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Dios nos asista

Tercera carta de Fígaro a su corresponsal en París

Mariano José de Larra

Después de mi segunda carta, fecha de 30 de enero, esperé largo tiempo para escribirte, querido Andrés, que ocurriesen cosas dignas de contarse. Pensarás que han ocurrido efectivamente; yo no sé si ha sucedido algo; paréceme unas veces que sí, paréceme otras que no. Pero si no ha sucedido, seguramente que va a suceder, y por si saliera falsa mi conjetura no quiero fiar a la contingencia de los acontecimientos la continuación de nuestra correspondencia. Allá va otra carta a buena cuenta.

Como te referí, cerráronse los Estamentos y quedamos a buenas noches. La primera novedad que dio que hablar en aquellos días fue que, según pareció después, le quedaba algo que decir al señor Perpiñá. ¿Y qué dirás que hizo? Va, coge y cree que tenemos libertad de imprenta; el buen señor es por lo visto incapaz de pensar mal de nadie, y como de cierto tiempo a esta parte no ha habido ministro que no se haya proclamado abogado de la libertad de imprenta, aunque por el estilo del marido que delante de gentes animaba a su mujer a comer de los pichones, y en quedando solos le decía enseñándole un garrote: «¡Ay si los catas!», hubo de imaginar que entre nosotros pensar y decir era todo uno; más breve: creyó que para hablar le bastaba tener licencia de Dios, y que por tanto no necesitaba la del gobernador civil. Al revés me las calcé. Excusable es el señor ex-procurador, porque hace tanto tiempo que nos están diciendo que somos libres, que a veces uno mismo se lo llega a creer. Echa mano de un folleto, desparrama en él sus ideas como quien siembra y tiéndese a esperar la cosecha. ¿Pero qué dirás que cogió? Él, nada. La autoridad fue la que cogió los folletos.

Eso sí, al día siguiente la autoridad nos probó en un artículo comunicado que los folletos se podían coger; ya lo sabíamos, y si no, se lo hubiéramos podido preguntar al autor. Seamos, con todo, imparciales. El Gobierno añadió que nosotros «no ignoramos que para publicar un papel, sea cual fuere su tamaño, se necesita licencia».

¡Y cómo si lo sabemos! Pluguiera al cielo que nos fuese dado ignorarlo. Es como si te pusieras en camino y te asaltasen los ladrones, y te quejases, y te respondiese el ladrón:

–¿Pues no sabe que hay ladrones?

Y repusieras tú:

–¡Como no debiera haberlos!

Y te tornasen a replicar:

–¡Pero como los hay! –que sería el cuento de nunca acabar y de tener razón el ladrón, es decir, el más fuerte.

Sólo en una cosa me divirtió el Gobierno: en decir que sentía como el que más que así sucediese; eso prueba que estaba de buen humor, señal de que la cosa iba bien. Es la del verdugo, que te pide perdón antes de ahorcarte; si fuese siquiera después, probara arrepentimiento. Yo le diría: «¿Y quién le pone a vuestra señoría un puñal al pecho para que sea verdugo, si el oficio no le agrada?».

Lo peor del caso fue que el folleto no tenía más cosa buena que el ser corto; mas como tuvo los honores de la persecución, vino a leerlo todo el mundo; perjuicio para el Gobierno, que lo había recogido; más perjuicio aún para el autor, que lo había escrito, y a quien la autoridad logró desacreditar, dando a su producción la mejor especie de publicidad; y mayor que para nadie para el público, que tuvo que echárselo a pechos en aquellos días en que no se hablaba de otra cosa.

Punto en el folleto, que es cosa antigua. A pocos días ocurrió otra friolera, si en estos tiempos es lícito llamar friolera a la cantidad de dos mil reales. Giró el lance sobre la misma libertad de imprenta, sobre si un párrafo de El Español tenía al pie un garabato o si no lo tenía, sobre si se había invertido el orden, y si lo había leído el censor antes que el público o el público antes que el censor. Pareció no haberlo leído en su vida el censor; se consultó el libro de los oráculos, por apodo reglamento, y éste respondió en términos bastante claros:

Y para casos tales,
que pague el editor dos mil reales.


Figúrate qué golpe para el Gobierno, y más lloviendo sobre mojado. ¡Él que, como arriba dejamos dicho, siente tanto estas cosas! Éstos son golpes, amigo, que acaban con un Gobierno sensible; así es que yo lo veo y no lo veo.

