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Discurso pronunciado en la Universidad Central el día de su instalación

(7 Noviembre de 1822).

Manuel José Quintana





SEÑORES:

Si leído el decreto con que se ha dado principio a esta solemnidad, la dirección de Estudios se anticipa por mi boca a ocupar vuestra atención, es porque quiere ser la primera en congratularse con vosotros de ver realizado al fin un instituto de tan señalada importancia. Sus esfuerzos para conseguirlo justifican este anhelo; y espera que en consideración a ellos sea bien admitida esta precedencia en la manifestación de su alegría. Cortas serán mis razones, desnudas a la verdad de sabiduría y de elocuencia, pero también de aparato y de artificio. En ellas recordaré primero los pasos que han mediado para la erección de esta universidad; y dando una ojeada después a su semejanza y diferencia con las que se conocían de antiguo entre nosotros, se verán como de lejos no sólo sus obligaciones, sino también los altos destinos que la esperan.

Iguales con los demás objetos de nuestra reforma política, las instituciones sobre instrucción pública han tenido la suerte de haber sido proyectadas en medio de la agitación de una guerra que no dejaba reposo ni presentaba esperanza. Entonces todos los azotes del mal estaban levantados contra nosotros; entonces, al parecer, no se presentaban a la imaginación, ni suelo donde hubiesen de establecerse las escuelas, ni hombres que las pudiesen frecuentar. Pero la magnanimidad española sembraba largamente en los campos del porvenir con la seguridad de verlos florecer. Y así como de la encontrada oposición de intereses y de opiniones, y de la confusión en que se hallaban las cosas públicas por aquella guerra cruel, salió esa Constitución, objeto de tantas adoraciones, de tantos debates y de tantas envidias, así también del seno de las mismas dificultades se vio trazada la primera planta de este monumento consagrado a la instrucción nacional, al cual la contradicción y la maledicencia no han opuesto otro reparo que su misma suntuosidad.

Una de sus partes más esenciales era el establecimiento presente. Los amantes de los buenos estudios le hubieran visto realizado muy poco después de rechazado el enemigo y restituida la paz. Pero la oscilación violenta que volvió a entronizar el despotismo vino a destruir nuestras más dulces esperanzas y a sepultar debajo de las ruinas de la libertad el ara que se intentaba erigir a la sabiduría. ¿Deberé yo, señores, traeros a la memoria aquella época abominable en que tan escandalosamente se atropellaron todos los principios de la equidad, todas las consideraciones de la gratitud, todos los respetos del pudor? ¿Cuándo, por satisfacer pasiones rencorosas y villanas, se decretó a sangre fría la degradación eterna, el embrutecimiento y la miseria de una nación tan noble y generosa? ¡Ah,! No: vale más pasar de largo por tan amargo recuerdo, aunque será bien que no salga enteramente de nuestra memoria, para que aquellos funestos días no se reproduzcan jamás.

Y observad, señores, por un momento conmigo la fuerza irresistible de las cosas; considerad cuán vano es que los hombres quieran ponerles un dique para contenerlas cuando ellas han tomado ya el ímpetu que les señala el destino.

Vencieron, con efecto, por un momento los eternos enemigos de toda verdad y de toda virtud; y en la embriaguez de su triunfo presumieron apagar la antorcha del saber, y retrogradar el entendimiento en España a la tenebrosa confusión de los siglos bárbaros. Para esto aquella junta de Enseñanza pública, que no tenía más objeto que el de cegar o corromper las fuentes de la instrucción; para esto la restauración de aquella compañía famosa, a quien los reyes han perdonado sus agravios en obsequio de sus intrigas; para esto, en fin, aquellas comisiones de visita a las universidades, encomendadas a hombres ignorantes, ansiosos de extirpar todos los elementos de buena doctrina, y de perseguir y arruinar a cuantos sabios merecían bien de la patria y de las letras. Tales salieron de la degradada Bizancio, lanzados por el despotismo oriental, aquellos fanáticos feroces que con el hierro y el fuego en la mano abatieron las arboledas de la Academia, destruyeron el Pórtico y el Liceo, y derrocaron los altares de la antigua filosofía en la sin ventura Atenas.

