual, de un período de la cultura española, y aun de la cultura de los demás países de lengua española, que se extiende a más que el aspecto mentado. Es el período presidido en España, y no exclusivamente en el mismo aspecto, por Ortega y Gasset, y de la influencia de éste en los restantes países de lengua española» (J. Gaos, Pensamiento de lengua española, México, 1943, p. 293). En efecto, en las publicaciones de la Revista de Occidente, que introdujeron en el mundo hispánico lo más vivo y fértil del pensamiento europeo, anticipándose en esto, a veces en bastantes años, a otros países de Europa, incluso de los más cultos en sus intercambios de pensamiento, se formaron varias generaciones de intelectuales españoles e hispanoamericanos.

5. La palabra hablada: conversación, diálogo, tertulia. En la Revista de Occidente encontró Ortega también ocasión para dar satisfacción cumplida a otra de sus necesidades más genuinas de comunicación: el diálogo directo, en una de sus formas más clásicas españolas, pero también con inflexiones nuevas: la tertulia. Ya desde muy joven, Ortega buscó ocasiones -o fue buscado por otros con el mismo fin- para este diálogo en grupo reducido, que no fuese la «castiza» tertulia de café, generalmente anárquica, gárrula y maldiciente -ya hemos mencionado antes un ejemplo, en la de la Residencia de Estudiantes-. La famosa «tertulia de la Revista» debe considerarse como otra original «fundación» orteguiana -no catalogada por Luzuriaga, aunque participó de ella-, en la que se combinaban de modo sui generis rasgos de la conversación diaria o periódica entre amigos con otros ya más propios de la «tertulia literaria» y, en fin, con otros nuevos que Ortega le imprimió y que le daban -como a todas sus actividades «comunicativas»- un cierto aire de «seminario» informal. Era como un organismo flexible y plástico que podía adoptar modalidades diversas, según la ocasión, la «circunstancia» o la concurrencia, pero siempre dentro de unas normas tácticas de decoro, pulcritud y altura intelectual -que no excluían, por supuesto, el humor, la broma ocasional y hasta el chiste- y que traducían el «estilo» de Ortega. También en este nivel de comunicación fue Ortega maestro excepcional. En algunos escritos míos he tratado de describir el poderoso, casi fascinante, impacto de su palabra en el oyente o interlocutor (que en la conversación con Ortega siempre lo era efectivamente, pues -a diferencia de Unamuno- nunca pretendía acaparar la atención, convirtiendo el diálogo en monólogo, sino que, por el contrario, sabía y quería escuchar como pocos, y a todo el mundo -salvo a los que vetaba, por razones principalmente morales-, mostrándose siempre abierto y receptivo). La tertulia de la Revista fue un selecto y estimulante «lugar de encuentro» -como se dice ahora- de la vida intelectual española, libremente aglutinada en torno a su mentor máximo. Los contertulios procedían de los más diversos sectores de la vida cultural y, generalmente, eran figuras sobresalientes en cada uno de ellos, aunque tampoco faltasen personas más oscuras, si bien normalmente de fino espíritu, unidos a Ortega por lazos de amistad o de admiración, y hasta jóvenes discípulos. Para los más jóvenes, en el período anterior a la guerra civil -entre los cuales estaba yo- Ortega solía reservar alguna hora de la mañana, mientras que la tertulia general era por la tarde o prima noche. (Con los discípulos tenía también reuniones especiales fuera de la Revista, por ejemplo, en algún café, o en excursiones, o en los largos coloquios que a veces seguían a las clases en la Facultad, en lento paseo desde ella hasta la plaza de la Moncloa, de modo que la comunicación con él era casi constante). Yo asistí a la tertulia general en su período posterior a la guerra, desde el regreso de Ortega a España hasta su muerte. Como dice Gaos, en la tertulia tuvo Ortega muchos de los mejores momentos de su vida intelectual -«qué cosas no le oímos en ella, que renovaban siempre la admiración, con admiración incluso por semejante renovación» (Op. cit., pp. 295-296). Una nómina, aunque seleccionada, de las personas que en la tertulia de Ortega conocí, y de cuyos saberes, talentos y a veces amistad me beneficié, resultaría demasiado prolija, y siempre quedarían trasconejados en los sótanos de mi mala memoria nombres dignos de figurar en ella. Básteme con decir que en ella estarían, junto a los familiares de Ortega y a Fernando Vela -que, como «de la casa», eran contertulios permanentes- y a algunos condiscípulos -y en ambos grupos también hay nombres ilustres- muchos de los más preeminentes en el campo de la ciencia, de la filosofía, de la literatura y del arte, para no citar más que los sectores culturales usualmente más destacados.

