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ArribaAbajoDon Benito Pérez Galdós

Más de veintitrés años hace (período considerable en la vida del señor Pérez Galdós y en la mía, y bastante próximo al que Tácito llamaba grande mortalis aevi spatium) tuve la honra de estrechar relaciones de amistad con el fecundísimo y original novelista, cuya entrada en nuestro gremio festeja hoy la Real Academia Española. Desde entonces, a pesar del transcurso del tiempo, que suele enfriar todos los afectos humanos, y a pesar de nuestra pública y notoria discordancia en puntos muy esenciales, y a pesar, en fin, de los muy diversos rumbos que hemos seguido en las tareas literarias, nuestra amistad, como cimentada en roca viva, ha resistido a todos los accidentes que pudieran contrariarla, y ni una sola nube la ha empañado hasta el presente. Baste decir que ni siquiera se ha quejado de mí el señor Galdós porque, habiendo sido elegido miembro de esta Academia en 1889, venga, por culpa mía principalmente, a recibir cinco años después la investidura que le otorgaron vuestros sufragios, con aplauso unánime de la crítica y del pueblo español, que ve en el señor Galdós a uno de sus hijos predilectos y de los que con más gloria han hecho sonar el nombre de la Patria, dondequiera que la literatura de imaginación es conocida y estimada.

La misma notoriedad del académico que hoy toma asiento entre nosotros parece reclamar en esta ocasión un extenso y cabal estudio de su inmensa labor; tan rica, tan compleja, tan memorable en la historia literaria de nuestro tiempo; tan honda y eficaz aun en otras relaciones distintas del puro arte. Imposible es hablar en este momento de otra cosa que no sean los libros y la persona del señor Pérez Galdós, artífice valiente de un monumento que, quizá después de la Comedia humana, de Balzac, no tenga rival, en lo copioso y en lo vario, entre cuantos ha levantado el genio de la novela en nuestro siglo, donde con tal predominio ha imperado ésta sobre las demás formas literarias. Pero la misma gravedad del intento haría imposible su ejecución dentro de los límites de un discurso académico, aunque mis fuerzas alcanzasen, que seguramente no alcanzan, a dominar un tema tan arduo por una parte y por otra tan alejado de mis estudios habituales. Al hablar de literatura contemporánea, yo vengo como caído de las nubes, si me permitís lo familiar de la expresión. Me he acostumbrado a vivir con los muertos en más estrecha comunicación que con los vivos, y por eso encuentro la pluma difícil y reacia para salir del círculo en que voluntaria o forzosamente la he confinado. Sin alardes de falsa modestia, podría decir que nadie menos abonado que yo para dar la bienvenida al señor Galdós en nombre de la Academia, si, a falta de cualquier otro título de afinidad, no me amparase el de ser aquí, por ventura, el más antiguo de sus amigos, y aquí y en todas partes uno de los admiradores mas convencidos de las privilegiadas dotes de su ingenio. Oídme, pues, con indulgencia, porque nunca tanto como hoy la he necesitado.

Ha sido tema del discurso del señor Galdós, que tantas ideas apunta, a pesar de su brevedad sentenciosa, la consideración de las mutuas relaciones entre el público y el novelista, que de él recibe la primera materia y a él se la devuelve artísticamente transformada, aspirando, como es natural y loable, a la aprobación y al sufragio, ya del mayor número, ya de los más selectos entre sus contemporáneos. Por más que esta ley, comparable en sus efectos a la ley económica de la oferta y la demanda, rija en todas las producciones de arte, puesto que ninguna hay que sin público contemplador se conciba (por la misma razón que nadie habla para ser oído por las paredes solamente), no se cumple por igual en todas las artes ni en todos los ramos y variedades de ellas. Artes hay, como la poesía lírica, la escultura y aun cierto género de música, que, a lo menos en su estado actual, ni son populares ni conviene que lo sean con detrimento de la pureza e integridad del arte mismo. Si ha habido pueblos y épocas más exquisitamente dotados de aquella profunda y a la vez espontánea intuición estética que es necesaria para percibir este grado y calidad de bellezas, tales momentos han sido fugacísimos en la historia de la humanidad, muy raros los pueblos que han logrado tales dones; y el árbol maravilloso que floreció al aire libre en el Ática o en Florencia sólo puede prosperar en otras partes, y nunca con tanta lozanía, amparado por mano sabia y solícita que le resguarde de lluvias y vientos. Tales artes son, esencialmente, aristocráticas; y aunque conviene que cada día vaya siendo mayor el número de los llamados a participar de sus goces, es evidente que la delicada educación del gusto que requieren los hará siempre inaccesibles para el mayor número de los mortales.

Pero hay otros géneros que, sin rebajarse, sin perder ni un ápice de su interna virtud y eficacia, requieren una difusión más amplia, una acción más continua de la fantasía del contemplador sobre la del artista; de la facultad estética pasiva, que es la del mayor número de los hombres, sobre la facultad activa y creadora. El teatro y la novela viven, y no pueden menos de vivir, en esta benéfica servidumbre; como vive también el arte de la oratoria, género mixto, pero que nadie concibe, puesto al servicio del pensamiento solitario y de la especulación abstracta, sino cobrando bríos y empuje con el calor de la pelea y con el contacto de la muchedumbre a quien habla de lo que todos comprenden y de lo que a todos interesa. El público colabora en la obra del orador; colabora en la obra del dramaturgo; colabora también, aunque de una manera menos pública y ostensible, en la obra del novelista. Y esta colaboración, cuando es buscada y aceptada de buena fe y con la sencillez de espíritu que suele acompañar al genio, le engrandece, añadiendo a su fuerza individual la fuerza colectiva. Los más grandes novelistas, los más grandes dramaturgos, han sido también los más populares; así, entre nosotros, Cervantes y Lope. El pueblo español no sólo dió a Lope la materia épica para crear el drama histórico; no sólo le dió el espectáculo de su vida actual para crear la comedia de costumbres, sino que le emancipó de las trabas de escuela, le infundió la conciencia de su genio, le obligó a encerrar los llamados preceptos con cien llaves, le ungió vate nacional, casi a pesar suyo, y se glorificó a sí mismo en su apoteosis, proclamándole soberano poeta de los cielos y de la tierra.