Y ¿qué intentaban nuestros perseguidores con tan encarnizados esfuerzos? ¿Extirpar acaso las semillas de la ciencia, y cerrar para siempre la entrada al espíritu de libertad? ¡Oh elogio sublime de la sabiduría, cifrado espléndidamente en esa aversión que la tienen los tiranos! ¿Presumían acaso inutilizar la experiencia de los siglos, oscurecer el sol a mediodía, poner un valladar en los Pirineos, rodear de muros al mar? ¿Podían esperar en su frenesí comprimir para siempre la indignación que excita a cada momento el espectáculo de la opresión y de la iniquidad, ni la repugnancia invencible que tiene todo ser inteligente a que le mande la injusticia y le gobierne la estupidez? Ellos podrán quemar un libro, matar un hombre; pero detener y torcer de madre el río de la ilustración... ¡insensatos! Las aguas contenidas un momento por su locura, recobrando su curso y su nivel, arrollan los vanos parapetos que se les ponen delante, y vuelven a regar los campos del entendimiento con más abundancia que primero.

Triunfa, en fin, la libertad, el Estado se recompone, y los padres de la patria son restituidos a sus sillas. Una de sus primeras atenciones fue la instrucción pública, cuyo arreglo, meditado primero en comisiones particulares, discutido después en diferentes sesiones, fue decretado por último al terminarse la segunda legislatura. No es objeto de mi discurso tratar menudamente de este plan, defenderle de las impugnaciones que ha sufrido, y recomendar sus ventajas y su importancia. Él habla bastante por sí mismo, y por otra parte a la dirección de Estudios no tanto le corresponde aplaudir y defender como ejecutar y cumplir.

Conserváronse en él no sólo el nombre, sino también los institutos de las principales universidades, ya porque sus autores creyesen que en la especie de nulidad a que los sucesos las habían traído no presentaban obstáculos fuertes para su necesaria reforma, ya porque tratasen de aprovechar los medios de instrucción que aún se conservaban en ellas, ya, en fin, porque también fuesen sojuzgados por su venerable ancianidad, y no quisiesen desentenderse de la prescripción antigua. Esta circunspección prudente no será del todo condenada por la razón. Grítese en buen hora en una declamación o en un poema contra las casas del saber; dígase que se echen por el suelo, y que de su antigua gótica rudeza no quede ni una columna, ni un pedestal, ni un arco solo. Esto fuera bien cuando estuviese ya pronto y dispuesto otro edificio culto y elegante en que abrigar los estudios; mas no le habiendo, fuerza era mantener los establecimientos antiguos, a lo menos para no sentir los males consiguientes al vacío de la educación, que en todas las cosas, pero principalmente en la instrucción pública, vale más mejorar que destruir, a menos de querer exponerse a perderlo miserablemente todo.

Esta consideración a las universidades era independiente de la supresión de todas las que no fuesen necesarias, y de la reforma completa de las que habían de subsistir. Así es que se procedió en seguida a sentar las bases en que había de fundarse la reforma, llenando con ellas las condiciones que la filosofía exige en todo establecimiento general de enseñanza pública, a saber: unión íntima de las ciencias con las letras, porque sin esta unión ni las ciencias se hacen populares, ni las letras tienen solidez; enlace de las ciencias entre sí, porque su fuerza consiste en este enlace, y a él sola se deben sus admirables progresos; independencia, por último, en los profesores, no para que se separen del arreglo y formas generales de la enseñanza, cuya conservación está encargada a la autoridad suprema, sino para que el espíritu de cuerpo ni los vicie ni los entorpezca, y para que la enseñanza, en vez de quedarse inerte y estacionaria, como sucedía en lo antiguo, se mantenga siempre en su curso al nivel de la ilustración general.

