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Elogio de Santa Teresa

Contestación al discurso de recepción del excelentísimo señor conde de Casa Valencia en la Real Academia Española el 30 de marzo de 1879


SEÑORES:

Nada podría lisonjearme y agradarme más que el encargo que me habéis dado de contestar al bello discurso que acabamos de oír. Su autor, recibido hoy en el seno de esta Corporación, está unido a mí por lazos de parentesco, y, lo que es más estimable y grato, por amistad de mucho tiempo, jamás interrumpida hasta ahora y que promete no serlo nunca.

Si la disposición de ánimo, que de estu afecto nace, no tuerce mi juicio, inclinándome a la benevolencia, me atrevo a afirmar que la obra literaria que el nuevo académico nos ha leído corrobora las razones que para elegirle tuvisteis, siendo dichosa muestra de sobriedad, tersura y sencilla elegancia de estilo y cumplido dechado de crítica juiciosa.

Pero, por mucho que valga su discurso, el conde de Casa-Valencia había exhibido antes otros títulos de más valer para aspirar a tomar asiento entre vosotros.

No pocas veces he discutido yo con él acerca de un punto importantísimo en la historia de toda literatura, y singularmente de la española, en nuestros días. Fundábase nuestra controversia en este aserto, que dábamos por sentado: en nuestra España apenas tiene el escritor el incentivo del lucro, o es tan ruin el incentivo que no debe suponerse que sea él y no el amor de la gloria quien a escribir estimule.

La controversia era, pues, sobre si tal carencia, ineficacia o escasez de incentivo, era un bien o un mal para las letras.

Como yo no vengo aquí a hacer pública confesión de mis culpas, no diré si por carácter vacilo; pero sí confesaré que, salvo en ciertas cuestiones de primer orden, en que sostengo siempre la misma opinión, rayando en tenacidad mi consecuencia, suelo en muchas otras, que considero secundarias, vacilar con demasía y no acabar nunca de decidirme, fluctuando entre los más encontrados pareceres. Percibo o imagino que percibo cuantos argumentos hay en pro y en contra, y ya me siento solicitado por unos, ya atraído por otros, en direcciones opuestas.

En este asunto de las letras mal remuneradas, me ocurre, mil veces más que en otros, tan lastimosa fluctuación.

Prescindo del interés que como escritor me induce a desear que los libros se vendan a fin de hallar en componerlos medio honrado de ganar la vida. Y libre mi criterio de esta seducción, diré en breves frases lo que en pro de ambos pareceres se presenta a mi espíritu.

Cuando yo era mozo, me encantaba la lectura de un tratado del célebre Alfieri, cuyo título es Del príncipe y de las letras. Nada me parecía más razonable que lo que allí se afirma. Todavía, en tiempo del autor, los poetas, los filósofos, los que componían historias, todos los escritores, en suma, contaban poco con el vulgo, y esperaban o gozaban remuneración por sus trabajos de algún magnate, monarca, tirano o señor espléndido, que los protegía. Contra esto se enfurece Alfieri, declama con severa elocuencia y se desata en invectivas y en raudales de indignación. Para complacer al príncipe, magnate o tirano, a quien se sirve y de quien todo se espera o teme, importa adular, encubrir a menudo las verdades más provechosas al género humano y emplear un estilo sin nervio. El escritor, pues, que se respete y que estime su misión en lo que vale, es menester que se sustraiga y emancipe de la protección y tutela del tirano, que aprenda y ejerza oficio manual para vivir independiente, y que, de esta manera, escribiendo sólo por amor a la gloria y por filantropía, esto es, por deseo santísimo y purísimo de adoctrinar a los hombres y de hacerlos más virtuosos, componga obras merecedoras de pasar a la posteridad, para bien de las generaciones futuras, a quienes sirve de guía y norte.

Todos estos razonamientos repito que me encantaban. Y yo daba gracias fervientes al cielo porque me había hecho nacer en una edad en que las cosas habían cambiado de tal suerte, que el escritor, contando con el público, para nada necesitaba de tirano a quien adular, ni a fin de no incurrir en su enojo se veía obligado a callar las más útiles y hermosas teorías.

Después vinieron la contradicción y la duda. Esto que hoy se llama público y que en lo antiguo con vocablo menos respetuoso se llamaba vulgo, ¿no es tirano también? ¿No es menester adularle si queremos ganar su voluntad? ¿No conviene decirle cosas que le deleiten, para tenerle propicio? ¿No se necesita callar las verdades más sanas para que no se enfade?

