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Discurso de José M.ª Soler en su investidura como Doctor Honoris Causa en la Universidad de Alicante. 1986

José María Soler García



Discurso pronunciado el 30 de noviembre de 1985 en el acto de su investidura como Doctor Honoris Causa por la Universidad de Alicante, celebrado en el Aula de Cultura de la Caja de Ahorros de Alicante y Murcia.





Excmo. Sr. Rector; Excmos. Gobernadores de Alicante y Tarragona; Ilmo. Sr. Director General de Cultura de la Generalidad Valenciana; Dignísimas autoridades; profesores y alumnos de la Universidad; Señoras, Señores y amigos todos:

No sería un acto de modestia si yo me atreviese a discutir aquí las razones que hayan podido tener quienes me propusieron para el altísimo honor que supone este nombramiento, profesores Abad, Hernández y Rabanal y el Claustro que aprobó la propuesta, aunque en el fondo me quepan serias dudas acerca de mis presuntos merecimientos, con gran benevolencia expuestos por mi padrino, el profesor Mauro. S. Hernández, sobrevalorados por la amistad que nos une desde hace varios años. Yo le agradezco de todas veras su amable intervención. No esperen de mí una de esas disertaciones magistrales que yo no osaría pronunciar ante tan docto auditorio. Podría hablar de cualquiera de esas cuestiones que conozco un poco, pero parece ser que el rito impone en estas ocasiones hablar de uno mismo, aunque no sea más que para justificar el honor que se le hace. Me limitaré, pues, a excavar en mis recuerdos y a relatar brevemente la sucesión de acontecimientos que han hecho posible el acto que estamos celebrando. Por satisfecho me daría si este relato pudiera servir de algo a quienes se dedican a investigar en poblaciones pequeñas, aislados de los centros científicos y sin excesivos medios a su alcance. Y en este propósito, mis primeros recuerdos culturales, que son los que aquí interesan se remontan a la ya lejana infancia, cuando asistía a las míseras escuelas nacionales que había en mi pueblo: la de don José Gómez Ros, por ejemplo, que cambió de sitio muchas veces y nunca para mejorar, pues se trataba de locales de alquiler. De aquel colegio recuerdo muy bien la cantidad de veces que tuve que salir a la pizarra para resolver problemas de números complejos, verdadera preocupación de aquel maestro; y la entrega que se me hizo durante una visita de inspección de una preciosa «Historia de Grecia», que guardo como una joya en mi biblioteca, por haber sabido cuáles eran las islas españolas del Golfo de Guinea. No he olvidado tampoco unos grandes cartelones que colgaban de las paredes con letras de himnos patrióticos o proverbios educativos de los cuales recuerdo perfectamente que decía: «De arrimarse a los tizones suelen salir sabañones», que no era científicamente muy correcto. De aquella primera escuela pasé a otra regentada por un maestro inolvidable: D. José Chanzá, cuya casa estaba siempre abierta para los alumnos; con él salíamos al campo, subíamos al monte, y era corriente verlo en las localidades más baratas de los cines rodeado de discípulos. Chanzá nos contagió a todos su entusiasmo por la naturaleza y por la poesía, que recitaba de modo magistral.

Por necesidades familiares, viví algún tiempo en Madrid, aquí en Alicante y en Cartagena. En todas ellas asistí a los colegios públicos, pero fueron cortas estancias que no dejaron excesivas huellas en mi espíritu. Recordaré como anécdota la de aquel colegio madrileño en que se nos obligaba a recitar de memoria el famoso catecismo del padre Ripalda, el de las preguntas y respuestas: «Decid, niños, ¿cómo os llamáis?» Respuesta: «Pedro, Juan, Antonio, etc.». Y así lo decíamos, al pie de la letra, sin que nadie nos corrigiera.

Algunas veces he repetido que yo me considero un director de orquesta frustrado, aunque quería decir simplemente músico, porque, en realidad, dicho sea de paso, dudo mucho de la eficacia y aun de la necesidad de los directores de orquesta, fuera de su misión de ensayar. La afición a la música me viene de lejos. Una hermana de mi padre era excelente soprano y magnífica pianista, alabada por músicos como Ruperto Chapí y el guitarrista Francisco Tárrega, que en Villena pasaba muchas temporadas. Una hermana de mi madre y ella misma tocaban también el piano, y tres de sus hermanos, uno el violín, otro la viola, y el tercero la flauta; un verdadero cuarteto, como se ve, en una modesta familia de una modesta población española de principios de siglo, lo que hoy es difícil de encontrar; familia regida por mi abuelo, abogado y político, que fue muchas veces Alcalde de la población y que en alguna ocasión se atrevió a dirigir funciones de aficionados a la zarzuela, como haría yo también muchos años después.

