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Discursos


Agustín de Argüelles


[Nota preliminar: edición digital a partir de la realizada por la Junta General del Principado de Asturias, Oviedo, Col. Clásicos Asturianos del Pensamiento Político, nº 6, Estudio Preliminar de Francisco Tomás y Valiente, 1995.]




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Antes de la Constitución


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La abolición de la tortura

[1] Se leyeron las proposiciones siguientes del Sr. Argüelles:

«Primera. No pudiendo subsistir en vigor en el código criminal de España ninguna ley que repugne a los sentimientos de humanidad y dulzura que son tan propios de una Nación grande y generosa, sin ofender la liberalidad y religiosidad de los principios que ha proclamado desde su feliz instalación el Congreso Nacional, pido que declaren abolida las Cortes la tortura, y que todas las leyes que hablan de esta manera de prueba tan bárbara y cruel como falible y contraria al objeto de su promulgación, queden derogadas por el decreto que al efecto espida V. M. (...)».

[2] El Sr. ARGÜELLES: «Señor, si hubiera yo tenido la fortuna de hallarme en el Congreso al tiempo que se leyó mi proposición, habría evitado a V. M. el disgusto de dilatar su aprobación, porque estoy seguro que en el acto de ser anunciada a las Cortes no podía dejar de ser aclamada con entusiasmo: quiero decir, que una ligera explicación de su espíritu hubiera bastado a aclarar esta duda, único incidente que retarda la decisión. Es verdad que la tortura está, por decirlo así, fuera de uso en España; mas esto sólo es debido al espíritu público de la Nación; pues no habría consentido a un juez recurrir a este horroroso medio sin condenarle al odio y execración general. Con todo, la ley está viva, y sin injusticia legal bien podrá todavía arrancarse de la boca de un reo la confesión de su delito por el horrendo ministerio del tormento. La palabra tortura en el sentido de mi proposición comprende ciertamente los apremios, medio no menos infame que el tormento, y en el cual se ha subrogado por el despotismo de los últimos reinados. La filosofía y la ilustración no se escandalizaron menos con este temperamento; y así se ha visto que los magistrados que osaron ponerle en práctica fueron el objeto de la animadversión pública siempre que pudo traslucirse su aplicación. Las expresiones de la proposición no dejan duda ninguna de que yo he querido extenderla a los apremios cuando digo expresamente: «y cuantas leyes hablen de esta manera de prueba, etc.». Los apremios, Señor, se usan para arrancar del reo la confesión de un delito que oculta o niega. No se hacia otra cosa con la tortura. ¿Es acaso el apremio diferente de las demás clases de tormento usadas antes de su introdución? Atormentará un reo en los dedos de su mano o cualquiera otra parte de su cuerpo para que declare lo que se le pregunta, ¿hace variar la naturaleza del tormento? La sensibilidad física del hombre, ¿está circunscrita a ninguno de sus miembros? El horrible aparato del potro o demás maneras de martirizar al reo, no es sólo lo que hace bárbaro y cruel al tormento, sino la impresión que causa en el desgraciado que le sufre. El apremio, Señor, causa dolores agudos e insoportables a muchos infelices que, vencidos en él, se rinden a la sensibilidad de una fibra más o menos delicada, que jamás debía haber sido puesta a una prueba atroz.

Yo no hice espresa mención de los apremios, porque el espíritu de mi proposición excluye sutilezas, dignas solamente de la cavilación de nuestros prácticos. Mi intención fue proponer a V. M. en una simple proposición la abolición del tormento y de cuantas leyes hablan de esta bárbara prueba, dejando para el decreto expresar con oportunidad lo que convenga en el asunto. Así pido formalmente que si V. M. se digna aprobar mi proposición, pase a la comisión de Justicia para que extienda la fórmula del decreto en que se hagan las declaraciones convenientes, y pueda en seguida elevarse a ley por el Congreso.»

Aprobóse unánimemente la primera proposición del Sr. Argüelles, y para evitar toda arbitrariedad y apremio de cualquiera clase, se encargó a la comisión de Justicia que extendiese un proyecto de ley sobre este asunto (...).

[3] La comisión de Justicia presentó el siguiente proyecto de ley, y decreto sobre la abolición de la tortura, conforme a lo acordado por las Cortes en la sesión del 2 de este mes, y con arreglo a la proposición del Sr. Argüelles, que se aprobó en dicha sesión:

PROYECTO DE LEY

«Las Cortes generales y extraordinarias de la Nación española, no pudiendo permitir, según los principios de humanidad y dulzura que la caracterizan, que permanezcan por más tiempo en la menor consideración, vigor ni fuerza las disposiciones y reglas para poner a los reos a cuestión de tormento, ni la práctica introducida sobre el modo de darlo, y afligir y molestar a los mismos reos, obligándoles por el dolor, el abatimiento y la infamia a manifestar y declarar los delitos que se les atribuyen: viendo la insuficiencia de semejantes medios para hallar la verdad cuando confiesa el crimen quien no lo ha cometido si no puede sufrir el dolor, y lo calla el verdadero reo si su naturaleza puede resistir la rudeza de esta prueba; y dejando cortar de raíz un abuso, el más intolerable del poder y de la arbitrariedad de los jueces, que podían haber conocido siempre la falibilidad de tales prácticas, y cuán contrarios eran sus efectos al fin que pudo tenerse de adoptarlas, siendo preciso que se ratificase después la declaración arrancada al tormento para que se le diese algún valor: no pudiendo tolerar que se confundan las augustas funciones del magistrado con el que atormenta a la infeliz víctima inmolada a la barbarie y a la crueldad, declaran, con absoluta unanimidad y conformidad de todos los votos, por abolida para siempre la tortura y todos los géneros de pena, y prueba de tormento, e igualmente la práctica introducida de afligir y molestar a los reos por los que ilegal, abusiva e inhumanamente llamaban apremios: prohíben los que se conocían con el nombre de esposas, perrillo y otros, cualesquiera que fuese su denominación y uso: mandan expresamente que no se puedan imponer estos ni otros apremios, de cualquier clase y calidad que sean, como calabozos, prisiones, ni ningún otro género de mortificación que se dirija a obligar a los reos, testigos, ni persona alguna, ni aun al que se halle en esclavitud, por el dolor, el abatimiento, la aflicción y la infamia, a declarar lo que se le pregunte, pues en esto ha de ser libre, sin que ningún juez, tribunal ni juzgado, por privilegiado que sea, pueda mandar, ni imponer la tortura, ni usar de los insinuados apremios, bajo responsabilidad y la pena, por el mismo hecho de mandarlo, de ser destituidos los jueces de sus empleos y dignidad, persiguiéndose este crimen por acción popular: derogando desde luego cualesquiera ordenanzas, leyes, órdenes y disposiciones que se hayan dado y publicado en contrario.



DECRETO

Las Cortes generales y extraordinarias han dado la ley que acompaña, en 2 del corriente mes, aboliendo para siempre la tortura y los apremios con que se afligía a los reos, y aun a los testigos, para obligarles a declarar en medio del dolor; y ha acordado al propio tiempo que esta ley se publique con la solemnidad que se acostumbraba a hacer con las pragmáticas en los anteriores reinados, y que verificado así, haga el Consejo de Regencia imprimir la ley y el acta de su publicación, circulándola en la forma ordinaria para que llegue a noticia de todos y se observe religiosa y exactamente.

«Tendrálo entendido el Consejo de Regencia, y dispondrá lo necesario a su cumplimiento.»

Habiéndose suscitado algunas contestaciones sobre si la comisión se había extendido en este proyecto a más de lo que estaba acordado por las Cortes, se leyó la referida proposición del Sr. Argüelles (...).

[4] El Sr. ARGÜELLES: El proyecto de ley no hace sino extender lo que contiene la proposición que tuve el honor de presentar a V. M, y como autor de ella aseguro que está enteramente conforme a la intención y deseos que me animaban cuando la hice. Mi objeto no sólo fue que se aboliese la tortura, sino también que por medio de la discusión se fuese disponiendo la opinión pública a recibir otra medida no menos saludable y humana; esto es, que se busque la prueba del delito en cualquiera parte, como no sea en la boca del reo. La mejora de nuestras leyes criminales reclama esta reforma esencial en el proceso, y ojalá pudiera yo inspirar a mis compatriotas en este momento el convencimiento íntimo que tengo y que ha confirmado la experiencia de las ventajas que resultan de dar al Código criminal toda la perfección de que es susceptible. Porque así no experimentaría oposición cualquiera reforma que se propusiese cuando a la demostración de su utilidad se uniese el feliz resultado que tiene en los países en que se respeta la libertad individual aun en los reos más calificados. Yo he visto, Señor, innumerables casos en que, no sólo no se procura arrancar de los labios del reo la confesión fatal de su delito, sino que se evita que el testigo se perjudique en su declaración. ¿Cuántas veces he presenciado yo en los tribunales de Inglaterra la intercesión augusta del magistrado en el acto de contestar los testigos al interrogatorio verbal que se les hace en público por los oficiales del juzgado? El respetable juez del derecho siempre que observa que un testigo precipitado o envuelto en sus respuestas por la sagacidad del abogado, va a perjudicarse, corta el coloquio diciéndole al testigo que reflexione bien sobre la pregunta, porque no está obligado a declarar cosa que le comprometa. Así se respeta en aquella feliz nación a los ciudadanos, en donde ni los reos son más numerosos ni los delitos quedan impunes, porque esta parte de su legislación criminal está tan filosóficamente instituida. Por lo demás, en haber hecho la proposición, no tuve otra mira que ofrecerá V. M. un día de gloria, y cumplir yo con una obligación.

[5] El Sr. ARGÜELLES: Doy mil gracias al Sr. Hermida por haberme proporcionado demostrar que la ley comprende todos los casos. No está pensada con ligereza, ni menos hay precipitación en aprobarla. La materia es demasiado conocida, y se ha tratado el punto con tanta circunspección y miramiento, que no creo quepa más. Ni la edad, ni el interés, o sea calor con que se haya discutido por mi parte, pueden perjudicar a la madurez y juicio que se debe exigir en semejantes asuntos; porque puedo asegurar que hace más de catorce años que ha ocupado muy particularmente mi atención todo lo respectivo a nuestras leyes criminales, y apenas se ha escrito sobre la materia en ninguna parte cosa alguna, que haya podido ilustrarla, que no haya llegado a mi noticia. Así que no me parece que hay motivo para hablar de precipitación, ni que los términos de la ley son vagos e inexactos. El caso mismo que pone el Sr. Hermida lo prueba, pues es imposible que nadie crea que deja de estar comprendido en ella, a no ser por sutileza de nuestros prácticos o criminalistas, que, si se quiere, cavilaron más que los de todas las naciones. Los términos de la ley o proyecto dan por abolidas todas las leyes que hablan de tormento; y ¿quien podría suponer que porque no se explicase la que considera el condenado a muerte como un cadáver, dejaría de estar comprendida? Es todavía más bárbara y cruel que las demás; bajar a un delincuente del cadalso para atormentarlo, es atroz, es inhumano.

Añadir a la amargura de su situación la de nuevos dolores, no se puede oír sin horror. Decir que porque la ley le considera como muerto se entenderá exceptuada, es inconcebible. La ley no puede tener por muerto a un hombre que todavía puede salir de entre las manos de un verdugo por un indulto del Soberano, por una conmoción popular y por otros mil incidentes imprevistos. Si quedase viva, no se necesitaría más para acabar con cualquier ciudadano honrado a quien el Gobierno quisiera perder. Además de que... (interrumpióle el Sr. Hermida diciéndole que se equivocaba, que él no había hablado en estos términos, etc...). Si me he equivocado, he hablado entonces hipotéticamente. La distancia que separa al Sr. Hermida, el tono bajo en que hablaba, pudieron hacerme entender lo contrario de lo que ha dicho. Yo le ruego encarecidamente en este caso que se sirva admitir la retractación de cualesquiera palabras que, hipotéticamente dichas, puedan no ser relativas a lo que ha expuesto, y que no rehúse una explicación que, hecha ante el Congreso, le ofrece en mi entender la satisfacción más completa.






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Administración de justicia o «poder judiciario»

[1] El Sr. ARGÜELLES: Señor, mi opinión sobre el dictamen de la comisión es bien conocida; pero no puedo menos de llamar en este momento la atención de V. M. hacia una materia gravísima, que la reclama en mi juicio con preferencia a todo otro asunto. Cuando expuse al Congreso mis ideas la primera vez que tuve la honra de hablar sobre la administración de justicia, fue impelido del íntimo convencimiento que tenía de que se necesitaba una reforma radical en el sistema judicial. No fueron declamaciones, ni menos fantasmas creados en una cabeza exaltada los argumentos con que quise demostrar la urgente necesidad de la reforma. La historia de la administración de justicia entre nosotros, los hechos, Señor, los hechos que constan a V. M. por documentos que existen en la mesa, califican la certeza de todo.

El memorable informe de esta misma comisión, que a solicitud mía mandó V. M. imprimir para noticia y satisfacción del Reino entero, ha sido el origen de las saludables medidas que habrán de adoptarse; medidas que no se pueden diferir sin grave daño de la libertad de los ciudadanos, sin menoscabo de la justicia misma del Congreso nacional. Nada de cuanto se diga en esta materia debe ser inoportuno ni cansado, cuando se reflexione que el Estado libra en gran parte su existencia en la recta administración de justicia; cuando el trascurso del tiempo, la fatal doctrina de los jurisperitos y la arbitrariedad de los Gobiernos se han conjurado para oscurecer los principios de la libertad política y civil , y cuando, en fin, todo es insuficiente a restablecer el imperio de las leyes, si una mano omnipotente, como la del Congreso nacional, no se emplea con incesante trabajo y diligencia en llevar al cabo esta grande obra. Entre nosotros, Señor, no ha sido la falta de buenas leyes la que nos ha conducido al estado de abyección en que yacemos con respecto a la seguridad de nuestras personas, de nuestra reputación y de nuestras propiedades. Otras son las causas. España puede gloriarse de tener en sus Códigos vivas todavía, pero en total inobservancia, leyes humanas y llenas de sabiduría. Por no ocupar a V. M. con prolijas citaciones, bastará recordar que las célebres leyes 4ª, título III, y 3ª, título VIII del libro 2º del Fuero Real, nada dejan que envidiar a ninguna legislación del mundo, y son aun superiores a la famosa de Habeas corpus de Inglaterra, pues disponen que ni los acusados de delito capital puedan ser presos dando fiador. Vea ahora V. M. qué revolución tan asombrosa ha debido experimentar nuestra constitución, para que nos hayamos sometido a la dura esclavitud de ser el juguete de legisladores y jueces que nos han preso, aherrojado y enterrado a su antojo; para que hayamos contraído el hábito de mirar con indiferencia, de vivir tranquilos y aun contentos en medio de tantos riesgos como los que amenazan a cada instante nuestra seguridad personal y nuestro honor. Han sido necesarios siglos enteros para producir tan espantosa alteración. Ha sido preciso una educación análoga, instituciones correlativas, un trastorno, en fin, de toda idea liberal, de todo principio de justicia. Estoy seguro, Señor, que si se trasplantase entre nosotros un extranjero nacido en un país libre y acostumbrado a vivir protegido por las leyes, y antes de habituarse a nuestra sociedad se enterase con toda extensión de la facilidad con que se atropellan nuestras personas y se dispone de nuestra libertad, estoy seguro, digo, que moriría de espanto y horror si se le obligase a permanecer sujeto a nuestro régimen. No parezca esto declamación. Si en el corto recinto de Cádiz e Isla de León se oyen tantas quejas y reclamaciones contra prisiones arbitrarias, delaciones injustas y maliciosas, procesos interminables, ¿qué sucederá en toda la Península? ¿Qué en el inmenso continente de América? El vicio está en el sistema, y los males cunden necesariamente por todas partes. Tiempo es ya, Señor, que cesen estos desórdenes. V. M. ha sido llamado para remediarlos, y apenas su misión soberana podrá ejercitarse más dignamente que en anticipar los fundamentos de una reforma que debe asegurar la Constitución y perfeccionar en todas sus partes la mejora del Código criminal. Día vendrá en que, leídos a la posteridad los hechos que provocan con tanta urgencia esta reforma, admire aquella el enorme peso que grava al Congreso nacional, y bendiga sus esfuerzos. No se diga que V. M. debe sólo ocuparse de Guerra y Hacienda. El genio mezquino y limitado de los que no ven el íntimo enlace, la fuerte conexión que hay entre todas las partes que constituyen el Estado y el servicio público, es el que puede desconocer que mientras no se asegure la libertad del ciudadano, mientras no se le convenza que sus esfuerzos, que sus sacrificios no sólo se dirigen a expeler al enemigo, sino también a acabar al mismo tiempo y para siempre con la arbitrariedad y la tiranía, se resistirá a ellos, o los hará con frialdad y repugnancia.

Del mismo modo debo indicar a V. M. mis ideas sobre una medida que juzgo indispensable, para que se coja el fruto de la sabia disposición que la comisión de Justicia introduce en su dictamen. Esto es, sobre las listas que deban remitir los tribunales cada dos meses de las causas que penden ante ellos. Sería ilusorio este remedio si V. M. no se aprovechase de él para hacer efectiva la responsabilidad de los jueces y tribunales.

Estas listas deben comprender cuantas circunstancias sean necesarias para dar una idea exacta de las causas y de su estado; entonces formarán un documento con que poder hacer cargo a todo tribunal, a todo juez en los casos de morosidad o lentitud. El ciudadano no sólo es vejado y perjudicado con una sentencia injusta, sino con las dilaciones en las causas, y nada es más terrible que cuando intervienen en los procesos criminales. La publicidad de las listas conspira grandemente a acelerar su conclusión. Un ejemplo hará más perceptible esta idea. Supóngase un reo desconocido o desvalido por falta de personas que se interesen en su suerte. Impresas las listas y circuladas, la noticia de su prisión y estado de su causa hacen notoria a todos su situación; y es muy fácil que sus parientes o sus amigos, si se hallan a distancia o la sensibilidad de cualquiera ciudadano se ejercita y procure activar su causa o aliviar su suerte. Además, la confrontación periódica de las listas descubre sin el menor fraude si hay actividad y diligencia en los tribunales y jueces, que se ven denunciados al público en los casos de injusta dilación. Por lo mismo, creo que si se ha de hacer efectiva la responsabilidad de los jueces, es necesario hacer público su procedimiento en todos los casos, a fin de que la notoriedad sirva de estímulo contra la lentitud y detención de las causas y de freno a la arbitrariedad y demasía en el uso de una autoridad, respetable y sagrada cuando se ejerce con pureza y religiosidad, horrenda e intolerable si se abusa de ella o se prostituye. Dígnese, pues, V. M. acordar por ahora lo que propone la comisión, sin perjuicio de perfeccionar después la grande obra de reformar la administración de justicia, sin la cual no puede haber ni soldados ni recursos; porque seria una insensatez el creer que los españoles se hayan de sacrificar por volver a la miserable condición de que han salido.

[2] El Sr. ARGÜELLES: La impresión que necesariamente habrá hecho en el Congreso el dictamen del señor Hermida, cuya opinión está recomendada por lo respetable de su edad, de su larga carrera en la magistratura, de los graves cargos que ha desempeñado como hombre de Estado en los primeros empleos del Gobierno, y de la experiencia que acompaña a tan notoria calificación, me ponen en la dura alternativa de ocultar mi sentir, o de aventurarle ante V. M, separándome del que ha expuesto por su parte con tanta solidez y entereza. Mas considerándome como uno de los Procuradores de la Nación española, llamado por ella a sostener sus derechos y los de sus individuos en las Cortes generales y extraordinarias que ha congregado, no vacilaré un instante en entrar en tan importante discusión, a pesar de que reconozco cuánta es mi desventaja bajo todos aspectos, pues no puedo alegar en apoyo de mis reflexiones ni los muchos años, ni magistraturas, ni altos destinos ni las de más circunstancias que por lo común ganan a los hombres reputación y nombradía. Sin embargo, me declaro contendedor en esta disputa, en la cual expondré a V. M. mis opiniones con la franqueza y libertad que creo me son propias, y sobre todo que deben caracterizar a un Procurador de Cortes de la Nación española, sin que por eso deba separarme de lo que exigen el respeto del Congreso y las leyes de la civilidad y buena cortesanía. Sólo siento, Señor, que yo no estaba preparado para una discusión que comienza por donde yo no esperaba. Ya he advertido ayer en alguno de los señores preopinantes que deseaba alejarla, y seguramente es para mí muy doloroso el ver la inmensa distancia que nos separa en nuestras opiniones, distancia que por desgracia mía creo hace imposible que nos aproximemos. Yo me extenderé quizá más de lo que acostumbro y deseo; la materia es grande y justificara en parte el que sea molesto. Señor, si las cualidades de dignidad y de mando son las que sólo pueden autorizar a los hombres para entender en los grandes negocios, es indudable que la mayor parte de la Nación se halla excluida de poder entender en el gobierno del Estado. Es absolutamente cierto que las personas que carecían de aquellas circunstancias no pueden contribuir por sí al bienestar de los pueblos, de quienes forman parte. Si esta máxima fuese verdadera, la Nación española no debería esperar su salvación sino de una clase determinada de ciudadanos, lo que es contrario a la experiencia de toda la revolución, injurioso al augusto Congreso que me oye y a las mismas intenciones de los pueblos que le han constituido. La Nación ha elegido sus representantes sin consideración alguna a las dignidades ni destinos anteriores, porque había visto que las cualidades que debían adornarlos no eran consecuencias necesarias, por no decir otra cosa, de aquellas circunstancias. Otros respetos han dirigido su nombramiento. Han merecido su confianza: he aquí su verdadera calificación. Les ha dado poderes bastantes; les ha encargado que mirasen por su felicidad y bienestar; los ha hecho sus legisladores. Ha seguido las huellas de nuestros antepasados, que, no menos que nosotros, encomendaron y fueron constituidos sus Procuradores para reformar, derogar y hacer nuevas leyes. Tenemos como en todos tiempos la presunción de capacidad a nuestro favor; nadie puede disputárnosla, ni individuos ni corporaciones, sin ofender el carácter de Diputados, sin reconvenir indirectamente a la Nación por haberlos elegido. Suponer que la sabiduría, que el acierto está circunscrito a determinado número y clase de personas, es una presunción intolerable. Jamás, Señor, jamás podrán competir con aquellos en la parte esencial de su carácter cuerpos que hasta el día dependieron en su nombramiento y permanencia de los caprichos y procedimientos de Gobiernos absolutos y poco justificados. Los Procuradores de Cortes deben su elección a la libre y espontanea voluntad del Reino; no dependen de ningún influjo, ni tienen que temer ni que esperar sino de su conciencia y de la opinión pública. Son los que han sido siempre, hombres libres e independientes, que entendieron en todas las cosas públicas concernientes al bien del Estado. Y en comprobación de ello, entremos en el examen de la parte de nuestra historia que comprende la representación en Cortes, con aquel espíritu de imparcialidad y de filosofía que reclaman la justicia y la dignidad de Procuradores del Reino. ¿Quiénes eran las personas que en todos tiempos hacían las leyes Los que tenían interés en que fuesen buenas y ejecutadas. Las colecciones de Cortes están llenas de peticiones presentadas en ellas por los Diputados de los pueblos, cuyo resultado era por la mayor parte ser elevadas a ley. No tenían otra recomendación sus autores que la que en el día adorna a los actuales Procuradores: la confianza e instrucciones de los pueblos. Jamás habrá visto ninguno que esté versado en nuestra historia que se desechasen sus peticiones por no venir consultadas por cuerpos o tribunales que o no existían, o estaban bien lejos de haber usurpado entonces la autoridad, que después fue perdiendo la representación nacional. El primer cuerpo de leyes que hemos tenido en España después de restaurada, que merezca la consideración de Código general, es el de las Partidas; y si éste no ha sido obra toda de las Cortes de la Nación, no por eso dejó de recibir de ellas su sanción y autoridad, sin que el renombre de sabio en su autor, ni la celebridad del maestro Jonome (sic) y maestre Roldán y demás que según los eruditos concurrieron a su formación, fuesen bastantes a dispensarla del más prolijo examen, de la más obstinada impugnación, y al fin, de una aprobación solemne de los Procuradores en Cortes. Desde entonces se siguió constantemente el mismo sistema de proponer en ellas los Diputados a leyes, o aprobarlas a solicitud de los Monarcas, así en Castilla como en Navarra, Aragón, Cataluña y Valencia, con la diferencia de que en Aragón el Rey no podía resistir las peticiones de los Procuradores, cuando en Castilla acostumbraba a eludirlas con la eseciosa disculpa de contestar, que «a ellos ya había proveído, o que consultaría con él su Consejo.» Con todo eso se respetaron los derechos de la Nación con bastante dignidad hasta los funestos tiempos de la dinastía austriaca, época en que todo se cambió entre nosotros. Carlos V, imbuido desde su niñez en los principios y máximas del régimen feudal, nunca pudo llevar en paciencia que la Nación tomase la mano en los negocios públicos; y su carácter despótico y guerrero, alentado con el exterminio de los Comuneros en la desgraciada batalla de Villalar, corrió sin freno a su deseada dominación. Aproxímense las épocas, cotéjense los monumentos de la historia, las diferentes edades, las crónicas, los cuadernos de Cortes, las compilaciones de fueros y leyes, y leídas con el espíritu de análisis y de filosofía que exige materia tan grave, se vera el golpe mortal con que fue herida en aquella época la libertad española. Desde entonces comenzó a subrogarse a la fuerza respetable de la procuración en Cortes, la autoridad parcial e intrusa de los cuerpos judiciales o gubernativos. Desde entonces el Consejo Real, abrazando a un mismo tiempo los negocios contenciosos, administrativos y aun políticos, debilitaba insensiblemente la influencia de la Nación en sus Cortes generales, la cual iba a pasos de gigante caminando a la nada, a que al fin la redujeron los Ministros y consejeros en los tiempos de la dinastía austriaca. Los Reyes y sus Ministros, demasiado sagaces para conocer que una Nación libre y generosa no se somete con facilidad aun régimen arbitrario, procuraban con toda maña conducirla como de la mano al punto que apetecían, presentándola consultas de tribunales, pareceres de Consejos, de sabios elegidos por el Gobierno. Y aparentando proceder en todo con acuerdo y deliberación de sujetos entendidos. Mas nada de esto podía fascinar al que examina filosóficamente los sucesos. En todos aquellos casos la Nación no tenía parte alguna en semejantes disposiciones. La voluntad libre y espontanea no podía suplirse por el parecer, ni consejos de cuerpos creados y dependientes del Gobierno ad nutum amovibles, que teman que esperarlo, que temerlo todo de un Ministro o de un Monarca engañado o poco amante de su pueblo. Y a la verdad, hubiera sido un absurdo esperar que pocos individuos sin libertad ni independencia pudiesen enfrenar a los Ministros y cortesanos de nuestros Reyes sedentarios, desde Carlos V que mandaba a su arbitrio, sin responsabilidad, sin el contrapeso de las anteriores Cortes. No obstante, todavía se pretende que leyes hechas por aquellos Cuerpos por el influjo de los Gobiernos coetáneos, deben ser respetadas por el Congreso hasta el punto de venerarlas; todavía se les atribuye una sabiduría que se niega a las sancionadas por V. M.; todavía se intenta sostener que los actuales Procuradores en Cortes carecen de aquellas dotes necesarias para dar leyes a la Nación, socolor de que siendo la materia tan ardua e intrincada, no estamos ni en tiempo de ocuparnos de ella, ni con la aptitud conveniente para desempeñar tan augusta misión. En fin, todavía se propone que nos remitamos para ello al Consejo Real. Si así fuese, se deduciría que el Congreso no tiene la confianza nacional, y no sé si induciría a suponer que ni aun la autoridad soberana. Otra de las épocas notables en la historia legislativa de España es la colección que hizo de nuestras leyes Felipe II, con el nombre de Recopilación. Aquí es donde yo llamo la atención de las Cortes. Aquí es donde yo deseo que fijen mis dignos compañeros toda su consideración, y lean en el proemio o preámbulo a aquella, la ley primera, que contiene las razones mismas que mueven a V. M. a hacer reformas sustanciales, a desear lo que propone la comisión en su proyecto de reglamento. El cúmulo de leyes esparcidas y dispersas que andaban por los Códigos anteriores a aquella colección, la confusión y variedad entre ellas, le obliga, dice, a reunirlas en un sistema ordenado y clasificado, para que puedan los tribunales y magistrados juzgar con acierto, y añade las cláusulas señaladas y bien notables de que también es necesario «para que los súbditos sepan sus derechos y sus obligaciones.» ¿Y a quién encarga esta obra? Al doctor Alcocer, al licenciado Atienza, y otros de que ahora no me acuerdo, individuos de sus consejos y cuya notoria capacidad era bien conocida entonces, y bien necesaria para dar a su obra la autoridad y peso que todavía hubieran exigido las tímidas Cortes de su tiempo, y de cuya sanción no supo desentenderse a pesar de haber sido el más déspota de la dinastía austriaca. Y a vista de esto, ¿se les negará a los Diputados actuales lo que no se rehusó en aquellos tiempos a individuos particulares, cualquiera que sea su calificación? Señor, yo no puedo menos de vindicar el honor de los Procuradores de la Nación española, cuando veo que se les disputa la cualidad más esencial, la característica de su misión, cual es la de hacer leyes. Todos ellos tienen a su favor la presunción. Son, y muy capaces de sancionarlas, llenas de liberalidad y sabiduría. Enhorabuena que se discutan con toda detención y madurez, y con más prolijidad que las comunes resoluciones: para ello los Diputados se preparan debidamente, consultando en la materia los libros, los sabios, su instrucción particular, su entendimiento. ¿Qué otro requisito falta? ¿Quién osaría dudar que están dotados de cuantas cualidades son necesarias para el desempeño de sus obligaciones? Yo no exceptúo a ninguno: no, Señor, ni a mí mismo me degrado, hasta creerme indigno del honroso cargo a que me hallo elegido. Yo que me tengo en nada como particular, me creo autorizado para penetrar en el augusto templo de Themis, y no quepo en mí de orgullo nacional cuando me acuerdo que soy Procurador de un pueblo heroico y magnánimo, de un pueblo que a pesar de haber sido por tres años el blanco de la censura y sátira de los propios y los extraños, todavía los despedaza la envidia y los celos en su interior; todavía después de innumerables desgracias e infortunios, se muestra invicto e inflexible, y por lo mismo objeto de su admiración y respeto. ¿Cómo, pues, podré yo sobrellevar que se deprima indirectamente a los que le representan? Perdóneme V. M.; yo no puedo oír, y menos hablar con frialdad en este caso. Baste lo dicho para desvanecer cualquiera prevención que pudiera haberse originado contra la autoridad y capacidad de los Procuradores de Cortes: digo autoridad, porque también se ha dicho que el Congreso ejerce la autoridad del Rey. Señor, en V. M. reside el ejercicio de la soberanía nacional, y ni el Monarca la ha ejercido jamás debidamente, ni en adelante tendrá más facultades que las que la Nación le delegue por su ley fundamental y constitutiva. Sus derechos están solemnemente reconocidos, y serán religiosamente guardados por la Nación, que tan espontánea y generosamente los ha jurado. La Nación, Señor, es soberana; no puede desprenderse de un derecho que le es esencialmente inherente, que la constituye nación, y que en el acto de desprenderse de él dejarla de existir, y pasaría a ser un rebaño. Principios diferentes de estos, doctrina contraria de estas máximas, podrían proclamarse en Constantinopla, entre los árabes beduinos, en Hispahan o en otra parte, no ante las Cortes generales de una Nación que lucha sin cesar hace tres años contra la tiranía del infame extranjero que la extermina por sojuzgarla. Demostrado, pues, que a los procuradores de la Nación, ni a ningún cuerpo toca y es correspondiente y decoroso el hacer leyes, ¿por qué se ha de eludir una cuestión tan sencilla como la que presenta el proyecto de la comisión de Justicia? Se dice que tenemos leyes para todo: ¡ah! esta es nuestra mayor desgracia. El dilema es terrible y doloroso. Si las hay, es oprobio de la Nación su inobservancia; si faltan todavía, será culpable en no sanciónarlas. Yo no dudo que existen, y muy sabias y liberales. El Fuero Real y las partidas contienen leyes que previenen lo que dispone el art. 1º del reglamento que se discute. Pero la experiencia nos hace ver el absoluto desprecio en que han caído. Dígalo, Señor, dígalo ese prodigioso cúmulo de quejas y reclamaciones que existen sobre la mesa del Congreso contra arrestos y detenciones arbitrarias. ¿Quién entre nosotros ignora el abuso escandaloso que se ha hecho de la autoridad judicial a pesar de todas esas leyes, pragmáticas, autos acordados, órdenes y reglamentos de Consejos? ¿Cómo es posible que contrarresten la arbitrariedad de un Ministro, el despotismo de los favoritos, el fatal influjo de los cortesanos? ¿Han sido jamás parte para contenerlos en los límites de la justicia? Díganlo tantas víctimas como se han sacrificado en nuestros días; díganlo, Señor, entre otros, el respetable Conde de Aranda, el digno y virtuoso Jovellanos, que arrancado de su lecho a deshora de la noche, y trasladado como un malhechor a un castillo de Mallorca, gimió siete años, hasta que por uno de los actos de beneficencia con que se distinguió el Sr. D. Fernando VII, recobró su libertad e hizo patente su inocencia. ¿Y podremos a vista de estos hechos dilatar ni un momento la reforma de nuestros juicios, y asegurar por este medio la libertad y seguridad de los ciudadanos? No crea V. M. que esto sea menos importante y urgente que el ocuparse de Guerra y Hacienda. El enlace es íntimo, la conexión fuerte y tenaz. La sabiduría del Congreso debe abrazarlo todo y extender sus miras hasta lo futuro. Si las Cortes se disuelven sin haber comenzado la reforma por esta parte tan esencial, volveremos a los mismos desórdenes. V. M, tan íntimamente convencido de la necesidad de acelerar la mejora de nuestros Códigos, ha nombrado fuera de su seno comisiones que preparen esta importante obra. Pero al Congreso corresponde no dejar para adelante lo que no admite dilación. Señor, no imitemos a nuestros padres en la guerra de sucesión, que ilusos y olvidados de sus intereses, se degollaron los unos a los otros sin piedad ni misericordia, no por recobrar sus derechos, no por defender los que habían conservado, sino por entregarse a un Príncipe extranjero que los mandase a su albedrío. Aprovechemos, pues, tan feliz coyuntura, ahora que reunida la Nación en Cortes generales, conoce sus intereses, los expone con libertad y sencillez. Ahora que no tiene que acudir con representaciones, que jamás llegan a oídos del Monarca, que encerrado entre placeres y lisonjeros en su palacio descuida el gobierno de los pueblos a sus Ministros. Sí, Señor, a Ministros que sólo se enteran de las cosas públicas por extractos de sus subalternos, en los cuales si la enemistad, el interés o las pasiones no alteran o desfiguran la verdad, al menos la fría indiferencia no deja de atenuarla. El proyecto de reglamento que se discute presenta a V. M. un método claro y sencillo para instruir el proceso criminal. Reúne lo dispuesto por infinitas leyes que vagan esparcidas por nuestros voluminosos Códigos. El juez las tendrá a la vista, y el ciudadano las conocerá para respetarlas. No se diga que no hay necesidad de repetirlas. Su olvido es notorio: ¿cómo puede ser perjudicial ni redundante su recuerdo? Especiosidades jamás convencen al entusiasmo: recuérdeseles, Señor, a los magistrados su augusto ministerio, enfrénese su terrible autoridad. No nos olvidemos de lo que todos sabemos, y yo apelo al sentimiento interior de mis dignos compañeros. ¿Quién es capaz de contrarrestar el ilimitado poder de un Consejo, de una Chancillería, de una Audiencia, de un alcalde ordinario? ¿Quién no tiembla al verse expuesto al abuso de su autoridad, ejercida infinitas veces por oficiales subalternos, que ni tienen la confianza pública, ni pueden merecerla, atendidas las circunstancias de su situación y estado? ¿Cuántas prisiones se hacen de que no tiene el juez otra noticia que la que se le da después de realizado el arresto, y que aunque sea una tropelía, se lleva adelante, como se acostumbra a decir, «por sostener la providencia»? Seria una temeridad, Señor, fiar sólo a la rectitud y justificación de los jueces la libertad y seguridad de los ciudadanos; sería provocarlos, exponerlos a la prevaricación injustamente.

La toga ni la magistratura no ponen a cubierto por si solas a los jueces del imperio de las pasiones, del influjo de los Gobiernos, y de otros mil enemigos que tientan a cada paso su pureza y severidad. Las leyes deben protegerlos contra sus continuos embates, privándolos del arbitrio y ocasión de faltar a sus obligaciones. Entonces la confianza será reciproca, y el respeto y veneración a las leyes y a sus magistrados inseparables entre sí. He aquí lo que intenta establecer la comisión de Justicia con su reglamento. No nos opongamos a tan saludable medida. Las leyes no quedan derogadas; al contrario, las que protegen nuestra libertad y seguridad adquieren nuevo vigor, presentado su espíritu en breves y claros artículos. Ha llegado la época de sus reformas. No es dado a nadie evitarlas; no engañemos, Señor. España, a despecho suyo, ha entrado ya en el turno de la revolución. No hablo de los incendios, de las muertes, de las atrocidades que comete en nuestro santo suelo el vil e infame enemigo de los hombres; esto debe llamarse devastación. Es la repetición de lo que Atila hizo sufrir a las naciones; de lo que nosotros experimentamos con la irrupción de los habitantes de la costa vecina. La revolución de que hablo consiste en la alteración inevitable que deben tener nuestras instituciones, consecuencia necesaria de la que va corriendo por toda la Europa, anunciada por las luces, o llámese como se quiera, del siglo pasado, y prevista por el que examina filosóficamente los sucesos acaecidos en las naciones de Europa desde la paz de Wesfalia. En fin, una de aquellas subversiones totales que de tiempo en tiempo acontecen en el orden político y moral de los imperios, como si fuera para señalar las épocas y servir de descanso a la cronología universal de los Estados, y cuyo torrente impetuoso no es dado a nadie contrarrestar. Nuestro período es llegado, sin que la Nación le haya atraído por voluntariedad ni combinación alguna. Así que, Señor, no opongamos esta barrera a las reformas de utilidad tan calificada como lo es la reforma de nuestra legislación criminal. Enhorabuena que los artículos se discutan para darles toda la perfección de que son susceptibles; mas no eludamos la cuestión. El primer artículo podrá tal vez admitir algún correctivo; pero no ser desechado. V. M. disimulará mi detención en una materia en que no puede hablarse sin interés y vehemencia. Su importancia es tan grande que se recomienda con sólo pronunciarse.»

[3] El Sr. ARGÜELLES: Siempre había yo esperado que este artículo hallaría nueva impugnación, y así no me admiro de ver lo poco dispuestos que están los señores preopinantes a examinarle sin prevención, único medio de acertar en puntos de reformas. La publicidad de los juicios es y será siempre inseparable de una buena legislación criminal, como que en aquellas circunstancias esencialísimas está fundada la observancia de todas las leyes criminales. Las nuestras en esta materia son, por la mayor parte, no sólo dispositivas, sino también doctrinales, por lo mucho que encargan a los jueces la rectitud, la imparcialidad, en una palabra, todas las virtudes de que deben estar adornados. Si la experiencia de todos los siglos no hubiese demostrado que los hombres son frágiles, y aun perversos, a pesar de que los recomiendan las leyes, o estas no serian necesarias, o bastaría un corto número para asegurar la felicidad humana. No ha tenido, en mi entender, otro fin la comisión en este artículo que asegurar el cumplimiento de nuestras leyes. Habiéndose explicado ya el Sr. Luján sobre que la publicidad no debía entenderse en el sumario, sino sólo en el plenario, veamos los inconvenientes y las ventajas de este artículo. Nada diré yo del ejemplo de Susana, alegado por el Sr. Gómez Fernández, porque aunque venero igualmente los libros sagrados, no creo yo que el observar otras solemnidades o fórmulas diferentes en nuestros juicios, pueda nunca argüir imperfección en ellos. Esta circunstancia provendrá de otras causas. Es igualmente cierto que nuestras leyes disponen lo contrario que propone este artículo, y esto es cabalmente el motivo de que yo desee la reforma. Las leyes, dice el Sr. Gómez Fernández, son siempre respetables porque están fundadas en la razón y en la justicia. Si en efecto se apoyasen siempre en aquellos dos principios, convengo igualmente que serían siempre dignas de respeto. Pero reclamo la atención del señor preopinante para que me ayude a examinar si en la materia de que hablamos valdría decir que nuestras leyes son siempre respetables. ¿Qué juicio formaré yo de Códigos que en medio de leyes humanas y sabias presentan los extravíos más afrentosos de la razón y de la moral cristiana; que contienen las innumerables disposiciones de la prueba canónica, el tormento dado igualmente al acusado y acusador, como consta en el Fuero Juzgo; y para contraerme a la prueba de testigos, que respeto, podré yo dispensar a las leyes que mandan que cuando el testigo aparezca vario en su dicho sea atormentado, y que esto se haga con el hombre vil o plebeyo, y no con el noble, etc.? ¿Incurriré en algún desacato en detestar y abominar semejantes atrocidades, y habré de sujetar mi entendimiento a las circunstancias de que estas leyes se hallan en las Partidas, y de que su autor mereció el renombre de sabio? ¿Hay alguna razón para haber permitido la relajación en la observancia de estas leyes, y no consentir el examen y mejora de otras, que si no son tan repugnantes a primera vista, no influyen quizá menos en la recta administración de justicia? Luego la existencia de una ley en un Código no es suficiente motivo para suponerla sabia e inviolable, por decirlo así, pues la experiencia manifiesta que no por serlo está a cubierto de ser perjudicial, ni de haber sido alterada, reformada o derogada cuando ha parecido conveniente, a pesar de todo el respeto que se ha querido inculcar con tanto empeño. El examen de testigos, por no hablar de otros trámites, Señor, en la materia criminal es el punto más delicado y trascendental, porque de él pende el éxito de las causas; y la malicia, la inadvertencia o la omisión en observar lo que las leyes previenen sobre esto, es funestísimo a las partes y a la causa pública. Cuando para la prueba de un delito se producen dichos de testigos en lugar de documentos, ¡qué atención no es necesaria! ¿Qué escrupulosidad será por demás para asegurar la verdad de los hechos que se declaran, para evitar que las pasiones y los intereses de los que intervienen en este acto no se mezclen y alteren el dicho del testigo? Las leyes que hablan de este punto están dirigidas con la mejor intención y buena fe a evitar la confabulación de los testigos y las partes, la corrupción o el cohecho, las sugestiones y malas artes que pudieran estorbar la averiguación de los delitos. Por eso establecen, entre otras cosas, que los testigos se examinen con separación. ¿Y consiguen por eso su fin? Yo veo que por huir de un mal se ha dado en otro que no es menos grave. Supongamos que un testigo preguntado sobre un hecho separadamente, sin dársele tiempo a aconsejarse ni a deliberar, de pura y simplemente su declaración, y que en esta parte quede cumplido el objeto de la ley: ¿cuál es el remedio que esta presenta para que el testigo no sea inducido con amenaza, con halagos, con promesas, a deponer acaso en contra de todo lo que sabe, a faltar a lo que solemnemente ha prometido? ¿Cuál? Los consejos de la ley; el encargo que esta hace al juez de ser íntegro y justiciero. Todas las leyes en esta parte son más bien unos sermones llenos de excelente moral, que leyes imperativas. Pero la experiencia nos hace ver que son insuficientes.

Las formalidades mismas que exigen las leyes para el examen de testigos dejan de cumplirse por culpa de las mismas leyes, pues alejando la publicidad de la ejecución de estos actos, sólo confían en las virtudes e incorruptibilidad de los ministros de justicia; hipótesis que sí es honrosa y seductora en el texto de la ley, la experiencia nos hace ver que la fragilidad humana nos saca luego del encanto. Cuando se examina de cerca esta materia, entonces se conoce cuánto dista de aquel grado de perfección a que debemos aspirar para ser felices. Nuestras leyes encargan muy particularmente que los jueces en los casos arduos examinen por sí mismos al testigo. Mas en la práctica, ¿qué sucede? ¿Con cuánta facilidad no se dispensa el juez de esta obligación delegando o consintiendo que a su vista el escribano interrogue al declarante, le envuelva en sutilezas no siempre dirigidas a buscar la verdad, sino también a oscurecerla? ¿Qué publicidad hay en esta formalidad tan esencial, cuando encerrados los testigos en la posada del juez o en el paraje elegido para tomarles la declaración, queda absolutamente a discreción de los que intervienen en el acto que pueden a su arbitrio observar o quebrantar la ley, sin poder ser reconvenidos? ¿Qué remedio ofrece la ley a un testigo que experimenta una violencia en esta ocasión? ¿Le servirá protestar contra ella? ¿Podrá pedir testimonio al escribano actuario contra lo mismo que éste ha ejecutado o autorizado? Y si el testigo está cohechado o interesado contra la parte, ¿qué seguridad hay de que su declaración no se extienda de manera que sea imposible jamás descubrir la impostura? Mientras el testigo depone dónde están las partes, éstas no pueden asistir, porque, según se dice, su presencia cuando menos influiría en el ánimo del testigo, que ocultaría la verdad por falta de libertad para declarar. Y este inconveniente ¿es tan real como se supone? Y cuando así fuese, ¿es acaso mayor que la absoluta imposibilidad que tiene el reo de redargüir, de declarar, de descubrir una trama urdida contra él? ¿Puede o no puede haberla entre los mismos que formalizan el acto? Responda por mí la experiencia. Bien sé que estas reflexiones atraerán sobre mí la lluvia de denuestos y sátiras acostumbradas, calificándolas de teorías, charlatanismo, de manía de innovarlo todo; pero retorciendo el argumento, yo también declaro teorías, charlatanismo e impostura cuanto se diga en contra para hacernos creer que la ley es suficiente porque encarga a los jueces que sean rectos y justicieros; cuanto se reproduzca para persuadirnos que es faltar al respeto debido a la autoridad judicial si no confiamos ciegamente en el fiel desempeño de sus santas funciones; para forzarnos a que confesemos que la integridad, la incorruptibilidad que requieren y suponen las leyes en los magistrados y jueces es bastante freno para que no se desvíen del camino de la justicia; en una palabra, para sostener con gravedad y confianza que no es regular, que no es de esperar que los jueces, siendo personas calificadas y constituidas en dignidad, probadas por tantos años en los tribunales, falten a sus obligaciones. La teoría, repito, está en creer que el hombre sea tan firme y constante en la virtud, que si se le ofrecen ocasiones de faltar a ella con utilidad propia, deje de prevaricar, singularmente cuando pueda hacerlo sin responsabilidad o comprometer su reputación. Pues si en la materia que se agita es cabalmente donde el que tiene la autoridad judicial se ve asaltado a cada momento de toda clase de enemigos; si las pasiones más fuertes, los intereses más encontrados, las tramas más artificiosas se conjuran contra la rectitud de los jueces, ¿por qué nos hemos de contentar con que la ley encargue la virtud y la justicia sin tomar aquellas prudentes precauciones que puedan suplir lo que falte en los que deben administrarla? Y estas precauciones ¿dónde pueden encontrarse sino en la publicidad de los actos del proceso? El paraje único para desempeñar el juez sus funciones debe ser siempre el tribunal, y éste abierto para todo el que quiera enterarse por sí mismo del trámite de las causas. La vista de un pleito es y será siempre insuficiente para dar al preso aquella claridad y justificación, que es lo que únicamente puede arrancar hasta del reo condenado la aquiescencia sobre un fallo que decide de su honor, de sus bienes, de su vida. Ya que la naturaleza de las diligencias exija según algunos reserva en el sumario, ¿por qué ha de extenderse esta también al plenario? ¿Cuántos delitos que aparecen aprobados en aquel se desmienten en este o se disminuyen, o pasan a diferente naturaleza? Y qué, las diligencias que se practiquen en el plenario, ¿han de estar envueltas en el mismo misterio que las anteriores, contentándonos solamente con que un relator haga relación de la causa, y los abogados informen por ambas partes, cuando estos actos reposan sobre la suposición de que las declaraciones, si la prueba es de testigo, no han tenido ningún vicio de ley, esto es, que al tomarlas el juez ha observado todas las formalidades prevenidas por aquella? Pues a pesar de reconvenir los abogados, como sucede algunas veces, a los mismos relatores por las reticencias que hacen en la relación de los pleitos a presencia del tribunal y del público, no por eso se contienen, porque estos actos se repiten todavía: ¿que será en el de las declaraciones extendidas privadamente entre un juez que puede ser omiso o excesivo en la buena fe, y un escribano que no es incorruptible, en donde la presencia del público no es, por decirlo así, el fiscal de la escrupulosa observancia de la ley? ¿Cómo es que en la vista de los pleitos nada se omite de lo mandado, ni nadie se queja de informalidad o impostura? Porque la publicidad lo descubre todo, y desbarata cuantas artes y tramas pudieran formarse. Se dirá que las leyes proveen de remedio permitiendo que las partes vean jurar los testigos, y concediendo el juicio de tachas y la alegación de excepciones, etcétera a sus dichos. Bello es el remedio en la práctica. Si yo supiera que no puede haber perjuicios; si yo ignorase las leyes que hablan de este delito y la frecuencia con que se comete, podría respetar, según el deseo del señor preopinante, todas nuestras leyes criminales, que reposan en esta parte en la confianza de que no puede haber quien viole la santidad del testimonio: me resignaría gustoso en uno de los actos más augustos entre nosotros, en que se hace intervenir a Dios en las transacciones de los miserables mortales. Si el señor preopinante viese jurar a un testigo en una causa suya propia, ¿se retiraría tranquilo a su posada confiado sólo en la solemnidad del juramento? ¿No desearía, si la ley lo consintiese, presenciar igualmente la declaración y enterarse por sí mismo de todas las circunstancias que pudiesen intervenir en este acto, y en tal caso no respetaría y veneraría a lo menos igualmente la ley que lo dispusiese así, que la que lo prohíbe?