Cervantes, que pertenece quizá a otra categoría superior de ingenios (si es que puede imaginarse otra más alta), no deja de ser profundamente nacional, puesto que España está íntegra en sus libros, cuya interpretación y comentarios, rectamente hechos, pudieran equivaler a una filosofía de nuestra historia y a una psicología de nuestro carácter en lo que tiene de más ideal y en lo que tiene de más positivo; pero es al mismo tiempo, elevándonos ya sobre esta consideración histórica y relativa, ingenio universal, ciudadano del mundo; y lo es por su intuición serena, profunda y total de la realidad; por su optimismo generoso, que todo lo redime, purifica y ennoblece.

No se traen tan altos ejemplos para justificar irreverentes y ociosas comparaciones entre lo pasado y lo presente. La estimación absoluta de lo que hoy se imagina y produce sólo podrán hacerla con tino cabal los venideros. Es grave error creer que los contemporáneos puedan ser los mejores jueces de un autor. Por lo mismo que sienten más la impresión inmediata, son los menos abonados para formular el juicio definitivo. Conocen demasiado al autor para entender bien su obra, que unas veces vale menos y otras veces vale más que la persona que la ha escrito. Tratándose de ingenios que han vivido en tiempos muy próximos a nosotros, me ha acontecido muchas veces encontrar en completa discordancia el juicio que yo en mis lecturas había formado y el que formaban de esos mismos escritores los que más íntimamente los habían tratado. Y, sin embargo, he tenido la soberbia de persistir en mi opinión, porque el numen artístico es tan esquivo por una parte, y tan caprichoso por otra, que muchas veces se disimula cautelosamente a los amigos de la infancia, y, en cambio, se revela y manifiesta al extraño que recorre las páginas de un libro, en las cuales, al fin y al cabo, suele quedar lo más puro y exquisito de nuestro pensamiento, lo que hubiéramos querido ser, más bien que lo que en realidad somos.

Quiere decir todo esto que el principal deber que nos incumbe a los contemporáneos es dar fe de nuestra impresión, y darla con sinceridad entera. Lo que nosotros no hayamos visto en las obras de arte de nuestro tiempo ya vendrá quien lo vea; las demasías de nuestra crítica ya las corregirá el tiempo, que es, en definitiva, el gran maestro de todos, sabios e ignorantes.

Hablar de las novelas del señor Galdós es hablar de la novela en España durante cerca de treinta años. Al revés de muchos escritores en quienes sólo tardíamente llega a manifestarse la vocación predominante, el señor Galdós, desde su aparición en el mundo de las letras en 1871, apenas ha escrito más que novelas, y sólo en estos últimos años ha buscado otra forma de manifestación en el teatro. En su labor de novelista, no sólo ha sido constante, sino fecundísimo. Más de 45 volúmenes lo atestiguan, poco menos que los años que su autor cuenta de vida.

Tan perseverante vocación, de la cual no ha distraído al señor Galdós ninguna de las tentaciones que al hombre de letras asedian en nuestra Patria (ni siquiera la tentación política, la más funesta y enervadora de todas), se ha mostrado además con un ritmo progresivo, con un carácter de reflexión ordenada, que convierte el cuerpo de las obras del señor Galdós, no en una masa de libros heterogéneos, como suelen ser los engendrados por exigencias editoriales, sino en un sistema de observaciones y experiencias sobre la vida social de España durante más de una centuria. Para realizar tamaña empresa, el señor Pérez Galdós ha empleado sucesiva o simultáneamente los procedimientos de la novela histórica, de la novela realista, de la novela simbólica, en grados y formas distintos, atendiendo por una parte a las cualidades propias de cada asunto, y por otra a los progresos de su educación individual y a lo que vulgarmente se llama el gusto del público, es decir, a aquel grado de educación general necesaria en el público para entender la obra del artista y gustar de ella en todo o en parte.

Por medio de esta clave, quien hiciese, con la detención que aquí me prohibe la índole de este discurso, el examen de las novelas del señor Pérez Galdós en sus relaciones con el público español, desde el día en que salió de las prensas La Fontana de Oro como primicias del vigoroso ingenio de su autor, hasta la hora presente en que son tan leídos y aplaudidos Nazarín y Torquemada, trazaría al mismo tiempo las vicisitudes del gusto público en materia de novelas, formando, a la vez que un curioso capítulo de psicología estética, otro no menos importante de psicología social. Porque es cierto y averiguado que desde que el señor Pérez Galdós apareció en el campo de las letras se formó un público propio suyo, que le ha ido acompañando con fidelidad cariñosa, hasta el punto en que ahora se encuentran el novelista y su labor, con mucha gloria del novelista sin duda, pero también con aquella anónima, continua e invisible colaboración del público, a la cual él tan modestamente se refiere en su discurso.

Cuando empezó el señor Galdós a escribir, apenas alboreaba el último renacimiento de la novela española. El arte de la prosa narrativa de casos ficticios, arte tan propio nuestro, tan genuino o más que el teatro; tan antiguo, como que sus orígenes se confunden con los primeros balbuceos de la lengua; tan glorioso, como que tuvo fuerza bastante para retardar un siglo entero la agonía de la poesía caballeresca mediante la maravillosa ficción de Amadís, y para enterrarla después cubriéndola de flores en su tumba; arte que dió en la representación de costumbres populares tipo y norma a la literatura universal y abrió las fuentes del idealismo moderno, había cerrado su triunfal carrera a fines del siglo XVII.

Su descendencia legítima durante la centuria siguiente hay que buscarla fuera de España: en Francia, con Lesage; en Inglaterra, con Fielding y Smollett. A ellos había transmigrado la novela picaresca, que de este modo se sobrevivía a sí misma y se hacía más universal y adquiría a veces formas más amenas, aunque sin agotar nunca el rico contenido psicológico que en la Atalaya de la vida humana venía envuelto.

Pero durante el siglo XVIII la musa de la novela española permaneció silenciosa, sin que bastasen a romper tal silencio dos o tres conatos aislados: memorable el uno, como documento satírico y mina de gracejo más abundante que culto; curiosos los otros, como primeros y tímidos ensayos, ya de la novela histórica, ya de la novela pedagógica, cuyo tipo era entonces el Emilio. La escasez de estas obras, y todavía más la falta de continuidad que se observa en sus propósitos y en sus formas, prueba lo solitario y, por tanto, lo infecundo de la empresa, y lo desavezado que estaba el vulgo de nuestros lectores a recibir graves enseñanzas en los libros de entretenimiento, cuanto más a disfrutar de la belleza intrínseca de la novela misma; lo cual exige hoy un grado superior de cultura, y en tiempos más poéticos no exigía más que imaginaciones frescas, en quien fácilmente prendía la semilla de lo ideal.