A los ocho años me pusieron a estudiar solfeo, con el maestro de la Banda, Francisco Bravo; y antes de asistir a las clases, hacía que mi madre me cantara la lección correspondiente, que yo repetía después en la academia sin fallo alguno; tenía, afortunadamente buen oído. Y así pasé el método de Eslava, cuyas lecciones nunca he olvidado, pero que no me enseñó a solfear. Eso lo tuve que aprender después por mi cuenta, con métodos distintos a los de Eslava.

Me pusieron después a estudiar flautín con un excelente músico de la Banda y de la orquesta que por entonces existía en Villena, Cirilo Azorín; y tendría unos doce años cuando estrené mis primeros pantalones largos para desfilar con la Banda en «La Entrada» de las Fiestas de «Moros y Cristianos».

Pero en este aspecto musical, yo aspiraba a mucho más, y al no encontrar en el pueblo quien me resolviera el problema, al tiempo que estudiaba piano con doña Gloria Marco, que enseñó a toda una generación, me matriculé en una escuela de París, que daba clases de armonía por correspondencia. Yo estaba por entonces preparando las oposiciones al Cuerpo de Correos, que exigían ejercicios en francés, y aquella escuela fue para mí de gran eficacia, porque, aparte de corregirme los ejercicios musicales, me corregía también el francés de los textos. En 1922 aprobé las oposiciones -tenía yo entonces diez y siete años- poco antes de que se produjera la huelga de Correos de 1923, con la que comencé mi andadura profesional, no exenta de vicisitudes en aquellos momentos, después de cortas estancias por razón del cargo en Alicante y en Villena, me trasladé a Madrid, en donde tuve la suerte de alcanzar un destino que me dejaba mucho tiempo libre, que yo empleaba en leer, visitar museos, escuchar conciertos, y también en bailar, que era entonces una de mis grandes aficiones. Era la época del «fox-trot», del «charlestón, del «tango argentino», en el que llegué poco menos que a especializarme. Una de mis frecuentes visitas era al Museo Arqueológico, para observar las piezas que veía reproducidas en los manuales. Ya había comenzado por entonces mi afición a la Arqueología.

En realidad, lo que yo tenía era una enorme vocación de cultura, como ha dicho muy acertadamente mi amigo Tovar, que residió en Villena durante varios años, y traté de conjugar todas aquellas aficiones con mis deseos de obtener el grado de bachiller para lo cual me matriculé por libre en el Instituto del Cardenal Cisneros. Después de aprobar algunas asignaturas, no pude continuar porque mi padre quiso tenerme consigo en el pueblo y me consiguió el traslado.

Muchas cosas quedaron truncadas por entonces, pero comenzaron otras nuevas. En una ciudad pequeña, el campo está cerca, y Villena se halla además edificada en la falda de una montaña con dos castillos medievales. Pronto me interesé por la historia de aquellos castillos, y me puse a investigar en los libros y en los archivos y a indagar sobre el terreno. Era un verdadero placer ir descifrando aquellos antiguos documentos, cogiendo materiales de los árabes y de los primeros siglos cristianos. Un trabajo sobre el Castillo de Salvatierra fue galardonado después en un concurso nacional.

Mi biblioteca iba creciendo incesantemente, y a ella dedicaba gran parte de mi sueldo, que ascendía a 333'33 pesetas mensuales, dietas aparte por aquellos viajes profesionales en el pintoresco trenecillo de vía estrecha conocido por «El Chicharra», desaparecido no hace muchos años. Aquellos viajes a Cieza y a Muro me permitían leer un libro cada día, tasa que vine cumpliendo durante muchos años.

