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Capítulo quinto

A España le importa mucho que se escriba una historia política de la dinastía de la Casa
de Austria

     Se puede dudar si el reinado de Carlos V fue tan próspero para sus reinos como favorable a la gloria personal del príncipe. Sus grandes empresas y victorias hicieron memorable su época y célebre la felicidad o sea la pericia de sus caudillos. Pero los tiempos guerreros son rara vez felices, mayormente cuando los príncipes se dejan llevar de la sangrienta pompa de las conquistas. Toda la gloria del mayor monarca que en estos últimos tiempos ha tenido la Francia, cantada por los mejores poetas, ensalzada en estatuas, trofeos, medallas y obeliscos, vino a parar en morir el príncipe con poco sentimiento de sus pueblos, por la miseria que finalmente recogieron de tan larga continuación de guerras sostenidas con tanto fervor, y consideradas más como teatros de diversión que de mortandad y ruina. Carlos V dejó la corona más bien fatigado de su peso que hostigado del sinsabor de sus súbditos, los cuales, embelesados con la grandeza y prosperidad presente, no previeron la triste herencia que dejaba con ella a sus mismos hijos. Las grandes revoluciones que ocasionó su imperio forman época muy notable en los anales de las sociedades políticas de Europa, y la forman aun más notable en España por la amarga verdad de que el origen de nuestra decadencia anduvo envuelto en parte con los sucesos que hicieron llegar a lo sumo nuestro poder. Las empresas militares y vida personal de Carlos V han sido escritas por muchos, ya naturales, ya extranjeros. Pero examinadas. estas historias con pureza y neutralidad, se hallará en las nuestras mucha escasez, y en las extranjeras sobrada malignidad, en aquella parte que más esencialmente pertenece a la constitución de la historia. Las acciones de los hombres públicos están íntimamente enlazadas con el estado de los pueblos y de las repúblicas; y siendo el principal objeto de la historia poner patentes estos enlaces, y manifestar de que modo el mayor número de los mortales es feliz o infeliz por el modo de obrar del menor número, apenas podrá gustarse esta utilidad en las historias de aquel célebre emperador; y aquí es donde tropezará lastimosamente la inteligencia y tino del hombre público, si al leer historias de esta especie no echa de ver la esterilidad, fanatismo, parcialidad, malicia, odio u amor con que están escritas. Cualquiera equivocación en esta materia es peligrosísima cuando se estudia la historia, pero inferior a los documentos prácticos que sirvan a la alteración de las cosas presentes. España está aún experimentando muchas consecuencias del gobierno austríaco en ella, muchos efectos de aquella enorme dilatación de dominios que sustentaron las desgraciadas Castillas, siempre ensalzadas, y siempre agobiadas y miserables. En tiempo de Carlos se alteró extraordinariamente nuestro gobierno; y por su influjo han experimentado después no pequeña alteración todos los gobiernos de Europa. Carlos, siguiendo el plan de su abuelo Fernando, dilató y afirmó en España la autoridad real; fue el primer poseedor de los inmensos tesoros de América; unió en sí una vasta posesión de dominios no vistos desde el imperio de Carlo Magno; vio nacer y propagarse en el Norte, Alemania, Inglaterra y parte de Francia, aquella sedición anti-católica que dio materia a sus triunfos, y después muchos desvelos y muchos pesares a sus sucesores; promovió y efectuó la convocación de un concilio general en que, mezclada la política con el celo por la religión, se vieron luchar entre sí los intereses divinos y humanos; logró a España opulenta, poblada, sabia, victoriosa, formidable, y sin embargo esta misma prosperidad ocultaba en sí las semillas de las dolencias que después nos consumieron y acabaron, a saber: el rencor general de Europa contra la nación prepotente; las guerras continuas en aquella Holanda y aquella Flandes que se tragaron todas las tropas de España y todo el oro de América; la debilidad de la metrópoli por tener guarnecidas y presididas provincias muy dispersas y distantes del centro; la ambición de Felipe II que, armado con la herencia de poder tan grande e ilimitado, derramó su erario por toda Europa con prodigalidad desmedida para fomentar discordias y atraer así con el oro la dominación