Así entramos en el siglo XIX, que tuvo para España largo y sangriento aprendizaje, en que el estrépito de las armas y el fiero encono de los opuestos bandos ahogaron por muchos años la voz de las letras. Sólo cuando la invasión romántica penetró triunfante en nuestro suelo empezó a levantar cabeza, aunque tímidamente, la novela, atenida al principio a los ejemplos del gran maestro escocés, si bien seguidos en lo formal más que en lo sustancial, puesto que a casi todos los imitadores, con ser muchos de ellos varones preclaros en otros ramos de literaturas, les faltó aquella especie de segunda vista arqueológica con que Walter Scott hizo familiares en Europa los anales domésticos de su tierra y las tradiciones de sus montañas y de sus lagos. Abundaba entre los románticos españoles el ingenio; pero de la historia de su patria sabían poco, y aun esto de un modo general y confuso, por lo cual rara vez sus representaciones de costumbres antiguas lograron eficacia artística, ni siquiera apariencias de vida, salvo en el teatro y en la leyenda versificada, donde cabía, y siempre parece bien, cierto género de bizarra y poética adivinación, que el trabajo analítico y menudo de la novela no tolera.

De este trabajo, que dentro del molde de la novela histórica prosperó en Portugal más que en Castilla, por el feliz acaso de haberse juntado condiciones de novelista y de grande historiador en una misma persona, se cansaron muy presto nuestros ingenios, que suelen ser tan fáciles y abundosos en la producción como reacios al trabajo preparatorio, tan fértiles de inventiva como desestimadores de la oscura labor en que quieta y calladamente se van combinando los elementos de la obra de arte. Vino, pues, y muy pronto, la transformación de la novela histórica en libro de caballerías adobado al paladar moderno; y hubo en España un poeta nacido para mayores cosas, que pródigamente despilfarró los tesoros de su fantasía en innumerables fábulas, muchas de ellas enteramente olvidadas y dignas de serlo; otras, donde todavía los ceñudos Aristarcos pueden pedir más unidad y concierto, más respeto a los fueros de la moral y del gusto, más aliño de lengua y de estilo; pero no más interés novelesco, ni más pujanza dramática, ni más fiera osadía en la lucha con lo inverosímil y lo imposible. Este género, sin embargo, tenía sus naturales límites. Si a la novela histórica, entendida según la práctica de los imitadores de Walter Scott, le había faltado base arqueológica, a la nueva novela de aventuras, concebida en absoluta discordancia con la realidad pasada, y con la presente, le faltaba, además del fundamento histórico, el fundamento humano, sin el cual todo trabajo del espíritu es entretenimiento efímero y baladí. Si las obras de la primera manera solían ser soporíferas, aunque escritas muy literariamente, las del segundo período, además de torpes y desaseadas en la dicción, eran monstruosas en su plan y aun desatinadas en su argumento. El arte de la novela se había convertido en granjería editorial; y entregado a una turba de escritores famélicos, llegó a ser mirado con desdén por las personas cultas, y finalmente rechazado con hastío por el mismo público iliterato cuyos instintos de curiosidad halagaba.

Pero al mismo tiempo que la novela histórica declinaba, no por vicio intrínseco del género, sino por ignorancia y desmaño de sus últimos cultivadores, había ido desarrollándose lentamente y con carácter más original la novela de costumbres, que no podía ser ya la gran novela castellana de otros tiempos, porque a nuevas costumbres correspondían fábulas nuevas. Tímidos y oscuros fueron sus orígenes: nació, en pequeña parte, de ejemplos extraños; nació, en parte mucho mayor, de reminiscencias castizas, que en algún autor erudito, a la par que ingenioso, nada tenían de involuntarias. Pero ni lo antiguo renació tal como había sido, ni lo extranjero dejó de transformarse de tal manera que en su tierra natal lo hubieran desconocido. El contraste de la realidad exterior, finamente observada por unos, por otros de un modo más rápido y somero, dió a estos breves artículos de pasatiempo una base real, que faltaba casi siempre en las novelas históricas, y todavía más en los ensayos de novela psicológica, que de vez en cuando aparecían por aquellos tiempos.

Pero la observación y la censura festiva de las costumbres nacionales se habían encerrado al principio en marco muy reducido: escenas aisladas, tipos singulares, pinceladas y rasguños, a veces de mano maestra, pero en los cuales, si podía lucir el primor de los detalles, faltaba el alma de la composición, faltaba un tema de valor humano, en cuyo amplio desarrollo pudiesen entrar todos aquellos accidentes pintorescos, sin menoscabo del interés dramático que había de resultar del conflicto de las pasiones y aun de las ideas apasionadas. Tal empresa estaba reservada a una mujer ilustre, en cuyas venas corrían mezcladas la sangre germánica y la andaluza, y cuyo temperamento literario era manifiesta revelación de sus orígenes. Si un velo de idealismo sentimental parecía interponerse entre sus ojos y la realidad que contemplaban, rompíase este velo a trechos o era bastante transparente para que la intensa visión de lo real triunfase en su fantasía y quedase perenne en sus páginas, empapadas de sano realismo peninsular, perfumadas como arca de cedro por el aroma de la tradición, y realzadas juntamente por una singular especie de belleza ética que no siempre coincide con la belleza del arte, pero que a veces llega a aquel punto imperceptible en que la emoción moral pasa a ser fuente de moción estética: altísimo don concedido sólo a espíritus doblemente privilegiados por la virtud y por el ingenio.

No puede decirse que fuera estéril la obra de Fernán Caballero; pero sus primeros imitadores lo fueron más bien de sus defectos que de sus soberanas bellezas, y en vez de mostrar nuevos aspectos poéticos de la vida, confundieron lo popular con lo vulgar y lo moral con lo casero, creándose así una literatura neciamente candorosa, falsa en su fondo y en su forma, y que sólo las criaturas de corta edad podían gustar sin empalago.

Así, entre ñoñeces y monstruosidades, dormitaba la novela española por los años de 1870, fecha del primer libro del señor Pérez Galdós. Los grandes novelistas que hemos visto aparecer después eran ya maestros consumados en otros géneros de literatura; pero no habían ensayado todavía sus fuerzas en la novela propiamente dicha. No se habían escrito aún ni Pepita Jiménez, ni Las ilusiones del Doctor Faustino, ni El escándalo, ni Sotileza, ni Peñas arriba.