Sobre estos principios de eterna conveniencia se arregló la planta de estudios en las universidades. Después se determinó su distribución por el territorio, atendida la utilidad de los cursantes y la proporción que presentaban las provincias. Mas si esto bastaba para los hombres, no bastaba para la ciencia, la cual en alguna parte debía ser manifestada y explicada en toda su extensión y complemento; porque si el mayor número de los que estudian lo hacen para procurarse los medios de desempeñar una profesión útil y decorosa en la sociedad, hay también no pocos que concurren con sólo el objeto de saber, y es necesario ampliarles la enseñanza de modo que puedan dar a su curiosidad todo el alimento que anhelan, y a sus talentos toda la facilidad a proporción que para formarse necesitan.

No podía caber duda alguna en que el punto de colocación para un instituto de esta clase debía ser la capital. Los diferentes estudios esparcidos en ella, y los muchos y grandes medios de instrucción acumulados aquí, especialmente en ciencias naturales, daban más que mediado el camino para llegar a realizar el pensamiento. Por otra parte, la emulación, el movimiento y agitación continua que reinan siempre cerca del poder supremo y de los grandes establecimientos gubernativos, llaman a la capital a todos los espíritus sobresalientes, que excitados por mil estímulos diversos se desenvuelven y marchan con más fuerza y energía. Aquí pues debía situarse este centro de luces, este modelo de instrucción, no sólo utilísimo por su influjo sobre los individuos sedientos y ambiciosos de saber, sino también necesario para la conservación y perfección de la buena enseñanza en el resto de las escuelas; porque aquí tendrían siempre un depósito de excelente doctrina adonde acudir; aquí, a ejemplo de sus eminentes profesores, se formarían hombres hábiles en el arte de enseñar; aquí se analizarían los principios, se mejorarían los métodos, se acrisolaría el buen gusto1.

Tal es, señores, el objeto y carácter de la universidad que ahora nace. Es cierto que no es mecida en su cuna por las manos poderosas y valientes que fundaron y dotaron entre nosotros las mismas instituciones en lo antiguo. El primer plantel de estudios generales que se conoció en Castilla se debió a aquel Alfonso que derrocó el poder agareno en las Navas de Tolosa, y fue por su generosa condición llamado el Noble. Si echamos la vista a la universidad de Salamanca, se la ve halagada en sus principios y protegida a porfía por el gran conquistador de Sevilla y por el augusto legislador de las Partidas. El nombre para siempre ilustre de Fernando el Católico sirve de laurel a las escuelas de Valencia, mientras que las de Alcalá se ensoberbecen de deber su fundación a aquel varón extraordinario que, religioso primero, confesor de una reina y cortesano después, prelado, ministro al fin y gobernador del Estado, tuvo todas las virtudes, reunió todos los talentos, y por la capacidad de su espíritu, por la energía de su carácter y por sus eminentes acciones se levanta igual en fama con los dos altos personajes entre quienes le presenta la historia.

No así nuestra universidad: simples ciudadanos sin nombre y sin poder la idearon, simples ciudadanos decretaron su existencia, simples ciudadanos, en fin, la realizan y plantean. Pero si al rededor de este instituto no resplandecen ni la majestad ni el poder ni la celebridad de monarcas victoriosos y opulentos, lo que le falta respecto de los personajes, lo suple, y con harta usura, la dignidad de las cosas mismas en que reconoce su origen. La universidad Central es obra de la nación, nacida con la libertad, producto de la ilustración y de la civilización de los siglos. Delante de estos objetos tan grandes, de tan poderosos agentes, toda altura se abate, toda celebridad se eclipsa; y si los demás institutos, ufanos con el renombre de sus fundadores quieren en esta parte rivalizar con el presente, habrán de ceder vencidos cuando comparen la grande distancia que hay entre las cosas y las personas, entre las naciones y los individuos, entre las leyes y los privilegios.