Señor, el acto de la declaración de testigos, como he dicho, es el más esencial de cuantos forman el proceso criminal cuando la prueba se hace por este medio, y cuantas disposiciones se tomen para asegurar la pureza e integridad de los que intervienen en las disposiciones, serán escasamente suficientes a prevenir todos los vicios que, por desgracia, introduce en este género de prueba la malicia o la ignorancia. Los inconvenientes que puede traer consigo la publicidad de todo proceso plenario, son incesantemente menores en numero y en trascendencia que los que acarrea el misterio y la oscuridad. No es menos insuficiente el juicio de tachas para inspirar a las partes confianza que no serán los testigos sus enemigos personales o interesados en la condenación de un reo. Si éste no los conoce, como sucede de ordinario, ¿qué tachas ha de oponer? Este remedio y la entrega de autos no previene el daño que, como he indicado, pueda causarse en la declaración. Jamás se habrá dado un paso hacia la verdadera reforma del proceso criminal, mientras la declaración de testigos sea un acto oscuro y misterioso para las partes. Porque en el método que hasta aquí se observa son infinitas las malas artes que pueden intervenir impunemente para seducir, intimidar, envolver, corromper y extraviar a los testigos. Esta facilidad tan reconocida en la experiencia debilitará siempre a los ojos del que medita la fuerza de la prueba; y dígase lo que se quiera, el misterio y las tinieblas en los actos de justicia jamás producen el convencimiento de que hay toda la rectitud y pureza necesaria, ni aquietan el ánimo de los que experimentan el peso de las decisiones judiciales. Otra de las incalculables ventajas de dar a los juicios la publicidad que propone el artículo sería la de desterrar insensiblemente la funesta costumbre de visitar, dar esquelas, hacer recomendaciones y empeños en los pleitos de todas clases. Yo no intento morder ni zaherir a personas ni cuerpos determinados. Hablo con la libertad de Diputado; y pues que ésta es una práctica universalmente admitida, no la miro como un crimen de parte de los jueces, sino como un extravío de nuestros principios, o más bien del espíritu público en este punto. Siempre he mirado como una torpeza visitar a un juez antes de fallar una causa, porque en realidad es la mayor ofensa que se puede hacer a su justificación. No puede tener otro objeto la recomendación o el empeño sino interesarle a favor de la parte que le solicita. Si es para que haga justicia, es cuando menos una impertinencia, pues el juez no puede faltar a ella. Si es con el fin de instruirle de la causa, el juez no ha de determinar su juicio sino por los méritos del proceso, ni debe, ni puede, bajo pretexto de aclaración, oír fuera del tribunal a ninguna de las partes. Si esto parece también teorías, no las han desconocido nuestras leyes, pues todos sus bellos consejos y doctrinas van encaminados a este mismo objeto. Cuáles sean las consecuencias de una práctica tan universalmente recibida, no hay para qué manifestarlo; son bien notorias, son hechos al fin que todos conocen, que todos presencian y de que todos se resienten. Vuelvo a decir: teoría es esperar enmienda en esta parte, mientras los jueces no se vean obligados por la publicidad de los juicios a observar escrupulosamente lo prevenido por las leyes en todos los trámites del proceso, mientras no vean el compromiso de su reputación si se separan en lo más mínimo de la justicia. Su misma integridad hallará un apoyo en la publicidad de las causas, alejando con ella la importuna solicitud de los litigantes, y consiguiendo el respeto y veneración que se debe tener de sus decisiones, siempre que hagan presente que por su parte nada se ha omitido en las formalidades y solemnidades que requieren las leyes. Esto no puede conseguirse sin la publicidad que contiene el artículo, por más que las leyes prediquen e inculquen a los jueces que sean justicieros y rectos. Mas para no extraviarme cuando se dice que nuestras leyes son tan respetables, no se echa de ver que se me dan armas contra los que me impugnan. La aserción, así tan general, me hace dudar de qué leyes se habla. Nuestras son, porque se hallan en nuestros Códigos, las que disponían la prueba del duelo, de las purgaciones canónicas, y como he dicho ya, las del tormento; por lo que no viendo yo que muchas de ellas estén todavía abolidas expresamente, sino que el espíritu de las diferentes edades las haya ido desacreditando, tampoco hallo la razón de disputar a la comisión y a los que la apoyan la facultad que no se ha negado, no digo yo a legisladores, sino a tribunales, a intérpretes y aun a personas menos calificadas, que por sola su autoridad han abandonado la práctica u observancia de leyes que han creído perjudiciales. El señor preopinante, cuando dijo ayer que la publicidad sería escandalosa, absurda y desconocida de todo el mundo, quizá no tuvo presente que las mismas leyes que tanto respeta no son más que una versión literal de la legislación de un país, en cuyos felices tiempos los juicios fueron públicos, y los cuales no perdieron este carácter sino después de haber desaparecido la libertad. Hablo de Roma. Tampoco se acordó que hoy día existe una Nación, envidia de la Europa, en todo lo que constituye dichoso a un país, en la cual los juicios criminales son públicos en todos sus trámites. Mas por esto no se crea que yo sostengo el artículo a causa de introducir en España prácticas extrañas. Lo que contiene el artículo está fundado en la observancia constante de cuantos han estudiado la jurisprudencia con el santo fin de mejorarla. Estoy bien lejos de aspirar a una perfección ideal. Al contrario, conozco muy bien que en la carrera de las reformas los progresos son siempre lentos. Una materia que en España no ha podido ser examinada con ninguna libertad, es preciso encuentre obstáculos casi insuperables en su mejora. Razón por la cual no insisto en sostener la cláusula del artículo que dice que la votación de los jueces sea pública. Nosotros no hemos tenido educación análoga al sistema de libertad e independencia que supone en los jueces la fortaleza de ánimo que se requiere para votar en público, especialmente mientras las cualidades de decidir del hecho y del derecho no estén separadas Tiempo vendrá en que así suceda, si las reformas saludables en nuestra jurisprudencia tienen en adelante la fortuna de hallar el espíritu público preparado. Por lo mismo, mi dictamen es que ya que por ahora se renuncie, según los señores de la comisión parece han convenido, a que la votación sea pública, a lo menos se apruebe lo demás del artículo como el único medio de asegurar la observancia de las leyes criminales que hablan de la materia de examen de testigos, quedando por lo mismo derogadas las que prohíben la publicidad de varios actos como contrarias al mismo objeto que se han propuesto.




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Abolición del comercio de esclavos

[1] Segunda: Que sin detenerse V. M. en las reclamaciones de los que puedan estar interesados en que se continúe en América la introducción de esclavos de África, decrete el Congreso abolido para siempre tan infame tráfico; y que desde el día en que se publique el decreto no puedan comprarse ni introducirse en ninguna de las posesiones que componen la Monarquía en ambos hemisferios bajo de ningún pretexto esclavos de África, aun cuando se adquieran directamente de alguna potencia de Europa o América.

Que el Consejo de Regencia comunique sin pérdida de momento al Gobierno de S. M. B. el decreto, a fin de que procediendo de acuerdo en medida tan filantrópica, pueda conseguirse en toda la extensión el grande objeto que se ha propuesto la Nación inglesa en el célebre bill de la abolición del comercio de esclavos.» (...)

[2] El Sr. ARGÜELLES: Señor, mi segunda proposición tampoco puede hallar dificultad, después de la distinción que ha hecho el Sr. Mejía. Los términos en que se halla concebida, manifiestan que no se trata en ella de manumitir los esclavos de las posesiones de América, asunto que merece la mayor circunspección, atendido el doloroso ejemplar acaecido en Santo Domingo. En ella me limito por ahora a que se prohíba solamente el comercio de esclavos. Para tranquilizar a algunos señores que hayan podido dar a la proposición sentido diferente, expondré a V. M. mis ideas. El tráfico, Señor, de esclavos, no sólo es opuesto a la pureza y liberalidad de los sentimientos de la Nación española, sino al espíritu de su religión. Comerciar con la sangre de nuestros hermanos es horrendo, es atroz, es inhumano, y no puede el Congreso nacional vacilar un momento entre comprometer sus sublimes principios o el interés de algunos particulares. Pero todavía se puede asegurar que ni el de éstos será perjudicado. Entre varias reflexiones alegadas por los que sostuvieron tan digna y gloriosamente en Inglaterra la abolición de este comercio, una de ellas era profetizar que los mismos plantadores y dueños de esclavos experimentarían un beneficio con la abolición, a causa de que no pudiendo introducir en adelante nuevos negros, habrían de darles mejor trato para conservar los individuos; de lo que se seguiría necesariamente, que mejorada la condición de aquellos infelices, se multiplicarían entre sí con ventaja suya y de sus dueños. A pesar de que el tiempo corrido desde la abolición es todavía corto, estoy seguro que la experiencia ha justificado la profecía. Esto mismo sucederá a los dueños de nuestros ingenios y a otros agricultores de la Habana, Puerto-Rico, Costa-Firme, etc, y aun no puede dudarse que la prohibición sería un medio de inclinarlos a mejorar el cultivo por otro método más análogo al que reclama la agricultura, y más digno de los súbditos de una Nación que pelea por su libertad e independencia. Todavía más: la oposición que puedan hacer los interesados, nada conseguiría atendida la libertad del Congreso respecto de las mejoras de América. Sería infructuosa, como lo ha sido la que hicieron en Inglaterra los opulentos plantadores y traficantes de Liverpool y otras partes, que se conjuraron abiertamente por espacio de veinte años contra el digno e infatigable Wilberforce, autor del bill de abolición. Jamás olvidaré, Señor, la memorable noche del 5 de Febrero de 1807, en que tuve la dulce satisfacción de presenciar en la Cámara de los lores el triunfo de las luces y de la filosofía; noche en que se aprobó el bill de abolición del comercio de esclavos. En consecuencia de tan filantrópica resolución, se formó en Londres una asociación compuesta de los defensores de aquel bill y varias otras personas respetables para desagraviar por cuantos medios fuese posible, e indemnizar a las naciones de África del ultraje y vejamen que han sufrido con semejante trato.

Su objeto es formar establecimientos científicos y artísticos en los mismos parajes que eran antes el mercado de la especie humana, llevándoles de esta suerte toda especie de cultura y civilización, y su profunda sabiduría ha exceptuado sólo la propaganda religiosa; no fuese que socolor de religión, se abusase como se ha hecho muchas veces de este santo ministerio, prefiriendo dejar a los progresos de la ilustración un triunfo que sólo puede conseguirse con el convencimiento y los medios suaves. Convencido el Gobierno de Inglaterra de que el objeto del bill no podía conseguirse mientras las naciones de Europa y América pudiesen hacer por si este tráfico, o prestar su nombre a los comerciantes ingleses, resolvió interponer su mediación para con las potencias amigas, a fin de que se adaptase la abolición por sus gobiernos. Creo que aquel gabinete había dado pasos con Suecia y Dinamarca antes de la actual guerra: y si no ha hecho al de V. M. igual proposición, será porque en aquella época teníamos la desgracia de estar separados, y en el día porque le ocuparán atenciones de mayor urgencia. Por tanto, Señor, no desperdicie V. M. una coyuntura tan feliz de dar a conocer la elevación y grandeza de sus miras, anticipándose a seguir el digno ejemplo de su aliada, para no perder el mérito de conceder espontáneamente a la humanidad el desagravio que reclama en la abolición del comercio de esclavos.




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Tierras para «indios» y «castas»

El Sr. ARGÜELLES: Apoyo la adición del Sr. Valiente tanto más gustoso, cuanto la miro como uno de los medios de que podrá valerse V. M. para desagraviar a la humanidad injuriada en la triste suerte de los infelices de que es objeto la adición, y de reparar en parte los males que han surgido en su dura esclavitud. Por lo que hace a la del Sr. García Herreros, soy de contrario parecer. V. M, otorgando el repartimiento de tierras de los pueblos de los indios a estos como un reconocimiento del derecho originario que les corresponde, y de los de realengo a los individuos de las castas para fomentarlos y mejorarlos en su condición, los hace dueños de ellas con el pleno derecho de propiedad, y uno de los más sagrados principios sobre que reposa aquella es la facultad de disponer de ella según le parezca a su dueño. En vano se les conferiría el dominio de las tierras si al mismo tiempo se les privaba de la libertad de enajenarlas; aquel sería ilusorio, sin que pudiese cohonestarse con ningún pretexto la prohibición, pues serían cosas contradictorias. El fin de este repartimiento es convertir en agricultores y familias industriosas a un número considerable de habitantes, hasta ahora con poco o ningún arraigo, y elevarlas por este medio a la clase de ciudadanos útiles. Que el interés de V. M. es hacer que se conserve en sus manos las tierras repartidas, es indudable; pero que la prohibición de enajenarlas sea el medio que haya de adoptarse para conseguirlo, no es admisible por injusto e iliberal. Si se teme que pasen fácilmente a manos muertas de iglesias y de particulares, prohíbase la acumulación de bienes en las de unos y otros; evítese el daño con la justificación que corresponde, y no se ataque directamente el derecho de propiedad en donde debe ser tan respetado como en cualquiera otra parte. La Iglesia, harto rica y opulenta en el día de hoy, no sólo no necesita de nuevas adquisiciones, sino que clama porque estas no pasen adelante. Ni se crea que yo intento perjudicará sus derechos, sino reclamar lo que en nuestras antiguas Cortes se repitió con tanta frecuencia en innumerables peticiones contra la libre adquisición de bienes raíces, y que fueron apoyadas dignamente por varones respetables, llenos de celo y religiosidad, que se apresuraban a poner un dique a la grande avenida de riquezas que se entraban por la puerta de la Iglesia con perjuicio de la agricultura y menoscabo de la misma disciplina. V. M. tiene leyes sobre la materia, que puestas en observancia, evitarán lo que se intenta precaver con la adición. Por lo que toca a los seculares, el Congreso puede valerse de muchos medios para impedir que se acumule a sus manos las tierras de repartimiento. El mayor inconveniente resultaría de que estos bienes se amayorazgasen, quedando así excluidos de la circulación. Para esto ya se ha tomado en los últimos reínados alguna providencia, prohibiendo vincular fincas que no reditúen cada año una cuota crecida. Y si esta, como yo creo, es insuficiente, congregado V. M. para constituir el Estado y quitar de raíz todas las trabas que se oponen a la libre circulación de las propiedades y mejora de la agricultura, sabrá en breve removerlas con mano fuerte y diestra, prosperidad por medio de leyes sabias y liberales.

Todavía miro yo como necesaria la libre enajenación de las tierras de repartimiento bajo el aspecto económico. Las tierras en manos de los indios, sin capitales para reducirlas a cultivo, son inútiles, pues que no pueden producir fruto alguno espontáneamente. Si al mismo tiempo que se les reparten no se les habilita con algunos fondos para que puedan aprovechar la propiedad, es indispensable que a falta de otro arbitrio recurran al de la enajenación de alguna parte de ella para invertir su producto en la compra de aperos y animales con que hacer fructificar la que se reserva y cuando este medio no alcanzase, cuando todavía pareciese necesario precaver los fraudes de que podrían valerse la devoción y el influjo moral de los ricos propietarios y demás cuerpos opulentos para apoderarse de los repartimientos hechos a los indios, adoptándose medidas eficaces y análogas a los principios de justicia que animan a V. M, conforme a la paternal intención con que se hacen estas concesiones; pero de ningún modo se prohíba el libre ejercicio del derecho de propiedad, que debe respetarse en los indios como en nosotros mismos.




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Igual representación de América

[1] El Sr. ARGÜELLES: Señor, no podré alabar suficientemente la solidez, profundidad y aun utilidad de los principios de los señores americanos: yo quisiera dar un nuevo testimonio de mi adhesión a estos mismos principios, y de lo mucho que anhelo por que V. M. se penetre de ellos. No viendo yo en este Congreso más que Diputados españoles, aspiraría a ser tenido por liberal si no quisiera acabar para siempre con el federalismo, y ser tenido en este momento por conciliador de intereses al parecer opuestos. Se trata actualmente de uno de los puntos más esenciales, a saber, de la representación nacional; y habiendo declarado V. M. que las Américas eran parte integrante de la Monarquía, es preciso que goce de absoluta igualdad de derechos. Esto es lo que ha de formar una de las bases de la Constitución. Pero ahora la mayor dificultad estaría en la aplicación de estos principios a los casos particulares del momento.

Es indudable, Señor, que la norma de la representación ha sido diferente en la Península y en América. Cuál haya sido el origen de esta diferencia, no es difícil atinarlo: lo crítico y apurado de las circunstancias en que se convocaron las Cortes. Respecto del caso presente, el Sr. Anér ha indicado una opinión a mi parecer sin ánimo de destruir esta doctrina, y sólo con el de hacer ver que quizá la aplicación en este momento es impracticable. Señor, V. M. jamás se ha desentendido de la necesidad de asegurar la integridad de la Monarquía española por el único medio que existe, a saber, una Constitución liberal. Y en ella solamente es en donde puede determinarse aquel punto tan difícil como importante. Ni se crea que este es un medio dilatorio: la urgencia es demasiado notoria para dudar de la sinceridad de los deseos del Congreso. Enhorabuena que, sea tan indudable como se quiera la resolución de morir por nuestra libertad, los grandes resultados a que aspira V. M. no se conseguirán sin aquella grande obra; y es en vano exigir sacrificios mientras no sepan los españoles por qué pelean; y como por desgracia esto ha sido un problema hasta el día, se han originado mil males, y hemos visto retardarse el término de nuestra felicidad, La Constitución del Reino es verdaderamente el ídolo de la Nación española; porque esta asegura la libertad y seguridad del ciudadano, suceda lo que quiera, ocurran los incidentes que puedan ocurrir. Esta será siempre la tabla del naufragio para la independencia de la Nación; pero mientras no haya este salvamento, todo estará dependiente del capricho de alguno o pocos hombres. Mil veces he clamado por que V. M. no perdiese momento en la formación de la Constitución.

Esta, pues, fijará la representación ulterior de la Nación, tomando siempre todas aquellas medidas que tengan un influjo directo en la felicidad de ambos mundos. Antes de este tiempo sería muy aventurado, respecto a que la materia no está todavía suficientemente ilustrada. Así es que no ha podido servirnos de norma la representación nacional de nuestras antiguas Cortes para la convocación de las presentes. Todos saben que por falta de una Constitución han tenido lugar los abusos que se han experimentado hasta el día. Asistirá nuestras Cortes anteriores era mirado como un privilegio particular: recúrrase a la historia, y se verá que no ha habido jamás la representación cual piden la justicia y la política. Mas no por eso habría sido fácil arreglar el método para estas Cortes extraordinarias y menos todavía con respecto a la América. Además, el sistema representativo de la Nación es muy moderno; no le han conocido los antiguos. Quizá el primero es el que se ve establecido en Inglaterra, y aun allí es muy imperfecto, pues las más de las provincias y ciudades tienen cartas y privilegios. El que se ha adoptado después en otros países ha sido también vario. En unos se ha tomado por base única la población, en otros la extensión del territorio, y las contribuciones directas; de lo que resulta que el sistema representativo tiene aún mucha parte de teoría en su aplicación general. Este asunto por lo mismo exige mucha meditación, y es necesario que al formar la Constitución, se mire con la madurez y reflexión conveniente.

He aquí un obstáculo que creo insuperable respecto de América, en cuanto a darla igual representación en estas Cortes que la que tiene la Península. En aquel hemisferio nos hallamos con una población que excede a la de la madre patria y con la dificultad de derechos. Yo no la niego; pero es necesario tener presente que estas son unas Cortes extraordinarias y que lo hecho en el día debe servirnos de regla para lo sucesivo. En adelante se determinarán con precisión los derechos de los señores americanos, y en ese caso, ¿a quien sino a V. M, que es el cuerpo constituyente, toca ejecutarlo? Suplico a los señores americanos que no confundan mis ideas y que conozcan que esta aparente oposición no es hija de rivalidad, ni nacida del deseo de no igualar los derechos, sino de la dificultad de su aplicación a este caso particular y antes de la Constitución. He dicho, y lo repetiré mil veces, que todas las luces de la sabiduría humana no bastarían a allanar las dificultades que ofrece este caso: lo que se necesita es la aplicación de la doctrina de igualdad de representación en este Congreso. Este es un trabajo que V. M. no podrá ver realizado. Sin embargo, soy el primero que confiesa que si hallase un medio de realizarlo, lo apoyaría vivamente. Pero ¿sería practicable expidiendo la convocatoria a la cual acompañase el debido formulario? ¿Cuándo vería V. M. reunida la representación? Seguramente sería cuando ya la Constitución estuviese sancionada. Véase los trámites que se necesitan para nombrar Diputados aun en la Península. Véase la distancia que hay de aquí a los diversos puntos de América, y se hallará que no es una disculpa, un subterfugio, llamar impracticable la proposición. No existen otras ideas en el Congreso: yo siempre seré el abogado de la humanidad y de la causa de América: la miraré, no sólo como la tabla del naufragio para la libertad española, sino como que reclama en este mismo caso contra tres siglos de desgracias, tres siglos de despotismo, tres siglos de sistemática opresión. Soy con ellos y no puedo menos de serlo en este particular; mas no puedo convenir en las ideas de desconfianza que insinúan cuando miran como dilatorio el remitir este punto al tiempo de la Constitución. Antes de ahora es cierto que estaban condenados como nosotros a no poder dirigir sus pretensiones sino por conductos oscuros: sus apoderados se presentaban en general en las Secretarías del Despacho, en las cuales si residía la justicia, se veían precisados no obstante a esperarla del convenio de pocos hombres. Hoy día ya no es así. Es una ofensa manifiesta a las Cortes compararlas con los Gobiernos anteriores, y mucho más calificar sólo de promesas sus decretos. Los representantes por la América ocupan dignamente su lugar en este Congreso; en él deliberan y sancionan, y las justas reclamaciones de los señores Diputados que me han precedido tendrán al pueblo español por juez imparcial y severo, que clamará por la distribución de la justicia.

Concluyo, Señor, y digo que no me opondría a que inmediatamente se hiciese esta aplicación siempre que los señores americanos hallasen el medio de conseguirlo sin perjudicar al Estado, y que pudiesen hacer que sus Diputados viniesen a estas Cortes antes de la Constitución, ya que el Sr. Terán manifiesta deseos hasta de que contribuyan a su formación. Pero si condescendiendo con su solicitud, se les esperase y no tuviese prontamente efecto la Constitución, me atrevo a decirlo, no habría patria, nos expondríamos quizá a abandonar esta grande obra, a confiarnos hoy en un Príncipe virtuoso que mañana tendría por sucesor a un déspota, entregado al capricho de un favorito. Por tanto, digo que deseo ver de qué modo se demuestra ser practicable la aplicación actual de los principios de igualdad en la representación para desvanecer mis dudas y fijar mejor mi opinión.

[2] El Sr. ARGUELLES: Señor, desearía saber si se ha de discutir el voto del Sr. Pérez de Castro, o la proposición que últimamente presentaron los señores americanos; y si retirada la primera, han sustituido en su lugar este voto.

El Sr. MORALES y DUAREZ: Sobreseemos a nuestra proposición, bajo el primero y segundo modo, y suscribimos al voto del Sr. Diputado europeo.

El Sr. ARGÜELLES: Supongo también que se permite discutirla antes de votarla; y así digo que esta proposición no sólo es exactamente conforme con la primera y segunda, sino que envuelve aun mayor oscuridad. Desde el primer día anuncié que jamás he dudado un solo punto de la igualdad de derechos entre los europeos y americanos. Jamás encontré dificultad alguna en que se declarase del modo más solemne esta igualdad, aun contrayéndola a la representación nacional. Mi dificultad no ha sido ésta: consiste sí en hacer la aplicación de esta declaración a las actuales Cortes. Me veo con dolor en la precisión de molestar la atención de V. M. haciendo alguna ampliación a lo mucho que se ha dicho que (sic, seguramente debería decir por) los señores preopinantes, y presentando a V. M. nuevos motivos que no me permiten acceder a la pretensión de los señores americanos; a saber, la impracticabilidad de lo que proponen. Los mismos señores americanos convendrán conmigo que no siempre es fácil aplicar con rigor los principios a todos los casos que ocurren en política, porque ésta exige muchas veces que por la conveniencia pública haya alguna dispensación en su mismo establecimiento. Cuando se discutió el decreto del 15 de Octubre, se excluyeron varias partes de la población de América de la participación de derechos; y aunque es cierto que a todas las clases se debe considerar iguales, no se ha creído conveniente que todos gozasen el derecho de ciudadanos, como son los negros y otros, que están reducidos a la durísima suerte de sufrir el pesado trabajo que se les impone: y por razones de política los mismos señores americanos exigieron que fuesen excluidos nominalmente todos estos individuos del ejercicio activo de los derechos de ciudadano. Yo quisiera haber oído a los señores americanos desvanecer las dudas que se ofrecen, no en cuanto al derecho, sino en cuanto a la aplicación de este derecho para las actuales Cortes. Acaso la misma América dentro de pocos meses calificaría esta determinación de V. M. de prematura, y quizá de imprudente. Me explicaré.

Se ha visto que V. M. sólo concede la igualdad de derechos a ciertas clases, quedando excluidas otras. Por desgracia V. M. no tiene en este momento bastantes conocimientos locales de aquella parte de sus dominios para arreglar este asunto con el tino y prudencia que corresponde. La. población de la España europea no ofrece estos inconvenientes, porque toda ella es homogénea; no hay aquí esas rivalidades, esas diferencias de castas, de donde dimana el espíritu funesto de partido: pero en la América la población está diseminada en la inmensa extensión de más de 4.000 leguas de costa, sin tener los mismos puntos de contacto que la de la Península, sin tener la distribución interior de sus provincias y su régimen administrativo y económico la analogía necesaria con la de esta, para que pueda acomodarse a ella el reglamento popular de la Junta Central. Su población, digo, es muy heterogénea; está dividida en tantas fracciones cuantas son las varias castas que allí hay.

Algunas de ellas se han creído degradadas por nuestras leyes, y acaso lo creerán con más razón cuando sepan que por el decreto de 15 de Octubre quedan excluidas de la igualdad que allí se sanciona. Esta dificultad es la que creo que movió al Consejo de Regencia a tomar el temperamento de que los ayuntamientos hiciesen estas elecciones, valiéndose de este medio término, si no conforme al derecho, a lo menos acomodado a las circunstancias, para evitar los inconvenientes de las elecciones populares. La Junta Central había declarado a la América parte integrante de la Monarquía, declaración que se repitió posteriormente, a mi parecer, con muy poco acuerdo; pues creó una ignorancia crasa hacer a una parte mayor integrante de otra menor, y dejar pendiente el importante punto de la elección. Para obviar este embarazo el Consejo de Regencia dispuso provisionalmente que en estas Cortes hubiese treinta suplentes americanos que representasen aquellos vastos dominios; y yo afirmo que no era compatible tomar otra resolución con lo que exigían entonces las circunstancias de la causa pública. La falta de conocimientos que tenía el Gobierno de aquellos países fue el motivo de aquella resolución; y eso mismo nos hace aguardar el arreglo de este gravísimo negocio para cuando se forme la Constitución, evitando re solverle atropelladamente por un decreto del momento. Yo no tengo inconveniente en que en la comisión que haya de encargarse de este arreglo entren muchos americanos, y por mi voto quisiera que lo fuesen todo para que pesasen con madurez los medios de evitar las desgracias que allá resultarían de las Asambleas populares. Yo apelo en este particular al convencimiento íntimo de los mismos señores americanos y al de todos los dignos Diputados de este Congreso. Yo que soy el más ignorante de todos en las cosas de América, confieso que me hace estremecer la memoria de las lágrimas que costó a un país de Europa una conducta semejante. La América, considerada hasta aquí como colonia de España, ha sido declarada su parte integrante, sancionándose la igualdad de derechos entre todos los súbditos de V. M. que habitan en ambos mundos. Esta mutación maravillosa no ha bastado a calmar los ánimos e inquietudes de los señores americanos; V. M. ha sido excesivamente liberal, con una especie de emancipación tan generosa que ninguna otra Nación de Europa ofrece ejemplo semejante. V. M. ha hecho todo cuanto estaba en su mano y permitían las circunstancias en favor de los americanos: se les ha llamado a la representación nacional, que hasta ahora no habían tenido. Yo no digo por esto que V. M. deba arrepentirse de haber procedido con esta liberalidad, aunque debe serle muy doloroso el que se manifieste alguna desconfianza, queriendo comparar a V. M. con los Gobiernos anteriores a nuestra revolución, como se ha insinuado ya más de una vez. Las Américas y el público deben conocer que solas las circunstancias son las que dirigen la conducta de V. M.

Otro inconveniente: si se hiciera ahora nueva convocación para llenar el número de representantes americanos, según el cupo que les puede corresponder por cada cincuenta mil almas, tendríamos que una parte de los representantes de América sería llamada por una fórmula, y otra por otra. Resultaría de aquí un cisma entre los mismos Diputados de la América, la cual diría que una parte de su diputación era más legítima que la otra. ¿Qué inconvenientes no acarrearía esta determinación, y qué perjuicios aun a la misma América?

Se han quejado los señores americanos de que por espacio de tres siglos no han experimentado de parte de nuestro Gobierno más que vejaciones, las más injustas e insufribles; por lo mismo es necesario más pulso y circunspección. Bien sabido es que la parte que tendría más derecho a reclamar sobre esto, es la que menos se queja: los indios, Señor: sobre estos principalmente ha recaído todo el cúmulo de vejaciones que se alegan; sobre estos han pesado todos los atropellamiento s y crueldades con que los han oprimido los virreyes, capitanes generales, intendentes y otros, Señor, esto exige meditaciones muy profundas; apelo al Juicio de toda la Europa. Una vez lanzado el dardo, no se recoge tan fácilmente. Yo soy el primero en reconocer y confesar la igualdad de derechos a que de justicia son acreedores los americanos; pero estos principios, que son de eterna verdad, digo y repito que no son aplicables al caso presente de estas Cortes. Quizá lo eran cuando se hizo la convocatoria. Pero instalado el Congreso, el caso es ya muy diferente: un cuerpo como éste, constituyente no puede variar, según el rigor de principio, la fórmula que le ha dado el ser; sus facultades son para dar nueva forma a las siguientes legislaturas. Y así, concluyo suplicando a los señores americanos que, consideradas las circunstancias actuales, no quieran empeñarnos en una resolución, de lo cual podía arrepentirse V. M. algún día.




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Abolición de señoríos

El Sr. ARGÜELLES: Señor, ruego a V. M. permita que se traiga la Nueva Recopilación, porque necesitaré precisamente de su auxilio en mi discurso. (Traído este Código, prosiguió el orador diciendo:) Contrayendo el señor García Herreros los importantes puntos que contenía la exposición del Sr. Alonso y López a una proposición formal, pidió a las Cortes que se aboliesen todos los señoríos y jurisdicciones particulares, y que se incorporasen a la Corona todas las alhajas, o sea fincas desmembradas de ellas, contra lo prevenido por las leyes que hablan en el caso. El Sr. Presidente señaló el martes último para la discusión, que comenzó por la lectura de una representación de varios grandes de España, en que se pedía al Congreso se abstuviese de deliberar sobre este asunto como inoportuna y aun peligrosa su discusión. Nada más natural que el recurso hecho por los interesados, ni tampoco hay cosa más conforme que el que sus reclamaciones fuesen atendidas por las Cortes en todo lo que fuere de justicia. Pero no puedo menos de admirar que en la representación se haya abandonado el inmenso y ameno campo que ofrecía a sus autores la historia de su distinguida causa, para buscar en ella las razones y los argumentos con que sostener derechos adquiridos por ser vicios, por compras, por intrusiones o por privanzas; con que apoyar la legitimidad de los unos, y a lo menos dorar o disciplinar la detentación de los demás. Suponer que las Cortes resolverían estos puntos atropelladamente; que su decisión sería tal vez el fruto de una sorpresa, porque algunos Diputados deseasen su pronta aprobación, es cuando menos desconocer la circunspección y detenimiento con que procede en sus deliberaciones cuando versan sobre materias graves. Asegurar que esta discusión desviaría al Congreso de sus obligaciones, que le distraería a cosas ajenas de su reunión, es desentenderse de que este punto forma una de las grandes cuestiones legislativas, una de las, principales que deben ocuparle, a no ser que se quiera trastornar el orden establecido, y confundir todos los principios que constituyen el sistema de la representación en Cortes. Valerse para cortar la discusión de medios no muy correspondientes a la generosidad de sentimientos de los que representan, inspirando recelos, presentando como peligrosa una resolución tan justa como imprescindible después del memorable decreto de 24 de Setiembre; asegurar que conspira directamente a destruir la Monarquía, a establecer la más pura democracia, a provocar la más espantosa anarquía, a romper los vínculos que unen a los españoles, a disolver el Estado, son argumentos que, por no decir otra cosa, entran en la clase de puras declamaciones, de acumulación de palabras faltas de sentido. Yo desvaneceré a su tiempo la impresión que este escrito haya podido hacer en el ánimo de algunos Diputados, y aun demostrare que aquella resolución acarreara necesariamente resultados contrarios.

Por desgracia, Señor, veo con dolor que todavía se imita entre nosotros el funesto ejemplo de denunciar como sospechosos a los que proponen y apoyan que se corten abusos, que se hagan reformas y se promueva la felicidad del Reino. Todavía se producen en este santo recinto alusiones malignas, imputaciones injuriosas para herir con más seguridad, con menos riesgo del agresor. El señor preopinante acaba de argüir de un modo bien extraño, y que no puede menos de suponer ignorancia u olvido de la historia de un país, o inclinación a detraer e injuriar en vez de ilustrar la cuestión. Cuando el digno autor de la proposición expuso a las Cortes las razones en que la fundaba, desenvolvió con profundidad y sabiduría los grandes principios en que se apoya la máxima de la unidad e indivisibilidad de la soberanía de las naciones; indicó también que esta doctrina había sido conocida y respetada entre nosotros desde los primeros tiempos de la Monarquía. Las leyes mismas que citó no dejan cosa alguna que desear, y sólo personas que ignoren la historia del pueblo español, de la Nación misma de que son individuos, pueden llamar ideas modernas, innovaciones de los pretendidos filósofos de estos tiempos, teorías de los publicistas, máximas perniciosas de los libros franceses, y qué se yo cuantas otras inepcias, que sólo sirven para insultar a la razón, injuriar al entendimiento y ofender hasta el sentimiento común; dicterios, en fin, que si tal vez sorprenden por un momento a los tímidos o incautos, se convierten después contra los que producen en asuntos tan graves argumentos de esta naturaleza. Yo procuraré tranquilizar a cualquiera que recele de esta cuestión con razones y autoridades sacadas, no de Monitores franceses, no de escritores extranjeros, ni filósofos novadores, sino de las fuentes puras de la historia de España, de los venerables y santos monumentos de nuestra antigua libertad e independencia, depositados para eterna gloria del nombre español en los fueros de Vizcaya y de Navarra, en el de Sobrarbe, en la Constitución de Aragón, en los usajes de Cataluña, en la Constitución de Valencia, en las leyes de Castilla, envidia de las naciones mismas que más se han aventajado en las libertades de sus pueblos. Justificada ya con esta indicación la naturaleza de lo que se discute, entro con absoluta confianza a exponer mi parecer con libertad y desembarazo, y con toda la extensión que exige la gravedad e importancia de la proposición. La primera parte comprende la abolición de las jurisdicciones y señoríos; y habiendo el Sr. García Herreros desenvuelto la materia según los grandes principios del derecho público, yo la corroboraré sir viéndome de la historia legal de España, en que están con signados los mismos principios, aunque no con el aparato científico de los tratados elementales de los tiempos modernos. Los derechos señoriales de España traen su origen del régimen feudal, desconocido en ella antes de la irrupción de los pueblos del Norte. Nosotros no tuvimos de él otra noticia que la que pudiera haber dado a nuestros padres, anteriores al dominio godo, la descripción que hace César de los germanos y la historia de sus costumbres de Tácito. La dominación romana había hecho que los españoles recibiesen sus leyes, las cuales estuvieron en vigor hasta que Chindasvinto prohibió su uso en todo su reino, publicando un nuevo código, que aprobó y confirmó Recesvinto. La ley romana no había reconocido más que dos condiciones en los hombres: por ella eran libres o esclavos, y por lo mismo los españoles fueron libres como los romanos, pues la servidumbre de los esclavos tenía un origen y extensión muy diversos del vasallaje que introdujo posteriormente el sistema feudal. Como la Nación no estaba preparada para ver alterada de un golpe su legislación, rehusó siempre desprenderse del todo de su espíritu, y así se nota la mezcla que hay en nuestro primer cuerpo legal, o Fuero Juzgo, de libertad y vasallaje, de leyes tomadas de otros Códigos anteriores poco conocidos, como asimismo del de Teodosio y Justiniano. Los versados en nuestra historia conocen bien las vicisitudes de nuestra legislación y el carácter liberal que conservó siempre en medio de la mezcla y confusión de las nociones de hombres libres y vasallos que anduvieron revueltas antes de la irrupción sarracena. Los restos que conservamos en el día de los feudos son apenas una sombra, es verdad, de lo que fueron en su origen aun entre nosotros; pero no son menos repugnantes a la razón y a los principios liberales proclamados por el Congreso, porque la naturaleza es la misma, y porque su derivación, aunque remota, es contraria al espíritu mismo de la Constitución goda. Contraria, sí, Señor, porque en el Fuero Juzgo la ley 4ª de los Prolegómenos dice expresamente que las cosas que el Rey gane sean para el Reino: las leyes 5ª y 8ª de los mismos disponen que ninguno aspire al Reino sin ser elegido, y que al Rey le hayan de nombrar los Obispos, magnates y el pueblo. Estas leyes suponen la idea más cabal y perfecta de la soberanía de la Nación, y de la unidad e indivisibilidad del señorío, formando por lo mismo la contradicción más monstruosa con el derecho de vasallaje. Y ya que nuestros padres hayan caído y vivido en una absoluta inconsecuencia, ¿habría razón para que continuásemos nosotros en tan extraordinaria contradicción después del 24 de Setiembre? Perdidas en muchas partes de España las leyes godas en la irrupción de los árabes, todavía se restablecieron con la restauración del Reino, y su espíritu triunfó igualmente en los Códigos que formaron los Reyes de León y de Castilla. Antes del siglo XII todavía no había ley fundamental para la sucesión a la Corona; y para asegurarla en el primogénito, se le juraba en vida de su padre. Elegiré, Señor, entre muchas leyes una que es bien notable: está en el Fuero Viejo, y es la ley 1ª, título I, libro 1º, que describe lo que constituye el señorío, y dice que son cuatro cosas: «justicia, moneda, fonsadera y suos yantares, y que el Rey no las puede separar de sí, porque le pertenecen por razón del señorío.» Embebidos están en ello los derechos señoriales, pues todos se comprenden bajo las dos clases de jurisdicción y contribución, ora sea en servicios Reales, ora sea en personales. Me extiendo, Señor, en tan prolija exposición, porque la experiencia me ha enseñado que los razonamientos y reflexiones son para varios Sres. Diputados de poco peso cuando no vienen acompañados de leyes u otras autoridades escritas; y como la imputación de novador pudiera tal vez debilitar la fuerza de las razones, me parece del caso recordar que hasta aquí sólo va citada la parte de nuestra historia anterior al siglo XIV, cuando todavía creo yo no había cundido en España esa manía perversa que se nos carga de imitar a los extranjeros.

Poco conocimiento se necesita de nuestras cosas para saber que la ignorancia por un lado, y por otro la ambición de los Reyes, y el espíritu guerrero que dominó constantemente en España desde el principio de su restauración, no permitían observar religiosamente las leyes que aseguraban a los españoles la igualdad de derechos y la conservación de su libertad política. Ocupada por los moros la mayor parte de la Península, se veían obligados, como nosotros ahora, a lidiar continuamente y arrebatar con todo, ya para arrojar al enemigo de unas provincias, ya para acometer a otras, y asegurarse. Así que, a pesar del genio indómito e independiente de los españoles de aquel tiempo, se ven las mismas contradicciones en los fueros de Vizcaya, de Navarra y de Sobrarbe, y Constitución de Aragón, que en León y Castilla, a pesar de haber sacudido aquellos reinos y provincias el yugo mucho antes que estos últimos. La razón más principal de conservarse en fuerza los derechos señoriales provenían de la naturaleza de los feudos, que aunque jamás se establecieron en España, como en Francia, Alemania y otros países, a causa de la oposición de nuestras leyes a aquel régimen, y quizá también por la elevación y grandeza del carácter nacional, obligaba al señor a acudir al Rey en los tiempos de guerra con armas y caballos, mantenido todo a su costa; y es claro que el ingreso total de las contribuciones del día se recaudaba entonces bajo distintas formas, en fracciones o partes, por distintos ramos, que al cabo servían para sostener las huestes que seguían al Monarca. A los Reyes les era casi indiferente formar ejércitos por sí mismos, o servirse de los que levantaban sus vasallos, pero a los pueblos les era mucho más gravoso e insoportable; y ya que en las ideas de aquellos tiempos pudiera conciliarse este régimen tan absurdo, en el día, en que domina un sistema arreglado, único y liberal, ¿cómo se consentirá continúen por más tiempo los tristes vestigios de una Constitución tan contradictoria? Cuando Fernando el Católico dio al régimen feudal el mortal golpe que destruyó el poder de los ricos-hombres, ¿hizo otra cosa que reducir al orden, fortalecer y consolidar la Monarquía bajo la autoridad única del Rey y de las Cortes, sujetándolos a todos en cuanto le parecía conveniente al imperio de unas mismas leyes? ¿Se le disputó entonces el derecho de haber demolido castillos, incorporado jurisdicciones, derogado privilegios? ¿Los despojados alegaron después de sus derechos, ni los escritores e intérpretes de nuestras leyes sostuvieron que el Rey de Aragón y de Castilla había quebrantado contratos, faltado a pactos o convenios? ¿Hubo nadie que desconociese la necesidad y utilidad de aquella grande y política medida? ¿Pues qué otra cosa propone a las Cortes el Sr. García Herreros, sino consumar aquella grande obra, acabar de desarraigar los restos de un sistema, que no menos lucha en el día con los principios y máximas del régimen monárquico moderado, que el poderío de los grandes en tiempo de D. Fernando V? ¿Y es posible que esta proposición tan justa, tan circunspecta, tan prudente, haya causado tales recelos, haya provocado representaciones e impugnaciones tan cavilosas? Examinemos, Señor, examinemos a la luz de la sana filosofía, de la política económica no ya el origen de estos dos grandes puntos de señoríos y jurisdicciones, sino su influjo directo sobre la unidad e indivisibilidad de la autoridad soberana y prosperidad de los pueblos. Por más que se quiera suponer que la jurisdicción de los pueblos de señorío está ya tan menguada que nada perjudica a la administración de justicia, aunque se quiera sostener que los jueces de señorío no se detienen en fallar contra los señores mismos que los han nombrado, se echa de ver que esta razón es especiosa, y de modo alguno satisface al incontrastable axioma de la unidad de autoridad. La jurisdicción señorial, aunque en el día no comprenda el mero imperio, no por eso altera la naturaleza de la jurisdicción, y lo que de ella se ha dejado a los señores es una desmembración de la potestad judicial, que constituye parte del ejercicio de la soberanía. Todo pueblo libre, necesariamente ha de concurrir mediata o inmediatamente a la formación de las leyes fundamentales que dan forma al Gobierno que les ha de regir, y de las demás leyes que han de ajustar sus tratos y diferencias. La jurisdicción señorial supone que la Nación no tuvo parte en la desmembración, ni tampoco en el ejercicio que se hace en el día por jueces, que ni nombra, ni elige, que son dados a despecho suyo, contra su voluntad. ¿Qué confianza podrán tener nunca los pueblos en jueces de esta naturaleza? ¿Cómo no envidiarán la suerte de los que terminan sus diferencias por jueces elegidos por ellos mismos de entre sus iguales, o por la autoridad que ellos han constituido por sí o por sus representantes? ¿Los hombres libres no establecen por estos medios las leyes, que después gustosos obedecen y respetan? ¿Cómo no han de concurrir igualmente al nombramiento de los ejecutores y conservadores de ellas, principalmente en los asuntos que tienen relación más inmediata con la economía doméstica, paz y felicidad de las familias? Si esta se resiente o no de la desmembración, díganlo la suerte de los pueblos de señorío, los continuos esfuerzos para rescatarse de tan pesado yugo. Véase cuál es la naturaleza y número de las apelaciones de estos jueces a los tribunales superiores. Oígase a los Sres. Diputados de las provincias en que existen estas jurisdicciones. Los derechos señoriales, que consisten en servicios reales o personales, son de la misma naturaleza, opuestos y repugnantes al sagrado principio que no reconoce por legítima ninguna contribución que no esté establecida libre y espontáneamente por la Nación, o no se derive de algún contrato. En el día en que los señores han dejado de concurrir a la guerra a sus expensas, cuando los gastos ordinarios y extraordinarios que esta ocasiona salen de la masa general de contribuciones, en que todos los súbditos de la Monarquía pagan una parte proporcional, ¿cómo podrán justificarse unas prestaciones que no tienen por origen aquel principio, y menos todavía el de los contratos, escrituras de arrendamientos, enfiteusis u otros convenios semejantes, que no dice ninguna relación con la extensión y calidad de los terrenos, naturaleza o cantidad de sus productos? Si la concesión de estos derechos se hizo sin discernimiento ni consideración alguna a las libertades de los pueblos, a su prosperidad y felicidad, ¿se habrán de sostener aun después de reconocidos injustos y perjudiciales, so lo por decir que se dispensaron u otorgaron de buena fe, y por servicios y enajenaciones?

De esta manera, Señor, la esclavitud aun hoy día estaría justificada, porque pocos han dejado de creer de buena fe que los hombres nacían para siervos unos de otros. Semejantes derechos señoriales jamás han podido concederse por autoridad legítima, porque para ello era preciso haber consultado a los pueblos solos que iban a ser perjudicados; y yo no concibo que hubieran consentido en esta infame enajenación, ni su aquiescencia podría nunca obligarlos a respetar su destrucción o su degradación. Las indemnizaciones que puedan reclamarse no tienen lugar en este caso: el hombre para ser libre no debe indemnizará su igual, y harto tiempo se han engrosado y enriquecido los unos a costa de la libertad de sus conciudadanos; sus servicios están demasiado compensados, y sus capitales reembolsados con una usura excesiva e inmoral. Estos derechos, Señor, gravan a los pueblos del modo más pesado, a más de humillarlos y envilecerlos. La diferente condición entre los que los sufren y los que se hallan libres de ellos puede servir de prueba de esta verdad. No ignoro que contra este argumento se opondrá el estado de la agricultura e industria de algunas provincias; yo voy a prevenir en parte este razonamiento, mientras los señores valencianos y otros dignos compañeros contestan a él de un modo conveniente y decisivo. Verdad es que los reinos de Valencia y Murcia han prosperado a pesar del inmenso número de señoríos que tienen, mas esto es debido a causas bien conocidas. La feracidad particular de sus terrenos, la situación local de toda la parte de Levante en la Península, unidas a la larga mansión de los árabes en ella, no pudo menos de producir estos efectos. A medida que se conquistaban las provincias mediterráneas, los moros se acogieron a las marítimas, apoyándose en el reino de Granada, y en la facilidad de comunicar y ser socorridos por la costa de África. La seda de Valencia, la facilidad del riego para la agricultura, la protección que se dio después de la conquista a los que se sometieron al Gobierno, fueron causa de que se conservase la industria rural, manufacturera, y aun fabril, mucho más que en las Castillas, Mancha y parte de Andalucía, donde no influyeron tanto las mismas razones. Expelidos después del territorio de España por el fatal decreto de Felipe III, todavía dejaron en Valencia, Murcia y Andalucía sus bienes muebles, como aperos, telares, instrumentos, ganados y otros efectos de que se les permitió disponer por gracia especial, y esto, con la industria y conocimiento que habían enseñado a los naturales indígenas, quedó en el país, y pudo conservarse a pesar de las trabas que los señoríos oponían. No obstante, la riqueza de un país, no basta por sí sola para que se juzgue de la felicidad de sus habitantes; es necesario saber cuál es su distribución, cuánto queda al productor de lo que rinden su industria y trabajo. Los Sres. Diputados de Valencia podrán satisfacer en este punto a V. M. Todavía hay otra razón muy poderosa que reclama con urgencia la abolición de los señoríos: tal es la diferencia que en el día resulta entre los súbditos de la Monarquía. Declarada la América igual en el goce de todos los derechos con la Península, libre de algunas trabas que las leyes de Indias oponían al progreso de su agricultura, y conociendo apenas, porque apparent rari nantes in gurgite vasto, el funesto sistema de los señoríos se elevará a una altura prodigiosa de felicidad, mientras que la madre Patria, agobiada con su peso, quedaría sumergida en el estado en que se halla. Aquel clima feliz y delicioso, no sólo produce frutos desconocidos en otras partes del mundo, sino que naturaliza y hace propios los de todos los países, y señaladamente los que la Península mira como exclusivos de suelo. ¿Como esta podrá concurrir en la producción si no se iguala la condición de ambos mundos? Cuando se hizo la conquista, los señoríos se habían modificado ya en España, y en el repartimiento de tierras de América se omitió por lo general una institución que iba en decadencia en la Metrópoli, porque la liberalidad de las leyes pobladoras y la astucia de los Reyes no consintieron que renaciese en aquel continente esta hidra perjudicial. La falta de capitales en la Península, la ruina de tantas fortunas, causada por la exterminadora guerra que nos destruye, provocaría una emigración espantosa, pero inevitable. Los españoles irían a buscar un suelo virgen y feliz, que tiene entre otras ventajas la de no conocer casi los derechos señoriales. Estoy seguro, Señor, que aun rotos estos grillos, todavía el trasplante de familias será difícil de precaver, atendidos los innumerables obstáculos que nuestras leyes y reglamentos, que nuestras instituciones oponen en la Península a la felicidad de los pueblos. ¿Y se podrá decir a vista de esto que las Cortes deben sobreseer en la renovación de uno de los principales estorbos? ¿Que esta medida se dirige a establecer la democracia, a destruir el Gobierno monárquico, a introducir la anarquía en la Nación? ¿Qué tiene que ver esta reforma con la jerarquía de las clases, con sus honores y distinciones? ¿Habla nada de ellos la proposición? Cuando en la memorable noche del 24 de Setiembre se proclamó del modo más solemne la Monarquía; cuando se reconoció y juro por Rey de España y de las Indias al Sr. D. Fernando VII; cuando se establecieron las bases de nuestra Constitución por la franca, leal, libre y espontanea voluntad del Congreso soberano; cuando se sancionaron religiosamente los derechos respectivos de la Nación y del Monarca, sanción augusta y sublime de que ningún Rey entre nosotros ha podido gloríarse hasta ahora, ¿hubo algún síntoma de disenso, alguna señal de repugnancia? ¿Los decretos no fueron aclamados con entusiasmo y efusión de todos los corazones? ¿Desde entonces las reformas hechas o propuestas no han sido contantemente consecuencias naturales de aquellos incontrastables principios? La anarquía que se recela, la insubordinación que se teme de parte de los pueblos, aprobada la proposición, supone un olvido cuando menos del carácter sumiso y obediente de los españoles a las autoridades. Cuando el 2 de Mayo en Madrid se alzó aquel heroico pueblo contra la tiranía extranjera, tuvo poco motivo de quedar satisfecho de sus autoridades. No obstante, su respeto y obediencia a todas ellas son bien conocidos.