6. La palabra «pronunciada»: retórica, oratoria. Ortega tuvo un dominio pleno de la palabra hablada -tanto como de la escrita-, en todos sus niveles, desde el coloquial hasta el oratorio, pasando por el que, aunque con muchas reservas, podríamos llamar «didáctico» o «docente» -me refiero, claro está, al lenguaje de la cátedra universitaria, que en Ortega revistió formas diversas, según los auditorios, y rayó siempre una gran altura de claridad, belleza y rigor (de ahí mis reservas al denominarlo «didáctico» o «docente», términos que sugieren la pesadez o la rutina académicas). No podía esperarse menos del peculiar tipo de pensador y de educador que él encarnó paradigmáticamente: la palabra fue, no sólo el gran instrumento de sus labranzas comunicativas y educativas, sino también de las intelectuales -sin las que aquéllas no habrían sido posibles-: palabra «dialogada», «pronunciada», escrita. En cualquiera de estos niveles y usos supo hacer de ella un arte admirable. Por eso, no podía renunciar a la «retórica», en el sentido clásico de «oratoria». Y, en efecto, fue uno de los últimos grandes oradores de Occidente. Pero, como Platón, Ortega distinguió muy bien entre una buena y una mala retórica. Platón, en el Fedro, caracteriza a la primera por su esencial vinculación a la verdad, y la opone a la «convencional» y meramente «persuasiva» del sofista. Ortega, siendo todavía muy joven, viene a decir algo equivalente cuando caracteriza al buen orador como el hombre que «acierta a percatarse de las circunstancias», que «se hace cargo de ellas», sí, pero «con tal que no se olvide de ninguna. Y hay oradores que saben ampliar lo circunstancial hasta confundirlo con lo humano: su voz sigue resonando con eviterna actualidad» («Vejamen del orador», Obras, I, 557). Ortega fue uno de ellos -¿quizá el último?-. Marías ha destacado el lugar de la retórica orteguiana, salvada entre los dos escollos de la huera «fraseología» y de la indisciplinada y bárbara «sinceridad» (según lo ve el propio Ortega en el ensayo que lleva ese título: «Fraseología y sinceridad»), y la llama «una nueva retórica, una retórica auténtica», es decir, una retórica de la autenticidad (en Ortega. I, Madrid, 1960, pp. 330-335) -lo que, en lenguaje orteguiano, equivale a retórica de la verdad-. Ortega, sin embargo, prefirió siempre el breviloquio, es decir, el diálogo, a la «macrología» o hablar largo, como prefirió -también igual que Platón- la palabra hablada a la escrita. Curiosa coincidencia en quienes fueron dos formidables escritores. Ortega lo expresa clarísimamente cuando -en Prólogo para alemanes- proclama: «La involución del libro hacia el diálogo: este ha sido mi propósito».