Si el público fuera en realidad equivalente al vulgo, si el público y el pueblo fuesen la misma entidad, aún se podría sostener; que posee, si no reflexivo acierto para apreciar la bondad, la verdad o la belleza, instinto semidivino y casi infalible que le lleva a fallar sobre todo ello con justicia. Pero entre las muchedumbres que gozarán, a no dudarlo, de tan noble instinto, y el escritor que a ellas se dirige, siempre o casi siempre se interpone cierta capa social, aunque leve y sutil, muy tupida, donde la voz se embota y apaga o el escrito se detiene, sin llegar ante los ojos o sin penetrar en los oídos de ese vulgo o de ese pueblo, que exento de prejuicios y con certera candidez sabría decidir lo justo, si la voz o el escrito se pusiera a su alcance. Detenidos éstos en la mencionada capa social, sólo de ella pueden los escritores esperar hoy el galardón que apetecen. Lo malo es que las gentes que forman esta capa social son, a mi ver, poco a propósito para el fallo. Egoístas en grado sumo, se dejan arrastrar de la pasión o del interés del momento. Hasta lo más excelso y transcendental se subordina a la moda: ora por moda son creyentes, ora por moda son impíos. A la adulación se hallan tan propensos como el más engreído tirano. Y suelen carecer del buen gusto de que algunos tiranos, protectores de las letras, han dado pruebas brillantísimas. Bien puede ponerse en duda que haya habido jamás clase media bastante ilustrada para competir en tino, al proteger la poesía y las demás letras humanas, con Pericles, Augusto Mecenas, Bembo, León X, Lorenzo el Magnífico, Luis XIV de Francia y el duque de Weimar. Ni sé yo, si se ahonda y escudriña bien este negocio, qué cosas tan útiles al linaje humano se hubieron de callar los protegidos por no incurrir en el desagrado de sus egregios protectores. ¿Qué prohibiría decir, por ejemplo, el duque de Weimar a Herder, Wieland, Lessing, Goethe y Schiller? Yo me doy a entender que ellos dijeron todo lo que quisieron, y que, sin miedo de perder el favor del amable soberano que los hospedaba, y regalaba con generosa magnificencia, permítaseme lo familiar de la frase, se despacharon a su gusto.

No se opone esto a que Alfieri en general tuviese razón; pero es menester hacer extensivo su argumento, no sólo al escritor que se somete a un príncipe sino al escritor que al público se somete. Por donde vendrá a inferirse que la verdadera independencia y nobleza de quien escribe está en el propio ser de su alma y no en la circunstancia exterior de que viva asalariado por un príncipe o por un mercader de libros que le paga con lo que del público cobra.

Sea como sea, en el día, este segundo modo de ganar algo con las letras es el único posible. Los príncipes no son señores de vidas y haciendas; apenas se halla tirano, amable o no amable, que pueda disponer de la fortuna pública para proteger a los poetas y literatos; y lo más natural es que éstos se hagan pagar por el público su tra bajo, porque no se ha de confundir por ningún estilo el antiguo patrocinio de los príncipes con lo que hoy se llama protección oficial. Esto, por muchas garantías que se den y por más exquisitas precauciones que se tomen, tiene todos los inconvenientes de los otros dos modos de protección. En lo tocante a servilismo baja hasta lo ínfimo, pues no se trata ya de adular a los Médicis o al distinguido y simpático duque de Weimar, sino al ministro, tal vez zafio y oscuro; al director, tal vez lego, y acaso, al triste oficial del Negociado. Las elegancias cortesanas, los primores del estilo, la atildada compostura, que para ganar la protección de la Corte se requerían, están aquí de sobra. Por todo lo cual entiendo que de esta protección oficial, concedida en virtud de prosaicos expedientes, sólo nace una literatura enfermiza y enteca, como planta criada en invernáculo; libros de pacotilla, sin elevación ni libertad de espíritu en quien los escribe y desprovistos además de aquella distinción y de aquella pulcritud aristocráticas, que siempre son un mérito, no existiendo otros de más sustancia.

Así, pues, yo propendo a creer que es inútil, si no por todo extremo nociva, la protección oficial a la literatura, y en particular a la amena, y sólo comprendo que proteja y subvencione el Estado ciertas producciones tan hondas, sutiles y tenebrosas, que se pueda presumir razonablemente que no cuentan en una nación, medio culta siquiera, con un público que pase de cien personas, como, por ejemplo, un libro de matemáticas sublimes, erizado de fórmulas, signos y figuras, y atiborrado de cifras, misteriosas para el profano. Lo demás, o dígase novelas, versos, historia, política y hasta filosofía, el público debe pagarlo, y si no lo paga, mejor es que no se escriba o que se escriba de balde.