Cuando el fiel y leal pueblo de Vitoria, viendo al inocente, incauto y seducido Monarca pasar engañado camino de Bayona; cuando dudando de cuanto se le decía para tranquilizarlo, manifestó su decidida resolución a impedir su partida, no se dirigió contra los que acompañaban a su Rey: todavía respetó su dignidad y sus honores; ¿y cómo explicó aquel magnánimo pueblo sus generosos sentimientos? Se contentó sólo con cortar los tirantes del coche: bien sabía que se reemplazarían inmediatamente con otros; pero quizá creyó ganar tiempo, quizá esperaba que aquel acto de enérgico respeto y obediencia conseguiría la libertad de su cautivo Príncipe, abriendo los ojos a los que estaban ciegos o alucinados, o tal vez extravíados. Cuando después eso en las provincias el pendón de la independencia, ¿no se sometió a todas las autoridades que quisieron dirigirle en medio del abandono, disolución y prevaricación de las antiguas, sin que por eso se vengase por su mano en los individuos de cuya conducta no estaba satisfecho?

¿Ha dejado desde entonces de respetar todas las instituciones, de acatar a todos los privilegiados, de conducirse, en fin, como en medio de la mayor calma y tranquilidad? Las Cortes, Señor, no tienen por lo mismo nada que temer de unos pueblos cuyos intereses defienden y mejoran. El Congreso nacional será bendecido y reverenciado como el padre de todos ellos; sus sentimientos son notorios, sus miras extensas y benéficas, sus deliberaciones y resoluciones públicas, sin aparato ni misterio. Además, Señor, esos mismos derechos son poco útiles a sus dueños. Su conservación es más bien una alhaja, que promueve y adula la vanidad y altanería de los grandes y señores, que un aumento real de su riqueza. Su abolición, siendo provechosa a los pueblos, refluirá a la larga necesariamente en utilidad misma de los que los pierden, y por fin, Señor, pongase en una balanza la utilidad de algunos millares de individuos y cuerpos privilegiados, y en la otra el interés de nueve o más millones de habitantes en la Península y de 14 en Ultramar. ¿Cuál deberá pesar más en la justicia de las Cortes? Demostrado, pues, que la abolición de los señoríos es una consecuencia necesaria de haberse reconocido y proclamado del modo más solemne por las Cortes generales y extraordinarias el eterno principio de la soberanía nacional, que contra tan sagrado derecho no puede alegarse ni propiedad, ni posesión, ni prescripción, ni otros títulos, cualesquiera que ellos sean, paso a la segunda parte de la proposición, relativa a la incorporación a la Corona de todas las alhajas separadas del patrimonio Real. El Congreso ha visto que las leyes fundamentales de la Monarquía goda y castellana prohibían la desmembración de la soberanía, pues del mismo modo impedían la enajenación o separación de alhajas del patrimonio del Rey a favor de cuerpos o particulares. La ley 5ª, título XV, Partida 2ª, obligaba a guardar la integridad del Reino bajo el juramento que prestaban el Rey, los Obispos, grandes, títulos, caballeros y escuderos, y los hombres buenos de las ciudades, villas y lugares, etc. Mas la célebre ley 3ª, libro 5º, título X de la Recopilación, es la que entre muchas otras hace más a mi propósito, y por tanto, ruego a las Cortes tengan a bien oírla leer. Su recuerdo no será fuera del caso después del lamentable olvido en que han caído nuestros fueros y libertades así en Aragón como en Castilla. (Se leyó la ley, y el orador hizo notar al Congreso la expresión de «por la importunidad de algunos grandes.»)

Señor, V. M. advierta que cuando esta ley se promulgó, todavía no había Monitores, ni revolución de Francia, ni publicistas, ni filósofos modernos: el anacronismo sería intolerable. Continúo, Señor; dividiré a España en las dos Coronas de Aragón y Castilla. Cuando D. Jaime I llamó a Cortes en Monzon para disponer la conquista de Valencia, ofreció dividir las tierras que ganase de los moros entre los Obispos, clérigos y seculares que le ayudasen y se alistasen para aquella guerra. Conquistado el reino, comisionó para hacer el repartimiento de tierras a dos caballeros muy principales de Aragón. No habiéndose conformado los agraciados con la distribución de aquellos caballeros, se nombró por el Rey una junta de Obispos y dos ricos-hombres para que arreglasen mejor aquellas cosas. Habiéndose desaprobado igualmente el reparto de esta junta, los anteriores comisionados pudieron, aunque con trabajo, contentar mejor a los aragoneses y catalanes, y quedó hecha y cancelada la repartición. Todavía el Rey D. Jaime se vio obligado después a hacer varias confirmaciones del mismo repartimiento a causa de las continuas disputas y reclamaciones de lo que se creían agraviados. Pero por su testamento otorgad en Montpellier, pocos años antes de su muerte, quedó prohibida perpetuamente la enajenación y desmembración de patrimonio de Valencia. Prescindiendo de lo que valga e derecho de conquista, es indudable que la parte que se adjudicó a sí mismo el Rey D. Jaime no podía disminuirse sin su consentimiento, y su testamento, que lo prohibía, debía ser para sus sucesores una ley inviolable, según los principios y doctrina de aquellos mismos tiempos. Que toda ley exceptúa los casos de necesidad y de utilidad general, es indudable. Pero para calificarlos es preciso acudir al discernimiento de la autoridad legítima. Las enajenaciones de alhajas hechas por servicios o recompensas, y reconocidas y aprobadas en Cortes, deben ser respetadas; ¿pero están en este caso las que contiene la proposición? ¿Pueden sus actuales dueños exhibir los títulos de adquisición de modo que hagan constar su legitimidad? La solemnidad de los contratos, la religiosidad en cumplir las condiciones, serán para el Congreso una ley inviolable; mas las adquisiciones hechas en fraude de la ley, ¿son de otra naturaleza? La memorable época ya citada fija con mucha facilidad la regla que debe observarse, y la pragmática Alfonsina nada deja que desear. La incorporación de alhajas al patrimonio Real ha ocupado constantemente la atención de los tribunales desde las respectivas desmembraciones, y no concibo cómo un punto tan ventilado, tan conocido de todos, en el día tan trivial y sencillo, haya podido causar tales recelos. Además del repartimiento hecho en Valencia por su conquistador, ha habido en aquel reino otra época en que se usurpó por los señores gran parte de los terrenos confiscados a los moriscos. Las cartas de población dadas a particulares para que promoviesen el reemplazo de familias extinguidas por la funesta expulsión de aquella útil y desgraciada raza, ocasionaron frecuentes disgustos, a causa de que no habiéndose demarcado bien los límites de estos terrenos, o no queriendo la ambición de los agraciados contenerse dentro de ellos, usurpaban a menudo territorios pertenecientes a pueblos libres, o fincas del patrimonio Real, dando ocasión a las continuas reclamaciones y pleitos seguidos en los tribunales supremos. Los pueblos han padecido con este motivo grandes vejaciones. Oiga V. M. su triste recurso.

Para redimir sus terrenos y rescatarse de los gravámenes de estar sujetos a señoríos, acudían al desigual partido de un litigio. Para ello formaban un fondo por reparto con que costear los gastos de un apoderado, fondo que se reunía después de haber satisfecho al dueño directo todos sus servicios reales y personales, después de haber pagado las contribuciones generales, cargas concejiles, entrando en quintas, etc. El apoderado pasaba a la corte, ¿pero a qué, Señor? A luchar con la inmensa riqueza, con el inexpugnable influjo y poderío de un Duque del Infantado, un Duque de Osuna y tantos otros señores de su clase, o cuerpos de igual opulencia y valimiento. El Consejo de Hacienda está lleno de expedientes y pleitos de esta naturaleza, que se han agitado por espacio de muchos años. Esto por lo que toca a la Corona de Aragón. En Castilla ya han visto las Cortes la ley de D. Juan II en las de Valladolid. La escandalosa infracción que se hacía de estas y de las anteriores, obligaban a los Procuradores del Reino a hacer continuas peticiones contra unas desmembraciones del patrimonio Real, que menguándole considerablemente, causaban un recargo de contribuciones a los pueblos. Las fincas de la Corona, Señor, formaban el patrimonio de los Reyes; con él mantenían su casa y familia, sin que el Reino les acudiese con subsidios, sino para suplir lo que faltaba a sus verdaderas necesidades. Todavía se conservan en vigor varias contribuciones que no tuvieron otro origen que el de facilitar al Rey con que salir de apuros en ocasión de gastos de su familia, y otros a que tal vez no alcanzaba el patrimonio de su Corona. Así que el Reino estaba muy interesado en que no se disminuyese el patrimonio de los Reyes por ningún motivo; y sólo en las guerras de absoluta necesidad llevaba menos mal la Nación que los Reyes retribuyesen de esta manera los servicios que les hacían los grandes y cuerpos opulentos, los cuales sabían valerse bien de la ocasión. Así que, por más que las leyes se repetían las unas a las otras, su desprecio e inobservancia crecía al paso que los pueblos perdían de su influjo en las Cortes, y se aumentaba el de los ricos-hombres y personas de Palacio. ¿Qué había de suceder, Señor, cuando el Gobierno, como en nuestros días, andaba en manos de privados y otros hombres que hacían su fortuna a costa del patrimonio Real? ¿Qué fuerza habían de tener las peticiones de los Procuradores del Reino, las quejas de los infelices pueblos contra el poder y valimiento de D. Álvaro de Luna, de D. Beltrán de la Cueva, D. Francisco de los Cobos, contra la coluvia de flamencos que inundaron a España al principio de la dinastía austríaca? ¿Qué contra un Duque de Lerma, un Conde-Duque de Olivares, contra el infeliz y lamentable Gobierno de Carlos II? Las demandas que se han puesto por los fiscales contra desmembración de alhajas de la Corona, han sido siempre expedientes aislados, sin tener el carácter de medida general comprensiva de los casos que debería comprender y las excepciones que fuese justo hacer. Sin embargo, si las grandes, sabias y eruditas alegaciones del respetable Conde de Campomanes que se ha citado, y de otros dignos Ministros y beneméritos letrados que han honrado la toga y el foro en estos últimos tiempos, hubiesen tenido la publicidad de es ta discusión; si los fallos o sentencias de los Tribunales Supremos en estos puntos se hubiesen conocido y publicado, no causaría la proposición del Sr. García Herreros tantos recelos. No se diría, Señor, que la deliberación sería siempre atropellada. La madurez y detenimiento de ella no se debe calificar por el tiempo material de su duración. Los grandes negocios se resuelven por el conocimiento antecedente de la materia, muchas veces en horas, sin que por eso se censure de sorprendida su resolución. La proposición comprende puntos bien conocidos y distintos. En unos la resolución puede ser pronta; en los otros haya la detención que se quiera. Cuando Felipe V hizo en este asunto, por lo que toca a Cataluña, las alteraciones que son bien notorias, no se tacharon de atropelladas; y eso que los bandos y parcialidades que habían seguido la causa de su contendedor parece que le debían haber obligado a respetar unos privilegios que existían en su país, y que por lo mismo no eran desconocidos. Sin embargo, aquellas novedades no se hicieron en Cortes, pues ya tuvo buen cuidado de seguir el consejo de su astuto abuelo Luis XIV, que entre otras instrucciones le dijo: «No derogues las Cortes en España, pero no las convoques jamás.» y si V. M. no aprovecha este momento feliz para sancionar la proposición en el modo y forma que convenga, no se yo si pasada esta coyuntura habrá fácilmente lugar a su aprobación. Otro de los argumentos que se ha opuesto es el de la santidad de los contratos. El Sr. Dou no hallará nunca quien sostenga con más empeño que yo la religiosidad de tan respetable doctrina. Pero quizá los grandes de España no podrían haber alegado razón más fatal para sus derechos que los contratos celebrados en su adquisición. Y por lo que toca a los que intervinieron en la de señoríos, es acaso perjudicial a sus autores su alegación. Todo pacto obliga a ambas partes al cumplimiento de lo estipulado. ¿Están los señores de territorios, etc, en el caso de haber llenado por su parte lo ofrecido? Las escrituras serán en todo caso las que prueben el hecho confrontadas con lo que se observa en el día. Cádiz, Señor, Cádiz, por no citar otras partes, es un testimonio de que no se cumple lo pactado. No me detengo a exponerlo a las Cortes, porque es conocido de todos lo que sucede con algunos señoríos que hay en su recinto. También se han alegado confirmaciones de Reyes y otras firmezas dadas a las desmembraciones. ¿Pero no se echa de ver que todas ellas son más bien unas declaraciones de pensión, que unas sanciones de la legalidad? Lo mismo que en los pleitos de tenuta, las sentencias interlocutorías sobre la posesión no excluyen el recurso de las partes sobre la propiedad. Por último, Señor, la explicación que ha dado el Sr. García Herreros a la segunda parte de la proposición, debe tranquilizar todos los ánimos. La incorporación según se propone es justa y equitativa. Ni en Inglaterra, ni en Francia se han ofrecido en casos parecidos indemnizaciones más sólidas, pues que estas están fundadas en las alhajas mismas, son independientes del estado de apuro en que se halle la Nación, y aún puede ser adquirida por los hipotecarios la propiedad con utilidad recíproca de ambas partes. No habla la proposición de un despojo como el que se quiere suponer, no obstante que en los casos de calificada ilegitimidad, podría la Nación seguir en rigor de derecho la regla que dice que spoliatus ante omnia restituendus. Pero que se hipotequen las mismas fincas a favor de los poseedores para el reembolso de los capitales, mejoras, etc, quedando como administradores, es a mi entender la proposición más arreglada, más prudente y digna del Congreso que pudiera hacerse. Y aun en esta parte no tendré reparo que el Sr. García Herreros, o cualquier otro Sr. Diputado, haga las modificaciones que crea oportunas. En mí no hallaran un opositor tenaz por lo relativo al punto de las incorporaciones. Por lo mismo, creo que se puede proceder a la discusión con toda confianza de que no se renueven por parte de los interesados representaciones que no corresponden a la generosidad y delicadeza de sus nobles sentimientos. Las opiniones de los hombres pueden en todo tiempo ser combatidas cuerpo a cuerpo y frente a frente. Así se apura la verdad y se consigue el acierto. Es, pues, mi dictamen que en el punto de jurisdicciones y señoríos decreten las Cortes sin la menor dilación quedar abolidos para siempre; y en cuanto a la segunda parte de la proposición, la explicación del Sr. García Herreros me parece muy arreglada, muy puesta en razón, y por lo mismo no puedo menos de apoyarla.»




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Reglamento para las guerrillas

El Sr. ARGÜELLES: Señor, soy de la misma opinión que los señores que han preopinado, y me es casi imposible decir nada nuevo sobre lo que se ha hablado acerca del reglamento. Mi opinión ha sido siempre que a los pueblos sobre quienes gravita todo el peso de la guerra, se les proporcione un alivio en sus contribuciones, el cual podría resultar de un reglamento para las guerrillas, por cuyo medio, contribuyendo a los valientes defensores que las componen con lo justo, no se les exija más que lo preciso. Yo creo haber dado motivo a la formación de este reglamento por una proposición que en otro tiempo hice, elevada después a resolución del Congreso; pero jamás fue mi ánimo que se con fundiesen las guerrillas con los cuerpos militares, y creo yo que nunca fue el objeto del Congreso igualar estos cuerpos voluntarios, que no hacen la guerra como los militares, con las partidas o divisiones destacadas de los ejércitos. El Sr. Anér ha anunciado con mucha crítica el reglamento que debe hacerse para las guerrillas. Por la sustancia del que se discute he visto que pudo haber dado causa a que se extendiese así, el que habiendo empezado algunos de estos cuerpos por guerrillas, se han formado ya en divisiones del ejército. Hablo de las cuatro o cinco guerrillas de España, que son bien conocidas y notadas por todos, ya en virtud de los que las mandan, ya por los servicios que la Patria ha conseguido por su medio. De estas no se debe tratar en adelante, porque son partes del ejército; tal es el cuerpo de Mina en Navarra; el de Porlier en Asturias y montañas; acaso el Empecinado en Guadalajara, y otros de que no tengo el conocimiento necesario. En algunas de estas había siempre elementos que las pudiesen elevar, siendo fomentadas a partes del ejército, ya por ser militares sus jefes, ya por haber en ellas bastante número de oficiales efectivos. Las que son el pábulo de la insurrección en medio del enemigo, las que, como han dicho los señores preopinantes, dirigen sus operaciones según las circunstancias del momento, sin plan ni disposiciones previas, compuestas de paisanos y gente muy ajena de la profesión militar, y capitaneadas por jefes puramente esforzados y patriotas, pero no militares; estas, digo, no pueden sujetarse en mi opinión a un reglamento que destruiría las existentes, e impedirla la formación de otras nuevas. Las reglas que se les deben dar han de ser pocas, claras y análogas a gentes voluntarias, que no pueden jamás sujetarse a la dureza de una ordenanza, porque dejarían el servicio, y porque realmente si lo hacen, es donde ni la autoridad del Gobierno, ni la del general en jefe, puede ser obedecida sino voluntariamente, como sucede en el país ocupado. Es, pues, necesario dejarlas en mucha parte a su palabra y buena voluntad. La clase de servicio que hacen es bien conocido, es importantísimo, pero de una naturaleza tal, que no está sujeto a reglas militares. Pues para interceptar convoyes, correos, equipajes, picar al enemigo la retirada cuando la hace en poca fuerza o en desorden, se valen de desfiladeros, ardides y otras trazas que sólo ellos pueden conocer bien, sin que ninguna de sus operaciones sea repugnante a las ideas recibidas entre los militares de profesión. Razón por qué me opondré a que se nombren a las partidas ya formadas, para sus comandantes oficiales del ejército, pues se las daría otro carácter enteramente diverso. Un oficial, por mil razones muy obvias, las querría convertir inmediatamente, como es justo, en divisiones militares; ni sus conocimientos, ni sus ideas y espíritu de cuerpo le permitirían jamás hacer el servicio del mismo modo que los puros partidarios, y en este caso ya no serían partidas, sino cuerpos militares, regimientos, divisiones de ejército, etc.; de esto no se trata, sino de los cuerpos formados de gente allegadiza, que de cualquier modo incomodan al enemigo según la táctica que ellos conocen y no otros. Supongamos un oficial del ejército al frente de una de esas partidas. Si se hallase con el enemigo en mayor fuerza, en puesto más ventajoso, o fuera de la feliz coyuntura de atacarle, quizás estimulado del espíritu de disciplina y opinión de su profesión en el rigor militar, no querría evitar la acción, o preferiría batirse y rendir las armas en regla, a desbandarse o dispersarse a vista del enemigo, por no comprometer su reputación. Ésta la salvaría, pero la partida dejaría de existir. Por lo mismo, las guerrillas deben tener por jefes a los que las han formado o capitaneado; éstos conocen bien que les tiene cuenta batirse o retirarse, y aun dispersarse, dando a su modo puntos de reunión. Las dos más principales sobre que debe recaer cualquier reglamento para las guerrillas deben ser: evitar que estos cuerpos proporcionen abrigo a los desertores del ejército, y asegurar cuanto se pueda que no exijan de los pueblos más auxilios que los que requiera su fuerza efectiva. Estos dos puntos deben servir de base a pocos artículos. No debemos alucinarnos con una perfección que no es compatible con la naturaleza de los cuerpos ni su género de servicios. La tercera clase de que habla el reglamento, es preciso exterminarla, porque arruina a los infelices pueblos y desacredita a las buenas guerrillas. La comisión que disponga el reglamento debería procurar hacer efectiva la responsabilidad de los jefes de guerrilla: bien asegurada ésta por los medios que crea oportunos, se puede, y en mi juicio se debe dejar mucho a su buen proceder y a la esperanza del premio si se conducen como deben. Otro de los puntos debe ser que todas las partidas hayan de estar sujetas necesariamente al general en jefe del ejército del distrito a que correspondan. De esta suerte el general podrá tenerlos a su disposición para en los casos en que pueda necesitar de su auxilio, y le será muy fácil hacer de tiempo en tiempo que sean revistadas oportunamente. El deseo de acreditarse los jefes de guerrillas para los premios a que aspiren, les hará tener buen cuidado de portarse con honor y discreción para que los generales en jefe respectivos no les perjudiquen en sus informes, y al contrario, puedan recomendarles oportunamente al Gobierno. Mi dictamen, pues, es que no puedo aprobar el reglamento, y enhorabuena pase a una comisión especial que forme uno más análogo al objeto, no perdiendo de vista los dos puntos principales que he indicado.




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Colegios y academias militares

El Sr. ARGÜELLES: Señor, después de lo que ha manifestado el Sr. Villanueva y el Sr. Diputado de América Castillo, no tomaría la palabra si no se hubiese querido significar últimamente que el dictamen de la comisión destruye de algún modo los privilegios de la nobleza. Esta opinión, hija del celo y de la delicada reflexión del señor preopinante, me obliga con este motivo a añadir las mías a las de mis dignos compañeros para prevenir los temores, que aunque infundados, pudieran tal vez apoyarse en el insidioso y falaz sistema que algunos enemigos de la representación nacional esparcen en el público por escrito y de palabra para desacreditar sus decisiones, intentando sembrar la desconfianza y sostener que se advierte en el Congreso una abierta tendencia a minar por sus fundamentos el sistema monárquico. Como el dictamen de la comisión cabalmente abre la puerta a participar de un privilegio de la nobleza a los españoles que carecen de aquella cualidad, quizá tomarán esta nueva ocasión de zaherir a las Cortes para conseguir su deseado triunfo, que no es otro que el de acabar con una institución incompatible con los abusos, enemiga de la arbitrariedad y apoyo de las leyes. El privilegio que tienen los nobles de ser educados ellos solos en los colegios militares de tierra y de mar es un privilegio exclusivo, es un verdadero monopolio que se intenta hacer por su medio de la ocasión de servir a la Patria con acciones señaladas. La comisión no quiere privar a la nobleza de ser educada como hasta aquí en los colegios militares; quiere sí que todos los españoles honrados que tengan virtud y talento no sean excluidos de aspirar con los nobles sus conciudadanos al grandioso premio de que se inscriban algún día sus nombres al lado del de esos dos dignos héroes Daoiz y Velarde, que llenan de gloria a la Nación, de admiración y respeto este santo recinto. Este privilegio exclusivo pudo ser compatible en los tiempos anteriores a la revolución. El número de tropas de que se componía entonces el ejército decía exacta relación al número y circunstancias de los habitantes, a la posibilidad de calificar con facilidad la nobleza; pero en el día, que todo esto ha variado, cuando la ocupación de las provincias por el enemigo, al paso que disminuye el número de aspirantes, hace difícil, y en muchas partes imposible, probar nobleza, ya por la referida ocupación del enemigo, ya porque este ha destruido todos los archivos e instrumentos auténticos; cuando los colegios militares, por estar destinados para armas y profesiones facultativas, claman por pronto y abundante reemplazo respecto a que la misma bizarría de sus dignos individuos ha acarreado a muchos de ellos una temprana muerte; cuando el ejército debe tener cada día un aumento progresivo y proporcional, ¿cómo podría conservarse un privilegio exclusivo tan funesto al aumento de nuestras armas como ofensivo al valor, a la virtud y a la dignidad de los españoles? No, Señor, los españoles para alzarse contra la usurpación extranjera no se han cuidado de requerir sus títulos, sino sus armas; y los mismos nobles, que no se han desdeñado de rivalizar al principio a su conciudadanos de todas las clase en las acciones de esfuerzo y patriotismo, menos se avergonzarán ahora de ser émulos de aquellos que por espacio de tres años han acreditado de mil modos que nadie se les aventaja en valor, en virtud y elevación de sentimientos. Dicho sea, Señor, en honor de la nobleza española que en esta guerra ha sido bastante generosa para dejar a un lado sus excepciones y privilegios y correr presurosa a señalarse, como en todos tiempos, entre los españoles de todas condiciones y de todas clases. Estoy seguro que sería la primera a desprenderse de este privilegio, que en rigor no es suyo, si creyese que era un obstáculo a lo que propone la comisión. Ni se diga que por esto serían admitidos en los colegios militares personas en quienes no hubiese honradez, educación y buenos sentimientos, capaces de suplir escrituras o pergaminos, que con tanta facilidad se consiguen aun con las leyes en la mano. La comisión propone que no se deroguen los reglamentos respectivos, sino la sola circunstancia de nobleza; por lo demás, quedan en vigor la limpieza de sangre, las asistencias y otros requisitos bastantes a alejar aquellas personas que puedan no ser correspondientes, y que tan especiosamente se han citado aquí no con mucha oportunidad. Los gastos, la decencia que necesariamente exige la naturaleza del establecimiento de los colegios militares, harán siempre que no aspiren a ser admitidos sino jóvenes dignos de la profesión militar. Antes de concluir no puedo menos de citar un ejemplo que destruya y aniquile el insidioso, vuelvo a decir, y falaz lenguaje de aquellos que detestando en lo íntimo de su corazón, no tanto a los Diputados como a la institución de las Cortes, intentan introducir la desconfianza y sembrar recelos sobre la conservación del Trono a su legítimo Monarca, a quien el Congreso no ha vendido nunca, cuyos derechos ni ha traspasado a manos extranjeras, ni ha comprometido con ambiguos procederes. Quiero citar, Señor, a nuestra digna aliada la Inglaterra, cuya marina Real, llevada al más alto grado de perfección y poderío, cuenta en el día entre sus almirantes a un hijo de Jorge III, que comenzó guardia marina, mezclado con los hijos de ciudadanos honrados, que no tenían títulos ni privilegios de nobleza. Lo mismo sucede en su bizarro ejército. En ninguno de los establecimientos militares que constituyen la gerarquía del ejército y armada se pide más requisitos que ser inglés, honrado, con actitud y espíritu nacional: no obstante, la Constitución inglesa es monárquica; existe en la nación nobleza por la ley, cuyos privilegios y exenciones honran a sus individuos sin humillar a los ciudadanos; establecen una gerarquía sin promover la desigualdad de los derechos civiles, ni fomentar la desunión entre las clases del Estado.

¿Por qué, pues, se ha de creer que la simple alteración de los reglamentos de algunos colegios y academias militares puedan disminuir ni atentar en lo más mínimo a las clases nobles, cuyos privilegios y exenciones delante de la ley no pueden servir de escudo para oscurecer el mérito y la virtud donde quiera que se halle, y menos perjudicar a la libertad política y civil de los españoles de todos los Estados? La malignidad y las siniestras intenciones intentarán, no lo dudo, forzar el sentido de las palabras, y depravar las sencillas reflexiones que he expuesto; mas la razón y el recto juicio calificarán por parte de quién está la razón y la verdad. Por tanto, Señor, no puedo menos de apoyar el dictamen de la comisión de Guerra en todas sus partes.




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Libertad de imprenta

El Sr. ARGÜELLES: Señor, yo no seré culpable si molesto a las Cortes con una larga exposición de mis ideas sobre la consulta del Consejo de Regencia, o diré mejor, del encargado del Ministerio de Gracia y Justicia, porque considero a los Regentes en el caso de un Rey, cuyo nombre toman a cada paso sus Ministros sin suficiente circunspección. De todas suertes se ha provocado una deliberación no necesaria, haciendo que el Congreso se distraiga de los negocios urgentes. Mi discurso constará de dos partes: en la primera contestaré a los argumentos que han hecho los señores que apoyaron la consulta, tranquilizando por este medio a los que crean que el Gobierno carece de autoridad para remediar legalmente los abusos de la libertad de la imprenta; y en la segunda procuraré indagar el espíritu que dirige estos furiosos ataques con que se asalta a cada paso, indicando con la posible brevedad las ventajas que ya se han comenzado a experimentar de su establecimiento, y los males que acarrearía la aprobación de lo que propone el Gobierno. Me desentiendo de varios argumentos de los señores preopinantes, porque ni los principios ni doctrina que han expuesto son aplicables al caso actual, ni aquí se ha dado motivo para inculcarlos con tanta eficacia. Contesto principalmente al Sr. Anér, que ha mirado la cuestión como debe examinarse, y elegiré el ejemplo que ha escogido, pues que aun en materias abstractas muchas veces puede argüirse con ventajas trayendo comparaciones inexactas. Dice el Sr. Anér que así como el Gobierno podría arrestar una persona que gritase o perorase en las calle, en una plaza o paraje público, excitando a la sedición, del mismo modo debería ejecutarlo con un editor que con sus escritos provocase un motín, o una asonada, etc. Ambos hechos, desnudos de toda otra circunstancia, según los presentó el Sr. Anér, difieren sustancialmente; y voy a contestar con otro ejemplo no menos sencillo y al alcance de todos. Si yo leyese ahora una tragedia de Eurípides, ¿que efecto produciría en mi ánimo su lectura? Seguramente excitaría en él todos los sentimientos de que fuese susceptible mi sensibilidad, y los que permitiesen los conocimientos que yo tuviese de este género de literatura. Y si trasladado como espectador a la escena viese representar el mismo drama por actores diestros y animados, ¿cuál sería entonces la sensación que experimentaría mi alma? ¿No derramaría lágrimas de ternura, no me arrebataría, y aun me enfurecería hasta sentir profundamente todos los efectos que causa el prestigio de la ilusión? La diferencia es bien fácil de percibir. Los efectos que produce un impreso, aunque esté escrito con la valentía y torrente de Demóstenes, son muy inferiores a los que causa el género de peroración que ha citado el Sr. Anér en su ejemplo. Sigamos el examen de la consulta. Si el impreso a que se alude es o no sedicioso, habrá de resultar de la calificación que le diere la Junta de Censura. (No el tribunal, porque la Junta no lo es; y esta equivocación es perjudicialísima, como lo haré ver.) La ley, en caso de declararse subversivo, autoriza al Gobierno para detener el escrito y evitar su circulación, He aquí provisto en tiempo de remedio al mal que pueda causarse. En este caso, ¿quién hace el daño? El periódico: queda detenido: el veneno ya no cunde. ¿Su autor quedará impune? Esto penderá de la autoridad del Gobierno; la ley más severa por sí sola no obra; necesita ejecución. ¿Deberá o convendrá prendérsele en vista de la primera censura? Esta parece ser la duda del Ministro. ¿A quién toca resolverla? A los tribunales en lo general, y al Gobierno en algunos pocos casos; jamás a las Cortes. La aplicación de las leyes a los casos particulares nunca puede corresponder al legislador.

La calificación de ser sedicioso un papel, no es suficiente motivo para suponer a su autor reo del delito que aparece. La intención, la malicia y demás circunstancias que constituyen el crimen, han de resultar de todos los trámites de las censuras sucesivas en que puede haber aclaraciones, retractaciones, u obstinación y pertinacia, etc. Pero la detención del impreso debe ser inmediata, porque está justificada con la primera censura, porque el objeto de la ley es prevenir con ella los males que pudiera acarrear el escrito. Si el autor debe ser igualmente detenido, ha de pender esta providencia de méritos diferentes de los que resulten de la primera censura; para usar de lenguaje del foro, ha de haber además otros adminículos de prueba. Si el Gobierno es vigilante, no aguardará para indagar lo que debe saber a que la circulación de un escrito provoque su cuidado y diligencia. El carácter de los escritores, su anterior conducta, sus conexiones, sus medios, sus relaciones, sus conciliábulos, sus puntos de contacto con el enemigo exterior e interior, son otros tantos indicios que deben inquietar, tranquilizar o excitar la atención de todo gobierno que conozca los rudimentos del difícil y complicado arte de gobernar. La policía de las leyes, que está en su mano, le facilitará los medios legítimos de esta indagación; y si ella le proporciónase pruebas de que el impreso no es sólo la manifestación imprudente de ideas exageradas, de principios mal aplicados, sino que para valerme de una expresión vulgar, sirve de bota fuego a alguna facción ambiciosa, ilusa o criminal, o descubre las siniestras miras de los enemigos de la Patria, el reglamento del Consejo de Regencia le autoriza a tomar por sí mismo cuantas medidas juzgue convenientes a la seguridad del Estado. Puede detener, arrestar, prender al autor o autores de impresos sediciosos, o que no lo sean, por espacio de veinticuatro horas; pasado cuyo término los deberá poner a disposición del tribunal competente con lo que se hubiese obrado, no en virtud de sólo la primera censura, sino de otros comprobantes que el Gobierno haya adquirido por los medios de indagación y comunicación, que como Gobierno le están confiados. Digo que no basta sólo la primera censura, porque si el impreso es un hecho aislado, sin conexión ni enlace con conciliábulos, correspondencias y otras relaciones sospechosas, sería una arbitrariedad que el Gobierno atropellase los trámites de las censuras ulteriores, en cuya pequeña dilación no puede haber riesgo ninguno; y si no obstante el Gobierno, desentendiéndose de tan esencial, clara y justa diferencia como llevo expuesto, todavía quisiese arrestar al autor, hágalo bajo su responsabilidad, y vea su Ministro a lo que se compromete. Mas no venga a llamar la atención de las Cortes con una consulta para que no hay motivo. El Gobierno tiene todos los medios legales de contener el abuso de la libertad de la imprenta, si sabe aprovecharlos con tino, oportunidad y discreción. La escrupulosa observancia de lo prevenido en la ley de la libertad de la imprenta bastará en todos tiempos para aterrar al escritor más arrojado si sabe que ha de sufrir irremisiblemente la pena de la ley.

El abuso en cualquiera caso es consecuencia de la impunidad, y ésta efecto de la debilidad de los Gobiernos. Si yo hubiera visto tres, siete o más ejemplares castigados con rigor, y todavía hallare que el abuso proseguía, sería el primero a convenir que el reglamento de la libertad de la imprenta era incompleto. Mas como yo se que nadie podrá citarme un solo ejemplar, ¿de dónde he de deducir la necesidad de aprobar el paso arbitrario que consulta el Gobierno, ni de ninguna otra medida supletoria? ¿Ignoro yo, por ventura, lo que puede este cuando es activo y vigilante? ¿Desconozco de cuánto es capaz cuando distribuye con oportunidad las gracias, los castigos, las recompensas, los desaires, los halagos, cuando se aprovecha, en fin, del prestigio de la autoridad? Y además, Señor, ¿por qué el Gobierno no se aprovecha de las ventajas que ofrece la libertad de la imprenta, usando de ella para preparar la opinión, para descubrir las maquinaciones de los escritores que se confabulan, de los pretendidos patriotas, que bajo la máscara del bien público ocultan sus resentimientos, y se vengan por este medio de la autoridad que se niega a sus pretensiones y solicitudes? ¿Es posible que los Ministros desconozcan o desprecien el poderoso medio de la imprenta para hacer que su influjo coadyuve a las miras del Gobierno? ¿Faltarán nunca escritores, que sin pasar por la nota de asalariados, le sostengan y defiendan cuando es justo? No, Señor; y aun en los casos en que no lo sea, no dejará de haber quien por desgracia esté dispuesto a sostener el pro y el contra, como ha sucedido en todos los tiempos y en todos los países. Cuando en Inglaterra fallan los jueces sobre los méritos de un impreso denunciado a la autoridad judicial, ¿deja, por ventura, el Gobierno de haber acudido antes por los caminos que conoce a los escritores de papeles públicos, si cree sacar ventaja de este género de discusión a favor de su objeto? La lucha debe ser siempre con armas iguales, sin que por eso se deje de recurrir a la ley cuando sólo ésta deba terminarla. Acúdase, pues, en este caso a la ley de la libertad de la imprenta, en la que está provisto a cuantas ocurrencias puedan sobrevenir, siempre que no se quiera confundir la ocasión de contener un mal, o castigar un delito, con la de satisfacer personalidades, o gustar como anteriormente las delicias de la arbitrariedad. Yo de mí sé decir que si viera conjuradas contra mi persona todas las plumas del universo, no dejaría de esgrimir la mía en el modo que pudiera, o de recurrir a la ley en el caso de creerlo conveniente, y sobre todo, teniendo honor, yo hallaría en él un suplemento a la insuficiencia de ambos recursos. La buena fama y reputación es el ídolo del hombre pundonoroso de todos los países; las leyes le protegen hasta donde alcanza su imperio: la experiencia ha hecho ver que su inflexible aplicación contiene muchas veces hasta las pasiones exaltadas. ¿Con cuánta más razón no enfrenará a un escritor maligno o perverso, y por lo mismo tímido y cobarde? Si en el impreso se ataca a las autoridades, ambos recursos pueden ser eficacísimos; pero el de la ley es el que no puede excusarse. La primera censura de la Junta de provincia se puede evacuar en horas, si es preciso, y en horas queda atajado el mal. Con ese objeto la comisión encargada de extender el proyecto de la ley, quitó a las Juntas de censura todo aparato tribunalicio, reduciendo puramente sus funciones a una reunión de peritos, como oportunamente ha dicho el Sr. Hermida, que sólo dan su dictamen, dejando a la autoridad judicial el proceder legal o trámite de justicia. Es preciso no confundir la naturaleza del establecimiento. Si el asegurar la persona del escritor puede además ser necesario o conveniente, el Gobierno tiene a su disposición los medios de saber cuándo está en el caso de ejecutarlo; y seguramente el escritor que no haya dado al Gobierno otro motivo de recelar que el de imprimir indiscreta y aisladamente opiniones sediciosas, no comprometerá la seguridad del Estado, aunque su condenación pase por todos los trámites sencillos de las censuras, y cuya rápida y aun acelerada ejecución queda todavía en gran parte a la discreción o influjo del mismo Gobierno. Bajo estos aspectos se debe mirar la cuestión para resolverla con acierto; y si así se hubiera examinado por el Ministro, no habría recurrido a las Cortes a buscar una verdadera infracción de la ley de la libertad de la imprenta. Algunos de los señores preopinantes han sostenido que la ley no se quebrantaría aun cuando se accediese a la consulta del Gobierno. Pero no han reflexionado que este, por más que diga, no acudiría a las Cortes si no estuviese bien convencido que le faltaba autoridad para proceder como indica la consulta, y que la brecha por donde entrase este acto de arbitrariedad se haría al fin muy ancha y practicable para dar el fatal asalto a la desgraciada libertad de la imprenta. Se han olvidado de su mismo dictamen cuando en otra ocasión bien señalada se contentaron con que se observase el trámite de la ley en todas sus partes, sin recelar nada de la seguridad pública. Hablo, Señor, del apéndice a la Gaceta de Cádiz, en que se hacia un ataque personal a individuos bien determinados, pintándolos con los colores más vivos para que nadie pudiera desconocerlos; y usando de un lenguaje atroz y tremendo, con el cual se podrá siempre que se quiera excitar a un pueblo dado a la devoción a degollar en masa la misma autoridad suprema. ¡Qué imparcialidad! Entonces, Señor, ni el Gobierno ni las Cortes temieron que la tranquilidad pública se turbase; ni aun la seguridad personal de los denunciados a la pública abominación pudieron merecer del celo y diligencias de las autoridades que se mirase la materia con una pequeña parte del interés y calor que en el presente caso. Mas a mí nada me sobrecoge; la diferencia está en las personas que eran objeto del escrito, y este es el verdadero modo de explicarla. Hartos ataques ha sufrido ya la libertad de la imprenta, tanto más sensibles, cuanto no es la insuficiencia de la ley en lo que se apoyan, ni es este el argumento que se hace para desacreditar el establecimiento. Oígase lo que se dice en la misma consulta. Dice el Ministro que aunque el Consejo de Regencia se crea autorizado para proceder por sí en este caso, no lo ha hecho por delicadeza y por respeto al Congreso nacional, etc. o yo estoy equivocado enteramente, o no es posible hallar confusión más singular de ideas, mayor trastorno de principios en la administración de justicia.

Si la Providencia es justa, no puede haber delicadeza ni respeto alguno en la tierra que estorbe por un solo momento su ejecución, ni sería posible manifestar mayor respeto a las Cortes que cumpliendo escrupulosamente con las leyes. Si es infundada, no se debió solicitar de V. M. que autorizase un acto que en sí es injusto. Por estas razones he dicho yo que peligraba tanto más la libertad de la imprenta, cuanto no se alegaba que la observancia de la ley fuese insuficiente para contener su abuso; y si no estuviera yo tan satisfecho de la probidad, celo patriótico y virtudes del Ministro de Gracia y Justicia, pediría su separación del Ministerio, y aun le creería en el caso de una acusación, por atentar a una ley que debe mirarse como el baluarte de la libertad española. ¿De dónde, pues, puede provenir esta consulta? La creo dictada por el mismo espíritu que algunas otras representaciones que indirectamente propenden a destruir la libertad de la imprenta. Sirva esto de transición al segundo punto que debo aclarar para deshacer equivocaciones y poner de manifiesto los perjuicios que acarrea a la Nación la guerra sorda que se hace sin cesar a una institución tan saludable. Cuando la comisión preparó el proyecto de la ley sobre la libertad de la imprenta, no hizo sino aprovecharse de las luces y experiencia de otros países en que se halla establecida. Meditó con mucha detención los artículos del Reglamento, y no desconoció los inconvenientes que pudieran resultar de una innovación de tanta magnitud en el repentino tránsito de un estado a otro. En la larga, profunda y aun artificiosa disputa que precedió a su aprobación, los Sres. Diputados que se opusieron, nada omitieron que pudiese abultar los perjuicios que podría causar. Nada se ocultó ni se disimuló por una y otra parte. Pero en la comparación de bienes y de males es indispensable decidir a favor del mayor número. Las grandes reformas jamás se hacen con consideración a sólo el momento en que se intentan; su objeto es más vasto, y para ser útiles han de corresponder en el tiempo y en los afectos a los perjuicios que se han experimentado antes de estar establecidas. Si los que detestan la libertad de la imprenta recordaran los innumerables daños que ha acarreado a la Nación la falta de esta severa censura, no echarían de ver los miserables perjuicios que puede causar por un momento a algunos pocos individuos o cuerpos, que si bien se examina, en el día mismo están ya compensados con el freno que se ha puesto a la continuación de los excesos pasados. La convulsión que nos ha afligido ha causado, es verdad, males irreparables, pero sin culpa de la Nación sobre quien recaen. Las acciones, los descuidos, o sea conducta de algunos particulares en los primeros momentos de nuestra insurrección, exigirían tal vez un absoluto olvido, y a mí me duele mucho que no sea éste más compatible con el estado de una revolución. Pero la libertad de la imprenta no puede hacerse odiosa aun en este caso si la observancia de la ley se hace efectiva, pues su remedio es universal y alcanza para todo. Si por evitar el disgusto de algunos pocos o la aclaración de algunos hechos aislados, nos condenáramos de nuevo al fatal silencio que nos ha perdido, ¿habría justicia para disculpar un retroceso favorable sólo a ciertos particulares? Entre nosotros no son nuevos los bandos y parcialidades, y los que en todo tiempo se han decidido por unos o por otros, han debido mirar a lo que se aventuraban. Es muy especioso el decir que la libertad de la imprenta fomenta la división: no, Señor, esto provendrá en todo caso de la falta de sistema en los Gobiernos anteriores. Si la Junta Central, mientras su primer presidente se entretenía en arreglar el tapete de la mesa y la campanilla, hubiese decretado la libertad de la imprenta y fijado la regla que debía observarse constantemente con las personas de conducta varia o indecisa, ¿cuántos disgustos no se habrían evitado? ¿Cuántos dignos españoles, vueltos en sí, hubieran puesto su conducta fuera de toda sospecha? ¿Cuán fácil hubiera sido establecer la verdadera calificación de las personas? Esto ya no se hizo; mas no sería justo que por enmendar un yerro semejante se privase a la Nación del único recurso que tiene para contener dentro de los límites debidos al Gobierno y a los particulares, pues el freno a todos alcanza. He observado muy atentamente las quejas contra el abuso de escribir, y siempre he echado de ver que nacen del mismo origen. Recelos y re mordimientos en los unos, falta de costumbre de oír censurar la conducta de los hombres públicos en los otros. Pero estos y todos los demás inconvenientes ya se habían pesado en la balanza de la discusión que hubo en el Congreso. Cuando el Parlamento de Inglaterra quitó las últimas trabas que encadenaban la libertad de la imprenta en aquel admirable país, Guillermo III y sus Ministros, asombrados de una institución a su parecer tan nueva y atrevida, opusieron cuantos argumentos les pudo sugerir la cavilosidad y destreza de la corte para impedir tan saludable medida; mas la profunda sabiduría de los legisladores ingleses supo desentenderse de toda consideración que no fuese el bien publico de su país. Las mismas y aun mayores razones había entonces para repugnar o diferir a otra época su establecimiento. Personas afectas todavía a la revolución, a la república y protectorado, familias adictas a la casa de Eduardo, agentes de todas las facciones, y lo que era aun peor, del horrible fanatismo de los diferentes sectarios, cuyas abominables crueldades no han manchado nuestro suelo ni desfigurado el halagüeño aspecto de nuestra insurrección, todo esto, digo, existía en aquel momento, sin que fuese parte para que retrocediese un solo punto de su magnánima resolución aquel firme y respetable Senado. ¿Y cuál ha sido el fruto de ella? Adelantamiento y perfección en todo género de ciencias y artes, prosperidad y opulencia dentro y fuera; poder, grandeza y respeto de todas las naciones, mientras que nosotros, obstinados entonces en observar ciegamente la equivocada política que había introducido en la corte de Felipe IV el Conde-Duque, seguíamos un camino inverso, que al cabo nos ha conducido a la miserable condición en que nos hallamos. No es posible que conozcan todos a primera vista las grandes consecuencias de la libertad de la imprenta; pero aunque está reservado a nuestros hijos coger todo el fruto de ella, ya en el día se advierte bien claro su benéfico influjo. Recuerden las Cortes lo ocurrido en la administración del Reino en tiempo de la anterior Regencia; la falta de censura pública contribuyó a que continuase la prodigalidad del Gobierno en la provisión de empleos y gracias, y nada manifiesta mejor que la libertad justa y bien entendida es un poderoso freno contra aquéllos desórdenes, como la abierta guerra que se le hace por varias clases de personas públicas.

La absoluta seguridad en que antes se estaba de que no podía ser censurada la conducta de ningún funcionario, promovía la desidia, el egoísmo, y hasta la abierta injusticia en el cumplimiento de sus obligaciones. En el día todo ha comenzado a variar. El que es atropellado o perjudicado en su honor o en sus intereses, todavía tiene el recurso de denunciar las vejaciones. Y no es posible que haya quien desprecie tanto su opinión que no tenga algún respeto a la libertad de la imprenta. Yo podría traer en el día más de un ejemplo para comprobar esta verdad; y para no citar ninguno desconocido, baste la bien sabida anécdota de la memorable batalla de la Albuera, en cuya gloriosa acción todavía hubo valientes defensores de V. M. que en lo más terrible del fuego tuvieron la graciosa ocurrencia de exclamar: «¿Y qué dirá El Conciso?» Bien creo que parecerá a algunos fuera de propósito, y aun digno de risa y menosprecio, que se cite en este incidente; pero yo estoy bien persuadido que es mucho lo que significa, y no tengo reparo en presentarlo a la consideración de cualquiera que piensa por sí mismo, porque yo ni ahora ni nunca hablaré sino con el que esté en este caso. A todo esto debo añadir que a nadie sería más funesto que se debilitase la libertad de imprenta que al Gobierno, si no desconoce el apoyo que puede hallar en ella siempre que sea justo en sus resoluciones, diligente y enérgico en sus providencias, recto y profundo en sus miras. La opinión pública, a quien no podrá dejar de consultar en muchos casos, le sostendrá en sus grandes medidas y en su sistema gubernativo, si alguna vez encontrare oposición en la repugnancia o en las pretensiones de potencias extranjeras más fuertes o sagaces. Esta rápida indicación se percibirá mejor con la cláusula de un documento publicado en tiempo de la anterior Regencia; un documento que presento impreso, y que las Cortes tendrán a bien oír ahora. Habiéndose insertado en un diario de Badajoz una carta, que se suponía interceptada, y escrita por Napoleón a la Reina de las Dos-Sicilias, el Ministro de aquella corte cerca de la Regencia pasó una nota al primer Secretario de Estado quejándose de aquella publicación como injuriosa a su Soberana, y capaz de fomentar la desunión entre los tres alíados, etc. Para dar más peso a sus razones y Justificar la nota, elige el Sr. Ministro de Sicilia el argumento más fuerte que en mi juicio podía hacer entonces. He aquí la cláusula que le contiene: «Pero habiendo pasado impresa la carta desde este Reino de España, se han aumentado las sospechas bajo la muy sencilla reflexión que no estando permitida la libertad de la imprenta en estos Reales dominios, sólo su publicación daba margen a creer que el Gobierno la tuviese por verídica.» Que es lo mismo que reconvenir abiertamente a la república; pues a la verdad, no habiendo libertad de imprenta se debía suponer que la impresión se habría hecho con las licencias necesarias, y por lo mismo con su conocimiento y aprobación. ¿Cuál sería el resultado de acceder las Cortes a la consulta del Consejo de Regencia? Que no pudiendo menos de ser pública la resolución del Congreso, cualquiera embajador o Ministro extranjero, viendo autorizado al Gobierno para proceder por sí a la detención de impresos, y aun arresto de sus autores, pediría uno y otro siempre que lo juzgue conveniente. Y no sé yo en este caso cómo podría el Consejo de Regencia desentenderse de una condescendencia, por más que quisiese eludirla con toda la argucia diplomática de que se valió el Secretario de Estado contestando a la nota del Sr. Ministro de Sicilia; pues aunque no puedo asegurar si la satisfacción que se dio a su reclamación fue sólo la contestación que contiene este impreso, advertí que no tardó mucho tiempo en ser prohibido el diario de Badajoz. ¿Cuál sería la suerte de la Nación si la libre discusión de los intereses públicos había de estar subordinada a reclamaciones y condescendencias como la que se ha citado? ¿Ni qué apoyo y confianza podría tener el Gobierno de ser sostenido en los casos arduos si la opinión pública pudiese ser sofocada y aun atropellada por el influjo e intervención extranjera? Respecto de nuestras cosas, son innumerables los ejemplos que podría citar de la revolución para demostrar hasta la evidencia las funestas consecuencias de no poder escribir libremente. ¿Cuántas veces hemos visto la reputación de muchos hombres usurpada? ¿Cuántas otras comprometidas en grave daño de la causa pública? Los misteriosos e interminables procesos de tantos generales, ¿no han puesto frecuentemente en peligro sus vidas y la suerte de los mismos ejércitos? Dígalo si no entre otros el general Castaños, que para poder vindicar su conducta militar se vio obligado, si no me equivoco, a imprimir furtivamente en Gibraltar su defensa. Y últimamente, Señor, ¿cuál sería la condición de los vencedores de Chiclana, si mientras extraviada la opinión, quizá con la noble impaciencia de conseguir mayores ventajas, no se hubiera podido fijar aquella por medio de la imprenta, calificando el mérito respectivo de cada uno, y dejando en su lugar a todos los que se cubrieron de gloria en aquella memorable jornada? Baste ya, Señor, lo dicho para manifestar cuán perjudicial sería a la causa pública un atentado semejante contra el antemural de nuestra libertad. Todavía debo añadir algunas reflexiones sobre la naturaleza de tantas quejas como se acumulan contra la libertad de la imprenta. Muchas de ellas las creo de buena fe, y que proviene de la absoluta oposición en que se halla la doctrina política de varios funcionarios públicos con los principios liberales del Congreso, y aun con sus decretos. Nada puede ser más funesto para un Estado que el que el modo de pensar en las materias de Gobierno no sea conforme entre los que llevan sus riendas. Estoy bien penetrado de la perfecta concordia que existe entre las ideas y principios de los dignos individuos del Consejo de Regencia y el espíritu que anima al Congreso nacional. Mas no me atrevo a asegurar lo mismo de todos los funcionarios que sirven de canales a las órdenes del Gobierno en los diversos ramos de la administración pública: como Diputado me creo en la precisa obligación de ser muy explícito en materia tan grave y trascendental. Un Gobierno absoluto como el pasado no permitía ningún género de educación liberal; por lo mismo el sistema dominante había de consistir precisamente en no ser tampoco liberal en la administración.