7. La actividad política. Este es otro de los aspectos, aunque parezca quizá algo extraño, a primera vista, del magisterio orteguiano. Los equívocos sobre esta parte de su actividad han sido considerables y han solido originarse en la torpe obnubilación que el apasionamiento o el mero partidismo políticos -a veces, también, la simple ignorancia- producen en quienes los padecen. Y el equívoco comienza ya con el simple hablar de «la actividad política» de Ortega, englobando toscamente en esta expresión todo lo que Ortega hizo en relación con la política, o, en el mejor de los casos, limitándose a distinguir entre «pensamiento» político y «acción» política, cuando la verdad es que, tanto en uno como en otro orden, hay que hacer nuevas y muy matizadas distinciones (por ejemplo, en el primero, la distinción entre un doctrinal filosófico-político y un comentario, generalmente periodístico, a los hechos concretos de la política cotidiana, el cual, de algún modo, constituye ya un cierto tipo de acción; y, en el segundo, la diferenciación entre varias formas de «acción política», de las cuáles sólo una, y durante un tiempo brevísimo, se aproxima -sólo se aproxima- a lo que corrientemente se entiende por acción o praxis política). No puedo entrar ahora en esta cuestión -me he ocupado de ella con alguna extensión en otro lugar-, pero sí diré que todas las modalidades de la actividad política orteguiana son otros tantos menesteres de su gran tarea vocacional: la «salvación de su circunstancia» por la verdad, y se insertan plenamente dentro de su acción educativa. Ya en fecha tan temprana como 1908, en un artículo titulado «La conservación de la cultura» (publicado en la revista Faro), aparece la concepción orteguiana de la política como educación, idea que perdurará básicamente a lo largo de toda su actividad relacionada con aquélla. En él afirma taxativamente: «la función central de la política debe ser la educación» (Obras, I, 43), y habla repetidamente de «pedagogía política», antecedente de su famosa conferencia de 1910 en Bilbao La pedagogía social como programa político, en la que usa ya la expresión literal de su maestro Natorp, y la asume, pero inyectándole un significado propio y cada vez más liberado de los supuestos «escolares» de Marburgo. En realidad, las fuentes de esta idea son mucho más lejanas, pues se remontan a la paideía socrática y a la politeía platónica, dos relevantes influjos, que podríamos llamar «congeniales», en la formación de Ortega. Así, su primera fundación propiamente política, en una fecha decisiva de su vida, 1914 -la fecha en que Ortega «se da de alta en la vida pública», según la expresión de Marías-, es una Liga de educación política española, es decir, es un programa ambiciosamente educativo, aunque orientado hacia la concepción y proposición de una «nueva política», expuesto en el prospecto de la Liga y, más ampliamente, en su famosa conferencia de ese mismo año en el Teatro de la Comedia titulada Vieja y nueva política. No puedo detenerme ahora para mostrar cómo, incluso en su breve intervención en la política «práctica», con la Agrupación al servicio de la República, toda su actividad política ulterior se mueve en esta misma línea. (Y puedo dar testimonio personal de que sus ideas, en este aspecto, no cambiaron, porque pertenecí al último grupo de jóvenes que acudieron a él en busca de orientación política).