que no quería fiar a la contingencia de las armas; la ruina de nuestro comercio nacida de esta prodigalidad y de la inconsiderada confianza que inspiraron los metales de América; la despoblación de la península por las emigraciones a Italia, a Flandes, a las dos Indias, y también por el excesivo aumento del clero cuando las guerras y las colonias usurpaban los operarios a la labranza y a los talleres; el deplorable lujo que nació de nuestra riqueza y ayudó a nuestra perdición cuando ya no éramos ricos; la tumultuaria legislación de América formada sin plan, sin más designio que acudir a lo que ocurría; finalmente, aquel cúmulo de males que empezó a sentir Felipe III y que experimentó del todo Carlos II. La grandeza de sus abuelos, temida de los extraños y mal manejada de los propios, convirtió en un país de miseria a la nación más rica y poderosa que ha existido en la tierra desde los tiempos florecientes de Roma. Felipe II gozó en los primeros tercios de su reinado todo el lleno de esta grandeza; su sucesor inmediato, en muy pocos años, halló su reino principal agotado de gentes y de dinero, arruinados los pueblos, prófugas las familias, desiertos los campos, abandonadas las artes, las rentas reales empeñadas a genoveses, plagado el reino de juros, inundados los pueblos de moneda de cobre falsificada, vacíos los caminos de gente de comercio, y poblados de espesas bandadas de mendigos y peregrinos, injuriados, atropellados y encarcelados los vasallos por los avaros recaudadores, olvidadas las leyes, aniquilada la marina, escaso e inobediente el ejército, y por último oprimido el miserable reino de cuantos males trae consigo la debilidad de un gobierno incierto en sus principios, vago en sus expedientes, precipitado en sus recursos, y poco o nada sabio en los medios de consolidar una monarquía.

     Son muchos los que han escrito sobre las causas de la decadencia de nuestro poder; y en verdad, esta averiguación es una de las más útiles en que puede ejercitarse el estudio de los doctos y la observación de los hombres de estado. En poco más de dos siglos, se vio levantar y caer la mayor monarquía que quizá ha conocido el mundo. La metrópoli, apoderada de las regiones más ricas, fértiles y aun pródigas en metales y frutos, al cabo de un siglo de posesión se halló reducida a un verdadero estado de mendiguez. El mayor monarca de Europa, el señor del Perú, hubo por fin de sujetarse a vivir de unos mezquinos alimentos, por no bastar sus rentas al desempeño de la deuda pública. La nación que proveyó de géneros a toda Europa, cuya marina conquistó a Atenas con un puñado de aventureros, guió la primera el globo, descubrió la América, y se apoderó de todo el comercio de Poniente y Levante, en muy pocos años se vio sin fábricas, sin marina, sin comercio, inundada de guerras y levantamientos, perdiendo provincias en Europa y en ambas Indias, y entre tanto curando de hechizos al monarca. Esta increíble turbulencia y desorden en que paró España, que dio motivo a una multitud de leyes económicas que ni se observaban ni podían ser observadas, y que, conocido después por la augusta Casa reinante, han ido desapareciendo insensiblemente, hasta el extremo de hallarnos hoy en cierto grado de prosperidad interior que anuncia el recobro de nuestra antigua grandeza, no en estados, sino en riqueza y autoridad, no ha sido hasta ahora bien desentrañada en ninguna historia. Los pocos historiadores nuestros que han escrito de estos dos últimos siglos, han sido más bien abogados de los abusos que relatores imparciales y desinteresados. Los extranjeros, mal informados en parte, y preocupados en parte contra nosotros, han tocado inicua o superficialmente los motivos de nuestros infortunios, los antiguos por rivalidad u odio, los modernos por la rabia de la filosofía. Historia en que no hay nobleza, imparcialidad, estilo sosegado, candor sublime y generoso, es digna sólo de un escolar recién salido del aula de retórica. La malignidad y la declamación podrán agradar a los talentos superficiales que no trascienden más allá de la apariencia de las cosas, pero el lector maduro no estima los conatos del ingenio sino en cuanto sirven para dar a la verdad el conveniente colorido. Esta no debe servir a la fertilidad o fuego de la imaginación; al contrario, debe servir a ajustar sus adornos a la calidad de las cosas.