Y si el Gobierno del día se vale de personas imbuidas en aquellas máximas que creen de buena fe que las reformas son perjudiciales; que para salvarnos debemos adoptar su régimen antiguo, y dar de mano a todo lo que no se haya hecho antes de la revolución; si olvidados de que su método ha sido ya experimentado por espacio de siglos y señaladamente en los últimos veinte años; que lo que ha dado de sí es haber traído sobre nosotros una invasión exterminadora, por cuya causa se ve obligada la Nación a buscar todos los medios de enmendar aquellos yerros; si no obstante estos desengaños se obstinan todavía en entorpecer el curso de un sistema que en vano intentan destruir, y cuyo espíritu magnánimo a todos acoge y defiende, ¿cómo es que haya energía y expedición en el Gobierno? Es una crueldad y es aun inhumano forzar a un individuo a que coopere al establecimiento de un sistema que está en oposición con sus ideas o intereses. ¿Qué sería de mí si trasladado a Constantinopla me obligasen a ser Ministro o funcionario de aquel Gobierno contra mi carácter, mis principios y toda mi doctrina? o yo me convertiría en un malvado, o habría de renunciar precisamente a intervenir en los negocios. Señor, los Estados no sólo se pierden porque abiertamente se conspire contra su libertad, sino también por equivocar los medios que se emplean para administrarlos. Si en todos los que dirigen el Gobierno no hay una perfecta conformidad, enlace y armonía de ideas y de principios con los decretos del Congreso nacional, la Patria será irremisiblemente víctima de la discordancia y de miras y doctrinas de ambas autoridades, y la buena fe con que puedan contradecirse los principios no excusa de responsabilidad a los que los impugnan, y por desgracia de todos, ni tampoco de ser igualmente sacrificados por su misma tenacidad y ciega manía de oponerse a cuanto tiene relación con reformas. Preciso es que yo recuerde un ejemplo que las Cortes tienen a la vista. Y es una especie de representación del señor Lasauca, sujeto, por otra parte, digno y lleno de virtudes, según estoy informado, en que a mi parecer intenta probar con la mejor fe, y citando, creo, desde el Pentateuco hasta el Apocalipsis, que no existe. En fin, lo que de ella consta, ¿cómo es posible que con tanta contradicción de ideas y de principios pueda el Gobierno estar expedito y las Cortes ser obedecidas? Yo no lo comprendo. Concluyo, Señor, con decir que el Gobierno tiene en su mano el medio de contener el abuso de la libertad de la imprenta, haciendo cumplir irremisiblemente la ley que han publicado las Cortes acerca de ella. Uno o pocos ejemplares atajarán el daño siempre que se advierta; y lo que en otros países produce efectos admirables, acarreará entre nosotros las mismas ventajas. Igualmente apoyo la proposición del Sr. Gordillo, no sólo como necesaria para asegurar la libertad de la imprenta, sino también por creerla indispensable para afianzar la imparcialidad de las censuras, evitando que pueda aparecer en ningún caso que los mismos que califican los escritos estén de uno o de otro modo unidos en intereses con el juez o jueces que debe aplicar la ley. No habiendo absoluta independencia entre ambas funciones, la justicia de las discusiones peligrará siempre, y el juicio público tendrá de continuo ocasiones de desconfiar.






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Sobre la Constitución


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Conceptos y principios básicos

[1] El Sr. ARGÜELLES: Si los señores preopinantes hubieran expuesto sus opiniones con más claridad, no habría sido necesario explicarse con tanta difusión. Creo que su idea era si se debió adoptar el método analítico o el sintético. Cualquiera que lea con cuidado esta definición, verá que la dificultad que tienen estos señores está salvada en los artículos siguientes, y al mismo tiempo cuál ha sido el espíritu y carácter que ha querido dar a este punto la comisión. Aquí no tanto se trata de ideas teóricas ni filosóficas sobre la naturaleza del estado primitivo de la sociedad, cuanto de establecer sobre las bases de nuestro antiguo Gobierno uno que pueda servir para que el Sr. D. Fernando VII, que felizmente reina, nos dirija y haga dichosos en adelante. Los mismos señores preopinantes han visto cuántas opiniones diferentes ha habido en sus pareceres; pues la misma diversidad y dificultad hubo en la comisión para acordar este artículo. Todo este trabajo es un sistema, y es imposible dejar de parar la consideración sobre todas las partes que le componen; pero cualquiera debe tranquilizarse, porque no hay ningún veneno; todo se presenta a primera vista. La palabra reunión, en que ha reparado el Sr. Capmany, también en la comisión encontró dificultades para ser adoptada, porque en la congruencia de términos pudo preferirse esta o la de colección, que se aplica con más propiedad a cuadros, libros, papeles, etc. Así, se adoptó la palabra reunión, que creyó la comisión era más general, traída para el mismo caso con mucha frecuencia; y sobre todo, ¿por qué nos hemos de desentender de que aun metafóricamente estaría bien usada? Al cabo, al cabo, no parece tal que se deba desechar en competencia de colección, conjunto, aglomeración etc. que se ha querido sustituir. En cuanto a las demás ideas que ha indicado el Sr. Alcocer, este Sr. Diputado no puede desentenderse de que no todos los habitantes de un país componen la nación en que se hallan, porque entonces los extranjeros transeúntes serían españoles; y esta es una idea falsa, porque hay habitantes que están en España, que son, digámoslo así, peregrinos, no obstante que gozan de los derechos de protección que les conceden las leyes: razón por qué el Sr. Alcocer no puede menos de conocer cuál ha sido la causa por que la comisión ha adoptado esta definición. Por consiguiente, si cualquiera Sr. Diputado se hace cargo de que, como he dicho, este es un sistema, debemos evitar la cuestión de si se debía preferir el método analítico o el sintético: nos perderíamos en ella por la diversidad de opiniones; y cualquiera que se adoptase, sería imposible presentar a primera vista todas las ideas. El orden y generación de ellas sería propio de una academia, no de unos legisladores.

[2] El Sr. ARGUELLES: Quisiera, señor, que la comisión fuese oída antes de pasar adelante en la discusión. Como individuo de ella voy a hablar, no para oponerme a los sólidos y juiciosos reparos del Sr. Anér, sino para justificar a aquella de la nota en que acaso, en sentir del Congreso, pudiera incurrir al oír lo que oportunamente acaba de decirse, si no se enterase también de los motivos que tuvo para extender el articulo según aparece. Incurriría, digo, en alguna nota, que en mi dictamen podría ser o de imprudente o de insidiosa. El Sr. Anér por las reflexiones que ha hecho veo que ha oído, como yo, decir que la última cláusula del artículo es capciosa, y para quitar toda duda y aun motivo de sospecha, desea que se suprima. La comisión no ignoraba que la mala fe analizaría con cavilosidad todas las palabras y aun todas las inflexiones para descubrir motivo de hacer sospechosa la obra, introducir recelos, e inducir a equivocaciones a los melindrosos y suspicaces. Halló, digo, la mala fe en la cláusula una disposición necesaria e inocente, pero forzando su sentido quiso aplicarle el dañado designio de Napoleón, que perdido y fuera de sí ha querido alucinar a los incautos con el ridículo empeño de pintar al Congreso compuesto de hombres revoltosos y desorganizadores. Por desgracia habrá logrado sorprender en tan grosero lazo a algunos; pero la más leve reflexión será siempre suficiente para descubrir tan miserable impostura. Sus ardides son ya demasiado conocidos; y era preciso otra originalidad que la que ha manifestado hasta aquí para que la comisión los hubiese tenido. Los mismos reparos que con tanto juicio expuso el señor preopinante, los tuvo ésta muy presentes; pesó los inconvenientes de expresar, como lo está, el artículo y las ventajas de presentarlo de otro modo, y en la comparación triunfaron las razones que expondré luego. Así es que la comisión no es ni debe ser reputada por imprudente como se creería, si por ligereza o irreflexión hubiese extendido la cláusula según se lee. Los que en España no quieren Constitución ni reformas, y sólo están bien hallados con el sistema en que han mandado a su voluntad y sin responsabilidad alguna, claro está que tildarán el artículo de oscuro, insidioso, falaz, y cuanto crean conveniente atribuirle para inspirar en la opinión pública recelos y desconfianza.

Más como al fin sus mismas censuras han de pasar también por el examen público, la comisión contó siempre con esta clase de enemigos, y confió en el recto juicio y sana crítica de los españoles. Sabía que su obra había de ser analizada, desmenuzada de mil modos, y que la discusión al fin vendría a ser quien la rectificase en todas sus partes. Aun cuando se hubiese querido olvidar de sus obligaciones, la voluntad soberana y patente de la Nación habría reprimido sus intenciones. No lo necesitó; su voluntad y su anhelo eran los mismos que los de todos sus conciudadanos, y la Monarquía era igualmente que para ellos el objeto de sus deseos. ¿Qué pues le había de importar el que un puñado de maliciosos depravasen el sentido de algunos artículos, la sencilla inteligencia de esta o la otra cláusula? ¿Cómo había de creer la comisión que el ridículo, el temerario empeño de atribuirle designios de alterar la forma de gobierno, pudiese a la vista del artículo encontrar cabida en los españoles sensatos, ni anidarse tan extravagante idea en la cabeza de ninguno que conserve en buen equilibrio los fluidos y fibras del cerebro? Si además de la voluntad nacional, tan solemnemente proclamada en este punto, tenía a la vista la índole de nuestra antigua constitución, los conocimientos que además ofrece de ella nuestra historia, ¿cómo sería posible introducir en su obra artículo ni cláusula contraria, sin que chocase abiertamente con todo el sistema de aquella? Yo siempre he visto gobernada a España por la forma monárquica. Si dejamos a un lado nuestra oscura historia en tiempo de los fenicios y cartagineses, y aun en el que fuimos colonias y municipios romanos, la Monarquía goda nos presenta una serie no interrumpida de Reyes, sin que la elección de Íñigo Arista, en Aragón, ni D. Pelayo en las montañas de Asturias causen estado contra el gobierno monárquico. Además, la desastrosa experiencia de las tentativas de los franceses hubiera bastado por sí sola a refrenar el descarrío de la comisión, si el aprecio y estima que nunca han dejado de hacer de sí mismos los individuos que la componen, no hubiese sido bastante a contenerlos en los límites del sentido común. Los que faltando a las leyes de éste hayan querido atribuirle otras miras ulteriores de las que aparecen, fundándose en la cláusula del art. 3º lograrán sorprender solamente a necios o a muchachos. A estos no los ha buscado ni buscará jamás la comisión por jueces suyos. Esto es por lo que toca a aquí, en España: respecto de otras naciones, Napoleón siempre alegará a las potencias a quienes intente alucinar que el Congreso es faccioso, demagogo, con otras mil extravagancias y absurdos que se dicen y se reproducen por los Gobiernos, y señaladamente por los que siguen las máximas del suyo. Mas como el Congreso no es una escuela de muchachos en que el maestro usa del miserable arbitrio de hablarles de duendes, de fantasmas y otros cocos semejantes para hacerles miedo y conducirlos a su placer, la comisión no quiso ni debió hacer caso de tan despreciables medios. Las potencias de Europa observan al Congreso, y no se guían para formar su juicio acerca de su digno y grave proceder por lo que les digan los satélites de un tirano a quien detestan. La conducta magnánima de los españoles, sostenida y confortada por sus Cortes generales y extraordinarias en toda la serie de sus decretos y providencias, son los comprobantes de la generosidad de los primeros y de la majestuosa firmeza de estas. La comisión ha debido confiar que la solemne manifestación que hizo la Nación española en Mayo de 1808 en todos los puntos de la Monarquía, acá y allá de los mares a un mismo tiempo, de un mismo modo, sin preceder deliberaciones, consultas, expedientes ni convocatorias, por la cual hizo patente su soberana voluntad de no ser en ningún tiempo gobernada por extranjeros ni contra su voluntad, proclamando libre y espontáneamente al Sr. D. Fernando VII por su único y legítimo Rey, sería en todos tiempos por su naturaleza y por los sublimes efectos que ha producido la prenda más segura para con las naciones de Europa de su constancia e irrevocable resolución. Esta es superior a todas las cláusulas y a todas las protestas. Un Congreso que la representa, y que está particularmente encargado de arreglar y mejorar la ley fundamental que ha de hacer glorioso al Monarca, y feliz al pueblo que gobierna, nunca podía separarse en lo más pequeño de su soberano mandato. La comisión, Señor, tuvo siempre a la vista todas las circunstancias de la santa insurrección; entre ellas, la que más domina es la voluntad de los españoles de ser gobernados por el señor D. Fernando VII. ¿Qué quiere decir esto? Que la Nación ha excluido del modo más explícito toda forma de gobierno que no sea el monárquico. La comisión no olvidó un solo instante que las Cortes estaban congregadas para restablecer la primitiva Constitución, mejorándola en todo lo que conviniese; así es que sabía que habían venido no tanto a formar de nuevo el pacto, como a explicarle e ilustrarle con mejoras. ¿Cómo, pues, podía ofrecer en su proyecto ningún artículo, ninguna cláusula que incluyese la menor idea contraria a la solemne y auténtica declaración de la voluntad nacional? Porque la malicia o la cavilosidad pudiesen aparentar recelos, ¿por eso la comisión había de omitir cláusulas esenciales? La comisión conoce hasta qué punto debe el Congreso llevar sus consideraciones con las potencias extranjeras. Las ha respetado con toda la posible circunspección. Mas antes de todo, ha querido ser fiel al sagrado ministerio de desempeñar el encargo que se le ha confiado. La Nación española es libre e independiente; y la comisión hubiera comprometido por su parte tan inviolables derechos si hubiese procedido en su obra con servilidad. El derecho público de las naciones había establecido y consagrado desde mucho tiempo el respetable principio de que ninguna nación tiene derecho para mezclarse bajo de ningún pretexto en el arreglo interior y económico de otra. España ha sido escrupulosísima en la observancia de tan prudente y saludable máxima. Su fiel aliada es buen testigo de esta verdad; pues aun en los tiempos más calamitosos de sus revoluciones fue respetada por nosotros y por toda la Europa, y entre otras señaladas épocas de su historia se ve con cuanta independencia procedió en el protectorado de Cromwel en el restablecimiento de la Monarquía, y después de la abdicación de Jacobo II, poniendo a Guillermo III las limitaciones que creyó convenientes para ocupar el Trono de Inglaterra, limitaciones que pudo haber llevado hasta donde hubiera querido, sin que ninguna Nación de Europa hubiese osado contrariar. Sólo el trastorno de todas las leyes y de todos los derechos por la revolución de Francia es el que ha introducido el pernicioso ejemplo de respetar poco tan discreta como ventajosa política.

La comisión, en su proyecto, no presentó ninguno de aquellos principios subversivos que pudiesen causar inquietudes ni recelos a otras naciones. Se remite con gusto a todos sus artículos, al tenor de cada uno, y sobre todo al sistema de la obra. Pero al mismo tiempo no ha podido desentenderse de que España, víctima en todas épocas del influjo de Gobiernos extranjeros, debía hoy cortar de raíz el funesto germen de tantas guerras y disensiones como la han afligido. La cláusula, a su parecer, era la única que podría conseguirlo. Protestas, juramentos ni renuncias de nada han servido. ¿Qué renuncia más solemne que la que hizo Luis XIV a nombre de su mujer la Infanta Doña María Teresa, desistiéndose de todos sus derechos eventuales a la Corona de España? ¿No halló después consejos y publicistas que sostuvieron que su renuncia no podía tener consecuencia ninguna por haberse hecho solamente pro bone pacis, y de modo alguno en perjuicio de derechos que no habían podido ser perjudicados en el nieto por el acto del abuelo? Sí, Señor, publicistas, no filósofos ni hombres de bien, sino aquellos escritores que viven de las migajas y relieves de las mesas ministeriales. Así es que en desprecio de tan solemnes juramentos y de la independencia española se formalizaron el año de 1700, sin explorar siquiera la voluntad de la Nación, tratados de partición de la Monarquía, cuyas consecuencias asolaron y anegaron en sangre este desventurado Reino. La comisión, con este escarmiento, y con el horrible y bárbaro atentado de Bayona, que arrastró a aquella infausta ciudad millares de hombres para comprometerlos con sus familias, no podía menos de introducir en el artículo una cláusula que recordase en todos tiempos que la independencia de la Nación debía ser tan absoluta, que della sola le tocase adoptar hasta la forma de gobierno que más le conviniere. La falta de previsión ha sido siempre en España la causa principal de los males que ha sufrido. Y si en la guerra de sucesión se malogró la ocasión de asegurar al Reino su independencia, el Congreso está obligado a proclamar solemnemente que la Nación jamás consentirá la más leve ofensa en tan sagrado derecho. Las extranjeras naciones verán en esto una declaración grande y magnánima, que no podrán menos de respetar y apreciar, porque en realidad renueva el Código universal de su libertad e independencia que tanto les importa restablecer. Además, la comisión quiso precaver el caso de que una intriga extranjera o doméstica, apoyada en aquella, redujese a la Nación a la esclavitud antigua escudándose con la Constitución. El Congreso oye todos los días la lamentable confusión de principios en que se incurre, que con tal que en España mande el Rey, las condiciones o limitaciones se miran como punto totalmente indiferente. Se supone con facilidad que la forma monárquica consiste únicamente en que uno sólo sea el que gobierne, sin echar de ver que este carácter le hay también en el Gobierno de Turquía. Y cuando se habla de trabas y de restricciones, al instante se apela a que se mina el Trono, y se establecen repúblicas y otros delirios y aun aberraciones del entendimiento. Como si la comisión ignorase que el que propusiese en España semejante originalidad lograría, cuando menos, atraer sobre sí el desprecio general, castigo creo yo mayor que todos los castigos para el hombre que estima en algo su opinión. Por lo mismo la comisión ha querido prevenir el caso de que si por una trama se intentase destruir la Constitución diciendo que la Monarquía era lo que la Nación deseaba, y que aquella consistía solamente en tener un Rey, la Nación tuviese salvo el derecho de adoptar la forma de gobierno que más le conviniere, sin necesidad de insurrecciones ni revueltas. Lo que constituye para todo hombre sensato la Monarquía, o la forma del gobierno monárquico, son las leyes fundamentales que templan la autoridad del Rey; lo contrario es una tiranía. Por otra parte, la experiencia hace ver la necesidad de no suprimir la cláusula cuando el mero hecho de intentar restablecer lo que se observó en Aragón, y aun en Castilla, se pretende calificar de subversivo e incompatible con la Monarquía. El celo y buen deseo del Sr. Terrero le ha hecho anticipar una cuestión que todavía está muy distante. Sus reflexiones serán muy oportunas al hablar de la sanción del Rey. Porque ahora, ¿quién podría disputar a la Nación la autoridad de hacer leyes civiles y económicas si la tiene para establecer las fundamentales? La parte que se pueda dar al Monarca en la formación de las primeras, es punto muy accidental, y en nada altera la naturaleza de las facultades que por su esencia deben tener ambas autoridades. Las Cortes las ejercerán según el modo que establezca la Constitución, sin que puedan extenderse más allá de sus límites. Y el Rey igualmente usará de su autoridad conforme a lo dispuesto en la ley fundamental, sin que el intervenir en la formación de las leyes tenga otro objeto que asegurar más y más el acierto y la sabiduría de tan graves resoluciones. Antes de concluir debo indicar que todavía se propuso la comisión, al extender la cláusula que se discute, dejar abierta la puerta en la Constitución a un capítulo, que se presentará a su tiempo, sobre el modo de mejorar en ella lo que la experiencia acredite digno de reforma. Y este artículo, aunque al principio del proyecto, tiene íntimo enlace con el capítulo insinuado; tal es la naturaleza de todo sistema. Por tanto, Señor, sin que se crea que yo me resisto a lo que exija la prudencia y otras justas consideraciones, ruego al Congreso que en el caso de suprimirse la cláusula, se permita a la comisión hacer alguna oportuna adición que pueda llenar el objeto de su plan.

[3] El Sr. ARGÜELLES: Insistir tanto en esta adición parece como que en algún modo se recela de que la Nación española pueda admitir otra religión que la católica. Parece que nos olvidamos que la Constitución empieza con la protesta de En nombre de Dios, etc., y de que en todos los juramentos que en ella se prescriben, se ha hecho mención de la religión católica, apostólica, romana. Yo quisiera que no se desentendieran los señores preopinantes de que el mismo San Agustín, en su Ciudad de Dios, y otros Santos Padres, particularmente los griegos en sus obras políticas, jamás se separaron del estilo y método de Platón, Aristóteles y otros filósofos gentiles que escribieron de política, de los cuales se preciaban de ser imitadores. La Constitución es una expresión del derecho público. La Nación se reunió para formarla, y al reunirse juró de la manera más solemne, clara y terminante la religión católica, apostólica, romana, con exclusión de otra cualquiera. Por consiguiente, el insistir aquí en que se ponga esa adición, será una cosa muy laudable, muy religiosa, pero muy contraría al orden. Yo quisiera que el mismo Sumo Pontífice escribiera una obra política: sin duda la escribiría como autor particular, sin acordarse de que era Pontífice. Parecerá que la comisión no tuvo presente la religión que profesan los españoles; pero de esto puede responderse con el capítulo II, donde se propone una ley expresa al intento.




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Ciudadanía

[1] El Sr. ARGÜELLES: Señor, el Sr. Huerta no tendrá presente todas las razones que tuvo la comisión para poner este artículo como está. La comisión tuvo presente las escrituras de millones que ha citado, y otros documentos. Tuvo presentes las dificultades que en ellas se ponían para la, ad misión de extranjeros en estos reinos; pero sabía que el Congreso es superior en autoridad a todo esto, y que razones posteriores podrían exigir que se restringiese o amplía se lo que los Gobiernos anteriores, que usurparon todas las facultades, alteraron esto, a pesar de que se conservó siempre la fórmula de pedir el consentimiento a las ciudades de voto en Cortes para naturalizar a los extranjeros. Pero es menester tener presente que es muy distinto el derecho de naturaleza del de ciudadano. El ciudadano, Señor, tiene derechos muy diferentes, y más extensos que el que sólo es español. No hay más que ver el contexto de los artículos, y se hallará que el que no tiene la edad competente, el que está procesado, el que es natural de África, el que vive a soldada de otro, etc, aunque sea español, no tiene derecho a ejercer estos actos de ciudadano hasta pasado el tiempo que se señala en otros artículos. En España se han visto grandes abusos en esta parte, pues ha habido extranjeros que apenas han sabido hablar la lengua cuando ya han estado empleados en destinos de mucha cuenta; y aunque a la verdad no haya que arrepentirse de todos estos casos, es necesario ser cautos, y proceder en adelante con más escrupulosidad. Las razones políticas que entonces hubo para poner mayores restricciones a los que pasaban a las provincias de Ultramar, son claras; pero en lo sucesivo las Cortes son las que han de dar estas cartas, y el método de proceder suyo no está expuesto como antes al capricho del Gobierno, que a pesar de la prohibición concedía facultad al que no debía, y la negaba tal vez a las personas nada peligrosas, y que podían ser útiles. Además, ¿por qué estas Cortes han de restringir las facultades a las futuras en cosas en que no se sabe como ocurrirán? ¿Por ventura está vinculada la sabiduría en este Congreso? En la Constitución se fijan solamente las reglas que pueden determinarse de antemano: calificar los casos en que hayan de aplicarse tocará a las representaciones futuras, que lo harán con acierto por el conocimiento que tendrán de las circunstancias.

[2] El Sr. ARGÜELLES: No puedo oír con indiferencia que se trate a la comisión de iliberal y poco mirada, presentando un artículo contradictorio, inconsiguiente y lleno de no sé yo cuántos otros defectos más que han tenido a bien los señores preopinantes atribuir al que se discute. Aunque no estoy preparado para contestar debidamente a los argumentos que se han hecho por el señor Uria en su bien meditado discurso, y por el Sr. Alcocer en su erudita y elocuente exposición, procuraré o (sic, por a) lo menos manifestar las razones que tuvo la comisión para extender el artículo según aparece.

La comisión no ha sido iliberal ni irreflexiva; sus principios son bien conocidos, y los sentimientos de sus individuos igualmente notorios. Mas en este punto procedió sujeta a leyes claras y terminantes. Ya en los primeros días del Congreso, los Sres. Diputados por América manifestaron sus deseos en él, excluyendo explícitamente a varios habitantes de ella. (Interrumpido el orador por haberse dicho en Octubre, añadió): Además de ese decreto, pues yo no hablo de las proposiciones presentadas por Setiembre, el decreto de 15 de Octubre precisamente es la base del artículo que la comisión no podía variar. Fue muy discutido y controvertido por las Cortes; es claro y decisivo, y la comisión no ha hecho sino amplíarle todo lo que pudo, sin oponerse a lo que dice su tenor. ¿Cómo, pues, se la tilda de liberal? (sic, por iliberal) Fue detenida y mirada, porque ha querido aplicar en todo el rigor posible los principios más liberales, sin comprometer por eso la tranquilidad y contento de toda la Monarquía. El artículo no está examinado como debía. No priva a los originarios de África del derecho de ciudad: indica sí el medio de adquirirlo, y dice cómo pueden ser admitidos a participar de los privilegios de la cualidad de ciudadano con utilidad suya y de la Patria. Y así es que yo desearé que el artículo sea analizado por los señores que han pedido la palabra con toda la atención que les sea dable, antes de repetir lo dicho contra la iliberalidad de la comisión. La ancha puerta que les deja abierta la virtud y el mérito para ser ciudadanos, forma un inmenso campo para las acciones dignas de todas clases en que poder aquellos apreciables individuos hacerse acreedores al derecho de ciudad. No es exacto decir que los términos del artículo equivalen a una negativa por no haber en aquellos países ocasiones de contraer el mérito de los españoles en la Península. El mérito y los servicios siempre son relativos; y los que se exijan de aquellos individuos serán calificados en su caso con respecto a su condición, esto es, al estado en general de su clase, y al particular de cada individuo. Las Cortes así podrán conceder carta de ciudad, no sólo a pocos individuos a la vez, sino a muchos, conforme a sus merecimientos. Se hará entonces con conocimiento de causa y con el debido discernimiento, para que sea el premio y galardón de la virtud y del mérito. Los países de América ofrecen un teatro muy digno en que poder los individuos de que se habla ejercitar sus virtudes y talentos en todo género de acciones útiles y señaladas. No sólo los servicios militares se reputan por merecedores de premios en una sociedad; las virtudes cívicas, o sea sociales, lo son igualmente. Pero ¿quién puede negar que en América aun las acciones militares brillan y reclaman la gratitud nacional tanto como en la Península? Los esforzados españoles que mantienen la tranquilidad de tan preciosos países, los que reducen al respeto y obediencia de las leyes y de la autoridad legítima a los que por una fatalidad los habían desconocido, ¿no son tan beneméritos, tan dignos de premio como los jefes y militares que ha citado el Sr. Uria en la madre Patria? Y si entre ellos hubiese personas que se hallen en el caso del artículo, ¿no pueden ser por el mismo hecho recompensados con una declaración tan honrosa y útil como la de ciudadano? Sí, Señor, pueden merecerla, y la habrán merecido. Nada más justo; pero entonces es por mérito reconocido, como debe suceder, con discernimiento, única circunstancia que hace apreciable el premio. La comisión bien hubiera deseado que circunstancias particulares mejor conocidas de los Sres. Diputados por América que de los de la Península, le hubiesen permitido, u omitir el artículo, o concebirle en términos, ya que se quiere llamar así, más liberales. La comisión tenía en su seno varios dignos individuos americanos, a quienes oyó en esta materia con toda la deferencia y atención que se merecen. Mas cualquiera que fuese la opinión individual de cada uno de aquellos señores, no podía menos de arredrarse al formar el artículo. Sabía que un error de los Gobiernos anteriores había llevado a aquellos países los naturales de otros climas, y que un sistema igualmente equivocado, lejos de aliviar su suerte y mejorar su condición, las había agravado. Así es que el resultado de ambos hechos produce una diferencia, que por desgracia tiene su apoyo en la opinión de unos y en las preocupaciones de otros. La comisión desearía haber presentado en todo su proyecto la más cumplida uniformidad, mas ¿podía hacerlo? ¿Tenía a su disposición los medios de dirigir las opiniones, las ideas recibidas y arraigadas con la educación y con muchos años de destruirlas o de trasformarlas? ¿Es culpa suya no hacer el mayor de los imposibles? Más bien es digna de compasión que de ser tachada de iliberal. Yo respeto como nadie las luces y opiniones de mis dignos compañeros los señores americanos; no obstante, aunque soy también el que ignora más las cosas de su país, y por lo mismo el que habla de ellas, según lo he confesado siempre, con más desconfianza, no sé yo cómo sería admitida una innovación tan absoluta y general, ni qué consecuencias podría acarrear. En este punto quisiera yo que el Sr. Alcocer no hubiese pasado tan rápidamente sobre uno que miro como esencialísimo; y espero que los señores que hablen después, aclaren la intención o inteligencia de lo que solicitan, para que pueda el Congreso deliberar. La palabra ciudadano no puede ya entenderse en el sentido tan vago e indeterminado que hasta aquí ha tenido. Aunque término antiguo, acaba de adquirir por la Constitución un significado conocido, preciso, exacto. Es nuevo en la nomenclatura legal, y no se puede confundir en adelante con la palabra vecino. Aun ésta entre nosotros significaba más que lo que el Sr. Alcocer ha indicado en su erudito discurso; pues no sólo habilitaba al que era vecino para poder ser individuo de una cofradía, mayordomo de fábrica, etc, sino para empleos municipales de mucha consideración, alcalde o juez ordinario, regidor, diputado del común, etc. En los empleos de otras clases el vecino opta, según su mérito, con los demás españoles.

Por tanto, ora se mire como sinónimo de ciudadano la palabra vecino, ora diferente, es necesario examinar qué acepción tiene ahora por la ley fundamental el nombre ciudadano. El artículo 23 le da voz activa y pasiva para los empleos de la república, y el 91 le concede la mayor prerrogativa de un español, que es nombrar y ser nombrado representante de la Nación. Por el primero, los individuos de que se habla pueden ser desde este momento prebendados, magistrados, Prelados eclesiásticos, Ministros, consejeros de Estado, virreyes y capitanes generales; por el segundo pueden y deben ser Procuradores de Cortes, no sólo nombrar a quienes hagan sus veces, sino venir al Congreso nacional a representarse a sí mismos, a sus conciudadanos, a la Nación entera, a deliberar como sus dignos defensores. Esta extensión de facultades que da el título de ciudadano, título adoptado necesariamente para plantear el sistema representativo, y del cual forma una de las principales bases, ¿debía, o no, obligar a la comisión a que fuese circunspecta? ¡Ojalá hubiera podido ser tan liberal como son sus sentimientos! Pero ha tenido que sacrificarlos a la conveniencia pública, al bien general del Estado. La cualidad de ciudadano habilita a todo español para serlo todo en su país, sin que reglamentos, ni privilegios de cuerpos ni establecimientos puedan rehusar su admisión.

Ahora bien: esta latitud de cualidad ¿hallará, sí o no, repugnancia en América? La comisión ¿es iliberal y poco reflexiva en no haber temido el efecto que esto pudiera causar en unas provincias en que dominan las mismas preocupaciones que en las de la Península? Yo aseguro al Congreso que, constituida en la dura necesidad de formar el artículo, tuvo que proceder por un camino lleno de peligros, por el agudo filo de la más angustiada perplejidad. Una latitud demasiada y una restricción excesiva eran escollos que debía evitar igualmente. Scila y Caribdis amenazaban de ambos lados: ¿qué había, pues, que hacer? El ejemplo de los griegos y los romanos no sirve para resolver esta cuestión. Sus repúblicas estaban constituidas de un modo desconocido en los Gobiernos de Europa. El estado civil de sus ciudadanos distaba mucho del sistema que hoy rige en las naciones modernas. No obstante los rigorosos principios de justicia y libertad social, estuvieron siempre subordinados a la conveniencia pública, que usaron como la ley suprema. En el día tampoco puede ningún Estado separarse de aquella en el establecimiento de un sistema económico, que no es otra cosa en el punto que se discute sino el estado civil. La Nación debe llamar a componerle a los que juzgue oportuno. Para esto no hay ni puede haber reglas de rigorosa justicia que no estén sujetas a la modificación que exija la pública utilidad. Si una numerosa clase de españoles no se halla en el día en disposición de desempeñar todos los derechos de ciudad, ¿no será prudente y justo proporcionar el medio que progresiva y gradualmente pueda ir adquiriendo su goce sin chocar la opinión, que, por más que se diga, lo habría de repugnar?

Yo, Señor, tengo que hacer la mayor violencia a mis principios y a mi genio para aprobar el artículo; pero a fe mía no puedo saber si cometería un absurdo en desecharle. No tengo conocimiento práctico de América; mas por las ideas que acerca de este punto hay en la Península, por los informes que he tomado, por lo mucho que se ha controvertido en la comisión, dudo que pudiera haberse extendido en términos más propios para combinar los intereses de ambas partes. La comisión creyó prudente abrir la puerta a los individuos que en el día se hallen en estado de desempeñar las funciones de ciudadano, funciones que no pueden dividirse en activas y pasivas. El ciudadano español ha de tener el ejercicio de todos sus derechos; el sistema adoptado resiste que se dividan, y la comisión creyó que no podía concederse el estado civil bajo esta latitud a una clase tan numerosa sin hacer algunas modificaciones. El ejemplo de otras naciones, lejos de probar contra el artículo, hace ver que las más cultas y liberales han procedido en este punto con la misma circunspección. La notoriedad de los hechos que la demuestran me dispensa reproducirlos. La comisión creyó que las Cortes sucesivas, con más tranquilidad, con más luces en tan delicadísimo punto (sin que por eso sea visto que no aprecie yo por mi parte las de los señores que han hablado), podrían hacer partícipes de los derechos de ciudadano si se quiere a gran parte de la numerosa clase de que se habla. Los términos del artículo son más latos que lo que han dicho los señores que me precedieron. Y en todo caso, los señores americanos no han tenido razón para cargar a la comisión de iliberal y demás tachas que la pusieron. Ha procedido con sujeción a un decreto que tomó por base del artículo; y lejos de atenerse al rigor de sus palabras, ha hecho cuantas ampliaciones creyó compatibles. Los señores que continúen la discusión, espero que, manifestando su intención de dar a la cualidad de ciudadano la extensión del término y sentido constitucional, o de restringirla, podrán facilitar la resolución de este artículo.

[3] El Sr. ARGÜELLES: Señor, el artículo que se discute es una consecuencia del 22. Los señores que han hablado no han hecho más que reproducir lo que se dijo en aquella discusión; por lo mismo me ceñiré a breves reflexiones. Contestaré en globo a las razones que alegó el señor Arispe en la especie de interpelación que me hizo. La publicidad y el modo con que se delibera sobre este punto, asegurarán a la América de la justificación con que ha procedido la comisión. Se dice que las castas están incluidas en el censo general, y que por lo mismo deben constituir parte de la base para la representación nacional. No es el censo general el que la comisión ha tomado por base, o lo que es lo mismo, no es la población total la que sirve de base para esa representación. No hay tampoco la desigualdad que se ha supuesto con respecto a la Península, pues ni aun en esta se ha tomado la población absoluta para dicha base. No hay todavía un sistema fijo para establecerla, ni hay ley alguna, divina ni humana, que prescriba cuál deba ser. Las naciones más cultas han variado en este punto, y cada una de ellas ha adoptado la que le ha parecido más conveniente. Unas han tomado por base el número de almas indistintamente, otras la población limitada a ciertas clases, otras la propiedad territorial. La comisión ha tenido presente toda esta variedad de sistemas para adoptar la base que más le convenga. Ha creído autorizada a la Nación para esto, y la comisión propone la que ha creído más oportuna, esto es, la que se funda en los derechos de ciudad.

El Sr. Pérez de Castro tiene ya manifestado que aquí se trata sólo de ciertas clases, esto es, de las familias ciudadanas, no de todos los habitantes. Se ha dicho también que las castas tenían un derecho para ser representadas; pero en efecto, ellas lo están por este medio. Cuando se discutió el art. 22 se dijo que las castas debían quedar excluidas de los derechos políticos, pero gozando de todos los civiles. De hecho, pues, están ya representadas por los Diputados de aquellas provincias a que pertenecen, aunque no lo estén de derecho. En esto no hay duda. Se han citado las repúblicas de Grecia y Roma; pero en aquellas los esclavos y libertos eran representados por los ciudadanos romanos. Las leyes hacían una diferencia muy grande entre ciudadanos y libertos; y así imponían a estos la pena de azotes, la de muerte, etc, que no podían imponer a los ciudadanos. Las leyes políticas se dirigen al bienestar de los ciudadanos en general, pero no al particular de cada individuo. Estos argumentos, por consiguiente, tienen más de declamación que de solidez. Se ha dicho por alguno de los señores que la comisión acaso habrá puesto el artículo en estos términos, temiendo que la diputación americana exceda en mucho a la europea; pero no es así. La comisión y todo el mundo saben que la población de todos los países está en razón de la fecundidad y de los medios de subsistencia. El clima de América favorece la población, el alimento es más barato y abundante que en la Península, pues da casi gratuitamente los comestibles que aquí cuestan dinero y trabajo en el cultivo. Y como muchos obstáculos se van removiendo por la Constitución, resulta que dentro de poco la población de América será muy crecida, y por consiguiente, deberá serlo también con el tiempo su Diputación, admitida esta base, si ya no es que las Cortes venideras tengan por conveniente variarla. Mas a las castas les queda siempre el derecho de entrar a la clase de ciudadanos por la puerta de la virtud y merecimiento, y esta puerta admitirá centenares de hombres que no pueden entrar en la Península, pues no existen. Si se lee el art. 29 con cuidado, se verá que la co misión dice lo mismo de las castas que de los extranjeros. (Se leyó.)«He aquí cómo los extranjeros que pueden venir a España están excluidos del derecho de ciudadanos, aunque no sus hijos; porque nacidos en España serán tenidos por españoles. Decir que estos serán pocos, no es argumento; porque es menester mirar la cosa en sí, y sobre todo pueden venir muchos, pueden venir una provincia, un reino entero.» Repito que este artículo está arreglado al tenor del 22, y cuantas razones se alegaron entonces para su aprobación deben reproducirse aquí.




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Cortes


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Cortes (en general)

El Sr. ARGÜELLES: Desearía hablar como individuo de la comisión, para que no se me olvidasen algunas reflexiones que se han hecho, ya que han tenido la ventaja de hablar por escrito los señores preopinantes después de haber analizado y aun exornado su misma exposición. Estos dos señores han perdido de vista uno de los principios más esenciales. La comisión recuerda que es un sistema su obra. Si no se hubiese olvidado este punto, se hubiera facilitado la cuestión, que se ha encaminado por una senda que se va a llenar de escombros.

Yo no podré acordarme de todos los puntos que se han tocado; pero espero que el Congreso tendrá a bien oírme, aunque me explique con desorden e inconexión. En primer lugar, debo sacar de una equivocación al Congreso. La comisión no ha tratado de excluir los estamentos, sino en cuanto al modo de llamarlos a las Cortes. Es argumento capcioso acusar a la comisión, sin probarlo, que unas clases del Estado no vienen a componerlas porque su asistencia varia accidentalmente. El Sr. Borrull, a quien procuraré contestar primero según me vaya acordando, ha hecho una exposición de cómo se congregaban antiguamente las Cortes, que todos sabemos; pero ha omitido un punto esencial, que es, que este modo de congregarse, además de ser imperfecto no ha sido uniforme en toda la Monarquía. La comisión, cuando meditó este asunto, atendida la cortedad de un discurso preliminar, se abstuvo de dar todas las razones que hubiera podido, y de hacer alarde de una erudición inoportuna, siendo esta en todas materias la parte más fácil de desempeñar con brillantez y aun profundidad. Sólo escogió las razones y principios capitales que juzgó suficientes para fundar su opinión; y si fuera compatible con la angustia del tiempo, yo pediría al Congreso permiso para responder a los dos papeles leídos, teniéndolos en la mano. El Sr. Borrull ha omitido un punto tan esencial, porque a explicarlo, se hubiera visto que en España no se han conocido Estamentos a la manera que se ha querido indicar. Vio la comisión que estos se formaban de distinto modo en Aragón, Castilla, Navarra, Cataluña, y aun en Valencia. Esta es una de las varias razones por que la comisión consideró impracticable aquel sistema; y el señor preopinante debía haber manifestado el camino que debía seguirse después de impugnado el sistema que se discute. Lo demás es destruir solamente, siendo acaso o imposible reedificar. La comisión vio que había estamentos; pero no el método con que se formaban. Vio que los había en todas partes; pero sin reglas fijas que determinasen en cada reino las clases y su número respectivo de un modo invariable. La comisión indicó, al parecer con desconfianza, el origen de los estamentos, cuando dijo que el que juzgaba más verosímil era el sistema feudal. Mas esto no tanto fue duda, como modestia que creyó debía usar en puntos sujetos a controversias literarias. Más adelante afirmaré que no tuvieron otro origen. No reproduzco las razones que da la comisión en su discurso preliminar sobre la irregularidad de los estamentos, los vicios del sistema de su convocación, lo impracticable de restablecerse en el día, adoptados los principios reconocidos por el derecho público de las naciones libres para el sistema representativo y los inconvenientes políticos que también ha insinuado, porque los argumentos del Sr. Borrull deja a aquellas en toda su fuerza. Como los dos señores preopinantes tienen un mismo espíritu en su impugnación, sólo diré, respecto de la del Sr. Borrull, que esas mismas Cortes de Alcalá de Henares que ha citado son la mayor prueba de la necesidad de corregir el sistema de los Estamentos. En ellas se pidió que el Rey no pudiese llamar a Cortes procuradores de las ciudades y villas que no hubiesen acostumbrado a asistir a las anteriores. La razón era porque se despachaban convocatorias y se concedía el voto a los pueblos que no hablan estado en posesión de venir a los Congresos para aumentar de este modo los sufragios y contrarrestar a los brazos privilegiados que defendían, no los derechos de la Nación, sino los de sus clases y corporaciones, hasta el punto de hacer sombra a los Reyes. Los nuevos procuradores así llamados velan en la convocatoria un mandamiento de votar como el Rey quería. A esto no podían negarse, porque precisamente dependía de ello la conservación de un privilegio que no se les daba con otro objeto, razón porque las Cortes de Alcalá se opusieron a uno de los medios más funestos de corrupción que puede emplear ningún Gobierno. El hecho es, Señor, que no había más regla para los estamentos que la voluntad del Monarca de un lado, y de otro la costumbre de asistir unos, y no otros, que siempre es más débil que aquella, y mucho menos respetada. No creo yo que el objeto de los señores preopinantes sea, en el caso de restablecer los estamentos, admitir el método antiguo de su elección. Mas si así fuese, no encuentro razón para sostener que las alteraciones habían de ser legítimas y análogas a nuestra antigua Constitución en un punto y no en otro. La comisión, al ver el cúmulo de contradicciones y dificultades que hallaba a cada paso, subió al origen de donde se derivase el derecho de hacer cualquiera novedad que fuese preciso adoptar en el sistema, y le halló en la soberanía nacional. De este principio eterno e invariable descendía igualmente el derecho que la Nación tuvo para establecer y tolerar la forma antigua de los estamentos o brazos. Desechado aquel principio, es del todo indiferente que un Gobierno sea o no representativo, que la representación se establezca sobre estos u otros fundamentos. La comisión, fiel a sus principios, observó lo informe y absurdo del antiguo método de brazos, y no duda un momento reformarlo. Porque el decir la comisión que su objeto es restablecer las leyes antiguas, no es sentar por principio que el Congreso no pudiese separarse de ellas cuando le pareciese conveniente o necesario. La antigüedad no hace respetables los absurdos, no consagra los errores. Sabía, sí, que la Nación, como soberana, podía destruir de un golpe todas las leyes fundamentales, si así lo hubiese exigido el interés general; pero sabía también que la antigua Constitución contenía los principios fundamentales de la felicidad nacional, y por eso se limitó en las reformas a los defectos capitales que halló en ella.

Tal era entre nosotros el sistema de los brazos; ni yo veo qué razón haya para repugnar esta novedad, cuando no se ha manifestado para admitir otras que chocaban algo más con lo establecido y respetado hasta aquí por todos sin distinción alguna. El Sr. Borrull no debió haberse desentendido de indicar el medio que facilitase lo que la comisión cree impracticable, el arreglo y clasificación de los brazos. Mas como en este punto están uniformes ambos señores preopinantes, y además me veo precisado a deshacer una equivocación de grave trascendencia en que ha incurrido el Sr. Inguanzo, paso a contestar a los argumentos de este señor preopinante. Que la Monarquía y la democracia no puedan combinarse, que el equilibrio y balanza de estas dos formas de gobierno sean casi inasequibles, sea todo una pura teoría, una idea metafísica, etcétera, no es en mi juicio argumento en la materia, porque la comisión no ha querido reunir o amalgamar estos dos gobiernos. Su proyecto es un sistema monárquico a todas luces; y como ha dicho en otra ocasión gustosamente, se refiere a él. No ignora lo que ha sucedido y se observa en las naciones que ha citado; pero sabe que cada una de ellas ha tenido y tiene diferencias sustanciales, y las que propone la comisión no alteran la naturaleza de la Monarquía española. Con este motivo confunde el señor preopinante los estamentos con las Cámaras. La comisión confiesa expresamente en su discurso preliminar que en todos tiempos ha habido brazos en Aragón, en Navarra y en Castilla. Pero Cámaras jamás se han conocido en ninguno de estos reinos, y por eso dice en el mismo discurso que adoptar el sistema de Inglaterra sería una verdadera innovación. Las Cámaras en aquel reino, aunque se componen como antes las Cortes en España, de estamentos, forman de diverso modo la organización del sistema legislativo. Se juntan por separado; deliberan en apartamentos diversos; tienen entre sí relaciones determinadas por las leyes; concurren a la formación de estas con autoridad diferente, con arreglo a trámites igualmente fijos, y con independencia la una de la otra Cámara; tienen un gobierno y policía interior diversos entre sí, y en fin, constituyen, bajo todos respetos, cuerpos separados. ¿Dónde está esto en las antiguas Cortes de España?

En los tres reinos que he citado, y en Valencia y Cataluña, los brazos, ora fuesen dos, tres o cuatro, se reunían en la misma iglesia o apartamento. La diferencia sólo estaba en sentarse con separación; y aunque para sus conferencias preparatorias y examen de materias pudiesen alguna vez estar en piezas diferentes, ni esto se sabe que fuese general a todos los reinos, ni aun frecuente en cada uno, por la oscuridad que hay acerca del gobierno interior de las Cortes. Así, esta separación constituye lo que se llaman Cámaras, aunque tal vez pudiese haberse observado en algunas ocasiones. Lo que sí es indudable, es que deliberaban unidas por medio de sus tratadores. Discutían los negocios, y todos juntos los votaban. Por todo esto, es claro que en España jamás ha habido Cámaras, y que el establecerlas sería en el día una novedad que la comisión supone inadmisible. La comisión, Señor, no ha podido desentenderse del influjo que tienen las circunstancias del día, en que la Nación ha hecho prodigios de valor y de heroísmo, sacrificios extraordinarios sin respeto alguno a los derechos y obligaciones, privilegios ni cargas de las diferentes clases del Estado. Y sino, dígase: ¿qué estamento o qué brazo ha derramado más sangre, ha sufrido más contribuciones, ha llevado con más fortaleza y resignación los saqueos, las muertes, las violencias y demás infortunios que todos hemos experimentado? ¿Sería político, sería prudente establecer una institución que por más que se quiera cohonestar con el equilibrio, con la necesidad de poner esa verdadera teoría de poder intermediario, no presentaría más que una corporación odiosa, propia sólo para humillar y mortificar al brazo que tiene más derecho a reclamar distinciones y privilegios, si estos han de ser fundados en servicios reales, hechos a la Patria en el apuro y crisis en que se encuentra? Los honores y distinciones de las clases privilegiadas deben respetarse por razones de política y de conveniencia, siempre que a los ojos de la ley aparezcan los ciudadanos sin ventaja los unos sobre los otros. Mas establecer de nuevo novedades, que nunca ha habido, y que pueden fomentar la desunión y la rivalidad, no es para tiempos de agitación y revueltas. La comisión, Señor, meditó mucho este punto y ninguno de los individuos que aprobaron este artículo desconoce lo que es el corazón humano y lo que son las circunstancias de una subversión política como la presente, para dejar de haber procedido con tanta circunspección y detenimiento. El Congreso más memorable, más legítimo y más numeroso de la Nación española, se ha reunido sin Cámara ni aun estamentos. Es innegable que la Inglaterra pueda servir en muchas cosas de modelo a toda nación que quiera ser libre y feliz, y por mi parte confieso que muchas de sus instituciones políticas, y más que todo el feliz resultado que presentan, forma el ídolo de mis deseos. Mas no por eso creo yo que el sistema de sus Cámaras sea de tal modo perfecto que pueda mirarse como un modelo de representación nacional, ni menos si constituida en la dolorosa necesidad de haber de reformar sus leyes fundamentales en medio de una convulsión política, podría abstenerse de hacer quizá alteraciones de esta especie. Nadie aprecia ni respeta más que yo todo lo que corresponde a su Parlamento, a quien he tenido la honra y satisfacción de ver deliberar muchas veces en el espacio de tres años. Pero en circunstancias como las nuestras, la situación de los españoles llega hasta tiranizar las opiniones que parecen de más solidez; y luego haré ver que las dificultades solas de los estamentos le han parecido tan insuperables, que ha tenido que abandonarlos, cuanto más el establecimiento de Cámaras. Extraña el señor preopinante que la comisión atribuya el origen de las Cortes al sistema feudal, y dice que sería fácil demostrar que es un error. La lectura sólo de los Comentarios de César, y las Costumbres de los germanos, de Tácito, justifican que la comisión anduvo muy exacta en su conjetura. Los pueblos del Norte introdujeron en las naciones que conquistaron al Mediodía de Europa la costumbre de elegir sus Reyes y tratar los asuntos graves en Asambleas a que concurrían los grandes y magnates y la parte del pueblo que no estaba reducida a servidumbre. Los godos trajeron a España esta costumbre, que conservada en lo sustancial fue el fundamento de las Cortes o Congresos nacionales. Y así, no es la comisión la que incurre en la especie de anacronismo que indirectamente se le atribuye en la opinión. Supone el señor preopinante que siendo la Iglesia una Monarquía mista con aristocracia, dio forma a la Monarquía goda; pero yo sostengo todo lo contrario. El cristianismo tiene la ventaja de adaptarse a todas las formas de gobierno, y en los primeros siglos los cristianos tuvieron mucho cuidado de modelar el gobierno de la Iglesia al régimen civil de los imperios en que se introducía la nueva religión, para captar mejor la benevolencia de los Príncipes, halagar a sus Ministros y consolidar más y más la confederación que hicieron la Iglesia y el Imperio para utilidad recíproca de ambos. De aquí la distribución que aquella hizo de su gobierno en diócesis, patriarcados, exarcados, etc, nombres y formas usados en el Imperio griego, a quien tomaba por modelo.