8. La actividad docente o «académica». Ortega ingresa muy joven en la vida académica, primero -a los veinticinco años- como profesor de Psicología, Lógica y Ética en la Escuela Superior del Magisterio. En 1910 -a los veintisiete años- obtiene por oposición la cátedra de Metafísica de la Universidad Central. De su primer curso en esta cátedra (iniciado el 1 de octubre de 1911) nos dice Federico de Onís: «Asistí a este curso como estudiante, a pesar de que ya era catedrático, cosa que no tenía nada de particular en aquella ocasión porque yo era el más insignificante entre las cuarenta o cincuenta personas que asistieron al curso. No recuerdo a todos, pero desde luego el más importante era don Francisco Giner de los Ríos, con su barba blanca venerable, sentado allí días tras días como un párvulo. Sin citar nombres, diré que allí estaban personas de los campos más diversos y entre ellas se destacaban algunas de las más ilustres de España en la Ciencia: físicos, juristas, historiadores y filólogos» (Asomante, 4, 1956, pp. 17-18). He traído aquí esta cita (de gran valor e interés testimonial, por lo demás) porque señala un rasgo, en la misma iniciación de la docencia orteguiana, que se va a perpetuar a lo largo de toda ella: la asistencia a sus cursos de personalidades de alto relieve, mucho de ellos maestros también, como dice Onís, en los campos más diversos de la actividad intelectual y cultural. Yo viví esta docencia muy de cerca -tuve ese inestimable privilegio- en el período en que, por una serie de circunstancias histórico-sociales y otras personales de Ortega, alcanzó, según creo, su máxima plenitud. Es el período que va de 1931 a junio de 1936, y dentro de él hay que destacar de modo muy particular la parte de él que se inicia en enero de 1933, fecha de la reforma de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid y de su traslado a la Ciudad Universitaria (fue la primera Facultad que se instaló en ella). Entre las «fundaciones» de Ortega hay algunas que encarnan de un modo concreto sus ideas sobre la educación y la enseñanza, pero ninguna de tanta trascendencia, en este aspecto, como la de la nueva Facultad de Filosofía y Letras, en unión de un brillante equipo de colaboradores del profesorado de dicha Facultad, entre los que descolló a impar altura su admirable decano, don Manuel García Morente -gran amigo y discípulo de Ortega, y también colaborador suyo en otras empresas-, verdadero factotum de la reforma. Representó ésta lo que pudo ser el comienzo de una renovación total de la Universidad española -y de hecho lo fue, en lo que respecta a lo propia Facultad, que consiguió funcionar autónomamente para llevar a cabo su gran experimento. Pero desgraciadamente, todo lo allí iniciado con tan altos y promisores auspicios, fue barrido, incluso físicamente, por la guerra civil. Las aulas del grácil edificio de la nueva Facultad, sobre un fondo de paisaje velazqueño con el Guadarrama en el horizonte, fueron, en efecto, durante tres y medio inolvidable años, las celdillas de una ilusionada y laboriosa colmena académica, en la que se comenzaron a labrar las más selectas mieles intelectuales de nuestra historia universitaria posterior a la época clásica de nuestras grandes universidades. Y concretamente su Sección de Filosofía, en la que el magisterio de Ortega se extendía por igual a maestros de la talla de Morente, Zubiri y Gaos que a los discípulos de todos ellos, significó nada menos que el núcleo de la primera escuela propiamente española de filosofía: la que después había de llamarse Escuela de Madrid. De modo «que se daba el caso peregrino, y probablemente único en los anales de la Universidad moderna» -me cito a mí mismo-, «de que, al pasar de un aula a otra, seguíamos recibiendo a través de valiosísimas asimilaciones e interpretaciones, el influjo del mismo pensamiento (el orteguiano)» (Con Ortega, Madrid, p. 30). A este respecto, dice Gaos: «La filosofía tenía en España en 1936 un centro notoriamente principal en la Facultad [...] de Madrid [...] Este centro estaba constituido principalmente a su vez por Ortega y Gasset, los profesores más cercanos en espíritu, en actividad y en afecto a él, y los discípulos de todos: lo que me atrevo a llamar la escuela de Ortega, porque había una unidad de orientación histórica y doctrina, una común valoración de personas y reconocimiento de jerarquías, y una labor articulada, en muchos casos verdadera colaboración. Esta escuela me parece el resultado [...] del haberse llegado a una determinada estimación y comprensión de la obra y de la personalidad de Ortega» (Pensamiento de la lengua española, pp. 283-284). Y en otro lugar: «La influencia la ejercía con todo: clases, conversaciones, escritos, conducta, miradas, silencio, presencia [...] ausencia [...] ya profesores y con discípulos propios, incluso alguno con personalidad propia bien consciente para él y bien reconocida por todos [...] seguimos en actitud de discípulos con él» (Confesiones profesionales, México, 1958, pp. 75-76). Podríamos seguir acumulando testimonios del mismo tenor procedentes de todos aquellos maestros nuestros, que a su vez se consideraban discípulos de Ortega, así como de los condiscípulos míos, algunos de los cuales son hoy también maestros, pero las citas se harían interminables.

