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Discursos académicos


Juan Valera






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La poesía popular, ejemplo del punto en que deberían coincidir la idea vulgar y la idea académica sobre la lengua castellana

Discurso leído por el autor en el acto de su recepción en la Real Academia Española el día 16 de marzo de 1862


SEÑORES:

Tiempo ha que tuve la honra, deseada con la mayor vehemencia, y franca y poco modestamente pretendida por mí, de ser elegido y llamado a tomar asiento en esta ilustre y sabia Academia. Cosa natural parecía que quien tan impaciente se mostró en desearlo, se hubiese apresurado, una vez conseguido, a gozar de ello por completo; y así, no extraño, antes juzgo muy fundada vuestra sorpresa, y aun juzgaría razonable vuestro enojo, si de vuestra bondad se pudiera presumir o recelar que lo hubieseis tenido, al notar mi tardanza en presentarme ante vosotros a recibir un favor solicitado con empeño y ahínco, y que vosotros me concedisteis haciendo de mi deseo mérito y dando al fervor de mi pretensión valer bastante para que se me lograse.

¿Qué no habréis podido suponer y censurar en mi conducta al verme en el pretender tan audaz y diligente, y tan tibio y perezoso en cumplir la única condición que pusisteis al logro de mi deseo, dilatando yo el plazo de satisfacerlo?

Daros como excusa y explicación de esta tardanza mis ocupaciones, antes sería agravar mi falta que no disculparla. Para mí no hay, ni debió haber, desde el momento en que, con mano franca y benévola, me abristeis las puertas de esta casa, otro cuidado ni otro empleo más importantes que los de acudir a ella y entrar en ella. Mi modo de proceder no tiene más que una explicación, y voy a dárosla.

Escribiendo yo apresuradamente y todos los días en los periódicos, y escribiendo, sobre asuntos que sólo tienen una importancia efímera, obrillas que han de vivir un día, sin dar tiempo ni para que sean estimadas ni desestimadas, ni para que por ellas se aquilate el valor de mi estilo, apenas me sentí llamado por vosotros, cuando reflexioné que para entrar aquí había de presentar un escrito, si breve, duradero, y había de dar razón de mí, cual, siendo indigna de esta Academia, perpetuaría la indignidad, porque la Academia comunicaría su vida y su duración a mi escrito, y no sería éste, como otros muchos escritos míos, perdidos en el inmenso fárrago de los periódicos, y condenados al olvido para siempre.

Estas consideraciones me infundieron grandísimo temor, aunque tardío, y parándome delante, cuando he tratado de poner manos a la obra, lo han venido a estorbar, luchando con mi deseo nunca menos vivo de estar entre vosotros y de ser uno de vosotros, aunque sin merecerlo.

La modestia, el saber profundo y la singular discreción de la persona cuyo asiento voy a ocupar aquí, del señor don Jerónimo del Campo, en cuya alabanza no me dilato, por haberlo ya hecho una elegante y autorizada pluma, contribuían asimismo a retraerme y a acobardarme, temeroso del parangón y de la competencia que había de hacer su recuerdo, grabado en vuestras almas, con el humilde sujeto que os habla ahora.

Yo, que soy orgulloso, pero que tengo poquísima vanidad, vacilaba y me arredraba. Por último, venció en mí el anhelo de alcanzar la honra de pertenecer a esta Corporación; pero todavía hubo de salirme al encuentro una dificultad gravísima. ¿De qué acertaría yo a hablaros que pudiese fijar vuestra atención? ¿Qué podría yo deciros que no supieseis? ¿Qué punto tocaría yo que no os pareciese enojoso?

Mucho he cavilado sobre esto, y al cabo he pensado que nada sería menos impropio, nada más natural que traeros noticia, al entrar en este santuario de las letras, de lo que se piensa de las letras entre los profanos, comparando la mente del vulgo, su pensamiento sobre el lenguaje, en sus dos manifestaciones, la prosa y la poesía, con el pensamiento que en esta Academia preside. Yo, señores, no presumo de enseñaros nada; sólo quiero exponeros mi parecer y transmitiros mis observaciones sobre la idea vulgar que hoy se tiene acerca del habla castellana y sobre la idea que en mi sentir debe tener esta Academia. El punto en que coinciden, o sería razonable que coincidiesen, el vulgo y los discretos y los doctos, es la poesía popular, la cual será también asunto de mi discurso, pero más como ejemplo y medio de mostrar mi pensamiento que como fin y objeto de él.

Andan ahora muy validas ciertas opiniones, que, con apariencia de verdad, envuelven errores lastimosísimos, los cuales importa combatir y deshacer, no cortándolos y segándolos, como mala hierba, del ameno y fértil campo de la literatura, sino cavando en él profundamente, hasta hallar sus raíces, para arrancarlas de cuajo, a fin de que no retoñen.

Yo creo que nunca como ahora es fácil obrar de este modo, porque a la crítica, fundada antes en la mera experiencia, y, por consiguiente, limitada, como todo lo que proviene de la inducción, ha sucedido otra crítica, deducida de altos principios filosóficos, la cual comprende todos los casos particulares, y sirve de norma y regla para esclarecerlos y juzgarlos. Así como hay una ciencia matemática, que determina las leyes según las cuales percibe y abarca el entendimiento todos los seres del Universo sensible, así hay también una filosofía del arte, con cuyo auxilio y luz, si no se va tan seguro y si no se ve tan claro como con las matemáticas, se alcanza y se columbra más que con los simples preceptos, fundados en el sentido común o en la observación juiciosa, aunque no sostenidos en otro más filosófico y sólido fundamento.

No soy denigrador del tiempo presente. Creo que pocos períodos literarios más brillantes y más fecundos ha habido en España que éste en que vivimos. Pero reconociendo, como reconozco, sus excelencias, no puedo menos de notar sus defectos, y no quiero disimularlos por alcanzar favor entre el vulgo. El saber, así en literatura como en otras muchas cosas, se ha extendido maravillosamente en estos últimos años. Y esto, aunque ha traído muchos bienes, no se ha de negar que ha traído inconvenientes no pequeños. El saber no se ha derramado por todas partes, al modo que se derraman, con tiempo y medida, por mil canales distintos, las aguas de una esclusa, y van a regar y a fecundar la tierra, sino como estas mismas aguas cuando rompen con ímpetu y furia el malecón que las detiene, y van a inundar los campos, que no están preparados a recibirlas, y que sólo producen zarzas y abrojos, fecundados por su riego.

De la divulgación del saber ha tenido por fuerza que originarse un saber imperfectísimo y vicioso, sólo comparable con esos abrojos y esas zarzas, de donde, como fruto desabrido y amargo, nacen el menosprecio del verdadero saber y las erradas doctrinas en que este menosprecio se apoya.

La política, la filosofía, todas las ciencias y artes que hoy en España se cultivan, adolecen por lo común del mismo achique. Hay una falta de respeto a la autoridad, que, si fuese razonable, hallaría disculpa a mis ojos, pues atribución propia de la ciencia es desconocer y aun negar la autoridad en nombre de la razón; pero me condeno, por ir las más veces contra la razón misma, buscando para ello pretextos vanos y apoyándose en paradojas o mal entendidas verdades.

De estas verdades entendidas a medias, de estos errores que, por ser incompletas verdades, son más peligrosos y contagiosos que los errores en todo, voy a combatir los que al lenguaje se refieren o en él influyen, prevaleciendo hoy, no ya sólo entre el vulgo, sino entre bastantes personas de notable ingenio y de alguna educación literaria. Pues es de saber que estos errores no emanan siempre de total ignorancia; antes se fundan a veces en la pasión y proceden de otros o filosóficos o políticos, partiéndose en dos corrientes opuestas: la de aquellos hombres que sueñan con un progreso omnímodo y quieren una renovación universal, y la de aquellos que, apegados a la tradición, retroceden o se aíslan.

Ambas corrientes, en lo que toca a la lengua y a la literatura, tienen cierto carácter democrático. Unos son amigos de lo nuevo, y creen que el mucho saber que han adquirido, y los altos pensamientos filosóficos que conciben, y las novedades peregrinas que ensenan, aprendidas las más en libros franceses, no caben en la estrechez de nuestro idioma y quieren ensancharlo para que quepan con holgura, por donde lo afean y lo destrozan de una manera bárbara. Otros, entendiendo mal lo que por popular, así en poesía como en prosa, ha de entenderse, y juzgando que no es bueno sino lo que al vulgo place y lo que está al alcance del vulgo, se bajan hasta él en el pensar y en el sentir, y sólo emplean en lo que piensan, sienten y dicen las palabras más vulgares y usadas, censurando al que se vale de otras más raras, nobles y sublimes. Así avillanan, amenguan y mutilan nuestro idioma, de suyo rico y hermoso. Pero tanto los que piensan de una manera como los que piensan de otra suelen convenir en un punto, a saber: en que la inspiración no es compatible con la reflexión y la crítica, y en que la inspiración decae o muere cuando la crítica y la reflexión se le adelantan. De aquí nace la vana creencia de que el escribir no es arte, sino instinto; de que el pensamiento es lo que vale, y de que nada vale la forma, estableciendo entre el pensamiento y la forma de que va revestido una diferencia y hasta un divorcio que jamás existieron.

Del primer defecto adolecen muchos de los nuevos filósofos y políticos, que abusan de un tecnicismo innecesario, y que piensan mejorar el lenguaje alterándolo y hasta vaciándolo en una nueva turquesa, sin comprender que todas sus teorías, y aun otras más sutiles, alambicadas y profundas, pueden expresarse en el habla en que nuestros grandes místicos se expresaron. Es más: yo entiendo que sí la filosofía hubiera menester de una renovación del idioma español para medrar y florecer en España, deberíamos todos los españoles abandonar para siempre el estudio de la filosofía. Si una nación como la nuestra, que lleva ya tantos siglos de civilización, aún no hubiese creado un idioma propio para las ciencias filosóficas, y capaz de expresar sus verdades, sería señal evidente de que el espíritu filosófico de los españoles era nulo, y vano el empeño de importarlo de Francia o de Alemania. Bueno es que un sistema, que una doctrina, se importen; pero no puede importarse el espíritu que ha de comprenderlos, apropiárselos, imprimirles un carácter nacional y castizo y hacerlos fecundos. Así es que cuando yo leo los libros de filosofía que privan ahora, donde, para mostrar ideas de algún soñador o pensador alemán, se vale quien las divulga de frase bárbara y peregrina, me aflijo por él y por todos los españoles, y llego a dudar de si seremos aptos para esta clase de estudios. Llego a temer asimismo que el espíritu nacional, ofendido del menosprecio en que se tiene su primera y más espontánea manifestación, la lengua, nos deje de su mano y se retire y aparte de nosotros.

Y no se crea que condeno la introducción de sistemas de otros países; no se crea que entiendo de un modo mezquino lo castizo y lo nacional, fingiéndome en mi patria una originalidad que no existe ni ha existido nunca, y encastillándome en mi patria para conservarle esa originalidad fabulosa. Harto sé que una ciencia, una verdad, una doctrina, no deben desecharse por ser extranjeras. Por cima del espíritu nacional está el espíritu de la Humanidad toda, el cual contiene en sí a los demás espíritus y lleva en su seno las más diversas y originales civilizaciones. Espíritu nacional que se aísla, civilización nacional que se aparta de ese espíritu superior que no lo sigue en su constante movimiento, en su ascensión perennes, es como ramo que del árbol se desgaja, es como flor que, desprendida del tallo, se marchita y fenece. No es justo ni útil, sino perjudicial y mortífero, el apartarse del espíritu de la Humanidad. Cuanto de él proviene es propio de las naciones todas. En la suprema órbita, en la sublime esfera en que él gira y por donde lleva todas las cosas a su término de perfección, y va elevando a todas las inteligencias creadas, las inteligencias todas han de estar en comunicación y consorcio si es que no quieren perecer, porque aquella es su vida1.

El arte vino de Grecia y de Italia; la religión, de Palestina; mas no por eso dejaron de ser recibidos como propios, no como forasteros y extraños. Y sin dejar de ser el arte entre nosotros la realización de la belleza, tal como la conciben y la aman todos los hombres, y sin dejar de ser la religión la única verdadera, la universal, la católica, el arte y la religión tuvieron en España, en cuanto era compatible con el distinto ser de ambas cosas, esto es, más o menos accidentalmente, su carácter propio, su fisonomía española, ya considerado en sí cada uno, ya ambos en su fecundísima unión. De esta suerte, las vírgenes de Murillo son creaciones católicas, universales; responden al pensamiento que de la Virgen madre tiene todo el género humano, y no dejan de ser obras españolas, castizas, propias del arte español. De esta suerte también, Los nombres de Cristo, de fray Luis de León, en su esencia son católica, universal teología, y en sus accidentes, no sólo de la forma, no sólo del lenguaje, del estilo, sino hasta del giro y condición peculiar del pensamiento, son castizamente españoles. Ni dejando de ser originales y castizos, siguieron entre nosotros, a Zenón y a Séneca, Quevedo; a Platón, Fonseca; y a Aristóteles, otros muchos sabios.

La civilización es una, el espíritu es uno, la idea es una, pero se manifiestan de diverso modo entre cada nación, entre cada gente, en cada lengua y en cada raza. No envían a ellas sus adelantos para que se sobrepongan al saber antiguo y a la antigua y propia civilización, ni para que éste crezca, como crecen los cuerpos inorgánicos, por superposición de capas, sino que se infunden en las entrañas de su maravilloso organismo, y se identifican con él por tal arte, que vienen a convertirse en una misma cosa; y el nuevo elemento de civilización y la civilización antigua cobran el mismo ser y la misma sustancia, y juntos constituyen una sola esencia, dentro de la universal civilización, y subordinados al espíritu que lo comprende todo.

Digo, pues, que si los sistemas novísimos de filosofía alemana o francesa viniesen de este modo a nosotros, serían aceptables por todo estilo. Lo que hubiese en ellos contrario a nuestro espíritu nacional desaparecería, se segregaría de él, cuando él se los asimilara; lo que no le fuese contrario vendría a corroborarlo y a magnificarlo.

Esta es la salud y éste el verdadero progreso del espíritu de una nación. Las nuevas ideas entran en él y no se le sobreponen. Son como los alimentos en un cuerpo orgánico y sano, que se transforman en la propia sustancia del cuerpo y le dan nutrimiento y desarrollo, apartando de sí lo que repugna a su naturaleza.

El lenguaje, que es la obra más instintiva del espíritu nacional, crece o puede crecer, pero sin alterarse en la esencia, ni aun en la forma. Los idiomas llegan acaso a un momento de perfección, en el cual no es posible tampoco mayor crecimiento orgánico y verdadero, sino excrecencia inorgánica, aluvión de voces bárbaras, venidas sin orden ni concierto, y sobrepuestas y abrazadas a él para empañar su tersa y pulida belleza, secar su frescura y consumir su vida. Las palabras y los giros, introducidos así, son como la hiedra que se ciñe a un tronco viejo y le da cierta apariencia vistosa de verdura; pero apretándolo de tal suerte que lo seca y le impide al cabo echar sus naturales hojas y su propio fruto. Pasados ciertos períodos de civilización, es difícil que un idioma se mejore, o conserve su ser con leves alteraciones accidentales, o decae y se corrompe. Así el latín, después del siglo de Augusto, empieza a adquirir aparente riqueza de palabras célticas y de otras lenguas bárbaras, y, sin embargo, o por lo mismo, decae. Y si el griego no decae también, después del Magno Alejandro, y si en muchas ocasiones guarda aún y luce su hermosura, se lo debe a la exquisita delicadeza y a la duradera virtud del in genio helénico, al buen gusto de aquella nación y al estudio asiduo y constante de los antiguos modelos. Así es como, después de las conquistas de Alejandro, florecen aún la literatura y la lengua griegas, bajo el cetro y la protección de los Ptolomeos, dando dichosa muestra de sí en Teócrito, en Calímaco, en Apolonio de Rodas, imitado por Virgilio y en otros poetas líricos, épicos y bucólicos; se dilatan, pasando por el excelente y divino Plutarco, hasta los últimos tiempos del Imperio de Roma, y muestran, bien de una manera artificial y estudiada, la primitiva candidez y la juvenil frescura en las Pastorales, de Longo, y la severidad didáctica y la claridad y nitidez del estilo, en los escritos del maestro de la gran Zenobia. Este esmero y cuidado que pusieron los griegos en conservar su idioma y por consiguiente, el espíritu nacional, que en él está embebido, les sirvió de mucho para conservar también el ser de su civilización y para difundirla y verterla por el mundo, desde el Cáucaso hasta la Libia, desde la India y Persia hasta más allá de las Columnas de Hércules, aun después de arruinado su poder político y derrocado su imperio. Después de las conquistas del héroe de Macedonia llevaron por toda el Asia su saber y su literatura, la cual penetró y hasta influyó en la India, creando allí tal vez el arte dramático y modificando la filosofía, ora por el trato frecuente con la Corte de los reyes griegos de la Bactriana, ora por el comercio de las naves griegas que por el mar Rojo iban a Egipto, ora por los embajadores y sabios que enviaban los Seléucidas y los Ptolomeos entre los brahmines2. Las colonias griegas, esparcidas por todo el mundo conocido entonces, desde Marsella hasta Crimea, desde el Ponto y la Armenia hasta el Penjab, guardaron en su pureza el espíritu nacional y el habla en que se contiene, y produjeron brillantísimas escuelas literarias, como, por ejemplo, la de Tarsos, que dio nacimiento a Estrabón. La influencia de la literatura griega se extendió indudablemente hasta China, y acaso contribuyó a perfeccionar la secta de Lao-Zu. Roma, vencedora, se rindió también a las artes y letras de Grecia; los árabes las aprendieron e imitaron, y aun en época más reciente, los refugiados de Constantinopla, presa de los turcos, concurrieron al renacimiento de la civilización entre los latinos.

La religión cristiana, lejos de alterar o cambiar el espíritu y el idioma de Grecia, vino a darles, injertándose en ellos, nueva fecundidad y vida. Los santos padres algo más nuevo traerían que expresar y que decir que los imitadores de los filósofos alemanes que tenemos hoy en España. Los santos padres, no sólo traían una filosofía nueva, sino nueva religión, nueva moral y nueva política, y, sin embargo, no creyeron indispensable ni conveniente buscar otras palabras y otros giros, afear y dislocar el griego para expresar en él tan grandes novedades, las mayores novedades que ha habido en el mundo. ¿Por qué, pues, se ha de afear y dislocar el castellano para expresar en él las novedades de Kant, de Hegel o de Krause?

La verdadera y gran corrupción de la lengua griega vino después con el Bajo Imperio y coincidió con la admisión de voces peregrinas, que desfiguraron y empobrecieron el idioma, haciendo caer en desuso las voces propias y acabando con bu riqueza en las formas, las cuales se simplificaron, analizándose o desatándose3.

Esto tiene su razón de ser filosófica, porque cada lengua brota del genio de la raza que la habla, como brota la flor de su germen, y ya en el germen van todas las condiciones y todas las excelencias de la flor cifradas y compendiadas; de suerte que lo que no está en el germen es imposible que más tarde en la flor aparezca y logre desenvolverse, y tacharíamos de loco al que quisiese poner en la flor otra hermosura u otro perfume de los que en su naturaleza hay, porque éste, en vez de mejorar la flor, la deshojaría y marchitaría.

Las lenguas, si pensamos cristianamente, se ha de creer que nacieron por revelación, de un modo divino, y, si por acaso seguimos el parecer de los más sabios filósofos y etnógrafos racionalistas se ha de suponer que nacieron por inspiración, esto es, de un modo semidivino, aunque natural, en el momento misterioso en que se despertó la conciencia del linaje humano. Las lenguas, pues, ya se discurra de un modo, ya de otro, fueron fruto del instinto, de la espontaneidad, del milagro, no de la reflexión y del estudio. Cada pueblo creó la suya como forma sensible, como emanación de su genio, inspirado por el espectáculo de la circunstante Naturaleza. Cuando el idioma fue primitivo, lo sacó todo de su propio ser, y cuando fue derivado, puso en su fábrica materiales del antiguo, ya corrompido o muerto. En el primer caso, el pueblo se puede afirmar que se creó a sí propio; en el segundo, que se transformó en otro pueblo. La adopción de un nuevo idioma no es posible sin una mudanza grandísima en el ser del pueblo que lo adopta. Pero el pueblo, ora cree, ora mude el lenguaje, lo hace instintivamente: los sabios y escritores que anhelan realizar cambios tan radicales, sólo consiguen corromper y no crear. La reflexión rara vez pone en el lenguaje perfecciones y calidades nuevas, si bien las ordena y clasifica; la reflexión apenas desenvuelve el lenguaje, si bien escribe y formula las leyes naturales que presiden su desenvolvimiento. La gramática, la retórica y la poética, posteriores a Homero, a Herodoto y a Tucídides, no hicieron más que enseñar a escribir reflexivamente, como por instinto escribieron aquellos admirables escritores4.

En suma: así como los chinos se han elevado a un grado de civilización altísimo y han conservado una lengua monosilábica, menos rica de formas que la lengua de los hotentotes; así como el griego no se hermoseó ni perfeccionó sino que decayó al aceptar palabras y modismos bárbaros, y así como San Clemente de Alejandría, San Gregorio de Nisa y San Juan Crisóstomo, en prosa, y San Basilio, Sinesio y Nonno, en poesía, escribieron y cantaron como Platón, Demóstenes, Aristóteles y Homero, aunque escribían y cantaban de la nueva más pasmosa, de la buena nueva y aun de mucho de la novísima civilización, que de ella emana y que ya en esperanza iban descubriendo, así me parece que nuestra lengua, aunque fuese tan defectuosa como la de los chinos, permanecería tan defectuosa o dejarían ellos de ser chinos y nosotros españoles; así me parece que la introducción de tantas voces y giros nuevos lleva a la corrupción y no a la mejora, y así me parece, por último, que, imitando en algo a los padres griegos, pudieran estos filósofos de ahora introducir esas novedades germánicas, que al fin no son tan altas ni tan extrañas novedades, acomodándolas de modo que se hicieran consustanciales a la índole y ser del espíritu y del idioma de nuestra nación. Todo lo demás que se haga se puede tachar de extrañamiento y de apartamiento de la patria, si no en cuerpo, en alma, que es muchísimo peor. Es como si dijéramos al espíritu nacional: «Quédate ahí, que estás viejo y torpe, y yo me alejo de ti, y sigo el vuelo del espíritu del mundo, y me remonto con él a regiones más serenas, elevadas y puras, a donde tú no puedes seguirme.»

Y no se crea que hago por acaso, sino adrede y muy de propósito, esta especie de identificación y de unificación del espíritu nacional y del habla nacional, porque el habla es una misma con el espíritu; es su emanación, es su verbo. Por manera que donde decae el idioma, bien se puede afirmar que el espíritu nacional decae, y donde el habla se ha enriquecido con grandes e inmortales obras y guarda su pureza y su hermosura, el espíritu nacional cuenta con esperanzas de vida imperecedera. Por medio del habla dan al mundo los pueblos su pensamiento y se entienden con el espíritu de la Humanidad toda, de quien suelen ser como ministros y como los medios de que él se vale para comunicar con otros pueblos más atrasados y de más baja civilización, levantándolos hacia él y llevándolos por sus encumbrados caminos.