Casi se puede afirmar que tal es el caso de España.

Aquí renace la cuestión. ¿Esto es un mal o es un bien? Yo, a pesar de mis vacilaciones, y a pesar del interés personal que me lleva a creer lo contrario, creo que es un bien.

Todo el que tiene o imagina tener algo peregrino, bello y nuevo que decir, de seguro que no se lo calla; lo dice, aunque no se lo paguen. Por decirlo es muy capaz de pagarlo, si tiene dineros. ¿Hay mayor hechizo que el de que nos escuchen o nos lean? Fiado en este hechizo, trazó Leopardi el gracioso y lucrativo proyecto de una compañía o sociedad de oyentes, que se haría pagar por oír a los autores. El filósofo que inventa un sistema, el vidente que percibe al numen agitando su alma, y el poeta a quien el estro hiere y aguija con invencible brío, escribirán sus filosofías, sus poesías y sus visiones, aunque nada les valgan. El escribir entonces será de veras sacerdocio: algo de devotísimo y sagrado que se tomará por oficio. Se escribirán pocos libros medianos. Sólo se escribirán algunos buenos.

Y se escribirán muchos pésimos, por los alucinados de la gloria; pero esto no obsta, porque el río del olvido los arrastrará en su corriente, a poco de haber salido a luz y sin dejar huella ninguna.

De que los libros no valgan dinero resultará que todos aquellos hombres de entendimiento, que sirven para algo, harán mil cosas útiles y no escribirán. Sólo escribirán los verdaderamente inspirados, los amantes de la gloria, los punzados o impelidos por el estro, los que tienen algo grande y nuevo que decir, o el que absolutamente no sirve para nada, y, como ha seguido carrera literaria, se hace escritor, desesperado de no poder hacer otra cosa y para consolación en su desventura.

Infiero yo de aquí que no reflexionan derechamente los que, llenos de terror de que haya tanto letrado en España, dicen que deben dificultarse las carreras a fin de que muchos tomen oficio o se empleen en más humildes menesteres, porque nuestras aficiones hidalgas o señoriles no lo consentirán nunca: y, si el que estudia algo, aunque sea poco, se convierte hoy en autor, cuando no estudie nada, y no espere regalo y favor de las musas, como ya hacen muchos que no han cursado en las Universidades, se convertirán en hacendistas, y las cosas empeoraran. Un poeta, por perverso que sea, es al cabo menos dañino que cualquier aspirante a ministro de Hacienda, o a banquero, o a director del Tesoro.

El argumento no vale, sin embargo, sino para probar que no son dañinos los muchos autores, y no para excitar a que se paguen sus obras.

Donde éstas se pagan bien, por lo rico y más próspero del pueblo para quien se escriben, hay que lamentar hoy cierta plétora. Así en Inglaterra, Tauchnitz, editor de Leipzig, hace una edición de autores ingleses, contemporáneos los más. Es de presumir que sólo publica lo mejor. Su biblioteca o colección, no obstante, consta ya de mucho más de dos mil volúmenes. Convengamos en que esto pone grima. ¿Es posible que el espíritu humano, por fértil que sea, tenga suficientes primores, novedades y lindezas que decir, para llenar tantos volúmenes, o habrá harto de repeticiones y de palabrería? Lo confieso: al ver esta viciosa lozanía, esta intrincada selva o matorral de libros, que nacen donde se pagan, casi me avengo a que no se paguen aquí o se paguen mal, a fin de que sólo escriban los que por ilusión sandia se creen genios, o los que tienen algo de genios y no pueden menos de escribir. Los libros de aquéllos pasarán y los pocos de éstos quedarán, como conviene que queden, sin confundirse en el fárrago insulso de tanto como por oficio se escribe.

Por otra parte, donde no valen dinero las obras literarias, los autores no suelen ser tan prolijos en escribir, y esto es gran ventaja. Aunque yo disto infinito de ser profundo, venero la profundidad, si bien me guardo de confundir lo profundo con lo difuso. Y cierto que hoy se peca gravemente en esto, donde los libros valen. Hay, verbigracia, una historia de Inglaterra que, se toma por modelo. No empieza la narración sino doscientos años ha. El autor murió dejando escritos, en uno ocho tomos de la citada edición del Tauchnitz, ocho años sobre poco más o menos de dicha historia. Para escribirla toda hasta hoy, hubiera sido menester en el autor la facilidad del Tostado y la vida de Matusalén, a fin de escribir doscientos tomos. Y hasta para leer toda la historia, uno que no leyese muy deprisa tendría que consumir lo mejor de su vida.