Pero el discipulado de Ortega ofrece un vasto panorama que trasciende con mucho del estrictamente filosófico. En un sentido amplio, se podrían establecer, por lo menos, las siguientes categorías:

1. Los que, aunque no puedan llamarse con propiedad discípulos, fueron, por propio y espontáneo impulso -y no por imposición «académica»- «alumnos» u oyentes de Ortega, desde las viejas generaciones citadas por Onís, o testimoniadas por los propios interesados, hasta los más jóvenes.

2. Los no estrictamente filosóficos, pero sí de campos más o menos afines a la filosofía, y que mantuvieron con Ortega una estrecha relación realmente discipular, como F. Vela, García Valdecasas, S. Lissarrague, J. A. Maravall, Luis Díez del Corral, o no tan estrecha, pero bien abierta a su influjo, como Laín Entralgo, Lafuente Ferrari, García Pelayo, etc.

3. Los cultivadores de otras disciplinas menos próximas a la filosofía, pero también estrechamente vinculados con Ortega por relaciones de tipo personal e intelectual, como Emilio García Gómez, los doctores Marañón, Germain, Hernando, el matemático Rodríguez Bachiller, tantos otros.

4. Los dedicados a la filosofía que, sin ser estrictamente discípulos, han recibido la influencia de su pensamiento e incluso, en algunos casos se han ocupado de él. Citaré, entre los españoles, a J. Xirau, Cardenal Iracheta, Manuel Mindán, Juan Zaragüeta, García Vacca, Laín, Aranguren, Ferrater Mora, y, entre los hispanoamericanos, a F. Romero, Larrain Acuña, Arturo Gaeta, A. García Astrada, Miró Quesada, Juan Adolfo Vázquez, Hugo Rodríguez Alcalá, José Arsenio Torres, Domingo Marrero, Jorge García Gómez, etc.

5. Los discípulos filosóficos, en el más estricto sentido de la palabra: García Morente, X. Zubiri, J. Gaos, L. Recasens Siches, Eliseo Ortega, Manuel Granell, María Zambrano, Francisco Álvarez, Julián Marías, Paulino Garagorri, y yo mismo.

6. Los discípulos de discípulos: Fernando Salmerón (de Gaos), F. Soler, María Riaza, Helio Carpintero (de Marías), Mays Vallenilla (de Granell), Javier Muguerza, García Cabán (míos), etc.

Yo agregué hace tiempo a todos estos grupos otras dos categorías de «discípulos» -aquí va la palabra entre comillas- de Ortega, a las que, con cierto humor, llamé «molierescas»: la de los «orteguianos» sin saberlo y la de los que lo son a pesar suyo.

Y hablando de discípulos y de «fundaciones», no puedo dejar de mencionar también aquí -aunque no fuese una fundación suya directa, pero sí directamente inspirada en su pensamiento pedagógico -el primer ensayo de gran formato (hubo otros menores, en Argentina) de plasmación institucional de su idea de la Universidad: la Facultad de Estudios Generales de la Universidad de Puerto Rico, por su ilustre rector, y discípulo ultramarino de Ortega, Jaime Benítez. En esa Facultad, por la que obligatoriamente tiene que pasar todo universitario, como requisito para cualquier especialización, se dan dos cursos dedicados a lo que Ortega considera en su Misión de la Universidad como la primera función de ésta: la «transmisión de la cultura». (En esa universidad fui profesor de Filosofía durante quince años, y, apenas llegado a ella, Benítez me honró con el encargo de editar el voluminoso número monográfico de La Torre de homenaje a Ortega).