     En el año de 1629 publicó en Holanda Juan Laet un comentario sobre España, perteneciente a la colección de Repúblicas que salía de la imprenta de los Elzevirios. La utilidad de este comentario (aunque breve) está en que el autor juntó en él lo que sobre España habían escrito los más célebres historiadores de aquellos tiempos. En él son especialmente dignos de observarse los capítulos 4, 26 y 27. En el primero trata de las causas de la despoblación de España, en los otros de su debilidad y de la pobreza de su erario. Las causas de la despoblación las reduce a la esterilidad de algunas provincias, a la infecundidad de las mujeres de España, a las expulsiones de los judíos y moriscos, a las conquistas ultramarinas, a la necesidad de presidir con tropa española los dominios lejanos, y por último a las persecuciones de la Inquisición. La debilidad de España, la deriva principalmente de la desunión de los dominios de la monarquía, y del modo más gravoso de hacer la guerra a que precisaba esta misma desunión. La pobreza del erario la reduce a los enormes gastos de Felipe II en toda Europa, a su célebre bancarrota con que perdió el crédito, y a la obstinada y desgraciada guerra de Flandes. Poco más es lo que los modernos han adelantado a la generalidad de estas causas. El abate Raynal, que la trató de propósito con la puntualidad que puede esperarse de un declamador extranjero, las redujo a diez artículos fundamentales, a saber: Primero, la expulsión de judíos y moriscos. Segundo, destruido el comercio en esta expulsión, las naciones vecinas comenzaron a hacerle activo en nuestros puertos. Faltóle a España el dinero que aquéllas extraían y sufrió la falta subiendo los derechos a las fábricas nacionales. Tercero, este gravamen las arruinó; y cesando los caudales que daban de sí, se impuso toda la carga a los labradores que, no pudiendo sobrellevarla, abandonaron los campos y se perdió la labranza. Cuarto, para evitar la falta y carestía de granos, se llevaron a sumo rigor las tasas y se establecieron los pósitos, remedios más perniciosos que la dolencia. Quinta: faltando el dinero por la disminución de los derechos y tributos, se puso todo el conato en las aduanas y puertos secos; dificultóse la comunicación mercantil de unas provincias con otras, cesó el tráfico, se olvidaron los caminos, perdióse la navegación de los ríos, no se pensó en canales, hízose incómodo e insufrible el viajar, y dio en tierra el comercio interno. Sexto: los españoles, embriagados y estúpidos con sus antiguas glorias, se creían los primeros hombres del mundo, despreciaban con altanería a los extranjeros, miraban con desdén y aun con irrisión los progresos que éstos hacían, tenían por infames los comercios y las industrias, y con nada se satisfacían sino con puestos nobles y distinguidos. Esta vanidad los apartó del gusto del trabajo útil, y de aquí el general ocio de la nación y la multiplicación del clero (especialmente en los conventos), de los mendigos y de los celibatos. Séptimo: la pésima economía con que se administró la guerra hizo que en ella sola se consumiese la mayor parte de la hacienda real; fue preciso buscar arbitrios y éstos aceleraron la ruina. Octavo: los estados unidos a la Corona de España, lejos de ayudarla a sobrellevar los gastos, se los causaban muy grandes, o se negaban al pago de las contribuciones. Noveno: la legislación, constitución y administración de América se formaron sobre principios perjudiciales tanto a los países conquistados como a la nación conquistadora. Décimo: la Inquisición, aterrando con sus opresiones absurdas, derramó la ignorancia general, y ésta desconoció los males y los fomentó. De estas causas primarias resultaron otras que, aunque de menor influjo, concurrieron también a aumentar los males y dificultar los remedios. Tales fueron los inicuos privilegios que se concedieron a los arrendadores de las rentas reales armándoles de jurisdicción en su propio interés. Las formalidades, preocupaciones y trámites a que se sujetó excesivamente la expedición de los negocios, y los dejaron como en letargo. La pródiga liberalidad de los reyes, que derramaron en pensiones la sustancia que necesitaban para las urgencias públicas. La corrupción de costumbres, efecto de la vanidad y del ocio que ésta ocasionó y de la corrupción; la infecundidad de las mujeres, y la pésima educación pública. El comercio ilícito de América, auxiliado por los españoles mismos, y