Alarcón había compuesto deleitosas narraciones breves, de corte y sabor transpirenaicos; pero su vena de novelista castizo no se mostró hasta 1875 con el salpimentado cuento El sombrero de tres picos. Valera, en Parsondes y en algún otro rasgo de su finísimo y culto ingenio, había emulado la penetrante malicia y la refinada sencillez del autor de Cándido, de Memnón y de los Viajes del escarmentado; pero su primera novela, que es al mismo tiempo la más célebre de todas las suyas, data de 1874. Y, finalmente, Pereda, aunque fuese ya nada menos que desde 1864 (en que por primera vez fueron coleccionadas sus Escenas montañesas) el gran pintor de costumbres rústicas y marineras, que toda España ha admirado después, no había concedido aún a los hijos predilectos de su fantasía, al Tuerto y a Trementorio, a don Silvestre Seturas y a don Robustiano Tres Solares, a sus mayorazgos, a sus pardillos y a sus indianos, el espacio suficiente para que desarrollasen por entero su carácter como actores de una fábula extensa y más o menos complicada. No hay duda, pues, que Galdós, con ser el más joven de los eminentes ingenios a quienes se debió hace veinte años la restauración de la novela española, tuvo cronológicamente la prioridad del intento; y quien emprenda el catálogo de las obras de imaginación en el período novísimo de nuestras letras tendrá que comenzar por La Fontana de Oro, a la cual siguió muy luego El audaz, y tras él la serie vastísima de los Episodios nacionales, inaugurada en 1873, y que comprende por sí sola veinte novelas, en las cuales intervienen más de quinientos personajes, entre los históricos y los fabulosos; muchedumbre bastante para poblar un lugar de mediano vecindario, y en la cual están representados todas las castas y condiciones, todos los oficios y estados, todos los partidos y banderías, todos los impulsos buenos y malos, todas las heroicas grandezas y todas las extravagancias, fanatismos y necedades que en guerra y en paz, en los montes y en las ciudades, en el campo de batalla y en las asambleas, en la vida política y en la vida doméstica, forman la trama de nuestra existencia nacional durante el período exuberante de vida desordenada, y rico de contrastes trágicos y cómicos, que se extiende desde el día de Trafalgar hasta los sangrientos albores de la primera y más encarnizada de nuestras guerras civiles.

El señor Galdós, entre cuyas admirables dotes resplandece una, rarísima en autores españoles, que es la laboriosidad igual y constante, publicaba con matemática puntualidad cuatro de estos volúmenes por año: en diez tomos expuso la guerra de la Independencia; en otros diez, las luchas políticas desde 1814 a 1834. No todos estos libros eran ni podían ser de igual valor; pero no había ninguno que pudiera rechazar el lector discreto; ninguno en que no se viesen continuas muestras de fecunda inventiva, de ingenioso artificio, y a veces de clarísimo juicio histórico disimulado con apariencias de amenidad. El amor patrio, no el bullicioso, provocativo e intemperante, sino el que, por ser más ardiente y sincero, suele ser más recatado en sus efusiones, se complacía en la mayor parte de estos relatos, y sólo podía mirar con ceño alguno que otro; no a causa de la pintura, harto fiel y verídica, por desgracia, del miserable estado social a que nos condujeron en tiempo de Fernando VII reacciones y revoluciones igualmente insensatas y sanguinarias, sino porque quizá la habitual serenidad del narrador parecía entoldarse alguna vez con las nieblas de una pasión tan enérgica como velada, que no llamaré política en el vulgar sentido de la palabra, porque trasciende de la esfera en que la política comúnmente se mueve, y porque toca a más altos intereses humanos, pero que, de fijo, no es la mejor escuela para ahondar con entrañas de caridad y simpatía en el alma de nuestro heroico y desventurado pueblo y aplicar el bálsamo a sus llagas. En una palabra (no hay que ocultar la verdad, ni yo sirvo para ello), el racionalismo, no iracundo, no agresivo, sino más bien manso, frío, no puedo decir que cauteloso, comenzaba a insinuarse en algunas narraciones del señor Galdós, torciendo a veces el recto y buen sentido con que generalmente contempla y juzga el movimiento de la sociedad que precedió a la nuestra. Pero en los cuadros épicos, que son casi todos los de la primera serie de los Episodios, el entusiasmo nacional se sobrepone a cualquier otro impulso o tendencia; la magnífica corriente histórica, con el tumulto de sus sagradas aguas, acalla todo rumor menos noble, y entre tanto martirio y tanta victoria sólo se levanta el simulacro augusto de la Patria, mutilada y sangrienta, pero invencible, doblemente digna del amor de sus hijos por grande y por infeliz. En estas obras, cuyo sentido general es altamente educador y sano, no se enseña a odiar al enemigo, ni se aviva el rescoldo de pasiones ya casi extinguidas, ni se adula aquel triste género de infatuación patriótica que nuestros vecinos, sin duda por no ser los que menos adolecen de tal defecto, han bautizado con el nombre especial de chauvinisme; pero tampoco se predica un absurdo y estéril cosmopolitismo, sino que se exalta y vigoriza la conciencia nacional y se la templa para nuevos conflictos, que ojalá no sobrevengan nunca; y al mismo tiempo se vindican los fueros eternos e imprescriptibles de la resistencia contra el invasor injusto, sea cual fuere el manto de gloria y poder con que quiera encubrirse la violación del derecho.