Lo mismo sucedió a la Iglesia de España cuando se estableció el imperio de los godos. Los Prelados, desde luego, comenzaron a tener en la corte el influjo que era natural cuando por ella empezaba a introducirse y fomentarse el catolicismo. Y aunque es cierto que la inmunidad eclesiástica y la jurisdicción temporal es hoy día muy diversa e infinitamente más extensa que en aquella época, su origen es, y no puede menos de ser, del tiempo en que se introdujo el catolicismo en España: ya desde entonces la jurisdicción eclesiástica se extendía a juzgar los Prelados y clérigos en las materias de religión y del culto, acomodándose a las fórmulas de los tribunales civiles. Y Constantino, que hizo a la Iglesia tantas concesiones, facilitó la separación de la autoridad temporal de la Iglesia de la del Imperio. Tampoco es cierto que los bienes de la Iglesia de España se aumentaron infinito después de la restauración, como dice el señor preopinante; pero no lo es menos que antes de esa época tuvo bienes patrimoniales adquiridos por donaciones y otros títulos, pues es la época de los Concilios que ha citado, en que no se abrazó el catolicismo, sino que se abjuró el arrianismo, lo primero de que cuidaron los Obispos católicos que habían estado desterrados fue hacer que se restituyese a sus iglesias las rentas y riquezas de que se les había despojado. Por lo que no es improbable que ya en aquella era los Obispos tuviesen derechos señoriales o intereses propios que defender en las Cortes, o sea Concilios de aquel tiempo. Y como promiscuamente se trataban en ellos materias eclesiásticas y negocios seculares o civiles, era preciso que para asistir a ellos los Obispos con el doble carácter de Prelados y legisladores tuviesen derechos o privilegios temporales que sostener, lo cual no podía ser sino por concesión de los Príncipes o de los pueblos: y no de otra suerte es fácil concebir la autoridad civil y política que se advierte en aquellos Concilios, que al mismo tiempo eran Congresos nacionales. Que la Iglesia y sus ministros hayan sido reputados por el brazo derecho de los Estados por razones de muy alta política, es para mí como para el señor preopinante una verdad demostrada. La recíproca protección y la uniformidad de intereses que ha habido siempre entre las dos autoridades, son bien conocidas de todos, y no hay necesidad de pruebas que lo corroboren. Pero todos estos puntos son materias de pura erudición, que la comisión no juzgó de su propósito, aunque, como he dicho, le era más fácil desempeñar que las otras partes. Cuando la comisión, para establecer la soberanía, dijo que estaba reconocida en el Fuero Juzgo, y que los Prelados, magnates y el pueblo la ejercían en la elección de sus Monarcas, promulgación de leyes y demás actos de aquella, no hizo más que referir hechos patentes y conocidos de todos los que leen y raciocinan. Quiso hacer ver que, además de los principios irrefragables del derecho natural y de gentes, en que principalmente funda su sistema, también el de aquellos tiempos lo comprueba, a pesar de la oscuridad en que yacían los principios teóricos de la ciencia del Gobierno. Y no puede menos de darse el parabién de poder presentar a la Nación española los monumentos de su historia legal, que manifiestan haber sido libre y gozado de derechos, que la ignorancia de muchos y el interés de no pocos suponen sueños e ideas vagas y perjudiciales. Dice el señor preopinante que la comisión se contradice, pues habiendo ensalzado a esos mismos Prelados y magnates, que hicieron esas mismas leyes y ejercieron esa misma soberanía para fundar su sistema, ahora quiere excluirlos de la representación. Pero, Señor, ¿dónde está esa exclusión, y por consiguiente esa contradicción y esa parcialidad? Véase este Congreso, examínense los elementos que le componen y se hallará todo lo contrario. La comisión ha seguido en lo principal para el método de la representación el reglamento de la Junta Central. Por éste, corresponde un Diputado por cada 50.000 almas. Ahora bien; el clero de España será aproximativamente de 70 a 80.000 individuos. En el Congreso hay, quizá, más de 50 eclesiásticos, de los cuales tres son Obispos. ¿Está el brazo eclesiástico excluido? De la nobleza hay tres grandes de España, y si no hay más, no es porque estuviesen excluidos; circunstancias particulares habrán hecho que no fuese elegido mayor número: hay además varios títulos de Castilla, y los demás todos son caballeros particulares, que ni por su porte, ni por sus modales indican esa representación popular, democrática, y que sé yo que otro tropel de terribles formas que aquí se han querido suponer, como si no tuviésemos ojos en la cara y sentido común. También convengo con el señor preopinante en que las instituciones deben ser análogas al carácter y naturaleza de su Gobierno. Pero deducir de aquí que el método propuesto por la comisión para la representación nacional, por ser todo simple y popular, es democrático, confieso francamente que es superior a mi comprensión. La experiencia escusa todos los raciocinios. Véanse, repito, estas Cortes, véanse. Y eso que se han formado en circunstancias en que la Nación tuvo que reducir el círculo de elección de sus representantes en algunas provincias. Si se ha de restablecer el antiguo sistema de las Cortes, no hablemos de Cámaras, porque queda demostrado que en España no se han conocido. Hablemos sólo de Estamentos, veamos este dechado de política a que estaba reducido.

He dicho, y lo ha confesado la comisión, que es un hecho indudable haber habido en nuestras Cortes brazos. Pero ¿qué método se observaba para formarlos? Yo lo ignoro, y estoy seguro que nadie me le señalará. ¿Dónde se reunían los Obispos, los abades y demás personas que ejercían jurisdicción cuasi episcopal para elegir los Diputados de Cortes? ¿En qué Iglesia, en qué congregación se juntaba el clero para nombrar los suyos? Los magnates, ricos hombres y demás nobles, ¿a dónde concurrían para formar sus asambleas electorales? ¿A dónde? Yo lo sé muy bien. En el palacio de los Reyes, entre los pocos Ministros y cortesanos que dirigían el Gobierno. Estupendo sistema de nombrar Diputados. Los pueblos, ¿bajo qué reglas se juntaban para elegir sus procuradores? Señáleseme una sola ley que determine alguna forma de reglamento general para estas elecciones. ¿Se creerá, quizá, que lo eran las convocatorias o llamamientos a Cortes despachadas por el Gobierno?

Ahora bien, Señor, ¿es o no insultar más bien que argüir a la comisión porque no restablece las leyes fundamentales sobre esta materia? No hubiera dejado de ofrecer un buen hallazgo a quien las hubiese encontrado.

La comisión dice en su discurso, que lo que necesitaba eran reglas, métodos fijos de elección; más en este punto todo se reduce a reticencias en los señores preopinantes, y a decir que vengan los antiguos brazos, que haya estamentos como en las antiguas Cortes. ¡Qué fácil es hacer milagros de esta especie! Pero supongamos que todo se hubiese hallado. Resultado de estos portentosos brazos o estamentos: que el Sr. Obispo de Mallorca, el Sr. Obispo de Calahorra, el Sr. Obispo Prior de León y demás Prelados que concurriesen se sentasen juntos a un lado; los grandes y nobles a otro, y los de la plebe hacia un rincón de la sala, y comenzasen a deliberar por secciones o centurias, o con otro nombre. Este es el ingenioso artificio de nuestra maravillosa antigua política; porque ya se puede señalar lo que se quiera por reglamento o gobierno interior observado entonces: todo es problemático, oscuro, y en el día de imposible averiguación. La comisión, sin embargo, no hubiera desechado los brazos, si hubiera hallado practicable su clasificación, y si los hubiera creído compatibles con un buen sistema representativo. Más en el día lo hallo del todo imposible, como lo demostraré inmediatamente. Dijo el señor preopinante que las Cortes en España pudieron enfrenar el poder de los Reyes mientras se compusieron de tres brazos, y que sólo después de haberse hecho más populares facilitaron a los Reyes hacer inútil la representación en Cortes. Confieso, Señor, que no puedo concebir esa especie de fenómeno político. La historia de todas las monarquías lo contradice, y entre ellas muy particularmente la de la de España. Los privilegios y exenciones que han tenido ambos brazos entre nosotros ha aproximado en todos tiempos sus intenciones a las del Gobierno. Y si Fernando el Católico (no Carlos V como se ha dicho) abatió el orgullo de los grandes, lo sujetó al imperio de unas mismas leyes, y los acercó por este medio algún tanto a la clase popular, no por eso dio a esta primacía en la representación, ni menos nació de ella la causa que destruyó al fin las Cortes nacionales. Aun después de aquella época Fernando el Católico y Carlos V conservaron en sus intereses a los grandes, nobles y Prelados, llevando tras sí aquellos a sus guerras de Italia y de Flandes, y a estos sabiéndolos atraer a su partido para que indujesen a la Nación a contribuir al funesto sistema de prodigar su sangre y sus tesoros en sostener en Europa disputas y querellas, que ni le tocaban ni le podían producir la menor utilidad. La nobleza nunca fue excluida de la asistencia a las Cortes; estuvo además siempre en posesión de los empleos de palacio, de los primeros cargos militares y políticos del Estado. Los Prelados eclesiásticos, como consejeros titulares del Rey, como que al mismo tiempo varios de ellos dirigían su conciencia, la enseñanza y educación de los herederos del Trono, y tenían tanta parte en la resolución de muchos negocios, pudieron haber influido grandemente en las libertades de la Nación, aunque no estuviesen dentro de sus Cortes, si hubiesen mirado los intereses de aquella con tanto celo y esmero como es preciso suponer al oír los argumentos del señor preopinante. Pero, Señor, un ejemplo muy notable ofrece nuestra historia, que demuestra que la Nación no libraba su libertad en la asistencia de estos brazos a las Cortes. Se ve que las célebres convocadas en la Coruña por Carlos V y que tuvieron tanta parte en las turbulencias de Castilla, no fueron notables por la oposición que hiciesen los nobles al quebrantamiento e injuria que se hizo a la libertad española. Lo fueron sí por la energía de los procuradores de las ciudades. Y cuando sublevadas estas levantaron los comuneros el pendón, no se ve que aquellos dos brazos se les uniesen para vindicar y sostener los fueros y libertades de Castilla. La oportunidad no pudo ser mayor para defender esos derechos, que se dice protegían antes en las Cortes. Entre los comuneros el noble de más cuenta y nombradía fue Giron, y ese abandonó su causa desertando del partido que le había nombrado general. Y de los eclesiásticos de dignidad no se sabe de otro que abrazase la causa de la libertad, sino el desgraciado Obispo de Zamora, que pagó bien caro su celo patriótico y su amor a su país. Al contrario, todos los Prelados se echaron en la causa de los del Gobierno, y varios eclesiásticos seculares y regulares hicieron los mayores esfuerzos contra los comuneros, como entre otros el religioso Guevara, a quien por sus servicios le premió Carlos V con una mitra. ¿Dónde está, pues, esa protección y esa defensa de los brazos en las Cortes, cuando desperdiciaron la verdadera ocasión de poder ser restablecidos en ellas a defender unos derechos que en esta ocasión aniquilaron? Ahora sí que retuerzo yo el argumento del señor preopinante, y le contesto que no es la comisión la que establece principios y cita hechos para deducir consecuencias opuestas o contradictorias. La Junta de Asturias, que se ha citado, prueba a mi favor. He vivido en mi país veinte y dos años, y jamás he visto entre sus vocales a ningún marinero, labrador, artesano u otra persona popular. Siempre se ha compuesto de los caballeros del país, aunque muchos eran elegidos popularmente; y esta misma Junta fue la que en 9 de Mayo de 1808, dio la primera señal de insurrección, y a pocos días después tuvo la heroica resolución de declarar, tambor batiente y con todas las formalidades de las naciones más cultas, la guerra a los franceses. Pero veamos si la comisión pudo restablecer los brazos con esa facilidad que suponen los señores preopinantes. Cinco estados existían a lo menos en España que tenían Cortes con estamentos. En todos ellos había diferencia, como dice en su discurso preliminar, en la clase y número así de brazos como de individuos que los componían, y aun uno y otro se advierte vario en épocas diferentes. No siendo uniforme en estos cinco estados, ¿a cuál había de dar preferencia la comisión? Supongamos que Casilla, colocada en el centro de España como el sol en el sistema celeste, atrajese a su vértice todos los demás planetas. ¿Y por qué Aragón no había de ser preferido siendo como lo fue su Constitución política más liberal que la de los demás reinos? ¿Y por qué no la de las Provincias Vascongadas que lo es todavía más que todas? La comisión sabía que la preferencia excita rivalidades, y éstas disensiones, y que el mejor medio de evitarlas es quitar la ocasión de promoverlas. Una elección igual y uniforme le pareció el mejor medio. Pero ¿y quién, Señor, hubiera osado arremeter en tiempos de una convulsión política como la presente con clasificación de clases? Hablando en lo general, teníamos en España en el brazo de nobleza los ricos hombres, los títulos de Castilla y de otros reinos, caballeros, escuderos, nobles, etc.

En el día sería imposible hallar una exacta correspondencia con la nobleza actual. Esta se divide hoy en grandes de España, que convengo no ofrecerían la mayor dificultad, títulos de Castilla, barones de Aragón, Cataluña y Valencia, caballeros o nobles ilustres, y nobles simples o hijosdalgo. La nobleza titulada es muy variada en su origen. Hay en ella títulos de Castilla que descienden por juro de heredad de los primeros nobles de España; otros han obtenido sus títulos por compra, por favor u otros medios que la opinión califica de menos nobles. ¿Había la comisión de clasificarlos por su antigüedad, por sus servicios o por los caminos que los llevaron a este honor, o los había de comprender a todos en una misma clase? ¿Habría de llevar a bien, por ejemplo, el hijo de un grande de España, o el que fijase el origen de su título desde el Arzobispo D. Cerebruno, o todavía de mayor antigüedad, que se le hermanase con un título comprado en los apuros del favorito? Buenos están los tiempos para que la comisión se metiese a ordenar y fijar opiniones de clases, preocupaciones de familias, y otras ideas recibidas en el público, y arraigadas por la educación. No es esta la época, Señor, en que se hacían leyes, que en lugar de anunciarse a la Nación en proyecto para que las examinase, se le comunicaban sólo para que las obedeciese. Ahora, pese a algunas personas, todo se analiza, todo se discute, nada se aprueba sobre la autoridad de los que forman los proyectos de ley. Sólo convencen las razones, no los títulos y dignidades de los que mandan. En la clase de puros nobles, las dificultades amedrentan al más arrojado. En unas provincias como en Vizcaya, todos son nobles, yo no sé cómo se colocaría en el brazo nobles a los vascongados. En Asturias, la nobleza está, como suele decirse, dada. En las Montañas, Aragón, Galicia y otras provincias abunda igualmente, mientras en las Castillas, Mancha, Andalucía y otras partes anda más escasa. ¿Llevaría a bien el hijo de un grande de España que por no tener título se le calificase con un simple hijodalgo? Por falta de título no podía corresponder a ninguna de las dos primeras clases ordenadas y entresacadas con la debida escrupulosidad y diligencia todas ellas, cuyos tránsitos recíprocos son casi imperceptibles. ¿La plebe había de circunscribirse a sola su clase, o se le había de permitir que contaminase a las otras eligiendo entre ellas sus Diputados? Porque yo veo que los pueblos, al paso que tienen modestia y desprendimiento, tienen también sabiduría, y de todas estas virtudes están dando continuamente ejemplos bien señalados. Jamás nombran para promover sus intereses sólo a personas que a su parecer desempeñarán bien el encargo. Y si no, habiendo sido tan libre y popular la elección de estas Cortes, ¿por qué no se ven en el Congreso labradores, menestrales y artesanos? ¡Qué argumento de hecho tan convincente contra esas declamaciones de popularidad, democracia, demagogia y otros delirios con que se insulta, no a la comisión, sino al buen sentido; con que se injuria a la razón y al entendimiento! Las personas que componen este Congreso y las que formarán las Cortes sucesivas aseguran a todo el que raciocina, que sin recurrir a la monstruosidad de tres o más brazos, o a la novedad de dos Cámaras, los peligros de la popularidad están evitados con la ventaja de no ser necesario el artificio. Para suplir el efecto de ese poder intermediario que tanto se ensalza y que es una verdadera teoría sobre todas las teorías que aquí se denuncian tan a menudo, hay en la Constitución otros medios mejor meditados y más compatibles con un buen sistema representativo. Ha dicho el señor preopinante que basta un ligero conocimiento del corazón humano para convencerse que sin estamentos todo se pierde, como sucedió en Francia por haberse convertido los estados generales en Asambleas y convención nacional. Prescindo de la exactitud de un raciocinio que se funda en equivocaciones tan sustanciales. Sin entrar en el examen de las verdaderas causas que produjeron aquella desastrosa revolución, de la parte que tuvo en ella la coalición de las potencias de Europa, etc., debo decir que no fue la supresión de estamentos la que depravó la Asamblea nacional, y mucho menos la que produjo la Convención, tan posterior y tan diferente en sus elementos. Comparaciones de aquella revolución con la de España son ominosas, y la prudencia parece persuadir que debieran evitarse. La obstinada resistencia de las altas clases a admitir sin discernimiento ninguna especie de reforma, y el fatal consejo dado al desgraciado Luis XVI para que protestase contra lo que había jurado, y abandonase con su fuga a los horrores de la anarquía a su reino, no debían haberse omitido entre los motivos de aquellas desgracias, ya que se han querido producir como término de comparación. Los malos consejos dados a los Príncipes son las verdaderas causas de la ruina de los Estados; y los verdaderos culpables de los delitos que se cometen en las revoluciones son los que rodean, aconsejan y dirigen a los Reyes. No los pueblos, ni menos los que intentan por obligación o por convencimiento tomar medidas para precaver en adelante iguales desastres. La comisión, Señor, no pudo desentenderse de las críticas circunstancias en que se halla el reino. En una revolución en que las pasiones se exaltan y el espíritu general se halla agitado, la mayor de las dificultades es la moderación en reformar los abusos que la han acarreado. No creo yo que el proyecto que se discute haya excedido los justos límites de las reformas saludables. Y sobre todo, Señor, ¿quién ha puesto a la Nación en el estado en que se halla? ¿Quién ha llevado a Bayona al inocente y desgraciado Monarca que todos deseamos? No fueron seguramente los que son tildados de exagerados reformadores, y qué se yo qué otros títulos que se les dan, quienes ni rodeaban al Sr. D. Fernando VII, ni tenían la honra de ser consultados ni de influir en el Gobierno. En todo caso, sí esta reforma es un mal, que se vea quien la ha hecho necesaria. Cúlpese a los cortesanos o malos consejeros que te persuadieron a arrojarse en los brazos del insidioso enemigo, a quien no quisieron, o no supieron conocer en tiempo. Bueno sería que se nos echase en cara a todos indistintamente males cuyas causas preexistieron desde muchos años a esas reformas. Mas para evitar digresiones, no quiero perder de vista el punto principal de la cuestión. En el sistema de la comisión los brazos no están excluidos de la representación en Cortes. Por el contrario, acudirán a ellas con sólo una diferencia accidental en su llamamiento y reunión. Ser elegido por la masa general de los ciudadanos o por una parte de ellos, es toda la diferencia entre la opinión de los señores preopinantes y de la comisión. Las dificultades e inconvenientes que quedan demostrados ha hecho preferir el método uniforme que se impugna, y que para hacerle odioso se llama popular. Después del decreto sobre señoríos, las leyes ya no pueden menos de ser iguales para todos los españoles. ¿Por qué pues, todos los ciudadanos no han de tener la parte que les corresponde en su formación? Toda la diferencia de estamentos o no estamentos es puramente asunto de método, que no constituye diferencia esencial. La ignorancia o la falta de reflexión pudo hacer creer a muchos que la omisión de brazos produciría una alteración sustancial. Pero cuando se examine este punto a la luz de la filosofía, se verá entonces que el estruendo de palabras con que se reclaman los brazos no es suficiente, ni aun a debilitar el peso de las razones que tuvo la comisión para omitirlos. Si acaso se intentaba establecer Cámaras por este medio, ya se ha dicho que semejante institución sería a todas luces una novedad, que no podría acreditarse de antemano por sólo la razón de hallarse establecida en otras naciones. La experiencia es el único tribunal en punto de innovaciones. Aquella nos manifiesta lo que han sido nuestras antiguas Cortes. La comisión al innovar, hizo la menor alteración posible. No cree que el sistema que propone sea el más perfecto que pudiera hallarse. Ha dado las razones en que funda su obra. El tiempo y la experiencia manifestarán las equivocaciones, los defectos, los errores de su plan. En estas materias hay mucho de teoría. No lo es menor la que indican los señores preopinantes. Teoría por teoría, el Congreso decidirá cuál haya de preferirse. Otro escrúpulo debe deshacer, que aunque no se ha manifestado con claridad, puede tener gran parte en el deseo de los estamentos: tal es la naturaleza de estas Cortes. Ellas entienden y pueden entender en todo; pero su extensa autoridad es efecto de las circunstancias y del objeto (no hay que disimularlo), que las ha congregado. Las Cortes sucesivas no serán más que un Congreso legislativo, en el cual sólo se ventilarán proyectos o materias de ley, y los asuntos cuya naturaleza les corresponda por la Constitución. No se erigirán en tribunal de justicia, en junta militar, en comisión gubernativa. No hay más que recordar lo que en este mismo Congreso cuando se agitan en él cuestiones puramente legislativas. ¡Qué diferencia entonces en el orden y regularidad de las discusiones! Pues tal será el proceder de las Cortes ordinarias. Además, Señor, al cabo de más de un siglo que no se han congregado, cuando la Nación toma por primera vez la mano en los negocios públicos ¿se quería que fuésemos ya todos Cicerones, Crisóstomos, Picos de la Mirándola, etc.? Yo de mí sé decir, que en mi vida he manejado asuntos graves, a lo menos por oficio; y caso no seré yo sólo el que se halle en este caso. Los estamentos, seguro está que hubiesen por sí solos corregido este defecto. La Nación ha elegido lo que ha encontrado indistintamente en todas las clases. No ha enviado a los Prelados y eclesiásticos sino como legisladores. Otro carácter les hubiera llevado a un sínodo metropolitano, o a un Concilio nacional. Lo mismo ha sucedido con los nobles y la plebe. Todos hemos venido aquí con los mismos poderes, y el haber sido elegidos por estamentos, en vez de esa forma popular, que se reprueba, no nos habría infundido, a mi parecer, más sabiduría, más prudencia, o más acierto en nuestras deliberaciones; luego ese impenetrable misterio de estamentos ¿qué daría de sí? La ilustración, la costumbre de examinar y discutir sobre asuntos públicos, sobre materias hasta ahora conservadas en el arcano del Gobierno, es lo que facilitará a la Nación hacer elecciones acertadas, tener Diputados que la hagan feliz y respetable, no la materialidad de estamentos o brazos separados sólo en el asiento o modo de vestir. Yo, Señor, desearía hablar todavía de ese artificio de poder intermediario, de que se habla con tanto énfasis y aparato; más temo molestar al Congreso, y mis dignos compañeros tendrán que exponer otras razones más sólidas y luminosas que yo.»




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Cortes anuales

El Sr. ARGÜELLES: Señor, tal vez este artículo es la clave de todo el edificio constitucional. Algunos individuos de la comisión se separaron de él. Fue uno de los más discutidos; pero las razones a su favor fueron tantas y tan sólidas, que triunfaron en sentir de la mayoría. El Sr. Capmany ha dicho oportunamente el principio que tuvieron en Aragón las intrigas para que las Cortes no fuesen anuales, sino que se dilatasen a dos y a tres años y luego a la voluntad del Gobierno. La ley que decía: «el Rey convocará Cortes cada año una vegada», no era ley fundamental ni en Aragón ni en Castilla, y por eso estaba expuesta a tantas variaciones. Siendo casi todo lo relativo a Cortes tradicional y de pura costumbre, había casi siempre lugar a la arbitrariedad del Gobierno, que acabó con proscribirlas después de haber alargado el período de su reunión lo más que podía. Es indudable que las Cortes de Aragón y demás reinos de la Península se reunían, no por sistema, sino unas veces para beneficio de los pueblos, que eran las menos, y siempre por utilidad de los Reyes. Así es que de cien veces las noventas se juntaban para exigir subsidios y otros pedidos, con el objeto de echar los enemigos del Reino. Así como la expulsión de los infieles era un objeto digno de los esfuerzos de los pueblos; así como en las Cortes se facilitaban los medios de conseguirlo, era también un pretexto con que los Reyes y Ministros arrancaban la sustancia de los pueblos, y las personas que han meditado la historia general del mundo no podrán negar que al cabo las guerras, como se ha dicho con mucha verdad, son no pocas veces la diversión de los Reyes y sus cortesanos. Lo que hacen frecuentemente los últimos es provocarla por los medios que todos sabemos. La guerra es una ocasión de facilitar fondos a todo Gobierno dilapidador. Las circunstancias favorables, los reveses y otros incidentes inseparables de toda guerra ofrecen a los Ministros el medio de burlar la responsabilidad, y nada es más difícil que resistir la tentación en que están continuamente los Gobiernos de aumentar las cargas de los pueblos, cuando tienen en su mano todos los medios de presentar como inevitable hasta la guerra más injusta. Es preciso, pues, que los mismos pueblos tomen cuantas precauciones sean necesarias para librarse del azote del género humano; y no hay otro medio sino que la Nación delibere constantemente acerca de los negocios públicos. ¿Qué cosa mejor que una reunión legal congregada todos los años de un modo tan solemne como este? Vengamos a examinar todas las razones que ha tenido la comisión. Esta ha querido dar en su proyecto al Gobierno de la Nación el carácter de una Monarquía moderada, esto es, en la que el Rey tenga toda la potestad necesaria para hacerse respetar fuera y obedecer dentro, y ser al mismo tiempo de padre de sus pueblos. Para esto la Nación es preciso que esté, por decirlo así, viva en la persona de sus representantes. Ellos solos son los que han de defender la Constitución, asegurando su observancia, y contrarrestando a los Ministros o a los poderosos que intenten invadirla. Esta razón no es menos sólida que general. El estado en que nos hallamos debe llamar la atención del Congreso. La comisión se remite con gusto a lo que tiene expuesto en su discurso preliminar. Sus indicaciones son pocas, pero muy fecundas en consecuencias importantes para el que quiera meditarlas. El Sr. Anér ha manifestado a las Cortes un axioma, un dogma político, cuando, recordando cuál sería el estado de la Nación al quedar libre de enemigos, dijo que esta no podía fiar sólo al Gobierno el restablecimiento de su aniquilada felicidad sin exponerla a una recaída mortal. Sea el Gobierno tan benéfico como se quiera, ¿podrá éste, ocupado exclusivamente en negocios los de mayor urgencia, extender sus miras al fomento de la agricultura, de las artes y demás ramos de la industria nacional, a la reforma de leyes y ordenanzas, a sanar, en fin, todas las llagas del cuerpo político que sufre ya por tres años los males de una disolución? Examínense las facultades de las Cortes y las señaladas al poder del Rey, y se verá que aquellas exigen el constante ejercicio y vigilancia de la representación nacional; éstas el incesante desvelo de un Gobierno que debe ocuparse con preferencia en objetos de conocida urgencia y naturaleza muy diferente. Las leyes, Señor, aunque estén dictadas por la misma sabiduría, no hacen más que la mitad de la obra. Su observancia es el fundamento de la prosperidad pública, y sólo puede asegurarse por medio de un cuerpo permanente que tenga a su cuidado el reclamarla. Tal es la reunión anual de Cortes. Todo lo demás es inútil, es ineficaz, es engañarse la Nación y prepararse a sí misma la ruina de su ley fundamental, único baluarte en que libra su independencia y libertad.

Tres años de intermedio de unas Cortes a otras es una eternidad que proporciona a los enemigos del bien público el restablecer el arbitrario sistema con que nos han perdido y por que todavía suspiran. La prueba de cuán necesarias son las Cortes anuales nos la ofrece el incesante conato de todos los Gobiernos para destruirlas. Acordémonos, Señor, que al fin fueron proscritas, y que se perseguía encarnizadamente no ha mucho tiempo por tribunales civiles y eclesiásticos a los que osaban reclamar este Paladio de nuestra antigua libertad. Otra razón económica o de gobierno interior. El Congreso, al destruir el sistema colonial de las Américas, ha echado los fundamentos de su prosperidad. Toda la legislación de Indias va a ser alterada por las bases de esta Constitución. Aquel inmenso continente reclama con urgencia mejoras que no pueden estar pendientes de la apartada reunión de unas Cortes cada tres años. Cada día estamos palpando que los conocimientos acerca del estado actual de unas provincias de más de 4.000 leguas de costa son muy escasos en la Península, y los de éstas en aquellas para poder abrazar todo el sistema que de nuevo se presenta a los que hayan de dirigir el inmenso imperio de esta Monarquía bajo principios tan diversos de los anteriores. Informes reservados, expedientes aislados pueden conservar colonias, no partes integrantes de un Estado libre. El gasto que se supone gravoso a la América por la permanencia de sus Diputados en la Península es objeto poco digno de la grandeza de un plan cuyas miras son tan vastas. Este gravamen estará bien compensado con los grandes resultados de una reforma general y de una mejora progresiva. Además, ¿quién no ve que en los antiguos Gobiernos sufría la América los mayores desembolsos para sostener constantemente en la corte un gran número de apoderados y agentes particulares que solicitaban, a nombre de ayuntamientos, consulados y otras corporaciones, este o el otro privilegio, agitaban tal o tal expediente, que, aun bien despachado, no tenía por objeto ningún sistema, ninguna mejora general o de mayor trascendencia? Las sumas que anualmente se expendían, acaso no serían inferiores a lo que puede importar el todo de las dietas de sus Diputados permanentes. Compárese ahora el objeto de los unos y de los otros, y se conocerá por parte de cuál sistema está la ventaja. Otra razón política respecto de la América. La comisión ha creído indispensable evitar que ninguna ocurrencia pueda estorbar la reunión de Cortes en los casos de necesidad o utilidad. La mitad de la representación nacional corresponde a las provincias ultramarinas. Su asistencia a las Cortes es esencial. Una guerra puede estorbar su oportuna venida. Y por eso se ha establecido que hasta la llegada de los Diputados hayan de suplirse los que no puedan venir por las provincias ocupadas o bloqueadas por el enemigo, por los que concluyen su diputación por las mismas. Esta disposición es tan importante, que de lo contrario cualquiera potencia de Europa que tuviese fuerza marítima suficiente para interrumpir la correspondencia entre la Península y el otro hemisferio podría calcular el momento de una declaración sobre la reunión de Cortes. Detener a los Diputados de Ultramar tres años seguidos en la Península, sin más objeto que el eventual de una guerra, sería ruinoso e insoportable; pero combinado con las ventajas de la reunión anual es muy útil y prudente. Si no se adoptase este artículo habría que autorizar al Gobierno para que en caso de hostilidades próximas, impusiese contribuciones o tomase sumas a préstamo y levantase gentes o armase navíos sin más examen que su voluntad. Esto sería quitar uno de los mayores frenos que tiene el poder del gobierno para que no pueda tiranizar a la Nación. Es preciso que el Gobierno no reconozca a cada instante que su autoridad está limitada con la dependencia saludable de acudir todos los años a que la Nación decrete los medios necesarios para el servicio público, como también las fuerzas de mar y tierra que daba tener en pie. Habilitar a una diputación permanente para estos casos sería el mayor absurdo que podría cometerse. Las facultades de una diputación, además de ser delegadas, son, por su naturaleza, de poca latitud. Deben estar sujetas a determinadas providencias, y nunca extenderse a ejercer actos de soberanía o en que haya de intervenir la voluntad general de la Nación. El número de individuos siempre ha de ser limita do, y por lo mismo estos están muy expuestos a ser intimados o corrompidos por el Gobierno. Otra de las razones que suelen oponerse contra los Cortes anuales es el peligro de las novedades. Bien: supongamos que haya algún riesgo en la inquietud y vehemencia de los Procuradores, si es que el peligro se ha de mirar por sólo un lado. No es tan fácil que en las Cortes se formen esos partidos o facciones que tanto se abultan para emprender reformas perjudiciales. La comisión en el sistema de su obra se hace cargo de todo. Cual quiera novedad ha de tener origen en una proposición. Los trámites de su examen son un correctivo, el cual, si no alcanza, tiene aquella que tropezar con la tremenda sanción Real. La misma diputación que propone, no es la que aprueba o consigue que sea elevada a ley la proposición, Tiene esta contra si, la oposición del Gobierno, el dictamen del Consejo de Estado y la libre discusión de la Nación entera, que por espacio de dos o más años ofrecerá el mayor criterio para calificar el mérito de aquella. Si al cabo de todos estos acrisolados trámites todavía una nueva diputación, compuesta de individuos diferentes de los que hicieron la proposición, insistiesen en ella, no creo yo que pueda resistirse sin temeridad y conocido perjuicio de la causa pública. No se ventilaban tanto ni de esta manera las tan respetadas antiguas leyes. El mismo Platón no me persuadiría que una proposición tan apoyada pudiera pasar en el extravío de la opinión. Si aún se insiste en decir que la continua reunión de hombres con el carácter de legisladores puede comprometer la seguridad de la misma Constitución, a esto contesto yo con retorcer el argumento. Si todos los vicios, todos los defectos se han de acumular en las personas de los Diputados, y no del mismo modo en los funcionarios públicos, convengo con los que impugnan el artículo. Mas esto es una injuria ridícula que no tiene ni aun especiosidad. Aun dado caso que la tendencia a invadir la Constitución sea igual en la representación nacional y en el Gobierno, ha de ser siempre hacia objetos diferentes. En este caso se establecerá un equilibrio entre las dos autoridades, que no podrá destruir jamás la autoridad legislativa. Los Diputados no tienen otros medios que el de agitar hasta cierto punto las pasiones.

El Gobierno puede hacer lo mismo, y además esta en posesión de los medios eficaces para llevar adelante cualesquiera designios. Contrarrestar la fogosidad de las pasiones de los Diputados por los medios legales, es en el Gobierno una obligación, o por mejor decir, en esto consiste el ejercer una parte de las facultades que da al Rey la Constitución. La sanción es su principal arma; pero el oscuro manejo del Gobierno, la provisión de los empleos y gracias, el prestigio del mando, los halagos de una corte sagaz y seductora, cuyo influjo no es dado precaver a la sabiduría humana, son otros tantos medios eficacísimos contra los que es preciso una vigilancia continua. Este Argos no puede hallarle la Nación sino en la reunión anual de sus Cortes generales. La libre discusión sobre asuntos públicos por medio de la libertad de imprenta, la formación de un espíritu nacional, que jamás ha existido entre nosotros, auxiliarán a la representación en Cortes para corregir la terrible tendencia de un Gobierno, que según el estado general de las naciones, reposa necesariamente en el sistema militar de una fuerza armada permanente, en el manejo de una tesorería capaz de hacer frente aunque sea a empresas atrevidas si la seguridad del Estado lo exige, y sobre todo, en la facultad de hacer la paz y la guerra sin previa deliberación del Cuerpo legislativo. Todas estas reflexiones, así como todo el proyecto que se discute, supone un estado pacífico en la Nación. En circunstancias de turbulencia uno y otro admite modificaciones. Pero la comisión en su trabajo hizo abstracción de la situación actual del Reino; para momentos de crisis no pueden darse reglas constantes. Así, que el Congreso no debe perder de vista esta consideración. Mi objeto ha sido manifestar que la comisión no anduvo ligera en acordar el artículo como le ha presentado.






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Poder judiciario y proceso penal


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Magistrados

El Sr. ARGÜELLES: El Sr. Dou ha contestado perfectamente a la primera objeción que se propone, diciendo muy acertadamente que las leyes señalarán las cualidades del que haya de ser magistrado. Con efecto, esto será, cuando más, objeto de un reglamento.

Nosotros tenemos leyes, y muy sabias, que disponen los años de estudios mayores que ha de tener el juez; los conocimientos prácticos que debe haber adquirido en la legislación, y todos los demás trámites por donde ha de pasar antes de llegar a ser magistrado. Los abusos que en esto ha habido no han provenido de falta de leyes, sino de su inobservancia. El reparo del Sr. Dou acerca de que si por decir que las «demás calidades serán determinadas por las leyes», puede entenderse, o que quedan derogadas las que existen, o que no hay ninguna, está desvanecido por las palabras del mismo artículo. En él se prescribe que las cualidades que necesariamente deberán tener los magistrados, y que no podrán variarse, serán la de ser mayor de 25 años y natural de estos reinos. Lo demás lo determinarán las leyes. La comisión fija este artículo para que nadie pueda dispensar estas dos primeras y principales cualidades; y como no hace mención de las demás, es claro que rigen para las otras circunstancias las leyes que existen, o las que en adelante se hicieren. En cuanto a lo que ha expuesto el Sr. Uria, ya he dicho que podrá ser objeto de un reglamento, y las leyes tienen previsto en orden a los catedráticos que entran también en las propuestas. Por lo que toca a la edad, el Sr. Gallego ha dicho lo bastante. La comisión señala el mínimum de 25 años. Un buen sistema de educación hará que los hombres sean más precoces en desplegar sus talentos y buena disposición, y no veo motivo por que se tenga por corta la edad de 25 años, cuando a los confesores no se les exige más. Por poco que se reflexione, se verá que no serán muchos los jóvenes de 25 años que hayan dado tales pruebas de su saber y práctica en la jurisprudencia que merezcan una magistratura. Sin embargo, si hubiere alguno que a los ojos del Consejo de Estado tuviere el suficiente mérito en esa edad, y aún mayor que otro de 30 años, sería perjudicial que por la edad no pudiese obtener una magistratura: así que las razones, aunque muy juiciosas, del Sr. Terrero, no pueden destruir las del Sr. Gallego. Quedan las del Sr. Gordillo. El mismo Sr. Diputado ha hecho ver la razón, sin destruirla, en que se fundó la comisión para suponer que los extranjeros no son atraídos por el aliciente de los empleos. El estimulo más poderoso que tiene un extranjero para establecerse en un país es la protección de las leyes, que le dejan vivir seguro y dedicarse al ramo que le agrade de industria y gozar segura y tranquilamente del fruto de sus trabajos. Esto es lo que atrae a los extranjeros; y si hasta ahora han apetecido empleos, ha sido para estar a cubierto de las vejaciones a que estaban expuestos. Es bien sabido que en tiempos de guerra se veían perseguidos y desterrados, pues que no había como ahora leyes que los protegiesen. La magistratura es el primer empleo de la Nación, no porque tenga más brillo, sino porque influye considerablemente en la felicidad del Estado. Hay más: ¿cómo podrá el pueblo mirar con indiferencia que un extranjero, tenga enhorabuena las cualidades que se requieren por la ley, le juzgue? Siempre ha de luchar con el inconveniente del idioma; y es dificultoso que tenga un completo conocimiento del derecho patrio, aunque sea muy ilustrado en la jurisprudencia general. Estas calidades faltarán casi siempre a un extranjero, aunque adquiera carta de ciudadano, y no es fácil que en competencia del número de letrados que corresponde a 22 millones de españoles haya un extranjero que merezca ser preferido a todos; pero aun cuando este caso se verificase, como precisamente habrá de ser muy raro, no ha querido atenderle la comisión, siendo su objeto establecer leyes generales; y además, porque creyó que los extranjeros serían suficientemente estimulados con tener voz activa en la elección de los Diputados de Cortes, aunque no puedan serlo con poder obtener cierta clase de empleos de Hacienda y otros civiles. La milicia, sobre todo, les ofrece un campo vastísimo para sus adelantamientos, porque no se prohíbe que puedan ser generales en jefe. Los extranjeros, aunque vinieran 3 millones, ¡ojalá sucediera! no vendrían para ser oidores, alcaldes, sino para disfrutar otras ventajas. Por lo tanto, como no veo debilitados los fundamentos de la comisión, apoyo el artículo.




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Tribunal de agravios

El Sr. ARGÜELLES: Señor, quisiera que se trajese ya este punto a resolución. Veo que todos los señores preopinantes están conformes con los principios del Sr. Moragues, de que la Constitución establece un poder, cuya responsabilidad no está clara, y por lo mismo, sin acudir al terrible medio de la insurrección, o el atropellamiento de la ley fundamental, los tribunales del modo que quedan establecidos no serán responsables de un modo efectivo y legal, cual corresponde en los casos de traición, infracción abierta de la Constitución, etc. Prescindamos ahora de que el Tribunal Supremo de Justicia sea el que haga efectiva la responsabilidad de los demás tribunales y de sus compañeros cuando delinquen como jueces. Y cuando delinque este como cuerpo, ¿cómo, y por qué autoridad debe ser juzgado? Sin ir a mendigar ejemplos de la historia de las demás naciones, me voy a valer de un ejemplo reciente, y que nos ofrece la actual revolución. Llamo ahora la atención del Congreso, y suplico que se me diga: ¿de qué medios legales y bien conocidos ha provisto a la Nación nuestra Constitución antigua para cuando llegase caso semejante al origen de nuestra santa insurrección, para hacer efectiva la responsabilidad de un tribunal de justicia sin acudir a la revolución? ¿Cómo se podrá exigir la responsabilidad de ese tribunal si obra contra los derechos de la Nación? Dígaseme el cómo, y convendré en no admitir la proposición del Sr. Conde de Toreno. No se trata de los delitos de un individuo del Supremo Tribunal. No es este el caso. La proposición del Sr. Conde de Toreno comprende varios puntos importantísimos: uno de ellos es que el Supremo Tribunal de Justicia no debe hacer efectiva la responsabilidad de los agentes principales del Gobierno. Los Secretarios del Despacho y los consejeros de Estado han de ser juzgados según el artículo por el Supremo Tribunal, y unos y otros cabalmente son los que forman el poder ejecutivo. El poder del Rey está en sus manos, tanto más, cuanto este es inviolable, y no puede caer la responsabilidad sobre su persona, sino sobre la de los que a su nombre ejercen la autoridad del Monarca. Yo veo un caso muy frecuente en las naciones, el mismo que indica ya la tercera facultad de las Cortes ordinarias en la parte de Constitución ya aprobada (La leyó): está sancionado. Ahora bien, precisamente nuestra desgracia ha comenzado por un caso semejante. Se trataba en Mayo de 1808 de mudar la dinastía reinante. Las Cortes ordinarias quedan autorizadas para que siempre que ocurra duda de hecho o de derecho sobre la sucesión a la Corona puedan resolverla, aunque no sean Cortes Constituyentes como éstas. Prevé el Gobierno que a falta de sucesor a la Corona puede ocurrir duda sobre el que haya de ocupar el Trono. Y supongamos que los Secretarios del Despacho, o uno de ellos, forme una intriga, y quiera hacer que el derecho de un príncipe más lejano o perjudicial a la Nación triunfe. Dipone su plan, y lo dispone de modo que el Consejo de Estado le apoye como no es inverosímil; se descubre la trama, se formaliza un proceso, y va al Supremo Tribunal de Justicia. Este ha tenido parte en el plan por haber sido ganado, y absuelve al del ministro o ministros junto con el Consejo de Estado. Pregunto yo: ¿cuál es el medio que tienen las Cortes para hacer efectiva la responsabilidad del tribunal sin acudir a un expediente extraordinario? Éste debería hallarse en la Constitución, porque esta en tanto es buena o mejor en cuanto provee a más casos extraordinarios, y en cuanto dispone que en circunstancias como éstas no haya que acudir a un expediente desconocido por la ley fundamental, que tal vez puede acarrear la disolución del Estado. En España tenemos el ejemplo de lo que ha hecho Napoleón. Lo primero fue comprometer a las autoridades de la corte. Éstas, ya porque creyeron su fuerza irresistible, o porque desconocieron los medios de oponerse a sus planes, no tomaron las providencias que pudieron entonces haberlos frustrado. Y así es, que sin que yo quiera ahora hacerles un cargo ante el Congreso por su conducta pública, quien más, quien menos, aquellas autoridades coadyuvaron al horrible plan de nuestra subyugación. Prueba es que comenzando por muchas autoridades de la corte, sin hablar de las demás, circularon la Constitución y los decretos del Rey intruso. Este caso no es original, porque aunque lo parece por sus circunstancias, está en la naturaleza de las revoluciones que amenazan a los Estados. Si hubiéramos tenido una Constitución en que estuviese la representación nacional bien arreglada, ¿cuál hubiera sido entonces la conducta de la Nación? Acudir a la Constitución, y observar lo que dispusiese en este caso. Y así como la Junta Central, o por no creerse bien autorizada, o por no tener una regla fija y conocida, no hizo efectiva la responsabilidad de los cuerpos que intentaron sujetarnos, y coadyuvaron más o menos a los planes de Napoleón, los hubiera residenciado siguiendo la ley. No habría estado sujeto a opiniones el proceder de los tribunales, ni la culpa en que hubiesen incurrido. En el día la resolución caminaría con paso firme hacia un deseado término. Nada de esto se hizo, porque nada había dispuesto con claridad en nuestras leyes; y la prueba mejor es la continua disputa de las Cortes sobre asuntos de autoridades juramentadas. Las Cortes actuales están sancionando una Constitución, que debe evitar que la Nación tenga que acudir a insurrecciones. Para librarse con estas de usurpaciones o tiranía no necesitaba Constitución. Lo que importa es establecer en ella el modo de proceder contra toda autoridad que prevarica. Así se evitan confusiones, conflictos de opiniones que con tanta arte se promueven en el día para eludir toda responsabilidad. Mientras se discuten los medios de exigir responsabilidad de los funcionarios públicos, mientras se suceden las opiniones y aun las propuestas sobre el método que haya de observarse en casos extraordinarios, los culpados burlan la vigilancia de los legisladores; envuelven sus crímenes en el impenetrable misterio de un proceder formulario; se recurre a comisiones especiales que no pueden llevar al cabo un juicio como corresponde. Estoy seguro de que en circunstancias extraordinarias la Nación no se embarazaría en juzgar al Tribunal Supremo de Justicia en caso de conspiración o de delito contra la libertad e independencia del Reino. Pero mientras se ventilaba el modo de juzgarle, se perdería tiempo, y el juicio no tendría la solemnidad que si fuese instaurado en virtud de una disposición constitucional. Las proposiciones del señor Conde de Toreno son muy extensas. Tal vez si hubiese tenido tiempo las hubiera contraído a una, que según su espíritu abrazase el verdadero objeto de todas ellas. Lo que importa es que así como hay una verdadera armonía, un perfecto equilibrio entre las dos autoridades, legislativa y ejecutiva, que deben conservarse por medio de la responsabilidad a que quedan sujetos los agentes del Gobierno, del mismo modo la autoridad judicial debe tener la justa subordinación según la ley a las demás potestades para que no resulte independiente y se convierta en instrumento de opresión como lo ha sido hasta aquí tantas veces.

Para ello es preciso que el centro de la autoridad judicial, esto es, el Tribunal Supremo de Justicia en los casos de alta traición, o semejantes, sea juzgado por la única autoridad competente. Y ya que la Nación no pueda por sí misma ejercer actos judiciales, a lo menos haya una autoridad nombrada inmediatamente por las Cortes, cuyas facultades sean limitadas a este acto de residencia del Tribunal Supremo de Justicia. Esta autoridad no es nueva, y menos es desconocida en España, como se ve por el ejemplo del Sr. Pascual, traído tan oportunamente de la Constitución de Aragón, cuyas Cortes debían nombrar una persona para entender en los agravios y en las faltas de los oficiales de justicia y del Rey. Esta costumbre de Aragón es hija de la meditación y de la experiencia, y conforme a los principios que ha sentado el Sr. Moragues. Es decir, su objeto es poner un freno legal para cuando prevarique el Tribunal Supremo, absolviendo a un Ministro culpable o a cualquiera otro agente del Gobierno en el caso de obrar contra la Constitución, etc. Las proposiciones del Sr. Conde de Toreno, como he dicho, van dirigidas a este fin. Yo apruebo su espíritu, y podrían pasarse, como pide su autor, a la comisión de Constitución para que sobre ellas formase un artículo. Un Congreso Constituyente no debe dejar nada que desear en puntos tan esenciales.




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Tribunales e Historia del Derecho

El Sr. ARGÜELLES: Deseo explicar las razones que tuvo la comisión para haber dicho en el discurso preliminar que podrá tal vez interponerse el recurso de segunda suplicación, según lo que previene la ley de Segovia. La razón es bien obvia. No hay más que examinar la naturaleza del recurso, el cual era una tercera instancia. La misma comisión ha dicho que antes del Reinado de Don Juan el I no se conoció la segunda suplicación o tercera instancia de los pleitos que comenzaban en las Audiencias o Chancillerías: y queriendo el Reino establecer este recurso, se introdujo la segunda suplicación, por la ley de Segovia, previo el depósito de 1.500 doblas.