Aún es más enorme la diferencia si se aproximan las épocas y se comparan las bases. Lejos de mí la intención, tan inoportuna como pueril, de insultar a aquellas corporaciones venerables, y de renovar ese cansado proceso que se les ha estado haciendo por la barbarie de los tiempos en que se fundaron, por los malos principios en que se constituyeron, y sobre todo por aquella resistencia de inercia que opusieron siempre a los nuevos descubrimientos y a los métodos mejores: efecto inevitable del amor propio, y más todavía en los cuerpos enseñantes, despreciar altamente lo que por mucho tiempo hemos ignorado. Más grato me fuera sin duda presentar generalmente a las universidades como los eslabones que en el inmenso vacío y lobreguez de la edad media enlazan la civilización antigua con la ilustración moderna, como monumentos que comprueban, aún en medio de aquellos tiempos feroces, el homenaje que el valor y el poderío tributaban al saber y a la razón; en fin, como la gradería que, aunque informe, ha servido de punto de apoyo al ingenio para desplegar sus alas y alzar el vuelo tan alto en las regiones de la sabiduría y de los descubrimientos. Y contrayéndome particularmente a las universidades de España, diría que, floreciendo a la par que las demás de Europa en el siglo XVI, quizá las aventajaron en erudición, en gusto y en doctrina. De Salamanca, de Alcalá, de Valladolid y de Valencia salieron formados, como de excelentes talleres, los sabios que constituyen nuestra celebridad literaria en aquella edad tan ponderada. No sólo se señalaban en teología y jurisprudencia, en que eran eminentemente doctos, sino que acompañaron la gravedad de estos conocimientos con los estudios auxiliares de las lenguas sabias, de la erudición antigua, de la filosofía y de las matemáticas. Y cuando se esparcieron por el mundo en los concilios, en las escuelas, en los concursos y en los libros, se hicieron estimar y respetar, y honraron el talento español por todos los ámbitos de Europa. Mentar los nombres célebres de Nebrija y de Brocense, de Luis de León y de Salinas, de Arias Montano y de Antonio Agustín, de Francisco Valles, de Ponce y de otros ciento, no es porque haya necesidad de recordarlo al concurso que me escucha, sino para tributar con mis palabras a aquellos hombres eminentes el feudo de respeto y gratitud que les es debido por su saber y por sus virtudes.

¿Dónde están los progresos que tan bellas disposiciones anunciaban? ¿Porqué los que antes eran tan grandes se ven después convertidos en pigmeos? ¿Cómo es que se hallan tan lejanos del templo de las ciencias, en cuyo vestíbulo se habían presentado con tanto esplendor y bizarría? Triste fuera por cierto espaciarnos en la historia de nuestra ignominia; triste haber de presentará nuestras universidades sumergidas otra vez en el caos tenebroso y semibárbaro de un pragmatismo servil y de un escolasticismo espinoso; triste ver en ellas corrompida la elegancia, olvidada la crítica, desatendido el estudio de la antigüedad, desconocida la naturaleza física, despreciadas las ciencias positivas que la explican y la ensoñerean; y no tener por útil ni por grande sino aquel sistema de cavilosidades pueriles en que se cifraba la ciencia de la disputa y el arte de embrollar todas las cuestiones por medio de una interminable controversia.

¡Y esto, señores, en qué tiempo! En aquel siglo que resplandece tan grande en los fastos de la inteligencia humana por los anchos caminos que supo abrirse en los campos de la naturaleza y de la verdad. Entonces es cuando Galileo en Italia perfeccionaba el telescopio, y con él conquistaba los cielos; cuando Keplero en Alemania arrancaba a los orbes que vagan por ellos las leyes con que se mueven; cuando Bacon en Inglaterra hacía el cómputo filosófico de los conocimientos humanos, y señalaba magistralmente la senda que debía seguirse para su perfección y su aumento; cuando Descartes, aplicando la álgebra a la geometría, Newton y Leibnitz, inventando el cálculo infinitesimal, acrecentaban prodigiosamente el poder de la análisis matemática; cuando Newton por sí solo demostraba el verdadero sistema del mundo, descubría la gravitación universal, desmenuzaba la luz, y sentaba la filosofía natural sobre bases eternas e incontrastables; cuando Locke, tan sagaz y profundo como circunspecto y modesto, analizaba las facultades del entendimiento, explicaba la verdadera genealogía de las ideas, descubría los abusos de las palabras, y mostraba la fuerza y la flaqueza del hombre intelectual.