A mí me da qué hacer la libertad de imprenta; no soy el único a quien da qué hacer, pero en fin me da. Habla la Reina, y se hace lenguas de la libertad de imprenta; hablan los Ministros, y para ellos no hay altar donde ponerla, hablan también (esto no es pulla) los Próceres, y convienen en que es la base; abren la boca los Procuradores, y procuran por ella como por las niñas de sus ojos; hablan los periódicos, y hártanla de piropos. Y hablo yo y digo, como don Basilio en la ópera de mi tocayo: «¿A quién engañamos, pues, aquí?». ¿Quién diantres impide que la establezcan? Alguno hay que habla de mala fe, y deben de ser el pueblo, los Estamentos y los periódicos, porque en cuanto al Gobierno, ¿cómo dudar de él, cáspita, siendo tan patriota?

Me podrás decir que a pesar de cuanto llevo escrito hay libertad de imprenta, sólo que está cara, como bocado delicado que es. Cierto; por dos mil reales te puedes dar un hartazgo; por cuatro mil dos hartazgos, y así progresivamente hasta la cantidad de tres hartazgos, porque en llegando a ese número simbólico, como le llama Dupuis, mueres de un causón. Yo pienso usar de ese medio y darme algún día hasta dos; los primeros doscientos duros que yo vea reunidos los tengo ya destinados a un día de asueto. Es lo malo que si me recogen antes de que me lean, habré pagado caro el placer de un monólogo escrito; pero siempre me queda el recurso de aprenderlo antes de coro, y de irlo diciendo a mis amigos, los cuales son tantos que vendrá a ser como imprimirlo. Por fortuna no está previsto en el reglamento el caso de que uno se sirva de imprenta a sí mismo. Sólo me detendría el temor de causar una desazón al Gobierno, quien al tomar los ejemplares y los cuatrocientos, bien sé yo que se le había de caer la lágrima tan gorda.

De lo que puedes vivir seguro es de que esas multas no se aplican a pago de censores; seis meses hace que están los pobrecitos echando rúbricas día y noche, como en barbecho, en cuanto papel les cae debajo, sin ver la cara de un rey en una mala moneda: eso parte el corazón. Digo, si fuese gente interesada, como muchos creen; vale Dios que no necesitan ellos que nadie les dé un maravedí por atajar el paso a la licencia. Hombre hay que con tan buen fin daría dinero encima de lo suyo, si, censor o no censor, hubiera aquí hombre que lo tuviera; aún harán más probablemente, que será dejar parte del sueldo, que no cobran, para el donativo voluntario, a que obligan ahora a todo el mundo, con cuyos auxilios va la guerra que vuela. Es lo que muchos dicen: ya quisieran ver a lo menos lo que dan, para formar una idea de lo que deberían tomar. Sueldo Dios le dé, pero rúbricas no faltan. Censor conozco yo a quien le presentaron en un mismo día la cuenta de su lavandera y el contrato matrimonial de su hija, y en la primera puso: «Imprímase»; y en el segundo: «No puede correr, por ser contra las prerrogativas del altar y del trono, y encerrar alusiones inmorales». Y tenía razón, porque al matrimonio se sigue lo que tú sabes, cosa por cierto inmoral y hasta fea en cuanto a ornato.

Chanzas aparte; no es el mío, que es hombre en verdad racional si los hay, y de él estoy tan contento que el día que me lo quiten, como es de presumir, me arrancan un pedazo del alma y el cuerpo todo entero, que a fuerza de verdades alimento.

Dejemos a un lado esas boberías de la libertad de imprenta, que se parece al dinero en lo indispensable, y en lo filosóficamente que sin la una y sin el otro vamos trampeando.

Ya sabrás en París los asesinatos del santuario de Hort; hicieron eco en Barcelona, y hubo allí la de Dios es Cristo. Muchos liberales se afligieron, y yo también me afligí, ¡vaya!, pero no precisamente en cuanto liberal, sino en cuanto hombre. Une estos que llaman atentados, y que realmente lo son, con los de los conventos, y remontándote más arriba con los del 17 de julio, de triste recordación para los frailes de Madrid, y te diré una cosa.

Cuando yo veo a los principales pueblos de una nación alzarse tumultuosamente y, a pesar de las guarniciones y de la guardia nacional, y del poder del Gobierno, atropellar el orden y propasarse a excesos lamentables en distantes puntos, en épocas diversas, y a despecho de los sentimentales sermones de los periódicos, difícilmente me atrevo a juzgarlos con ligereza; mientras mayores son los excesos, más increíble el olvido de las leyes y más fuerte la insurrección, más me empeño en buscarles una causa; ni en el orden físico ni en el moral comprendo que lo poco pueda más que lo mucho; no comprendo que pueda suceder nada que no sea natural, y para mí natural y justo son sinónimos. De donde infiero que una insurrección triunfante es cosa tan natural como la erupción de un volcán, por perjudicial que parezca. Una causa no es una defensa, pero es una disculpa, desde el momento en que se me conceda que una causa dada ha de tener forzosamente un efecto.