De aquí se sigue que los pleitos se terminaban antes de esta época con sólo dos instancias, cuando se originaban por caso de corte en las Audiencias. Las Cortes del Reino, deseando que las causas de gran momento no se feneciesen tal vez con una sola sentencia, si la Audiencia en revista revocaba la primera, reclamaron algún remedio. Y en la ley de Segovia se dispuso admitir súplica en el Consejo Real de las sentencias en revista de las Audiencias, depositando cierta cantidad con el fin de contener a los litigantes temerarios, que sin más fundamento que el de probar fortuna intentaban el recurso. Por consiguiente, resultaba en estos casos una tercera instancia, con la cual, según el espíritu de nuestras leyes civiles, parecía debía apurarse la verdad en cualquiera materia. La comisión, queriendo conservar el sistema de las tres instancias según está introducido por nuestras leyes, debió radicar en los jueces ordinarios la primera instancia de todos los pleitos, y por consiguiente, las apelaciones han de ir a las Audiencias. Así dice la comisión que si las leyes (pues esto es objeto de las leyes, no de la Constitución) hallasen que las razones que tuvo la ley de Segovia para exigir el depósito de las 1.500 doblas, pueden ser en el día de igual peso, deposítense, no en el Consejo como antes se verificaba, sino en las Audiencias. Y he aquí explicada la mente de la comisión; y como no ha incurrido en la contradicción que se supone, paso a los demás puntos, a saber: si dos sentencias conformes producirán ejecutoría o no. Se ha dicho mucho en la materia, y es difícil añadir nada: sin embargo, siempre insistiré en que este negocio no debe mirarse por lo que ha sucedido hasta aquí, sino por las razones que hay para poderle variar. Las del Sr. Vázquez Canga, a las que ha contestado el Sr. Martínez, son muy poderosas; la facilidad y mayor proporción en que están los jueces inferiores para enterarse de los negocios, persuaden la necesidad de respetar sus sentencias tanto como las de los tribunales colegiados. Así, es menester no perder de vista que los juzgados inferiores no han de ser en adelante lo que son hoy día, en que tienen los españoles poca seguridad de que se les administre justicia, a causa de los defectos que se han expuesto ya en el Congreso. La comisión, partiendo del principio de que los juzgados inferiores se han de ordenar de tal manera que la responsabilidad de los jueces no sea una palabra vana; que estos hayan de estar competentemente dotados; que la contravención a las leyes que tratan de la administración de justicia ha de ser uno de los delitos más escrupulosamente averiguados y castigados; y que han de ser elegidos a propuesta del Consejo de Estado, en donde debemos suponer suficiente justificación para hacer buenos nombramientos; si tenemos, digo, presentes todas estas consideraciones, formando de ellas un sistema, necesariamente ha de resultar, que el juzgado inferior ha de merecer en adelante, según la Constitución, la misma confianza que los tribunales superiores. De aquí es que las razones del Sr. Vázquez Canga son muy juiciosas, como que ha sido testigo ocular, y ejercido por muchos años todo lo que toca a la administración de justicia. Estas reflexiones se dirigen a conciliar confianza y respeto a favor de la primera instancia, para que se vea que la proposición del Sr. Gallego es muy juiciosa. Todos los argumentos de los señores que la han impugnado conspiran a debilitar la confianza que debe tenerse en aquella. Las apelaciones, examinado su origen filosóficamente, no se han introducido precisamente para corregir los errores, que haya podido cometer el juez. Su fallo se supone siempre justo. La presunción está a su favor. Se han establecido para mejorar las pruebas; para alegar en la segunda instancia lo que no haya podido exponerse en la primera. De lo contrario, sería como consecuencia necesaria de una sentencia revocatoria, hacer cargos al juez por haber resuelto contra los méritos de la causa. Se supone generalmente, que nuevas pruebas produjeron la diferencia de sentencias. Sentados estos principios, y las reflexiones anteriores, ¿por qué no han de causar ejecutoría dos sentencias conformes, en lugar de que la produzca la tercera, si es revocatoria de las dos conformes anteriores? Si se examina de buena fe lo que sucede en todos los pleitos, se hallará que en el mayor número con mucho exceso se producen en la primera instancia todas o las principales pruebas. Y cuando no es así, en la apelación se apura de una y otra parte cuanto cabe en la posibilidad. Tal vez en la tercera instancia podrían presentarse algunos documentos u otro género de pruebas. Pero este será siempre un caso muy raro. ¿Y será justo que por proveer a circunstancias verdaderamente extraordinarias y casi inverosímiles, se establezca una instancia, que abriendo indistintamente la puerta a todos los pleitos al trance de una nueva vista, dé lugar a que una sentencia destruya los efectos de dos conformes? Yo sé bien que tal ha sido entre nosotros la práctica general. La segunda suplicación, que en realidad era una tercera instancia, podía hacer que se revocase lo resuelto por una Audiencia en vista y revista. Nadie se quejaba de este orden de cosas, porque quizá la circunstancia de ser el fallo de un Consejo Supremo, se suponía exento de todo error. Y por eso me admiro yo más de los señores que impugnando la proposición del Sr. Gallego y el artículo de la comisión, solicitan que haya cuarta instancia, sin que por eso reclamen contra la práctica actual que tiene consagrada la misma doctrina del artículo. Acaso el ser el Consejo el que revocaba o podía revocar las dos sentencias conformes, les obligaba a los señores preopinantes a aquietarse con este uso. Tanto más, que se ha fundado la cuarta instancia en una razón para mí perjudicialísima; pues contestando al reparo que expuse el otro día, diciendo que en este caso sería preciso admitir quinta instancia como en los juicios eclesiásticos, para que no resultasen dos sentencias contra dos, se ha supuesto poco hace que muchas veces dos sentencias de tribunal colegiado merecen más fe que dos de juez ordinario y otra de tribunal. Reproduzco, Señor, las anteriores reflexiones. Esta doctrina destruye por sus cimientos la administración de justicia. Cuando se quiere ensanchar la autoridad de los tribunales colegiados, no se echa de ver que es a costa de la de los juzgados de primera instancia. Y por lo mismo, necesariamente ha de seguirse que aquella, o es inútil o es ineficaz: que a lo más sólo puede considerarse como un medio preparatorio, para que las Audiencias puedan sentenciar.

¿Qué inconvenientes no se seguirían de estos principios? El juez ordinario, en la hipótesis de estar adornado de las calidades que supone el sistema de la comisión, es y muy capaz de dar el fallo que requieren las pruebas del proceso. Y si no, déjese la primera instancia, y comiéncense todos los pleitos en las Audiencias. No se obligue al litigante a instaurar un juicio en que no puede confiar. Por lo mismo, Señor, las causas han de tener un término, y este ha de estar fundado en la razón. Dos sentencias conformes no pueden dejar duda alguna racional sobre el derecho de un litigante. Casos extraordinarios, jamás pueden ser fundamento para reglas generales. Las razones del Sr. Anér, que las ha corroborado con la opinión del Conde de la Cañada, tienen a mi ver la misma solución. Pocos casos particulares, no son suficientes para que el legislador dicte leyes generales. Y si no, ¿por qué éstas han fijado el término de prueba en ochenta días? ¿No podría al cumplirse el ochenta y dos o el ochenta y tres, presentarse muchos documentos, mejorarse las pruebas por alguna de las partes? Lo mismo después de la tercera instancia en el Consejo, o después de fallado el pleito en segunda suplicación, ¿no podría tal vez hallarse una escritura, un testamento, instrumento, en fin, de los más auténticos que destruyese todas las pruebas anteriores? Claro está que podía suceder muy bien. Mas ¿hubiera sido justo que se hubiese establecido por un caso eventual tercera suplicación, y facilitar por este medio la ocasión de arrastrar a cuarta instancia al que estuviese en posesión de su justicia? Por último, Señor, si se atiende al sistema de la comisión, reducido a asegurar la buena elección de jueces ordinarios y de tribunales colegiados; a la competente dotación de unos y otros; al método de hacer efectiva su responsabilidad en algún caso; al efecto que debe producir la libertad de la imprenta, y a la mejora general de todas nuestras instituciones con la Constitución, la administración de justicia habrá de adquirir una mejora radical. Los jueces no podrán menos de hacerse acreedores a la confianza y al respeto público, bien sean colegiados o no. Y en esta suposición dos sentencias conformes deben causar ejecutoría. Así que, apoyo por mi parte la proposición del Sr. Gallego.




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Confesión del reo y testigos

El Sr. ARGÜELLES: Si las razones del Sr. Gómez Fernández hubiesen de retraer al Congreso de aprobar el artículo, sería preciso esforzarlas para alterar también la práctica misma que en el día se observa. Entre otras cosas se ha dicho que si se comunica al reo el nombre de los testigos peligra la prueba del delito, porque el reo puede confabularse con los que declaran, sobornarlo, intimidarlos, etc. Examinemos despacio la cuestión, y se hallará lo que valen estos argumentos. La confesión del reo es el último acto del sumario, y aún según algunos, es ya parte del plenario. Pero de todas suertes se le toma aquella cuando ya están examinados los testigos. Por lo que es visto que el soborno no puede tener lugar, siendo para el reo un misterio la declaración antes del acto de la confesión. Si se cree que sabiendo sus nombres podrá corromperlos para que no se ratifiquen en el plenario, este inconveniente ha existido siempre. Los autos que se entregan al reo antes de la ratificación de los testigos, ponen de manifiesto quiénes son. He aquí la ocasión de cohecharlos; y he aquí cómo el artículo nada innova. Además, la ratificación no puede alterar de tal modo las declaraciones del sumario, que destruya el dicho de los testigos, a quienes se supone verídicos por su primera deposición. El juez no daría en todo caso crédito a un testigo que se desmintiese en plenario. La prueba quedaría como en suspenso. Pero aun la ratificación no es un acto tan necesario que se repute por esencial cuando, según estoy informado, no se practica en algunas provincias, como sucede en Mallorca. Veamos este punto por otro aspecto. Y el riesgo que se teme de que el reo soborne los testigos, ¿no es igualmente próximo a que sean sobornados por sus enemigos? ¿No es más fácil que se deje seducir un testigo para que declare contra una persona, que ha de ignorar por mucho tiempo lo que depone, que no si supiese que desde el primer paso ha de saber su nombre y su dicho? ¿El reo no hallará más medios que deshacer una calumnia si en el acto de la confesión se le indican los testigos? Si los jueces en la confesión se limitasen a la verdadera indagación de los delitos, tal vez el reo no tendría necesidad de esta defensa. Mas ¡cuán frecuente es que con voz tremenda y amenazadora se reconvenga al reo porque niega hechos, que sin resultar todavía del sumario se le asegura que están plenamente declarados! Si las leyes no tuviesen por objeto sino el de sacar delincuentes a todos los que son acusados, o parecen en el sumario reos de delitos, convendría yo fácilmente en que al procesado se le privase de todos los auxilios que pudiesen facilitar su justificación. Pero como la ley igualmente protege al inocente que persigue al culpado, de aquí resulta que al preso se le debe dar todo género de medios para aclarar su inocencia cuanto antes sea posible. Si a esto contribuye o no el que al reo en la confesión se le diga el nombre de los testigos, lo podrán resolver los Sres. Diputados versados en la administración de justicia. Por mi parte estoy seguro que no sólo conviene, sino que es un acto de tiranía mantener al reo en la ignorancia de los que tal vez deciden de su honor o de su vida con sus declaraciones un instante después de haberlas hecho. En mi opinión, el reo queda a discreción de sus enemigos, si los tiene, con la práctica que se observa para que puedan a su salvo concluir toda la trama; y las declaraciones de los testigos en los casos de verdadero reato no se aseguran mejor con la ocultación que se hace de sus dichos y nombres en el acto de la confesión.




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Suspensión y garantías

[5] El Sr. ARGÜELLES: Señor, no puedo menos de aplaudir y envidiar este voto sapientísimo del Sr. Alonso y López, y en parte apruebo su opinión. Pero la comisión meditó mucho este artículo, como lo pueden decir mis dignos compañeros en ella, precediendo al extenderle mucha detención. Tal vez las circunstancias en que se halla la Nación han influido en los ánimos de dichos mis compañeros para ponerle en estos términos. Quiero decir que este artículo no es efecto de la teoría, sino hijo de la experiencia que llevamos de cerca de cuatro años. Por él se confieren ciertas facultades al Gobierno para que pueda influir en las Cortes a que manden en casos extraordinarios la suspensión de tales y tales formalidades, que deberán preceder para el arresto de algún delincuente, pues es el medio único de remediar las necesidades o casos imprevistos en que puede correr peligro la Nación. Y si en la Constitución no se dejase la puerta abierta para salir de lo ordinario en estos casos raros, sucedería con escándalo su ruina, la cual de ningún modo puede precaverse mejor que por el que establece este artículo, que es el medio más legal; porque si se dejase a que produjese sus efectos una revolución, sería después muy difícil remediar los daños que ocasionaría. Este es un asunto problemático, en que se pueden dar tantas razones en pro como en contra. Las que expone el Sr. Alonso y López son sapientísimas; pero no tienen para mí toda la fuerza que es necesaria. Dice «¿qué hubiera sucedido en esta parte si el favorito hubiera tenido estas facultades?» Pero, Señor, hay mucha diferencia de un gobierno despótico, como son todos los que ha citado el Sr. López, al que se establece, moderado y liberal, por esta Constitución. Así que, las reflexiones que ha tenido presentes la comisión han influido sobremanera para extender este artículo. Es un caso casi metafísico creer que las Cortes se descuidarán en este punto, y sería contra su bien decretar ahora lo que se debe dejar para lo que dicten las circunstancias a las Cortes futuras. En Inglaterra, cuya nación cita el señor López, en la época del Sr. Pitt, por el influjo que tenía este Ministro, se trató de suspender la ley de Habeas corpus por espacio de algunos años cuyo proyecto, si no se hubiese verificado en aquel caso extraordinario, tal vez no tendría el gobierno tan sabio como a todos consta que le tiene en el día. Pues supongamos que en España suceda mañana un caso igual por uno de los acontecimientos raros que suceden en todos los Estados; que se note una fermentación en alguna provincia o alguna conmoción popular, y que el Gobierno ve que no puede apoderarse de los motores o cabezas de ella por los medios ordinarios, conociendo al mismo tiempo que el Estado peligra.

Para este caso dicen estas Cortes extraordinarias: déjese para las Cortes sucesivas la iniciativa en este artículo. Lo más que podía suceder es que se determinase en las Cortes inmediatas, pero que esto no sea absoluto. Para este caso ha creído la comisión que debía dejar esta facultad a las Cortes sucesivas en los términos que indica el artículo. Ahora, pues, las razones del Sr. Alonso y López ¿deberán triunfar ante las que presenta la comisión? Yo soy de su misma opinión en gran parte, pues para mí hacen mucha fuerza sus razones: veo que el Gobierno podrá sorprender por uno de estos casos a la Nación; pero veo por otro lado que si no tuviesen esta autoridad las Cortes inmediatas, podría comprometerse del mismo modo la seguridad del Estado. Así, me parece que debe aprobarse el artículo como está.






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Ministerios para la España americana

El Sr. ARGÜELLES: Señor, quisiera contestar al ingenioso discurso del Sr. Alcocer, sin embargo de ver reproducidos los mismos argumentos que se pusieron la vez que se discutió este asunto; pero como los dos más fuertes son la postergación de los negocios de América, y el de que continuará ésta bajo el sistema colonial, me veo obligado de alguna manera a deshacer las que a mi modo de entender son equivocaciones. El Sr. Alcocer ha examinado detenidamente los dos Ministerios de Gracia y Justicia y Hacienda, y los argumentos que ha hecho son aplicables a los demás, no obstante que hay ciertos Ministerios, que por ser indivisibles, según su misma confesión, no pueden correr por manos diversas. Si se esfuerzan demasiado estos argumentos, resultará que el Gobierno no debería estar en la Península sino en la América, porque estos retardos o postergación provienen alguna vez de la distancia inevitable que hay de este país a aquél. Me acuerdo haber leído mucho tiempo hace que fue reconocido por el Gobierno este inconveniente, luego que se estableció allí la autoridad del Rey de España, y para evitarle nombraron los virreyes o vicerreyes personas a quienes el Monarca daba extensas facultades. Era inevitable el perjuicio que provenía de la larga distancia de las provincias de Ultramar a la Península; y para obviar en el mejor modo posible estos inconvenientes, se dieron a aquellos magistrados, y a las Audiencias mayores facultades que a las de la Península, y esto sólo por la distancia. Examinemos ahora si la Constitución ha provisto a los inconvenientes que se han citado, y veamos si los argumentos del Sr. Alcocer tienen tanta fuerza como aparece.

Hablaré en el mismo orden que ha seguido. Ministerio de Gracia y Justicia: Este Ministerio está ya separado de lo que sea juzgar por vía de consulta, y ya los jueces no tienen nada que ver en la parte gubernativa, sino que deben únicamente aplicar las leyes. Hay más. Convencida la comisión de Constitución, que la felicidad de los súbditos de un Estado pende en gran parte de la recta administración de justicia, creyó que debía tomar todas las medidas necesarias para su mejor administración en Ultramar. Ha establecido que todas las causas se terminen en aquellas Audiencias para que no experimenten dilación. He ahí cómo se ha ocurrido a uno de los grandes inconvenientes que tanto molestaba a los habitantes de América, porque aun para recursos ordinarios tenían que acudir a la Península. Los Ministros avocaban a sí despóticamente las causas pendientes, sacándolas de sus verdaderos tribunales bajo cualquiera pretexto. En adelante no podrá suceder esto. Así ya no se puede dudar que quedan reducidos a un número cortísimo los negocios que pueden atraer aquellos habitantes a la Península, y por consiguiente habrá poco lugar a la postergación. He dicho y reproduzco que la felicidad de un Estado pende de la buena administración de justicia, y llamo la atención del Congreso a esta verdad; lo demás es accesorio, no es constitutivo. No podrá mirarse por constitucional sino aquello que asegure al ciudadano su propiedad, vida y honor, y le ponga a cubierto de vejaciones. Es menester para esto que sólo los tribunales sean la autoridad única que ponga los fallos a las contiendas. Entonces será feliz, se creerá feliz, o tendrá la opinión de la felicidad, que es mayor bien que la misma felicidad; ¿pues quién duda que esto se consigue respecto a América? Si hace cinco años se hubiese promovido un expediente para mejorar... El hombre de ideas más atrevidas jamás hubiera creído se fijase dentro de tan poco tiempo una base como esta, que fija en América el medio de terminar todas las diferencias, sean de la naturaleza que fueren. En el caso mismo de establecerse en Ultramar el Gobierno, no podía hacerse más que fenecer allí todas las cosas. Examínese la naturaleza de los expedientes que pueden existir en la Secretaría de Gracia y Justicia, y se verá que de ciento los noventa y nueve son contenciosos. Así, con sola esta indicación se ven ya evitados los perjuicios que causaba la distancia en el importante punto de administrar justicia. Esto es lo que únicamente hace felices a los hombres y a un Estado, y le importa muy poco que cuando un ciudadano solicite un empleo se le niegue, con tal que sepa que su propiedad su honor y su vida no penden de la arbitrariedad de un Ministro.

Anteriormente por el estado de las cosas se miraban los empleos como el único medio de ser feliz, y se fundaban en que todos o casi todos los caminos de hacer fortuna estaban cerrados al hombre industrioso y aplicado, a no ser por medio de los empleos. Tal era el efecto de nuestras instituciones, de la falta de libertad en los españoles de ambos mundos, que los hacía absolutamente dependientes de la voluntad del Monarca y del influjo del Ministro. Las virtudes de estos, no la ley, era el único seguro de la justicia. Pero hoy, cuando sin quitar el influjo que deben tener los Ministros, se les reducen sus facultades a sus justos límites, ¿por qué hemos de creer que haya de depender la suerte de la Nación de los Ministros como hasta aquí? Es parte muy secundaria, como se deducirá de las reflexiones que voy a hacer, lo de gracia. La justicia es una palabra que indica ya la naturaleza de negocios que han de resolverse en los tribunales. En estos no pueden mezclarse los Ministros; y si lo hicieren será con responsabilidad, y el castigo servirá de freno en lo futuro, y de escarmiento a sus sucesores. La gracia, a que corresponde la provisión de los empleos, y que se ha puesto en el primer término del cuadro, no obsta. He dicho ya que no son los empleos los que hacen la felicidad de los ciudadanos, sino las leyes que protejan a los empleados y no empleados en sus personas, en su honor, y propiedades. Los empleos se pueden reducir a dos clases; unos que tienen grande influjo y preponderancia en el Gobierno, y otros que tienen influjo menos directo; yo miro a los Ministros y jueces en el primer caso, y que son los que realmente influyen en la suerte de los ciudadanos; pero ¿quedan ahora tan autorizados para hacer lo que les dicte la arbitrariedad? La buena fe y candor de los que lean la primera y segunda parte de la Constitución dirán si el sistema que se plantea es igual al que nos ha regido hasta nuestros días. Si es posible fundar una base sólida para hacer la felicidad de una sociedad, se ha sentado ya en la parte ejecutiva y judicial sancionada por V. M. Por consiguiente, ya estas clases no pueden vejar a sus conciudadanos con la impunidad que hasta aquí, porque están sujetas a reglas fijas sus operaciones. Las demás clases de empleados es necesario también examinar cómo las deja la Constitución. Capitanes generales, intendentes y otros, que pueden llamarse en cierto modo magistrados, también está sujetos a una responsabilidad estrecha y efectiva. Y los principios de todo el proyecto de Constitución no permiten que quede ningún empleado sin ser residenciado siempre que convenga. A esto es a lo que únicamente puede aspirarse prudentemente en cualquiera Gobierno libre. Quiero decir, que ningún empleado público pueda abusar de la autoridad o facultades de su destino sin quedar sujeto a responsabilidad, y que esta se pueda hacer efectiva sin que el Gobierno tenga arbitrio de eludirla. Por lo demás, decir que separados los Ministros se evitarán los inconvenientes que son propios de la naturaleza de las cosas, no es conocer a fondo la materia. Estoy seguro que aunque se multipliquen los ministros de América hasta el número de los de Europa, no se evitarán todos los inconvenientes, si no son de naturaleza que puedan evitarse por los medios indicados. En cuanto a la provisión de empleos, hay poco que añadir a lo que alguna vez expuse al Congreso. Lo único que cabe en este punto es sujetar al Gobierno a una propuesta en cierta clase de destinos. Esto era ya determinado: en lo demás, es inevitable dejar al arbitrio de aquel la elección de personas. Dénse las reglas que se quieran en esta parte. El Rey o sus Ministros las eludirán sin que se les pueda reconvenir. En un país libre y feliz, los empleos no son el aliciente general de los hombres que aman el trabajo y la ocupación. Es muy corto el número de empleados con respecto a los súbditos de un Estado. La industria en general absorbe casi toda la población; y cuando no haya trabas que estorben al ingenio de los españoles aplicarse a las profesiones útiles, entonces se apetecerán menos los destinos. Además, el que solicita de un Gobierno un empleo, que no se vaya a exigir en esto justicia. Que no equivoque el tribunal en donde se reclama aquella con arreglo a la ley, con el despacho de un Ministro en que se solicita una gracia. El que confunda estas dos gestiones, que no se queje sino de su ignorancia o estupidez. Asegúrese bien el medio de hacer efectiva la responsabilidad de los empleados, y la platónica idea de colocar siempre los más beneméritos no será tan deseada. De esto resulta que no puede haber la postergación que se supone en los negocios de América, manifestado el diverso sistema que se va a establecer en el Gobierno y en la administración de justicia. Las reflexiones hechas son aplicables al Ministerio de Hacienda en todo lo que respecta a los asuntos de naturaleza contenciosa. Los demás se han de despachar conforme a reglamentos formados ya, o que se formen. La imposición es asunto de las Cortes; la recaudación e inversión es negocio sujeto a reglas generales en la Península y Ultramar; por lo mismo no veo en rigor necesidad de separar estos Ministerios. Un Ministro capaz de dirigir el Ministerio de Hacienda no se embarazará por la extensión de territorio, número de provincias o diferencia de productos sobre que haya de recaer el impuesto. Los principios sobre que han de fundar sus planes son aplicables a la Península y Ultramar. Las noticias, los datos, los cálculos y demás antecedentes necesarios, se pueden recoger, con abundancia y acierto, sin necesidad de nombrar dos Ministros. Establecimientos subalternos son suficientes para esto, y a ellos toca verdaderamente disponer y preparar todos los trabajos de que un hombre de Estado pueda necesitar para desempeñar debidamente este ramo tan importante del servicio público. Por otro lado, las mismas razones en que se funda el sistema de Ministerio universal de Indias, me hace a mí variar de la anterior opinión, y creo que el Ministerio de Hacienda tendrá más acción, más rapidez y energía, más acierto y unidad en todas sus operaciones, siempre que estas se dirijan por una mano hábil y experimentada, que por dos, entre quienes se establecería una lucha perjudicial al objeto que se debe proponer la Nación en el establecimiento del Ministerio de Hacienda. Se ha padecido equivocación en creer que hasta ahora haya habido Ministerio de Hacienda de Indias diferente del de Europa, pues sólo las Secretarías o negociados han corrido a cargo de oficiales diferentes. El señor Varea ha sido únicamente encargado del despacho en estos últimos tiempos. Tampoco miro como necesaria la residencia en un país para dirigir sus negocios como jefe; el mismo Sr Varea es buena prueba con el desempeño que hizo de aquel negociado, según se ve por las excelentes Memorias leídas por él en el Congreso, en que describe con tanto acierto provincias de América que no ha visitado.

En cuanto al otro punto de subsistir las Américas gobernadas según el sistema colonial, sólo apelo a la justificación del Congreso. Una Constitución que concede iguales derechos a todos los españoles libres; que establece una representación nacional; que ha de juntarse todos los años a sancionar leyes, decretar contribuciones y levantar tropas; que erige un Consejo de Estado compuesto de europeos y americanos, y que fija la administración de justicia de tal modo, que bajo de ningún pretexto tengan que venir estos a litigar en la Península; una Constitución, digo, que reposa sobre estas bases, ¿es compatible con un régimen colonial? Me abstengo de insistir en más demostraciones, y sólo añado que lo que falta del proyecto de Constitución bastaría por sí solo a desvanecer todo recelo, si es que pueden recelarse del Congreso cosas contradictorias. En ella se verá qué inmenso campo se da a la América para que pueda promover su prosperidad, sin depender para ello de providencias de gobierno y disposiciones reglamentarias. Por todo esto, soy de dictamen que se apruebe el artículo según le propone la comisión.




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Milicia nacional

El Sr. ARGÜELLES: Los principios en que se fundó la comisión para establecer la Milicia Nacional son bien conocidos. El objeto de esta institución es la defensa del Estado cuando las circunstancias lo requieren, y la protección de la libertad en el caso de que se conspire abiertamente contra la Constitución. Es tanto más necesaria la Milicia Nacional bajo ambos aspectos, cuanto el sistema universal de ejércitos permanentes exige que nosotros tengamos aun en tiempo de paz una fuerza respetable en pié para acudir con prontitud y buen éxito a cualquiera invasión o amenaza que pudiera hacerse por parte de los enemigos exteriores. Como estos pueden acometer con fuerzas muy numerosas y aguerridas a la Nación, ya por sí, ya en virtud de una coalición o liga de varias potencias, preciso es tener dispuesto de antemano un medio capaz de aumentar nuestra fuerza de línea con proporción a las circunstancias. Dado caso que la fuerza que declaren las Cortes para tiempo de paz sea suficiente para conservar la planta, o por decir así, el cuadro de un ejército respetable y susceptible de un aumento progresivo y proporcional, es necesario que en su reemplazo se combinen diferentes circunstancias, que siempre no pueden conciliarse en los simples reclutas, trasladados de repente a los cuerpos veteranos, y aun a depósitos. Aunque los cuerpos de Milicias no pueden ser considerados tropa de línea por la diversa naturaleza de su institución, sin embargo, sus individuos tienen más analogía con la vida militar que si no fuesen sacados repentinamente del arado u otras profesiones. La sola circunstancia de ser soldado de Milicia, la obligación de tener y conservar almas, los ejercicios a que pueda estar sujeto, por más simplificados que estos sean, siempre le aproximan algo más al carácter militar. Y declarado a todo español de tal a tal edad incluido en la Milicia Nacional, no hay duda que se lograría el objeto de la comisión bajo el aspecto mismo militar. Una sabia constitución de Milicia Nacional podrá proporcionar al ejército permanente un aumento útil siempre que lo requieran las circunstancias, sin perjudicar a las diferentes ocupaciones de la vida civil. En esta parte podrá considerarse la Milicia Nacional como el plantel de los ejércitos, y en algunos casos como tropa auxiliar, siempre que obre en cuerpos de milicias organizados; esto es, podrá considerarse en los movimientos de apuro como un suplemento a la fuerza de línea. Uno y otro pende de la organización respectiva que se dé a ambas fuerzas. Bajo el aspecto doméstico, hay que considerar varias cosas. La necesidad de conservar en tiempo de paz un ejército en pié, más o menos numeroso, no hay duda que pone en conocido riesgo la libertad de la Nación. El soldado, por el rigor de la disciplina, queda sujeto a la más exacta subordinación: su obligación es obedecer; y este principio tan esencial de la institución militar es cabalmente el que tiene una tendencia al abuso por parte de los jefes o de la autoridad que manda la fuerza. Al ejército no le toca ni puede tocarle el examinar la razón de la orden que le pone en movimiento. Su obediencia lo exige por constitución. La menor deliberación acerca del objeto de su destino, destruiría en sus fundamentos la institución militar. Por lo mismo es un axioma que la fuerza armada es esencialmente obediente. Mas ¿quién no percibe el peligro que envuelve esta teoría? Por una parte, el soldado no debe ni puede examinar el objeto que se propone el que le manda, a no destruir el principio de la subordinación. Por otra, siendo el soldado, como ciertamente lo es, un ciudadano en proteger a su Patria y no en oprimirla, no debe prescindir de la justicia de la causa que defiende: de lo contrario, sería un vil estipendiario de quien se sirviesen los ambiciosos para sus perversos fines. De aquí se sigue la grande dificultad de conciliar los perjuicios y las ventajas de una institución, que debiendo ser por su naturaleza obediente, queda expuesta a verse convertida en instrumento de opresión contra su propia voluntad, y siempre contra sus verdaderos intereses. El origen del mal existe en el funesto sistema de ejércitos permanentes, y la comisión no tiene influjo ni autoridad para obligar a las naciones a que renuncien a tan absurdo establecimiento. Si los hombres se desengañaran, y si los Gobiernos quisieran dirigirse por los principios de la verdadera filosofía, la comisión habría seguido otro rumbo en toda su obra. Fue necesario acomodarse a las circunstancias, y por decirlo así, capitular o hacer treguas con los delirios de los hombres, que han hecho del sistema militar el instrumento de exterminio de la especie humana.

El derecho exclusivo que se reservan las Cortes de otorgar contribuciones y levantamientos de tropas, la reunión anual con las demás precauciones tomadas en la Constitución, pueden hasta cierto punto evitar los inconvenientes de un ejercito permanente. Para afianzar estas precauciones se ha ideado la Milicia Nacional. Compuesta ésta de los ciudadanos de todas clases y profesiones, de tal a tal edad; resultará necesariamente el cuádruplo o más de la fuerza de línea que se conserve en pié. Los que forman la Milicia Nacional han de tener no sólo una tendencia natural a que se conserve la paz y la tranquilidad interior, sino que hallándose sus intereses promovidos y protegidos por las instituciones constitucionales, serán muy vigilantes, y estarán muy dispuestos a contrarrestar la misma fuerza con que se intentase apoyar una usurpación. Cuando un país carece de libertad, nada más fácil que usar de un ejército para decidir la disputa entre dos ambiciosos. La Nación permanece tranquila espectadora de la contienda. Su esclavitud es en cualquier trance la misma; la mudanza sólo alcanza al déspota que la oprime y a sus inmediatos agentes. Mucho de esto pasó entre nosotros en la guerra de sucesión; pero en la actual revolución sucedió todo lo contrario. El interregno que hubo desde la salida de los Reyes para Bayona hasta el 2 de Mayo, facilitó a la Nación el medio de reflexionar sobre su suerte futura. No había gustado aún de la libertad, pero reconoció la innata disposición de su generoso carácter; y así se vio que el ejército fue el primero a abandonar aquellos jefes que intentaron servirse de su autoridad para extraviarle. Este ejemplo tan señalado debe escarmentar a los ambiciosos. Un usurpador podrá por un momento alucinar a los militares con promesas y honores. Los colmará de beneficios a ejemplo del opresor de la Francia. ¿Y qué? Será por un momento, como sucede a los mariscales franceses; pero estarán como ellos expuestos a todos los desaires, humillaciones y genialidades de un carácter brutal, feroz o infame. Sin seguridad, sin tranquilidad, penderán de sólo su capricho; serán alternativamente el juguete de sus pasiones, el vil instrumento de sus voluntariedades; y deshonrados, ultrajados y aun proscritos, se verían expuestos a sufrir la suerte de nuestros más beneméritos militares en los últimos reinados, quienes después de señalados servicios iban a acabar sus días en la fortaleza de Pamplona, la Alhambra de Granada u otro encierro semejante. Estos golpes de despotismo sólo se contienen con una Constitución, y los militares están igualmente interesados en protegerla, para no ser los instrumentos de una opresión, que al fin los destruye como a las demás clases de los ciudadanos. Si a pesar de estas obvias reflexiones todavía se olvidase la benemérita clase militar de sus primeras obligaciones, y aun de sus verdaderos intereses; si, como dice la comisión en su discurso preliminar, se expusiese a la Nación a que contrarrestase con una insurrección los fatales efectos de un mal consejo, la Milicia Nacional sería el baluarte de nuestra libertad. Así como la insurrección fue en el mes de Mayo de 1808 un golpe eléctrico que se sintió simultáneamente en todas las provincias; así como la entrega de las plazas, y la presencia de más de 100.000 hombres extranjeros, acostumbrados a vencer ejércitos numerosos y aguerridos, no fueron parte para sofocarla tampoco, ¿serán capaces de triunfar el arrojo y la ambición contra una masa enorme de Milicia Nacional organizada, que a una señal sola de alarma se pondría en movimiento para defender la libertad de su Patria? La comisión sólo debía sentar la base de la institución: una ordenanza análoga perfeccionará la obra; y el sistema general de la Constitución y de los establecimientos que se forman y que habrán de crearse para contenerla, darán a nuestra libertad toda la seguridad que cabe en las obras de los hombres. Sobre todo, el Rey jamás podrá usar de la Milicia para operaciones de momento sin consentimiento de las Cortes. Esta base es el principio sobre que reposa la independencia de la Milicia Nacional del poder del Gobierno.




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Reforma constitucional


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El Sr. ARGÜELLES: Quizá en el discurso preliminar pudiera haber hallado el Sr. Dou las razones que ha tenido la comisión para extender este artículo, razones a la verdad muy difíciles de contrastar. Al menos mientras que no se oigan otras que las que ha expuesto el Sr. Dou, el artículo no debe volver a la comisión. No se dice que este Congreso tenga más facultades que las que puede dar la Nación a todas las Cortes sucesivas, sino que en consecuencia del sistema general adoptado por los hombres, se restringen dichas facultades por cierto término, no por amor al bien común. La razón es clara. El hombre por su naturaleza tiene una libertad entera y absoluta; pero para asegurar más esta misma libertad, ha tenido que ceder una parte de ella; porque si no la cediera, se exponía a perderla toda. Así que, dice la comisión entre otras cosas, que la experiencia ha hecho ver que es más útil al hombre carecer de una parte de su liberad, que exponerse a perderla toda. Sobre este principio está fundada la teoría de la legislación de todos los países; porque es seguro que si los hombres no se pusiesen restricciones a sí mismos, no subsistirían. Y así es que la Nación, por medio de las Cortes presentes, quiere privarse de parte de su libertad por un cierto y determinado tiempo para asegurar más y más su tranquilidad y prosperidad, a fin de establecer y consolidar la ley fundamental de su Gobierno, que estaba oscurecida, hollada y abatida. Y se ha visto que estas leyes fundamentales por su naturaleza deben tener el carácter de estabilidad, que no tienen las leyes comunes. Aun en estas no debe hacerse variación alguna, sin experimentar primero si son útiles o perjudiciales; y no cabe en la racionalidad, que antes de ocho años pueda una Nación tan extensa como la española tener datos suficientes para saber que el artículoa, o el artículo b es perjudicial a su felicidad, y que hay necesidad de derogarlo y de sustituirle por otro. Porque esto no puede saberlo ningún legislador sin una larga experiencia. Pudiera decirse, Señor (y yo anticipo aquí una impugnación), que no todos los artículos de la Constitución son igualmente necesarios y convenientes; pero a esto es muy fácil contestar; porque en un sistema de esta naturaleza nadie puede saber cuál artículo será el que ofrezca más dificultades e inconvenientes en su observancia. Así que, el que parezca más sencillo y menos interesante, podrá verse acaso por la experiencia que es el que más importa conservar. Y por último, Señor, la experiencia es la que puede acreditar lo perjudicial de un artículo. ¿Y qué será más esencial, Señor, que la Constitución se ponga en práctica, y que por ocho años los españoles manifiesten su opinión, conforme a las observaciones que hayan hecho en favor o contra los artículos, o que se varíen éstos mañana u otro día sin estas observaciones? Ahora bien, en una Nación tan extensa como la española, compuesta de la Península y de Ultramar, ¿cómo será posible que en menos de ochos años puedan hacerse estas observaciones, y publicarse de manera que lleguen a reunirse todas en el centro común, formándose una opinión para precaverse de los obstáculos que puedan oponerse a su felicidad? Yo creo que no se podrán hallar razones más convenientes que las que ha tenido la comisión para poner este artículo, exigiendo el término de ocho años.




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El Sr. ARGÜELLES: Señor, es muy difícil que yo pueda conservar en la memoria todas las impugnaciones que se hicieron el día pasado al artículo que se discute, e igual mente las reflexiones que nuevamente se han hecho hoy por los señores preopinantes. Yo reconozco seguramente que los mismos argumentos que hicieron los señores Mendiola y Alcocer están ahora reproducidos por los dos últimos señores preopinantes. Pero procuraré contestar, aunque sea con falta de orden y método en las ideas. Yo no trataría de rebatir los argumentos que se han hecho, porque al cabo se puede añadir muy poco a lo que han dicho los Sres. Torrero y Oliveros; pero como considero este artículo la piedra angular de la Constitución, y como estoy persuadido que sin él no se habría hecho nada, ni habría adelantado un paso el Congreso en su penosa carrera, me veo obligado a contestar en nombre de los señores compañeros de la comisión que han apoyado el artículo, manifestando las razones que hay en contra de lo que hasta este momento se ha dicho. El argumento del Sr. Ostolaza está plenamente contestado por lo que ha dicho el Sr. Oliveros, aunque yo no reconozco la fuerza que le concede dicho señor. Supuesto que el mismo señor Ostolaza se contradice... Este señor ha sido siempre contrario a los principios que ahora establece, porque cabalmente repugnaba que se hiciera novedad en las leyes cuando estas no tenían ni más autenticidad ni más legitimidad que las que proclama el Congreso. Se oponía a que se variase una legislación respetable por los años y por la autoridad que le daban los Reyes sus legisladores; y ahora quiere que la Constitución, discutida y aprobada por el Congreso, quede como en suspenso hasta la nueva reunión de Cortes, y que pase a ellas sólo en proyecto. Confieso que es incomprensible esta contradicción y sólo puede explicarse negando a estas Cortes la autoridad que el Sr. Ostolaza ha reconocido en un Tribunal Supremo de Justicia cuando consultaba al Rey sobre leyes. En adelante me hará cargo de todas estas ideas. Son de muy diversa naturaleza los argumentos que han hecho los Sres. Alcocer y Mendiola. El primero funda su raciocinio suponiendo que el artículo que se discute establece que sea absolutamente irrevocable la Constitución; y si esta hipótesis fuera cierta, yo sería el primero a adherirme a su opinión. Hablemos de buena fe: ¿es irrevocable la Constitución porque se tomen ciertas precauciones que aseguren su estabilidad? Pues a nada más se reduce el artículo; esto es, que hasta que estemos fuera de la situación en que nos hallamos envueltos, y hasta que la experiencia haya manifestado que lo que se quiso hoy no conviene mañana, y hasta que la Nación esté cierta de que lo quiere variar, no podrá alterarse lo dispuesto en la Constitución. Nada más juicioso, nada más prudente, si no queremos exponernos a las consecuencias de una continua mudanza. Y aun la comisión ha andado tan moderada, que sólo ha fijado por término a poderse proponer la reforma el limitadísimo tiempo de ocho años. El argumento del Sr. Pérez tiene toda la fuerza que no ha querido reconocer el Sr. López de la Plata, pues en la hipótesis de que puesta la Constitución en observancia se propusiese a las Cortes alguna alteración, era preciso que pasaran estos ocho años para que se pudiera reconocer de un modo auténtico que tales o cuales defectos exigían reforma.

El argumento de la ordenanza de intendentes es muy oportuno, pues siendo un reglamento tan inferior a la gravedad y trascendencia de una Constitución, todavía dice el Sr. Pérez que es problemático entre los entendidos en materia de Hacienda si es o no útil esta ordenanza. Y si en asunto tan subalterno se ha procedido con circunspección, ¿por que no se ha de observar la misma en el que es por todas razones gravísimo? Tal es el argumento del Sr. Pérez. Así que, no habiéndose dicho nada que destruya este raciocinio, queda en toda su fuerza. Es indudable que se han reproducido los mismos argumentos que se hicieron cuando se trató del artículo que habla de la representación de la América. Yo no vuelvo a repetir las razones que entonces expuse, porque aseguro al Congreso que si no bastaron a convencer, creo que ahora producirían más confusión que claridad; así, sólo procuraré contestará objeciones nuevas. De paso diré que la misma Constitución establece el medio más oportuno de hacer útil el artículo a que alude el Sr. Mendiola, pues dice en otro artículo o en otra cláusula que las Cortes podrán conceder carta de ciudadano a los que hagan a la Patria servicios señalados. Todos los que se hayan mantenido fieles a la madre Patria en las turbulencias de América, están en el caso de hacer un servicio tan señalado, que lo considero eminente; y calificado así por las Cortes actuales, o por las sucesivas, pueden habilitarse de ciudadanos muchos miles de personas de una vez, particularmente si se agrega el que haya tranquilidad. Luego el argumento de que la Constitución, en lugar de unir a los que pactan entre sí por medio de ella, desune, no es aplicable al caso que se discute. El artículo se ha aprobado por una razón política de mucho peso. El estado moral de una parte pequeña de la población de Ultramar obligó al Congreso a exigir de ella una especie de preparación para poder entrar al goce de los derechos políticos. Esto es, serán ciudadanos los que tenga tales cualidades. Adquiéranlas por un medio tan fácil como el que se propone, y se acabará la diferencia. Con un decreto no se puede acelerar lo que ha de ser obra de la educación y del tiempo. Circunstancias particulares y locales son la causa de esta disposición. Mas contestando a lo que se ha dicho sobre esperar la aprobación de la Constitución de las próximas Cortes, debo decir que, o se solicita esto porque en ellas se supone más autoridad o más sabiduría que en estas. En el primer caso, los señores preopinantes se harán cargo que el Congreso está convocado por una autoridad legítima, y reconocida por la Nación por repetidísimos actos posteriores a haberse instalado; y cuando tuviesen algún escrúpulo, bastará recordar que diez y seis meses de obediencia de todas las provincias de las Españas a la Junta Central legitimarían aun lo menos conocido por nuestras leyes. Que los tribunales y cuerpos restablecidos por ella no ejercieron más autoridad que la que le comunicó la misma; prueba de ello el decreto de reunión de los Consejos, etc, etc. Los pueblos eligieron sus Diputados en virtud de la convocatoria de la Junta Central. Las Cortes fueron reconocidas y juradas, y son obedecidas en el día en todas sus leyes y decretos, y el Sr. Ostolaza no rehusará al Congreso de que es individuo, cuando menos, la misma autoridad que tan franca y liberalmente ha reconocido en las antiguas Cortes convocadas por el Rey, com puestas en la mayor parte de individuos que el Monarca o sus Ministros tenía a bien llamar, y no de otros. Así que, veo que no se puede negar a este Congreso la autoridad necesaria para aprobar la Constitución, a no incurrir en la monstruosa contradicción que se deja ver por sí misma, singularmente cuando se dice que las próximas Cortes han de ser las que la han de sancionar. Y que, las Cortes futuras ¿no han de reunirse conforme a lo que previene la Constitución? ¿Y en esta parte ha de tener la Constitución fuerza de ley y en lo demás ha de quedar sólo en proyecto? Señor, ¿hay consecuencias en estos principios?

En cuanto a la sabiduría de este Congreso, capaz de merecer la confianza nacional, es punto demasiado repugnante a la moderación para que se entre en él con formalidad. Si cuando leemos y admiramos nuestras leyes quisiéramos investigar las particularidades que concurrían en los que las promulgaron, desentendiéndonos del mérito intrínseco de aquellas, tal vez hallaríamos razones para mirarlas con algún menosprecio. Yo no sé si los que frecuentaban la celda del maestro Jácome, del maestro Roldán, o los demás compiladores del Código que se citó el otro día, y que por tantos motivos es muy respetable, habrán observado en ellos circunstancias que pudieran rebajar algún tanto el concepto de los autores; no lo sé, digo. Pero sea de esto lo que fuere, lo cierto es que sus pequeñeces y sus defectos personales se han perdido en el trascurso del tiempo, y su obra existe y es apreciada conforme a su verdadero mérito. Por lo mismo, no creo yo que sea la intención de los señores preopinantes suponer falta de reputación en los Diputados o sea en el Congreso, tal que debilite el crédito a que por otra parte puede ser acreedora la Constitución. Pues si esta obra contiene los fundamentos de una sabia ley fundamental, su mérito, y no las circunstancias personales de sus autores, será lo que le haga merecer el aprecio y respeto de la Nación. La legitimidad de un Congreso elegido libre y espontáneamente por los pueblos, le dará toda la autoridad necesaria, y la dignidad o falta de ella de los Diputados será tan accidental e indiferente como cualquiera otra cualidad que no se haya requerido en la convocatoria para hacer el nombramiento de procuradores. Por todas estas razones queda demostrado que la Constitución debe ser aprobada, no como irrevocable, según se ha supuesto ayer con notable equivocación, sino como alterable, observadas ciertas formalidades que se juzgan necesarias para que tengan el carácter de estabilidad. En rigor de principios no puede disputarse a estas Cortes la autoridad que tienen para constituir el Estado según el tenor mismo de nuestros poderes. Y a esto se puede agregar la aceptación anticipada que han comenzado a dar los pueblos de uno y otro hemisferio en la notoria manifestación que hacen del júbilo y satisfacción que les ha causado la primera parte del proyecto. No sería difícil reunir aquí todos los comprobantes que existen en Cádiz, no sólo de la Península, sino también de Ultramar, por los que se demuestra lo que acabo de indicar; y yo podría presentar cartas de América, que se me han dirigido por personas naturales de aquellas provincias, en que hablan hasta con entusiasmo de la primera parte del proyecto, no obstante que en ella se halla el artículo que tal vez promueve esta discusión. De todo esto se sigue que ni por falta de legitimidad ni de autoridad se debe dejar a las futuras Cortes la aprobación y sanción de la Constitución a no incurrir en el contra-principio más monstruoso. Suponer que la deliberación sería entonces más madura y detenida, es a la verdad usar de una cavilación en vez de un argumento. Y para que en ningún tiempo pueda creerse que la discusión no ha sido tan libre y prolija como era necesario, yo aseguro al Congreso que no hay una sola ley en nuestros Códigos, incluyendo las hechas en los Concilios de Toledo, que se haya ventilado y desentrañado más que el proyecto de Constitución que ahora discutimos. Yo voy a demostrarlo. Las Actas y Diarios de Cortes son un testimonio irrefragable. Ellos contestan a cuantas miserables imposturas hayan querido esparcir los interesados en oscurecer la verdad. Preséntese un solo proyecto de ley, con todos los informes y consultas que se quiera, de aquellos que se instruyan hasta aquí en forma de expedientes, y dígase si alguno de ellos presenta el carácter del proyecto de Constitución. De un proyecto planteado por 15 individuos (Señor, ya no es tiempo de modestias perjudiciales; la verdad es primero que todo), sujetado después al rigor de los debates, a la discusión no interrumpida del Congreso nacional en sesiones públicas por espacio de seis meses, en que el pro y el contra fue sostenido con toda la ilustración, solidez y valentía, de que no hay ejemplar entre nosotros, provocada al mismo tiempo la discusión fuera de las Cortes por la libertad de hablar y escribir. Preséntese, digo otro proyecto en que hayan concurrido tantas circunstancias, y decida después de este juicio comparativo la imparcialidad. Pero todavía adquiere la discusión más fuerza, y se hace más respetable cuando se compara con los trámites que se observaban por nuestros antiguos legisladores. Sí, Señor, yo lo digo, y lo sostengo. Una comisión de 15 individuos, repito, que se dedicó exclusivamente por espacio de ocho meses a plantear y sazonar el proyecto, no es inferior a ninguna otra reunión anterior encargada de consultar al Rey sobre leyes; consulta que jamás veía la luz pública hasta que la ley se promulgaba. A pesar de esto, el proyecto fue, como es notorio, desmenuzado, y experimentó el examen más riguroso que se pudo hacer en el liceo más disputador. Con todo, el Congreso halló en el proyecto casi lo que la comisión había asegurado en su discurso preliminar: en el fondo nuestras antiguas leyes y nuestras instituciones. Y a pesar de algunas novedades de orden muy subalterno, que son suyas, si se quiere, la comisión no ha sido original en su obra; lo he confesado modestamente. La sabiduría de las mismas Partidas hacen respetable el proyecto. Todo el título de la Potestad judicial está calcado sobre las leyes criminales de Don Alfonso el Sabio. De ellas se han deducido los artículos relativos a la libertad individual de las personas; a la forma de los juicios y formalidades que deben observarse por los jueces en el arresto y custodia de los reos, etc. Lo mismo sucede con las demás partes del proyecto, en que se han insertado muchas disposiciones, y sobre todo el espíritu de nuestras antiguas leyes y de nuestras sabias instituciones. Pero veamos el mismo Código de las Partidas cómo fue aceptado. Ni Don Alfonso el Sabio, ni D. Sancho el Bravo, ni D. Fernando el Emplazado lograron que se observase como código general. D. Alfonso XI en el Ordenamiento de Alcalá mandó que se guardase en Castilla. Pero las Cortes de aquella época ¿abrieron acaso sobre este inmenso cuerpo de leyes una discusión semejante ni siquiera a la del día de hoy? ¿Se examinó con la prolijidad, sutileza, y aun argucia que lo han hecho los actuales Diputados, un Código que trata, por decirlo así, de omni scibili; un Código que hizo una verdadera revolución entre nosotros, pues introdujo el derecho romano de los Emperadores, y las Decretales, desconocido todo ello, y opuesto en gran parte a las libertades y fueros castellanos?