Si se quieren señalar las causas del escandaloso atraso, de la lastimosa nulidad en que por todo aquel tiempo y aún después se hallaron nuestras escuelas, no es preciso cifrarlas únicamente, como algunos lo han hecho, en las persecuciones primeras que sufrieron algunos sabios españoles. Esta enfermedad entonces no era particular de España; era general en toda Europa. Al mismo tiempo que nuestros inquisidores asestaban sus tiros contra Arias Montano, y hacían gemir en sus calabozos a Luis de León y al Brocense, los puñales fanáticos de París se afilaban para asesinar a Ramús, los inquisidores de Roma forzaban a Galileo a abjurar una verdad evidente para él, y hasta en un país de libertad, en Holanda, el miserable Voet tenía crédito bastante para inquietar a Descartes, hacer condenar su doctrina, y proyectar una grande hoguera en que fuesen devorados sus escritos.

El mal consistió en que el espíritu de persecución, pasajero aunque cruel en otras partes, se perpetuó, se connaturalizó en España, y sumergió la voz de la verdad en un espantoso silencio. El mal consistió en que nuestras universidades, no bien desahogadas aún del polvo y de las nieblas en que habían tenido su principio, se hallaban débiles y flacas contra tantas causas de ruina, y volvieron a ergotizar como primero sobre sutilezas de dialéctica y de teología. El mal consistió en que al melancólico y dominante Felipe II sucedió el inepto Felipe III, a éste el frívolo Felipe IV, y a todos el imbécil Carlos II: cuatro reyes que por sus diferentes pasiones y caracteres debían dar en el suelo con cualquier imperio del mundo, por fuerte y grande que fuese. Soñaban ellos, soñaron sus ministros, que el oro de la América les podía suplir por todo. Mas ¿dónde habían de comprar estos insensatos con aquel oro fatal el don de gobernar bien, que el cielo inexorable por su mal y el nuestro les negó? ¿En qué mercado hallarían el ingenio, el talento, el buen gusto, el anhelo de sobresalir, el instinto de complacer, la actividad, la aplicación, la industria: fuentes perennes y solas de todo progreso humano y de toda civilización? El oro se gastó, la desidia y la ignorancia prevalecieron, con ellas la pobreza; y el genio de las ciencias, viéndonos sumergidos en aquel profundo lodazal, echó una ojeada desdeñosa sobre nosotros, y llevó su antorcha vivificante a otros países.

Pero separemos la vista de este cuadro ignominioso, y llevémosla a objetos más agradables. A lo menos el siglo XVIII no nos presentará ese contraste absoluto y lastimoso de lumbre y de tinieblas, de sabiduría y de ignorancia, de riqueza y desnudez. Diríase que eran los dos imperios fabulosos de Osiris y de Tifón, lindando eternamente el uno con el otro, y destinados también eternamente, éste a la desolación y a la esterilidad, aquél a la abundancia y a la alegría. Mas, al fin, el siglo XVIII será la época en que se rompa esta contraposición escandalosa; algunos rayos de la luz general de Europa penetrarán en España; algunos progresos harán en ella la razón y la cultura: y cuando lleguen las grandes crisis en que se prueban los individuos y la naciones, no nos mostraremos extraños al adelantamiento universal, ni sordos a las lecciones que nos ha estado dando tres siglos.