Estas novelas del señor Galdós son históricas, ciertamente, y aun algunas pueden calificarse de historias anoveladas, por ser muy exigua la parte de ficción que en ellas interviene; pero por las condiciones especiales de su argumento difieren en gran manera de las demás obras de su género, publicadas hasta entonces en España. Con raras y poco notables excepciones, así los concienzudos imitadores de Walter Scott como los que, siguiendo las huellas de Dumas, el padre, soltaron las riendas a su desbocada fantasía en libros de monstruosa composición, que sólo conservaban de la historia algunos nombres y algunas fechas, habían escogido por campo de sus invenciones los lances y aventuras caballerescos de los siglos medios, o a lo sumo de las centurias décimosexta y décimoséptima, épocas que, por lo remotas, se prestaban a una representación arbitraria, en que los anacronismos de costumbres podían ser más fácilmente disimulados por el vulgo de los lectores, atraídos tan sólo por el prestigio misterioso de las edades lejanas y poéticas. Distinto rumbo tomó el señor Galdós, y distintos tuvieron que ser sus procedimientos, tratándose de historia tan próxima a nosotros y que sirve de supuesto a la nuestra. El español del primer tercio de nuestro siglo no difiere tanto del español actual que no puedan reconocerse fácilmente en el uno los rasgos característicos del otro. La observación realista se imponía, pues, al autor, y a pesar de la fértil lozanía de su imaginación creadora, que nunca se mostró tan amena como en esta parte de sus obras, tenía que llevarle por senderos muy distintos de los de la novela romántica. No sólo era preciso el rigor histórico en cuanto a los acontecimientos públicos y famosos, que todo el mundo podía leer en la Historia del conde de Toreno, por ejemplo, o en cualquier otro de los innumerables libros y memorias que existen sobre la guerra de la Independencia, sino que en la parte más original de la tarea del novelista, en los episodios de la vida familiar de medio siglo, que van entreverados con la acción épica, había que aplicar los procedimientos analíticos y minuciosos de la novela de costumbres, huyendo de abstracciones, vaguedades y tipos convencionales. De este modo, y por el natural desarrollo del germen estético en la mente del señor Galdós, los Episodios, que en su pensamiento inicial eran un libro de historia recreativa, expuesta para más viveza y unidad en la castiza forma autobiográfica, propia de nuestra antigua novela picaresca, presentaron luego combinadas en proporciones casi iguales la novela histórica y la de costumbres, y ésta no meramente en calidad de accesorio pintoresco, sino de propia y genuina novela, en que se concede la debida importancia al elemento psicológico, al drama de la conciencia, como generador del drama exterior, del conflicto de las pasiones. Claro es que no en todas las novelas, aisladamente consideradas, están vencidas con igual fortuna las dificultades inherentes al dualismo de la concepción; y así hay algunas, como Zaragoza (que es de las mejores para mi gusto), en que la materia histórica se desborda de tal modo que anula enteramente la acción privada; al paso que en otras, como en Cádiz, que también es excelente en su genero, la historia se reduce a anécdotas, y lo que domina es la acción novelesca (interesante por cierto, y romántica en sumo grado), y el tipo misterioso del protagonista, que parece trasunto de la fisonomía de lord Byron. Pero esta misma variedad de maneras comprueba los inagotables recursos del autor, que supo mantener despierto el interés durante tan larga serie de fábulas, y enlazar artificiosamente unas con otras, y no repetirse casi nunca, ni siquiera en las figuras que ha tenido que introducir en escena con más frecuencia, como son las de guerrilleros y las de conspiradores políticos. Son los Episodios nacionales una de las más afortunadas creaciones de la literatura española en nuestro siglo; un éxito sinceramente popular los ha coronado; el lápiz y el buril los han ilustrado a porfía; han penetrado en los hogares más aristocráticos y en los más humildes, en las escuelas y en los talleres; han enseñado verdadera historia a muchos que no la sabían; no han hecho daño a nadie, y han dado honesto recreo a todos, y han educado a la juventud en el culto de la Patria. Si en otras obras ha podido el señor Galdós parecer novelista de escuela o de partido, en la mayor parte de los Episodios quiso, y logró, no ser más que novelista español; y sus más encarnizados detractores no podrán arrancar de sus sienes esta corona cívica, todavía más envidiable que el lauro poético.

Cuando Galdós cerró muy oportunamente en 1879 la segunda serie de los Episodios nacionales, la novela histórica había pasado de moda, siendo indicio del cambio de gusto la indiferencia con que eran recibidas obras muy estimables de este género, por ejemplo, Amaya, de Navarro Villoslada, último representante de la escuela de Walter Scott en España. En cambio, la novela de costumbres había triunfado con Pereda, ingenio de la familia de Cervantes; la novela psicológica y casuística resplandecía en las afiligranadas páginas de Valera, que había robado a la lengua mística del siglo XVI sus secretos; comenzaba a prestarse principal atención a los casos de conciencia; traíanse a la novela graves tesis de religión y de moral, y hasta el brillantísimo Alarcón, poco inclinado por carácter y por hábito a ningún género de meditación especulativa, había procurado dar más trascendental sentido a sus narraciones, componiendo El escándalo. Había en todo esto un reflejo del movimiento filosófico, que, extraviado o no, fué bastante intenso en España desde 1860 hasta 1880; había la influencia más inmediata de la crisis revolucionaria del 68, en que por primera vez fueron puestos en tela de juicio los principios cardinales de nuestro credo tradicional. El llamado problema religioso preocupaba a muchos entendimientos y no podía menos de revestir forma popular en la novela, donde tuvieron representantes de gran valer, si escasos en número, las principales posiciones del espíritu en orden a él: la fe íntegra, robusta y práctica; la fe vacilante y combatida; la aspiración a recobrarla por motivos éticos y sociales, o bien por diletantismo filosófico y estético; el escepticismo mundano, y hasta la negación radical más o menos velada.

Galdós, que sin seguir ciegamente los caprichos de la moda ha sido en todo tiempo observador atento del gusto público, pasó entonces del campo de la novela histórica y política, donde tantos laureles había recogido, al de la novela idealista, de tesis y tendencia social, en que se controvierten los fines más altos de la vida humana, revistiéndolos de cierta forma simbólica. Dos de las más importantes novelas de su segunda época pertenecen a este género: Gloria y La familia de León Roch. Juzgarlas hoy sin apasionamiento es empresa muy difícil: quizá era imposible en el tiempo en que aparecieron, en medio de una atmósfera caldeada por el vapor de la pelea, cuando toda templanza tomaba visos de complicidad a los ojos de los violentos de uno y otro bando. En la lucha que desgarraba las entrañas de la Patria, lo que menos alto podía sonar era la voz reposada de la crítica literaria. Aquellas novelas no fueron juzgadas en cuanto a su valor artístico: fueron exaltadas o maldecidas con igual furor y encarnizamiento por los que andaban metidos en la batalla de ideas de que ambos libros eran trasunto. Yo mismo, en los hervores de mi juventud, los ataqué con violenta saña, sin que por eso mi íntima amistad con el señor Galdós sufriese la menor quiebra. Más de una vez ha sido recordada, con intención poco benévola para el uno ni para el otro, aquella página mía. Con decir que no está en un libro de estética, sino en un libro de historia religiosa, creo haber dado bastante satisfacción al argumento. Aquello no es mi juicio literario sobre Gloria, sino la reprobación de su tendencia.