Ahora bien. ¿En dónde ve el pueblo español su principal peligro, el más inminente? En el poder dejado por una tolerancia mal entendida, y por muy largo espacio, al partido carlista; en la importancia que de resultas de la indulgencia y de un desprecio inoportuno ha tomado la guerra civil. ¿No veía en los conventos otros tantos focos de esa guerra, en cada fraile un enemigo, en cada carlista preso un reo de Estado tolerado? ¿No procedía del poder de esos mismos enemigos, dominantes siglos enteros en España, la larga acumulación de un antiguo rencor jamás desahogado? ¿Qué mucho pues que la sociedad, acometida en masa, en masa se defienda? ¿Qué mucho que, no pudiendo ahogar de una vez al enemigo entre sus brazos, se arroje sobre la fracción más débil de él que tiene más cerca y a su disposición? Sólo puede ser generoso el que es ya vencedor; si al Gobierno le es dado juzgar y condenar legalmente es porque está fuera de combate, porque representa a la justicia imparcial. Pero se pretende que, de dos atletas en la fuerza de la pelea, el uno continúe su victoria hasta acabar con su enemigo, y que éste se contente con decirle: «¡Espérate, no me mates, que voy a dar parte a la justicia, que es de mi partido, para que ella te ahorque!».

El pueblo no es el Gobierno; es más fuerte que él, cuando éste no comprende y satisface sus necesidades; y prueba de ello es que lleva a cabo sus atentados sin que aquél los pueda prevenir ni impedir. No es esto alabar los atentados, sino decir que son los inconvenientes de las revueltas, y que por malos que parezcan son naturales, como es malo, pero natural, que un río atajado por diques, inferiores a él, se salga irritado de madre e inunde la campiña que debiera fertilizar mansamente.

Nota aquí una cosa. Quien pudo hace un año dar salida conveniente a ese río no lo supo hacer, y cuando llega la avenida se queja del río. Quéjese de su torpeza, que no calculó antes de poner los diques la fuerza que el agua traería. El Gobierno no supo a tiempo contentar a los pueblos y dar salida legal a su justo enojo, y su sucesor, que heredó la culpa, se queja, ¿de qué?, ¡de que los pueblos no son de cartón, como uno y otro creyeron!

Recorre la historia: en ella aprenderás que un asesino nunca puede ser justo; pero cuando no es uno, cuando no es una facción, cuando son los pueblos enteros los que asesinan, rara vez dejan de obrar naturalmente. Que no fueron entre nosotros cuatro malévolos, mal pudiera negarlo el Gobierno mismo, pues a haberlo sido, ¿cómo no hubiera estado en su mano sujetarlos? De donde infiero que los desórdenes del pueblo, o son naturales y justos cuando el Gobierno no los puede contener, o son culpa del Gobierno cuando puede y no sabe, o no quiere. Argumento sin contestación.

Pero eso sí, vivimos en el tiempo de la legalidad. Los principales motores fueron presos y trasladados a Canarias. Por supuesto, me dirás, previa formación de causa y la competente condenación de los tribunales. Claro está. ¿Cómo querías tú que un Gobierno que se queja de los excesos del pueblo vaya él a cometerlos? ¿Un Gobierno, que no puede como el pueblo disculparse con la seducción y la irritación de las pasiones, había de atropellar las leyes, de que es guardián y ejecutor, con la misma facilidad que ese pueblo a quien castiga por haberlas atropellado? ¿Pues no ves que si el Gobierno hubiera atropellado las leyes para castigar los atropellos de otros debería haber empezado por embarcarse él para Canarias y decir: «Marchemos todos francamente, y yo el primero, por la senda del presidio»? Vaya, Andrés, que eso ni suponerse puede, y si te cuentan que tal caso ha sucedido, puedes decir que el que lo cuente es un malévolo de esos que traen la anarquía en el bolsillo. Diría el Gobierno y diría bien: «Yo no hice tal cosa, y si la hiciera, ¿qué diferencia habría entre los atentados del pueblo y los míos? Porque en fin, mientras que la ley no le ha declarado reo, el condenado es asesinado; en ese caso no habría entre mi atentado y el del pueblo más que una diferencia, a saber: que el pueblo asesinó malamente carlistas y yo asesino malamente liberales».

Asesinatos por asesinatos, ya que los ha de haber, estoy por los del pueblo.

Puedes estar seguro de que hay causa; y si no se les ha formado, es porque andamos deprisa; o por mejor decir, lo que ha ido a Canarias no ha sido una cadena de culpables, sino una comisión artística compuesta de liberales, que van a costa del Gobierno a acabar de descubrir aquellas islas, y escribir una memoria de las alturas del globo, y a dar testimonio al mundo sobre todo de la altura a que estamos, tomando el meridiano del pico de Tenerife.