Los pueblos que hasta cierto punto se puede afirmar que son mudos, o digase que no han hecho grandes escritores y poetas, que no han dado a los demás nombres ningún sublime pensamiento, éstos no tienen tanta obligación de guardar su idioma; pero pueblos como el español tienen una obligación grandísima de guardarlo. El habla es el sello de nuestra nacionalidad y de nuestra raza, uno de los títulos de nuestra nobleza, y vosotros sois sus custodios y defensores.

Tan cierto es que el habla es sello de nacionalidad, que para explicar el olvido del común origen hay que apelar a la confusión de las lenguas. Hablando los hombres idiomas diferentes pudieron dispersarse y, dispersos, olvidar que eran hermanos. Así como el olvido del habla hace olvidar la fraternidad, así la comunión del habla la conserva y hasta la crea. El pueblo griego conserva su idioma, aunque adulterado, y este idioma le sirve de signo y es despertador de su nacionalidad después de siglos de cautiverio; en Italia se crea una sola lengua, y esta lengua, a pesar de la diversidad y multitud de estados, es signo y argumento en Italia de la unidad de la nación; una lengua algo diversa de la que hablamos y un gran monumento escrito en esa lengua, Os Lusiadas, son el mayor obstáculo a la fusión de todas las partes de esta Península. Camoens se levanta entre Portugal y España, cual firme muro, más difícil de derribar que todas las plazas fuertes y los castillos todos.

Para ponderar el lazo de unión que es el habla viva no hay más que considerar lo que puede una lengua, aun después de muerta, aun después de disuelta o rota la sociedad en que se hablaba. Las naciones neolatinas se creen aun con cierto grado de estrecho y amistoso parentesco; y en la mayor extensión de América, a pesar de nuestras desavenencias, reconocen sus habitadores ser nuestros hermanos, y el sello de esta fraternidad es el habla.

Los grandes escritores son los que graban este sello, con delicado y fuerte buril, en el oro y en las joyas de sus escritos que lo hermosean, estrechando más el lazo de unión y perpetuándolo. Por eso decía Carlyle, con mucho fundamento, «que si le dijeran que eligiese para su patria entre la pérdida de Shakespeare o la de las Indias Orientales, preferiría la segunda, porque tarde o temprano se han de perder aquellas colonias, mientras que el glorioso poeta vivirá vida inmortal, y será leído en los más remotos ángulos de la Tierra, por donde la Gran Bretaña ha derramado a sus hijos, y cuando éstos se hallaren separados políticamente de la metrópoli, no sólo en América, sino en Australia y en otras islas y regiones del Pacífico y del Atlántico, se jactarán, al leer a Shakespeare, de ser ingleses».

El lenguaje identifica de tal modo las ideas y los sentimientos de los hombres, que la Providencia se ha valido, sin duda, de este medio poderoso para los dos más importantes fines, para los dos acontecimientos más trascendentales que registra la Historia: la preparación evangélica y la predicación y pronta difusión del Evangelio por el mundo. No significa otra cosa la hazaña del hijo de Filipo de domar el monstruo Bucéfalo que el haber fundido en una, después de domarlas, ambas civilizaciones: la griega, representada por el caballo de Neptuno, y la asiática, de que era símbolo el toro de Moloc. Sus rápidas conquistas extendieron por el misterioso Oriente, con el lenguaje, la civilización de los helenos, y la hicieron más comprensiva y fecunda, sembrando en ella las filosofías, las tradiciones y las esperanzas de otros pueblos y dándole capacidad, brío y poder de que en su seno naciese la civilización cristiana; y las conquistas de Roma, imponiendo más tarde a las vencidas naciones, con la lengua del Lacio, la misma civilización, las mismas costumbres y la misma ley, las predispuso a recibir otra ley más blanda y suave, otra civilización más universal, santa y pacífica.

El sentimiento de la importancia unitiva de la lengua lo tuvo y lo expresó con hermosa energía uno de nuestros más ilustres compañeros, cuya pérdida aun lamentamos, uno de nuestros más egregios poetas, cuando dijo a los pueblos de América que serían españoles y no americanos, añadiendo con tono profético:


   Mas ahora y siempre el argonauta osado
que del mar arrostrare los furores,
al arrojar el áncora pesada
en las playas antípodas distantes,
verá la cruz del Gólgota plantada
y escuchará la lengua de Cervantes.



Patriótico vaticinio que no se cumplirá si proseguimos por la senda que han tomado los filósofos, pues llegará a trastrocarse la lengua para exponer las teorías filosóficas germánicas y tal vez las doctrinas políticas y económicas francesas, de modo que la lengua de Cervantes será una lengua muerta, no pareciendo probable que se conserve en América lo que en España se desdeña y destruye.

Ya se debe comprender que al censurar el vicio de trastrocar la lengua, juzgándola incapaz en su pureza de expresar las altas especulaciones del día, no voy tan lejos que condene la admisión de los nuevos vocablos que sean indispensables para las ciencias, vocablos tomados casi todos del griego y lo mismo aceptados en español que en los demás idiomas. Antes condeno el vicio de aquellos que los empobrecen por atildamiento nimio y por escrupulosa elegancia, o bien desechando voces técnicas necesarias, o bien excluyendo otras por anticuadas, rastreras y poco dignas, sobre todo en verso. De este último achaque adolecieron los escritores del siglo de Luis XIV, y una manera idéntica de escribir prevaleció en Italia y en España cuando vino a ellas el seudoclasicismo francés, el cual hizo más correctos y cultos a los escritores, más ordenada y tersa el habla, pero la empobreció, así en Francia como en Italia y en España, en palabras, frases y giros, siendo mucho más doloroso y grande el empobrecimiento en las naciones imitadoras que en aquella que nos sirvió de pauta y guía, y donde la majestad y sublimidad de algunos escritores recompensaron con usura los mencionados defectos. Los escritores del siglo de Luis XIV no son tan ricos en palabras Y frases como Montaigne o como Amyot; pero la diferencia es más notable y mayor la desventaja, por ejemplo, entre Metastasio y Dante, entre Meléndez y Lope de Vega.

Tampoco soy yo de los que por amor al lenguaje y a su pureza se desvelan y afanan en imitar a un clásico de los siglos XVI y XVII. Prefiero una dicción menos pura, prefiero incurrir en los galicismos que censuro a hacerme premioso en el estilo o duro y afectado.

Pero no son estos vicios los peores, el peor de todos, mucho peor que el de los que sostienen que es bueno trastrocar el habla para que entren y se expresen en ellas las flamantes filosofías, es el de los que apetecen y buscan lo vulgar, confundiéndolo con lo popular, los cuales yerran al escribir, así en el pensamiento como en la forma, y no sólo postran y envilecen el habla, sino también el espíritu.

Varios y opuestos son los orígenes de este vicio, de donde procede que el vicio mismo tiene calidades varias y opuestas; y como donde más resalta es en la poesía popular o en lo que presume de serlo, voy a discurrir sobre lo que es esta poesía.

Empezaré repitiendo aquí lo que se dijo, no ha mucho tiempo, a este propósito, en cierta obrilla, que empecé a publicar en compañía de uno de los señores académicos, vuestros compañeros, esto es, que en nuestros días se apetece más saber la historia íntima y psicológica de los pueblos que la estruendosa y exterior de los reyes y tiranos, sus dominadores; más el armónico y constante desarrollo del humano linaje que la genealogía y sucesión de los príncipes. La facilidad y la prontitud con que se recorre la Tierra toda han hecho que se adquieran noticias de las más peregrinas literaturas, como de la indica, por ejemplo, apenas conocida un siglo ha, y la serie de revoluciones que han agudizado y agitan aún a Europa han aguzado con la experiencia de lo presente el instinto y la perspicacia de los hombres para comprender lo pasado, y no sólo la Historia, sino las literaturas de pueblos remotos o distantes han sido mejor comprendidas. A esta excelencia de nuestra crítica contribuyen, con la mayor erudición y con la mayor perspicacia de que ya hemos hablado, sistemas filosóficos más comprensivos que los antiguos, y más que nada, el principio existente en todos ellos de considerar el conjunto de los hombres, no ya como una idea general y abstracta, sino como un ser indiviso, del que formamos parte, interesándonos por la vida del todo como por una vida superior en que vivimos. Así es que la palabra humanidad, que indicaba antes o la condición de ser hombre o la virtud de ser humano, no sólo significa hoy una calidad, sino que, en sentido más alto y más generalmente usado significa una entidad: la entidad viva del conjunto de nuestra raza. Convenimos en que esta idea puede conducirnos, a poco que se exagere, a hacer de la Humanidad una apoteosis panteística; pero encerrada dentro de sus justos límites aviva la filantropía y despierta nuestro interés por todos los hechos de los hombres y por todas las manifestaciones de su espíritu.

A estas razones, que movieron a coleccionar y a publicar en casi todos los países los cuentos vulgares, como los de Alemania, por los hermanos Grimm; los polacos, por Woysieki; los de los montañeses de Escocia, por Gran Stewart; los del sur de Irlanda, por Crofton Croke; por Souvestre, los bretones, y así otros muchos, vienen a unirse, cooperando al estudio de la poesía popular de cada pueblo, el patriotismo que se despertó por las guerras invasoras de Napoleón I, y el deseo que muestran desde entonces todas las naciones de hacer patentes los títulos de su independencia y de reivindicar lo que ahora se llama su autonomía; deseo justo y útil si con la pintura de pasadas glorias, no excitase a muchos a querer remontar la corriente de los siglos y a retroceder a la barbarie, soñando en renovarlas; si, por querer guardar y hacer constar las diferencias que a las naciones separan, no los llevase a romper o desatar los lazos que las unen, y si, por afirmar la variedad, no propendiese, en ocasiones, a negar la unidad en que la variedad se resuelve.

De todas las causas que he apuntado se originan el empeño y el estudio puestos en recoger piadosamente los cantos populares y en coleccionarlos. Du Méril y Follen lo han hecho con los latinos; con los serbios, Talvj, y Marcellus y Fauriel, con los griegos. El vizconde Hersart de la Villemarqué ha recopilado y estudiado las leyendas bretonas; Simrock ha traducido en el alemán de ahora los Nibelungos y algunos cantos de los minnesinger; los finlandeses han resucitado y reconstruido con fragmentos dispersos su grande epopeya del Kalevala; Aguiló y Milá y Fontanals han hecho sendas colecciones de romances catalanes, y Garrett ha restaurado y publicado los portugueses.

Citar aquí el inmenso cúmulo de obras, de colecciones, de comentarios, de disertaciones críticas que de poesía popular y sobre poesía popular se han escrito y publicado, sería prolijo por demás y ajeno a mi propósito. Baste decir y saber que, para gloria de España, no hay en nación alguna cantos populares que ni en calidad ni en abundancia puedan rayar tan alto, ni siquiera competir con nuestro romancero, en cuyo estudio, formación y divulgación tanta y tan merecida fama han adquirido algunos ilustres individuos de esta Real Academia, y singularmente el señor Durán, cuya nombradía y reputación se extienden y crecen en la docta Alemania, donde es apellidado por Wolf y por otros críticos el más eminente de los nuestros.

Lo que yo quiero advertir no es sino el error vulgar que de este estudio y afición a los cantos populares ha nacido, poniendo muchas personas entre ellas y la poesía erudita cierta enemistad y antagonismo, y despreciando a ésta para ensalzar más aquéllos. Muchas personas han acabado por preferir los aúllos poéticos de los caribes a las odas de Horacio; los himnos latinobárbaros de la Edad Media, a la Cristiada, de Viela, y una canción de gesta, a la Eneida o a La Jerusalén.

Nace esto, a mi ver, de la equivocada inteligencia de la poesía popular y del incompleto conocimiento de su historia. El carácter esencialísimo que distingue a la poesía del pueblo es el ser impersonal, mas no porque no sea obra de un poeta, cuyo nombre se sabe a veces, sino porque en las épocas de espontaneidad el poeta no se pone en sus obras. En las épocas de espontaneidad el poeta no vuelve sobre sí mismo, no reflexiona, no le deja tiempo para reflexionar el espectáculo de los casos humanos y de la Naturaleza inexplicada y misteriosa que le rodea, sobre la cual se difunde su espíritu en vez de reconcentrarse y abismarse en su propio centro: por donde los poetas de aquellas edades no son sugestivos, como se nombran y son muchos de ahora; antes borran por completo de sus obras toda su personalidad.


De Aquiles de Peleo canta, diosa...,



dice Homero. Ni siquiera es él, diosa, la que canta. Pero que sean o no personajes reales o fabulosos los autores de los poemas homéricos, o de los himnos del Rig-Veda, importa poco a nuestro propósito. Aquellas poesías son populares, porque llevan en sí todo el pensamiento y todo el corazón de los pueblos.

Esto no prueba, sin embargo, que las grandes y primitivas poesías populares sean obra del vulgo, tengan un origen plebeyo; antes suelen ser creaciones de una aristocracia sacerdotal, o guerrera o ambas cosas a la vez, la cual comunica al pueblo algo de su ciencia por medio de símbolos y de figuras. Y tanto es así, que el poeta llega a veces a divulgarla de un modo imprudente y pone en conocimiento de los profanos, con transparencia sobrada, ora el oculto saber de los brahmines, ora los misterios de Egipto, de Samotracia y de Eleusis, concitando en contra suya la cólera de la divinidad y la venganza de los hombres. De aquí el desastrado fin de Orfeo, la persecución padecida por algunos profetas de Israel, y hasta, en épocas posteriores, la muerte milagrosa de Esquilo por el águila de Júpiter.

En los pueblos de una civilización más autóctona, menos derivada que la nuestra, procedente de otra, sin que entre ambas haya habido tinieblas, sino desmayo y parcial eclipse, apenas si cabe distinción entre la poesía popular y la cuita o erudita; pero en nuestras naciones de la moderna Europa sucede lo contrario. Si bien la poesía erudita, con el recuerdo de la antigua civilización, ha empezado por iniciar a los pueblos en la aurora de la nueva, los ha iniciado a menudo por medio de la lengua que moría y no de la lengua que nacía, los poetas se han dividido después en las dos diversas clases de eruditos y de populares; pero esto es un mal, no un bien; una pobreza y no una riqueza; esto denota mengua, o en el pueblo, que ha menester que le digan sólo cosas antiguas, rastreras y en estilo humilde, para que las alcance, o en el poeta que, para ser popular, tiene que hacerse anacrónico o domestico y bajo, en el pensamiento y en la forma, retrocediendo a las edades bárbaras y transformando la poesía en una antigualla o en una mala prosa,


       en román paladino;
en la fabla que el vulgo le fabla a su vecino.



La poesía no debiera ser más que una, siendo siempre popular la buena, y la mala no popular ni merecedora del nombre de poesía.

En la moderna Europa los bárbaros hacen que decaiga la civilización latina y el cristianismo, echa por tierra las religiones paganas, y los fragmentos derruidos de la civilización antigua y de las antiguas religiones pasan transformados a la poesía popular, que es, por este lado, un recuerdo, mientras que las hazañas, las glorias y las virtudes de la naciente caballería y el espíritu suave de la religión nueva pasan también a la poesía popular, que por este otro lado es una esperanza. Y de esta esperanza y de este recuerdo nace lo maravilloso de la Edad Media: aquella rica y pasmosa mitología; aquellos ensueños, unas veces alegres y hermosos; otras, tristes y feos; aquella mezcla singular de lo grotesco y de lo sublime, del ascetismo y del libertinaje de la corrupción y de la inocencia, de la candidez y del artificio.

En los siglos XI y XII es cuando principalmente se combinan y funden los restos de las antiguas civilizaciones con el embrión de la moderna. Entonces empieza a brotar la luz del caos. Entonces nos da la Historia un período tan fecundo en informes epopeyas, germen del saber futuro y de la venidera poesía, como en grandes revoluciones, trastornos sociales, renacimiento y muerte política de nacionalidades y de razas. En aquella edad, las paganas semicivilizaciones, si se me permite esta expresión, que aun quedaban en Europa, se pierden en la civilización católica, y al desaparecer nos legan, en memoria de su bárbara grandeza, monumentos como el Edda poético y los Sagas escandinavos, que recopila Soemund Sigfuson en la remota Islandia. Los pueblos, convertidos al cristianismo, transforman en hechiceras a sus sacerdotisas, a sus profetisas, en brujas; a sus dioses, en diablos; a su Walhalla, en infierno. En aquella edad, si bajo el yugo de los normandos se abate la raza anglosajona y pierde su brío la temprana cultura que produjera a un Beda, a un Alcuino y a un Alfredo el Grande, la raza celta se diría que renace en cambio a nueva vida, y, satisfecha de ver humillados a los anglos, sus vencedores y dominadores, hace revivir a Telesino, a Iseo, a Lanzarote, a Merlín y a Ginebra; evoca de la encantada isla de Avalón a su mesías nacional, el rey Arturo; ilumina y dora con la luz de la religión cristiana a todos estos fantasmas gentílicos, y da nacimiento a cielo épico de los caballeros de la Tabla Redonda, y a los amores, aventuras, encantamiento y hazañas de los libros de caballerías.

En aquella edad, los piratas noruegos recorren los mares y llegan hasta la América del Norte; los aventureros de Normandía conquistan la Sicilia, las Calabrias e Inglaterra, y el gran movimiento de las Cruzadas agita a todos los pueblos de Europa y los pone en íntimo contacto. Aunándolos para la santa empresa les revela que forman todos ellos una sola república, y arrojándolos sobre Asia, infunde en su renaciente civilización extraños elementos orientales. Las supersticiones, las fábulas, la ciencia, las tradiciones, las ideas y hasta los ensueños poéticos de tantos pueblos distintos; los silfos y los enanos de la Mitología alemana, las hechiceras célticas, los pigmeos y los cíclopes de homero, los gigantes de Hesiodo, los grifos y los arimaspos de Herodoto los genios y las hadas de Oriente se mezclan y se confunden. Virgilio y la Leyenda áurea inspiran simultáneamente al pueblo. Las tradiciones clásico-gentílicas aparecen o se divulgan a par de las vidas de santos, y las historias de la guerra troyana y de las conquistas de Alejandro el Macedón, al mismo tiempo que las de Carlomagno y sus doce pares. Todo esto pasa de la lengua latina, en que se escribe por los letrados, y para los letrados, a poemas eruditos en idioma vulgar, y, por último, de estos poemas a la memoria y a la poesía del vulgo5.

De cuanto queda dicho se deduce que no hubo ese despertar misterioso, ese carácter de originalidad nativa y ese no aprendido canto, como el de las aves cuando nace el alba, que algunas personas creen hallar en la Edad Media. Así como en un metal en fusión es fácil poner liga de otros metales, formando del todo una sustancia si no homogénea uniforme, así en la Edad Media se formaron las civilizaciones nacientes, por amalgama de mil diversos elementos, y fueron menos nacionales y propias de lo que pueden ser ahora, porque si bien es cierto que entonces era menos frecuente que en el día la comunicación entre los pueblos, también lo es que esta comunicación era más íntima y profunda. El espíritu de las naciones era entonces como blanda cera que cede a la menor presión, recibiendo el sello que se le impone, y hoy es como el acero más duro, que antes se rompe y salta que recibir otra forma de la que tiene.

En balde tratan de disfrazar esta verdad los que, imbuídos en ciertas ideas políticas y filosóficorreligiosas, han concurrido a trazar en la imaginación de las gentes, en odio a la moderna filosofía, a las artes y a la literatura gentílicas del Renacimiento y a otras doctrinas más nuevas, un bello ideal político, artístico, poético y literario en la Edad Media, cuyo primitivo encanto encomian y levantan hasta los cielos. No comprenden los que así discurren que la civilización no nació en la Edad Media; lo que hizo fue divulgarse, injertarse en los nuevos idiomas y recordar lo olvidado. El pueblo no se movió a pensar ni a cantar, tanto por un impulso propio e instintivo cuanto por el recuerdo y la noticia de la ciencia y de la civilización pasadas, recuerdo y noticia que fueron los doctos despertando en él o transmitiéndole pausadamente. Por esto, Roscelin, San Anselmo, San Bernardo, Pedro Abelardo y otros muchos doctores profundos, angélicos, iluminados y sutiles, conocedores de los santos padres y de los poetas y filósofos de la antigüedad clásica, y expresándose en un idioma sabio, se adelantaron, especialmente en las naciones neolatinas, al siglo XIII y a todo poema escrito, si no por el pueblo, para el pueblo, en lengua vulgar y digna del nombre de poema. La prosa y la poesía cultas, y hasta la poesía por todo extremo artificiosa, se formaron también por reflexión y con estudio, antes de que el pueblo desanudara la lengua y rompiese en cantos que no fueran informes y bárbaros del todo. Y lo que en general digo de las naciones de Europa, puede también decirse de España. Entre nosotros no hubo poesía popular, digna del nombre de poesía, hasta fines del siglo XV o principios del XVI; a la poesía popular precedió entre nosotros la erudita, y a la perfección de la poesía, considerada en general, la perfección de la prosa. Las Partidas, El conde Lucanor, Las Crónicas y La Celestina, valen diez veces más que todos los poemas y canciones anteriores al siglo XVI. Los romances o no existen o valen poco antes de esta época. En buen hora pretendan los señores Wolf, Durán y Pidal ver en el poema del Cid un centón de romances primitivos; el poema del Cid parecerá siempre a los más de sus lectores un trabajo artificial y erudito, donde se nota el esfuerzo para expresarse en una lengua ruda y apenas formada, y donde se imita la versificación francesa de las canciones de gesta. Quizá la misma descomposición que hacen aquellos sabios críticos para hallar romances en las series monorrimas la hicieron para escribir romances los que en un principio los escribieron, ya que no tomasen aquel metro y hasta el artificio del asonante, de los himnos latinobárbaros, escritos los más en la medida del Pervigilium Veneris, de donde tal vez procede nuestro verso octosílabo. Ello es que del origen de los romances se puede afirmar muy poco con certidumbre. Dicen que los había en el Cancionero del infante don Juan Manuel, que se ha perdido, y Gayangos y Vedia citan, en la traducción de Ticknor, el más antiguo que, se conoce, pero es culto y no popular, tomado del Cancionero de Lope de Estúñiga, obra del siglo XV6.

Todo esto prueba, a mi ver, que la poesía popular cuando ha tenido en España su verdadera eflorescencia ha sido en los siglos XVI y XVII, y que la revolución literaria de Boscán y Garcilaso y el influjo de la literatura italiana en la española no han ahogado la originalidad de ésta. La originalidad vino cuando el pueblo tuvo plena conciencia de sí, y se manifestó en el Romancero y en el teatro. Nuestra literatura de la Edad Media se puede demostrar que es menos original y hasta menos católica que la posterior al Renacimiento. Sólo se fundan en sueños vanos los que se lamentan de una fantástica originalidad perdida. Tan artificial fue Castillejos como Boscán, y menos castizos y más imitadores de la poesía extranjera fueron los autores de los Cancioneros que Garcilaso, Herrera y Rioja.

Las preocupaciones de historia literaria, que acabo de combatir, tienen grande influencia en el día, señalando una senda errada a la literatura de la edad presente y extraviando asimismo la crítica literaria.

La idea de que la poesía popular es superior a toda poesía y de que a la espontaneidad se lo debe, ha hecho que muchos poetas vean en la erudición y en el estudio los mayores contrarios de la inspiración, y que hasta procuren ser ignorantes y se jacten de serlo, con tal de parecer espontáneos y originales, tomando a veces por inaudito e imaginado por ellos lo que de los libros que no han querido leer ha pasado a la mente de todos, y de allí, por decir lo así, ha venido como a diluirse en el ambiente que se respira.