Había el último añadido sin duda riquezas de gran precio a los vastos depósitos del saber acumulados por el anterior. Pero no es precisamente esta fortuna lo que le distingue y eterniza en la gratitud de los hombres. Ni la extensión de noticias y altas miras legislativas de Montesquieu, ni la inmensa capacidad y magnificencia de Buffon, ni el espíritu sistemático y ordenador de Linneo; ni los progresos hechos en la física por Franklin, en la química por Lavoisier, en la metafísica por Condillac2; ni tampoco, viniendo a tiempos más cercanos, las observaciones delicadas y profundas con que se han comparado entre sí los seres vivientes para clasificarlos mejor, ni la precisión con que se ha sujetado al cálculo la estructura geométrica de los cuerpos cristalizados en las entrañas de la tierra, ni tampoco la audacia con que hasta en las regiones etéreas el espíritu humano ha querido sorprender el modo con que se forman y se descomponen los astros innumerables e inmensos que pueblan el espacio; nada de esto, repito, aunque grande sobremanera y nuevo, es lo que caracteriza tan ventajosamente al siglo XVIII. Lo es, sí, ese espíritu filosófico, esa razón universal aplicada a todos los productos intelectuales, a todos los géneros en que se ejercita el talento. Este espíritu es el que, fortificado con toda la autoridad de la razón, con toda la claridad que da el método, y con todo el poderío mágico del talento de escribir, ha simplificado y popularizado las ciencias, se ha difundido por todas las clases de la sociedad y ha hecho una repartición más igual de conocimientos y de luces entre las naciones y los individuos. Beneficio inmenso, imponderable, con el cual se ha tirado la línea de demarcación que divide los hombres de la mentira y los hombres de la verdad, y alzado la muralla incontrastable en que se estrellen para siempre la impostura, el charlatanismo y las preocupaciones.

Las causas pues del atraso y degeneración de la enseñanza, a lo menos de las que nacen de las prevenciones y el error, han desaparecido del todo. Otro objeto, otros planes, auspicios diferentes tienen que observar y seguir cuantos se ocupen ahora en dar a la instrucción pública su verdadero destino. Y si entre nosotros es han de medir sus esfuerzos por la importancia del fin que se proponen y por la urgencia que hay de conseguirlo, fuerza es que sean vehementes, poderosos, incansables.

Porque, si no nos hacemos ilusión y volvemos los ojos hacia atrás, veremos cuánto hemos perdido, y cuán pocos son los frutos que nos quedan de lo que en tiempos mejores se había sembrado para la instrucción. Pudo el siglo XVIII con su benéfico y luminoso influjo despertar de su letargo a algunos de nuestros antiguos institutos de enseñanza, presidir a la planta de los que se establecieron de nuevo, y sobre todo contribuir a la ilustración y progreso particular de tantos españoles, formados por sí mismos y elevados por su carácter y por su saber al nivel del resto de la Europa3. Pero en aquellos veinte años que siguieron a la muerte de Carlos III, empleados por la desventurada España en levantar, enriquecer y endiosar a un hombre sólo, las letras y los estudios fueron mirados con ceño y con desdén, a veces perseguidos, y siempre miserablemente degradados. Retrocedió pues nuestra educación literaria, formándose en ella un vacío que se dilató después con la guerra de la Independencia, aunque por una causa enteramente diversa y sobremanera grande y noble. A la voz de la patria, que reclamaba sus brazos, la juventud estudiosa se arrojó toda a las armas, y por seguir los pendones de Marte dejó desiertas las aulas de Minerva. Y cuando a la restauración de la paz parecía que debería refluir a ellas mayor concurso con más ardiente anhelo, los seis años de abominable recordación vinieron a acrecentar el desaliento, y completaron el estrago. ¡Oh! ¡con cuánta aplicación, con cuánto ahínco debemos empeñarnos en atajar este mal! Su trascendencia mortífera es infinitamente mayor que lo que comúnmente se piensa. ¿Podemos acaso desconocer que las sociedades subsisten hoy día por la civilización, y que la instrucción pública es su elemento primario y mencial? Destruyámosla, o lo que es lo mismo, dejémosla abandonada, y se verá al instante destruido el nervio más necesario a la conservación y prosperidad del Estado. ¿Qué importa que éste viva, y que el daño el principio no se advierta, o porque nuestras pasiones o porque otros intereses no nos lo dejan conocer? Vive el Estado, sí, pero para estar sirviendo de juguete y de triunfo a las demás naciones; vive para contemplar con envidia en las unas mayor poder, en las otras mayor riqueza, en todas mayor acierto y más fortuna; vive, pero es para ser llevado en hombros de una generación raquítica que, inhábil, incapaz de toda carga, de todo ministerio público, le deja consumirse lentamente, y al fin irremediablemente perecer.