También te habrán contado posteriormente otra pequeña arbitrariedad ejecutada oficialmente en una vieja, en virtud de un «cúmplase» de un héroe. ¡Dios me libre de caer en manos de héroes! Sólo te diré que a lo menos los de Barcelona tuvieron que acometer una fortaleza y exponerse a ser rechazados. Bueno es remontarse a las causas de las cosas, al tronco, y no a las ramas. Es así que la primera causa de que existan facciosos fueron las madres que los parieron; ergo, quitando de en medio a las madres, lo que queda. Los teólogos dicen: «Sublata causa tollitur efectus». Es lástima que no haya vivido el abuelo, porque mientras más arriba más seguro es el golpe. Pero hemos tenido que contentarnos con la madre. Está probado que así como Sansón tenía la fuerza en el pelo, los facciosos tienen el veneno en la madre, que viene a ser la hiel de ellos; en quitándosela se vuelven como malvas; así lo ha probado la experiencia, porque de resultas el otro no ha fusilado más que a treinta. ¿Quién sabe los que hubiera fusilado si hubiera tenido madre todavía? Luego las mujeres son las que están impidiendo la felicidad de España, y hasta que no acabemos con ellas no hay que pensar tener tranquilidad. En cuanto a las hermanas, como estaban casadas con guardias nacionales, les tocaba fusilar la mitad a los de allá y la otra mitad a los de acá; pero nosotros, más desprendidos, no quisimos perdonar ni la mitad que nos tocaba, y lo fusilamos todo. ¡Bienaventurados en tiempos de héroes los incluseros, porque ellos no tienen padre ni madre que les fusilen!

Pasadas estas etiquetas de recíproca cortesía, dieron en correr voces de que el ejército estaba descontento, y que la guerra de Navarra no iba lo ligera que debía. Felizmente para todos, algunos amigos tuyos y míos, que así saben mover la pluma como esgrimir la espada, enderezaron la opinión en artículos luminosos, probando lo que ninguno debía tener olvidado: que las guerras civiles son largas, a pesar de todos los programas del mundo; que éstos son, por el contrario, los que tienen corta vida; que así las civiles como las demás se sostienen con dinero y con soldados; que un Gobierno en lucha con una facción pierde más cuando pierde una batalla que adelanta cuando la gana, y que una derrota nuestra nos quita más honra que gloria da a la facción; que por lo tanto es fuerza no aventurarse sino a ciencia cierta; que la guerra no se hace en el ministerio, sino en Vizcaya; que de real orden se llevan y se traen jueces, se envían buques a Canarias y se conquistan votos, pero de real orden no se ganan batallas; que algunos descalabros nuestros han sido debidos a reales órdenes; que para hacer la guerra se necesita un plan; que para tener plan es preciso que el general solo sea responsable; y que Córdoba, en fin, sin que haya necesidad de llamarle héroe, tiene un plan, el cual es forzoso dejarle llevar a cabo, siquiera porque no ha habido hasta ahora otro mejor que el suyo.

Tales razones nos convencieron; fue bien acogida la representación del ejército, y si bien ninguno de los que hablaban fue a dar su brazo en vez de su voto, al fin no se admitió la dimisión, y sigue el general, y su plan, y la guerra de Navarra, en el mejor estado posible.

Mientras todo esto pasaba echáronse encima las próximas elecciones, hoy ya pasadas, y porque digo se echaron encima, no vayas a pensar alguna tontería. Dijeron muchos si habría amaños o si no habría amaños; que se escribió largo y se intrigó más. Lo primero sólo prueba cultura en el país, lo segundo arguye talento. ¡Vaya usted a impedir que hablen las gentes! Para que no fuesen las elecciones muy populares bastante amaño era ya la propia ley electoral, en virtud de la cual debían elegir los electores nombrados por los ayuntamientos y los mayores contribuyentes. No hay cosa para elegir como las muchas talegas: una talega difícilmente se equivoca, dos talegas siempre aciertan, y muchas talegas juntas hacen maravillas. Ellas han podido decir a su Procurador por boca de los mayores contribuyentes la famosa fórmula aragonesa: «Nos, que cada una de nos valemos tanto como vos, y todas juntas mucho más que vos, os hacemos Procurador».

Luego los elegidos habían de tener doce mil reales de renta; gran garantía de acierto: por poco que valga un real en estos tiempos, no hay real que no valga una idea, sin contar con las muchas que hasta ahora hemos visto que no valían un real, y con los varios casos en que por menos de un real daría uno todas sus ideas; bueno es siempre que haya reales en el Estamento por si acaso no hubiese ideas. Tanto mejor si hay lo uno y lo otro.