Si estas razones tengo para no sentir que el oficio de escribir sea bien retribuido, no faltan razones desinteresadas para desear que lo sean. Y es una de gran peso el considerar que no se logra escribir bien y sacar a luz obras inmortales con larga meditación y estudio, sino que las mejores obras suelen brotar de repente, y el autor las produce como por milagro y caso divino, escribiendo veinte cosas malas o medianas antes de atinar con una buena.

En los terrenos feraces, si se siembra trigo y se cultiva bien, el trigo nace en abundancia; pero no dejan de nacer cizaña y otras hierbas perniciosas, y, sin embargo, no es razón que, a fin de evitar que la cizaña nazca, se quede por cultivar el terreno y no se eche en él buena simiente. Ya vendrá en su día y sazón quien escarde el haza o sembrado y arranque lo que allí ha nacido de más, a fin de que el trigo crezca, medre y cunda sin ahogo.

Esto, en las letras, lo hace la crítica. Porque yo me figuro, pongo por caso, que había de haber un sinnúmero de cantos y narraciones populares sobre la guerra de Troya, y que sin duda algún sabio discreto desechó lo más y escogió lo menos y más hermoso, y enlazándolo entre sí con artificio y orden, compuso los maravillosos poemas de la Ilíada y de la Odisea. Y del gran moralista antiquísimo de los chinos, no ya por presunción se colige, sino que a ciencia cierta se sabe, que de fatigosa cantidad de sentencias, eliminando muchas, ya por vanas y frívolas, ya por repetidas, reunió lo mejor y más sustancioso, y esto le dio la fama, el crédito y la autoridad semidivina de que él goza entre los de su nación y casta, con provecho y bienandanza de todos.

Por este lado, pues, yo me inclino a desear que se escriba mucho, aunque se nos antoje que no es de mérito, porque sin tanta rapsodia no hubiera salido la Ilíada, y sin tanta sentencia no hubiera podido extraer las suyas el sabio Confucio. En España, dejando en suspenso el decir si es bien o mal, ya que en mi entender para todo hay razones, se escribe poco en proporción de lo que en otros países se escribe. Y aun de eso poco que se escribe en España, no suele ser lo peor lo que, por incuria o falta de estímulo, queda inédito o pasa ignorado.

Notable prueba de lo que digo pudieran dar bastantes varones ilustres que ocuparon las sillas de esta Academia, cuyas obras, de gran importancia unas y otras de sabrosísima lectura, andan perdidas en los periódicos o existen manuscritas y expuestas a perecer, sin que nadie las imprima y publique en colección; así, por ejemplo, los escritos de don Agustín Durán, de don Antonio Alcalá Galiano, de don José Joaquín de Mora y de otros.

Los españoles son más aficionados al tumulto del espectáculo público que a la soledad y al retiro, y más se avienen con emplear los oídos en escuchar que los ojos en leer las creaciones del ingenio, por donde éste suele mostrarse, mejor que en el libro, en el teatro y en la tribuna. De aquí que nuestra Academia elija gran parte de sus individuos entre los autores dramáticos y los oradores.

De los últimos hay varios que apenas han dejado escritos, por faltarles tiempo y aliciente para escribir, si bien por lo poco que dejaron es fácil rastrear y columbrar cuánto hubieran acertado al hacerlo, si con afán hubiesen dedicado a tales tareas las altas prendas de escritores que los adornaban. Valga como muestra la bellísima cita, hecha por el conde de Casa-Valencia en el discurso a que contesto, de un artículo del señor Ríos Rosas, La mujer de Canarias, única producción en prosa que, a más del discurso de recepción aquí, confieso conocer, como trabajo meramente literario, de tan eminente repúblico y tribuno.

El nuevo académico, a quien tengo la honra de contestar, se cuenta entre aquellos que vienen principalmente aquí a título de oradores, como Pacheco, Olázaga, González Bravo y el citado Ríos Rosas.

Su elocuencia parlamentaria y didáctica es harto digna de este premio. Fácil y discreto en cuanto dice, une el conde a la elegancia de la frase, la nitidez, la corrección y el método, que valen tanto para hacerse comprender; la amenidad y la gracia, que atraen al auditorio y ganan las voluntades; la firmeza, que infunde el convencimiento, y la circunspección, la mesura y el sereno reposo, que cuadran y se ajustan tan bien con la índole del hombre de Estado.