Otro de los errores ha sido el negar la importancia de la forma, teniendo por indigno del poeta inspirado este cuidadoso esmero, que tachan de académico y hasta de mecánico, «porque los que así piensan -como dice fray Luis de León- piensan que hablar en romance es hablar como habla el vulgo, y no conocen que el bien hablar no es común, sino negocio de particular juicio. Y negocio que de las palabras que todos hablan elige las que convienen, y mira el sonido de ellos, y aun cuenta a veces las letras, y las pesa, y las mide, y las compone, para que no solamente digan con claridad lo que se pretenda decir, sino también con armonía y dulzura».

Otro de los errores que se originan de la mala inteligencia de la poesía popular y de la afición desmedida a ella es el de no admitir y repugnar como pedantescos muchos vocablos elevados y peregrinos que son propios del dialecto poético lo cual es absurdo, porque en todos los tiempos y países ha habido un lenguaje para la poesía diferente del de la prosa. Si así no fuera, no sería ridículo decir en verso el aceituno de la paz en vez de la oliva de la paz, o un señor de muchas campanillas en vez de un prócer. Si así no fuera, no sería ridículo decir en prosa familiar mi esposa o mi consorte en lugar de mi mujer; mi consorte o mi esposo en lugar de mi marido; me voy al lecho o al tálamo en vez de me voy a la cama; ríceme usted la cabellera en lugar de ríceme usted el pelo7.

Otro error es también el de querer ser muy español y muy castizo en el pensamiento. El pensamiento nunca es propio de ninguna casta; el pensamiento pertenece a la Humanidad entera. En lo que sí se puede y se debe ser castizo es en cierta manera de sentir y en la forma. Toda civilización es el producto de muchas civilizaciones, informado de cierta manera. En el acervo común de toda civilización entran caudales de ideas propias y peregrinas, cuyo origen diverso es a menudo difícil de deslindar para poner en claro lo que es extranjero y lo que es propio y castizo. Acaso el que crea que piensa muy españolamente esté pensando, sin saberlo, a la francesa, a la inglesa o a la turca.

Es otro de los errores una timorata y singular ortodoxia que desecha de los poemas la mitología gentílica, como si, porque no tengamos por dioses a los habitadores del Olimpo, hubieran muerto y se hubiera borrado de la imaginación humana aquellas divinas creaciones, aquellas figuras bellísimas, aquellas inteligencias secretas que animaban y movían el Universo y que derramaban su vida y su encanto en el azul del cielo, en las sombras de la noche en los mares, en las selvas, en las fuentes y en los ríos, mientras que la Naturaleza hablaba con los hombres sin levantarse el velo y les inspiraba ensueños celestiales. ¿No hay brujas, silfos, hadas, peris, gnomos, enanos y gigantes en las modernas leyendas y en los modernos versos? Pues ¿por qué, cuando venga a propósito, no han de intervenir también en ellos Venus, Apolo y las Musas? ¿Por dicha son las brujas más verosímiles que Júpiter? ¿Son más ortodoxas o tienen más analogía con el cristianismo las Hadas y las Sílfides que las Gracias? Ni se comprende que en ningún adelanto se proceda por exclusión. Una civilización nueva no borra ni destruye, sino absorbe y comprende los elementos y las ideas de las antiguas. Como ideas, y como ideas bellísimas, están, pues, aún los dioses del Olimpo en nuestra civilización, y viven, en nuestro mundo ideal, la vida de los inmortales. Ni Dante, ni Aristo, ni Camoens, ni Calderón los arrojan de él, y no me parece que debemos arreglarlos nosotros8.

Es otro error más trascendental aún, nacido del prurito de ser populares, el de rebajarse a la comprensión del vulgo más vulgo, y hasta muy por bajo, pues suelen los poetas hacer ofensa al vulgo suponiéndole más ignorante y simple de lo que es, quizá para excusa de serlo ellos. Pero aunque el vulgo lo fuese, no deberían los poetas humillarse para agradarle. Escriban buena poesía, y si no son populares, la culpa no será suya, sino del vulgo. Y si la escriben mala, aunque alcancen un favor efímero, no serán poetas populares, sino vulgo y copleros. Los grandes poetas populares que ha habido en el mundo no se han rebajado hasta el vulgo, sino que han elevado al pueblo hasta sí.

También proviene del modo vulgar de entender la poesía y del empeño de merecer una grande popularidad, la teórica y la práctica de hacer útil la poesía, de ponerla al servicio de algo, de no comprender que como cosa perfecta tiene ella en sí misma su fin, y de transformarla de noble en plebeya, de señora en criada. Vamos, dicen algunos poetas, a ser útiles; vamos a enseñar moral, religión, política, filosofía y hasta economía a nuestros conciudadanos; pero como un hombre puede ser razonable poeta sin saber nada de esto o sin saber más que lo que sabe el vulgo a quien se propone adoctrinar, acontece a menudo que personas con bellísimas disposiciones para la poesía lastimosamente se pierden, viniendo a ser perversos autores de triviales y desmayadas homilías o a caer en un gongorismo vulgar y de todo punto insufrible. Mientras que si buscasen la hermosura, que es el fin del arte, la hallarían tal vez, y al llegar a realizarla, se encontrarían con la bondad y con la verdad que en ella hay, y se acercarían al punto en que la ciencia y la virtud coinciden con la poesía y son con ella una misma cosa. Por manera que, en cierto sentido, serían, a par que poetas, virtuosos sin saberlo, y sin quererlo, sabios.

El último error de que voy a hablar, por ser el que los corona todos y en el que todos se cifran, es el que me parece justo llamar error de anacronismo, el de aquellos que pretenden que nuestro siglo es prosaico y buscan la poesía en los mal entendidos sentimientos de otras edades; el de aquellos que creen que cierta clase de la sociedad tiene el pensamiento de ahora, pero que el vulgo piensa aún como en el siglo XII o como en el siglo XVI, y para entenderse con él tratan de sentir y de pensar según imaginan que entonces se sentía y se pensaba. Nada más falso que este género; nada más lleno de artificio, de afectación y de mentira, y, sin embargo, es el que declaran algunos popular, castizo y espontáneo.

Es falso que nuestro siglo sea un siglo de prosa, más allá de todo lo descubierto y averiguado por la ciencia halla la imaginación una inmensidad desconocida por donde explayarse y volar, y sobre los intereses mundanos están siempre las pasiones nobles, las aspiraciones sublimes, y, como digno objeto y término de ellas, una idea de lo infinito, un conocimiento de Dios, más altos y más acabados que nunca. Así, pues, ni por los pensamientos, ni por los sentimientos, hay razón para suponer que terminó la época de la poesía, que la poesía es propia de los siglos bárbaros y que en las edades científicas y cultas prevalece la prosa. La poesía tiene y tendrá siempre un altar en el corazón de los hombres, y los adelantos de la civilización y su marcha, cualquiera que sea el camino que tome, no llegarán a destruirlo.

Si, por desgracia, predominase el escepticismo entre los hombres, si acabase toda fe y si por medio de la ciencia llegasen a ser clasificadas prosaicamente las cosas todas y a perder en apariencia su misterioso encanto, siempre quedaría dentro de esas mismas cosas una sustancia ignorada, llena de oscuridad y de milagros, de la que sólo percibiríamos algunos accidentes por medio de los sentidos, y de cuyo ser sabríamos sólo lo que de aquellas percepciones pudiera deducir e idear el entendimiento, con arreglo a sus leyes: siempre quedaría, detrás de esas cosas, cuyo modo y cuya forma comprenderíamos, una esencia oculta, que habría de ser como el encubierto significado de un incomunicable jeroglífico, y siempre quedaría alrededor y en el fondo de esas mismas cosas, que serían limitadas y finitas por mucho que se sumasen o se multiplicasen, un infinito inexplorado y desconocido que habría de compenetrarlas y de circunscribirlas, y por el cual la imaginación tendería su vuelo, poblándose de hermosos fantasmas. En cuanto a los sentimientos, aun después de muertos todos los dioses guardaría el alma humanados que no pueden perecer en ella: el de la libertad y el del amor9. Por fortuna, no sólo pensando católicamente y confiando en las promesas del mismo Dios, sino también pensando como filósofos, debemos tener por imposible que llegue esa edad descreída; porque la religión es esencial a la naturaleza humana y no se puede borrar de ella. Por este lado, pues, no perecerá la poesía. Por el lado contrario, esto es, por un extremo de ciencia y de virtud que nos acercase inmediatamente a la belleza increada, sin necesidad de imágenes y de figuras, ojalá que la poesía llegase a su fin. ¿A qué manos podría morir mejor que a las del legítimo misticismo, que traería a la Tierra cierto perfume y sabor de la bienaventuranza celeste y haría de cada ser humano un verdadero gnóstico, según los padres griegos lo han concebido? Pero mientras no llegue esa edad dichosa, y acaso no llegue nunca hasta la consumación de los tiempos, la poesía será un medio de acercarse a lo eterno y a lo absoluto, por una de sus manifestaciones y por uno de sus resplandores: la hermosura. Y el pueblo amará siempre la poesía, y la poesía será siempre popular, sin necesidad de rebajarse ni de retroceder a los tiempos pasados, antes elevándose y encaminándose a lo por venir, con fatídica inspiración y no desmentido vaticinio.

Y resumiendo ahora, diré que el poeta, y en general al todo escritor, ha de ser castizo en la forma y ha de tener en sus sentimientos y en el modo de expresarlos cierto sello nacional y hasta individual que le distinga; pero ha de elevarse cuanto pueda, sin temor de dejar de ser popular por no ser comprendido, y no ha de aislarse por ser sólo de su nación y de su raza y por representar sólo su espíritu, sino que ha de comunicar con el espíritu de la Humanidad toda, y no ha de quedarse atrás, embelesado y enamorado de las cosas que fueron, sino que ha de seguir, con rapto impetuoso, al espíritu, en busca de un futuro ignorado, no echando de menos lo que ya pasó, ni creyéndolo superior a lo presente, porque el sol nos alumbra hoy con luz tan brillante, y porque todas las obras incomprensibles y sublimes del Hacedor Supremo están hoy tan perfectas y tan hermosas como en el primer día10.

Así, pues, conviene, como he dicho al empezar este discurso, contra los importadores de nuevas filosofías, guardar el carácter, el sentimiento y el lenguaje de la nación; pero el espíritu no debe aislarse, sino entrar en comunión con los demás espíritus y ser uno solo con ellos. «Porque -como dice el ya citado fray Luis de León- se ha de entender que la perfección de todas las cosas, y señaladamente de aquellas que son capaces de entendimiento, consiste en que cada una de ellas tenga en sí a todas las otras, y en que siendo una, sean todas, cuanto le fuere posible. Porque en esto se avecina a Dios, que en sí lo contiene todo. Y cuanto más en esto creciere tanto se allegará más a él, haciéndose semejante. La cual semejanza es, si conviene decirlo así, el pío general de todas las cosas y el fin y como el blanco a donde envían sus deseos todas las criaturas. Consiste, pues, la perfección de las cosas en que cada uno de nosotros sea un mundo perfecto, para que por esta manera, estando todos en mí y yo en todos los otros, y teniendo yo su ser de todos ellos, y todos y cada uno de ellos teniendo el ser mío, se abrace y eslabone toda aquesta máquina del Universo y se reduzca a unidad la muchedumbre de sus diferencias, y quedando no mezcladas, se mezclen, y permaneciendo muchas, no lo sean, y para que extendiéndose y desplegándose delante de los ojos la variedad y diversidad, venza y reine y ponga su silla la unidad sobre todo.»

He combatido en este discurso los dos errores más contrarios al deseo del profundo y elocuente escritor y del divino poeta cuyas bellísimas palabras acabo de citar ahora: errores que se oponen ambos a que haya unidad y variedad a la vez, porque la variedad está en la forma o en el lenguaje, cuya limpieza y hermosura debe preservar de toda mancha esta Real Academia, y no las preservaría si modificásemos el lenguaje, según pretenden algunos; y porque la unidad está en el pensamiento, y desaparecería también si nos aislásemos y apartásemos del trato intelectual con las otras naciones. La lengua, cuya custodia os está confiada, es como una copa esplendente y rica, donde caben, sin agrandarla ni modificarla, todos los raudales del saber y de la fantasía, por briosos y crecidos que vengan, y donde toman, al entrar, su forma y sus colores; pero esta copa no debe separarse tampoco, por miedo de que se rompa o quebrante, de esos vivos, inexhaustos, benéficos y salubres raudales, que brotan con abundancia perenne del espíritu del mundo. El licor contenido en ella no sería entonces como el vino generoso, que es tanto mejor cuanto más rancio, sino como las aguas estancadas, que se alteran y al fin se vician.

He dicho, señores, lo que pienso y siento sobre uno de los asuntos de mayor importancia para esta Real Academia, y os doy las gracias por la atención indulgente con que me habéis oído. Sin lisonjearme de haber dicho nada nuevo, me lisonjeo de estar de acuerdo con vosotros en lo esencial de cuanto he dicho; por donde presumo que aprobaréis mi sentir, aunque echéis de menos la claridad, el orden y la elegancia que al expresarlo me han faltado.




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Sobre «El Quijote» y sobre las diferentes maneras de comentarlo y juzgarlo

Discurso leído por el autor ante la Real Academia Española en junta pública el 25 de septiembre de 1864


SEÑORES:

Designado yo, algunos meses ha, para leer en este año la disertación de costumbre en la junta pública con que esta Real Academia solemniza el aniversario de su fundación, elegí desde luego un asunto importante siempre, pero que en el día, más que nunca, llama a sí la atención de todos los españoles amantes de las letras. Por desgracia, no pequeños cuidados, disgustos y enfermedades han impedido que yo le consagre el diligente esmero que fuera menester para salir en él airoso, porque son muchas las dificultades que ofrece, y no es la menor la de evitar quien le elija la nota de presumido y temerario.

Elegí, señores, el Quijote para materia o argumento de mi discurso. Y como nadie podrá imaginar, por mala o menguada opinión que tenga de mis alcances literarios, que yo había de contentarme con ir a segar o espigar en mies ajena, y como desde el segundo tercio del siglo XVIII han sido tantos los que sobre Cervantes y sus obras han escrito, acaso dé yo a sospechar que, ya que no los copie, escriba para tildarlos de que se equivocaron, para hacer la censura de sus opiniones y para poner la mía por cima de la de todos. Entendido así mi propósito, habría algún derecho para creerlo nacido de altivez y petulancia, y me predispondría mal con quienes me escuchan y con otras personas discretas cuya benevolencia anhelo captarme.

Me veo, pues, en la precisión de pedir disculpa por haber elegido tan difícil asunto, llevado y enamorado de su atractivo poderoso y de explicar además en qué forma voy a hablar de él. Porque siendo, como lo es, discutible bien puedo decir, con los miramientos debidos, lo que se me alcanza, sin ofender ni velar en lo más mínimo a los que lo contrario pensaron y dijeron. Acaso sean de ellos y no mías la discreción y la crítica atinada. Mas, aunque así sea, todavía no se me ha de negar que podrá ser útil lo que yo dijere, porque presentaré las cosas bajo otro aspecto y las veré a otra luz, sirviendo todo para cuando una inteligencia más alta y más clara venga a dirimir la contienda y a determinar la significación y la importancia del libro extraordinario que coloca a Miguel de Cervantes Saavedra entre los ingenios de primer orden.

Ha habido y hay aún, en tierras extranjeras y dentro de España misma, críticos adustos y poco sensibles a la belleza poética, que no estiman a Cervantes en lo que vale y que más o menos encubiertamente le censuran y rebajan. Poca fuerza tienen sus ataques, y mil veces han sido ya rechazados. Tarea inútil sería reproducirlos aquí del todo y rechazarlos de nuevo. Importa, no obstante, hablar de algunos, aunque sea en resumen, porque sirve para aclarar la idea que sobre Cervantes y su obra inmortal debe tenerse, y porque han nacido, por espíritu de contradicción, de las desatinadas alabanzas que a Cervantes se han prodigado.

Se ha de tener en cuenta que en el último siglo se cifraba todo el valor de una obra literaria en el atildamiento, en la corrección escrupulosa, en la regularidad y simetría de las partes y en el primor de la estructura, subordinando la poesía a un fin extraño, a un propósito subalterno, a una lección moral, a la demostración de una tesis. Todo poema, cualesquiera que fuesen sus dimensiones, sus formas y su género, tenía a quedar reducido a un apólogo o a una parábola. Considerado el Quijote de esta suerte, y de esta suerte elogiado, provocaba a la censura y se prestaba a ella. Pueriles y mezquinas eran, en verdad, las razones del detractor, pero no solían ser mucho más valederas y firmes las de quien encomiaba.

Por dicha, con la exagerada admiración y séquito del seudoclasicismo francés, no se cegaron nuestros literatos hasta negar todo valer a los autores españoles del siglo XVII; y si bien con Calderón, Lope, Moreto y casi todos los demás dramáticos fueron consecuentes, censurándolos y disimulando mal que los estimaban en poco, con Cervantes no lo fueron, por donde, sin advertir méritos que realmente tiene, le atribuyeron otros que nunca tuvo ni quiso ni soñó tener en la vida. El último extremo del delirio a que se llegó sobre este punto en el siglo pasado fue el de don Blas Nasarre, quien, para admirarse a su salvo de las comedias de Cervantes escritas contra todas las reglas, sin las cuales, según él y los de su escuela, no se puede escribir una comedia sufrible, supuso que Cervantes había escrito mal las suyas adrede para burlarse de las otras. Del mismo modo refieren de Hermosilla sus detractores que compuso varios romances bajos y vulgares a fin de probar que no cabe el estilo sublime en dicha forma de poesía.

Por este orden, aunque no sea tan patente lo absurdo, son no pocas de las razones en que se fundaban muchos críticos del siglo pasado, y aun de principios del presente, para encomiar a Cervantes conforme a los estrechos preceptos de la escuela que seguían.

Ensalzado Cervantes hasta las nubes en todas las naciones de Europa, y singularmente en Inglaterra y Francia, ya miradas entonces, y no sin motivo, como al frente de la civilización del mundo, se avivó el fervor de nuestros literatos, y no pudieron menos de reconocer en el autor del Quijote a uno de los pocos seres privilegiados que, valiéndonos de un neologismo expresivo y elegante, designamos hoy con el nombre de genios. La injusta crueldad con que las referidas naciones denigraban todo lo demás de España daba mayor precio y fuerza al panegírico de Cervantes, haciendo de él la excepción rarísima: el Píndaro de esta Beocia. Como se negaba que hubiésemos tenido filósofos, sabios y grandes humanistas, y al propio tiempo se afirmaba que Cervantes era un genio, muchos críticos españoles, que con harta humildad creían la primera afirmación, quisieron subsanarnos del daño deduciendo de la segunda que en Cervantes estaban compendiadas todas las ciencias, todas las humanidades y toda la filosofía. Por otra parte, la magia del Quijote concurría y conspiraba a que pasase su autor por un varón extraordinario, y yo creo que no hubo clasicista español de aquella época, y sea esto dicho para honra de todos, que, por mucho que se admirase de su Boileau, de su Corneille y de su Racine, no pusiese al manco de Lepanto por cima de estos tres escritores, sin hallarle igual, a no ser en Homero. Tasado tan alto Cervantes, por fuerza tuvieron los críticos que dar razón de la tasa, fundándola en algo que se midiese por las reglas de su escuela que cuadrase y se ajustase con toda exactitud al ideal de perfección que ellos del escritor habían formado. Hicieron, pues, de Cervantes un terrible erudito, un reverendo moralizador, un purista escrupuloso, un atildado hablista, un siervo de las reglas y un ídolo, adecuado a la religión que ellos profesaban y a quien pudiesen rendir culto y hasta adoración sin abjurar de sus creencias ni pasar por apóstatas.

Contra este Cervantes desfigurado y disfrazado; contra este Cervantes, cuyo valer se ponía en aquello de que tal vez carece, se levantaron algunos críticos más consecuentes o más sinceros de la misma escuela. Contra algunos encomiadores harto hiperbólicos que llaman a Cervantes, como Mor de Fuentes, el ilustrador del género humano, por fuerza había de levantarse la reacción. Se comprende que Orfeo, Lino, Eumolpo, Homero, Hesiodo, Valmiki u otro gran poeta de la infancia de las sociedades y de la primera edad del mundo pueda ser llamado así. Toda la filosofía, toda la moral, toda la ciencia de entonces cabían en verso. El poeta era el hierofante de la Humanidad. Pero en el siglo XVII, en el siglo de Newton, de Copérnico, de Descartes y de Leibniz, después que los eruditos habían resucitado toda la ciencia antigua, acrecentándola y mejorándola los sabios; cuando en España habíamos tenido profundos teólogos, publicistas, filósofos y jurisconsultos y había llegado el pueblo a un grado eminente de civilización propia y de castiza cultura, llamar a Cervantes el ilustrador del género humano porque escribió un admirable libro de entretenimiento, es una hipérbole que raya en lo monstruoso. Esta hipérbole y la manía subsiguiente de ver en Cervantes un sutilísimo psicólogo un refinado político y hasta un médico consumado, excusa la prolijidad severa con que le censuran algunos, y Clemencín entre ellos. Odioso e impertinente me parecería el comentario de Clemencín a no ser por las consideraciones apuntadas.

Por cierto que el prolijo comentador, con su buen juicio, con su amor a la gloria de la patria y con su facultad crítica, perspicaz y sensible a la hermosura, no pudo menos de pasmarse y enamorarse de la del Quijote; pero le despedaza, como las Bacantes a Orfeo. Las incorrecciones y distracciones, las faltas de gramática, los barbarismos, las citas equivocadas, fruto de una lectura vaga y somera, todo esto, sacado despiadadamente a la vergüenza por Clemencín, forma la mayor parte del comentario.

Pero, prescindiendo de la manera que tuvieron los clasicistas de estimar el Quijote, y colocándose en un punto más elevado, se rechaza enseguida la crítica del erudito Clemencín por harto minuciosa. Es lo mismo que ponerse a considerar la Venus de Milo con un vidrio de aumento, deplorando las asperezas y sinuosidades del mármol, y prefiriendo el barniz, la lisura y el pulimento de una muñequita de porcelana.

Aun dentro del espíritu analítico y gramatical que presidía e inspiraba el comentario de Clemencín, y sin elevarse a más altas esferas, tienen contestación no pocas de sus censuras al Quijote.

El que Cervantes llamase laberinto de Perseo al laberinto de Teseo, y Bootes a uno de los caballos del sol, y el que citase por de Virgilio un verso de Horacio, o por de Horacio un verso de Virgilio, son errores que no importan de modo alguno en un libro donde no se trata de enseñar mitología ni literatura latina. Cervantes, además, dejaba correr libremente la pluma, escribía obras de imaginación y no disertaciones académicas, y no había su fantasía de abrir el vuelo, ni él había de pararse en lo mejor de su entusiasmo para consultar sus autores, si los tenía, y ver si la cita iba o no equivocada.

Sobre las faltas de gramática de Cervantes anda también Clemencín bastante sobrado en la censura e injusto a veces. Las concordancias, por ejemplo, del verbo en singular y el nominativo en plural, o al contrario, esto es, la falta de concordancia, no es defecto de Cervantes sólo, sino de todos nuestros autores, desde los orígenes de la lengua castellana hasta el día, como lo prueba Irisarri en sus Cuestiones filológicas con textos copiosos. No es ésta falta, por tanto, sino modo de ser, elegancia o libertad de nuestro idioma.