No es menos importante lo de los treinta años; no es menos simbólico ni cabalístico el número de treinta que el de tres tan citado, y de que es décuplo; treinta días tiene el mes, treinta minutos cada media hora, por treinta dineros vendió judas a un Dios, treinta años representa la vida de un jugador y treinta años, en fin, la capacidad de un Procurador. Muchos filósofos han creído que cuando el hombre nace, el Ser Supremo, que está atisbando, le sopla dentro el alma por medio del mismo procedimiento que usa un operario en una fábrica de cristales para dar forma a una vasija; pero eso es el alma, mas no la capacidad y la facultad de procurar: esta tal otra quisicosa se la infunde el Criador el día que cumple treinta años, por la mañanita temprano, así como la aptitud legal y la mayoría se la comunica a los veinticinco. Oh tú, Andrés, que no los has cumplido, está con cuidado el día que los hayas de cumplir, y escríbeme para mi gobierno lo que sientas en ese día; dime por dónde entra la capacidad y hacia dónde se coloca en tu persona; prevenido de esa suerte de los síntomas que la anuncian podré yo hacer a la mía, el día que me baje, el recibimiento que se debe a tan ilustre huésped. ¿Cuándo tendremos treinta años? Aquel día seremos ya unos hombrecitos.

Bien ha habido hombres que han discurrido antes de los treinta años, pero ésos son fenómenos portentosos, raros ejemplos de no vista precocidad; y en cuanto a Pitt y otros de su especie, ministros ya mucho antes, ni siquiera es posible considerarlos como monstruos de naturaleza; es fuerza inferir error de cálculo y mala fe en la de bautismo.

El haber nacido en la provincia, o tener en ella arraigo, no es de menos importancia, si recordamos que las primeras impresiones se graban para siempre en la cabeza del niño y deciden de lo que ha de ser después cuando grande; ni es posible que un hombre conozca su provincia, y se interese por ella, si no ha nacido por allí cerca. Puede suceder que una provincia tenga más confianza en la reputación, en el saber de un forastero, pero páselo en paciencia la buena de la provincia, que más pasó Cristo por ella.

Dicen, sin embargo, que todos los electores no han tenido presentes todas esas verdades; así que unos Procuradores no han nacido, otros no tienen la renta, ¡qué sé yo! Esto tiene compostura habiendo comisión de poderes, y en todo caso se aplica la renta de unos a otros, como hacen los buenos cristianos con los méritos de Nuestro Señor Jesucristo, que valen mucho más que las rentas; y así, poniendo de aquí y quitando de allí, tengo para mí que se ha de remediar. Y aún yo diría más. Don Juan Álvarez Mendizábal fue elegido, por ejemplo, por Barcelona, siendo natural de Cádiz, y no habiendo residido en Cataluña. Decían: «Pero no tiene nada suyo en Cataluña sino los electores». ¿Pues eso no es tener? ¿No valen tanto por lo menos los electores como una casa, o una tapia, o unas cuantas fanegas de pan llevar? ¡Sino que poniéndose a hablar las gentes...!

Por lo demás es sabido que el Gobierno no ha influido absolutamente nada en las elecciones, y desde luego se dijo que eran a pedir de boca. Para que formes una idea, han sido elegidos los sujetos siguientes:

Por Barcelona, como llevo dicho, don Juan Álvarez Mendizábal.

Por Cádiz, don Juan Álvarez Mendizábal.

Por Gerona, don Juan Álvarez Mendizábal.

Por Granada, don Juan Álvarez Mendizábal.

Por Madrid, don Juan Álvarez Mendizábal.

Por Málaga, don Juan Álvarez Mendizábal.

Por Pontevedra, don Juan Álvarez Mendizábal, etc., etc., etc.

Que es el cuento de pasó una cabra, y volvió y pasó otra, y volvió a tornar y a pasar otra cabra, y así sucesivamente.

Si oyes decir que se abre el Estamento di que es broma, que quien se abre es don Juan Álvarez Mendizábal.

No habrás olvidado que los ministros de Estado y de Hacienda, y el presidente del Consejo, son don Juan Álvarez Mendizábal, y que los otros ministros no son sino una manera de ser, distinta sólo en la apariencia, del don Juan Álvarez Mendizábal. Ahora figúrate el día que el Estamento don Juan Álvarez Mendizábal pida cuentas al ministro don Juan Álvarez Mendizábal... Aquí llaman esto un Gobierno representativo; sin que sea murmuración, confieso que yo llamo esto un hombre representativo.