Pero el nuevo académico no ha lucido sólo en las asambleas políticas las dotes que como orador le distinguen, sino que, durante tres años, ante numeroso y complacido concurso, ha dado en el Ateneo interesantes lecciones sobre La libertad política en Inglaterra, las cuales, con aplauso general y no escaso fruto de los que estudian seriamente la política, corren impresas en tres volúmenes. En ellos, a más de campear las excelencias que ya he encomiado, se atesoran no pocas noticias históricas, para la generalidad de nuestros compatriotas desconocidas, y muchas advertencias y máximas, sacadas con tino y agudeza de los mismos hechos que se refieren.

Entre otros trabajos del conde, es muy de alabar además uno, bastante extenso, publicado en la Revista de España, con el título de «La embajada de don Jorge Juan en Marruecos», en el cual no sólo se descubren excelentes condiciones del estilo propio para la narración histórica, sino la aptitud didáctica, sesuda y reflexiva de que el autor da tantas señales en las precitadas lecciones.

De su discurso de recepción sería petulancia en mí hacer aquí el panegírico, ¿Cuál mejor que vuestro aplauso? ¿Qué prueba más clara de su mérito que el deleite e interés incesante con que le habéis oído?

Grande es mi deseo de contestar dignamente a dicho discurso; pero ni la premura del tiempo, ni las dolencias y graves disgustos que en estos días me han aquejado, ni mi falta de serenidad y de paz interior habrían de consentirlo, aunque la pobreza de mi erudición y la cortedad de mi entendimiento no lo estorbasen.

El tema sobre que versa el discurso no puede serme más simpático; pero esto no basta.

Con ocasión de que las mujeres se complacen ahora en asistir a estas reuniones, encarece mi amigo y compañero la capacidad que hay en ellas para el cultivo de las letras, y cuán útil y conveniente es que las cultiven. En todo esto mi mente se halla en perfecta consonancia con la suya. Nada diría yo, aunque supiera decirlo, para invalidar sus razones. Lo poco que yo añada será para esforzarlas.

El ser espiritual de la mujer no me parece, con todo, igual al del hombre, sino radicalmente distinto. Lo que el espíritu de ellas concibe sería, a mi ver, monstruoso, si no diese señales de que es de mujer. Mas esta desigualdad no implica diferencia de valer, ni presupone inferioridad mucho menos. La diferencia está en las condiciones y calidades, en algo que se siente de un modo confuso y que es difícil de determinar y de expresar.

Pero la diferencia existe, y, aunque no sea más que por esta diferencia, deben escribir las mujeres. Si sólo escriben los hombres, la manifestación del espíritu humano se dará a medias: sólo se conocerá bien la mitad del pensar y del sentir de nuestro linaje.

En los pueblos donde la mujer vive envilecida en la servidumbre y no se la deja educarse y saber, la civilización no llega jamás a completo florecimiento: antes de llegar se corrompe o se marchita. Es como si al alma colectiva de la nación o casta donde esto ocurre se le cortase una de las alas. Es como ser vivo que tiene la mitad de su organismo atrofiado o inerte por la parálisis.

Si el alma de la mujer es diferente de la nuestra, hasta en la operación más inmaterial debe notarse. Y yo creo justo y consolador sostener esta diferencia. Si yo cayese en la tentación de hacerme espiritista y de dar fe a la palingenesia, metempsícosis, o como quiera llamarse, imaginando que renacemos en otros astros y mundos de los que pueblan el éter insondable, entendería que la mujer siempre quedaba mujer, pues tendría yo una desazón grandísima si me volviese a hallar, en Urano o en Júpiter, con la linda señora a quien hubiese amado en nuestro planeta, aunque fuese de un amor más platónico que el de Petrarca por Laura, convertida en caballero o en algo equivalente, según los usos de por allá.

No puede ser mero accidente orgánico el ser de un sexo o de otro, sino calidad esencial del espíritu que informa el cuerpo.

Repito, no obstante, que no implica esto que se dé inferioridad en las mujeres, ni en el alma ni en los órganos que la sirven. Los españoles nos hemos inclinado siempre a creerlas superiores en todo. El sublime concepto que de ellas tenemos se cifra en cierta sentencia que Calderón, no una, sino arias veces, pone en boca de sus galanes:


Que si el hombre es breve mundo
la mujer es breve cielo.