Clemencín exige a menudo a Cervantes una exactitud tal en los términos, una precisión tan rigurosa y una dialéctica tan severa, que nunca o rara vez fueron prendas de los poetas inspirados, sino de los filósofos de estilo frío y erizado de fórmulas y de los rectores y gramáticos más acompasados y secos. Por otra parte, la lengua castellana y su gramática no estaban entonces tan fijas y sujetas a preceptos como en el día. No negaré yo, sin embargo, que la censura de Clemencín es útil para aprender a escribir bien y para llegar a conocer y a evitar los defectos; pero en cuanto tira a rebajar el mérito de Cervantes, tiene escasísimo valor.

Aun dentro de la escuela clásicofrancesa, cuyas prescripciones se siguieron en España, aunque exageradas y torcidas, como en Francia misma se torcieron y se exageraron en el siglo XVIII, la corrección es una de las prendas de que menos cuenta se hace para evaluar los escritores. Los buenos críticos franceses del siglo de Luis XIV, y el príncipe de ellos sobre todo, el famoso Boileau, creían, como el ministro de la gran Zenobia, que las faltas son propias de los grandes ingenios, y los que no las tienen son los ingenios rastreros y vulgares, los cuales no se aventuran, ni se remontan, ni se distraen, y caminan siempre por camino trillado, llanísimo y seguro, atendiendo con suma precaución a menudencias de estilo, de que prescinde o de que se olvida un ingenio grande. Porque Homero -añade el maestro de Porfirio, traducido, comentado y aplaudido por Boileau- incurrió en muchos defectos, y Apolonio de Rodas no tiene ninguno, y Arquíloco carecía de orden y de concierto y Eratóstenes no, y Píndaro era incorrecto y Bacquílides no lo era, Ión de Chío componía tragedias infinitamente más conformes a las reglas y más limadas y primorosas que las de Sófocles. Pero, a pesar del atildamiento y pulcritud de Apolonio, de Ión, de Bacquílides y de Eratóstenes, y de que jamas cayeron ni tropezaron siquiera, y de que siempre escribían con suma elegancia y agrado, los otros autores que cité antes son mil veces mejores, con todos sus tropiezos, faltas, extravagancias y caídas. Y este juicio, que dio el ministro de la gran Zenobia, estaba ya, a pesar de los Zoilos, confirmado por siglos de adoración, y sigue aún firme, a pesar de Voltaire y de Perrault y de otros críticos, consecuentes a la doctrina del bon sens y de la pulcritud meticulosa.

Otra clase de censuras de Clemencín, poco atinadas a menudo, suele fundarse en que entiende el texto muy a la letra y no desentraña la ironía. Así es que, tomándolo seria y rectamente, toma también ocasión de censurar con una inocencia que viene a hacerse chistosa. Por ejemplo, se dice en el Quijote que los milagros de Mahoma son una patraña, y que de haber tomado Sancho una honrada determinación saca el autor de la historia que debió de ser bien nacido y por lo menos cristiano viejo: todo lo cual aflige y apura en extremo a Clemencín, y le da a entender que Cervantes incurre en una impropiedad imperdonable, ya que presupone que la historia de Don Quijote está escrita por un mahometano, el cual ni debía dudar de los milagros de su Profeta ni creer que se necesitase ser cristiano viejo para ser honrado. Esta observación crítica de Clemencín se parece, con perdón sea dicho, a la que hace Sancho Panza al oír al diablo-correo jurar en Dios y en mi conciencia. «Sin duda -dijo Sancho- que este demonio debe ser hombre de bien y buen cristiano, porque, a no serlo, no jurara en Dios y en mi conciencia. Ahora tengo para mí que aun en el mismo infierno debe de haber buena gente.»

La severidad de Clemencín en la exactitud le lleva también muy lejos. Así, verbigracia, cuando prueba que no fue Madásima, sino Grasinda, la que eligió al maestro Elisabat para confidente y consejero, y tuvo con él ciertos tratos y familiaridades que dieron ocasión al vulgo maldiciente para que dijera lo que dijo, casi ve el lector a Clemencín trabar, por amor a la erudición, una tan graciosa pendencia con Cardenio como la que sostuvo Don Quijote, a fuer de legítimo caballero andante, defensor de la honestidad y buen nombre de las reinas y damas principales.

Otra clase de comentarios que lleva Clemencín al extremo es la de ver a cada paso en el Quijote remedos, imitaciones o parodias de los libros de caballerías. Imitarlos y parodiarlos era, sin duda, el propósito de Cervantes; mas no tan asido y sujeto a ellos, que apenas hay, según Clemencín, no se diga ya aventura, pero ni vulgar incidente, por insignificante que nos parezca, que no caiga adrede en el Quijote a fin de remedar, parodiar o recordar otro caso o varios casos semejantes de uno o más libros de caballerías. En esto luce Clemencín su extraordinaria erudición en todo, y singularmente en dichos libros, y prueba su diligencia suma en compulsarlos; pero si a veces nos convence, más a menudo no nos convence de que haya habido imitación. Así, por ejemplo, Sancho comienza a llorar cuando la aventura de los batanes, temiendo perder a su señor y de miedo de quedarse solo. Para un profano, nada hay más natural que el lloro de Sancho. No hay para qué imaginar imitación; mas Clemencín cita enseguida, para hallarla y demostrarla, todos los escuderos, enanos, dueñas, doncellas y gigantes que comenzaron a llorar en caso parecido. Don Quijote ata su caballo a un árbol. Cualquiera cree que una acción tan común y tan sin malicia no ha menester comento. Clemencín, no obstante, lo pone, y nos descubre que Don Quijote imitó en esta ocasión a este, a aquel y a estotro caballero que ataron también sus caballos a sendos árboles, como si cuando cualquiera se apea no hiciese, por lo general, la misma cosa. Por el contrario, Don Quijote no ata su caballo a árbol alguno sino que lo deja libre pastando. Clemencín enseguida amontona citas de los infinitos caballeros que hicieron lo propio, como si fuera peculiar y privativo de los libros de caballerías y acción extraordinaria, digna de ser comentada, el dejar sueltos los caballos o las acémilas para que coman la hierba o estén a prado, como dicen y suelen hacer con ellas los arrieros.

En estos casos comunes y ordinarios de la vida no sé con qué fin se ha de buscar imitación ni siquiera coincidencia. Imito o coincido con todo el género humano cuando me acuesto para dormir, cuando como o cuando duermo, si bien en realidad a nadie imito ni con nadie coincido, sino que sigo mi natural condición, lo mismo que las demás criaturas.

No es esto afirmar que Cervantes no imite o no parodie en muchas ocasiones. Ya he dicho que no era otro su propósito. El Quijote, en el sentido más noble y más alto, es, sin duda, una parodia de los libros de caballerías; pero esta parodia no lo es sólo en el sentido más alto y más noble, sino que va hecha con amplia libertad y no ciñéndose ya a este lance, ya al otro de los libros parodiados, sino al espíritu superior que los anima todos. Si algún libro especial sigue Cervantes, más que otros, es el de Amadís de Gaula, por ser el mejor, único en su arte y como arquetipo de todos ellos.

Sigue también e imita a Ariosto en el Orlando, cuya inspiración, o, mejor dicho, cuya propensión es semejante a la suya, aunque en otro grado y por diverso estilo.

Por lo demás, Cervantes es tan sincero en todo, que cuando imita o remeda casi siempre lo declara, como en la discordia que hubo en la venta, la cual, según el mismo Don Quijote, era un perfecto trasunto de la del campo de Agramante, y como en la penitencia que hizo Don Quijote en Sierra Morena, imitada de la de Beltenebros en la Peña Pobre. Y al contrario, Cervantes se excusa a menudo chistosamente, y en realidad se alaba, de inventar lances, encantamientos y aventuras jamás imaginados o soñados en libro alguno de caballerías, suponiendo que, como Don Quijote era caballero novísimo, que resucitaba la antigua institución, no sólo hacía retoñar lo atañadero y perteneciente a ella, sino que inventaba nuevos modos de encantar y usos y costumbres peregrinos.

Me parece que a fin de entender en qué sentido sostengo que el Quijote es una parodia, conviene hacerse cargo de que la parodia no se hace, por lo común, sino de escritos o acciones que en cierto modo infunden al parodiador un amor y un entusiasmo espontáneos, vehementes, impremeditados y como instintivos, a los cuales, o bien la reflexión fría niega su asentimiento, o bien la parte escéptica de nuestro ser se opone. El objeto de la parodia, si el parodiador es un verdadero poeta, y tal era Cervantes, aparece siempre a sus ojos cual un bello ideal que enamora el alma y arrebata el entendimiento, pero que no responde, o por anacrónico o por ilógico, a la realidad del mundo, ora en absoluto, ora sólo en un tiempo dado. El ingenio de los españoles no se inclina a la burla ligera, como el de los franceses, pero se inclina más a esta parodia profunda. La reacción del escepticismo y del frío y prosaico sentido vulgar es más violenta en nosotros, por lo mismo que es en nosotros más violento el amor, y la fe más viva y el entusiasmo más permanente y fervoroso. En ningún pueblo echó tan hondas raíces como en el español el espíritu caballeresco de la Edad Media; en ningún pecho más que en el de Cervantes se infundió y ardió el espíritu con más poderosa llama; nadie tampoco se burló de él más despiadadamente.

Cervantes parodió en su Quijote el espíritu caballeresco, pero confirmándolo antes que negandolo. No fue ésta su intención, pero fue su inspiración inconsciente, la esencia y el ser de su ingenio, de lo cual no se daba cuenta, por ser él poco crítico y por vivir en una edad y en una nación donde la crítica literaria y la reflexión sobre estos puntos, si existía, era superficial o extraviada. Época aquella de impremeditada inspiración, el único intento claro y determinado que Cervantes tuvo fue censurar los libros de caballerías. Melchor Cano, Luis Vives, Alejo de Venegas, fray Luis de León, Malón de Chaide y otros los habían ya censurado seriamente. Cervantes quiso acabar con ellos por medio de la burla, y vino a lograrlo. No llevaba Cervantes otro fin, y no se comprende cómo algunos admiradores suyos lo desconozcan, suponiendo propósitos contrarios en el Quijote. En mil pasajes de esta obra inmortal se declara sin la menor ironía, sino franca y abiertamente, que se trata de desterrar los libros de caballerías y de anatematizar su lectura. No debe, pues, dudarse de esto. Se dirá, sí, que yo pongo una contradicción radical entre el intento premeditado del poeta y su inspiración o instinto semidivino. A esto respondo que la contradicción es sólo aparente. Para hacerlo ver, explicaré por estilo conciso y como en cifra lo que entiendo por literatura caballeresca.

Es condición del alma humana no contentarse con lo presente, y, como la aspiración con dificultad finge una esperanza adecuada a ella, los hombres suelen siempre fingir en lo pasado, y no en lo por venir, lo sumo de la hermosura y de la perfección que conciben. Para levantar sobre cimientos sólidos el alcázar de nuestras ilusiones y la meta o término de nuestro deseo conviene, si ha de ser en lo por venir, apelar a lo sobrenatural, ir más allá de este mundo sensible en alas de la fe religiosa. En este mundo, con sólo la imaginación, y no sostenidos por la fe, jamás hemos llegado a fantasear, soñar o columbrar otra vida mejor en lo venidero, hasta una época muy reciente, de donde ha nacido una filosofía de la historia optimista y alegre: la doctrina del progreso. Pero antes, y aun hoy para muchos hombres, la edad de oro se pone en lo pasado, y si en lo por venir se esperó alguna vez, o se espera aún, es por milagro, y como una purificación, como una vuelta, como el renacimiento de un período histórico ya transcurrido. Las naciones o las razas que tienen una grande y gloriosa vida o por la acción o por el pensamiento, y que vienen a decaer, a perder la fuerza política que las unía, y a dejar de vivir de vida propia, son casi siempre las que crean un ideal en que luego el resto de la Humanidad se complace. Este ideal aparece, en lo pasado, en el período de mayor esplendor de aquella raza, o se columbra en lo por venir merced a una renovación milagrosa y divina del mismo período. El ideal de la Edad Media y toda su poesía de entonces se pueden representar en estas dos direcciones, si bien no convergen en el punto de partida. La religiosa y mística está fundada en el cristianismo; la mundana y caballeresca toma para manifestarse en su más alto grado de perfección la historia tradicional o legendaria de una de las razas poderosas y decaídas de que he hablado: la raza céltica. El ciclo del rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda son la creación primordial y más pura del mundo caballeresco. Todas las excelencias que no existían, y cuyo logro se anhelaba, se pusieron allí. Los cantares de los antiguos bardos bretones fueron transfigurados por el cristianismo y magnificados con todo ensueño y con toda aspiración a mejor vida. Esta poesía popular pasó de la lengua propia a la lengua latina, y, ya en esta lengua universal entre los letrados, recorrió toda la Europa y llegó a divulgarse. Lanzarote del Lago, Merlín, Ginebra, Bibiana, Don Tristán de Leonís y la reina Iseo, con sus amores, encantamientos, profecías y hazañas, fueron cantados en todas partes, y en Alemania, en Italia y en España se atrevieron a competir con los héroes nacionales y tal vez a eclipsarlos.

Al mismo tiempo, no se borraban de la memoria de los hombres los recuerdos vivos y la admiración entusiasta de la gran civilización helénica. La duración, aunque decaída, del imperio de Constantinopla, y el frecuente trato que conservaron los griegos, a pesar del cisma, con la Europa occidental, merced a las cruzadas y al comercio marítimo de venecianos, pisanos y genoveses, contribuyeron a conservar dichos recuerdos. En ellos puso también a Edad Media el ideal de la caballería, y la guerra troyana y las conquistas de Alejandro, se puede decir, a pesar del anacronismo, que formaron otro ciclo, el cual se extendió y divulgó no menos que las hazañas de los caballeros de la Tabla Redonda. Si Merlín fue el príncipe de la magia, Aristóteles fue el rey de la ciencia, y Héctor, Aquiles y Alejandro se convirtieron en maravillosos andantes. El libro del falso Calistenes, y tal vez algún otro poema o crónica griegas sobre las conquistas del macedón, dieron origen en todas las lenguas de Europa y en algunas de Asia a sendos poemas de Algandro, entre los cuales el que escribió en castellano Lorenzo de Segura fue de los últimos en el orden cronológico.

En fin: la grandeza de la antigua Roma, que había dado sus leyes, su civilización y su idioma a las naciones occidentales de nuestro continente, tampoco podía olvidarse. El sacro romano imperio era el espectro, la sombra de aquella muerta grandeza, y el poder del padre Santo una más alta manifestación de la providencial preponderancia de Roma, en lo antiguo por medio de las armas, entonces de un modo espiritual. Para injerir esta grandeza en los cantos épicos populares no se retrocedió con todo hasta Augusto o hasta Constantino. El extraordinario renovador del imperio, santificado por el cristianismo, y su reinado y época, fue y fueron el centro y el momento de otro cielo no menos admirable. Sin duda que a algunos personajes de la antigua Roma, y en particular a Virgilio, los transfiguró también la Edad Media y los pintó a su modo; pero el centro de la epopeya romanoimperial fue Carlomagno. Aquel cielo, más fecundo que los dos anteriores, más significativo, más rico, se llamó carolingio, y, como los dos anteriores, no fue sólo nacional, sino que tomó carta de naturaleza en todos los países de Europa.

Al lado de estos tres ciclos, por decirlo así, cosmopolitas, se levantaron las rudas epopeyas meramente nacionales.

La abundancia de lo fantástico, de lo sobrenatural y de lo misterioso con que los poemas caballerescos solían estar adornados, se componía de una infinidad de elementos diferentes, fundidos en uno por la maravillosa fuerza de cohesión de la fantasía popular en aquellos siglos, cuando la reflexión no cortaba el vuelo de la fantasía y cuando, por lo mismo que las nacionalidades no estaban tan marcadas y distintas como en el día, más fácilmente, se dejaban influir unas por otras. El cristianismo prestaba su espíritu y daba ser a muchas leyendas, como, por ejemplo, a la del Santo Grial; pero todas las religiones de los paganos, así del norte de Europa como de la antigüedad clásica, como de la India y de Persia, transmitidas por los árabes, concurrían con sus maravillosas visiones a realzar aquellas epopeyas espontáneas. Los sentimientos de pundonor, de lealtad y de amor fiel y rendido a una dama eran el eje sobre que giraba aquel mundo fantástico. Mas había algo que propendía a quebrantar este eje, disipando como vana sombra o haciendo que todo aquel mundo fantástico se perdiese en el vacío. Este defecto era la carencia de finalidad; lo mezquino o lo vacío del fin, comparado con lo colosal de los medios; consecuencia legítima del caos de las naciones en aquella edad y de su falta de intención práctica para la vida colectiva del género humano. Toda fuerza trascendental, toda aspiración humanitaria, estaba entonces en la religión, y se proponía un fin ultramundano. Así es que no tenía la literatura profana un norte, un término y, no sólo por la rudeza de las lenguas que entonces se formaban, sino también por la anarquía del pensamiento reflejo de la anarquía social y política no pudo crearse un gran poema caballeresco. El gran poema de la Edad Media tuvo que ser religioso, y lo realizó Dante. No pudo haber un gran poema profano de interés nacional, porque las nacionalidades, o no se habían formado aún, o no se habían comprendido ni tenían conciencia de sí.

Hubo, sin embargo, un pueblo donde se manifiesta antes, y con toda su fuerza, la conciencia de la vida real colectiva; donde el continuo batallar contra infieles, disputándoles el terreno palmo a palmo, identifica el amor de la religión con el de la patria, la unidad de creencias con la unidad nacional; donde el sol brillante del Mediodía, junto con el afán de guardar la pureza de la fe, disipa todas las visiones heterodoxas de la fantasía popular de la Edad Media, hadas, encantadores y vestiglos, y donde la dureza de la vida, y la actividad guerrera no dan vagar ni reposo para fingir pensamientos quintaesenciados y metafísicas amatorias. Este pueblo es el español, y en las primeras, indígenas y originales manifestaciones de su espíritu poético, hay una sobriedad tan rara de lo sobrenatural y fantástico, tal solidez, tanta precisión y firmeza en las figuras y en los caracteres, tan poca exageración y ninguna extravagancia en los amores, y una rectitud tan sana en las demás pasiones y afectos, que forman del todo una poesía naciente, caballeresca también, pero que se opone a la fantástica, libertina y afectada poesía caballeresca de otros países. Sus héroes, sin dejar de ser extraordinarios e ideales, tienen por raíz exacta la verdad. Hay en ellos algo de macizo, de verdaderamente humano, de real, que no hay en los héroes de las leyendas del resto de Europa. Salvo la ventaja que daba a nuestros poemas primitivos el estar iluminados por la idea cristiana, y salvo la desventaja de estar escritos en una lengua rudísima, sus héroes se parecen a los de Homero por lo reales, por lo determinados y por lo individualizados que están. No se ven envueltos en aquel nimbo misterioso, en aquella vaguedad de los héroes de la Tabla Redonda: todos van a un fin, todos llevan un propósito fijo; no es vano el término de sus proezas, sino que es el triunfo de la civilización católica y de la patria.

Atendidas las observaciones que acabo de hacer, se comprende el entusiasmo de Southey por el poema del Cid al cual nada halla comparable en todas las literaturas del mundo más que la Ilíada. Hegel, que es más alta autoridad que Southey, conviene esencialmente en lo propio, si bien son los romances, y no el poema, los que compara a la Ilíada, y los que pone por cima del poema nacional de Alemania, los Nibelungos, y de todos los demás poemas de la Edad Media. Las razones que da Hegel son en sustancia las que ya se han dado: la mayor verdad del poema del Cid. El héroe y cuantos le rodean tienen más ser real, más verdad humana; se proponen un fin útil; obran con juicio y concierto; son como Héctor y Aquiles, no como Merlín o Lanzarote. El Cid legendario no es una figura arrancada de la historia y trastrocada por la fantasía: es una figura histórica que la fantasía popular ha ensalzado, sin borrar su individualidad y sin destruir sus proporciones y forma efectiva.

Poco importa que el metro y la estructura del poema del Cid estén imitados en las canciones de gestas. El espíritu es puro, original y castizo en toda la extensión de la palabra. Pero esta poesía pura, original y castiza hubo de ceder pronto el campo a la imitación de la literatura extranjera. Los trovadores provenzales infundieron en la poesía lírica de España sus discreteos, su metafísica de amor, su escolasticismo cortesano y su sensiblería ergotista. Y las historias del rey Arturo y de Carlomagno, y las hadas, y los gigantes, y toda aquella profusión de prodigios supersticiosos, y las doncellas belicosas, trashumantes y andariegas, y los magos y adivinos con sus profecías y encantamientos, todo vino a infiltrarse en nuestros cantos épicos populares.

En el género lírico fue harto perjudicial esta influencia, porque hizo nacer la poesía pedantesca, afectada y fría de los cancioneros. En el género épico no fue tan grave el daño en un principio. Aquellas leyendas peregrinas tenían gran mérito y significación. Eran la historia mítica, el origen ideal de lo más hermoso y perfecto que en la Edad Media pudo soñarse. Pero el ingenio de los españoles no se contentó con reproducir bajo otra forma la belleza de aquellas fábulas, y, ya con atraso, respecto al movimiento general del mundo, se propuso superarlas. De aquí nacieron los libros de caballerías, género de literatura falso y anacrónico hasta lo sumo. Lanzarote, Don Tristán de Leonís y los Doce Pares, aunque no hubiesen tenido fundamento histórico, lo tenían tradicional; habían vívido durante siglos en la creencia del pueblo, si no habían sido creados por él. Pero en España, sin apoyarnos ni en la tradición ni en la historia, sino lanzándonos atrevidamente en la región de los sueños, extrajimos de nuestra propia fantasía una multitud de héroes disparatados y quiméricos, entre los cuales descuellan los Amadises y los Palmerines y forman dos familias dilatadísimas. El estilo afectado y conceptuoso de estos libros está conforme con lo absurdo de cuanto en ellos se refiere. Era una literatura falsa, sin razón de ser y fuera de sazón.

Ya las naciones de Europa habían llegado a su virilidad; ya era conocida su alta misión de civilizar el mundo. Para este fin, la Providencia, valiéndose de portugueses y españoles, había abierto los nuevos caminos del Extremo Oriente, y había dado paso, por las nunca surcadas olas del Atlántico, a nuevos mundos ingentes e inexplorados. Las verdaderas hazañas, las increíbles aventuras, las atrevidas empresas y las inauditas peregrinaciones de los modernos aventureros debían eclipsar todas las altas caballerías de los siglos pasados, cuya falta de finalidad no podían menos de hacerlas objeto de burla. Era menester que cesase todo aquel vano estruendo, aquella agitación inútil, aquel malgastado brío y aquella desperdiciada heroicidad.


Cesse tudo o que a Musa antiga canta,
Que outro valor mais alto se alevanta.