Una vez conocida la buena índole de las elecciones y la idoneidad de esos diversos señores Procuradores, ocurrió la duda de si estas Cortes que iban a reunirse vendrían sólo para hacer una ley electoral mejor que la que les confiere su derecho, o si podrían constituirse revisoras. Quiénes se agarraron a la legalidad, diciendo que esto último sería ilegal; quiénes intentaron probar que lo de menos era la legalidad y que lo que importaba era la conveniencia. Por fin salimos del atolladero, y parece que no tratarán de constituirse por varias razones: porque no han sido convocadas para eso; porque siendo su objeto principal hacer una ley electoral, en virtud de la cual puedan convocarse luego las revisoras, es claro que los demás asuntos que a ellas se sometan, por importantes que sean, habrán de ser subalternos al principal. La nación tiene un cimiento, y necesita una casa; en estas Cortes va a decidir cuáles han de ser las circunstancias del arquitecto que se la puede hacer a su gusto. Por consiguiente, todo lo que sea proceder a construir el que sólo está comisionado para designar el constructor, es hacer la casa y dejar para después el arquitecto; equivale a blanquear después de pintar; es dejar al que venga detrás el derecho de poner en duda la validez de la construcción.

En estas disputas andábamos, cuando otro run run más terrible vino a poner nuevo espanto en nuestro corazón. He aquí que una noche corre la voz de que se va a poner la Constitución del año 12. ¡Bravo!, dije yo: esto es lo que se llama andar camino. Aquí no se sabe multiplicar, pero restar, a las mil maravillas. Vamos a quién puede más. El año 14 vino el Rey y dijo: «Quien de catorce quita seis, queda en ocho; vuelvan pues las cosas al ser y estado del año 8». El año 20 vienen los otros y dicen: «Quien de veinte quita seis, queda en catorce. Vuelvan las cosas al ser y estado del año 14». El año 23 vuelve el de más arriba y dice: «Quien de veintitrés quita tres, queda en veinte; vuelvan las cosas al ser y estado de febrero del año 20». El año 1836 asoman los segundos, y éstos quieren restar más en grande: «Quien de treinta y seis quita veinticuatro, queda en doce; vuelva todo al año 12». Estos han pujado, si se exceptúa el del Estamento, que más picado que nadie cogió y lo restó todo, y nos plantó en el siglo XV.

¡Diantre! ¡Si volveremos todavía a la venida de Túbal! Sepamos primero cómo se entiende nuestro progreso. ¿Hacia dónde vamos? ¿Hacia atrás o hacia adelante? Tengamos el cuento del cochero, que montado al revés arreaba el coche.

Ya te lo he dicho: tejedores: tejer y destejer. Nadie vende su tela, y nadie hace tela nueva.

Decían ellos que el volver atrás no era más que tomar carrera. ¡Dios los bendiga, y qué larga la toman!

Vamos claros. La Constitución del año 12 era gran cosa en verdad, pero para el año 12; en el día da la maldita casualidad de que somos más liberales que entonces: si te he de hablar ingenuamente, a mí me parece poco.

Las circunstancias del año 12, la guerra que sosteníamos apoyados en el fanatismo popular, y el mayor atraso de la época, exigieron concesiones, en el día no necesarias, ridículas.

En ella hablan las Cortes en nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo: gran principio para una novena; buena es la devoción, pero a su tiempo; eso es adoptar, heredar de la monarquía el derecho divino; la sociedad puede servir a Dios en toda clase de gobiernos. El Supremo Hacedor no delega facultades temporales ningunas, ni en un soberano, ni en un congreso; la sociedad se hace ella misma por derecho propio sus reyes y sus asambleas. Cristo vino al mundo a predicar, no a redactar códigos. A Dios daremos cuenta de nuestras creencias, no a los hombres; reflexión igualmente aplicable al capítulo II, artículo 12, porque el Salvador quiso convencer, no obligar, porque no quiere más homenajes que los voluntarios.

Ítem más: en la Constitución del año 12 no está consignada la libertad de imprenta sino para las ideas políticas, y eso es decirle a un hombre: «Ande usted, pero con una sola pierna».

En cambio nos impone como ley fundamental el amor a la patria y la obligación de ser justos y benéficos... en cambio... Andrés mío, callemos, porque repito que la venero y tengo por indigno de un liberal poner en ridículo el paladión de nuestra independencia nacional y la cuna de nuestra libertad, por fácil que eso sea. Pero la respeto como Cristo respetó el Testamento viejo, fundando el nuevo. Veneremos el viejo código y venga no obstante otro nuevo más adecuado a la época.

Parécense los hombres del año 12, amigo Andrés, al cura que no sabía leer más que en su breviario, o mejor al gastrónomo en Vista Alegre, que, viendo su mesa puesta, pugna por sentarse a ella en cuanto le dejan un momento libre, en cuanto ve un resquicio por donde acercarse a la mesa. El caso es el mismo: todos les hacemos cumplimientos, pero no les dejamos sentarse. Unas veces se lo impidió el poseedor don Pascual de la Rivera, otras los mozos de su fábrica... Convengo en que es una desesperación; pero culpen, no a nosotros, sino a ellos mismos, que tantas veces se dejaron interrumpir antes de llegar el bocado a la boca.

Aténgome a su artículo que dice:

«La nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona».

