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Capítulo tercero

Las plazas de cronistas eran útiles en España

     La utilidad de las plazas de cronistas no se ceñía al provecho que resulta de que un estado o nación no carezca de historiadores. Habiéndose demostrado en el capítulo anterior que las buenas historias no pueden ser escritas sino por una mano, es consecuencia precisa que si es útil la historia lo sea igualmente el artífice de ella. Otras eran también las ventajas que se seguían a España de las plazas de cronistas de sus reinos; notaré algunas.

     Mientras hubo plazas de cronistas, hubo en España hombres muy señalados que mantuvieron el crédito de las letras humanas, sin las cuales rara vez es gloriosa ni culta una nación. Esto era natural. Muchos jóvenes que nacían con afición a las humanidades, sabiendo que en las plazas de cronistas podían hallar con el tiempo un distintivo honorífico que les diese consideración en su patria, se entrenaban entera y eficazmente a aquellas artes, salían eminentes en ellas, y que lograsen o no las plazas, la nación poseía en su seno humanistas célebres que pudieran competir con los más nombrados en Holanda y Flandes. La serie de nuestros cronistas desde el reinado de Fernando el Católico, es una serie de hombres doctos no interrumpida en la continuación de cerca de tres siglos, ya se atienda a la Corona de Castilla, ya a la de Aragón, ya a los dominios de América. Antonio de Nebrija, Florián de Ocampo, Ambrosio Morales, Lorenzo de Padilla, Juan Ginés de Sepúlveda, Juan Páez de Castro, Pedro de Valencia, Prudencio de Sandoval, D. José Pellicer, D. Luis de Castro, Luis de Cabrera, Jerónimo de Zurita, Lupercio y Bartolomé de Argensola, Zayas, Dormer, Antonio de Herrera, Antonio del León Pinelo, Solís, etc..., son nombres que mantuvieron ilustremente la gloria de nuestra literatura mientras hubo plazas de cronista en España. Con la extinción de éstas acabó la raza de estos grandes hombres; y como en la nación no hay nichos dignos para los meros profesores de letras humanas, ni hay otros arbitrios para vivir que los que llaman empleos o profesiones, todo el mundo descuida y abandona lo que no le ofrece esperanza de honor o conveniencias. Ni la Academia de la Historia es bastante para llenar este vacío. En España las plazas de Académicos son más bien un título de honor que un destino para emplearse en una ocupación determinada. Los Académicos de la Historia no son meros hombres de letras, puestos allí para trabajar única y privativamente en la historia. Cada Académico suele tener su empleo o cargo que le llevan la principal atención, y las tareas académicas se consideran como una aplicación accesoria. Por tanto, nunca podrán dedicarse peculiarmente a los trabajos del instituto de la Academia; y lo que ha hecho ésta es un testimonio nada equívoco del pundonor y laboriosidad de los Académicos, que ciertamente no han sido guiados por el estímulo del interés.

     Otra utilidad (y no corta) que proporcionaban los cronistas, era el registro personal de los archivos públicos y particulares del reino. Los documentos históricos que hay publicados hasta ahora se deben en gran parte a esta diligencia de los cronistas. Los reinos, obligados a suministrar materiales a sus historiadores, revolvían continuamente sus archivos, comunicábanles noticias y copias de sus papeles, y por este medio se iban desentrañando cada vez más estos inmensos depósitos de documentos que yacerían hoy cerrados del todo si no se hubiese restaurado próvidamente la plaza de Cronista de Indias. Los viajes que hicieron Jerónimo de Zurita y Ambrosio de Morales de orden de Felipe II por varias provincias de Italia y España, fueron causa para que se desenterrasen gran parte de nuestros antiguos crónicos, anales, privilegios y otros documentos utilísimos que yacían luchando entre el polvo y la polilla en los oscuros sótanos de algunos monasterios y casas de concejo. Los grandes que, por haber cronistas en el reino, tenían hombres de quien echar mano para publicar las glorias de sus casas o defender sus derechos, nombrándolos cronistas o defensores suyos, les abrían sus archivos liberalmente, y por este medio investigaron más D. José Pellicer y D. Luis de Castro, siendo dos hombres solos, que cuanto habrá investigado hasta aquí la Real Academia de la Historia en esta materia particular de los antiguos héroes de nuestra nación. Tal vez se daban plazas de cronistas a religiosos de varias órdenes, como se vio en el obispo Sandoval y en fray Juan Barros; y esto contribuyó en gran manera a que se revolviesen los archivos de estas órdenes, y se sacasen de ellos muchos y muy importantes instrumentos para la noticia de las cosas antiguas. En España ha sido siempre queja continua de los hombres más doctos en la historia la falta de cuidado en juntar y publicar los documentos históricos que en grandísimo número se hallan en los archivos y bibliotecas del reino.