Casi un siglo antes de que en España se escribiera el Quijote, en Italia, país entonces a la cabeza de la civilización, floreció un poeta cuyo claro entendimiento y cuyos estudios y perspicacia crítica le dieron a conocer una verdad hoy evidente, a saber: que, como dice Juan Bautista Pigna, contemporáneo de dicho poeta y autor de una vida suya, più vero epico esser non si possa; esto es, que, en la edad reflexiva del mundo y en el seno de una civilización tan complicada, no es posible escribir con seriedad una verdadera y buena epopeya heroica. Las ciencias, las artes, la filosofía, las miras e intereses de los hombres y sus diversos afanes no se cifran ya y se resumen en un libro en verso, como en las edades primitivas. No es dable un poema que tenga la significación del Ramayana, del Mahabharata, de la Ilíada o siquiera de la Eneida. El mundo y el poeta, con una superior comprensión de las cosas divinas y humanas, encontraban ya pueriles y sin propósito las leyendas, los cantos y los romances en que la Edad Media se había complacido. Sin embargo, era lástima que aquellas fábulas quedasen sin una formal tan hermosa como merecían, y esparcidas en muchas composiciones aisladas y rudas, de carácter más o menos popular. Todas ellas, o la mayor parte, aunque no se prestaban a ser tratadas seriamente, podían formar un artificioso conjunto, un juego maravilloso del ingenio, donde, sin destruir sus bellezas, antes mejorándolas por la forma y por cierta unidad, estuviesen templadas y como suavizadas por una alegre y finísima ironía. Tal fue el intento de meser Ludovico Ariosto. Para realizarlo, no contento con seguir las huellas de Boyardo y estudiar las fábulas caballerescas que circulaban en Italia, dicen que se puso a aprender las lenguas francesa y española, en que muchas de estas ficciones muy hábilmente se habían escrito, y tomando de aquí y de allí, por el arte con que las abejas hacen la cera y la miel, que no sólo son dulces y útiles, sino duraderas, compuso el Orlando, donde está en hermoso compendio tutta la romanzeria, como en el panal el jugo, el almíbar y el aroma de las más generosas flores. No quiso componer una epopeya; no quiso incurrir en este anacronismo. Menos aún quiso escribir un libro de caballerías. Lo que compuso fue el testamento de las leyendas de la Edad Media. Meser Ludovico Ariosto quiso cerrar y cerró dignamente el ciclo carolingio, agrupando en torno mil otras fábulas y tradiciones, en una obra de carácter singular, donde no acierta el lector a decidir si el poeta canta alguna vez a sus héroes o si se ríe de ellos siempre.

Después del Orlando, siguieron, con todo, componiéndose poemas y novelas caballerescos. Por el estilo irónico ha llegado esta afición hasta nuestros días, dándonos de ello una linda muestra Wieland en su Oberón. Con toda formalidad, en Portugal, en Italia y en España se escribieron cada vez más desatinados. Los linajes de Perión y de Primaleón no se extinguían, y nos daban los Polendos, Florendos, Lisuartes y Esferamundis. Dos o tres años antes de aparecer la primera parte del Quijote había aparecido Don Policisne de Beocia.

Pero la literatura caballeresca debía morir de tal suerte se había viciado y corrompido, que no bastaba la indulgente ironía de Ariosto. Fue menester la franca y descubierta sátira de Cervantes para acabar con ella, y abrir, como se abrió con el Quijote, el camino de la buena novela, que es la epopeya de la moderna civilización, el libro popular de nuestros días. Parándose a considerar en este punto el mérito del Quijote, pasma verdaderamente su grandeza. Se le ve colocado entre una literatura que muere y otra que nace, y es de ambas el más acabado y hermoso modelo. Como la última creación del mundo imaginario de la caballería, no tiene más rival que el Orlando; obras maestras ambas, dice Pictet, de un arte perfectísimo, que dan a ese mismo mundo imaginario que destruyen un puesto muy alto en la historia de la poesía humana. Como novela, aún no tiene rival el Quijote, según Federico Schlegel lo prueba con sabios argumentos. Manzoni y Walter Scott distan tanto de Cervantes, cuanto Virgilio, Lucano y todos los épicos heroicos de todas las literaturas del mundo distan del divino Homero.

Por cuanto queda expuesto se corrobora que más que de censurar Cervantes en el Quijote un género de literatura falso y anacrónico, no se sigue que tratase de censurar ni que censuró y puso en ridículo las ideas caballerosas, el honor, la lealtad, la fidelidad y la castidad en los amores, y otras virtudes que constituyen el ideal del caballero, y que siempre son y serán estimadas, reverenciadas y queridas de los nobles espíritus como el suyo. No hay, en mi sentir, acusación más injusta que la de aquellos que tal delito imputan a Cervantes. Don Quijote, burlado, apaleado, objeto de mofa para los duques y los ganapanes, atormentado en lo más sensible y puro de su alma por la desenvuelta Altisidora, y hasta pisoteado por animales inmundos, es una figura más bella y más simpática que todas las demás de su historia. Para el alma noble que la lea, Don Quijote, más que objeto de escarnio, lo es de amor y de compasión respetuosa. Su locura tiene más de sublime que de ridículo. No sólo cuando no le tocan en su monomanía es Don Quijote discreto, elevado en sus sentimientos y moralmente hermoso, sino que lo es aun en los arranques de su mayor locura. ¿Dónde hay palabras más sentidas, más propias de un héroe, más noblemente melancólicas que las que dice al Caballero de la Blanca Luna cuando éste le vence y quiere hacerle confesar que Dulcinea del Toboso no es la más hermosa mujer del mundo? «Don Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma dijo: Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la Tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad; aprieta, caballero, la lanza y quítame la vida, pues ni has quitado la honra.» Ni del caballero que estas palabras dice, ni de los sentimientos que estas palabras expresan, pudo en manera alguna burlarse Cervantes. Hay en estas palabras algo de más patético y sublime de cuanto se cita de sublime y de patético en la poesía o en la Historia. El qu'il mourut; de Corneille, y el tout est perdu hors l'honneur11 de Francisco I, parecen frases artificiosas, rebuscadas y frías, frases de parada, al lado de las frases sencillas y naturales de Don Quijote, que nacen de lo íntimo de su corazón y están en perfecta consonancia con la nobleza de su carácter, nunca desmentida desde el principio hasta el fin de la obra.

Yo no entiendo ni acepto muy a la letra la suposición de que Don Quijote simboliza lo ideal y Sancho lo real. Era Cervantes demasiado poeta para hacer de sus héroes figuras simbólicas o pálidas alegorías. No era como Molière, que hace en El avaro la personificación de la avaricia y en El misántropo la personificación de la misantropía. Era como Homero y como Shakespeare, y creaba figuras vivas, individuos humanos, determinados y reales, a pesar de su hermosura. Y es tal su virtud creadora, que Don Quijote y Sancho viven más en nuestra mente y en nuestro afecto que los más famosos personajes de la Historia. Ambos nos parecen moralmente hermosos, y los amamos y nos complacemos en la realidad de su ser como si fuesen honra de nuestra especie.

La sencilla credulidad de Sancho y su natural deseo de mejorar de fortuna constituyen el elemento cómico de su carácter. Pero un entendimiento claro y elevado no es la sola prenda por donde los hombres se hacen amar y respetar de sus semejantes. La bondad, el candor y la dulzura inspiran amor y le reclaman. En este sentido Sancho es amable. Con justicia le llama Don Quijote «Sancho bueno, Sancho discreto, Sancho cristiano y Sancho sincero». La rectitud de su juicio, la mansedumbre de su condición y su cándida buena fe engendran aquel tesoro de chistes de que tanto nos admiramos, su inocente malicia, la excelencia de sus fallos cuando era gobernador, y la naturalidad ingenua de sus máximas y acciones.

Si Sancho es tan bueno y tan amable, ¿cuánto más no lo es el hidalgo, su amo? ¿Qué corazón hay que de él no se enamore? ¿Quién no siente un íntimo deleite cuando sale bien de alguna peligrosa aventura? ¿Quién no comparte su satisfacción cuando vence los leones? ¿Quién no lamenta su vencimiento en la playa de Barcelona? ¿Quién, después, no se aflige de su melancolía? ¿Quién, por último, no llora su muerte como la de un ser muy amado?

Altisidora se burla de Don Quijote, y aún tiene la impiedad de añadir a la burla el insulto. Le llama «don bacallao, alma de almirez, cuesco de dátil, don vencido y don molido a palos»; pero este mismo insulto y atropello realza más al héroe y califica de frívola y sin entrañas a la burladora; porque ¿cómo no admirarse de la hermosura del alma de Don Quijote, que «campea y se muestra en el entendimiento, en la honestidad, en el buen proceder y en la buena crianza? Estas partes caben y pueden estar en un hombre feo; y cuando se pone la mira en esta hermosura y no en la del cuerpo, suele nacer el amor con ímpetu y vehemencia».

Lo inspirado del Quijote es lo que está por cima del intento de Cervantes al escribirlo, que es, como repetidas veces él mismo dice, poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías. Si se hubiera limitado a realizar este propósito, no sería su libro el mejor entre todos los de entretenimiento, no se diría con verdad del autor y de sus personajes: «¡Oh, autor celebérrimo! ¡Oh, Don Quijote dichoso! ¡Oh, Dulcinea famosa! ¡Oh, Sancho Panza gracioso! Todos juntos, y cada uno de por sí, viváis siglos infinitos para gusto y general pasatiempo de los vivientes.»

Reducido el Quijote a una mera sátira literaria, sería algo parecido a La derrota de los pedantes, de Moratín, o a Les héros du roman, de Boileau, y como es inmensamente más grande, se ha de suponer que la sátira literaria es sólo ocasión de la obra maravillosa del poeta. Va éste contra los libros de caballerías, pero está animado del espíritu caballeresco. Su alma es el alma de Don Quijote. Don Quijote es él, no porque material y menudamente figuren las aventuras del hidalgo manchego sus propias desventuradas aventuras, sino porque pone en él la generosidad de su alma, y la pone por tal vigor de estilo, que se nos retrata y aparece.

Merced a la diligencia y buena crítica de los entendidos y laboriosos escritores Mayáns y Ciscar, Pellicer, Navarrete, Ríos, Hartzenbusch, Fernández Guerra, Barrera y otros, bien se puede afirmar que conocemos hoy la noble y trabajada vida del príncipe de nuestros ingenios; pero aunque nada se conociese de ella, quien leyese el Quijote comprendería y amaría la excelencia moral de su autor, que allí ha quedado impresa en signos claros, indelebles y hermosos.

Si se atiende a lo maltratado que fue Cervantes por la fortuna ciega, por ásperos enemigos y miserables émulos, y a que escribía el Quijote viejo, pobre y lleno de desengaños, pasma la falta de amargura y de misantropía que se nota en su sátira. Por el contrario, sus personajes, hasta los peores, tienen algo que honra a la naturaleza humana. La ingénita benevolencia de Cervantes y su cristiana caridad resplandecen en este respeto que muestra a toda criatura hecha a imagen y semejanza de Dios. Las mujeres especialmente, según la atinada observación del señor Hartzenbusch, «son casi todas en su libro a cuál más bella y discreta y merecedora de cariño; y a la que pinta, ya moral, ya físicamente fea, siempre le agrega un toque benévolo para que no repugne. Ríense dos mozas cuando Don Quijote las llama doncellas; pero le ayudan luego a quitarse las armas, le sirven la cena, y cuando les pregunta sus nombres no se atreven a mentir, sino que, bajando los ojos, declaran humildes los apodos que llevan de la Tolosana y la Molinera. La soez Maritornes misma, la caricatura del Quijote más lastimosa, cuando ve a Sancho bañado en sudor y con la congoja del manteamiento, le trae vino y se lo paga, y en otra ocasión ofrece oraciones para que consiga volver a la razón al hidalgo demente».

Aún nos deleita más, haciéndonos simpatizar con el autor, con sus personajes y con la alteza de nuestro ser, según él la concibe, el respeto que la inteligencia y la virtud de Don Quijote infunden en el ánimo de los hombres más rústicos y desalmados. Pastores, rameras, galeotes y bandoleros, todos se dejan fascinar por su ascendiente, todos le veneran, todos oyen con gusto y aun con admiración sus palabras, hasta que, rayando el ingenioso hidalgo en el último extremo de su locura, le tienen que moler a palos por una fatalidad de la locura misma en que se funda lo cómico de la historia. Mas la significación altamente consoladora y humana que tienen esta necesidad y este poder con que obliga al amor y al entusiasmo cuanto es bello y grande, aunque aparezca bajo una fea y triste figura y venga unido a la demencia, luce como en nada en el cándido y repetido pasmo del buen Sancho Panza, al oír los discretos, apacibles y muy a menudo elevados razonamientos de su señor.

Son naturales y chistosísimas la credulidad de Sancho y su esperanza de ser gobernador o conde; pero no es esto lo que principalmente le lleva a seguir a su amo. No pintó Cervantes en Sancho a un hombre interesado y egoísta. Si su baja condición y su pobreza le hacen codiciar, aun en esto entra por mucho el amor que tiene a su mujer y a sus hijos, a fin de que la codicia misma esté disculpada y toque por algún lado o se funde en sentimientos bellos. No: Sancho no sigue a Don Quijote sólo por la ínsula. Mil veces duda de la promesa del gobierno; mil veces se da a sospechar que en aquellas expediciones no granjeará más que manteamientos, coces y puñadas, y pasar malos días y peores noches; pero, lejos de desear, cuando está así desengañado, dejar el servicio de Don Quijote, llora y se compunge si su amo le despide; dice que su sino es seguirle, que ha comido su pan, que no es de alcurnia desagradecida, y que, sobre todo, es fiel y leal, y no es posible que pueda apartarle de su amo otro suceso que el de la pala y el azadón. Por último, dan mayor luz de sí la bondad y humildad de Sancho cuando, durante las grandezas del gobierno, echa de menos la compañía de su señor Don Quijote, y, sobre todo, cuando renuncia y abandona el gobierno mismo, repitiendo con tanta resignación y mansedumbre las palabras de Job: «desnudo nací, desnudo me hallo», y mostrándose superior a sus indignos y empedernidos burladores, contra los cuales no exhala la menor queja ni guarda el rencor más mínimo. El abrazo y beso de paz que da entonces en la frente a su compañero y amigo, al conllevador de sus trabajos y miserias, arranca lágrimas, y con las lágrimas, risa, por ser un asno el objeto de aquella efusión de ternura.

Ni se diga que Cervantes pinta muy cobarde a Sancho, sino muy pacífico. Con harta bravura sabe pelear cuando es menester, como lo muestra con el cabrero y en otras ocasiones. Es, sí tímido de lo sobrenatural, por lo infantil de su inteligencia. Por lo común, Cervantes no halla cómica la cobardía, como ningún vicio enteramente despreciable u odioso. Es, además, tan grande su sentimiento de la humana dignidad, que movido por él, rechaza toda protección y amparo de los poderosos a los débiles, y de esto se burla más que de nada, como en la aventura del muchacho Andrés y en otras parecidas. No gusta Cervantes de imaginar caballeros valerosos y contraponerles lacayos y villanos asustadizos. Antes los iguala a todos, ya que no preste más bríos a la gente menuda. Aquellos pelaires y agujeros que mantearon a Sancho dejaron abierta la puerta de la enta, sin temer la cólera de Don Quijote, y lo mismo hicieran, aunque Don Quijote se hubiera trocado en Don Roldán o en uno de los nueve de la Fama. En fin: Juan Palomeque, el Zurdo, al desechar con desden la protección que Don Quijote le ofrece, se diría que responde en nombre de la plebe a todos los magnates y paladines: «Yo no tengo necesidad de que vuestra merced me vengue ningún agravio, porque yo sé tomar la venganza que me parece cuando se me hacen.» Y no se funda esto en arrogancia plebeya y en soberbia zafia y villana, sino, como ya he dicho, en el sentimiento de la dignidad del hombre. Cervantes le concilió siempre con aquella profunda gratitud a sus bienhechores, de que ya sacramentado y moribundo dio la muestra más tierna y sublime en su dedicatoria del Persiles.

La propiedad de los caracteres y su variedad y multitud son admirables en el Quijote. El cura, el barbero, el ama, la sobrina, los duques, el oidor, el cautivo, todos, en suma, hasta los que están en tercero y cuarto término, son personajes vivos, perfectamente caracterizados y diferenciados; pero, fuerza es decirlo, son una galería de imágenes, sin gran enlace entre sí. Confieso mi pecado, si lo es. No acierto a descubrir esa unidad de acción que ve don Vicente de los Ríos en el Quijote. Es más, apenas si hallo en el Quijote una verdadera acción en el sentido riguroso. Hay sí, una serie de aventuras, todas admirablemente ideadas y enlazadas por el interés vivísimo que inspiran los dos personajes que las van buscando. Pero el desarrollo, el progreso de una fábula bien urdida, en que no haya acontecimiento que no conspire, que no prepare, que no precipite el desenlace, eso no lo veo. La unidad del Quijote no está en la acción, está en el pensamiento, y el pensamiento es Don Quijote y Sancho unidos por la locura. Quítense lances, redúzcase el Quijote a la mitad o a un tercio, y la acción quedará lo mismo. Añádanse aventuras, imagínense otros cien capítulos más sobre los que ya tiene el Quijote, y tampoco se alterará lo sustancial de la fábula. Esta es una falta del Quijote, que no debo negar por un exagerado patriotismo; pero es una falta inevitable, dado el asunto. En balde procura Cervantes enmendarla en la segunda parte. Sólo en apariencia lo consigue. El bachiller Sansón Carrasco, vencido al principio por Don Quijote, se decide a sacarle la locura de los cascos, y le vence, por último, en las playas de Barcelona, obligándole a volverse a su casa. Lo mismo, con todo, importaba que le hubiese vencido antes o después. Su triunfo no es causa, sino ocasión, a lo más, de que la historia termine. Bien pudo escribirse otra tercera parte en que hiciese el ingenioso hidalgo la vida pastoril y volviese luego a sus caballerías. Si el sanar Don Quijote de su locura es un desenlace; si lo es su muerte, ¿cómo son ambas cosas independientes de la acción, del movimiento de la fábula, y no preparadas por ella? La locura de Don Quijote le aísla, además, y le coloca en un mundo fantástico. Nada de lo que pasa en torno suyo influye en él sino transfigurado por su fantasía. En nada suele él influir sino como mero espectador. Los amores de Dorotea y Luscinda, los de Grisóstomo, la historia del cautivo, las bodas de Camacho, todo es ajeno a Don Quijote. Igual sería ponerlo en el libro que no ponerlo, tratándose sólo de la unidad de acción. Bien hubiera podido Cervantes cambiar los episodios, trocar las aventuras, alterar de mil maneras el orden en que están, barajarlas y revolverlas casi todas: siempre hubiera quedado, en su esencia, el mismo Quijote. Repito, con todo, que esto es culpa del asunto y no del poeta, y que, a pesar de esta culpa, es el Quijote uno de los libros más bellos que se han escrito, y la primera, con una inmensa superioridad, entre todas las novelas del mundo.

Cervantes era un gran observador y conocedor del corazón humano. Sin duda, cuanto había visto en su vida militar, en su cautiverio y en sus largas peregrinaciones, y las personas de toda laya con quienes había tratado le dieron ocasión y tipos para inventar y formar unos personajes tan verdaderos como los del Quijote; pero hay una enorme distancia de creer esto a creer que todo es alusión en dicho libro y a devanarse los sesos para averiguar a quién alude Cervantes en cada aventura y contra quién dispara los dardos de su sátira. Si él hubiera tenido la incesante comezón de injuriar a sujetos determinados, lo hubiera hecho de otra suerte, y no trocando una creación poética de subidísimo precio en un ridículo y perpetuo acertijo.

El arriero enamorado de Maritornes era de Arévalo, porque a Cervantes le había jugado alguna mala pasada un arriero de Arévalo. Cervantes llama a Cide Hamete autor arábigo y manchego, porque quiere zaherir a la gente de la Mancha de poco limpia de sangre. El licenciado Alonso Pérez de Alcobendas es Blanco de Paz en anagrama. Dulcinea es una pobre solterona, preciada de hidalga y natural del Toboso, llamada Ana Zarco de Morales. El propio Don Quijote, en quienes los mismos que hacen estas interpretaciones confiesan que puso Cervantes lo mejor de su alma, es un acierto don Alonso Quijada de Salazar, de quien Cervantes quiso burlarse porque se había opuesto a su boda con doña Catalina Palacios. Sancho Panza, en fin, es fray Luis de Aliaga, como si hubiera la menor conexión ni semejanza de caracteres entre ambos personales.

Las cavilaciones, la erudición prolija y mal empleada, y los argumentos de que se valen para convencer de todo esto, rara vez logran convencerme; y si alguna vez me convencen, no me hacen entender mejor ni estimar más el mérito del Quijote. Yo no estimaría en más ni entendería mejor la hermosura del Pasmo de Sicilia si alguien me probase que el Cristo y la Virgen y otras figuras no eran más que caballeros y damas amigos de Rafael, y los sayones, varios enemigos suyos.

Se ve, por otra parte, en esto de buscar alusiones, el afán de que pase Cervantes por un formidable y ponzoñoso satírico, contra lo que él dice:


    Nunca voló la humilde pluma mía
por la región satírica, bajeza
que a infames premios y desgracias guía.



Porque si para otro fin se buscasen alusiones, se buscarían en los personajes bellísimos, en que abunda el Quijote, y no en los ridículos o moralmente feos. A nadie, que yo sepa, se le a ocurrido, con todo, buscar la realidad del Caballero del Verde Gabán, señor tan excelente, que Sancho no puede menos de besarle los pies, diciendo que era el primer santo a la jineta que había visto en su vida. ¿A quién alude Cervantes en las figuras de Cardenio, de Luscinda, de Dorotea y de tantos otros nobles personajes? ¿De dónde saca, en fin, los inocentes, delicados y purísimos amores de don Luis y doña Clara, a quien en pocos rasgos pinta tan hermosos como Julieta y Romeo, y Pablo y Virginia?

La interpretación y la cavilación han ido en pos de lo satírico, y han llegado hasta el punto de que personas dotadas de nada común inteligencia y de poderosa fantasía hayan consumido tiempo, registrado archivos, revuelto códices y compulsado documentos para averiguar quiénes eran los carneros que convierte Don Quijote en príncipes y capitanes. Por industria de algún comentador sabemos ya, casi a punto fijo, quienes eran Alifanfarón de la Trapobana, Brandabarbarán de Boliche, Micocolembo de Quirocia, Pierres Papín y Pentapolín el del arremangado brazo.

No por eso acierto yo a persuadirme de que estos héroes tuviesen existencia real en la corte de Felipe II. No veo el chiste que puede haber en darles tales nombres. Antes deseo decir al discreto y querido comentador, con quien me pesa no estar conforme, aquello que dijo Sancho a su amo: «Señor, encomiendo al diablo, si hombre, ni gigante, ni caballero, de cuantos vuestra merced dice parece por todo esto; a lo menos, yo no los veo: quizá todo debe ser encantamiento.» Quizá no hay más que las ovejas y la fantasía de Don Quijote, que les pone nombres graciosamente eufónicos sin intención alguna.

La razón más grave en contra de estos comentarios es la de que truecan el carácter de Cervantes, generoso, magnánimo y sufrido en las desgracias, por el de un maldiciente mordaz y solapado. Sus elogios, en mi sentir sinceros, aunque hiperbólicos, se convierten asimismo en baja adulación o cobarde palinodia. Pongamos por ejemplo el temido Micocolembo, en quien nos quieren hacer creer que está aludido don Bernardino de Velasco.

Demos esto por probado y se verá que Cervantes no tiene la menor disculpa en prodigar alabanzas a dicho personaje, por boca de Ricote, para que tengan más fuerza. Llámale grande, prudente, sagaz, justiciero y misericordioso, y declara heroica la resolución de Felipe III, a quien también llama grande, de expulsar a los moriscos, e inaudita su prudencia en confiar su expulsión al tal don Bernardino.