¡Plegue al cielo, señores, que no sea esta nuestra historia! ¿Plegue al cielo que así los que mandan como los que obedecen, así los que aprenden como los que ensenan, tengan todos siempre a la vista esta funesta perspectiva? Vosotros principalmente, oh profesores que me escucháis, encargados de la enseñanza en esta universidad naciente, vosotros sois los que podéis contribuir con más eficacia a salvar el Estado de tan lastimosa decadencia. En el saber que os distingue y en el celo que os anima, no es de presumir que desmayéis un punto en la empresa magnánima que la sociedad os confía. Vuestro deber es ir al frente de todos los establecimientos de instrucción, agitar delante de ellos la antorcha de las luces, servirles de guía, y no dejarlos retroceder. En tal posición, fuerza es decirlo, no os es permitida la mediocridad; y debéis acordaros a cada momento que tenéis que llenar las esperanzas de la patria y la espectación de la Europa. Pero si las dificultades son grandes, si para vencerlas y corresponder a vuestro noble objeto la aplicación tiene que ser continua, los esfuerzos superiores, incansable la paciencia, también los incentivos que os rodean son dignos de almas grandes, y propios a excitar una emulación ardiente y generosa. Después de la gloria del legislador, que forma la sociedad, no hay otra que iguale a la del profesor, que forma los individuos. ¿Amáis la libertad? Inspiradla pues con vuestras lecciones y con vuestro ejemplo; y que vuestros alumnos, teniéndola convertida en sangre y en sustancia, no descansen después, no alienten, no vivan sino con ella. ¿Amáis la riqueza, la prosperidad, la gloria del Estado? Extended, propagad esos conocimientos preciosos, esas invenciones sublimes que civilizan los pueblos, fertilizan el seno de la industria, engrandecen su comercio, perfeccionan su navegación. ¿Amáis el orden, la tolerancia, la armonía social? Demostrad con la historia que las máximas de la moral y de la justicia no se violan nunca impunemente; y que cuando por contentar a las pasiones se atropella la equidad, el ejemplar funesto vuelve siempre a caer con doble estrago sobre sus autores. En suma, por cuantos medios y recursos os den vuestro saber y vuestros talentos haced marchar las ciencias y las letras vigorosamente unidas al grande fin de su institución, a perfeccionar las facultades intelectuales y morales de los individuos, a derramar todos los dones de la prosperidad y de la abundancia sobre las naciones.

Por desgracia la generación presente, viciada y corrompida con una educación distinta, agitada con la contradicción, con las animosidades y con las desgracias, no sacará tal vez todo el fruto que debiera de vuestras nobles tareas. Pero ancho y fácil campo os presenta para emplearlas la generación que va a formarse. Vosotros pues completaréis la obra de la legislación; y ya que los españoles de ahora no tengamos la fortuna de legar a los que nos sucedan la riqueza, la abundancia y el poder, a costa de continuos peligros, de trabajos sin término y de inmensos sacrificios les vincularemos a lo menos los dos mayores bienes del hombre civilizado, LA INSTRUCCIÓN, LA LIBERTAD.





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