Mi intención era la de ir remontándome en la historia de mi pueblo hasta sus orígenes, y era inútil consultar en la bibliografía de la época, porque, como ha puesto de relieve el profesor Tarradell -a quien quiero expresar desde aquí toda la simpatía que le profeso-, Villena era un blanco en los mapas arqueológicos. Cayó en mis manos por entonces un periódico que, bajo el título de «El Demócrata», se publicaba en Villena en 1891, con la noticia de una visita efectuada por el célebre geólogo y paleontólogo don Juan Vilanova, quien hablaba de la necesidad de recabar subvenciones del Estado para realizar excavaciones en algunos cerros en los que había observado una corteza de dos metros de espesor sobrepuesta por la mano del hombre. Aquellos proyectos quedaron solamente en deseo, ya que no volvió a hablarse del asunto, hasta que, en 1943, un canónigo villenense, don Gaspar Archent, encontró gran cantidad de tiestos en el que llama «Cabezo del Yeso», que no puede ser otro que el «Redondo», parte de los cuales sometió al dictamen del Marqués de Lozoya, quien no llegó a dar su opinión, y luego al de un docto canónigo de la catedral de Valencia, cuyo nombre no cita, quien dijo que aquellos restos pudieran ser «del período protohistórico o también ibero en su primitiva forma».

Todo aquello era más que suficiente para emprender una labor de campo que se anunciaba como extraordinariamente fructífera. Pero se desencadenó la Guerra Civil, en la que hube de intervenir con trabajos propios de mi profesión: oficinas de distribución, ambulancias, estafetas de campaña. No quiero detenerme mucho en los tiempos que siguieron a la terminación de la contienda y a la consiguiente represión por parte de los vencedores: estamos ya en época de restañar heridas. Desposeído del puesto que venía desempeñando desde 1922, hube de comenzar de nuevo a buscar trabajo, especialmente en oficinas y clases particulares de diversas materias, que me obligaban a estudiar tanto como a los alumnos. Y como la vida en la población no era ni fácil ni agradable, para mi tiempo libre encontré refugio en el campo y en las montañas, y allí encontré una grata compensación, porque fue una época afortunada para mis investigaciones arqueológicas, que comencé en el «Cabezo Redondo» y di a conocer en un artículo publicado en la revista de Fiestas de Villena en 1949. Aquel artículo me valió el nombramiento de Comisario Local de Excavaciones Arqueológicas, cuya Comisaría General desempeñaba don Julio Martínez Santa Olalla. Aquel nombramiento me abrió las puertas de la investigación oficial y me puso en contacto con la mayor parte de los arqueólogos de aquel tiempo. En estos momentos, quiero dedicar un recuerdo a algunos de los colegas de entonces, ya desaparecidos: Joaquín Sánchez Jiménez, de Albacete, que era además compañero de profesión; el querido amigo Alejandro Ramos Folqués, de Elche, al que acaba de dedicársele un merecidísimo homenaje, Camilo Visedo, de Alcoy, y Vicente Pascual, continuador suyo en aquel museo; Samuel de los Santos, Comisario entonces de San Martín de Valdeiglesias y Director después del Museo de Albacete, fallecido no hace mucho. Mi recuerdo también para Vicente Martínez Morellá, quien con su hermano Rafael, merecidamente nombrado Hijo Predilecto de la Provincia, me publicaron uno de mis primeros libros: la «Bibliografía de Villena y su Partido Judicial». No olvido tampoco a don Luis Pericot y a don Salvador Vilaseca, siempre propicios al informe esclarecedor.

El padre Belda, director por entonces del Museo de Alicante, me cedió temporalmente a su capataz, Félix Rebollo, como persona especializada, para las prospecciones en el Cabezo Redondo, a las que siguieron muchos de los descubrimientos a que ha hecho referencia el profesor Hernández: «La Cueva de las Lechuzas», el «Peñón del Rey», la «Casa de Lara»... En 1955, el Noticiar Arqueológico Hispánico me publicaba diversos informes sobre yacimientos villenenses, y el Servicio de Investigación Prehistórica, de la Diputación de Valencia, el entrañable S.I.P., que Domingo Fletcher y Enrique Pla supieron mantener en las altas cimas a que le había alzado don Isidro Ballester y aun superarlas, me abrió pronto sus puertas para publicarme en 1956 «El yacimiento musteriense de la Cueva del Cochino». Y otro estimadísimo comprovinciano, el profesor Jordá, de Alcoy, entonces en la Universidad de Oviedo, dio cabida a mi trabajo sobre la «Cueva Grande de la Huesa Tacaña» en el Libro-Homenaje al Conde de la Vega del Sella, editado por aquella Universidad, y ya en Salamanca, Jordá me publicó en la revista Zephyrvs «La Cueva Pequeña de la Huesa Tacaña».