En todo esto es menester ser muy suspicaz o muy zahorí para notar la más ligera ironía. Cervantes mismo da en compendio las razones que hubo para la expulsión, y la aprueba por indispensable, y por atrevida y por heroica la celebra y magnífica.

Cervantes era un hombre de su nación y de su época, con todas las nobles calidades de nuestro gran ser; pero con todas las pasiones, preocupaciones y creencias de un español de entonces. Su afectuoso corazón pudo afligirse de que fuesen expulsados aquellos hombres, entre los cuales había algunos cristianos sinceros; mas a la par reconocía que el cuerpo de toda aquella nación estaba contaminado y podrido, y que era menester extirparlo, a fin de que no inficionase y corrompiese todas las partes sanas de la república. Cervantes, protegido y entusiasta encomiador del ilustrísimo de Toledo, don Bernardo de Sandoval y Rojas, no podía pensar de otra suerte que como aquel arzobispo, pensaba, esto es, que, por lo menos, importaba arrojar de España a los moriscos, como el pueblo de Dios exterminó a los cananeos o los arrojó de la tierra prometida.

Repito, pues, que con esa perenne lluvia de alusiones y de ocultas diatribas contra determinados sujetos de que ven algunos atiborrado el Quijote, no sólo se afea el carácter de Cervantes, haciéndole malévolo y vengativo hasta lo sumo, sino que también se le amengua y achica el entendimiento. Yo, al menos, con la franqueza que me es propia, tengo que declarar inepcias muchas de esas imaginadas sátiras. Otra cosa es que Cervantes tomase ocasión de algunos sucesos de su tiempo y aun de su propia vida para escribir ciertos lances o aventuras. Puede que la del cuerpo muerto esté tomada de la traslación de los restos de San Juan de la Cruz. Tal vez la aventura del rebuzno tenga por origen las desavenencias que hubo entre los vecinos del Peral y Villanueva de la Jara por cuestión de límites. Lo cierto es que esta aventura, así como la batalla entre los barceloneses y los soldados de la flota, que describe el autor en Las dos doncellas, y otras muchas ocurrencias y pinturas por el estilo que se leen en todas sus obras, dan clara prueba de la feroz anarquía y espantoso desorden de aquellos buenos tiempos.

No negaré yo que algunas veces la rivalidad de Cervantes con Lope, con Aliaga, aunque indigno, y con otros poetas, le haga lanzar contra ellos dardos satíricos Por lo común, sin embargo, en la alabanza es en lo que se excede mostrando más la excelencia de su corazón que la de su juicio en puntos literarios. Y lo que es contra los grandes señores de la corte, no había rivalidad alguna que pudiese mover a Cervantes. Quien nunca pasó de simple soldado, y de alcabalero, no era posible que viese rivales en aquellos grandes señores, sino mecenas más o menos propicios. La ambición y la envidia no estaban entonces tan despiertas como ahora, pues si, el favor del soberano sacaba a veces del lodo a validos indignos y necios, éstos no eran tan instables y ni remotamente tan numerosos como los que hoy levantan los partidos; por donde no hay nadie, por ruin y para poco que sea, que no se juzgue en potencia propincua de escalar los primeros puestos y con el derecho de infamar a los que mal o bien los ocupan y estorban el logro de su deseo.

Por las razones expuestas, presumo yo que no ofendería Cervantes a las personas favorecidas por sus reyes. Mucho menos me doy a recelar, como hacen otros, que de los reyes mismos se burla. Absurdo me parece que sea el Quijote una sátira de Carlos V o de Felipe II. Quien llama grande a Felipe III, y le llama grande candorosamente por el sumo respeto que inspiraban entonces a los españoles sus reyes, no había de tener baja idea del invicto César y de su prudentísimo hijo. Si Quintana, con todo su filosofismo a la usanza francesa del siglo pasado, todavía hace de Carlos V un ser extraordinario y si, calificándole de déspota, le transforma en déspota arrepentido y demagogo de ultratumba, a fin de que le adoremos, e identifica su gloria con la de España, ¿cómo Cervantes, que nada tenía de filósofo, había de juzgar con severidad o había de poner en ridículo los hechos de aquel emperador amado y admirable? Es cierto que la grandeza de los medios que se ponían en juego y la inconsistencia o nulidad de lo que resultaba, fijan en el reinado de aquel emperador el principio de la decadencia de la monarquía española; pero Cervantes no podía sospecharlo.

Cervantes, además, no pecaba de lo que se llama liberal ahora. Al contrario, en el Quijote y en otras obras suyas da frecuentes señales de entender del modo más absoluto el poder del príncipe sobre la república. Pudiéranse citar mil ejemplos. Baste, con todo, que cite yo aquel arbitrio que halla para que no se publiquen malas comedias, a saber: que se nombre un censor, sin cuya aprobación, sello y firma, nadie se atreva a representar comedia alguna. De suerte que no sólo somete al Gobierno las ideas de los escritores en cuanto pueden tocar en algo a la moral, a la religión o a la política, sino que le hace árbitro supremo del bueno o mal gusto en literatura. El despotismo de Carlos V o de Felipe II no debía pues, escandalizar a Cervantes.

No se crea, sin embargo, que era servil. En él había un poderoso instinto de libertad y de altivez, y una independencia de carácter propia entonces y siempre de los españoles, y muy en particular de los que se precian de hidalgos y de caballeros, que son casi todos, hasta los que al mismo tiempo se precian de demócratas. Muéstranse esta altivez y esta independencia en aquellas palabras de Don Quijote, menos de burla y más sentidas de lo que se piensa, en que declara exentos de toda ley a los caballeros andantes: «sus fueros, sus bríos, sus pragmáticas, su voluntad». Muéstranse también en aquel desprecio y furor con que trata Don Quijote a los ministros de la Justicia, ladrones en cuadrilla, que no cuadrilleros, y con que se mueve a desafiar a la Santa Hermandad, y a extender el reto a los hermanos de las doce tribus de Israel, a Cástor y a Pólux, a los siete hermanos Macabeos y a todos los hermanos y hermandades que ha habido en el mundo. Casi siempre que hay algo de valentía o de travesura en quien se burla de las leyes o desafía a la autoridad, Cervantes, sin poder remediarlo, se pone de su parte. A los galeotes los disculpa, y si bien la apología está en boca de Don Quijote, no deja de tener fuerza y de estar hecha con calor. «Porque si bien vais castigados por vuestras culpas -dice-, podría ser que el poco ánimo que aquél tuvo en el tormento, la falta de dineros de éste, el poco favor del otro y, finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese sido causa de vuestra perdición y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte teníades.» «Me parece duro caso -añade- hacer esclavos a los que Dios y Naturaleza hizo libres.» Pero donde más se declara esta propensión de Cervantes es en el entusiasmo que consagra al valiente Roque Guinart, al capitán de bandoleros, de quien se admira, a quien ensalza sobre un pedestal de gloria, y en quien presenta un dechado de magnanimidad, de discreción, de cortesía y de otras mil prendas hidalgas. Los principales caballeros y damas de Barcelona, los del bando de los Niarros al menos, eran de la misma opinión, y conservaban las relaciones más amistosas con aquel forajido. Faltas son éstas que serían bastantes a que fuese tachada de antisocial una novela de ahora; pero en aquella época y estado social eran indispensable. Todavía, hasta hace poco, han sido en España las historias más celebradas entre el vulgo las que refieren los altos hechos de bandidos, ladrones y guapos, como Francisco Esteban.

Asimismo pretenden algunos ver en Cervantes un descreído burlón. Nada, a mi ver, más contrario a la índole de su ingenio. Cervantes era profundamente religioso y aun participaba de la superstición y del fanatismo de su nación y de época. España había hecho la causa de la religión su propia causa; había identificado su destino con el triunfo de nuestra santa fe; había puesto por base no sólo a su Imperio, sino a sus pretensiones de preponderancia, y de primado, y de soberanía entre todos los pueblos de la Tierra a victoria del catolicismo sobre la incredulidad y la herejía. Ser, pues, incrédulo entre nosotros, a más de renegar de Cristo, era renegar del ser de español y de hidalgo y de fiel vasallo. Este modo de nacionalizar el catolicismo tenía algo de gentílico y más aún de judaico: fue un error que vino a convertir, en España más que en parte alguna, a la religión en instrumento de la política; pero fue un error sublime, que, si bien nos hizo singularmente aborrecedores y aborrecidos del extranjero y conspiró a nuestra decadencia, colocó a España, durante cerca de dos siglos, a la cabeza del mundo, dándole en el gran drama de la Historia un papel tan principal, que nada se entendería si nuestros grandes hechos, pensamientos y miras se sustrajesen por un instante de la escena.

Siendo esto así, como lo es, Cervantes, que en grado eminente representa el genio de España, tuvo que ser y fue eminentemente religioso. En todas sus obras se ven señales de la piedad más acendrada. Cuanto se conoce de su vida concurre a persuadirnos de esta calidad que adornaba su espíritu.

Lo que sí me inclino a creer es que Cervantes discurría poco sobre ciertas materias, como la mayor parte de los españoles que no eran sacerdotes y teólogos de profesión. El Santo Oficio ahogó todo discurso, todo pensamiento sobre lo divino que no fuese una repetición de lo oficial y consignado. La filosofía acabó por convertirse en ergotismo frívolo para las aulas, en fría indiferencia para los hombres de mundo, y para algunos políticos y eruditos culteranos en doctrina estoica, más que metafísica, moral, y más que moral, literaria, pues los que la seguían, antes que de la ciencia y altos preceptos de Crisipo, se apasionaban del estilo pomposo y declamatorio de Séneca.

Hay, sin embargo, quien dé por seguro que, sin elevarse a consideraciones trascendentales, Cervantes se burló encubierta y chistosamente no de la religión, pero sí de abusos y desórdenes introducidos so capa de religión, y de muchos vicios del clero. Llegan, por ejemplo, a imaginar que tiene más malicia de la que se le atribuye aquello de decir Don Quijote a los monjes benitos, aun después de afirmar ellos que lo eran: «Ya os conozco, fementida canalla»; palabras con que Ariosto, con intento franco y deliberado, califica también a todos los frailes, así como profiere infinitas burlas impías, sin que por eso deje Cervantes de llamarle «cristiano poeta». Se añade que hay también sátira por el estilo en la aventura del cuerpo muerto, en la de los disciplinantes y en el carácter y condición del eclesiástico que vivía con los duques.

Sin duda, Cervantes, sin querer, censuraba los vicios del clero, singularmente sobre cierto punto. El lance que el mismo Don Quijote refiere de los presentados y teólogos que fueron desdeñados por amor del lego que para ciertos negocios y menesteres sabía más filosofía que Aristóteles, y aquellas palabras de una dueña en La tía fingida, dando a entender que nadie pagaba mejor que los canónigos algunos artículos de ilícito comercio, no dan la más brillante idea de la que Cervantes tenía sobre las buenas costumbres y virtud del clero. Sin embargo, Cervantes decía esto por ligereza y sin ánimo de ofender a aquella clase, que, en general, respetaba. Una de las sentencias del licenciado Vidriera, de las cuales parece que hace Cervantes el último extremo de la discreción, es que, «nadie se olvide de lo que dice el Espíritu Santo: noli me tangere Christos meos». Y esto lo dijo el licenciado muy subido en cólera y sólo porque un sujeto tildó de gordo a un fraile. ¿Cuánto más no se hubiera enojado Vidriera con el cuento del lego y los teólogos y con la alta fama de rumbosos que entre las Claudias y las Celestinas supone Cervantes que los canónigos gozaban?

Se ha de advertir que ahora la impiedad de muchos hombres y la extremada malicia con que interpretan los dichos de los autores hacen que vean como una sátira en lo que sólo es efecto de un candor extraordinario, y digámoslo así, de cierta franqueza o familiaridad con las cosas divinas que había en aquellos tiempos de fe sincera y profunda. Al lado de esta fe había también una relajación en las costumbres y una depravación en la moral que pasman, y que se avenían sin el menor escrúpulo con la devoción más fervorosa. La asociación de ladrones y de pícaros del señor Monipodio da dinero para misas y para otros fines piadosos. Rinconete pregunta a un pillo a quien ve por vez primera: «¿Es vuesa merced, por ventura, ladrón?» Y el interrogado responde: «Sí, para servir a Dios y a la buena gente.» Las obras de Cervantes abundan en estos rasgos. Como la mayor parte de los autores de su tiempo, no tenía dificultad ninguna en mezclar los misterios y los dogmas de nuestra religión con farsas indecentes y chistes groseros, y en valerse de ellas para fraguar esas farsas y esos chistes. En su comedia Pedro de Urdemalas, cuando éste se finge alma del Purgatorio para robar a una rica viuda, vieja y crédula, hay escenas que parecen expresamente inventadas por el mismo demonio para burlarse de las ánimas benditas. Allí se refieren a una junta general y consejo que tienen en el Purgatorio los parientes difuntos de la viuda, las penas que padecen y la determinación que toman de enviar a uno de ellos por diputado a la viuda para que los rescate, todo de una manera tan cómica y ridícula, que no puede ser más. Cuando trataba Cervantes por lo serio las cosas divinas, no solía ser más decoroso. Lo inmoral o sucio de los lances y lo extravagante y absurdo de los milagros lucen no menos en El rufián dichoso que en el San Francisco de Siena, de Moreto y en otras más desarregladas y monstruosas comedias de santos. Schack pretende que El rufián dichoso es una de las comedias más desatinadas que en este género se han escrito. El héroe es como el de casi todas: un desalmado, pendenciero y burlador de mujeres, que, después de hacer mil insolencias y crímenes, se arrepiente y hace milagros, es santo y se va al cielo.

En el Quijote, por dicha, hay otro gusto más delicado, y junto a la más espontánea inspiración está siempre el recto juicio que la templa y modera. No hay, pues, en el Quijote semejantes aberraciones; pero sí hay pasajes que, interpretados hoy, pueden dar lugar a sospechas de las ya mencionadas. Yo, con todo, los creo nacidos al volar le la pluma, sin la menor intención de ofender. Si el autor pudiese contestar a nuestras preguntas, exento de todo temor al Santo Oficio, creo que no confesaría la intención ofensiva, y aún quedaría absorto de que se la atribuyesen.

Bien persuadido estoy, pues no puede ser más claro, de que el capítulo LXIX de la segunda parte del Quijote contiene una parodia del modo de proceder de la Inquisición y de los autos de fe. Pero ni Cervantes cayo en que aquello podía pasar por burla ni la Inquisición tampoco. Cervantes, si por burla la hubiera tenido, no se hubiera atrevido a publicarla; y si la Inquisición la hubiera tenido por burla, no la hubiera dejado pasar. En las pocas palabras que suprimió en la dicha segunda parte, se ve el cuidado minucioso que ponía en expurgar los libros. Era tal el respeto y el miedo que entonces la Inquisición infundía, que era imposible imaginar que la ponían en ridículo. La burla es sólo contra Sancho y Don Quijote, a quienes, para un asunto de tan poco momento y tan de farsa como la resurrección de Altisidora, los rodean de un aparato imponente, propio de los asuntos más sublimes. La Inquisición no podía darse por ofendida por esto, como el rey no se daba por ofendido de que hubiese reyes en parodia; el rey que rabió, o el rey Perico.

Tal vez pensará alguien que el lado místico y ascético a que entonces propendía, singularmente en nuestra Península el catolicismo, y que en las cosas de gobierno y razón de Estado iba ya tomando gran inclinación teocrática, repugnaba por instinto, y sin que se diese buena cuenta de ello, a una naturaleza tan sana y tan práctica como la de Cervantes. Pero el ideal de mundana perfección que sin duda estaba en su mente, y la conciencia del gran movimiento intelectual de Europa y el destino de esta privilegiada parte del globo de difundir la civilización entre todas las gentes, eran nociones y sentimientos que se avenían y aun se apoyaban en el catolicismo, entendido y sentido por alta manera, y haciéndole nervio, espíritu y origen de esa misma civilización. Así es que, lejos de pensar Cervantes, como el impío Maquiavelo, que el cristianismo había enervado el mundo, y dádole como a saco a los tiranos protervos para que hiciesen de él a su talante, ponía en nuestra religión el manantial purísimo de la verdadera valentía, y dotaba al cielo de caballeros andantes, como se ve en el capítulo LVIII de la segunda parte del Quijote. Ni está dicho de burla, sino con profundo entusiasmo, al hablar de San Jorge, que era un caballero de los mejores andantes que tuvo la milicia divina, y al hablar de Santiago, patrón de España, a caballo, con la espada ensangrentada atropellando moros y pisando cabezas, que fue de los más valientes santos y caballeros que tuvo el mundo y tiene ahora el cielo.

Ni siquiera puedo creer que la fantasía de Don Quijote de convertir a San Pablo y a otros santos en caballeros andantes venga allí con propósito de ridiculizar los libros de caballerías a lo divino, como El caballero Assisio, El caballero peregrino y otros. Yo entiendo que este misticismo, mezclado a veces con el espíritu caballeresco mundano, y otras veces contrapuesto a ese espíritu, rebajándolo y humillándolo, estaba en el alma de nuestro gran poeta. La ambición y el amor de gloria le conmovían hondamente. A menudo reniega Cervantes de su pobreza, y de quien la llamó dádiva santa desagradecida. Pero también habían en su corazón cierto menosprecio del mundo y cierta ternura mística, fomentada por sus desengaños de las cosas de la Fierra y por los desdenes de la fortuna.

En el capítulo VIII de la segunda parte del Quijote se descubre a las claras este combate interno de su corazón. El dualismo de su ser, las dos opuestas propensiones se manifiestan en un curioso diálogo entre Don Quijote y Sancho, y sin duda la propensión mística queda triunfante. Don Quijote habla del deseo de gloria, de la ambición, del amor de la patria, como móviles de las grandes acciones. Todas las hazañas, todas las atrevidas empresas dimanan de estos sentimientos que Don Quijote magnífica. Pero Sancho le interrumpe en medio de su peroración, tratando de probar que cualquier fraile vale más que todos los héroes del mundo, los conquistadores y los andantes caballeros, ya que hay más frailes santos que héroes y príncipes, y vale más resucitar a un muerto, dar salud a un enfermo, o hacer otro milagro, por pequeño que sea, que desbaratar ejércitos, fracasar armadas, aterrar vestiglos, descabezar gigantes y avasallar y domeñar naciones enteras. Aquí tenemos a Cervantes humillando por medio de la religión la soberbia aristocrática de los grandes y poderosos.

Este pensamiento no era fugitivo en tu alma, sino permanente, y con frecuencia lo repite. El licenciado Vidriera hace también observar que, de muchos santos «que había canonizado la Iglesia, ninguno se llamaba el capitán don Fulano, ni el secretario don Tal de Tal, ni el conde, ni el marqués, ni el duque, sino fray Diego, fray Jacinto, etcétera, todos frailes y religiosos; porque las religiones son los Aranjueces del cielo, cuyos frutos de ordinario se ponen en la mesa de Dios».

Para humillar las vanidades mundanas, Cervantes se valía casi de las mismas razones que el gran Gregorio VII «¿Qué príncipe ha hecho milagros? ¿Qué rey, que emperador vale un San Martín, o un San Antonio?» Palabras dictadas por un espíritu nivelador, por un sentimiento católico profundamente democrático. Pero Cervantes amaba la gloria, la vida aventurera, las hazañas, estaba lleno de ardor guerrero, y, en lo que la patria y la religión se avenían y aun prescribían el vivir heroico, él lo amaba. Entonces no era el místico desengañado: entonces era el elocuentísimo encomiador de las armas sobre las letras, el héroe de Argel, el caballero andante, el soldado valeroso, el que más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga, el que prefiere su manquedad a no haberse hallado en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros.

Por cualquier faz que se examine el carácter de Cervantes se ve que dista infinito de rebajar el espíritu caballeresco y la verdadera gloria militar, a no ser en nombre de una más alta y más pura gloria. No es el Quijote, como pretende Montesquieu, el único libro bueno español que se burla de los otros, la reacción y la mofa contra nuestro espíritu nacional; antes es la síntesis de este espíritu, guerrero y religioso, lleno de un realismo sano, y no por eso menos entusiasta de todo lo bello y grande.

El Quijote se burla de los libros de caballerías, porque Cervantes los halla indignos del espíritu que los dictó. Hablando nuestro autor por boca del canónigo, deja ver su idea y nos da en cifra los preceptos del verdadero y excelente libro de caballerías que él soñaba; esto es, de la epopeya en prosa, o dígase de la novela heroica, donde se han de presentar como en dechado todas las virtudes del caballero perfecto: cristiano, valiente y comedido. Este ideal resplandece en la obra inmortal de Cervantes, llenándola, perfumándola e iluminándola toda.

He tratado hasta aquí de varias especies de comentarios que se han hecho o pueden hacerse del Quijote. El asunto es tan extenso que merece un libro. Temo haber callado muchísimo importante, y haber además fatigado a mis oyentes. Mas, a pesar de este último temor, diré aún, en brevísimas palabras, algo de otros comentarios que hay, y que llamaré filológicos y filosóficos. Los filológicos me parecen inútiles, si tratan de explicar giros y vocablos, oscuros por anticuados. El Quijote no está escrito en una lengua muerta. Con corto y poco sustancial desvío, la lengua de Cervantes es la que hoy se habla. Los grandes autores clásicos fijan la lengua en que escriben.

El comentario filológico puede ser, sin embargo, útil si se reduce a enmiendas y correcciones, por el orden de las que en los clásicos griegos y latinos pusieron los eruditos del Renacimiento; si bien conviene tener mucho pulso y prudencia en este negocio para no incurrir en los desmanes que tan graciosamente zahiere Saavedra Fajardo. Hablando de los críticos que corrigen o enmiendan, los compara a cirujanos o barberos «que hacen profesión de perfeccionar o remendar los cuerpos de los autores. A unos pegan narices; a otros ponen cabelleras; a otros dientes, ojos, brazos y piernas postizas; y lo peor es que a muchos las cortan los dedos o las manos, diciendo que no son aquéllas naturales, y les ponen otras con que todos salen desfigurados de las suyas. Este atrevimiento es tal que aun se adelantan a adivinar conceptos no imaginados, y, mudando las palabras, mudan los sentidos y taracean los libros.» Yo me inclino, en general, al dictamen de Saavedra Fajardo, si bien no menosprecio a estos críticos correctores, cuando hasta el mismo Aristóteles lo fue de Homero, haciendo aquella edición que Alejandro guardaba en la cajita de Darío. El Quijote, además, así por descuido de Cervantes como por torpeza de los impresores, estaba plagado de erratas, por lo cual aplaudo sinceramente la edición corregida que con gran tino ha hecho un docto y entendido compañero nuestro. Las más de sus enmiendas me parecen acertadas, aunque no pocas son bastante atrevidas.