Recuerdo que Juan de Espinosa, en cierto diálogo que escribió en laude de las mujeres, titulado Ginaecepaenos, se extrema en ponderar lo superiores que son en todo las mujeres, valiéndose para ello de las doctrinas escolásticas, de la Historia, de la teología y de los argumentos más raros y sutiles. Dice, por ejemplo, con darvinismo profético y piadoso, que Dios sacó de lo menos acabado y perfecto lo más perfecto y acabado. Del hombre sacó a la mujer no sin menoscabo y detrimento, pues que le sacó una costilla; y de la mujer, sin detrimento ni menoscabo alguno, sacó un perfectísimo varón, en quien quiso humanarse. Otra observación no menos curiosa del Ginaecepaenos es que el hombre fue creado por Dios en cualquier parte, mientras que la mujer la creó Dios en el Paraíso.

Dejando a un lado estas cuestiones, sobrado profundas, digo que la mujer, aun cuando no escriba, influye benéficamente inspirando lo mejor de cuanto se escribe. ¿Qué poesía, qué drama, qué leyenda, qué novela, no tiene por asunto principal el amor de la mujer? Inspirado por su amor y deseoso de conquistar su amor, canta casi siempre el poeta. Mas no contentas las mujeres con tanta gloria, no satisfechas de inspirar sólo, han querido y debido escribir también, a fin de que una de las fases de nuestro espíritu, colectivamente considerado, no quede en la sombra, sin dejar rastro y sin dar razón permanente de sí.

El nuevo académico, concretándose a nuestra patria, ha hablado con elogio merecido y ha hecho el recuento de las mejores escritoras que enriquecen el idioma castellano con sus producciones.

Es evidente que, en un discurso que por fuerza no ha de extenderse demasiado, no puede esto hacerse por completo. España ha sido tierra fecundísima en escritoras, y el conde de Casa-Valencia ha tenido que hablar poco de las que ha hablado y que dejar de hablar de muchas.

Con más reposo y tiempo que los que tengo ahora, no me sería difícil, ya que no completar, añadir algo, citando otras autoras de la época cristiana, y hasta hablando de las poetisas muslímicas, que las hubo en gran número y muy notables.

Un compañero nuestro, el académico correspondiente don Gumersindo Laverde, pronto, por dicha, llenará este vacío. Sé que reúne noticias con diligencia, y que escribe sobre el asunto. Yo espero que Dios mejore su quebrantada salud, así por lo mucho que estimo y quiero a tan laborioso, entendido y modesto amigo, como para que el público goce del libro que acerca de las escritoras españolas está componiendo, y que será de seguro bueno y provechoso, como toda obra suya.

Quisiera yo, no obstante, añadir aquí algo sobre lo que ha dicho el señor conde en alabanza de nuestra gran poetisa doña Gertrudis Gómez de Avellaneda; pero temo repetir lo que ya en algunos escritos míos, a que me remito, dije de sus obras líricas y de alguna dramática.

La premura del tiempo me incita además a no hablar de la gran poetisa, para consagrarme todo, en lo que puedo decir aún sin fatigar vuestra atención, a otra mujer, a otra poetisa harto más asombrosa, hija de nuestra España y una de sus glorias mayores y más puras, la cual, aun considerándolo todo profanamente, me atrevo a decir, sin pecar de hiperbólico, que vale más que cuantas mujeres escribieron en el mundo.

Mi pluma tal vez la ofenda por torpe e inhábil; pero mi intento es sano y de vivo entusiasmo nacido. Mi admiración y mi devoción son tales, que si respondiese mi capacidad a mi afecto, diría yo algo digno y grande en su elogio.

Bien pueden nuestras mujeres de España jactarse de esta compatriota y llamarla sin par. Porque, a la altura de Cervantes, por mucho que yo le admire he de poner a Shakespeare, a Dante y, quizá, al Ariosto y a Camoens; Fénelon y Bossuet compiten con ambos Luises, cuando no se adelantan a ellos; pero toda mujer, que en las naciones de Europa, desde que son cultas y cristianas, ha escrito, cede la palma y aun queda inmensamente por bajo, comparada a Santa Teresa.

Y no la ensalzo yo como un creyente de su siglo, como un fervoroso católico, como los santos, los doctores y los prelados sus contemporáneos la ensalzaban. No voy a hablar de ella impulsado por la fe poderosa que alentaba a San Pedro Alcántara, a San Francisco de Borja, a San Juan de la Cruz, al venerable Juan de Ávila, a Bañés, a fray Luis de León, al padre Gracián y a tantas otras lumbreras de la Iglesia y de la sociedad española, en la Edad de Oro de nuestra monarquía; ni con el candor con que la amaban y veneraban todos aquellos sencillos corazones que ella arrobó con su palabra y con su trato para dárselo a su Esposo Cristo; sino desde el punto de vista de un hombre de nuestro tiempo, incrédulo tal vez, con otros pensamientos, con otras aspiraciones, y, como ahora se dice, con otros ideales.