Durante todos aquellos años, los hallazgos se acumulaban en todos los espacios libres de mi domicilio particular, con el siguiente peligro de hundimiento y las enérgicas protestas de las mujeres de la casa. Se imponía, pues, la creación de un Museo Municipal, y para ello encontré inestimable ayuda en el entonces Alcalde, Luis García Cervera, y en el Teniente de Alcalde, Alfonso Arenas García, no sin la oposición de algún concejal que consideraba un derroche gastarse el dinero en comprar piedras. El Museo pudo inaugurarse el 3 de noviembre de 1957, con la presencia del todavía Comisario General, Martínez Santa Olalla, y la de dos patriarcas de la Arqueología alicantina: don Camilo Visedo, ya citado, y don Francisco Figueras Pacheco.

Miguel de Tarradell fue nombrado Delegado de Zona en Valencia. Fue de los primeros en darse cuenta de la importancia arqueológica de la comarca de Villena y del extraordinario yacimiento del «Cabezo Redondo», que venía siendo sistemáticamente arrasado por sus propietarios para la extracción de yesos. Con Tarradell planeamos dos campañas de excavación de urgencia en aquel yacimiento, que se realizaron durante los años de 1959 y 1960. Los resultados de aquellas excavaciones van a ser publicados ahora gracias al mecenazgo del Instituto Juan Gil-Albert, de la Diputación Provincial alicantina. En el transcurso de aquellas campañas pudimos observar todavía cómo la dinamita de los barrenos lanzaba por los aires algunos lienzos de las murallas que habíamos puesto al descubierto durante las excavaciones. Se imponía pues, la expropiación del cerro, y el Ayuntamiento, presidido entonces por Pascasio Arenas López, aprobó una enérgica moción que fue remitida al entonces Director General de Bellas Artes, Gratiniano Nieto Gallo, con quien, por este y otros motivos, estaré siempre en deuda de gratitud. Gracias a sus gestiones, el 21 marzo de 1968, se declaró Conjunto Histórico-Artístico el casco antiguo de la ciudad de Villena, incluyendo expresamente en la declaración el «Cabezo Redondo». Unos meses después, se declaró de utilidad pública la expropiación del yacimiento, y el 21 de febrero de 1970 se firmó el acta de ocupación. Con ello se culminaba un proceso iniciado veinte años antes, que va a ultimarse ahora con el vallado del cerro, ya aprobado por la Consellería de Cultura de la Comunidad Valenciana. Puedo asegurar que el Cabezo Redondo ha sido objeto constante de nuestras preocupaciones.

Los hallazgos en la comarca se sucedían sin solución de continuidad. En 1961, la revista Saitabi, de la Universidad de Valencia, publicaba una ampliación a mi artículo sobre el también importante yacimiento de la «Casa de Lara», y en Archivo Español de Arqueología, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, aparecía otro trabajo sobre la «Dama ibérica» de Caudete.

Se avecinaba, sin embargo, un año áureo, nunca mejor dicho, para los estudios prehistóricos en la Península: el de 1963, con la aparición en el mes de abril del «Tesorillo del Cabezo Redondo» y el descubrimiento el 1 de diciembre del gran «Tesoro de Villena». Mañana precisamente se cumple el vigésimo segundo aniversario del descubrimiento.

No vamos a detenernos aquí en las circunstancias que concurrieron en aquellos hallazgos, dadas a conocer pormenorizadamente en la Memoria publicada por la Dirección General de Bellas Artes, dirigida aún por Gratiniano Nieto; circunstancias difundidas por todos los medios de comunicación, no siempre con la necesaria ecuanimidad ni con el debido respeto a la verdad histórica. No viven ya para recordarlas mis dos entrañables colaboradores de siempre: Pedro y Enrique Domenech Albero. Habrán de ser sus hijos, también Pedro y Enrique, entonces unos chicuelos, los que recuerden con Miguel Flor, otro de mis más eficaces ayudantes; con Alfonso Arenas, el abogado que tanto contribuyó a la creación del Museo, y con el taxista Martínez Pastor, aquella impresionante procesión a la luz de las improvisadas antorchas para transportar la preciosa carga desde la Rambla del Panadero hasta la carretera y, desde allí, hasta mi domicilio particular, que se convirtió en lugar de jubileo. Ante aquella aglomeración de periodistas y curiosos, mi madre, casi nonagenaria, llegó a comentar en voz alta que no venía tanta gente a casa cuando su hijo llegaba cargado de tiestos y piedras. De la significación histórica de estos tesoros, de su cronología, de sus paralelos, se ha discutido ya bastante y se seguirá discutiendo durante mucho tiempo.