De su tendencia digo, y no puede extenderse a más la censura, porque no habiendo hablado la única autoridad que exige acatamiento en este punto, a nadie es lícito, sin nota de temerario u otra más grave, penetrar en la conciencia ajena, ni menos fulminar anatemas que pueden dilacerar impíamente las fibras más delicadas del alma. Una novela no es obra dogmática ni ha de ser juzgada con el mismo rigor que un tratado de teología. Si el novelista permanece fiel a los cánones de su arte, su obra tendrá mucho de impersonal, y él debe permanecer fuera de su obra. Si podemos inducir o conjeturar su pensamiento por lo que dicen o hacen sus personajes, no por eso tenemos derecho para identificarle con ninguno de ellos. En Gloria, por ejemplo, ha contrapuesto el señor Galdós creyentes de la ley antigua y de la ley de gracia: a unos y otros ha atribuído condiciones nobilísimas, sin las cuales no merecerían llevar tan alta representación; en unos y otros ha puesto también el germen de lo que él llama intolerancia. Es evidente para el lector más distraído que Galdós no participa de las ideas que atribuye a la familia de los Lantiguas; pero ¿por dónde hemos de suponer que simpatiza con el sombrío fanatismo de Daniel Morton, ni con la feroz superstición, todavía más de raza y de sangre que de sinagoga, que mueve a Ester Espinosa a deshonrar a su propio hijo? Tales personajes son en la novela símbolos de pasiones más que de ideas, porque Gloria no es novela propiamente filosófica, de la cual pueda deducirse una conclusión determinada, como se deduce, por ejemplo, del drama de Lessing Natán el Sabio, que envuelve, además de una lección de tolerancia, una profesión de deísmo. El conflicto trágico que nuestro escritor presenta es puramente doméstico y de amor, aunque sea todavía poco verosímil en España: es el impedimento de cultus disparitas lo que sirve de máquina a la novela; lo que prepara y encadena sus peripecias: el nudo se corta al fin, pero no se suelta; la impresión del libro resulta amarga, desconsoladora, pesimista si se quiere; pero el verdadero pensamiento teológico del autor queda envuelto en nieblas, porque es imposible que un alma de su temple pueda reposar en el tantum relligio potuit suadere malorum. Galdós ha padecido el contagio de los tiempos; pero no ha sido nunca un espíritu escéptico ni un espíritu frívolo. No intervendría tanto la religión en sus novelas si él no sintiese la aspiración religiosa de un modo más o menos definido y concreto, pero indudable. Y aunque todas sus tendencias sean de moralista al modo anglosajón, más bien que de metafísico ni de místico, basta la más somera lectura de los últimos libros que ha publicado para ver apuntar en ellos un grado más alto de su conciencia religiosa; una mayor espiritualidad en los símbolos de que se vale; un contenido dogmático mayor, aun dentro de la parte ética, y de vez en cuando ráfagas de cristianismo positivo, que vienen a templar la aridez de su antiguo estoicismo. Esperemos que esta saludable evolución continúe, como de la generosa naturaleza del autor puede esperarse, y que la gracia divina ayude al honrado esfuerzo que hoy hace tan alto ingenio, hasta que logre, a la sombra de la Cruz, la única solución del enigma del destino humano.

Pero tornando a Gloria, diremos que, aunque esta novela nada pruebe, es literariamente una de las mejores de Galdós, no sólo porque está escrita con más pausa y aliño que otras, sino por la gravedad de pensamiento, por lo patético de la acción, por la riqueza psicológica de las principales figuras, por el desarrollo majestuoso y gradual de los sucesos, por lo hábil e inesperado del desenlace y principalmente por la elevación ideal del conjunto, que no se empaña ni aun en aquellos momentos en que la emoción es más viva. Con más desaliño, y también con menos caridad humana y más dureza sectaria, está escrita La familia de León Roch, en que se plantea y no se resuelve el problema del divorcio moral que surge en un matrimonio por disparidad de creencias, atacándose de paso fieramente la hipocresía social en sus diversas formas y manifestaciones. El protagonista, ingeniero sabio e incrédulo, es tipo algo convencional, repetido por Galdós en diversas obras, por ejemplo, en Doña Perfecta, que, como cuadro de género y galería de tipos castizos, es de lo más selecto de su repertorio, y lo sería de todo punto si no asomasen en ella las preocupaciones anticlericales del autor, aunque no con el dejo amargo que hemos sentido en otras producciones suyas.

Con las tres últimamente citadas abrió el señor Galdós la serie de sus Novelas españolas contemporáneas, que cuenta a la hora presente más de veinte obras diversas, algunas de ellas muy extensas, en tres o cuatro volúmenes, enlazadas casi todas por la reaparición de algún personaje, o por línea genealógica entre los protagonistas de ellas, viniendo a formar todo el conjunto una especie de Comedia humana, que participa mucho de las grandes cualidades de la de Balzac, así como de sus defectos. Para orientarse en este gran almacén de documentos sociales conviene hacer, por lo menos, tres subdivisiones, lógicamente marcadas por un cambio de manera en el escritor. Pertenecen a la primera las novelas idealistas que conocemos ya, a las cuales deben añadirse El amigo Manso, delicioso capricho psicológico, y Marianela, idilio trágico de una mendiga y un ciego; menos original quizá que otras cosas de Pérez Galdós, pero más poético y delicado: en el cual, por una parte, se ve el reflejo del episodio de Mignon en Wilhelm Meister, y por otra aquel procedimiento antitético familiar a Víctor Hugo, combinando en un tipo de mujer la fealdad de cuerpo y la hermosura de alma, el abandono y la inocencia.