En verdad que no es éste el punto de vista mejor para hablar de la Santa; pero yo apenas puedo tomar otro. No hay método además que no tenga sus ventajas.

Para las personas piadosas es inútil que yo me esfuerce. Por razones más altas que las mías, comparten mi admiración. Y en dicho sentido, nada acertaría a escribir yo que ya no hubiesen escrito tantos teólogos y doctores católicos de España, Alemania, Francia, Italia y otras naciones, devotos todos de la admirable monja de Ávila, y que, en diversas lenguas y en épocas distintas elogiaron sus virtudes, contaron su vida y difundieron su inspirada enseñanza.

Aunque este escrito mío no fuese improvisado, aunque me diesen años y no horas para escribirlo, nada nuevo podría añadir yo de noticias biográficas, bibliográficas y críticas, después de la edición completa de las obras de la Santa, hecha por don Vicente de la Fuente con envidiable amor, con afanoso esmero y con saber profundo.

Véome, pues, reducido a tener que hablar de la Santa sólo como profano en todos sentidos.

Mis palabras no serán más que una excitación para que alguien, con la ciencia y el reposo de que carezco, no en breve disertación, sino en libro, exponga por el método que hoy priva aquella doctrina suya, que fray Luis de León llamaba la más alta y más generosa filosofía que jamás los hombres imaginaron.

Algo de esto ha hecho, para vergüenza nuestra, un escritor francés, Pablo Rousselot, en libro que titula Los místicos españoles, donde si deja mucho que desear, aún nos da más que agradecer, ya que ha sido el primero en tratar el asunto como filósofo, moviendo a algunos españoles, a par que a impugnarle y completarle, a imitarle y a seguir sus huellas. Tales son un distinguido compañero nuestro, que no nombro, porque está presente y ofendería su modestia, y el filósofo espiritualista de Béjar, don Nicomedes Martín Mateos, a quien me complazco en mentar aquí y con cuya buena amistad me honro.

La dificultad de decir algo nuevo y atinado de Santa Teresa, crece al considerar lo fecundo y vario de su ingenio y la multitud de sus escritos; y más aún si tenemos en cuenta que su filosofía, la más alta y más generosa, no es mera especulación, sino que se transforma en hechos y toda se ejecuta. No es misticismo inerte, egoísta y solitario el suyo, sino que desde el centro del alma, la cual no se pierde y aniquila abrazada con lo infinito, sino que cobra mayor aliento y poder en aquel abrazo; desde el éxtasis y el arrobo; desde la cámara del vino, donde ha estado ella regalándose con el Esposo, sale, porque Él le ordena la caridad, y es Marta y María juntamente; y embriagada con el vino suavísimo del amor de Dios, arde en amor del prójimo y se afana por su bien, y ya no muere porque no muere, sino que anhela vivir para serle útil, y padecer por él, y consagrarle toda la actividad de su briosa y rica existencia.

Pero aun prescindiendo aquí de la vida activa de la Santa y hasta de los preceptos y máximas y exhortaciones con que se prepara a esta vida y prepara a los que la siguen, lo cual constituye una admirable suma de moral y una sublime doctrina ascética, ¡cuánto no hay que admirar en los escritos de Santa Teresa!

Divertida y embelesada la atención en tanta riqueza y hermosura como contienen, no sabe el pensamiento dónde fijarse, ni por dónde empezar, ni acierta a poner orden en las palabras.

A fin de decir, sin emplear muchas, algo digno de esta mujer, sería necesario, aunque fuese en grado ínfimo, poseer una sombra siquiera de aquella inspiración que la agitaba y que movía a escribir su mente y su mano; un asomo de aquel astro celestial de que las sencillas hermanas, sus compañeras, daban testimonio, diciendo que la veían con grande y hermoso resplandor en la cara, conforme estaba escribiendo y que la mano la llevaba tan ligera que parecía imposible que naturalmente pudiera escribir con tanta velocidad, y que estaba tan embebida en ello que aun cuando hiciesen ruido por allí nunca por eso lo dejaba ni decía la estorbasen.