No se agotaron con ello los hallazgos trascendentes. A los de la «Casa de Lara» y «Arenal de la Virgen», importantes yacimientos de llanura, habría que añadir el de «La Macolla», que dimos a conocer en el Congreso de Historia del País Valenciano en 1971, y diez años después, la Universidad de Valencia, por iniciativa de José Aparicio, tuvo la gentileza de editar, en homenaje al autor, nuestro trabajo sobre «El Eneolítico en Villena», y en curso de publicación están la «Cueva del Molinico», presentada en el Coloquio de Alcoy de 1984, y la ponencia sobre «La Edad del Bronce en la comarca de Villena», leída en el Homenaje a Luis Siret celebrado en Cuevas del Almanzora el pasado año.

A veces se amalgaman los estudios históricos con los del arte de los sonidos. Yo me he preguntado muchas veces ante un cráneo prehistórico, cómo cantarían aquellos remotos antepasados. Y al no encontrar el modo de averiguarlo, hube de limitarme, más modestamente, lo que cantaban los villenenses a mediados del siglo, y así nació el «Cancionero Popular Villenense», galardonado por el Instituto de Musicología del Consejo Superior en 1949, y que pronto va a ver la luz pública gracias también al Instituto Juan Gil-Albert. Y fue asimismo la afición a la música y a la investigación en los archivos lo que me hizo descubrir la naturaleza villenense del gran polifonista Ambrosio Cotes, uno de los más grandes músicos del siglo XVI que había sido tenido por flamenco o inglés entre los musicólogos. Y por la misma razón, me ha sido posible reconstruir la evolución histórica de la capilla musical del hermoso templo villenense de Santiago.

En otro orden de cosas, hemos de recordar que hubo en Villena una hermosa torre, demolida en 1888, por una de cuyas ventanas asomaba una enorme cabeza al sonar las horas. Era conocida como «El Orejón», y admirada por propios y extraños. Rodríguez Marín la recuerda en una de las coplas que publicó:


En Elche está Calendura,
en Villena, el Orejón,
y en Caudete está la mona para tocar el reloj.



Hemos podido documentar en los archivos villenenses la construcción de aquella cabeza y la existencia de una prestigiosa escuela de relojería, uno de cuyos frecuentes motivos de adorno era precisamente «El Orejón». Los productos de esta artesanía se extendieron, que sepamos, por todo el reino de Murcia, y se han convertido con el tiempo en objetos de museo. En el de Toledo existe uno de estos relojes, que era tenido como producto italiano.

En 1968 ingresé en la Sección de Historia y Arqueología del Instituto de Estudios Alicantinos, que inauguró su serie I de Libros con «La Relación de Villena de 1575», obra que ha visto ya agotada su segunda edición y nos sirvió de pretexto para publicar una serie de documentos del más subido interés para la «Historia de Villena», trabajo este que llevamos en publicación, por fascículos mensuales desde 1981, y en el que apenas hemos alcanzado el reinado de los Reyes Católicos. El camino está iniciado. Alguien se encargará de darle fin si las fuerzas nos fallan.

Si de algo puedo jactarme es de haber trabajado con intensidad y con rigor en los diversos campos hacia los que se ha disparado inconteniblemente mi curiosidad. Y debo confesar que estos trabajos han sido casi siempre un placer, que es más que suficiente galardón. Pero en esa constante vocación de cultura de que antes hablaba, he sentido siempre un enorme respeto por la Universidad; por lo que culturalmente representa y quizá también por no haber podido acceder a ella por las vías normales. Pueden imaginarse, pues, lo que para mí supone esta honrosísima distinción, que me llega cuando acabo de cumplir los ochenta años. Sólo puedo decir que asumo enteramente la responsabilidad de mantenerme dignamente en tan honroso cargo, y sólo me queda disculparme ante vosotros por esta autobiografía de urgencia que me he visto obligado a bosquejar para justificar, repito, ante mis propios ojos el honor que se me ha hecho. Bien seguro estoy de que recordaré este momento durante el poco o mucho tiempo que me quede de vida.





Gracias a todos.



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