Las Cortes, Señor, de aquella época se convocaban para objetos determinados, como, por ejemplo, imponer tributos, levantar tropas y otras cosas semejantes. Los procuradores de las ciudades y villas presentaban al Rey sus peticiones, reclamaban contra tal o tal perjuicio. Todo esto se hacia y se terminaba en treinta, cuarenta o pocos más días, y las Cortes se disolvían. Yo desearía mucho ver cómo se demuestra que para aceptar el Código de las Partidas se había usado de la libre y pública discusión que los señores americanos han presenciado e ilustrado tanto con sus sabios debates. Yo desearía que se demostrase que en aquella aceptación el Rey estuvo pasivo, y los Diputados tuvieron toda la libertad que en el día gozamos. Pero esto, a despecho de las penalidades y exquisitas pesquisas de los eruditos, no es susceptible de demostración. Yo supongo que la nación le aceptó gustosa, porque a su resistencia anterior sucedió luego la aquiescencia y cuantos actos de obediencia y respeto han ocurrido en el largo espacio de más de cuatro siglos que lleva de observancia. Pero si ha de haber entre nosotros justificación e imparcialidad, no rehusemos reconocer en los decretos y leyes del Congreso el carácter que hace tan respetables sus resoluciones. Los debates que tanto ilustran las materias más intrincadas; la libertad y publicidad de las discusiones que tanto se oponen a los manejos y artificios de expedientes instruidos en la oscuridad, y con el misterio de consultas reservadas; seis meses empleados en la discusión continua de la Constitución; artículos en que se han ocupado cuatro sesiones consecutivas, y en las cuales han hablado más de 30 Diputados con absoluta libertad por una y otra parte; si esto, digo, no hace superior el proyecto de Constitución en cuanto a haberse examinado y desentrañado hasta en sus ápices a las leyes antiguas más recomendadas y encomiadas, ¿le hará menos acreedor a la confianza y respeto nacional? Día vendrá en que desapareciendo las miserables pasiones y los ridículos despiques que hacen confundir la obra con el artífice, pueda la Nación discernir el acierto o el error, el mérito o las faltas involuntarias que se hayan cometido. Y entonces podrá poner remedio por el camino seguro que este artículo le prepara. Pasemos ahora a ver los inconvenientes de no aprobarlo según lo presenta la comisión. Para ello me haré cargo de otro de los argumentos que en mi juicio puede acaso haber hecho más fuerza a algunos Sres. Diputados.

Se ha dicho que como la Constitución establece principios que son fundamentales, y entre ellos otras cosas que sólo son accesorias, y que varios de los señores que hablaron el otro día consideran como puramente reglamentarias, debían exceptuarse de las primeras y declararse alterables en cualquiera época, y por cualesquiera Cortes ordinarias. Esta idea, aunque a primera vista aparece con alguna exactitud, es sin embargo equivocada. El Sr. Torrero ha demostrado con la claridad que acostumbra lo que la comisión ha restablecido en su proyecto y lo que ha introducido de nuevo. En corroboración de sus luminosos principios, a que me adhiero enteramente, debo decir que estando de acuerdo, como lo están, los que han sostenido e impugnado la Constitución, que tenemos entre los diferentes códigos de España leyes para todo, no podemos ni los unos ni los otros diferir en lo sustancial de nuestro dictamen siempre que no sacrifiquemos a nuestras pasiones el buen sentido y la racionalidad. Soy el primero a convenir en que los españoles debemos ser libres por nuestra Constitución anterior. Pero también soy el primero a sostener que mientras no busquemos el medio de asegurar su observancia, es inútil la antigua Constitución, los antiguos fueros, las antiguas leyes, y cuanto puede haberse hecho en favor de nuestra libertad. La comisión de Constitución, íntimamente penetrada de esta verdad, ha procurado establecer el único medio de conservar en vigor las leyes fundamentales, de que tanto han hablado los que más las hollaron en todos tiempos. Este medio es la reunión anual de Cortes, que debe mirarse como el ángel custodio de nuestra libertad. Nada más necesario que determinar por medio de reglas claras y constantes el método de elección de Diputados, su reunión en Cortes generales, la manera de deliberar, y hasta de disolverse. Todo está establecido por la ley. Nada queda al arbitrio de ninguna autoridad. Y este es el único camino de llegar a lo que la Nación quiere; esto es, ser libre e independiente. El método adoptado en la Constitución para la reunión de Cortes pudo ser diferente; mas siempre vendríamos a convenir en que era necesario fijar alguno. En la discusión se expusieron muy a la larga las razones en que se apoya el sistema adoptado por la comisión. Aprobado como ya lo está por el Congreso, era indispensable darle toda la posible estabilidad. De lo contrario corría la Nación el peligro de verse an tes de mucho tiempo nuevamente despojada de sus más preciosos derechos. Lo que por los Sres. Diputados que impugnan el artículo se reputa por reglamentario, es tan esencial, que si se llegase a alterar sin mucha circunspección, los españoles pagarían bien caro la imprudencia de haberse dejado seducir por la falsa idea de considerar reglamentario, y por lo mismo de poca importancia, una de las bases de la Constitución en que reposa la libre y legítima elección de los Diputados. Sólo así la Nación puede estar segura que la representarán en sus Cortes los que quiere que sean sus procuradores. Y si por condescender con los deseos de los señores americanos dejásemos bajo el inexacto nombre de reglamento expuesto a alteraciones en las próximas Cortes el método de elección de Diputados, no pasaría mucho tiempo sin que viniesen a ellas los que el Gobierno, o sea la corte, quisiese y no otros, como ha sucedido siempre que no ha estado sujeta a reglas fijas e invariables la manera de reunirse la representación nacional.

Nuestras antiguas Cortes son una prueba clara de esta verdad. Y en las naciones extrañas los ingleses nos convencen de lo mismo siempre que se consultan los registros o historia de su Parlamento. Continuamente se ven esfuerzos de los Diputados para arreglar las elecciones de sus condados, con el fin de evitar los vicios de que adolecen a causa del poderoso influjo del Gobierno. Y como los señores americanos, aunque no lo han manifestado con toda claridad, aluden en sus argumentos a esta parte de nuestra nueva Constitución, en que creen hallar inconvenientes, por eso yo me contraigo a este punto. Si las Cortes inmediatas viniesen con la libertad de reformar esta parte tan principal de aquella, expondríamos a la Nación a que tal vez se introdujese con maña alguna alteración que proporciónase al Gobierno el medio, o de convocar las Cortes a su antojo, de disolverlas, o suspenderlas como más le conviniese, o de asegurarse de los medios para hacer que recayesen las elecciones en personas de su partido. En una palabra, la incalculable ventaja de haber hecho la elección de Diputados del todo independiente de la voluntad del Rey, bien pronto desaparecería. ¿Quién asegura a los señores americanos que sus sucesores en la Diputación no propondrían reformar la Constitución en la misma igualdad de derechos tan recomendada y consolidada para la América, si como sostienen en sus argumentos, quedase suspensa su sanción para las Cortes futuras? Si así fuese, en la Península bien pronto veríamos propuestas novedades de otra especie, y la Nación se hallaría expuesta a los temibles efectos de una continua mudanza. Es un axioma muy reconocido por todos los grandes hombres que han meditado sobre las revoluciones de los imperios, que cuando se presenta a una Nación la ocasión de establecer su libertad, no debe perder un momento en asegurarla sobre bases bien sólidas, dejando al tiempo y a las mismas instituciones el dar a la obra toda la perfección de que es susceptible. Pues si los que la dirigen, seducidos por el deseo de acabar la reforma de una vez, dejan perder la coyuntura, todo se malogra, y pasan muchos siglos antes que vuelva a ofrecerse la ocasión de ser libre. Nosotros estamos en este caso. La Constitución que se discute no será, si se quiere, la mejor que pudiera presentarse a los españoles; pero es sin disputa la más acomodada a las circunstancias en que se halla hoy día la Nación. Esta, como ha demostrado el Sr. Torrero, no viene ahora a hacer de nuevo el pacto social. Ni para legitimar la Constitución se necesita recurrir a esta idea casi metafísica. La Nación quiere que su Gobierno sea monárquico, moderado, como lo ha sido en su origen en todos los reinos de España, y como no puede menos de querer todo el hombre que no esté corrompido o excesivamente degradado. El Congreso ha restablecido la antigua Monarquía, y ha adoptado hasta las medidas que creyó necesarias para evitar que en adelante volviese a degenerar en absoluta. Esto se ha demostrado con toda la evidencia que pueda caber en puntos de esta naturaleza. La malicia o la ignorancia únicamente pueden desentenderse de cuanto se ha expuesto en este Congreso. ¿Y sería digno de su prudencia y previsión, sería correspondiente a la gravedad y circunspección de un Senado dejar la Nación expuesta a las consecuencias de una reacción, de una intriga extranjera, de una tenebrosa conjuración, presentándole ahora la pueril idea de reserva a las futuras Cortes el derecho de mejorar lo que, además de no poderse experimentar en tan corto período, tiene a su favor todas las presunciones de justo y beneficioso? ¿Cuál sería la suerte de ella si quedase en suspenso hasta que sus enemigos reunidos tomasen todas las medidas necesarias para destruirla sin faltar aparentemente a la ley? Los dos artículos, para no hablar de tantos otros que declaran a los españoles sin distinción alguna obligados a contribuirá las cargas del Estado, según sus facultades, y a acudir a su defensa cuando sean llamados por la ley, ¿serían o no el objeto de los primeros ataques? La nobleza, creyéndose tal vez agraviada, ¿no intentaría recobrar sus antiguos privilegios, que la eximían del servicio personal para alistamientos y otras dependencias en las guerras? Es verdad que ninguna clase del Estado estuvo nunca más propicia a tomar las armas para ser la primera en las ocasiones de gloria y peligro. Pero esto nace de otro principio. La nobleza jamás fue más ilustre que cuando, desentendiéndose de sus fueros y exenciones, corría al campo de batalla. Pero también es cierto que nunca será libre y feliz una nación mientras pueda alegarse en ella, como prueba de nobleza, el derecho de eximirse de defenderla con las armas, y mirando esta sagrada obligación como una carga vil, dejar que recaiga todo su peso sobre las clase útiles y productoras. La Patria es una para todos; unas deben ser las obligaciones que todos contraigamos para con ella. Lo mismo digo de los eclesiásticos. Tal vez creerían disminuida su inmunidad con el artículo que exige de todos los ciudadanos iguales prestaciones para pagar las cargas de la comunidad, guardando exacta proporción con los posibles de cada individuo. Estas leyes, fundadas en la razón y en la justicia, han andado envueltas en oscuridad, en dudas y en escrúpulos por espacio de siglos enteros; y ya que la Nación ha tenido la fortuna de restablecer su observancia, preciso es apartarla de las ocasiones de perder sus derechos, recobrados como por milagro y a costa del sacrificio de la edad presente. Otros artículos podría citar de igual importancia, y cuya estabilidad quedaría comprometida con lo que se pretende. El reino, Señor, vendría a pagar nuestra insensata temeridad si este Congreso descuidase hacer estable y duradera una Constitución que ha costado tantos afanes. En el fondo contiene todos los elementos de nuestra futura grandeza y prosperidad. Pueden tales o tales artículos excitar dudas sobre si convendrían más extendidos de esta o la otra suerte. Y qué, ¿por opiniones de orden tan subalterno comprometeríamos la estabilidad de toda la obra? Poco conoceríamos los peligros de una reacción si cometiéramos tal absurdo. En la proposición de una ley cualquiera hemos establecido reglas que contengan el ímpetu de las innovaciones que no sean muy útiles o necesarias. La sanción del Rey es un correctivo para equilibrar el peso de la autoridad legislativa; y ¿seríamos menos circunspectos en materia tan grave y delicada como lo es cualquiera alteración de la ley fundamental? Cada nación ha procurado en todos tiempos introducir en su Constitución cierto artificio que la haga duradera.

El Sr. Conde de Toreno ha discurrido, en mi dictamen, con mucho acierto cuando se apoyó con los ejemplos que ha citado. Mas los señores que para impugnar el artículo se fundaron en la Constitución inglesa, padecieron notable equivocación. La Constitución de Inglaterra prueba mucho a favor del artículo. Ella tiene en sí misma el principio conservador que la hace casi inalterable; pero pende todo del diverso artificio con que está formada. En aquel reino no hay diferencia por la Constitución entre leyes fundamentales y leyes positivas. No hay sino Actas del Parlamento, cuya naturaleza varia según el objeto de los bills, no por el modo de proponerlos ni de deliberar. El veto absoluto del Rey es la salvaguardia de la Constitución contra las innovaciones que pudieran destruirla o desfigurarla. Aunque ambas Cámaras, por un extravío inconcebible, y en mi dictamen metafísico, llegasen algún día a aprobar un bill que trastornase el orden del Estado, la prerrogativa Real sería capaz por sí sola fe frustrar este designio. El célebrebill de los irlandeses parece una prueba de esta opinión. A pesar de que la Constitución priva a 4 ½ millones de súbditos de la Gran Bretaña de mucha parte de los derechos de ciudadano inglés, y sin embargo de que este bill ha sido sostenido en diversas épocas por los Ministros más acreditados, incluso Guillermo Pitt, y que el Ministerio de 1807 no alegó otra causa de su separación sino el no haber podido cumplir la especie de promesa que había hecho de conseguir la sanción; a pesar, digo, de todo esto, todavía la prerrogativa Real ha tenido una ley tan reclamada, y que por su naturaleza es constitucional, por haberla creído el Rey contraria a la seguridad de la religión del Estado. Y si sus sucesores juzgasen de igual peso las razones que han detenido hasta el día de hoy la aprobación del bill, el veto continuará produciendo siempre los mismos efectos. Este veto tan absoluto es, pues, el principio conservador de la Constitución inglesa. Mas la comisión no creyó compatible con la índole de nuestra antigua Monarquía introducir en la Constitución un principio tan excesivamente conservador, que expusiese alguna vez el Reino a las consecuencias de una abierta lucha entre la autoridad legislativa y ejecutiva si se contrariase con demasiado empeño la declarada voluntad de la Nación. La estabilidad pareció oportuno establecerla sobre principios más consoladores: dejar al Reino el camino libre para conseguir una reforma constitucional, sin exponerla a los efectos de una mudanza frecuente o poco necesaria. Por es ta razón se han distinguido con toda precisión y claridad las leyes comunes o positivas, y las fundamentales o constitucionales. No dando al Rey intervención por la ley funda mental en la reforma de la Constitución, era preciso oponer alguna fuerte barrera a la impetuosidad de las Cortes, abandonadas a sí mismas en el ejercicio de la autoridad constituyente (...) Esta barrera existe al principio en los ocho años primeros, en que no puede proponerse ninguna alteración, y después en los trámites de las proposiciones y número de los votos para la aprobación. Toda reforma bien calificada no podrá menos de hallar acogida en los Diputados de la Nación en alguna de las sesiones indicadas. Si no fuese bien notoria su necesidad, la Nación podrá estar segura de no verse sorprendida por una trama o partido. Y de este modo nunca podrá decirse que contra la declarada voluntad de la Nación continúa en la Constitución uno o más artículos defectuosos o perjudiciales. La experiencia lo ha de enseñar. Mas esto no es obra de poco tiempo. Vale más carecer de un bien, que no exponerse por lograle a acarrear un mal que por sus consecuencias puede ser irreparable. El artículo a que sin duda alguna aludió el Sr. Mendiola, se puede reformar todos los años por las Cortes ordinarias con mucha oportunidad, según lo he insinuado al principio, concediendo progresivamente carta de ciudadano a los que se vayan haciendo acreedores a ella por sus méritos y servicios. Y al fin, la reforma total de este artículo no puede pasar de quince años, siempre que su utilidad o necesidad se demuestre a la Nación en las futuras Cortes. Por lo mismo, ni el artículo hace la Constitución irrevocable, ni la deja expuesta a la inestabilidad, que la destruiría muy en breve si se reservase la sanción a las futuras Cortes. El artículo está fundado en los principios más sólidos. La prudencia, la experiencia y la previsión le han dictado. Por todas razones debe aprobarse en todas sus partes.








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Después de aprobada la Constitución


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Empleados adictos a la Constitución

El Sr. ARGÜELLES: No quiera Dios que proposición ninguna mía se apruebe por aclamación, porque no sería conforme al Reglamento, que creo lo prohíbe, además de ser esto opuesto a la madura deliberación con que las Cortes proceden. Yo siempre sostendré la libertad de los debates; y voy a dar una prueba de cuánto respeto la de opinar de todo Diputado en la contestación que daré al penúltimo señor preopinante: haré ver que el juicio que ha hecho el Sr. Ostolaza de la proposición no es conforme ni al tenor de ella, ni al espíritu de su autor; y estoy seguro que no podré persuadir al Congreso, ni a ningún español que oiga o sepa su impugnación, la ridícula intención que me supone. Dice el Sr. Ostolaza que el objeto a que se dirige la proposición es recomendar para los empleos a las personas que han tenido parte en el proyecto de Constitución. Hago muy pequeño sacrificio en desentenderme de ser yo el objeto de la personalidad, ya porque es tan grosera, como porque repartida entre todos mis dignos compañeros, según el tenor de sus palabras, me toca a mí menos parte: siento que no haya tenido valor para dirigirla sólo contra mí. Para manifestar bien el género de ataque que me ha hecho, no hay sino advertir al Sr. Ostolaza que si hubiera querido impugnar la proposición y no a su autor, así, de cualquier modo, y a costa de la decencia y buen sentido, no debía haber dejado de examinarla detenidamente.

Veamos la primera parte del argumento. La proposición envuelve, dice el señor preopinante, una recomendación a favor de los autores del proyecto de Constitución, para que a ellos y no a otros se les den los empleos. El Sr. Ostolaza tiene olvidado que a propuesta del Sr. Capmany se resolvió por el Congreso que los Diputados no pudiesen obtener ninguna clase de empleo dado por el Gobierno durante su diputación, y un año después. No diré yo ahora si esta medida, virtuosa en sí, y aun popular, está de acuerdo con lo que pide la política y aun la conveniencia pública. El tiempo y la experiencia manifestarán seguramente mejor que yo el acierto o error de ella. Pero lo que sí es indudable es que hasta el día los individuos de la comisión no han prevaricado, ni es el señor Ostolaza el que les podrá quitar el mérito del desprendimiento, que por su parte han manifestado constantemente. Pero yo quiero seguir todavía su argumento: supongamos que en efecto yo quisiera recomendarme a mí y a mis compañeros; démosle aún más lentitud, y a mis amigos parciales en el Congreso, si acaso cree el señor preopinante que en esto hay grados y diferencias. Llamo la atención de las Cortes acerca del momento en que la proposición fue hecha. La Regencia propuso una Dirección general de rentas, que aprobó el Congreso; y habiendo el Sr. Pelegrín exigido ciertas cualidades en los que fuesen nombrados para estos destinos, yo propuse que se generalizase la idea, sustituyendo a aquellas otras que creí más esenciales. En efecto, formalicé la proposición, y de ella resulta que yo creo debe exigirse para los empleos de consecuencia afecto a la Constitución, y pruebas de haber deseado la independencia y libertad nacional en tiempos en que tanto han peligrado. La Regencia del Reino en virtud de la Constitución debe proceder al nombramiento o confirmación tal vez de toda la administración del Estado. Unos a propuesta, y otros por libre elección suya, pueden proveer todos o los más de los empleos civiles, militares, etc. Ahora bien: ¿concibe el señor Ostolaza que la Regencia pueda conservar in pectore los empleos de cuenta que vaquen o estén vacantes por más de un año, esperando en este caso los negocios y las urgencias del servicio público el que puedan ser despachados por las personas que yo recomiendo en mi proposición? Pues más de un año tendría la Regencia que suspender la provisión de empleos si fuese cierta la sencilla, natural y rigurosa consecuencia que deduce de mi proposición. Mis recomendados y yo todavía somos Diputados; no está aún muy claro si dejaremos de serlo en uno, dos o más meses; y aun después, es preciso que pase todavía un año para que el decreto de las Cortes nos deje expeditos en la administración de empleos y gracias. ¿Es o no ligereza el raciocinio del Sr. Ostolaza, para no hablar del espíritu con que se ha hecho? Tal vez dirá este señor que bien puede combinarse todo, y recomendarnos con anticipación para los empleos que vaquen al tiempo de espirar la prohibición del Congreso. ¿Y olvida el señor preopinante que sucedería en este caso lo que siempre ha sucedido? Si hubiese reflexionado un solo instante, antes de manifestar tan a las claras su personalidad, habría conocido que cuando un Gobierno perverso intenta tomar un partido entre Diputados o individuos de cuerpos legislativos por medios inicuos, esto es, corrompiendo o comprando votos con pensiones o empleos, lo hace no con promesas de un cumplimiento dudoso o lejano; la amoralidad y la vileza respectiva de los unos y de los otros los hace desconfiados, y el único medio de asegurarse todos es hacer su negocio de presente, y no exponerse a la veleidad de la venalidad, y a la ingratitud del maquiavelismo. Luego ha sido muy mal aplicada la injuriosa sospecha del Sr. Ostolaza, porque está destituida hasta de aquella verosimilitud que es necesaria aun para inducir a un necio; y eso separándome yo ahora de otras reflexiones que pudieran ser algo más justas y aun discretas que la impugnación que se me ha hecho. Poco sabe el señor preopinante, y los que piensen del mismo modo, de las arterias de gobernar y de medrar con los gobiernos, si creen que supuesta en mí tanta mezquindad y pobreza de miras, acudiese yo aquí con una recomendación tan ridícula. El Sr. Ostolaza no puede desconocer que en todo caso no sería en el Congreso ni en la publicidad de una sesión donde vendría yo y mis dignos compañeros a hacer esa clase de fortuna. El despacho de un Ministro, conferencias secretas, y preparadas con autoridad, serían medios más eficaces y menos expuestos a divulgarse. Así que, su falso ataque queda descubierto, y determinada su fuerza y oportunidad, por lo que toca a mí y a los dignos individuos de la comisión a quienes alude. Si tal vez quiere significar también personas de fuera del Congreso, debe tener entendido que no se recomiendan personas, porque se exijan cualidades. Y aun cuando así fuese, atienda el Sr. Diputado las que indica mi proposición. Amor a la Constitución y patriotismo calificado. Estas circunstancias son las que yo miraré siempre como indispensables en todo funcionario público; porque sin ella la obra del Congreso es obra de muchachos; y los mismos que contradigan mi proposición, se reirán de las Cortes si no han provisto de remedio antes de separarse para sostener lo que tantos afanes les ha costado.

Los Diputados están excluidos de poder contribuir a la conservación de las nuevas instituciones por haberse condenado a no tener parte en el Gobierno; ¿y vendrá ahora el Sr. Ostolaza a disputarme el derecho de pedir cuando menos que no se confíe la guarda de la libertad de la Nación a los que se han opuesto a su reconquista y restablecimiento? Sí, Señor, yo recomiendo, y con todo el encarecimiento de que soy capaz, a las personas que tengan las cualidades que expresa mi proposición, y con exclusión absoluta de las que no las tengan. Y puesto que no tengo otros medios de que valerme para conseguirlo, lo hago en sesión pública, aunque bien sé que no es el medio más eficaz; pero yo estoy íntimamente penetrado de la necesidad de esta medida, y a algún arbitrio he de recurrir. Si yo tuviera la autoridad, sería una impertinencia mi proposición; mas en el caso en que me hallo con todos los demás Sres. Diputados, es muy análogo a mi carácter de tal y a los principios que he manifestado constantemente, el que yo llame la atención del Congreso sobre la necesidad de encargar a la Regencia una y mil veces la más circunspecta resolución en este punto, que él sólo decidirá si los españoles han de ser o no libres. Sí, Señor, yo lo aseguro y estoy pronto a sostenerlo. La Constitución está pendiente de la elección de las personas a quienes se encomiende su ejecución y su observancia. Sólo una buena elección es capaz de precaver una revolución espantosa. Ha dicho también el señor preopinante que la proposición promovería un cisma. No lo concibo. Si es promover un cisma pedir que los que no son, por decirlo así, de una comunión no entren a lo menos a dirigir a los que se han congregado bajo de ciertos pactos que han aprobado, y que aquellos han impugnado, desacreditado, maldecido y contrariado por cuantos medios han podido hallar, confieso que me falta hasta el sentido común. Yo creo que el verdadero cisma sería encargar la ejecución de la Constitución a las personas que no contentas con haberse opuesto a la revolución en su origen, han procurado desacreditar aquella obra por mil caminos. Entro ahora en el examen de este segundo punto con alguna extensión, tanto más, que me conduce a contestar al mismo tiempo a otro melindre del Sr. Ostolaza. En él se supone impertinente la proposición, porque dice que es como llevar con andadores al Gobierno encargarle lo que pido yo en aquella. Que en el Congreso los Sres. Diputados hayan impugnado todos o parte de los artículos del proyecto de Constitución, sólo probará la libertad del debate y la bondad de la ley, pues que en medio de la viveza, valentía y saber de la impugnación, todavía la ha aprobado la prodigiosa mayoría que es notorio la aprobó. Que fuera del Congreso se haya discutido la materia con la libertad que está autorizada por la ley, y con la cual es igualmente notorio se ha practicado, corrobora más y más que no puede haber duda sobre cuál sea la declarada voluntad de la Nación; por lo mismo no hay ese peligro del cisma que teme el Sr. Ostolaza. Mas como yo no podré olvidar jamás los planes de ataque que se han formado por algunas personas interesadas en que se estableciese sistema en nada, ni se cortasen de raíz los abusos; en que siguiese el régimen arbitrario y los privilegios perjudiciales y abusivos; como yo tengo tan presentes los variados disfraces que han vestido, las máscaras que han puesto, de religión, de amor al Rey, al orden, a las leyes; y por último, cuando yo tengo a la vista que no pudiendo desvanecerse la fuerza de una doctrina recomendada por la solidez de los principios en que se funda, y por la conveniencia pública que tan claramente se deja percibir de todos los que raciocinan, han puesto todo su conato en desacreditar a los individuos que trabajaban en la obra, o la sostenían, esperando destruirla a lo menos por tan vil medio, ¿qué tiene de extraño que yo por mi parte procure evitar que se autorice con los empleos a estos mismos enemigos de la Constitución, para que a su salvo vayan borrando con el pincel, segura su frase favorita, los decretos y leyes de las Cortes? La inesperada aceptación con que ha sido ensalzada la Constitución en todas partes: las enérgicas y elocuentes manifestaciones que se presentan sin cesar en el Congreso de la alegría y alborozo de los pueblos por su publicación, manifestaciones libres y espontáneas, y por lo mismo incompatibles con los manejos y artificios tenebrosos que exige la obra de una fracción o de un partido, tal vez habrán desengañado a los que creyeron contrarrestar con imposturas, libelos y oscuras tramas el ímpetu de una reforma provocada por la necesidad, y dirigida por la prudencia y sabiduría de un Congreso tan respetable por su firmeza, como por la maravillosa impasibilidad que ha manifestado en medio de los más crueles ataques contra su autoridad y sus decretos. Este desengaño puede causar una aparente e hipócrita reconciliación. Pero no es a mí a quien habrá de seducir. Y por lo mismo, es en mi dictamen más necesaria la proposición. Todo puede ser indiferente a la Nación en la provisión de empleos subalternos, menos que se confíe la guarda de sus preciosos derechos a los que no sepan preferirlos a los intereses suyos propios. En todo, menos en esto, cabe contemporarización, disimulo o indulgencia. Esto supuesto, ¿valdrá decir que es poner andadores al Gobierno dirigirle un solemne mensaje que contenga la declarada voluntad de los representantes de la Nación sobre un punto tan principal? Veámoslo. El Gobierno, por una especie de fatalidad no tiene en el Congreso persona que le entere legalmente y sin embarazo de las discusiones y debates; del espíritu que anima a los Diputados en exponer sus opiniones; en una palabra, está privado del conocimiento auténtico de las sesiones. El Diario de Cortes es medio muy imperfecto para lo que necesita un Gobierno, y todavía más por el atraso con que se imprime. El Gobierno, por lo mismo, no ha podido enterarse de la historia de la oposición que se ha hecho a la Constitución fuera del Congreso, tan patentizada en los debates, y de que sólo puede juzgar un testigo presencial que haya oído y tomado parte en las deliberaciones. Sus Ministros jamás han tenido por conveniente asistir a ellas, sin embargo de que no hay otro medio de que se entiendan bien las dos autoridades y examinen de acuerdo con paso firme.

La Regencia va a nombrar para los principales empleos de la Monarquía. Las Cortes la han autorizado plenamente para que haga la más libre elección. Pero a la Regencia no le consta por las razones insinuadas cuánto motivo tiene el Congreso para agitarse y experimentar hasta inquietud acerca de la buena o mala fe de los sujetos sobre quienes pueda recaer eventualmente la elección. Porque la única escena en que se han ventilado estos puntos con publicidad, sin rebozo ni subterfugios, han sido las sesiones públicas, en las cuales se han dado tales reseñas, que el que quiere conocer a los amantes de la Constitución, esto es, de la libertad y de la justicia, no tiene más que recordar con cuánta claridad y precisión se han fijado por las Cortes los principios de una y otra.

El Congreso ha procedido en su virtud a la aprobación de sus leyes y decretos. Mas no siendo él la autoridad que ha de custodiarlas, o ponerlas en observancia, no puede desentenderse de la sagrada obligación que le ha impuesto la Nación de tomar cuantas medidas crea convenientes a asegurar su libertad e independencia. La Regencia, además de poseer la confianza de las Cortes, ha dado un testimonio bien calificado de merecerla, entre otras cosas, en las circunstancias que han acompañado a los diferentes actos de publicar y jurarse la Constitución; y la Regencia dará una nueva prueba de su adhesión a una ley, por la cual tiene autoridad, reconociendo en este mensaje el ejercicio de una de las principales obligaciones del Congreso. En materias de esta gravedad y trascendencia, nada puede ser redundante. Así como no lo es la permanencia de la representación nacional, a pesar de que la Constitución señala las facultades y límites de cada autoridad. Uno de los más bellos atributos de las Cortes será siempre velar sobre la observancia de las leyes; y el recuerdo que yo propongo se haga a la Regencia en el momento de nombrar las personas que van a ser encargadas de ejecutar respectivamente la Constitución, corresponde a esta vigilancia. Mi proposición es rigorosamente de la muestra de todas las peticiones de nuestras antiguas Cortes, las cuales, no sólo se dirigían a suplicar al Rey que hiciese nombramiento de personas de tales y tales cualidades, sino que pedían también cuando era conveniente la separación de los Consejos, o de su privanza, de estos y los otros empleados, etc, sin que por eso se hubiesen atrevido aun los Reyes más arbitrarios y despóticos a mirarlas como desacato o falta de comedimiento y respeto. Entre otras épocas, la del Emperador Carlos V está llena de estos casos. Yo quisiera, Señor, que se tomase en consideración por el Congreso la especie de repugnancia, que para mi es de mal agüero, con que se suelen sobrellevar por algunas personas cuantas proposiciones tienen por objeto el sostener la obra de las Cortes. Si un arquitecto al concluir la fábrica de un suntuoso edificio levantado a costa de mil afanes, y después de haber vencido innumerables obstáculos, se condenase a sí mismo a no tener parte alguna en su conservación, ¿no sería responsable de las desgracias que pudiese acarrear la ruina de su obra, si pudiendo, dejase cuando menos de señalar las personas a quienes debiese encargarse su custodia? Siguiendo todavía la metáfora, si el mismo arquitecto previese que tal vez podría fíarse la guarda de su importante y costosa fábrica a los mismos que durante su erección habían asestado sus tiros y baterías para arruinarla en su progreso, y destruir hasta sus cimientos, en este caso, digo, ¿podría disputarse con justicia el derecho que debía tener para precaver tamaño mal? Este es el caso de las Cortes. Se han condenado a mirar sólo desde afuera el edificio. Conocen bien cuánto es importante que los que le custodien no se encierren en él para mimarle a su salvo y con seguridad. Así que, cuanto se oponga a mi proposición es de ningún peso comparado con el objeto a que se dirige. Tal vez no habrá proposición de las que he tenido la honra de hacer a las Cortes que yo sostenga con más empeño e interés. Y ora se me oponga deseo de recomendar a ciertas personas, ora otras miras particulares, yo concluyo con decir, que si las tengo, son tan patrióticas como las de cualquier otro, pues consiste en que sean nombradas para hacer observar la Constitución personas que la amen; personas que sólo quieran vivir para ser libres, y asegurar la libertad de sus conciudadanos. Y en este supuesto, yo estoy preparado para sostener mi proposición, satisfaciendo a cuantos reparos gusten oponer cualesquiera Sres. Diputados.




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Conveniencia de que permanezcan reunidas las Cortes Generales y Extraordinarias

El Sr. ARGÜELLES: A pesar que el Sr. García Herrero y el último señor preopinante han puesto tan clara la cuestión que no dejan nada que desear, y que supongo al Congreso perfectamente ilustrado, todavía me quedan algunos escrúpulos, que manifestaré con toda libertad. Me ha llamado mucho la atención el giro que uno de mis dignos compañeros ha dado al debate; y como yo respeto en tal grado las opiniones de todos los hombres, razón será que yo exponga la mía, y me haga cargo de la de este señor Diputado con la misma franqueza que él lo ha hecho, hagan de mí el juicio que se quiera por aquellos que anticipan su decisión al examen de las razones en que se fundan los dictámenes. Se ha insinuado por algunos señores cuáles pueden ser las razones principales para suspender las sesiones, y suspendidas volver las Cortes a reunirse. Los señores preopinantes sólo las han indicado, y yo hubiera deseado que descendiesen a pormenores, porque en materias de tanta trascendencia nada sobra; mucho más cuando el Sr. Ribera ha provocado la discusión de sus compañeros, cuando ha dicho que de modo ninguno se podía sostener esta proposición, sin que se manifestasen las muchas y grandes razones que era preciso hubiese para una resolución como ésta, tanto más que no era sólo su objeto el que las oyese el público que asiste a las sesiones, sino que deseaba que estas mismas razones pasasen a las provincias para convencerlas, pues si no, los Diputados se llenarían de oprobio por haber resuelto que las Cortes no se disolviesen hasta la reunión de las próximas. Notable es producirse de esta manera y notable debe ser también el modo de satisfacer a esta manera de opinar.

La Constitución, Señor, ha debido terminar y ha terminado la revolución española bajo de un aspecto. La necesidad de repeler al enemigo, y recobrará nuestro inocente y cautivo Rey, le ha dado origen. Más para conservar el entusiasmo, interesará los pueblos en la lucha, de manera que no desmayasen con los reveses e inevitables infortunios de una guerra de esta especie, era preciso convencerlos que sus sacrificios tendrían el merecido premio en la suspirada libertad, afianzándola de manera que jamás volviera a perderse por los infames medios con que se les había esclavizado. La Constitución ha terminado en esta parte la revolución, fijando los límites de nuestra libertad política y civil, y levantando una barrera impenetrable contra los extravíos de la opinión, tan peligrosos en tiempos como los actuales. Haber diferido esta grande obra para más adelante, hubiera comprometido irremisiblemente nuestra libertad, dejándola pendiente de los caprichos, malos principios o siniestras miras de los enemigos del bien público, y sobre todo, de la suerte de las armas, las cuales si triunfan, pueden tal vez sostener la libertad si la hallan establecida; pero es muy difícil, si no imposible, que después de haber prosperado bajo el régimen arbitrario de un Gobierno puramente militar, se desprendan de su influjo y poder para abrir campo a la libertad. Este fenómeno, Señor, no quiero creer que estuviese reservado para nosotros. Terminada, pues, la revolución en cuanto a que hemos de ser libres, y al modo como ha de estar afianzada y protegida la libertad, parecía que el Congreso hubiese concluido sus tareas; y no siendo ya necesarias sus deliberaciones fuese conveniente que se disolviese. Las razones por qué no se decretó la disolución están ya manifestadas con igual libertad y publicidad que se ha hecho siempre en el Congreso. Y entonces hubiera sido oportuno que el señor preopinante hubiese provocado otras razones si las alegadas no le satisfacen; no ahora. No pudiendo por lo mismo recaer su impugnación sobre un punto decidido por las Cortes, es preciso contraer sus argumentos a la cuestión que se discute. Consiste esta en una proposición hipotética. Si las Cortes resuelven suspender sus sesiones, señalen antes día en que deban abrirlas. La suspensión no está decidida, ni se puede decidir sin resoluciones previas. Una de ellas es la formal decisión de que se han de volver a continuar antes de la reunión de las próximas Cortes. He dicho ya por qué esta resolución debe ser previa, y ahora añado que hay gran peligro en lo contrario, pues conseguida la suspensión, sería muy fácil se negase la apertura de las sesiones. Este recelo nace del modo como se insiste y discute este punto por varios señores, y la coincidencia que yo advierto con la opinión de varias personas, cuyo sistema me es bien conocido. Y de tal modo ha influido en mí el todo de este debate, que he reformado mi opinión, y ahora me resisto absolutamente a que se resuelva la suspensión sin examinar antes con mucho detenimiento el estado de la Nación con respecto a la permanencia del Congreso. ¿Podrá este mirar con indiferencia que su obra se plantee o no por la autoridad encargada de ponerla en ejecución? Véamoslo, y de ello sacaré yo las razones que el Sr. Ribera desea, y parece no ha encontrado todavía entre las alegadas por los señores preopinantes. No siendo materia de disputa para ningún español que desea ser libre el que la autoridad soberana no puede ejercerse por uno o pocos hombres solamente, claro está que es indispensable la cooperación de los cuerpos entre quienes está distribuido su ejercicio. El que quiera salvar a la Nación de otra manera, querrá absurdos, y yo no me dejo alucinar por la doctrina de aquellos que sólo ven el buen éxito de nuestra lucha en establecer el poder absoluto para que haga por sí sólo esa especie de milagro, que todavía no ha hecho en ninguna parte. Las Cortes, antes de separarse, necesitan ver planteada su obra, y después observar con mucho cuidado el efecto que produce. Para lo primero tienen que concurrir con su autoridad, sin que sea posible dispensar su cooperación. Todavía no está del todo establecido el Gobierno; de él sólo hay nombrados los individuos de la Regencia. Y uno de ellos, a pesar de que van corridos más de cuatro meses después de la elección, aún no ha entrado en ejercicio a causa de hallarse fuera del Reino, probablemente por razones que sin embargo de que las ignoro, debo suponer que sean de gran peso. Su venida puede influir grandemente en los planes del Gobierno, ya porque compuesto este hasta ahora de número par, tal vez en las ocasiones en que se dividan los pareceres, observará el método de no tomar resoluciones definitivas, ya porque algunas de ellas, y acaso las más importantes, penderán absolutamente de la llegada del Regente. El Congreso por una ley ha distribuido y clasificado en siete ministerios todos los negocios del Gobierno. Hasta el día éstos se despachan sólo por tres Secretarios del Despacho, en los cuales se hallan acumulados los asuntos que las Cortes creyeron exigían toda la atención, diligencia y actividad de siete individuos. Y eso que aun observo que los tres Secretarios del Despacho tienen la calidad de interinos, circunstancia que por si sola se opone a que un ministerio pueda desplegar con seguridad y desembarazo todo el sistema de energía y firmeza que requiere la situación en que nos hallamos. El Consejo de Estado, cuyo dictamen se exige en varios casos por la Constitución y en todos los de trascendencia y gravedad por la política y la prudencia, no está todavía en ejercicio. El Supremo Tribunal de Justicia, que forma el nudo que ha de atar la complicada ramificación de nuestro sistema judicial, no sólo no se ha instalado, sino que ni aun se han elegido sus individuos. Ahora bien, Señor, si todas estas partes esenciales a la forma del Gobierno que nos ha de dirigir se hallan todavía por montar, ¿cómo podrá separarse el Congreso sin observar antes el resultado de su juego, la armonía y progresos de su acción? ¿Para conocer la necesidad de su permanencia se necesita más que sentido común? ¿Las provincias están acaso pobladas de insensatos, para que dudemos que se convencerán tal vez mejor que nosotros de estas verdades? Planteado ya el Gobierno, según previene la Constitución, veamos si todavía es necesaria la cooperación de las Cortes antes de suspender sus sesiones. El Gobierno tendrá derecho a reclamar contra una separación poco meditada, que atándole de pies y manos, le deja expuesto a todos los inconvenientes de un verdadero abandono. El arreglo de Tesorería y Contaduría mayor de Cuentas; el ramo de Hacienda del ejército y la completa organización de este, son operaciones a que el Congreso debe contribuir legislativamente sin que pueda excusarse su sanción en ningún caso.

La Regencia ha presentado al Congreso diferentes proyectos de la mayor importancia, los cuales todavía se hallan sin resolución, a causa de su gravedad y trascendencia. Algunos otros negocios de primera magnitud, igualmente pendientes, no pueden terminarse sin su solemne intervención, la cual, por la naturaleza misma de los negocios, no puede tener época cierta, o sea determinada con autoridad. Yo no acabaría si quiera expresar todos los asuntos que necesitan para su despacho la cooperación de las Cortes. Por lo mismo, era preciso antes de resolver la suspensión de las sesiones examinar si el Gobierno tendría o no que exponer della. ¿Se ha explorado siquiera su voluntad sobre este punto? ¿Se sabe si su opinión está de acuerdo con la de los Sres. Diputados que claman por la suspensión? ¿No sería temeridad decidir una cuestión en que debe dar dictamen la autoridad a quien puede perjudicar directa e inmediatamente un desacierto en su resolución? ¿La Regencia no eludiría su responsabilidad con mucha justicia, alegando que el Congreso la había abandonado en los momentos que más necesitaba de su auxilio? Y sobre todo, así como ha sido consultada en negocios de menos importancia, ¿por qué no se hará lo mismo en este? Yo reformaría acaso mi opinión si el Gobierno dijese que no necesitaba del auxilio de las Cortes, pues en tal caso, no podría dar por descargo nuestra resolución. Demostrado, pues, con sólo lo que he indicado, que el Congreso no puede suspender sus sesiones sin comprometer la acción del Gobierno, que debe ser auxiliada a cada paso por la autoridad legislativa, a lo menos mientras no estén planteadas todas las grandes reformas que requiere el nuevo sistema constitucional, es preciso tomar en consideración otras razones, que en mi dictamen son de tanto peso y gravedad como las anteriores. Para ello usaré de la misma libertad con que he hablado hasta aquí, seguro de que si las consecuencias de ella me arredrasen, al concluir el penoso cargo que me ha cabido, dejaría de cumplir con la primera obligación de Diputado. Tal vez creía yo algún día que la suspensión de las sesiones por tiempo limitado no podría ser perjudicial, luego que se adoptase el sistema de gobierno que establece la Constitución. Mas la experiencia me ha hecho ver todos los peligros de esta medida. Y por lo mismo negarse a resolver que en caso de suspenderse las sesiones ha de ser señalando antes día fijo para su reunión, lo considere contrario al bien de la Patria, y lo mire como incompatible con la seguridad y permanencia de la obra comenzada. He seguido con mucha atención y constancia el progreso que ha tenido el plan de aquellos que desde el primer anuncio de la reunión de Cortes se propusieron contrarrestarlas, entorpeciendo su acción, o aniquilando la misma Constitución. El Congreso es quizá el único que ignore, porque quiere ignorarlo, que se trató muy seriamente antes de su instalación de señalarle el número de sesiones que había de celebrar, y los asuntos en que había de ocuparse. Lo absurdo de semejante plan en medio de una insurrección tan universal, es seguramente el verdadero motivo de no haberse desplegado. Mas jamás se ha renunciado a él; prueba de ello son los continuos ataques contra a autoridad del Congreso, dados y repetidos por cuerpos y particulares bajo tantas formas y disfraces, y en ocasiones tan diferentes. Desconcertados tantas veces cuantas intentaron realizarle, volvieron toda su atención hacia la disolución del Congreso, idea que se procuró promover y propagar por todas partes. Y en ella he visto reunidos, acaso sin haberse concertado de antemano, a cuantos se oponen a nuestra libertad. Las Cortes son su enemigo común, y contra ellas se conjuran todos, a pesar de que sus miras son bien diferentes. Disuelto el Congreso, cada cual esperaba triunfar, y el que no se plantease la Constitución era el objeto predilecto de los que tanta guerra han hecho a lo que nuestros mayores han sostenido con tanto empeño. La resolución de no disolverse las Cortes exige ya otro plan de ataque, y este está reservado para después de suspendidas las sesiones. Razón por que yo sostengo la precedencia de la proposición del Sr. Anér. Ella a lo menos contendrá algún tanto a los que fundan sus esperanzas desorganizadoras en la separación del Congreso. Pues el saber que las Cortes tienen acordado continuar sus sesiones en día fijo, dificulta sobre manera sus planes por el riesgo a que se exponen si intentasen estorbar abiertamente la apertura de ellas. Todo proyecto de esta especie está expuesto a abortar antes de su realización, y yo no veo que nadie gane en arriesgarse a las consecuencias de una nueva insurrección entre nosotros, sino los enemigos de afuera. Para contraerme ahora a estos, no puedo omitir que todo su conato se dirige a disolvernos. Nadie conoce mejor que ellos la terrible oposición que encuentran sus planes en la permanencia de un Congreso que forma el indisoluble lazo que conserva unidas las partes más distantes de la Monarquía. Cortado este nudo, su imperio se conservará con facilidad, pues el fermento de la insurrección, no teniendo un centro común en donde obrar, se irá disipando por momentos, y el estado de penuria en que se halla el Gobierno por falta de recursos, los continuos desastres, la dureza inevitable de las providencias que hay que tomar para proporcionar a los ejércitos lo mucho de que necesitan, son cosas todas que requieren el apoyo y auxilio de una autoridad que por su naturaleza es en las circunstancias actuales el principio de vida de nuestra insurrección. El que crea que sólo la fuerza y providencias duras sin orden ni plan pueden sostener una lucha tan desigual, se equivoca mucho, y bien pronto le desengañaría el odio de los pueblos al régimen absoluto y puramente militar. Este sistema, Señor, sólo puede adoptarse en un país extranjero, como lo hacen nuestros enemigos. Mas nosotros no podemos exasperarnos los unos a los otros sin que nos expongamos a una lucha espantosa, que trayendo la desunión y el desaliento, acabaría en poco tiempo con nuestra constancia. El enemigo trabaja incesantemente por destruir el Congreso para que no se plantee un sistema, que hace del suyo tan cruel y amarga censura: se vale para ello de nosotros mismos; y nosotros, incautos y alucinados, contribuimos sin conocerlo a sus miras, creyendo ganar en ello.

Por todas estas razones, opino que la proposición del Sr. Anér, como ya he dicho, es previa, y yo jamás me avendré a que se suspendan las sesiones, a no ser que antes se fije el día en que haya de abrirlas nuevamente el Congreso. Por lo que toca al tan repetido refrán de ambición de los Diputados, no puedo darle más valor que el que se merece. Es una miserable y ridícula superchería de los que hasta ahora no han dado a la Nación otra prueba de desear su independencia y libertad, sino la escandalosa lucha que han promovido y fomentado por conservar sus empleos y su mando, a la manera que le hayan ejercido en tiempos para sus intereses más felices. Y en todo caso, no son ellos los que tienen derecho a contender en punto de desprendimiento y rectas miras con los Diputados. Concluyo, Señor, llamando la atención de las Cortes con una observación muy notable. Cuáles puedan ser las consecuencias de la suspensión de las sesiones, dígalo, entre otros indicios, la opinión de un periódico que se imprime en país extranjero. Hablando de las Cortes, ha dicho, con la anticipación que acostumbra en su estilo de precursor de sucesos adversos, que estas deben, no sólo disolverse, sino que no debe quedar ni aun Diputación permanente. Si el Congreso, al ver el funesto plan de los que pueden dirigir aquel incendiario papel, y los horribles males que ha acarreado a todos los españoles, considera todavía poco significativa y digna de atención esta reserva, a lo menos tendré el consuelo de no entrar en el número de aquellos que se obstinan en no desengañarse hasta que el daño viene a convencerlos de que ya no tiene remedio. Creo haber acumulado razones de bastante peso para fundar las opiniones de los que nos oponemos a que se deje a la Nación sin representación nacional mientras no se haya proveído convenientemente a sus necesidades, y por ellas me parece que las provincias, esto es, que la Nación, hallará justificada la conducta de sus Diputados para que no les cubra de oprobio la resolución de no disolverse el Congreso hasta la reunión de las próximas Cortes. Puntos que principalmente deseaba el Sr. Ribera se ilustrasen, no sólo para el público que asiste a las sesiones, sino también para el que se halla en las provincias.»

Declaróse el punto suficientemente discutido, y puesta a votación la proposición fue aprobada, menos la cláusula «en calidad de extraordinarias», sobre la cual se resolvió que no había lugar a votar.




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Abolición del Santo Oficio de la Inquisición

El Sr. ARGÜELLES: Como individuo de la comisión, me parece que habrá llegado ya el caso de que se puedan deshacer algunas equivocaciones en que varios Sres. Diputados han incurrido, y aclarar algunos puntos sobre que han pedido ilustración. Tanto más, cuanto van tres días de impugnación y de invectivas en lugar de argumentos; y será del caso que el Congreso se convenza de los sentimientos que animan a la comisión, y de las razones en que funda su informe, y de muchas otras que se reservó, respecto a que el carácter dominante de este dictamen es la moderación y sobriedad, que por desgracia no ha sido bastante para evitar que se la provoque del modo que lo han hecho varios señores preopinantes. No puedo menos de decir al Congreso que me siento como oprimido del enorme peso de dieterios e invectivas que se han lanzado contra el dictamen; y sera difícil que al cabo de veinticuatro horas que han pasado desde que habló el último señor preopinante, siga yo el hilo de sus discursos. Yo quisiera poder tener presente todos sus argumentos para responderles; pero las Cortes se harán cargo de que no es posible, y así contestaré a los que me vayan ocurriendo, pudiendo los demás señores, mis compañeros, contestará los que se me olviden. Su modo de impugnar a la comisión ha sido tan singular, tan poco conforme a lo que debía prometerse de una comisión como ésta, y el rumbo que ha seguido alguno de los señores preopinantes le condujo a tales extravíos, que no me será dable seguir ninguna especie de método.