el espíritu de rapiña que se propagó y comunicó a todas las clases, y especialmente a los que se tenían en su mano la administración del Estado en todas sus partes. Si se excluye lo perteneciente a la Inquisición y al ridículo cuento de la infecundidad de las españolas, cuanto Raynal ciñó en dos capítulos con rabiosa fecundidad no es más que una ligerísima abreviatura de lo que en muchos y muy doctos y dilatados volúmenes han examinado, ponderado y ventilado con el cálculo y el raciocinio nuestros escritores políticos y economistas; es verdad que algunos de ellos negaron a algunas de estas causas el inmediato influjo que otros han querido darlas, y que, al modo de los que forman sistemas, echaron el peso que ocasionó la ruina sobre un solo defecto, y de él fueron derivando la serie de males que se atropellaron después para enflaquecer y debilitar la monarquía. Fueron éstos tantos, y se aumentaron tan precipitadamente que, en el cotejo de unos con otros, resultaba suficiente distinción para percibir cuáles eran los que dieron el primer impulso a la caída. Conocieron los abusos no de otro modo que los destrozos en la ruina de un edificio, y se pensó variamente sobre las causas primordiales de la destrucción. La culpa, creo yo, está en los historiadores, cuyas narraciones debían ser el hilo de oro que encaminase y guiase a la salida de este laberinto, poniendo a la vista los principios, progresos y alteraciones de todos los establecimientos y dictámenes adoptados en el Estado, buenos y malos, útiles y perniciosos, sabios y desconcertados. El Consejo supremo, consultado en el año de 1619 sobre los remedios que debían aplicarse para detener el principio de la monarquía, dijo libre y claramente que el origen del mal estaba en el excesivo número de cargas y tributos que oprimían al pueblo; y si se acude a nuestras historias para indagar el modo, orden, ocasiones y motivos con que sucesivamente se fue aumentando y agravando esa carga que el Consejo no se detuvo en calificar de «intolerable», no sólo no hallaremos la luz que exige un conocimiento tan importante a los pueblos (que son el objeto de la historia), pero nos contentaremos con que se nos indiquen las fechas y los medios que se usaron para multiplicar los gravámenes.

     La expulsión de los judíos primeramente, y la de los moriscos después, están tan graduadas de insensatas entre los extranjeros, y han sido tan defendidas de justas y precisas por muchos españoles, que esta discusión merece en verdad una pluma desinteresada que, bien provista de documentos, pese las utilidades o perjuicios de estas enormes emigraciones, y resuelva con imparcialidad. Es grande el interés que puede seguirse de conocer cómo se erró o se acertó en arrojar de España cuatro millones de sus habitantes, entre cuyas manos estaba todo el peso del comercio y agricultura de la península; en los libros que han tratado de esto, se hallan sólo generalidades aplicables a toda emigración, como en efecto las aplican los filósofos igualmente a la revocación del edicto de Nantes por Luis XIV. Se necesitaba desentrañar bien el estado de la monarquía en tiempo de Felipe III; examinar si sus dominios principales podían sufrir sin grave perjuicio la emigración; si la debilidad del reino daba alas a los moriscos para turbar frecuentemente la seguridad pública, o si fue una pura consecuencia de un celo indiscreto y del fanatismo religioso; qué efectos causó el vacío de tanta gente en los talleres, los campos y las tiendas, y si los extranjeros que entraron a reemplazarla fueron (como creyó D. Sancho de Moncada), más dañosos que los mismos moriscos, que eran tenidos por dañosísimos.

     El mismo examen pide (y aun con más necesidad) la legislación política y económica de las Américas; cómo pudieron éstas contribuir a la aniquilación de nuestro comercio; por qué fatalidad sucedió que su oro y plata enriquecíese a Europa, siendo nosotros el instrumento de la ajena prosperidad; cuál fue el fruto de aquellas encomiendas tan abominadas por Raynal, y que en el tiempo de su establecimiento suscitaron las disputas más importantes que se han agitado en la tierra; si la antigua España despobló a la nueva por el exterminio, y ésta a la antigua por las colonias; en suma, qué ventajas ha logrado el Nuevo Mundo con nuestra dominación y nosotros con dominarle; y qué alteraciones produjo esta grande empresa en los estados de Europa y en nuestro enlace con ellos.