El otro género de comentario, el filosófico, es el que resueltamente no puedo aprobar, si por él se trata de persuadirnos de que un libro tan claro, en el que nada hay que dificultar y que hasta los niños entienden, encierra una doctrina esotérica, un logogrifo preñado de sabiduría. Verdad que Homero ha tenido mil comentadores de esta clase, desde Heráclides Póntico y Demócrito Abderita hasta hoy, y Dante cátedras, donde su ciencia se ha leído, y desentrañadores de ella, como Ozanán y el rey Juan de Sajonia; pero según dice un prologuista de La Divina Comedia, «la Minerva griega salió grande y armada del cerebro de Homero, y la Minerva italiana del de Dante», mientras que la Minerva española estaba ya nacida, crecida y muy granada cuando el Quijote apareció. ¿Qué idea, por otra parte, se formaría de esta Minerva quien no la conociese, y llegase a entender que era su cuna una sátira alegre, una obra festiva, un libro de entretenimiento, una novela, en fin? Una novela, y no más, es el Quijote, aunque sea la mejor de las novelas. Y los que en otro predicamento la ponen, no logran realzar el mérito del autor, y rebajan el de la civilización española. Antes de Cervantes, y después de Cervantes, hemos tenido filósofos, jurisconsultos, teólogos, naturalistas y sabios en otras muchas ciencias y disciplinas, que han concurrido al progreso científico, al desenvolvimiento de la inteligencia humana.

Cervantes no ha concurrido, no ha descubierto ninguna verdad. Cervantes era poeta, y ha creado la hermosura, que siempre, no menos que la verdad, levanta el espíritu humano, y ejerce un influjo benéfico en la vida de los pueblos y en los adelantos morales.

No hay que hacer un análisis detenido del Quijote para probar que carece de profundidades ocultas. Hay mil razones fundamentales que lo demuestran.

Es la primera que ningún crítico español ni extranjero, entre los cuales pongo a Gioberti, a Hegel y a Federico Schlegel, admiradores entusiastas del Quijote, ha descubierto ni rastro de esa doctrina esotérica; y sería de maravillar y caso único en los anales de la inteligencia humana, que durante más de dos siglos y medio hubiesen estado escondidos en un libro tesoros de sabiduría sin que nadie de ellos se percatase.

La segunda razón es que, dada esa sabiduría, el disimulo de Cervantes no tiene explicación, a no suponer que su espíritu era contrario a la moral, o a la fe, o la política de España en su tiempo, y creo haber probado que no lo eran.

Los antecedentes de Cervantes confirman más aún que no hay tales filosofías y sabidurías en el Quijote. Tirso, Lope, Calderón y otros muchos poetas de España, habían estudiado más, sabían más, eran más eruditos que Cervantes. Cervantes era (¿y por qué no decirlo?) un ingenio casi lego. La edad de la intuición súbita había ya pasado. Y en el período reflexivo de la vida de la Humanidad, aunque pueden escribirse poemas que presuman de contener en cifra una teoría completa de las rosas divinas y humanas, estos poemas no suelen estar escritos sino por autores de mal gusto, vanidosos e ignorantes, que no saben lo que es la ciencia y quieren abarcarla, o bien por autores que a más de poetas son filósofos, como Goethe, y muy versados en todo género de estudios. Cervantes no era ni lo uno ni lo otro: luego por este lado tampoco se concibe cómo pudo poner en el Quijote esa sabiduría.

Las advertencias que hace el ingenioso hidalgo a Sancho, cuando éste va a gobernar la ínsula; las doctrinas literarias del canónigo y otras máximas sobre política, moral y poesía, a no ser por la elegancia, por el chiste o por la nobleza de los afectos con que se expresan, nunca traspasan los límites del vulgar, aunque recto juicio. El discurso sobre la edad de oro no es más que una declamación brillante y graciosa.

Nada más propio de la epopeya que encerrar dentro de su unidad la idea completa del universo mundo y de sus causas y leyes; pero esto es dable cuando la idea es sólo poética y aun no está limitada y contradicha por la sabiduría prosaica y metódica, y cuando la metafísica, la moral, la religión y las ciencias naturales se escriben en breves sentencias.

Las atribuidas a Pitágoras en los versos de oro, las de los siete sabios, las de otros poetas gnómicos y las de Los trabajos y los días, de Hesiodo, si bien no enlazadas a una acción heroica ni reducidas a unidad, son, como las máximas de Valmiki, de Viasa y de Homero, la legítima sabiduría épica. Pero estas sentencias, aunque se ponen en boca de los antiguos sabios, tienen un carácter eminentemente impersonal; son como la voz de todo un pueblo, y cuando viene la reflexión y nace el saber prosaico pierden su condición ilustre y grave, se hacen plebeyas, toman un aspecto algo jocoso y se convierten en refranes. Cervantes, comprendiendo instintivamente esta verdad, que hoy aclara la crítica, hizo de la antigua sabiduría épica, ya emplebeyecida y degradada, uno de los elementos más cómicos y risibles de su profunda parodia, que no lo es sólo de los libros de caballerías, sino de toda epopeya heroica. Épicas son también, como las referidas sentencias, la importancia que se daba y la circunstanciada descripción que se hacía de todo aquello que sirve a los héroes para adorno o defensa de la persona: un cetro, un bastón, una espada o un yelmo. Los mismos dioses en las epopeyas antiguas, y en las modernas los magos o las hadas, fabrican estas armas, alhajas o muebles, dotándolos de mil virtudes y excelencias. Cervantes se burla de esto, transformado en yelmo de Mambrino una bacía de barbero. Así como los héroes de los antiguos poemas se revisten de armas divinas cuando acometen la más peligrosa y seria aventura, y los dioses ponen en ellos algo de extraordinario, por ejemplo, una horrenda llama que les arde en las sienes, así Don Quijote, al acometer también su aventura más seria y peligrosa, se pone el casco lleno de requesones y se da a entender que se le ablandan y derriten los sesos.

Y, sin embargo, a pesar de esta burla de lo épico, Cervantes se muestra siempre enamorado de lo novelesco y lo trágico. Sin hablar del Persiles, en el mismo Quijote hay caracteres y casos que no vendrían mal en un libro de caballerías. A las mujeres, más que a los hombres, las poetiza a veces Cervantes del mismo modo exagerado y andantesco de que tanto se burla. Dorotea, Ana Félix y Claudia Jerónima son mujeres andantes, y la última de las de rompe y rasga. Las doce doncellas, en la novela de este título, no se limitan a andar de, ceca en meca, vestidas de hombres, sino que pelean y dan de cuchilladas, como Pentesilea, Bradamante y Clorinda. Cervantes amaba la romanzería, y la epopeya histórica y los libros de caballerías, aunque tuviese, por instinto, el sentimiento de que eran anacrónicos.

No era, ni podía ser Europa, como varias naciones del Asia, donde se prolongó por muchos siglos la edad de la epopeya, la edad divina. Durante este largo período, los dioses se humanaban, y compartían las penas, las pasiones y los cuidados de los hombres; la religión y la Historia, las creencias y la filosofía, los acontecimientos reales y los sueños, todo estaba mezclado y confundido. Así se explica que un poema fuese el libro por excelencia de toda una nación, en el cual iban escribiendo sus ideas las sucesivas generaciones. Así el Mahabharata, que tenía en un principio dos mil cuatrocientas slokas o dísticos, llega a contener al cabo sobre cien mil. En él aparece, desde la luz incierta y vaga que esparce la aurora de la civilización indiana, hasta la metafísica del Bhagavad-Gita.

En la Europa pagana sucedió lo contrario. Los dioses, como seres efectivos, desaparecieron pronto, quedando como ideas inmortales; pero dieron lugar a Homero para escribir, con un arte que los asiáticos desconocían, la epopeya perfecta y una.

En la Europa cristiana, la fijeza de los dogmas y la gran filosofía de los primeros cinco siglos infundieron una noción más sublime y científica de la divinidad, y no consintieron que ésta pudiese decorosamente servir de máquina para los poemas. A pesar del arte y de la ciencia de Milton y de Klopstock, hay en sus obras mil pasajes que no se pueden sufrir. Cuando con más fe y menos ciencia se ha hecho intervenir a la divinidad en nuestras epopeyas, dramas o novelas, se ha caído en lo indecoroso. Muchos gentiles pensaban así de sus poetas épicos y del empleo que en las fábulas daban a sus dioses. ¿Cuánto más debemos pensar esto los cristianos? La idea de Chateaubriand de que nuestra religión vale más que la mitología para máquina de un poema, ofende a nuestra religión, lejos de ensalzarla.

Pero, dígase lo que se diga de la idea de Chateaubriand, es lo cierto que, aparte La Divina Comedia, obra de un género enteramente diverso, no hubo epopeya perfecta en la Edad Media. Desde el Renacimiento hasta hoy, y aun en lo por venir, creo, con Ariosto, que più vero epico esser non si possa. Tasso, a fuerza de elegancia, de ternura y de religiosidad, nos ofusca, y casi contradice el fallo. Camoens, por ser hijo e una nación épica en grado elevadísimo, por cantar una empresa nacional y al mismo tiempo de interés común al género humano, pues que abre verdaderamente la historia moderna, y por un sinnúmero de otras circunstancias dichosas, a más de su ardiente inspiración y patriotismo, contradice también en apariencia el fallo que se ha dado. En realidad, y en el fondo, ni Tasso ni Camoens le contradicen. La Jerusalen y Os Lusiadas, aunque bellísimos, son igualmente dos poemas artificiales.

Todo esto, repito, que lo sentía Cervantes, aunque no se lo explicaba. Si alguna oculta sabiduría hay en su libro, me parece que es esta sola. Mas, como burlándose de la caballería es él un perfecto caballero, así burlándose de la epopeya escribe en prosa el libro más épico que en la Edad Moderna se ha escrito, salvo los romances del Cid; aquel collar de perlas, aquella graciosa corona, como los llama Hegel, que nos atrevemos a poner al lado de cuanto la antigüedad clásica creó de más hermoso.

Tal es, señores académicos, mi pobre opinión sobre el Quijote y sobre los comentarios y críticas que de él se han escrito.




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La libertad en el arte

Contestación al discurso de recepción de don Antonio Cánovas del Castillo en la Real Academia Española el 3 de noviembre de 1867


SEÑORES:

Pocos deberes en mi vida me han sido más gratos y más difíciles a la par que el que voy a cumplir ahora. Temo, por una parte, que la premura del tiempo y la cortedad de mi ingenio no consientan que yo conteste sino con pensamientos pobres y frases vulgares al elegante discurso, rico en erudición y en ideas propias, que acabáis de escuchar con muestras claras de aprobación y deleite; y me alegro, por otra, de ser yo el elegido para dar la bienvenida en nombre de nuestra Academia a un sujeto con quien me une, desde hace muchos años, lazo de amistad, anudado y reanudado siempre por aficiones idénticas y por modos de sentir y de pensar muy semejantes en todo aquello que se refiere a las altas teorías del arte y de la ciencia, aunque a veces en los asuntos prácticos lo hayan desatado divergencias o desacuerdos lastimosos.

De esperar es que este lazo se estreche más en el seno de la ilustre Corporación donde vengo a recibir al señor Cánovas, y aunque llego muy tarde, y la fama no ha menester de mi voz, como, por hallarme ausente, no tuve el placer de concurrir a su elección, me desquito, si no le sirvo, complaciéndome en declarar las razones que hay para considerarla acertada.

Nunca, ni en los momentos en que la política me ha apartado más del señor Cánovas, he desconocido, he negado o he tratado al menos de amenguar la fuerza de estas razones. Nunca he escatimado al saber y al talento del señor Cánovas las alabanzas merecidas. Y siempre, aun cuando yo la mirase como al más acérrimo contrario en las cosas de la política, confiaba en él y le tenía por compañero, amigo y aliado en las literarias, no dudando de que, por amor a estas cosas, había de estimarme y había de pagar con benevolencia y predilección la justicia con que le apreciaba y le aprecio.

A este buen concepto mutuo contribuía el haber el mismo maestro, a quien el señor Cánovas alude, infundido en ambos la afición a ciertos estudios y el aliento para seguirlos. El señor Cánovas estaba ligado a él por parentesco muy cercano, y yo por amistad antigua y constante. Los dos mirábamos sus obras como tesoro y dechado donde daban gallarda muestra de sí el primor, la gracia y la riqueza de nuestra lengua nativa12.

Criado el señor Cánovas en tan buena escuela, y cultivada con esmero por tan hábiles manos la planta fecunda y generosa de su ingenio, no es de extrañar que haya producido frutos en que lo espontáneo y temprano no daña a lo delicado y sabroso. Como de rico y perenne venero brota la palabra de sus labios o de su pluma, haciéndole apto en extremo para las lides del Parlamento y de la Prensa; pero no la enturbia el ímpetu con que corre, porque el saber le abrió de antemano un limpio y hondo cauce.

En su primera mocedad, cursando las aulas y estudiando con notable aplicación el Derecho, ya se adelantaba el señor Cánovas a los más hábiles periodistas. Poco después se distinguió como orador parlamentario, y tomando parte muy principal en nuestras contiendas políticas, vino a ocupar las más altas posiciones y a ser uno de los corifeos y jefes de más nota y séquito entre los muchos que se disputan la gobernación del Estado. No es del caso hablar aquí de sus opiniones sobre este punto, ni menos juzgar su conducta; baste decir lo que está en la conciencia de todos, a saber: que entre los rápidos encumbramientos de ahora, pocos habrá tan justificados como el suyo. Las pasiones y tareas de la política, que distraen y alejan del cultivo de las letras a tantos ingenios, jamás fueron bastantes a entibiar en el alma del señor Cánovas el ferviente amor al estudio, a las artes y a la poesía. Nacidas de este amor son sus varias, correctas e inspiradas composiciones en verso; una novela, La campana de Huesca, donde la pureza del lenguaje, la maestría precoz del estilo y la viva lozanía de la imaginación, guiada por un conocimiento nada común de la Historia, concurren a trazar un cuadro fiel y animado de nuestra Edad Media en el momento importantísimo en que Aragón y Cataluña se unen; y algunas obritas históricas que por la claridad, verdad y buena crítica con que en ellas se narran los sucesos, y por el tino con que están juzgados, abrieron, años ha, al señor Cánovas las puertas de otra Real Academia.

De la fecundidad del ingenio del señor Cánovas y de su aplicación, sin duda que aún pudiera esperarse mayor número de escritos, a pesar de lo agitada y afanosa que es la vida pública; pero la poca atención del vulgo de los españoles, y su falta de curiosidad y de interés aun para los escritores que mejor conoce y que más se inclina a reverenciar y a recibir con aplauso son rémora hasta de las voluntades decididas y de los propósitos firmes.

Este desvío del vulgo, sin embargo, si bien enfría el ardor de producir, no apaga ni aquieta la sed de saber, la cual ha perseverado siempre en el alma de nuestro compañero, moviéndole a buscar y a no desaprovechar las ocasiones de satisfacerla. La más propicia y mejor empleada ha sido su permanencia en Roma durante dos años. Allí, en aquella capital del orbe católico, a la vez que foco de la divina luz y de la sabiduría eterna que ilumina a los hombres en este mundo, centro del buen gusto, patria o refugio de las nobles artes, cuna de la ciencia profana y escuela jamás decadente de clásica erudición y de sana filosofía, el señor Cánovas ha ensanchado el horizonte de sus ideas, ha depurado su criterio estético, y estudiado los grandes modelos artísticos y literarios de la antigua civilización griega y latina, ha logrado adquirir la firmeza y rectitud de juicio que avaloran el discurso a que debo contestar y la copia de conocimientos que en él se cifra y resume.

En mi contestación no me incumbe impugnar nada, porque sustancialmente estoy de acuerdo con todo. Mi contestación va, pues, a ser un mero comentario del discurso; pero comentario incompletísimo, porque ni tengo vagar para más, ni el recelo de molestar demasiado vuestra atención consentirla que yo me extendiese, aun cuando lo tuviera.

La afirmación capital del señor Cánovas no puede ser más atrevida: proclama el arte ilegislable, le da libertad, y en cierto modo, tilda los preceptos de inútiles y hasta de nocivos. Los preceptos atajan el paso a la inspiración, y, abatiendo la fantasía, no consienten que vuele y se explaye por los inmensos espacios inexplorados. El señor Cánovas se atreve a formular seriamente sentencias que Moratín formulaba por ironía y sarcasmo. Salvo la diferencia en el tono y en la expresión, casi suenan las palabras del señor Cánovas como si dijeran, con el autor de El sí de las niñas, que por culpa de los preceptistas


cobra la osada juventud espanto
y se malogran furibundos vates;



esto es, que Tirso y Calderón, por ejemplo, se hubieran malogrado, no hubieran escrito jamás El condenado por desconfiado, El burlador de Sevilla, La devoción de la Cruz y La vida es sueño, si hubieran pensado sólo


en Baquis, Menedemo y Antifila,



y hubieran empequeñecido sus creaciones, vaciándolas en la turquesa que dejó Terencio.

Entendido esto como debe entenderse, es tan exacto que no puede serlo más. Porque no se niega ni se negará nunca que la parte mecánica, por decirlo así, de cada arte; que lo que no constituye propia y esencialmente el arte, esté sujeto a reglas: lo que se niega es que lo esté el arte mismo. Es evidente que el poeta no puede sustraerse a las reglas de la sintaxis, de la prosodia y de la metrificación, y mucho menos a las del sentido común, la moral, la lógica y la decadencia. A esto no puede sustraerse nadie, sea poeta o no lo sea. Esto es anterior a toda poesía y a toda prosa. Es evidente, además, que el pintor y el escultor se sujetan a los principios matemáticos de la perspectiva y a los datos empíricos de la anatomía externa; el arquitecto, a las leyes de la estática, y el músico, a las no menos irrevocables de la armonía. Pero todas estas leyes pesan sobre artes auxiliares, y en cierto modo serviles, sobre una práctica aplicación de la ciencia, mas no sobre el arte mismo, en toda su pureza, el cual está libre y exento de legislación.

En cuanto al arte tiene por objeto la creación de la belleza, el arte es libre. La belleza es divina e inexplicable. Los filósofos, hace muchos siglos, trabajan en vano por determinar la idea de la belleza. Ahora bien: sobre una idea vaga, confusa; sobre una idea que no se comprende, que se nos manifiesta como por revelación, ¿qué es lo que puede legislarse? Se filosofa, se discurre, se dicen sutilezas, discreciones y profundidades grandísimas acerca de esta idea, y con el intento de explicarla; pero no se dan leyes para producirla. La ciencia, o, mejor dicho, la filosofía segunda, que trata de la belleza, es lo que llaman Estética. Cuando trata de las facultades que hay en nuestra alma para crear o percibir lo bello, se relaciona con la psicología; con la teodicea o con la ontología, cuando trata de contemplar la belleza como objeto, como modo del ser, como atributo soberano de la Divinidad; pero siempre la belleza en sí es indefinible.

Hay otras ideas absolutas, que el hombre comprende bien dentro de los límites de su entendimiento; otras ideas absolutas que el hombre determina y define. No así la de lo bello. Y con todo, de la idea de la justicia no nace propiamente un arte, sino una ciencia: el Derecho; y de la idea de la bondad no nace propiamente un arte, sino una ciencia: la Moral. Cierto es, además, que hay leyes morales, y cierto que hay leyes justas; pero las ideas de lo bueno y de lo justo son tan claras, tan notorias y tan determinadas que toda alma humana comprende lo que las contradice y lo que las constituye en su esencia. De aquí los axiomas imperativos, claros como la luz meridiana, sobre los cuales se levanta con solidez inquebrantable el edificio de la moral y de las leyes. Pero ¿dónde está la idea clara de la belleza? ¿Dónde los axiomas imperativos que emanan de esa idea y que han de ser el fundamento de las reglas artísticas?

Desde Platón hasta Hegel se han afanado inútilmente los filósofos por determinar y definir esta idea. Platón, en el Grande Hipias, destruye todas las definiciones que un solista da de la belleza. Lo bello no es ni lo útil, ni lo agradable, ni lo conveniente, ni lo simétrico, ni lo proporcionado; pero ¿qué es? Sócrates se contenta con burlarse del sofista y con exclamar que lo bello es difícil. Tan poco se ha vencido esta dificultad desde Platón hasta ahora, que Gioberti define la belleza un no sé qué de inmaterial y de objetivo, que se presenta al espíritu del hombre y le atrae y arrebata. De esta definición, que no es definición, se deduce que la obra del artista es revestir dé una forma sensible esa idea inmaterial, ese no sé qué; objetivo y misterioso. ¿Quién podrá dar reglas al artista para que se apodere de ese no sé qué; y nos lo haga perceptible por los sentidos? Del artista se puede decir, por consiguiente: sus fueros, sus bríos; sus pragmáticas, su voluntad. Acaso en su voluntad, en el amor, que es apetito de belleza, reside el resorte, la fuerza, el principio del arte, que nos hace buscar lo bello en sí, lo bello ideal, realizándolo algo en las bellezas particulares.

El estudio, la observación y la comparación de estas bellezas particulares no pueden elevarnos sino ocasionalmente, excitando nuestro deseo, hasta la belleza ideal. Por el contrario, la comparación y la elección de las bellezas particulares presuponen una idea anterior y como innata de lo bello en sí, la cual sirve de norma y pauta para elegir y para desechar, y aun para lijar y agrupar lo elegido en ajustadas proporciones.

Si Praxiteles, para esculpir su Venus, eligió lo más hermoso de muchas heteras griegas, y lo combinó y agrupó, reduciéndolo a cierta unidad armoniosa, así la ley de esta unidad, como la idea preconcebida de la hermosura, que dio fundamento a su elección y a su juicio, estaban en él de antemano. El juicio estético, que cuando va acompañado de la inspiración es el genio, y que se llama buen gusto, cuando no crea, sino que falla y decide sobre lo creado, tiene, pues, por base una noción a priori de la belleza. Hasta los que entienden del modo más grosero que el arte es imitación de lo natural tienen que convenir en esto. ¿Cómo copiar o distinguir la belleza si no se concibe previamente lo que es? Resulta, por tanto, que para todas las escuelas y sectas es innegable que, sin una noción previa de lo bello, el juicio estético no es posible.

Sin embargo, no bien se afirma esta tesis, la antítesis asalta nuestro espíritu y forma con ella la antinomia de Kant. El juicio estético se funda sobre una noción, porque, si no la hubiese, no habría derecho a declarar que tal cosa es fea o, es hermosa, que tal obra de arte es bella o no lo es; y el juicio estético no se funda sobre noción alguna, porque, si la hubiese, se podría determinar cuál es, y no se determina. Dicha noción es un no sé qué; una idea trascendental, inexplicable, un substratum oscuro, confuso, inasequible a nuestro débil entendimiento. Y con todo, sobre esta noción inasequible para el discurso y concebida por el sentimiento de un modo intuitivo, se fundan el juicio estético y la inspiración del artista.

Todas las definiciones de la belleza sólo sirven para demostrar que la belleza no se puede definir. En todas ya incluido el no sé qué; si bien no tan francamente como en la de Gioberti, Kant, por ejemplo, dice que la belleza es la forma de la conveniencia final de un objeto, en cuanto está reconocida en él sin la noción de un fin. Lo cual significa que lo bello no es lo útil, porque lo útil es lo conveniente a un fin que conocemos, como la enseñanza; ni es lo agradable, porque lo agradable es lo conveniente para agradar, fin también conocido y fuera del objeto bello, y fin relativo, porque lo que agrada a los unos puede no agradar a los otros. Luego hay otro fin, del cual no tenemos noción, y la conveniencia con este fin desconocido es lo bello.