Antes de todo debo hacerme cargo de una imputación que veo va teniendo mucho séquito entre todos los señores preopinantes, aun hasta con el mismo Sr. Inguanzo, no obstante de haber dicho que por su parte no rehusaba la cuestión, y así es que entró en ella; y no sólo examinó la primera proposición, sino que diciendo se aprovechaba de las ideas que habían sentado otras veces de que un proyecto debe examinarse en el todo, hizo un prolijo análisis, no sólo del dictamen, sino del proyecto de decreto que presenta la comisión. El Sr. García Herreros había señalado el camino que debe seguirse en esta discusión, según el modo como sentó los principios en que estaba fundada la primera proposición. Del mérito de su discurso no debo hablar; es demasiado grande para que necesite de mi elogio. Pero los señores preopinantes han tenido por conveniente confundirlo todo, no sé si con el objeto de excitar temores en los in- cautos y sencillos, o para evitar una discusión en que tantas ventajas parecen deben de tener los que presumen deben decirse únicos defensores de la religión. La comisión sólo desea la luz y la verdad, y para hallarla es menester arrostrar la cuestión, no eludirla. Su objeto es presentar al Congreso los verdaderos medios de proteger la religión, conformes a la religión misma y a los principios de justicia universal, atropellados y destruidos en el sistema de la Inquisición. Vamos antes a la imputación indicada.

El Sr. D. Simón López creo fue el que comenzó a persuadir al Congreso que la comisión se había excedido de sus facultades, propasándose a desempeñar un encargo que no se le había cometido, y presentando un dictamen que de manera ninguna es relativo a la proposición, conforme a la cual se le pasó el expediente. Se fundaba para esto, siguiéndole otros señores, en una adición que hizo mi digno amigo y compañero el Sr. Zorraquin, que consta del Acta que se leyó el otro día. El Acta fue leída tres o cuatro veces, y por ella consta que el origen de este expediente fue una reclamación de varios individuos del Consejo Supremo de la Inquisición, pidiendo su restablecimiento. Me desentiendo de las vicisitudes que tuvo; pero es un hecho que, a propuesta de un Sr. Diputado, pasó a la comisión de Constitución para que examinase si el restablecimiento de la Inquisición era o no conforme a la Constitución. Ahora pregunto yo: la imputación del señor López y demás que le han seguido, ¿no es como querer resolver la cuestión por la cuestión? Pues si la cuestión es ésta; si se está examinando qué es la Inquisición, ¿cómo se había de limitar la comisión a manifestar sus ideas respecto de un punto sólo, que hasta ahora no consta si es el todo o es la parte? ¿o quieren persuadir estos señores que de tal manera es independiente el Consejo de la Suprema de la misma Inquisición, que ora se restablezca o no aquel Tribunal, pueda permanecer la Inquisición? Esto, repito, sería volver la cuestión por la cuestión. Si es menester entrar de lleno en ella, ¿a qué fin una imputación? o mejor diré: ¿cómo tienen estos señores la presunción de querer, contra la costumbre del Congreso, prescribir reglas a las comisiones para informar sobre un negocio que se sujeta a su examen? Yo hasta ahora no lo había visto. Me faltaba esta pretensión para ver hasta qué punto se quiere tiranizar la libertad de una comisión. La de Constitución meditó muy bien lo que se le encargó por el Congreso, y vio que no podía limitarse a un punto que está íntimamente enlazado con otros muchos. A los señores que se oponen al dictamen de la comisión toca demostrar si la comisión se excedió; y esto resultará si son capaces de manifestar que puede existir la Inquisición, aunque no se restablezca el Consejo Supremo de ella. La comisión no conoce otra Inquisición que la actual de España. Prescinde para el punto sujeto a su examen del origen que haya tenido y de las diferentes formas que se le hayan dado desde su primer establecimiento en el siglo XIII. Aquí se habla de la Inquisición tal cual se conoce por los españoles, y se ve que el punto verdadero de la cuestión es todo el sistema de Inquisición según ha existido en los últimos tiempos. El inquisidor general, el Consejo Supremo, los tribunales de provincia, todos juntos forman el sistema inquisitorial. Y la prueba clara es esta: ¿los tribunales de las provincias usan del completo de sus facultades mientras no exista el inquisidor general y Consejo Supremo? Demuéstrenlo; háganme ver un proceso llevado a efecto en su sentencia desde que está suspenso aquel Tribunal. Entonces me convenceré de que puede existir la Inquisición, ora se restablezca o no el Tribunal de la Suprema. Y he aquí, por lo mismo, desvanecida la imputación que se ha querido hacer a la comisión de que se había excedido en su encargo. El modo de convencer al Congreso es ilustrarle, haciendo ver lo contrario que arroja de sí el dictamen; pero con hechos, con raciocinios, con la historia de la Inquisición, con argumentos sacados del buen juicio y de la racionalidad, no con invectivas, incivilidades y calumnias.

El argumento que se hace, fundado en la adición del Sr. Zorraquin, tampoco tiene fuerza ninguna, porque aquella adición en realidad estaba virtualmente embebida en la resolución de que pasase a la comisión. Además, ¿a qué una proposición que sólo servía para prevenir la opinión de la comisión acerca de la cuestión que se trataba? Pues si del examen parcial o imparcial de la comisión (que esto es indiferente para el caso) había de resultar si era o no conforme a la Constitución el restablecimiento, ¿a qué fin aprobar el Congreso una adición reducida a que de antemano dijese si habían de subsistir o no los tribunales de provincia independientemente del Consejo de la Suprema? Para admitir la adición era preciso suponer lo que sólo podía resultar de un examen general del expediente, en que desentrañándose con toda escrupulosidad y diligencia la naturaleza de la Inquisición, se viese lo que era un establecimiento tan oscuro, tan extraordinario y tan poco conocido de la generalidad de los españoles. El Congreso en no admitirla hizo muy bien, porque no debió prevenir el juicio de la comisión, y así dejó cometida libremente a su examen una cuestión que sólo con entera libertad se podía tratar. Por tanto, estas imputaciones van dirigidas a dos objetos: el primero, a eludir la cuestión; y el segundo, a usar del arma, que tan bien se ha sabido manejar siempre: hacer sospechosa y desacreditar a la comisión, quitándole o disminuyéndole la confianza que haya podido merecer al Congreso por sus anteriores trabajos, para debilitar por este medio la fuerza de sus argumentos. Yo estoy autorizado para creerlo así. La malignidad de las invectivas y denuestos que, en lugar de principios y doctrina, se nos han dirigido, me lo persuade. La moderación y la prudencia resultan en el dictamen de la comisión, y más tal vez de la que yo hubiera deseado. Yo hubiera querido en él más fuerza y vehemencia. Lo dije; pero mis compañeros, más discretos que yo, prefirieron la templanza. Consideraron que debían convencer al entendimiento, no exaltar las pasiones; y hablaron así. ¡Quiera el cielo consigan ser imitados en su ejemplo de aquí adelante!

Me parece que el Sr. Ostolaza, que comenzó con un preámbulo verbal su discurso escrito, hizo varias protestas para que se creyese que no se personalizaba; desearía que no se hubiese contradicho. Pero voy a su discurso. Procuraré recordar los puntos más capitales, en la inteligencia de que es difícil ya hoy seguir el orden que llevó. Una de las cosas que más llamó mi atención fue que la Inquisición había existido desde los primeros siglos de la Iglesia. Este argumento no puede contestarse sino con la historia: a ella remito a S. SS. Y cualquiera otro que así piense. Me acuerdo haber leído en varios historiadores de igual crítica, que cuando se descubrió la América, encontraron en ella los españoles todos los establecimientos que se conocían en Europa, como universidades, bibliotecas, academias, teatros, etc. Esta manía es antiquísima en los apologistas de la Inquisición. Páramo, Aimeric y otros dicen cosas lindísimas; y no es menester refutar unos errores que por su ridiculez y extravagancia nada malo pueden producir. Se ha dicho que la comisión habla citado con mala fe a Zurita y Mariana. Esto demuestra que no se ha entendido el objeto que se propuso la comisión. No lo hizo para corroborar su opinión con la de estos autores, sino con el fin que yo voy a indicar. De lo contrario sería una impertinencia que fuese a valerse de la autoridad de dos escritores que tan partidarios se han mostrado de la Inquisición, porque el uno era jesuita, y he dicho cuanto hay que decir, y el otro era comisario del Santo Oficio. La comisión tomó de ellos lo que debía tomar. No dejó de citar lo que se echa de menos porque la incomodase lo omitido. Al cabo ningún literato deja de tener a su disposición las historias de Zurita y Mariana. ¿Cómo se había de exponer la comisión a tales reconvenciones, a no ser con un objeto diferente, que no ha alcanzado el Sr. Ostolaza? Se propuso demostrar: primero, que no era este tribunal tan esencial a la religión que no hubiese existido sin él quince siglos en España. Lo segundo, que no era tan análogo a la suavidad y dulzura de su doctrina, que no hubiese experimentado a su introducción en los reinos de Aragón y Castilla, no obstante de ser tan celosos de su religión, la más obstinada resistencia. Para probarla, ¿es proceder de mala fe citar hechos referidos por dos autores, cuya opinión es tan favorable a este tribunal? Zurita y Mariana, encomiadores ambos de la Inquisición, sus acérrimos defensores, ¿no tendrían buen cuidado de no referir sucesos que no hubiesen ocurrido, si de ellos resultaban argumentos contra lo mismo que defendían y elogiaban? Si ambos escritores, apologistas del Santo Oficio, todavía refieren haberse suscitado en España revueltas, reclamaciones y aun hostilidades, ¿de cuánto peso no debía haber parecido al señor preopinante la autoridad de la comisión en este punto, cuando su dictamen esta apoyado en confesiones arrancadas a los contrarios a su opinión? De aquí resulta que el Sr. Ostolaza no ha entendido lo que dice la comisión, que no fue a buscar la opinión de Mariana y Zurita para corroborar la suya, sino hechos referidos por estos dos escritores, que tan grandemente justifican su dictamen en ambos puntos.

También ha dicho el señor preopinante que para establecer la Inquisición no había necesitado Fernando el Católico el consentimiento de las Cortes. Según la doctrina del señor preopinante, podrá muy bien sentarse este principio. Mas como yo no puedo desentenderme de derechos que jamás se pierden ni prescriben, debo decir que la historia nos conserva la oposición que hizo el Reino a la introducción de un tribunal que tanto comprometía sus fueros y libertades. Si la oposición no produjo los saludables efectos que eran de esperar, eso probará todo lo que se quiera menos la aserción del señor preopinante. Y para hablar de buena fe, ¿qué cuidado no ha tenido siempre la Inquisición en ocultar, y, cuando le ha sido posible, destruir cuantos monumentos pudiesen transmitir a la posteridad la oposición y resistencia de los españoles a su establecimiento? Sin embargo, en el dictamen de la comisión hay gran número de pruebas que demuestran hasta la evidencia que la Nación fue sorprendida, y que después de haber conocido el error cometido en haber tolerado tan perjudicial establecimiento, hizo cuanto pudo hacer para enmendarlo. Usó en varios parajes y épocas hasta de la insurrección, y reclamó del modo que era compatible con la libertad de aquellos tiempos por medio de sus representantes. Si unas Cortes tan oprimidas con el inmenso poder de los Reyes reclamaron en Valladolid y otras partes como reclamaron; si unos Diputados, sin tener declarada la inviolabilidad de sus opiniones por una ley clara y terminante, tuvieron valor para presentar al Rey la petición undécima de las Cortes del año 1518, en que pedían, entre otras cosas, que los jueces que se nombrasen para entender en las causas de fe (no los jueces inquisidores, como suponía el Sr. Ostolaza, pues que en la petición original no hay tal aditamento) fuesen de tal edad, con todo lo demás que comprende la petición; si esto, digo, lo pidieron y volvieron a pedir a vista de la Inquisición establecida ya en el pleno ejercicio de su ilimitada y tremenda autoridad, ¿qué no hubieran hecho al introducirse en Castilla por Fernando el Católico, si hubiese podido prever los desafueros, atrocidades y trastornos que causó en el Reino semejante institución? Un establecimiento que comienza en sus procesos preguntando al reo si está convencido de la rectitud del tribunal, y lo castiga si no lo confiesa, ¿qué libertad podía dejar a las Cortes de aquel tiempo para pedir su abolición a unos Príncipes que lo introdujeron por razones políticas, que creían del mayor interés a su poder absoluto? Sin embargo, reclamaron muchas veces, como lo hace ver la comisión. ¿Y puede entonces decirse, en principios de buena política, que los Reyes Católicos no necesitaban del consentimiento de las Cortes para establecer un tribunal que iba a trastornar, como de hecho trastornó, no sólo la legislación criminal del Reino, sino también toda nuestra Constitución? Ya se ve: para deducir las consecuencias que acomodan al señor preopinante, era preciso establecer los principios del poder arbitrario, mas el Congreso tiene resuelta esta gran cuestión, y así no es del caso insistir más.

Deduce también el señor preopinante de lo dicho por la comisión en su dictamen que se seguiría de sus principios que Fernando el Católico fue un déspota. Tal vez no hay ninguno que tenga idea más alta de este Príncipe que yo, como jefe de un Gobierno tan alterado y combatido como lo fue el de Castilla por las turbulencias de los grandes, y como adversario de los grandes principios que dominaban en su tiempo en los principales Estados de Europa, si atendemos a lo descuidada que había sido su educación, y a los incidentes ocurridos con motivo de sus guerras dentro y fuera del Reino. Pero al mismo tiempo soy el primero a confesar que la piedad que le atribuyen los de la Inquisición, fundados en que la estableció en Castilla y en la persecución de los herejes, está muy poco de acuerdo con su conducta con los judíos, y más particularmente con los moros de Granada. La religión fue el pretexto en este Príncipe para introducir una medida que al principio parecía sólo dirigida contra los que excitaban la animosidad nacional, que con tanta astucia y artificio se procuraba excitar, pero que en realidad, después de adoptarla sin recelo ni sospecha, iba a poner en las manos del Rey un medio seguro de hacerse formidable y absoluto, como lo fueron él y sus sucesores. Mas para contraerme al objeto ostensible de la Inquisición, en el dictamen se dice, con mucho fundamento, qué razones políticas indujeron a los Reyes Católicos a introducirle en Castilla. La comisión lo indica suficientemente para todo el que esté versado en la historia de la época y conozca el carácter astuto y solerte, si puedo decir así, del Rey Católico. Yo añadiré otra reflexión bien obvia para todo aquel que medite las circunstancias en que se halló después de conquistar a Granada, sin que por eso pueda yo aprobar los medios de que se valió para asegurar sus conquistas y sus usurpaciones sobre los derechos de sus súbditos en Castilla. Conquistada Granada, digo, este Príncipe se ligó por una capitulación solemne con el Rey Chico y los moros que eligieron permanecer en España. Entre otras condiciones, se estipuló formalmente el que profesarían con toda libertad su religión, conservarían en ciertos casos jueces propios, y serían protegidos en todos los demás privilegios y exenciones expresamente concedidas, como también en sus personas y propiedades. El cautivo Rey, retirado en un Estado que se le había asignado en el reino de Murcia, a la vista de sus anteriores súbditos, y con la memoria de su pasada autoridad, no podía inspirar gran seguridad a su vencedor; los disgustos y los riesgos le obligaron al fin a abandonarlo todo y pasarse a África. Mas los árabes continuaban en el Reino; vivían en la costa opuesta a aquella región y sus inmediaciones; podían facilitar no sólo las comunicaciones, sino provocar y proteger una invasión. Los judíos, íntimamente unidos con ellos, no sólo por sus anteriores relaciones, sino por la condición de personas vigiladas, odiadas y perseguidas, a pesar de sus amaños y riquezas, aumentaban las sospechas e inquietudes de Fernando el Católico, quien al cabo no podía, sin comprometer abiertamente su misma autoridad y decoro dentro y fuera del Reino, desentenderse de los tratados y leyes protectoras de ambas razas.

La Inquisición era un medio que lo salvaba todo, cohonestando su establecimiento con el interés de la religión; así como hoy día sirve de pretexto para sostenerla después del convencimiento y odio universal de los hombres ilustrados, y a pesar de ser un establecimiento que no está en armonía con ninguna institución social de los países mismos católicos. Y qué, ¿aventuraré yo nada en decir que Fernando V se aprovechó de la predisposición que necesariamente había de haber en Castilla hacia los moros sometidos de Granada y los judíos de las demás provincias, para dirigir contra ellos una comisión de Roma, que perseguía en otras partes a los apóstatas de la religión? ¿Y dónde podía haber mayor número de estos que en un país en que estas dos infelices razas no tenían otro medio de conjurar la abierta persecución que sufrían, sino fingiéndose convertidos a la creencia de sus conquistadores y enemigos? Su exterminio era seguro, como se vio después, tanto más, que salvaba las apariencias de la justicia. Si esto es imputación, díganlo los hechos: el gobierno todo de Fernando el Católico, y su proceder con todos los que llegaron de un modo o de otro a excitar recelos o temores en su ánimo sagaz y desconfiado, y no la comisión, sino el que le haya observado atentamente, podrá satisfacer al señor preopinante sobre su proceder justo o despótico. Por lo demás, cuanto se diga para debilitar las razones de la comisión es inútil, mientras con hechos y raciocinios fundados en ellos no se demuestre que se equivocó en suponer uno de los dos primeros puntos que la obligaron a recurrir a la historia de la misma Inquisición, esto es, que fue resistida en su origen y contradichas en todas las épocas, del modo que lo permitía el inmenso poder de aquella. Si la comisión no hubiese sido tan circunspecta, hubiera presentado, para satisfacción de los que ignoren lo que es sabido de todo literato, una copia fiel y respetable de la famosa pragmática de Carlos V, extendida por el canciller Selvaggio, por la cual se reformaba la Inquisición muy a la manera que se hace en el proyecto de decreto: pragmática por la que el canciller recibió de las Cortes de Castilla una cantidad, cuyo importe no recuerdo ahora, y la oferta de otra igual, me parece, luego que se publicase. La muerte de este apreciable extranjero frustró las esperanzas de todos, porque la Inquisición prevaleció en sus intrigas. Y entonces se vería qué puede ser un establecimiento que en su misma cuna exigía una reforma tan radical que lo destruía y trastornaba en una institución del todo diversa.

No es menos singular el modo de impugnar a la comisión, cuando dice que la autoridad eclesiástica de la Inquisición reside sólo en el inquisidor general. La impugnación consiste únicamente en decir que esto es falso. ¿Y a quién incumbe la prueba en todo caso? ¿No será a los que sostienen la solicitud de los inquisidores de la Suprema? ¿Es posible que una Bula tan esencial que reviste a unos simples presbíteros en la vacante de la autoridad prelaticia, con inhibición de los Obispos, no se haya presentado como cabeza del expediente? Cuando provocados los inquisidores por su propio interés, no menos que por las controversias suscitadas sobre este punto, no han podido exhibirla, ni aun en copia auténtica, ¿qué deberá juzgar el Consejo? ¿Valdrá la conseja que se cuenta de que cuando venía de Roma pereció en un naufragio, sin que se eche de ver que un documento de esta importancia y gravedad debe existir original en el protocolo de la dataría a cancelaría, y que el Consejo de la Suprema habría tenido buen cuidado de solicitar un trasunto al momento de haber sabido su pérdida? Supongamos, Señor, que existiese; y qué, ¿en la duda sería conforme a los principios del señor preopinante permitir el Congreso el uso de una autoridad fundada en una comisión o Bula, cuya realidad está controvertida, esto es, se halla sub judice? Esto sí que sería promover un verdadero cisma. A su tiempo demostraré que aun cuando el Consejo de la Inquisición se halle autorizado para la vacante, el punto que debe resolver el Congreso es independiente de la existencia o no existencia de la Bula, y la comisión lo dice bien claro. ¿El restablecimiento de la Inquisición conviene a los fines mismos de la religión y a la libertad y prosperidad del Reino? Esta es la verdadera cuestión, cuya resolución debe hacerse por sus verdaderos principios.

Antes de concluir estas contestaciones a la impugnación del Sr. Ostolaza, no puedo omitir una llamada, o sea apelación, a los militares, en que digo francamente que veo más malignidad que destreza. Acusa a la comisión porque los priva del fuero militar en la minuta del decreto. ¿Pues no es el Sr. Ostolaza el que pide pura y simplemente el restablecimiento de la Inquisición? ¿Y cuándo ha reconocido ésta fuero alguno, ni aun en los Reyes? En todo caso no sería sobre la comisión sobre quien vendría a recaer la odiosidad de una clase no menos benemérita que ilustrada, y mucho menos si el señor preopinante hubiese reflexionado que existe y se ha publicado una representación firmada de varios oficiales generales, en que se pedía el restablecimiento del tribunal, sin que en ella se hablase de exención de fuero. ¡Qué medio tan fácil es este de impugnar a la comisión!

No menos ha llamado la atención el voto escrito del Sr. Hermida, no por las reflexiones que contiene sobre la materia, sino por otras circunstancias. Siento infinito que este Sr. Diputado no se halle presente en este momento. Su ausencia me contiene mucho, y aun nada diría sobre su voto si no fuera porque es para mí persona de mucho respeto y veneración, y nada que diga en el Congreso puedo yo escucharlo con indiferencia. Se queja este señor del ansia con que los jóvenes corren tras las máximas francesas. No percibo bien la alusión que pueda hacerse con este dicho al punto que se discute. El odio y resistencia a la Inquisición es muy propio de los españoles, e infinitamente anterior a la época en que se supone que las doctrinas de Francia han comenzado a cundir en España. Al fin la comisión se remite en todo esto a su dictamen. Por lo demás, es antiquísima, es de todos los países y de todas las épocas la oposición de los ancianos a los jóvenes. Yo no negaré la preferencia que se merece la circunspección, la sabiduría y la experiencia que trae consigo la edad; pero, Señor, si la juventud tiene defectos, también la decrepitud adolece de achaques. Yo hubiera deseado que las indisposiciones del Sr. Hermida le hubieran permitido ilustrar al Congreso con sus luces en ocasiones anteriores a la cuestión del día; y aun en ella es lástima que no haya contraído las reflexiones generales de su escrito, y que nada prueban contra el dictamen de la comisión, al punto que se discute. Sus conocimientos y su experiencia hubieran tal vez ilustrado al Congreso, ya que el objeto de su venida a él en aquel día, era consignar su voto antes de bajar al sepulcro, para que no se tomara una resolución que a su parecer podía acarrear tantos males.

La Inquisición, Señor, no es un establecimiento desconocido para las personas de las cualidades del Sr. Hermida: su opinión acerca de su influjo, utilidad o perjuicio, no puede ser de este momento; ha debido preexistir con mucha anterioridad, y el peso de su dictamen, fundado, no con generalidades, que ninguna fuerza tendrán jamás en los Congresos, sino con otra clase de argumentos, podría haber evitado esta desgracia que tanto recela de la fogosidad e inexperiencia de los jóvenes. En obsequio de la verdad, no debo omitir que las Cortes no pueden en este punto correr ese riesgo. El dictamen de la comisión es fruto del saber, doctrina, juicio y religiosidad de personas proyectas, detenidas y de gran prudencia; y yo, pobre de mí, no presumo tener en él más parte que la gloria de haber podido unir mi firma a la de mis dignos compañeros, como individuo de la comisión. Y aun tenía ésta otra autoridad que poder seguir en su informe, que en todo caso parece debía disculparla en la opinión de este señor, si acaso las razones de su dictamen no eran suficientes. La Inquisición por un tratado formal, celebrado recientemente con nuestros aliados, no podrá establecerse en los dominios de una potencia que tanto respeta o aprecia el Sr. Hermida; y posteriormente a esta solemne estipulación, y como consecuencia del mismo tratado, acaba de ser abolid a en Goa, donde estaba establecida como en España, y por la concurrencia también de la autoridad eclesiástica. Sin embargo, el Papa estaba incomunicado; y esta circunstancia no ha sido parte para que el Reino de Portugal quedase fuera de la comunión católica, ni dejasen sus Príncipes de ser menos atendidos en sus intereses por los mismos que ahora miran a la comisión como herética, y qué se yo cuántas otras atrocidades más.

Pero, Señor, lo que no puedo pasar en silencio es la aserción que el mismo Diputado hace en su voto de que le constan los remordimientos y arrepentimiento de Macanaz y Campomanes en sus últimos instantes por las doctrinas que habían sostenido en su juventud; ignoro a qué doctrina quiera aludirse; pero sin desmentir al Sr. Hermida, perdóneme este señor que yo no crea sobre sólo la autoridad de su desnudo dicho, un hecho tan contrario a todo lo que arrojan de sí los sabios, profundos y juiciosos escritos de estos dos eminentes españoles. Yo no me hallé, es verdad, en su fallecimiento a la cabecera de su cama, ni fuí albacea, ni hombre de sus confianzas. El primero sé que fue extraordinariamente perseguido y maltratado por la Inquisición, a causa de la envidia de sus enemigos, quienes habrán forjado lo que les estaba bien. Del segundo estoy cierto, al ver el templo de su alma, el carácter de firmeza, severidad y valentía que resalta en todas sus obras, que sin un desarreglo de su bien organizada cabeza, que no se haya padecido al tiempo de su muerte, hubiese podido contradecir lo que todo el mundo reconoce por fruto de su inmensa erudición, solidez y discernimiento. Son muy frecuentes imputaciones semejantes respecto de muchos sabios extranjeros. Si algunas no han sido fraguadas con designio, sólo probarán debilidad de su cerebro en aquellos momentos, y nada contra los escritos que estén reconocidos como sabios y profundos por la generalidad de los hombres ilustrados. Lo mismo podría contestarse acerca de Olavide. Este sabio, igualmente perseguido y ultrajado por la Inquisición, deseoso de volver a España a acabar sus días, no podía menos de hacer algún acto positivo que le pusiese a cubierto de nuevas vejaciones: escribió una obra buena o mala, pero aun es de notar que la Inquisición, o la prohibió o lo intentó. Y de todas suertes, debe asegurar al señor preopinante que usó de este argumento, que si el Evangelio en triunfo es mirado por S. S. como una prueba de arrepentimiento, probaría muy poco al intento. Yo de mí sé decir que si no tuviese otros fundamentos para estar firme en la religión, no sería lo que me confirmaría en ella una obra en que me parece están esforzados los argumentos y debilitadas las pruebas. Pero no nos extraviemos.

Desembarazado de alguno de los argumentos de los dos señores preopinantes que puedo recordar, y que parece iban dirigidos más a evitar la discusión que a entrar en la materia, me dirigiré a los del Sr. Inguanzo, que al fin ha admitido francamente la disputa, entrando de lleno en el fondo de la cuestión. Yo querría que no existiesen en este momento algunas circunstancias particulares entre nosotros, que me hacen doblemente sensible esta controversia. Al fin es preciso vindicar a la comisión, y sostener su reputación, tanto más, que se la ha atacado con armas muy prohibidas y poco conformes a la moderación y templanza de su lenguaje. Antes de entrar en la contestación debo recordar al Congreso que el Sr. Inguanzo y los demás señores que con él firman la exposición que ha leído al fin de su discurso, confiesan lisa, llana y paladinamente ser cierto que la Inquisición no es esencial a la religión, y que ésta puede subsistir ora exista o no este tribunal. Lo mismo han confesado en su voto particular los tres Sres. Diputados que disintieron de la comisión, los Sres. Bárcena, Cañedo y Pérez. El Congreso, Señor, la Nación, y la posteridad juzgarán si después de convenir unos y otros señores en una idea semejante, se podía ni aun concebir que la comisión fuese tratada de herética, cismática y demás apelaciones ruidosas con que se la ha apostrofado, y si el señor último preopinante era consiguiente diese a su discurso el giro y dirección que procuraré seguir.

La Constitución y la religión tienen entre sí una incompatibilidad, que hace que ésta no pueda admitir la protección constitucional, o sea conforme a sus leyes, que se ofrece en la primera proposición preliminar de la comisión. ¡Doloroso es que las Cortes se conviertan en estos momentos en una academia de derecho público eclesiástico! Pero al fin esta cuestión es inevitable para nosotros, porque no de otra manera se puede examinar una materia tan poco tratada en España por falta de libertad, y que absolutamente reclama toda la ilustración del Congreso, porque sin una prolija controversia no podrá ser respetada la resolución que se tome. Nada diré de la odiosa comparación que se ha hecho entre la protección constitucional que se presenta por la comisión, y la que podían ofrecer monstruos y tiranos que no tuvieron ni aun nociones de justicia y moralidad. La división de la autoridad suprema de la Nación en tres partes distintas para que se ejerza con justas limitaciones, y sin el riesgo de volver a caer bajo un gobierno absoluto, se mira por el señor preopinante como incompatible con el régimen espiritual de la Iglesia, en que la autoridad está toda reunida en una misma mano, y de aquí deduce que la religión no puede ser protegida por una Constitución fundada en principios del todo opuestos. ¡Singular ilación! No quiero yo entrar en la naturaleza verdadera del gobierno espiritual de la Iglesia, ni si la autoridad del Papa, del Concilio general y de los Obispos en sus respectivas diócesis, y la jerarquía toda eclesiástica, según la disciplina universal de la Iglesia católica, están de acuerdo con la idea de gobierno absoluto de ella que ha querido suponer el señor preopinante. Para seguir este raciocinio era preciso abandonar mi propósito, sacrificándole a una vana ostentación de principios de la escuela, y conocimientos económicos, de que estoy persuadido abunda el señor preopinante, a vista de la bien establecida reputación de que siempre ha gozado, sin que a mí me resultase otra utilidad que acreditar que en los diez años que he arrastrado bayetas en una universidad, había procurado estudiar la facultad a que me he dedicado, como tantos otros de mis colegas. Habiendo en este Congreso tanto número de eclesiásticos doctos e ilustrados en la materia, dejo gustoso a su cuidado y al de mis compañeros de comisión vindicar los derechos episcopales que ha tenido usurpados la Inquisición por espacio de tres siglos, con grande menoscabo de su autoridad y de los fines de su misma institución. Mi contestación a estos argumentos irá acompañada de algunas reflexiones, que demostrarán hasta la evidencia el influjo político del establecimiento inquisitorio en la Nación, bajo sus relaciones civiles.

Digo, pues, Señor, que no siendo el Gobierno de la Nación una teocracia, ni tratándose de asimilar el régimen civil al que puede haber adoptado la Iglesia para sí, es bien inútil, por no decir otra cosa, detenerme en lo que ha dicho el señor preopinante. Mas no dejaré de advertir que si su doctrina tuviese entre nosotros muchos secuaces, no habría necesidad de preguntar quién gobernaría el Reino de aquí adelante. La miro como peligrosa, aunque aquel sea reducido. Es imposible que haya paz en las naciones mientras se pretenda que la religión deba de influir en la forma de gobierno que aquellas adopten, o lo que es lo mismo, que la Iglesia sea la que forme constituciones temporales para el régimen de los pueblos. Semejantes doctrinas son subversivas de todo orden social; y no podrá jamás haber ni libertad ni independencia en un Estado en que los legisladores se dirijan por semejantes principios. El señor preopinante, como versado en la historia eclesiástica, no puede ignorar que la religión católica prescinde de la forma de gobierno de los pueblos en que se profesa o admite. Nacida bajo los Emperadores romanos, tomó de sus instituciones lo que pareció conveniente, luego que dio a su método jerárquico y gubernativo una forma y aparato exterior de que careció en su origen. La Iglesia tuvo buen cuidado de anunciarse en todos los Estados a que se extendía, como deseosa de contribuir al orden y tranquilidad de sus pueblos. Y seguramente no hubiera hecho tantos prosélitos si en los primeros siglos hubiese desenvuelto las pretensiones de Gregorio VII y Bonifacio VIII. Las desgracias y calamidades ocasionadas en toda la Europa por la doctrina ultramontana, por la inmoderación de los decretalistas, y la desapoderada ambición de la curia romana en aquella época, creía yo que habían puesto fin a semejantes controversias; y apenas puedo concebir que en el siglo XIX, después de haberse tratado estas materias tan magistralmente durante todo el anterior por escritores nacionales, consejos, fiscales y juntas consultivas, vuelvan a resuscitarse en este Congreso, lo que no hubiera sido oído ni tolerado por el Gobierno de Carlos III.

La cuestión, Señor, está reducida a si el Congreso, usando del derecho inherente a la autoridad del Soberano, puede o no abolir el Tribunal de Inquisición; si las Cortes, no menos autorizadas que los Reyes de España lo han sido antes de la revolución, pueden decretar que cese en su ejercicio un establecimiento que usa de la jurisdicción espiritual en virtud de comisión pontificia dada al inquisidor general a ruego de los Reyes Católicos, y renovadas las preces por sus sucesores, y de la temporal concedida por los mismos en virtud de cédulas o decretos. Para resolverlas son inútiles todas las declamaciones de los señores preopinantes, las peticiones de los Obispos refugiados en Mallorca, las de los cuerpos y particulares, fraguadas, como es notorio, por la intriga, y de que la comisión no ha hecho ningún misterio, como irónicamente quiso suponer el Sr. Ostolaza. La comisión no quiso hacer mención nominal de esas representaciones, en que no hay más que una misma cantinela, repetida, o más bien copiada tal vez de un mismo prototipo, porque era preciso revelar al mismo tiempo el vergonzoso manejo que ha habido para promover semejantes recursos, porque no hubiera podido disimular la representación del dignísimo jefe político de Asturias, que espontáneamente dice al Congreso lo ocurrido al preparar la representación que ha dirigido a las Cortes sobre el restablecimiento de la Inquisición el ayuntamiento de Oviedo. Todas estas cosas, digo, son de ningún efecto para la resolución de lo que se discute. Otros principios son los que deben dirigirnos en este debate, para satisfacer las dudas de los unos y calmar los escrúpulos de los otros.

Por máxima fundamental de nuestro derecho público, ninguna Bula, Breve o rescripto pontificio puede admitirse en el Reino sin obtener previamente el conocimiento de la autoridad temporal o el Regium exequetur. Esta regalía no supone derecho para declarar sobre la doctrina en materias dogmáticas o de disciplina universal, sino para examinar si con ellas se introduce alguna novedad que sea contraría a las leyes, prerrogativas, derechos, usos y costumbres de la Nación. Y el Rey puede libremente rehusar su admisión, siempre que lo juzgue conveniente, fundándose esta prerrogativa inherente a la autoridad de que está revestido en el sagrado derecho de la independencia de las naciones católicas de la autoridad temporal de la Santa Sede. Todas las disposiciones pontificias en materias de disciplina y régimen exterior de la Iglesia, en aquellos puntos en que la misma Iglesia ha dejado al libre arbitrio de las iglesias particulares el conformarse o no conformarse con ellas, aunque hayan sido admitidas una vez por algún Estado católico, ora por inadvertencia, ora porque no se han previsto al expedirse las Bulas respectivas los inconvenientes, están sujetas al mismo derecho de retención, que entonces se llamará de suspensión, sin que por ella se invada en lo más mínimo la autoridad espiritual de la Iglesia, ni se conoce por eso la supremacía de Jurisdicción que se reconoce en el Santo Pontífice, y que distingue a la Iglesia católica.

Nuestra cuestión reclama ahora la aplicación de estos principios. La Inquisición fue instituida en España en virtud de Bula de Roma a solicitud de los Reyes de Aragón y Castilla. Los Reyes creyeron útil o necesario aquel establecimiento. ¿Negará el señor preopinante que si en vez de haber los Reyes Católicos solicitado la Bula que instituyó la Inquisición, la hubiese expedido el Papa espontáneamente, fundado en la supremacía de jurisdicción universal que pueda ejercer la Iglesia; negará, digo, el señor preopinante que los Reyes tenían derecho de no admitirla, y de impedir que se inhibiese a los Obispos del conocimiento de las causas de fe que por derecho divino les compete? Pues si este principio es innegable para todo el que no siga ciegamente la doctrina ultramontana, ¿cuál es la razón de diferencia entre no admitir una Bula de esta naturaleza, y suspender su uso, reconocidos que sean los inconvenientes que causa su ejercicio? Lo contrario ¿no sería lo mismo que hacer dependientes de la curia romana a los Estados católicos en puntos de gobierno, si éstos no podían redimirse de las vejaciones causadas por sus Bulas o Breves, o por los abusos originados de disposiciones tan intolerables, como lo es la Inquisición? La imprevisión, la falsa política, la tiranía de los Reyes o de sus Ministros quedarían sancionadas y legitimadas, y de consiguiente condenada la Nación a no poderse sustraer de un yugo tan cruel e insoportable, como lo es la Inquisición, sólo porque los Reyes Católicos habían obtenido de Roma una Bula para perseguir a los herejes de un modo distinto que se había hecho antes por espacio de quince siglos. Cuando Carlos V suspendió la Inquisición por diez años por su propia autoridad, ¿se le disputó el derecho de mirar por sus pueblos, vejados y atropellados por el proceder violento y desconocido de los inquisidores? Cuando Carlos III, «usando de la suprema autoridad económica que me compete» (tales son sus palabras), expelió del Reino a los jesuitas, instituidos en España por Bulas de Roma, ¿incurrió en la excomunión, ni desconoció por eso la obediencia debida a la Santa Sede? Fernando IV, Rey de Nápoles, aboliendo soberanamente, según la expresión de su decreto, la Inquisición de Sicilia, ¿quedó por eso fuera de la comunión católica? ¿Cuál es el interdicto puesto a sus reinos en virtud de este proceder? ¿Ni cómo la Silla apostólica pudiera haber usado en estos casos de censuras ni otros remedios acostumbrados contra los que se sustraen de su obediencia, sin comprometerse y dar otra vez motivo a las ruidosas contestaciones que han traído tantos disgustos a los Estados católicos y tan poca edificación a los fieles? La Inquisición ¿pudo nunca ser mirada por ninguno que no sea un ignorante o un fanático, sino como un medio de proteger la religión puramente dependiente de las facultades temporales asignadas por los Príncipes a estos tribunales, y sin las cuales la autoridad espiritual que ejercen los inquisidores generales hubiera quedado limitada a la calificación de la doctrina e imposición de las penas canónicas? ¿Qué efectos civiles podía producir un juicio inquisitorio sin la potestad temporal de que está revestido el Santo Oficio? Siendo, pues, un método de protección, adoptado en España por los Reyes para contener la herejía, nadie puede disputar al Congreso la autoridad de abolirle y sustituirle el que crea más conforme a los principios y máximas que forman el fundamento de la Monarquía? La Constitución reconoce como ley fundamental la religión católica, y ofrece a la Nación protegerla por leyes sabias y justas. ¿Quién ha de ser el juez de la sabiduría y justicia de estas leyes? ¿Los inquisidores, la curia romana, el clero de España, o la autoridad soberana de la Nación?

El señor preopinante se ha inquietado inmensamente porque la comisión habla de proteger la ley civil a la religión. Fácil será calmar sus agitaciones si se atiende a los principios que ha seguido aquella en su informe. La religión tiene dentro de sí misma todos los medios de conservarse hasta la consumación de los siglos, porque tal es la solemne promesa de su fundador. Pero para que se conserve dentro de los Estados en paz y tranquilidad, ¿necesita o no de la protección de las leyes? Si no, ¿por qué se ha reclamado siempre, y por qué ahora este calor, esta vehemencia, estos temores de que la religión se pierde sin Inquisición? Esa misma propaganda, de que ha hablado el Sr. Diputado, ¿no supone la protección de las leyes civiles? ¿Se sostendría con todas esas oficinas y establecimientos que ha indicado, si no fuera por el auxilio temporal? Y aun así, ¡que pocos prosélitos haría si se anunciase en los países a que se dirige con doctrinas tan subversivas como las de los señores preopinantes; si fuese proclamando la necesidad de establecer inquisiciones por todas partes, y de asimilar las Constituciones de los Estados al régimen o poder absoluto que se ha supuesto ser el de la Iglesia católica! ¿Es posible que no se haya reflexionado que católico ha sido el Estado de Venecia, la república de Génova, y otros infinitos reinos y provincias de Europa, sin que jamás se haya ocurrido a nadie mirar como incompatible la forma de gobierno y el régimen de la Iglesia católica? ¿Cuánto hubiera sido de desear que estos señores, que tanto celo quieren manifestar por la religión, hubiesen procedido con más política para no hacerla odiosa entre las personas que no disciernen bien el carácter verdadero que la distingue? ¡Qué fácil sería demostrar que su mismo interés se perjudica grandemente con la indiscreta manifestación de una doctrina, que además de haber turbado la paz de los Estados católicos en otros tiempos, en el día puede ser un nuevo obstáculo para que se acaben los recelos que ha causado la imprudencia y el celo extraviado de los que equivocaron los principios y máximas del Evangelio con su ignorancia y ambición en los siglos de oscuridad! Tal vez 4½, millones de nuestros mismos hermanos, como católicos, solicitan con ansia, después de veinte años de continuas reclamaciones, el goce de unos derechos que no están suspensos, sino por la justa inquietud que en otras épocas causaron pretensiones semejantes a las que han descubierto los señores preopinantes en la impugnación al dictamen que se discute. Y a vista de lo que ha sentado el último Sr. Diputado, ¿no estremece el considerar que su objeto parece se dirige a dar a entender a los incautos y sencillos pueblos que es preciso optar entre la religión y la Constitución, pues que hace sinónimos la religión y la Inquisición? Señor, ¡un establecimiento que no existe ya en un ningún país católico fuera de España se propone en el Congreso como esencial a la religión por los mismos que han confesado lo contrario, valiéndose para ello de medios propios sólo para alarmará los ignorantes y extraviar a los tímidos! ¡Cuánto podría yo decir para rebatir esta doctrina si no temiera abusar de la bondad del Congreso! Pero, Señor, oiga V. M, no reflexiones mías, sino decisiones de los Reyes de España, consultas de Consejos, y dictámenes de Juntas, que no serán tachados de novadores. (Leyó el orador en Covarrubias varios autos acordados, consultas del Consejo de Castilla y pareceres de autores, etc.) De aquí resulta, Señor (continuó), que según las opiniones manifestadas por los señores preopinantes, el Congreso habría retrocedido a un punto inconcebible de atraso e ignorancia, que no podría ni aun concebirse, como ya he dicho, en la época de Carlos III.

Demostrada la autoridad de las Cortes para abolir la Inquisición, convendrá que yo me haga cargo de las razones que reclaman una pronta resolución sobre este punto, ya que los señores preopinantes han dejado intacta la fuerza de las que apoyan el dictamen de la comisión. La ilustración de los señores eclesiásticos del Congreso sabrá exponer mejor que yo, y con otro peso y autoridad, lo que esa misma pureza de religión, tan reclamada por los señores preopinantes, ha perdido con un establecimiento que procede con dolo y cautela en todas ocasiones, que promueve la delación, y está fundado en la probidad, virtud y sabiduría que se suponen en los jueces, llenos de miserias como hombres. Yo renuncio a vivir en un país que deja la administración de la justicia en los puntos de que conoce la Inquisición al arbitrio de hombres que juzgan en el secreto sin más regla que su discreción, sus luces y su moralidad. No me quejo yo de los inquisidores. Nada he tenido jamás que ver con este Tribunal, o lo menos que yo sepa, y aun conozco personas muy justas, ilustradas y benéficas, entre otras un digno individuo de la Suprema, que hoy está en Cádiz, que han atenuado en lo que podían el rigor de este establecimiento. Mas cabalmente este proceder arbitrario es una de las más fuertes razones que hacen urgentísimas su abolición. Los reglamentos inquisitorios hacen estremecer a todo el que los lea; el extracto que hace de ellos la comisión para formar el cotejo con las disposiciones constitucionales en el proceso criminal, excusa cuanto yo pudiera decir en este punto. En ellos están violadas todas las reglas de la justicia universal. Las venganzas, las personalidades, todas las pasiones pueden satisfacerse impunemente, sin que haya género alguno de responsabilidad en los inquisidores: son árbitros de hacer lo que les parezca, y apenas podrá creer la posteridad que haya podido no sólo existir tres siglos la Inquisición, sino sostenerse su restablecimiento con tanto tesón en un tiempo, y en el mismo Congreso, en que se han reconocido y sancionado los principios inmutables de la justicia, y las máximas más respetables de la política. La historia de las vejaciones, de los escandalosos atropellamientos, de los absurdos cometidos por la Inquisición en todas materias, son las causas justificativas de su abolición. Apoderada no sólo de una autoridad inmensa, sino de los medios de influir en el Gobierno a cada instante, y en todas las situaciones, no era posible reclamar impunemente contra su opresión. Y así es que habiendo secado todas las fuentes de la ilustración, y aterrado a todos los hombres de luces y de genio, no existen los documentos que podrían presentarnos los males que ha causado en todas épocas, a no acudir a ilaciones, a manuscritos, a que estos señores nieguen autenticidad, y a cierto género de tradición que concuerda exactamente con lo que está ocurriendo en el día. Yo puedo atestiguar de veinte años a esta parte, época desde que he comentado a poder juzgar por mí mismo, y época bien fecunda en sucesos favorabilísimos al intento de la comisión. De ellos, casi diez los he vivido en Madrid, y he presenciado lo que era la Inquisición. Por un juicio de analogía puedo inferir lo que habrá sido en los tiempos anteriores; y estoy íntimamente convencido que en todos ha sido, y no ha podido menos de ser, un instrumento formidable del Gobierno para oprimir y exterminar a aquellas personas a quienes por la decencia pública, o por lo embarazoso de las fórmulas de los tribunales, no era fácil o posible sacrificar. Si la Inquisición estaba instituida para conservar la pureza de la religión, ¿esta pureza no había de influir en las costumbres públicas y privadas? ¿Creen los señores preopinantes que tenemos más virtudes de uso y otro género desde que se estableció el Santo Oficio que antes de su institución, o se contentan sólo con la creencia, y descuidan y tienen en nada la pública moralidad? ¿Nos creen a los españoles tan estúpidos que no echásemos de ver la escandalosa conducta que en los últimos años del anterior reinado se observaba por las personas que más protegían los Tribunales de la Fe, y que no observamos la asombrosa contradicción que se advertía en el proceder del jefe mismo de la Inquisición como inquisidor supremo y como cortesano? Ni se diga, como se ha indicado, que los defectos de los individuos no deben refluir sobre los cuerpos. Esta es una verdad innegable. Mas cuando la institución misma es la que origina los vicios, a la institución se debe atacar, no a los individuos solamente. Si se hubiesen visto después de tres siglos de Inquisición mejoradas las costumbres, purificada la creencia, ilustrado el Reino, valdría el argumento que refuto. Pero si ha sucedido todo lo contrario, ¿qué podrá alegarse en apoyo de su restablecimiento? Nuestro honor y nuestro decoro se ven insultados todos los días en los países extranjeros, no sólo en los de creencia diferente de la nuestra, sino en los de nuestra propia comunión, a causa de un establecimiento que no deshonra menos a la religión que a la política que le tolera. Yo me he abochornado, me he llenado de rubor y confusión muchas veces al oír reconvenciones de extranjeros católicos, que echándonos en cara esta institución, se lamentaban de que ella era un obstáculo a su establecimiento en España, a donde sin ella vendrían con sus capitales y con su industria a gozar de las dulzuras de un clima feliz y privilegiado, y de la protección de las leyes civiles que dispensaban a los extranjeros, derechos que en otros países se negaban... (Fue interrumpido por el Sr. Villagómez.)

El señor preopinante probablemente no ha entendido mis ideas. Señor, muchas son las razones de política que reclaman la atención de las Cortes en este punto; y seguramente como Diputado me toca y estoy obligado a mirarle por todos sus aspectos, y hablar en la materia con cuanta franqueza y libertad juzgue conveniente. Y así, no omitiré tampoco que este tribunal está tan desacreditado entre las personas ilustradas de la Nación, y tan odiado de los que han examinado su proceder en el último reinado, que sería una de las mayores calamidades su restablecimiento. Su objeto y su ocupación serían las venganzas y los manejos, a que dan tanto motivo las nuevas instituciones fundadas en un sistema electivo; pero ¡qué digo! estas instituciones acabarían en el momento mismo de su nuevo ejercicio, y la pesquisa, que es su carácter dominante, causaría una nueva insurrección. Ya previeron los inquisidores que era llegada su época cuando la farsa de Bayona; y por eso se dice de público que es el único cuerpo que envió un comisionado a prevenir su ruina, presentando él mismo un plan de reforma al regenerador. ¿Cómo no la ofrecieron a V. M. cuando pidieron pura y simplemente su restablecimiento? Si este suceso no fuere cierto, no se me negará otro que yo aseguro, por haber visto y tenido en mis manos un ejemplar de un documento que demuestra hasta la evidencia cómo la Inquisición ha sido siempre, y será mientras subsista, el brazo derecho de cualquier tirano que quiera oprimir y esclavizar a la Nación. Este documento es una circular del Consejo Supremo de la Inquisición a todos los tribunales de provincias, fecha en Madrid a 6 de Mayo de 1808, en que después de injuriar a aquel heroico pueblo por su gloriosa insurrección en el memorable Dos de Mayo, llamándolo sedicioso y rebelde, y elogiar a lo sumo la disciplina y generosa comportación de las tropas francesas en aquella tan digna como desgraciada capital, encarga muy particularmente que los tribunales y dependientes del Santo Oficio cuiden y vigilen, y tomen todas las medidas para evitar que los pueblos no se rebelen, ¡¡Señor!! contra el vil invasor... ¡No sé cómo reprimirme!... ¡La Inquisición convertida en tribunal de policía de todo el Reino! ¿Era este su instituto? ¿Perseguía la herética pravedad, cuando calificando de sediciosa y subversiva la defensa propia del pueblo de Madrid, condenaba su resistencia a someterse a un usurpador? La fuerza, se dirá, le obligó a circular estas órdenes. Pues qué, ¿no peligraba la fe con la sumisión de los españoles a un invasor que se ríe de los principios mismos de la moral pública? ¿Y no era aquél el caso de perecer por sostenerla? ¡Y qué ocasión más oportuna para el martirio de parte de los que presumen llamarse depósito y guarda de la religión! Señor, el mundo entero nos juzgará a los unos y a los otros. Los señores americanos, que tienen la fortuna de conservar en vigor una ley que protege a los indios contra este Tribunal, pues prohíbe para ellos la Inquisición, dirán también si en la América el Santo Oficio no ha sido siempre, y lo es hoy, un Tribunal de Estado para servir a los fines de los Gobiernos siempre que lo han creído útil. Y si semejante uso se ha hecho en todos tiempos de este establecimiento, ¿qué habría que esperar en adelante? ¿Cómo podría ser compatible con la Constitución, ni con ninguna forma de gobierno en que hayan de respetarse los principios de justicia universal? V. M. estará fatigado de prestar atención a tan largo razonamiento. Yo lo estoy también; y como el orden de la discusión ha de traer precisamente al debate otras cosas dichas por los señores preopinantes, no quiero insistir más en lo que mucho mejor que yo podrán exponer mis dignos compañeros de comisión, y otros señores que gusten apoyarla.










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