     Sin embargo, el descubrimiento de los que poseemos publicados, lo debemos todo a los cronistas o a personas particulares, que por inclinación a este estudio, sin otros auxilios que su laboriosidad, han formado colecciones de documentos, han publicado los que han podido haber a las manos, y han ilustrado y corregido los que fueron descubiertos por los cronistas de Carlos V y Felipe II. La Academia de la Historia puede sin duda poseer gran tesoro de papeles, libros, códices, inscripciones, medallas y antigüedades de todos géneros; pero si las tiene estancadas en sí la Academia vendrá a ser propiamente un archivo más en el reino, tan cerrado como los demás a la curiosidad de los eruditos.

     Nuestras colecciones son diminutas, mal impresas por lo común, y, lo que es peor, poco correctas en los textos. El obispo Sandoval hizo harto en publicar los crónicos de cuatro obispos y los extractos de dos crónicas. Morales y Zurita poseyeron mucho, y no pudieron imprimir sino poco. La antigüedad española debe mucho al padre Andrés Scoto, cuya España ilustrada es la única colección digna de este nombre. Debe también infinito a la diligencia de D. José Pellicer, cuyos Memoriales genealógicos son un depósito muy abundante de memorias antiguas; pero estos memoriales se han hecho raros por lo mismo que no se escribían sino para pretensiones de las Casas que daban motivo a ellos. D. Luis de Salazar y Castro nos dio un buen número de escrituras en el último tomo de la Historia de la Casa de Lara. Imitóle el padre Berganza en el tomo 2.º de sus Antigüedades; a éste el padre Flórez en su España sagrada; y añadiendo a éstos los trabajos de los señores D. Eugenio Llaguno y D. José Miguel de Flores, que aunque académicos no escriben por encargo de la Academia, queda casi completa la historia de nuestros materiales históricos, que sería excelente si se le quitase la calidad minuciosa, indigesta y enmarañada, si se atiende a lo que era razón esperar de un cuerpo autorizado; porque los cronistas y aficionados al estudio histórico, harto hicieron en buscar, juntar y publicar los materiales que poseemos, sin que esto baste para la composición de sus historias, crónicas o anales.

     Otra ventaja que acarreaban las plazas de cronistas era que la composición de la historia caía en manos de personas aptas para escribirla. Fundábase esto en que rara vez se proveyó de Cronista del rey o de los reinos en quien no hubiese dado testimonios públicos de su instrucción y suficiencia en las materias históricas. En los mismos títulos que se despachaban se expresaba esta circunstancia, y son un ejemplo bien notable los que se despacharon a Zurita y Pellicer, que son los únicos que se han impreso. De los cincuenta y tres cronistas que ha tenido España en los dos siglos anteriores, no hay uno de quien no poseamos libros o trabajos históricos, impresos o manuscritos. Resultaron de aquí dos grandes utilidades, una que la historia se escribiese, otra que se escribiese con dignidad. Como la obligación del cronista era atender al cumplimiento de este oficio, si se descuidaba era mirado con poco aprecio, y las quejas de este descuido solían trascender al público algunas veces. Precisados a trabajar, y yéndoles nada menos que su mayor crédito en que estos trabajos correspondiesen a la elección que se había hecho de ellos, se aplicaban intensísimamente a escribir del mejor modo que les fuese posible. Una persona sola, en quien tiene puestos los ojos el público, esperando de ella grandes frutos en el asunto que se le confía, si es docta y tiene honor se excede a sí misma por lo común por no desmerecer en el concepto que le granjearon su talento y estudios. En una congregación de personas no puede suceder esto porque ningún particular desmerece, por más que pueda ser notado el cuervo; pero como es fácil que los individuos se echen la culpa unos a otros de lo que no hacen, ninguna sufre en sí el descrédito, y como todo cuerpo es mirado en España con una veneración escrupulosa, procuran los mismos cuervos ganar y mantener una cierta autoridad que no debe haber jamás en las letras. Nadie se atreve a acriminar en público su descuido, como era lícito hacerlo con los cronistas, y la nación sufre el perjuicio de carecer de historiadores y de historias.

     Dije antes que, si los instrumentos históricos que recoge la Real Academia no salen al público y permanecen estancados en su librería, ésta viene a ser un archivo más en el reino, cerrado como los demás al uso y utilidad de los estudiosos. Por eso en el caso de que se restableciesen las plazas de cronistas, o tuviese S. M. a bien dar título de historiógrafo de España a alguna persona determinada, convendría que el electo o electos, por el mismo hecho de serlo, obtuviesen plaza en la Academia con derecho de hacer uso de sus papeles y documentos, igualmente que de los que existen en los demás archivos de la nación. Si no se ejecuta así, la historia de España puede contarse entre las cosas perdidas, porque o no se escribirá nunca, o si se escribe, no se escribirá bien.

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