Esto digo yo: entre a gobernar, no éste ni aquél, sino todo el que se sienta con fuerzas, todo el que dé pruebas de idoneidad. Basta de ensayos. A eso nos responden ellos: «¿Y dónde están esos hombres?». ¿Dónde han de estar? En la calle, esperando a que acaben de bailar los señores mayores, para entrar ellos en el baile.

«¿Cómo no salen esos hombres?», añaden. ¿Cómo han de salir? De Calomarde acá, ¿qué protección, qué ley electoral ha llamado a los hombres nuevos para darles entrada en la república? Cuenta, sin embargo, con ella, y llámelos la ley presto: ¡déjese entrar legalmente a los hombres del año 1836, o se entrarán ellos de rondón!

En conclusión, hombres nuevos para cosas nuevas, en tiempos turbulentos hombres fuertes sobre todo, en quienes no esté cansada la vida, en quienes haya ilusiones todavía, hombres que se paguen de gloria y en quien arda una noble ambición y arrojo constante contra el peligro.

«¿Qué saben los jóvenes?», exclaman. Lo que ustedes nos han enseñado, les responderemos, más lo que en ustedes hemos escarmentado, más lo que seguimos aprendiendo. ¿Y qué eran ustedes el año 12? Nosotros fundaremos nuestro orgullo en ser sus sucesores, en aprovechar sus lecciones, en coronar la obra que empezaron. Nosotros no rehusamos su mérito; no rehúsen ellos nuestra idoneidad, que el árbol joven es la esperanza del jardinero, si el viejo ya le da sombra.

Según el miedo que tienen de que la juventud entre en los puestos, no parece sino que es posible hacerlo peor que ellos.

Para el año 1836 la única Constitución posible es la Constitución de 1836.

Una idea te diría, si no la hubieras de contar; y sólo a ti te la diría, porque ellos la tomaran a personalidad si de ella hiciese un artículo, y sabe Dios que no lo digo por tal. Mucho venero a los hombres de otra época, Andrés mío; mucho saben, sobre todo en no hablándose de gobernar, para lo cual ya nos han manifestado repetidas veces hasta dónde rayan; mucho saben, y tanto que no sólo no los lanzaría yo de la república, sino que los guardara muy guardados como guardaban los romanos los libros sibilinos, para consultarlos con el mayor respeto; de ellos armaría una biblioteca viva, donde vueltos de espaldas en muy pulidos estantes leyese el estudioso encima: «Fulano, de Economía Política»; «Mengano, de Reformas Constitucionales»; «Zutano, de la Guerra de la Independencia»; «Perengano, de Metáforas y del espíritu del siglo», etc., etc.; de suerte que no hubiese más que volverlos y hojearlos en un apuro, cuidando mucho de quitarles antes y después el polvo y de tornarlos a volver hasta otra duda, como pergaminos preciosos.

Ahí verás tú si los respeto y si los tengo en estima.

Hasta aquí de la Constitución y de los hombres del año 12. Pasó el susto, y la noticia, como habrás visto, no tuvo consecuencia. Sin duda el ruido que metió fue el último cumplimiento de despedida que nos hizo.

No ganamos para sustos. Posteriormente se cruzaron de palabras el pueblo de Valencia y su capitán general. Éste tomó una porción de providencias, entre otras las de Villadiego; con cuyo ingenioso arbitrio no le pudieron haber los valencianos, que es decir que ha podido más que ellos, que se ha burlado de ellos. Tiene mucho talento. Buen chasco se han llevado. Así, así: a los alborotadores hay que jugarles esas pasadas; con eso escarmientan. A buen seguro que si Basa hubiera hecho otro tanto, no le hubieran deshecho a él, y el pueblo de Barcelona se hubiera llevado el mismo chasco que el de Valencia. ¿No queréis capitán general? Pues tomad capitán general. ¿No te figuras tú al pueblo de Valencia buscando a su capitán general por todas partes, como quien busca una sanguijuela extraviada, y él trota que trota para Madrid? A mí me hace morir de risa. Es lo que él dice: «¿Pues qué, querían ustedes que me mataran?». ¿Qué habíamos de querer?

Conque ahora está aquí bueno, gordo y tranquilo; no ha sido poca fortuna el poderlo contar.

En Zaragoza fue por otro estilo: salieron unos carlistas sentenciados a qué sé yo qué bobería; se levantó el pueblo, sitió a los jueces y dieron en quererlos juzgar. Al maestro cuchillada. Pero no les da el naipe para esos pasajes a los jueces de Zaragoza como a los capitanes generales de Valencia.

Entretanto el Ministerio de Gracia y Justicia sigue siempre de mudanza, y hace bien, porque el juez que no da fruto en una tierra lo da en otra. El juez ha de ser como el zapato, hecho al pie; por eso el que no le viene bien al uno, le viene bien al otro.