Su última fundación, el Instituto de Humanidades -a su vuelta a España-, en colaboración con su discípulo «integral» Julián Marías, fue un ensayo «completamente privado», y totalmente «impecunioso», de «convivencia de nuevo sesgo» -según reza su «prospecto»-, con el que el escarmentado, pero siempre animoso, esforzado y fecundo Ortega quiso tantear las posibilidades de una reanudación in situ de su tarea de alta educación española, al margen de todo contacto oficial. La vida del Instituto fue corta -otra promesa segada en flor-, pero no tanto que no pudieran darse en él varios cursos, conferencias y coloquios a cargo de figuras entre las más eminentes de la vida intelectual española del momento -dos de estos cursos, los del propio Ortega Una interpretación de la Historia Universal. En torno a Toynbee y El hombre y la gente, en el que la afluencia de público fue tal que hubo que trasladarlo al cine Barceló, y aun así el local se colmaba, quedando gente en la calle que pretendía entrar.

9. La dimensión «envolvente»: el maestro de filosofía, el gran filósofo creador. Todos los aspectos comentados del magisterio de Ortega son inseparables entre sí -como ya señalé-, actuaron mancomunadamente y fueron exigencias concretas y, a la vez, proyecciones necesarias de su pensamiento filosófico. Es obvio que aquí no podemos ocuparnos de éste. Tengo que limitarme a hacer un gesto indicativo, diciendo: ahí está su obra escrita, ese ingente monumento filosófico y literario, ese riquísimo filón de ideas originales, muchas de cuyas vetas están aún por explotar, y que contiene, entre otras cosas, las siguientes: el nivel más avanzado, hasta hoy, del pensamiento metafísico occidental; una nueva concepción de la razón -y, con ella, del conocimiento y del pensar mismo- y un nuevo uso -es decir, un nuevo «método»- de aquélla; las líneas maestras de una antropología filosófica, de una filosofía de la historia, de una sociología, de una ética, de una estética, de una teoría del lenguaje, de una «filosofía política», de una «filosofía de la filosofía», llenas de novedad y pregnancia; una serie de «profecías» histórico-sociales de extraordinaria lucidez, cuyo cumplimiento constituye una valiosa prueba a posteriori de la verdad de los principios e ideas básicas en que se fundan; un método hermenéutico aplicable al campo entero de las «humanidades»; un «ideario español» de singular riqueza; varias profundas y personalísimas calas en la historia de la filosofía en general (la principal en el «Prólogo a la Historia de la Filosofía de Brehier») y en algunas de sus culminantes figuras en particular -Aristóteles, Descartes, Leibniz, Kant, Hegel, Dilthey-; un lenguaje filosófico eficacísimo, con un mínimo de neologismos y un máximo de aprovechamiento, por vía de «potenciación» semántica, de locuciones del lenguaje común, como corresponde a una filosofía de la vida, que es, a la vez, la primera interpretación filosófica de la realidad de gran calado propiamente española.

Para terminar, podríamos resumir en extrema sinopsis los resultados más tangibles de este excepcional magisterio como sigue:

1) Ha condicionado y, en muchos aspectos, modelado la historia «interna» de España -y en otros, también la «externa»- desde la segunda década de nuestro siglo.

2) Ha marcado su huella en varias generaciones de escritores y de intelectuales de habla española.

3) Ha dado la pauta, a esas mismas generaciones, del liberalismo de la mejor solera: un liberalismo vivo, no dogmático, no anquilosado en moldes del pasado.

4) Ha contribuido, quizá como ningún otro, a imponer la presencia intelectual de España en el mundo.

5) La filosofía española encuentra en él su máxima figura y la filosofía, sin más, uno de sus principales representantes históricos -por cierto, aún en plena fecundidad potencial.

Desde la «idea madre» de la autenticidad, que presidió toda su teoría filosófica y toda su praxis vital -y, por tanto, toda su vasta acción educativa- su vida y su obra se iluminan -como a él le gustaba- «con clara luz de mediodía».





Indice