     Ni merece menos atención (siendo un hecho solo), la subida de la moneda de cobre, otra de las fuentes de nuestra miseria según extranjeros y naturales. El tratado de Juan de Mariana De mutatione monetae, pronosticó con tiempo todo el daño que por éste y otros descuidos o malicias experimentó España en la segunda mitad del siglo pasado, y no da corto campo al conocimiento del gobierno de aquellos tiempos ver a Mariana acusado, encarcelado, tratado como reo de lesa majestad, por haberse opuesto con entereza verdaderamente filosófica a uno de los arbitrios más ruinosos que pudo inventar jamás la ignorancia de todos los principios de buen gobierno.

     Las causas del aumento del estado eclesiástico, acrecentado visiblemente en los dos últimos siglos; las leyes parciales que se formaban para remediar daños y abusos que nacían de la constitución pública, y por consiguiente se hallaban en contradicción con los principios generales de gobierno que se habían adoptado; los arrendamientos de la real hacienda; los tributos y contribuciones inventadas sin otra consideración que la de acudir de cuarquier modo a las urgencias; los derechos y facultades permitidos a la curia romana con notable perjuicio de la autoridad real, del dinero y de la población de España, y lo que es peor de la santidad del culto y del pasto que debe suministrar el clero a las ovejas que le sustentan; los puertos secos, concesiones privilegiadas, tasas, gremios, arbitrios, y, en una palabra, cuanto en los reinos de Felipe III, Felipe IV y Carlos II se ordenó, dispuso, adoptó y estableció en todos ramos para el gobierno interior y exterior de una monarquía que se iba cayendo a pedazos por faltar firme apoyo en el centro de ella, merece particularísimos exámenes y una pluma diestra que, enterada (más profundamente de lo que permiten los libros impresos) en las razones de estado de interés o de capricho que dieron a la máquina del reino movimientos tan desconcertados y perniciosos, exponga a nuestros hombres públicos cómo caímos tan precipitadamente, cómo contribuyeron los demás estados de Europa a nuestra caída, formada en ellos una nueva política y un nuevo género de intereses; y cómo contribuimos nosotros a nuestro precipicio por no querer ir a la par con las demás naciones en los progresos del comercio, de la marina y de las ciencias. En estos reinados tienen grandísima conexión los sucesos públicos (aquéllos que por lo común forman el cuerpo de la historia), con la ruina de nuestra población, artes y riqueza. Antes de los tiempos de Carlos V solían hacerse las guerras para conquistar o usurpar territorios. Un monarca que creía tener derecho a un pedazo de tierra llamado provincia; un papa que quería hacer soberano a un sobrino; un príncipe que se empeñaba en ganar título de grande a fuerza de exterminar el linaje humano; un fanático musulmán que pensaba haberle ordenado el cielo que hiciese musulmana a toda la tierra; los poderosos de este linaje de ambición o superstición inundaban de sangre los campos y los pueblos, sin otro fin que el de dominar más extensión de tierra, aunque en todas las que conquistasen no hubiese tanto número de hombres como pudieran tener en su propios reinos, manteniéndolos en paz y usando bien de sus frutos e industrias. El descubrimento de las Américas restauró el antiguo arte de los fenicios y cartagineses, aquel arte, no de conquistar tierras, sino de apoderarse por el comercio de las riquezas de países fértiles, por medio de colonias, tratados ventajosos y superioridad de fuerzas con que proteger las colonias y los tratados. A principios del siglo pasado empezó Europa a conocer la utilidad grande de esta política, y desde entonces casi todas las guerras no han tenido otro objeto que mantener la superioridad del comercio, poniendo en contribución de la industria ajena a los reinos débiles. De aquí el gran cuidado en fomentar la marina y las fábricas, de aquí el empeño en obtener el dominio del mar, de aquí las sagacísimas negociaciones para sostener la introducción de géneros en ajenos países, de aquí los conatos sobre ciertas colonias, ciertas plazas, puertos y terrenos bien situados para ejercer el tráfico, de aquí haber los Holandeses usurpado la India portuguesa, haber los Ingleses establecido a viva fuerza colonias en aquellos países que nos eran inútiles, o tal vez gravosos, cuando los dominábamos, y haber toda Europa procurado adquirir establecimientos ultramarinos, no para catequizarlos y repartirlos en encomiendas sino para tener factorías, almacenes, puertos y escalas. Si España entendió bien o no bien esta política, y si practicó o no medios contrarios a ella en beneficio o perjuicio suyo, es cosa que debe resultar de la historia de esta época, fundada en documentos ciertos que deben suministrar los archivos. Entonces se podrá ver cómo nuestra ruina interior provino de los intereses de otras naciones de Europa, envueltos en las guerras, paces, tratados y negociaciones; y de qué modo y por cuáles causas se desplomó una monarquía que, habiendo sido miserable cuando aparentaba mayor grandeza, va siendo feliz cuando sus posesiones han quedado reducidas a breve coto, y lo que es sobre todo útil, qué consecuencias sufrimos todavía de aquella serie de errores o fatalidades que en la política, en la guerra, en la economía, en la legislación, empobrecieron y debilitaron en menos de un siglo a una nación que por sus victorias, por el valor, fortaleza y aun heroicidad de sus naturales, por su dominio en regiones abundantísimas de oro, plata y frutos exquisitos, y por lo atrevido de sus navegaciones y descubrimientos, prometía no sólo una duración igual a la de los antiguos imperios, pero una prosperidad interna continua, fija, permanente, fundada en la posesión de los mayores tesoros del orbe, y en el valor y disposición de los súbditos para usar bien de ellos y conservarlos.