Para eso el de la Gobernación. No se mete con nadie ni habla mal de nadie. Es un excelente señor; a su oficina y no más. Da lástima hacerle daño, y sería completo si se le volviese C la H de su apellido; pero llámalo H.

En cuanto al de la Guerra, nadie sabe una palabra de él.

En mi última te pintaba en globo la confusión que en el Estamento y fuera de él había causado la ley electoral, y te añadía: «Yo por el pronto sólo veo clara una cosa, y es que para el 22 de marzo se reunirán de nuevo en Madrid otras Cortes... que para entonces es probable que empecemos a entendernos... y que seguramente no tendremos facción, porque estarán al caer los seis meses de la promesa, o no tendremos Ministerio si no la cumple, porque estará caído, etcétera».

De todas esas profecías sólo en la primera acerté, porque en cuanto a entendernos, da gusto. Unos dicen que Mendizábal es el primer hombre del mundo; otros, que no es tal, sino el último; que el primero es Istúriz y Galiano; te advierto que éste son dos; otros que ni Istúriz ni Mendizábal; no sé qué te diga. Quién asegura que éste puede durar unos quince días, quién defiende que durará más que un constipado mal curado; éste no ve más que el prestigio que tiene todavía en las provincias, el cual no se destruye tan fácilmente, sobre todo cuando no deja de tener algún fundamento; aquél no atiende más que al descrédito en que ha caído en sus corros y cafés, y cree que toda la nación puede juzgarle con igual talento y tan de cerca como él. Estos disputan que no hay hombres aquí; aquéllos que sí hay hombres; los de la izquierda que hay dinero; los de la derecha que no hay un cuarto; estoy por éstos. Quién opina que la guerra es inacabable; quién la da por acabada, añadiendo que no falta más que tirar una línea; uno dice que el mal de España no tiene remedio; otro que ésa es la mejor señal, que empieza la revolución y que en Francia sucedía lo mismo, a pesar de que todo era diferente; varios juzgan que el rigor es de justicia, y que el árbol de la libertad se riega con sangre; algunos creen que la humanidad repugna tales horrores; no falta quien piensa que es guerra de empleos, y sobra quien no piensa ni eso ni nada. Pero todos somos liberales y vamos a una: eso sí. Por lo cual esto se acabará pronto de un modo o de otro; en prueba de ello te puedo decir que se empiezan ya a acabar dos cosas: el dinero y la paciencia.

Pero son tantas las opiniones, en fin, y los hechos que se acumulan, y tantas las cosas que van a suceder, sin contar las que han sucedido desde la apertura de las Cortes, que me es indispensable reservarlas para otras cartas; me limito en ésta a ponerte al corriente, saliendo del atraso de noticias en que te tenía. En lo sucesivo aprovecharé todas las ocasiones posibles de escribirte, y al siguiente correo para Francia recibirás la inmediata, salvo extravío, golpe de mano airada o caso fortuito.

Si en el ínterin, y en medio de este conflicto de opiniones encontradas, me pides la mía, te contaré un caso que juzgo oportuno.

Sitiaban los franceses al mando del mariscal Moncey esa misma Valencia, que en distintas épocas han mandado el Cid y Carratalá. Reuniéronse en tan grave apuro el Ayuntamiento y las personas más ricas del pueblo, entre las cuales quedose dormido de confusión y pesadumbre un confitero, que entendía más de ramilletes que de disturbios políticos. Iba diciendo cada uno en la asamblea su opinión copio mejor la entendía. Llegada que le fue su vez a nuestro hombre,

–Y usted –le dijo sacudiéndole del brazo el que a su lado tenía–, ¿qué piensa?

–Sí, ¿cuál es su opinión de usted? –preguntaron todos a un tiempo.

A cuya pregunta contestó despertando y todo despavorido el confitero:

–¡Mi opinión, sí, mi opinión, señores, es de que Dios nos asista! –En cuyo voto imitaba el confitero la rara discreción del padre Froilán Díaz, confesor de Carlos II.

Eso mismo opino yo, Andrés mío, por ahora, y mientras no vea levantarse en masa a la nación para ahogar de una vez y para siempre el monstruo que en el Norte nos devora, en vez de entretenerse en cuestiones secundarias y en rencillas personales, de las cuales debiera el país hacer justicia, como del orgullo mezquino y de la loca vanidad de sus dueños. Tu amigo.

Fígaro 1

[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 502-520; Artículos políticos y sociales, ed. José R. Lomba y Pedraja, Madrid, Espasa-Calpe, 1982, pp. 182-209; Artículos, ed. Carlos Seco Serrano, Barcelona, Planeta, 1981, pp. 508-525; Obras completas de D. Mariano José de Larra (Fígaro), ed. Montaner y Simon, Barcelona, 1886, pp. 465-472.]