La segunda fase (tercera ya en la obra total del novelista) empieza en 1881 con La desheredada, y llega a su punto culminante en Fortunata y Jacinta, una de las obras capitales de Pérez Galdós, una de las mejores novelas de este siglo. En las anteriores, siento decirlo, a vuelta de cosas excelentes, de pinturas fidelísimas de la realidad, se nota con exceso la huella del naturalismo francés, que entraba por entonces a España a banderas desplegadas, y reclutaba entre nuestra juventud notables adeptos, muy dignos de profesar y practicar mejor doctrina estética. Hoy todo aquel estrépito ha pasado con la rapidez con que pasan todos los entusiasmos ficticios. Muchos de los que bostezaban con la interminable serie de los Rougon Macquart y no se atrevían a confesarlo empiezan ya a calificar de pesadas y brutales aquellas narraciones; de trivial y somera aquella psicología, o dígase psicofísica; de bajo y ruin el concepto mecánico del mundo, que allí se inculca; de pedantesco o incongruente el aparato seudocientífico con que se presentan las conclusiones del más vulgar determinismo, única ley que en estas novelas rige los actos, o más bien los apetitos de la que llaman bestia humana, víctima fatal de dolencias hereditarias y de crisis nerviosas; con lo cual, además de decapitarse al ser humano, se aniquila todo el interés dramático de la novela, que sólo puede resultar del conflicto de dos voluntades libres, o bien de la lucha entre la libertad y la pasión. Había, no obstante, en el movimiento naturalista, que en algunos puntos era una degeneración del romanticismo y en otros un romanticismo vuelto del revés, no sólo cualidades individuales muy poderosas, aunque por lo común mal regidas, sino una protesta, en cierto grado necesaria, contra las quimeras y alucinaciones del idealismo enteco y amanerado; una reintegración de ciertos elementos de la realidad dignísimos de entrar en la literatura cuando no pretenden ser exclusivos; y una nueva y más atenta y minuciosa aplicación, no de los cánones científicos del método experimental, como creía disparatadamente el patriarca de la escuela, sino del simple método de observación y experiencia, que cualquier escritor de costumbres ha usado; pero que, como todo procedimiento técnico, admite continua rectificación y mejora, porque la técnica es lo único que hay perfectible en arte.

Galdós aprovechó en numerosos libros de desigual valor toda la parte útil de la evolución naturalista, esmerándose, sobre todo, en el individualismo de sus pinturas; en la riqueza, a veces nimia, de detalles casi microscópicos; en la copia fiel, a veces demasiado fiel, del lenguaje vulgar, sin excluir el de la hez del populacho. No fué materialista ni determinista nunca; pero en todas las novelas de este segundo grupo se ve que presta mucha y loable atención al dato fisiológico y a la relación entre el alma y el temperamento. Así, en Lo prohibido, verbigracia, Camila, la mujer sana de cuerpo y alma, se contrapone física y moralmente al neurótico y degenerado protagonista. Por abuso de esta disección, que a veces da en cruda y feroz, Polo, el clérigo relajado y bravío de Tormento, difiere profundamente de análogos personajes de los Episodios, y quizá sea más humano que ellos; pero no alcanza su talla ni su prestigio épico.

La mayor parte de las novelas de este grupo, además de ser españolas, son peculiarmente madrileñas, y reproducen con pasmosa variedad de situaciones y caracteres la vida del pueblo bajo y de la clase media de la capital; puesto que de las costumbres aristocráticas ha prescindido Galdós hasta ahora, ya por considerarlas mera traducción del francés y, por tanto, inadecuadas para su objeto, ya porque su vida retirada y estudiosa le ha mantenido lejos del observatorio de los salones, aunque con los ojos muy abiertos sobre el espectáculo de la calle. Tienen estos cuadros valor sociológico muy grande, que ha de ser apreciado rectamente por los historiadores futuros; tienen a veces gracejo indisputable en que el novelista no desmiente su prosapia castellana; tienen, sobre todo, un hondo sentido de caridad humana, una simpatía universal por los débiles, por los afligidos y menesterosos, por los niños abandonados, por las víctimas de la ignorancia y del vicio, y hasta por los cesantes y los llamados cursis. Todo esto, no sólo honra el corazón y el entendimiento de su autor, y da a su labor una finalidad muy elevada, aun prescindiendo del puro arte, sino que redime de la tacha de vulgaridad cualquiera creación suya, realza el valor representativo de sus personajes y ennoblece y purifica con un reflejo de belleza moral hasta lo más abyecto y ruin; todo lo cual separa profundamente el arte de Galdós de la fiera insensibilidad y del diletantismo inhumano con que tratan estas cosas los naturalistas de otras partes. Pero no se puede negar que la impresión general de estos libros es aflictiva y penosa, aunque no toque en los lindes del pesimismo; y que en algunos la fetidez, el hambre y la miseria, o bien las angustias de la pobreza vergonzante y los oropeles de una vanidad todavía más triste que ridícula, están fotografiados con tan terrible y acusadora exactitud, que dañan a la impresión serena del arte y acongojan el ánimo con visiones nada plácidas. ¡Qué distinta cosa son las escenas populares de ese mismo pueblo de Madrid, llenas de luz, color y alegría, que Pérez Galdós había puesto en sus Episodios, robando el lápiz a Goya y a don Ramón de la Cruz! Y en otro género compárese la tétrica Desheredada con aquella inmensa galería de novelas lupanarias de nuestro siglo XVI, en que quedó admirablemente agotado el género (con más regocijo, sin duda, que edificación ni provecho de los lectores), y se verá que algo perdió Galdós con afrancesarse en los procedimientos, aunque nunca se afrancesase en el espíritu.

¡Fatal influjo el de la tiranía de escuela aun en los talentos más robustos! Porque los defectos que en esta sección de las obras de Galdós me atrevo a notar proceden de su escuela únicamente, así como todo lo bueno que hay en ellas es propio y peculiar de su ingenio. Es más: son defectos cometidos a sabiendas, y que, bajo cierto concepto de la novela, se razonan y explican. La falta de selección en los elementos de la realidad, la prolija acumulación de los detalles en esa selva de novelas que, aisladamente consideradas, suelen no tener principio ni fin, sino que brotan las unas de las otras con enmarañada y prolífica vegetación, indican que el autor procura remedar el oleaje de la vida individual y social, y aspira, temerariamente quizá, pero con temeridad heroica, sólo permitida a tan grandes ingenios como el suyo y el de Balzac, a la integridad de la representación humana, y por ella a la creación de un microcosmo poético, de un mundo de representaciones enteramente suyo, en que cada novela no puede ser más que un fragmento de la novela total, por lo mismo que en el mundo nada empieza ni acaba en un momento dado, sino que toda acción es contigua y simultánea con otras.