     Es difícil, lo confieso, poner la mano en una historia de esta especie sin arriesgar o bien el sosiego del historiador, o el crédito de los personajes que dieron impulso a los acontecimientos. Por otra parte, los escandalosos ejemplares que ha producido la malignidad humana cuando ha tomado a su cuenta copiar los sucesos más para satirizar a los poderosos que para enseñarlos, manifiestan la dificultad suma que hay en ajustar la verdad con la sinceridad, de modo que las cosas no comparezcan en el escrito con color más negro del que tuvieron en la realidad de su existencia. La malignidad es grande instrumento para adquirir aplausos, y el deseo de lograrlos es por desgracia el móvil principal que suele conducir la pluma de los hombres de letras. El generoso desinterés que se satisface con sólo el gusto de haber obrado bien y útilmente, de ordinario reside menos en los que estampan lecciones de desinterés y generosidad. Hace muchos siglos que los hombres se han acostumbrado a fundar la propia alabanza en el vilipendio ajeno. Todo es triunfo en la vida porque se vive con guerra interminable y los triunfos no se consiguen sino destruyendo o enflaqueciendo a nuestros hermanos. Los que leen para instruirse son muy pocos, si se comparan con el crecido número de los que buscan en la lectura el malvado placer de ver destrozado el crédito u opinión ajena; y esta escasez arranca la pluma de la mano a los que pudieran escribir con el debido temperamento, y la pone en la de aquellos espíritus ambiciosos que no se detienen en posponer la verdad a la gloria de ser leídos de muchos. Si a este vicio arraigado en la perversa inclinación del vulgo se agrega el odio de los poderosos contra los que franca y desembarazadamente representan lo negro con color negro, raro será el hombre de juicio que se determine al riesgo de perder su quietud doméstica para no hallar otra recompensa que la ingratitud y la persecución; y entonces la historia ni se escribirá con la puntualidad debida, ni hallará otro artificio que los que la manejen para torcerla a sus intereses o pasiones. No lo entienden los poderosos, ni consideran este punto por el lado que más les conviene. Las obras suyas o de su pasados, que quieran que no, han de salir otra vez al teatro del mundo renovadas en la escritura, si no por plumas nacionales, por extranjeras, que a la falta de informes convenientes juntarán toda la hiel a que dé lugar no sólo la naturaleza de las acciones, pero la impunidad misma con que escriben. Fernando el Católico, Felipe II y el gran duque de Alba ofrecen ejemplos muy notables en apoyo de esta observación. Denigrándolos cruelmente las plumas extranjeras, y sus nombres, ignorados casi en España, sirven en el resto de Europa a los malignos motes contra la tiranía, sacándolos de su sepulcros para satirizar en ellos a los poderosos presentes. Si se permitiera a las nacionales representar la verdad con desembarazo, ellas por sí rebatirían las fábulas extranjeras, no como panegiristas, sino como jueces. Pintarían los hombres cuales fueron, y de paso, con el mismo pincel, borrarían las falsas copias de la malignidad. Pero el letargo de nuestras plumas da ánimo a las extranjeras para que aumenten cada vez más las patrañas que se inventaron en los dos siglos pasados para hacer abominable nuestro imperio. «El principal fuego de los franceses (escribía un estadista español en el año de 1667) ha sido el esparcir por todas partes estos celos (contra el poder de la Casa de Austria), y el hacer su mal contagioso representando a todos los otros príncipes la potencia de esta augusta Casa, como de una visión espantable que se los quería tragar, y dando a entender que ellos eran los perseos que podrían librar la Europa encadenada del furor de este monstruo quimérico, de que ellos habían hecho un vano espantajo... Este artificio tuvo tan buen suceso que una gran parte de Europa se armó contra el valor y la buena fortuna de Carlos V, y contra la