Pictet asegura, y con razón sobrada, que es muy desagradable esta situación en que Kant nos deja; pero no veo que nos hayan sacado de ella sus sucesores, Schelling, Fichte, Hegel, Cousin, Krause, Solger, Vischer y otros mil tratan de despejar la incógnita, y no lo consigue ninguno. Cada cual discurre sobre la belleza en consonancia con su sistema de filosofía fundamental, y como no concuerdan en los fundamentos, no concuerdan tampoco en lo secundario. Con todo, filósofos y no filósofos, poetas críticos y aficionados a las artes, aun cuando sean legos, convienen en que hay belleza, y se forman criterio común para reconocerla y juzgarla, pues de otro modo no habría poema, ni pintura, ni estatua que fuesen universalmente declarados bellos, como sin duda los hay. Lo extraño es que este criterio común no se funda en principios comunes, sino en un sentimiento común de los hombres superiores, en el que asienten los demás, viniendo a corroborarse por la aprobación y el acuerdo de muchas generaciones a veces, y viniendo a sustentarse, más que en demostración, en fe o en creencia. Leopardi, en su admirable tratado titulado Parini, o de la gloria, que cita el señor Cánovas, prueba, aunque exagera, esta verdad, y sostiene, contrayendose a los escritos, que su belleza es gustada y comprendida de pocos hombres se diría que Leopardi glosa la célebre sentencia de Plotino, de que sólo el que es hermoso entiende de hermosura. La hermosura no se demuestra, se siente, y sólo el que la crea en sí la siente fuera de sí. Así es que Leopardi dice: «A menudo me maravillo, pongo por caso, de que Virgilio, ejemplo supremo de perfección para los escritores, haya alcanzado y se mantenga en tanta altura de gloria. Porque, si bien presumo poco de mí mismo, y creo no poder gozar jamás de cada parte de todo su mérito y de todo su magisterio, todavía doy por cierto que el mayor número de sus lectores y encomiadores no descubre en sus poemas más de una belleza por cada día o veinte, que a mí, con el mucho leerle y meditarle, se me muestran al cabo. Por donde yo me llego a persuadir de que la elevada estimación y reverencia hacia los sumos escritores proviene, por lo general, en quien los lee y estudia, más de costumbre ciegamente abrazada que de juicio propio y de conocer su valer por ninguna manera. Me acuerdo del tiempo de mi juventud, cuando al leer los poemas de Virgilio con plena libertad de juicio, por una parte, y sin cuidarme de la autoridad de los otros, lo cual no es frecuente, y, por otra parte, con impericia propia de aquella edad mía, mas acaso no mayor de la que en muchos lectores es perpetua, me resistía yo a convenir con la sentencia universal, y no descubría en Virgilio mucha mayor hermosura que en los poetas medianos». Y luego añade: «En suma: yo me pasmo de que el juicio de pocos, aunque recto, haya podido vencer el de infinitos y producir en la generalidad de las gentes aquella costumbre de estimación no menos ciega que justa».

No seré yo quien niegue que la misantropía espantosa de Leopardi encarece demasiado y limita la facultad de juzgar y discernir la belleza artística; pero no dudo tampoco de que esta facultad es menos común de lo que se cree.

Lo cierto es que el criterio con el que se juzga de las obras de arte se funda en el sentimiento más que en los principios. Las reglas, los preceptos, sirven, sin duda, para las cosas que son de sentido común, que están por bajo del arte, mas no para el arte mismo. Cuando Moratín critica, por ejemplo, el Hamlet, yo le doy la razón en casi todos los defectos que pone; yo convengo con Moratín; yo no niego los extravíos, las rarezas, las incorrecciones, los errores y hasta los absurdos de Shakespeare. El reconocerlos y confesarlos no exige mucho más que un poco de sentido común; pero la crítica positiva de Hamlet no la hizo Moratín. Apenas entrevió una belleza de cada ciento en aquel poema dramático. Casi se puede afirmar, como afirmaba un autor inglés, que el Hamlet era para Moratín el libro de los siete sellos.

De lo expuesto se deduce que si las reglas no sirven para conocer la belleza sustancial, y mucho menos para crearla, sirven para precaver o condenar esos extravíos y lunares que empañan y turban la belleza; extravíos y lunares que, merced al ingénito y exquisito buen gusto de los griegos, no se advierten jamás en las obras del gran Siglo de Oro de su literatura, y sí se advierten, por desgracia, en los autores más ilustres de Inglaterra, de España y de otras naciones. Pero estas reglas se limitan sólo a las que dicta el mero sentido común. Cuando van más allá son arbitrarias y están basadas en un empirismo incompleto; quieren encerrar todas las creaciones posibles del ingenio humano en ciertas formas o moldes ya conocidos y declarados buenos, y todo lo que no sale vaciado de estos moldes, todo lo que no se ajusta a estas medidas, parece bárbaro y monstruoso. Ya se entiende que de estas reglas arbitrarias es de las que el señor Cánovas anhela libertar al arte. Con ellas, y ateniéndose a ellas, si la veneración de los siglos no lo vedase, hubiera condenado el seudoclasicismo de Francia aun muchas obras maestras de la musa helénica. Con ellas, y ateniéndose a ellas, condenó Voltaire, que no tenía reparo en sacudir el yugo de la autoridad, no sólo a Milton, sino al mismo Homero, de quien se burla como de un bárbaro groserísimo. Ateniéndose a las reglas, y siguiéndolas con lógica rigurosa, las tragedias de Esquilo son malísimas, peores que las de Montiano y Luyando, y la Enriqueida, de Voltaire, vale indisputablemente más que la Ilíada. Si esto no se ha declarado sin rebozo, es porque la autoridad de cien generaciones ha impedido que se deduzcan las consecuencias lógicas de las premisas que se habían sentado.

No se crea que la concepción del arte por el primero de los preceptistas, como una imitación de la Naturaleza, haya sido el principal fundamento de esta crítica estrecha, externa y negativa. Aristóteles, como el señor Cánovas conviene en ello, entendió de un modo más alto la imitación de la Naturaleza. La Naturaleza era para él no sólo todo lo existente, sino también todo lo posible; no sólo todo lo real, sino también lo ideal. El Universo poético de Aristóteles se extendía mucho más allá del Universo visible; tenía por límites lo infinito; por leyes, las del entendimiento humano, que lo había creado. Ni se puede creer tampoco que, si se conservasen completos los libros de Aristóteles de la Poética y otros en que hubo de tratar de lo bello, no habría dejado este genio maravilloso rastros de una concepción más sublime y completa de tan oscura idea.

De todos modos, el arte, en la época llamada del Renacimiento, no se contentó, por fortuna, con lo que sabemos de la doctrina aristotélica, ni con la somera interpretación que se le dio después. A más de los altos pensamientos y sentimientos de la doctrina católica, que entonces ejercían sobre el arte benéfico y sobrehumano influjo, una clara y abundosa corriente de platónica filosofía lo penetró todo y lo alzó a más puras y sublimes esferas que lo que lo que de la mera imitación de la bella Naturaleza hubiera podido esperarse. Ya el Dante concibe una teoría del arte inmensamente superior a la de los preceptistas. La belleza es un elemento ideal, incorruptible, que resplandece en todas las cosas, en unas más, en otras menos, según la capacidad que tienen para guardar este sello divino, según son más o menos diáfanas para recibir en su seno y transmitir esta luz increada, la cual


Per sua bontate il suo raggiare aduna
Quasi specchiato in nuove sussistenze,
Eternalmente rimanendosi una.



Esta belleza una no puede, con todo, fijarse limpia y distintamente en las cosas naturales, porque carecen de la transparencia y tersura que para ello hubieran menester, y porque la pequeñez de ellas no da espacio a la imagen. Por eso el fin del artista en sus creaciones es hacerlas tan tersas y tan grandes espiritualmente que sean capaces de la imagen de lo bello y de reflejar su brillo, quasi specchiato, como en un espejo.

Casi todos los poetas y artistas del Renacimiento siguen más esta doctrina que la de Aristóteles, y ponen el conocimiento de la belleza universal, absoluta, como principio del arte. Miguel Ángel dice que al nacer le fue dada esta belleza, como faro que le guía. «Sólo esta belleza -añade- eleva mis ojos a aquella altura en que se clavan cuando me apercibo a pintar o a esculpir, y son necios y temerarios los que afirman que proviene de los sentidos la belleza que mueve y levanta hasta los cielos a un entendimiento sano.» Pero quien declaró con más elocuencia esta teoría fue el conde Baltasar Castiglione, amigo, consejero y oráculo de Rafael. «El cuerpo -dice- donde la belleza resplandece no es la fuente de que nace: al contrario, como la belleza es incorpórea, es un rayo divino, pierde mucho de su dignidad al unirse a un objeto corruptible, y es tanto más perfecta cuanto menos de él participa, y sólo es perfectísima cuando de él está separada del todo.» Y así sigue, en las últimas páginas de El cortesano, poniendo en boca de Bembo el más sublime razonamiento sobre la belleza y el amor. Se diría que el amor, creatore d'ogni pensier buono, es también fundamento del arte, y su primera y casi única regla, condición y norma. El magnífico Lorenzo de Médicis no se creyó verdadero y excelente poeta, como sin duda lo fue, hasta que se sintió enamorado, dándonos su enamoramiento como causa de su poesía.

Los poetas y artistas del Renacimiento otorgaban, además, mayor libertad al arte que los del siglo de Luis XIV, y no se ceñían tanto a la imitación de lo antiguo; porque, como dice el ya citado Castiglione, «sería gran miseria fijar un término y no pasar más allá de aquello que hizo el primero que escribió, y desesperar de que tantos y tan nobles ingenios puedan hallar nunca nuevas formas de decir; pero en el día hay ciertos escrupulosos, los cuales, haciendo como una religión y unos misterios inefables de las letras, espantan a quien los oye, y muchos hombres nobles y letrados cobran tanto miedo que apenas osan abrir la boca».

Como decía Moratín,

cobra la osada juventud espanto...



En suma: yo veo en todo el libro primero de El cortesano, donde Castiglione trata del arte, una declarada tendencia a libertarle de la imitación y a abrirle nuevos senderos por medio de la libertad.

Lo que principalmente tiranizó las imaginaciones, sobre todo en el siglo XVIII, y lo que encerró la poesía y las otras artes en carriles trillados y angostos, fueron las reglas sobre lo esencial del arte mismo, fundadas, más que en principios, en una experiencia pobre, inadecuada y exclusiva de modelos determinados. Apenas se concebía entonces que hubiese habido nada bello, ni culto, ni digno de imitación y estudio, sino las producciones de cuatro épocas marca das en la Historia y de cuatro civilizaciones. Fuera de los siglos de Pericles, de Augusto, de León X y de Luis XIV, estaban las tinieblas palpables. La luz de estos cuatros siglos no se extendía mucho en el tiempo y mucho menos se extendía en el espacio. El exclusivismo llegaba a veces hasta el extremo de no admitir como estimables sino las obras literarias de griegos, latinos y franceses, en las edades mencionadas. Del famoso siglo de León X, esto es, de la Italia del Renacimiento, se ensalzaban mucho las artes, mas no la literatura. Boileau deja ver el desdén con que la mira:


    Evitons ces excès. Laissons à l'Italie
De tous ces faux brillants l'éclatante folie.



Es verdad que añade enseguida:


Tout doit tendre au bon sens,



dando así el bons sens como fin y término de la poesía. El gran teatro español es designado por Boileau como un espectáculo grosero. De la Edad Media nada conoce. Sabe poco de la literatura inglesa y de la italiana.

Posteriormente, Voltaire, con un espíritu más comprensivo, a pesar de sus preocupaciones literarias y antirreligiosas, fue más justo e imparcial. Apreció y dio a conocer la literatura inglesa, dijo de nuestro teatro que era superior al de las otras naciones, y que cuando la tragedia apareció en Francia con algún brillo debió mucho a sus imitaciones de la escena española; y declaró que las novelas, las ficciones ingeniosas y la moral y la Historia se habían cultivado en España con un éxito grande.

No era éste, sin embargo, el modo de sentir general. Desde que empezó, en el reinado de Luis XIV, a predominar, el gusto francés y a ejercer la cultura francesa una presión tiránica sobre todos los demás pueblos de Europa, lo general era menospreciar la literatura castiza y propia como bárbara y grosera, tener por ruda toda poesía popular y no estimar sino los remedos eruditos y artificiosos de griegos y latinos. La famosa definición de que el arte es la imitación de la Naturaleza se vino a entender cada vez de un modo más sensualista, y, sin embargo, nada menos natural que aquella literatura, que imitaba la Naturaleza; nada más simétrico, más convencional y más afectado y amanerado. Aun dentro de la escuela sensualista, y entre los sectarios de la imitación de la Naturaleza, se levantó Diderot contra lo poco natural de esta imitación, y, en defensa de la Naturaleza verdadera, censuró la falsa y cubierta de colorete, que se suponía ser la hermosa. El influjo de Batteux, principal legislador del seudoclasicismo, fue, con todo, inmenso y durable en los pueblos europeos.

Este influjo está magistralmente pintado por el señor Milá en las siguientes palabras: «A pesar de no pocas y muy venerandas excepciones, el errado concepto que se formó de la naturaleza de la poesía, la preferencia que de ordinario se dio a mostrar artificio y agudeza sobre conmover y entusiasmar, y la extremada y falsa imitación de los antiguos griegos y romanos, han conducido al arte a un estado general de abandono y postración, hasta que casi en nuestros días se ha dado más valor al sentimiento de lo bello, se ha enriquecido la teoría de la poesía con el atinado estudio y profundo conocimiento de diversas literaturas antiguas y modernas, y se ha realzado, señalando su natural y primitiva alianza con la alta filosofía.»

Varias son las causas que han concurrido a acabar con esta tiranía, a hacer esta revolución que el señor Milá y el señor Cánovas aplauden, y a darnos la libertad, que proclaman y juzgan conveniente.

La primera de estas causas fue, sin duda, la aparición y desenvolvimiento de una nueva disciplina: la estética o filosofía de lo bello. Desde Plotino, Filostrato y el maestro de la gran Zenobia, en el siglo tercero de la Era cristiana, nadie, sino muy de paso, había filosofado sobre este punto; nadie, mucho menos, había pensado en dilucidarlo en un tratado especial. No había más que los preceptistas, que los estéticos rutinarios y prácticos. El fundador de la estética filosófica fue un discípulo de Leibniz, un espiritualista: Alejandro Baumgarten, Mendelssohn y el gran Lessing le siguieron; el gran Lessing, a quien no pocos de sus más jactanciosos compatriotas ponen al lado de Arminio y de Lutero, como uno de los tres libertadores de la raza germánica del predominio de la raza latina.

A par de los filósofos, vinieron también por aquel tiempo a reformar y levantar la crítica en Alemania algunos sabios conocedores de las bellas artes, artistas y poetas, como Herder, Mengs, Winkelmann, Goethe y Schiller.

Los últimos, así como Lessing, unieron el ejemplo a la teoría.

Este movimiento acabó en Alemania con el seudoclasicismo francés y levanté sobre la doctrina de la imitación la libertad de la fantasía, del genio, de la virtud creadora.

Mientras tanto, las guerras napoleónicas y el empeño del emperador francés de imponer su yugo a las grandes naciones de Europa despertaron en muchas de ellas el espíritu nacional y el amor a lo propio y castizo. Coincidió con esto que en parte, por efecto sin duda de haber presenciado los hombres tantas novedades, revoluciones y trastornos, se despertó la facultad de comprender mejor lo pasado y de concebirlo y representarlo mejor: algo como una segunda vista histórica. El saber de las cosas que fueron se hizo más general y más profundo, y se falló con más tino y mejor aviso y noticia sobre cada momento de la civilización, sobre las creaciones literarias y artísticas de todos los pueblos y de todas las edades. Confieso que a veces degeneró esta afición a lo nacional, espontáneo y castizo, hasta un extremo vicioso, como si debieran preferirse los aullidos de los caribes a las odas de Horacio, y el vito de los gitanos, la timorodea de las mozas de Otahiti y el tango de los negros, a la danza magistral graciosa y mesurada que compuso Dédalo para solaz recreo de la rubia Ariadna; pero por lo común fue muy útil y saludable este conocimiento y juicio sobre todas las literaturas este aprecio elevado de las artes de todas las naciones.

Los horrores de la Revolución francesa, los extravíos de la incredulidad religiosa, que había venido a fundar un paganismo nuevo, y la grosería del sensualismo y del materialismo, produjeron, además, una reacción que se extendió a la literatura. La Edad Media fue lo ideal de la poesía, y el catolicismo su más pura fuente. Los hermanos Schlegel hicieron, movidos de este espíritu, la apoteosis de Calderón, y Chateaubriand compuso, en El genio del Cristianismo, una como arte poética, donde trata de demostrar que hasta para máquina de un poema valen más los seres sobrenaturales de nuestra religión que los dioses y semidioses de la fábula. Esta doctrina llegó también a exagerarse, y en la práctica produjo composiciones en que lo asqueroso, lo repugnante y lo sepulcral daban grima, como, por ejemplo, la Leonora de Bürger.

Todas estas novedades sirvieron de elementos para la formación de una nueva escuela literaria y artística que se llamó el romanticismo, la cual, a vueltas de no pocas extravagancias y exageraciones, nacidas casi siempre del corto saber de algunos sectarios, trajo consigo dos grandes ventajas: un concepto más noble, más espiritualista y más trascendental del arte y de la belleza, y la abrogación de las reglas arbitrarias y convencionales.

No cabe duda que a este movimiento revolucionario debe España una época brillante y fecunda de actividad en letras y artes, época que, si bien muchos creen que terminó ya, me parece que dura todavía, dándole yo igualmente mayor extensión en su origen. No la hago yo nacer con el romanticismo propiamente dicho, sino con el sacudimiento que produjo en España la Revolución francesa y con el gran levantamiento nacional contra Napoleón. Quintana, el más inspirado y sublime de nuestros líricos después de fray Luis de León, abre este período, ensalzando la libertad, la patria y el progreso humano, y en este período brillan, entre otros menores poetas, dos tan eminentes como Espronceda y como el duque de Rivas.

Ya he dicho que el conocimiento y el estudio de todas las literaturas contribuyó mucho a la perfección de las teorías artísticas y a poner en claro que lo bello cabe en todas las formas y puede darse en todos los géneros y maneras. Los griegos y latinos no fueron sólo ya los imitados. Cada pueblo se volvió en busca de inspiración poética, así a las fuentes de su propia y popular literatura como a otras que antes se habían menospreciado y desconocido. Las leyendas bretonas, los romances, las canciones de gesta, los versos de los trovadores, las sagas escandinavas, la poesía cristiana de los primeros siglos y de los siglos medios, los poemas colosales de la India y de la Persia, los vigorosos raptos líricos de los hebreos y de los árabes, fueron objeto de admiración y de estudio. Hasta los mismos clásicos griegos y latinos, así como la civilización que retratan y de que nacen, se interpretaron y conocieron mejor que los conocieron e interpretaron quienes los tenían por casi exclusivos modelos de toda belleza. Guillermo Guizot, Maury y Patin entendieron mejor sus obras que Boileau, Barthelemy y Dacier. En un principio, el cosmopolitismo y el panfilismo literarios indujeron a muchos a no apreciar como debían los clásicos griegos y latinos; pero ya se ha disipado este error y queda relegado entre los ignorantes y extravagantes. Todo hombre de buen gusto piensa, en el día, que, salvo las poesías de los libros santos, inspirados por Dios, no hay más perfectos modelos de belleza que los que la musa helénica ofrece, y los que, imitándolos, produjo en Roma el siglo de Augusto. Es más: en la patria del seudoclásicismo, en Francia, en el país desde donde se divulgó la doctrina del atildamiento nimio y del remedo servil de las obras de Grecia, y donde la reacción debió de ser y fue más fuerte, el vate que debe considerarse como el generador de la gran poesía lírica moderna de aquel pueblo, y hasta como el jefe de los románticos, es un imitador sabio y discreto de los griegos, y él mismo tenía sangre en sus venas de aquella raza privilegiada y había nacido en aquel suelo inspirador. Hablo de Andrés Chénier, del autor de La joven cautiva y de la oda A Carlota Corday. De él dice el más audaz, el más anárquico, el más despreciador de todo freno entre los poetas románticos franceses, que el Pegaso deforme que nos pinta, y que requiere siempre un palafrenero divino, lo tuvo primero en Orfeo, y en Andrés Chénier por último. De esta suerte paga Víctor Hugo espléndido tributo de admiración al imitador de Teócrito, de Catulo, de Tíbulo y de Virgilio, y pone bajo su custodia el monstruo indomable que ha roto los lazos,


Qu'ont tâché de lui mettre aux ailes
Despréaux et Quintilien,



y sobre el cual cabalga el genio y se lanza en los abismos ignorados.

Conforme en todo con el señor Cánovas en la creencia de que el arte y la poesía son inmortales, no debo extenderme aquí apoyando su aserto y repitiendo lo que yo mismo he dicho tantas veces en otros escritos. Sólo expondré, en resumen, que no hay nada más falso que el supuesto positivismo de nuestra edad, edad en que la cuestión religiosa agita hondamente las conciencias humanas, edad de prodigiosos metafísicos y de egregios poetas.

El arte no puede recelar que ha de morir a manos del saber. La ciencia ha metodizado y reducido a sistema todos los conocimientos; pero más allá queda siempre un infinito desconocido, por donde vuela y campea la imaginación, libre de todo yugo. Hay, por último, pasiones y ensueños y sentimientos que la ciencia no podrá nunca entibiar, ni borrar, ni secar; y aunque sean las facultades humanas que sirven para el arte otras de las que sirven para la ciencia, no están en oposición, y no menguan y decaen las unas al compás que las otras crecen y se encumbran, sino que sin detrimento se desarrollan todas con el progreso y desarrollo de la civilización y de toda virtud y energía del humano linaje.

Verdad es que la escultura de lo venidero no creará un tipo más ideal de hermosura varonil que el Apolo del Belvedere, ni una mujer más hermosa que la Venus de Milo; ni tal vez la arquitectura imaginará nada más bello que el Partenón, ni nada más sublime que una catedral gótica; ni tal vez invente la pintura un rostro más divino que el de las vírgenes de Rafael; pero en la música y en la poesía lírica, donde se cifran y compendian todas las celestes aspiraciones de la Humanidad, caben, sin duda, progreso y mejora, conforme nuestras almas se vayan levantando a superiores esferas y descubriendo más vastos horizontes por donde tender la mirada y por donde enderezar la voluntad, sedientas ambas de lo infinito.

Por esto la música y la poesía lírica florecen como nunca en la edad presente. Respecto a la música, es tan clara esta verdad, que no hay que demostrarla. Y de la excelencia de la poesía dan testimonio Byron, Moore, Shelley, Tennyson, Wordsworth y tantos otros, en Inglaterra; Chénier, Hugo, Lamartine, Musset y Béranger, en Francia; en Alemania, Schiller, Goethe y Heine, y en Italia, Parini, Monti, Foscolo, Leopardi y Manzoni, los cuales se adelantan, en la forma y en la idea, a la mayor parte de los poetas líricos que hubo, en los siglos pasados, en sus respectivos países.

El arte vive, pues, y no acabará nunca mientras la Humanidad no acabe. Lo que hace es romper las formas antiguas para revestir nuevas formas; lo que hace es recobrar su libertad para vivir soñando y adivinando, más allá de donde alcanza la ciencia, las futuras y recónditas verdades o las bellas y sublimes ilusiones que han de servir a los hombres de guía o de consuelo.

Y aquí, señores, será bien que yo ponga término a mi desaliñado discurso, sin distraer por más tiempo la atención del recuerdo agradable que el del señor Cánovas ha de haber dejado en vuestras almas, el cual discurso creo que bastaría solo, aunque no hubiese otros motivos, a que os felicitarais, como me felicito yo sinceramente, de tener a su autor por compañero.



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