Pero hay entre estas novelas de Galdós una que para nada necesita del apoyo de las demás, sino que se levanta sobre todas ellas cual majestuosa encina entre árboles menores, y puede campear íntegra y sola, porque en ninguna ha resuelto con tan magistral pericia el arduo problema de convertir la vulgaridad de la vida en materia estética, aderezándola y sazonándola -como él dice- con olorosas especias, lo cual inicia ya un cambio en sus predilecciones y manera. Tal es Fortunata y Jacinta, libro excesivamente largo, pero en el cual la vida es tan densa, tan profunda a veces la observación moral, tan ingeniosa y amena la psicología, o como quiera llamarse aquel entrar y salir por los subterráneos del alma, tan interesante la acción principal en medio de su sencillez, tan pintoresco y curioso el detalle y tan amplio el escenario, donde caben holgadamente todas las transformaciones morales y materiales de Madrid desde 1868 a 1875, las vicisitudes del comercio al por menor y las peripecias de la revolución de septiembre. Es un libro que da la ilusión de la vida: tan completamente estudiados están los personajes y el medio ambiente. Todo es vulgar en aquella fábula, menos el sentimiento; y, sin embargo, hay algo de épico en el conjunto, por gracia, en parte, de la manera franca y valiente del narrador, pero todavía más de su peregrina aptitud para sorprender el íntimo sentido e interpretar las ocultas relaciones de las cosas, levantándolas de este modo a una región más poética y luminosa. Por la realización natural, viviente, sincera; por el calor de humanidad que hay en ella; por la riqueza del material artístico allí acumulado, Fortunata y Jacinta es uno de los grandes esfuerzos del ingenio español en nuestros días, y los defectos que se pueden notar en ella y que se reducen a uno solo, el de no presentar la realidad bastante depurada de escorias, no son tales que puedan contrapesar el brío de la ejecución, con que prácticamente se demuestra que el ideal puede surgir del más humilde objeto de la naturaleza y de la vida, pues, como dice un gran maestro de estas cosas, no hay ninguno que no presente una faz estética, aunque sea eventual y fugitiva.

Si alguna de las posteriores fábulas de nuestro autor pudiera rivalizar con ésta, sería, sin duda, Ángel Guerra, principio de una evolución cuyo término no hemos visto aún; pero de la cual debemos felicitarnos desde ahora, porque en ella Galdós no sólo vuelve a la novela novelesca en el mejor sentido de esta fórmula, sino que demuestra condiciones no advertidas en él hasta entonces, como el sentido de la poesía arqueológica de las viejas ciudades castellanas; y entra, además, no diré que con paso enteramente firme, pero sí con notable elevación de pensamiento, en un mundo de ideas espirituales y aun místicas, que es muy diverso del mundo en que la acción de Gloria se desenvuelve. Algo ha podido influir en esta nueva dirección del talento de Galdós el ejemplo del gran novelista ruso Tolstoi; pero mucho más ha de atribuirse este cambio a la depuración progresiva, aunque lenta, de su propio pensamiento religioso, no educado ciertamente en una disciplina muy austera, ni muy avezado, por sus hábitos de observación concreta, a contemplar las cosas sub specie aeternitatis, pero muy distante siempre de ese ateísmo práctico, plaga de nuestra sociedad aun en muchos que alardean de creyentes; de ese mero pensar relativo, con el cual se vive continuamente fuera de Dios, aunque se le confiese con los labios y se profane para fines mundanos la invocación de su santo nombre.

Esta misma tendencia persiste en Nazarín, novela en cuyo análisis no puedo detenerme ya, como tampoco en el de la trilogía de Torquemada, espantable anatomía de la avaricia; ni menos en los ensayos dramáticos del señor Galdós, que, aquí como en todas partes, no ha venido a traer la paz, sino la espada, rompiendo con una porción de convenciones escénicas, trasplantando al teatro el diálogo franco y vivo de la novela, y procurando más de una vez encarnar en sus obras algún pensamiento de reforma social, revestido de formas simbólicas, al modo que lo hacen Ibsen y otros dramaturgos del Norte. Si no en todas estas tentativas le ha mirado benévola la caprichosa deidad que preside a los éxitos de las tablas, todas ellas han dado motivo de grave meditación a críticos y pensadores; y aun suponiendo que el autor hubiese errado el camino, in magnis voluisse sat est, y hay errores geniales que valen mil veces más que los aciertos vulgares.

Tal es, muy someramente inventariado, el caudal enorme de producciones con que el señor Galdós llega a las puertas de esta Academia. Sin ser un prosista rígidamente correcto, a lo cual su propia fecundidad se opone, hay en sus obras un tesoro de lenguaje familiar y expresivo. Ha estudiado más en los libros vivos que en las bibliotecas; pero dentro del círculo de su observación, todo lo ve, todo lo escudriña, todo lo sabe; el más trivial detalle de artes y oficios, lo mismo que el más recóndito pliegue de la conciencia. Sin aparato científico, ha pensado por cuenta propia sobre las más arduas materias en que puede ejercitarse la especulación humana. Sin ser historiador de profesión, ha reunido el más copioso archivo de documentos sobre la vida moral de España en el siglo XIX. Quien intente caracterizar su talento notará desde luego que, sin dejar de ser castizo en el fondo, se educó por una parte bajo la influencia anatómica y fisiológica del arte de Balzac, y por otra, en el estilo de los novelistas ingleses, especialmente de Dickens, a quien se parece en la mezcla de lo plástico y lo soñado, en la riqueza de los detalles mirados como con microscopio, en la atención que concede a lo pequeño y a lo humilde, en la poesía de los niños y en el arte de hacerles sentir y hablar; y, finalmente, en la pintura de los estados excepcionales de conciencia, locos, sonámbulos, místicos, iluminados y fanáticos de todo género, como el maestro Sarmiento, Carlos Garrote, Maximiliano Rubín y Ángel Guerra. Diríase que estas cavernas del alma atraen a Galdós, cuyo singular talento parece formado por una mezcla de observación menuda y reflexiva y de imaginación ardiente, con vislumbres de iluminismo, y a veces con ráfagas de teosofía. Se le ha tachado unas veces de frío, otras de hiperbólico en las escenas de pasión. Para nosotros esa frialdad aparente disimula una pasión reconcentrada que el arte no deja salir a la superficie: parcentis viribus et extenuantis eas consulto, como decían los antiguos. En su modo de ver y de concebir el mundo, Galdós es poeta; pero le falta algo de la llama lírica. En cambio, pocos novelistas de Europa le igualan en lo trascendental de las concepciones, y ninguno le supera en riqueza de inventiva. Su vena es tan caudalosa que no puede menos de correr turbia a veces; pero con los desperdicios de ese caudal hay para fertilizar muchas tierras estériles. Si Balzac, en vez de levantar el monumento de la Comedia humana, con todo lo que en él hay de endeble, tosco y monstruoso, se hubiera reducido a escribir un par de novelas por el estilo de Eugenia Grandet, sería ciertamente un novelista muy estimable; pero no sería el genial, opulento y desbordado Balzac que conocemos. Galdós, que tanto se le parece, no valdría más si fuese menos fecundo, porque su fecundidad es signo de fuerza creadora, y sólo por la fuerza se triunfa en literatura como en todas partes.