profunda sabiduría de su sucesor; y toda esta conmoción fue fundada sobre un solo principio de estado, que los escritores franceses han establecido con una extraordinaria solicitud». El rencor antiguo provino de esta rivalidad que los intereses contrarios de los monarcas comunicaron al vulgo de sus pueblos. Llamábase entonces amor nacional el aborrecimiento a todas las naciones que no fuesen la propia. Los escritores eternizaron esta preocupación satirizando alternativamente a los monarcas, héroes o pueblos que más sobresalían. Cesó la rivalidad, pero quedaron estampadas las sátiras y las calumnias que, creídas y renovadas con aumento en las generaciones siguientes, hacen inmortal la infamia y el oprobio. La nación que se aventaja más en las letras es la que logra más proporción para honrarse a sí misma a costa del descrédito de las otras. Los griegos se salieron con hacer memorables sus cosas exagerándolas con pompa y tratando de bárbaras a las gentes que no hablaban sus dialectos.

     Es como imposible no hablar mal del que ha obrado mal. En esto, lejos de haber inconveniente, hay necesidad y provecho cuando se copian la sacciones para instrucción, escarmiento o estímulo. El punto está en no exagerar lo malo, ni ocultar o disminuir lo bueno. Todo es heroico Carlos según Sandoval, todo sórdido y horrible según Robertson; uno y otro faltan al oficio de historiador, porque uno dice menos y otro más de lo que debía, o, lo que es más cierto, porque los dos copian mal al héroe. El primero escribía cuando ocupaba el trono un nieto de Carlos que a la poquedad del genio añadía una indiferencia casi total en cuanto a las letras y estudios. El segundo ha escrito en un siglo en que a título de filosofía no se trata sino de buscar vicios o fingirlos para el gusto de declamar y maldecir. Juan Bodino dice que los historiadores no nacionales, cuando escriben de las cosas de fuera, merecen más fe que los de la nación por la entera libertad y ningún peligro con que pueden representar los sucesos. Esto pudieron hacerlo un Polibio, un Dionisio, un Plutarco, que al candor incomparable del ánimo juntaron la instrucción conveniente por haber residido largo tiempo entre las gentes de quien escribieron. En nuestra edad basta una noticia vaga y superficialísima para abortar un cuerpo grande de calumnias contra una nación, príncipe u hombre memorable. Los epigramas hacen la costa, y el mérito la delincuente curiosidad de los lectores. Desengáñense los poderosos y crean que mientras no se autoricen por su mano a los historiadores para que escriban con justa libertad, manteniéndose dentro de las debidas líneas, correrá riesgo su opinión y será eterno el pirronismo en la historia, cuando, por su naturaleza, después de las matemáticas es este arte en el que cabe más la demostración. El poder y la autoridad lo pueden precaver y disponer todo. Pueden animar de tal modo las letras que la gloria nacional no quede expuesta a las calumnias y maledicencia de los pueblos rivales. Pueden escoger hombres proporcionados para que la verdad no sufra detrimento ni la belleza deformidad. Pueden prescribirles las épocas y períodos que han de escribirse en su tiempo, remitiendo a otros la manifestación de lo que no sea oportuno. Pueden facilitarles los auxilios y materiales auténticos que requiere indispensablemente la exposición de las causas que obraron desde el oscuro recato del gabinete. Pueden sujetar los trabajos del historiador al examen de otros hombres escogidos que sin pasión revean el cuadro y le mejoren, o a lo menos adviertan los descuidos en que tropiece. Pueden hacer estas y otras muchas cosas en beneficio suyo y del Estado. Pero el poder las más veces necesita de quien le ilustre y guíe al conocimiento y ejecución de lo conveniente; y esto pende de casualidades que no suelen verificarse con mucha frecuencia en la ambición de las cortes y en la turbulencia de los palacios.

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