No trajo aquí esta cita como prueba de milagro, sino como prueba candorosa de la facilidad, del tino, del inexplicable don del Cielo con que aquella mujer, que no sabía gramática ni retórica, que ignoraba los términos de la escuela, que nada había estudiado, en suma, adivinaba la palabra más propia, formaba la frase más conveniente, hallaba la comparación más idónea para expresar los conceptos más hondos y sutiles, las ideas más abstrusas y los misterios más recónditos de nuestro íntimo ser.

Su estilo, su lenguaje, sin necesidad del testimonio de las hermanas, a los ojos desapasionados de la crítica más fría, es un milagro perpetuo y ascendente. Es un milagro que crece y llega a su colmo en su último libro, en la más perfecta nota de sus obras: en El castillo interior o las moradas.

La misma santa lo dice: El platero que ha fabricado esta joya sabe ahora más de su arte. ¡En el oro fino y aquilatado de su pensamiento, cuán diestramente engarza los diamantes y las perlas de las revelaciones divinas! Y este diestro artífice era entonces, como dice el señor La Fuente, «una anciana de setenta y dos años, maltratada por las penitencias, agobiada por enfermedades crónicas, medio paralítica, con un brazo roto, perseguida y atribulada, retraída y confinada en un convento harto pobre, después de diez años de una vida asendereada y colmada de sinsabores y disgustos».

Así escribió su libro celestial. Así, con infalible acierto, empleó las palabras de nuestro hermoso idioma, sin adorno, sin artificio, conforme las había oído en boca del vulgo, en explicar lo más delicado y oscuro de la mente; en mostrarnos con poderosa magia el mundo interior, el cielo empíreo, lo infinito y lo eterno, que están en el abismo del alma humana, donde el mismo Dios vive.

Su confesor, el padre Gracián y otros teólogos, con sana intención, sin duda, tacharon frases y palabras de la Santa, y pusieron glosas y otras palabras; pero el gran maestro en teología, en poesía y en habla castellana, fray Luis de León, vino a tiempo para decir que se podrían excusar las glosas y las enmiendas, y para avisar a quien leyere El castillo interior «que lea como escribió la Santa Madre, que lo entendía y decía mejor, y deje todo lo añadido; y lo borrado de la letra de la santa délo por no borrado, sino fuere cuando estuviese enmendado o borrado de su misma mano, que es pocas veces». Y en otro lugar dice el mismo fray Luis, en loor de la escritora, y censurando a los que la corrigieron: «Que hacer mudanza en las cosas que escribió un pecho en quien Dios vivía, y que se presume le movía a escribirlas, fue atrevimiento grandísimo, y error muy feo querer enmendar las palabras, porque, si se entendiera bien castellano, vieran que el de la madre es la misma elegancia. Que, aunque en algunas partes de lo que escribe, antes que acabe la razón que comienza, la mezcla con otras razones, y rompe el hilo comenzado muchas veces con cosas que injiere, más injiérelas tan diestramente y hace con tan buena gracia la mezcla, que ese mismo vicio le acarrea hermosura.»

Entiendo yo, señores, por todo lo expuesto, y por la atenta lectura de los libros de la Santa, y singularmente de El castillo interior, que el hechizo de su estilo es pasmoso, y que sus obras, aun miradas sólo como dechado y modelo de lengua castellana, de naturalidad y gracia en el decir, debieran andar en manos de todos y ser más leídas de lo que son en nuestros tiempos.

Tuve yo un amigo, educado a principios de este siglo y con todos los resabios del enciclopedismo francés del siglo pasado, que leía con entusiasmo a Santa Teresa y a ambos Luises, y me decía que era por el deleite que le causaba la dicción de estos autores; pero que él prescindía del sentido, que le importaba poquísimo. El razonamiento de mi amigo me parecía absurdo. Yo no comprendo que puedan gustar frases ni períodos, por sonoros, dulces o enérgicos que sean, si no tienen sentido o si del sentido se prescinde por anacrónico, enojoso o pueril. Y sin callarme esta opinión mía, y mostrándome entonces tan poco creyente como mi amigo, afirmaba yo que así en las obras de ambos Luises como en las de Santa Teresa, aun renegando de toda religión positiva, aun no creyendo en lo sobrenatural, hay todavía mucho que aprender y no poco de qué maravillarse, y que, si no fuese por esto, el lenguaje y el estilo no valdrían nada, pues no se conciben sin pensamientos elevados y contenido sustancial, y sin sentir conforme al nuestro; esto es, humano y propio y vivo siempre en todas las edades y en todas las civilizaciones, mientras nuestro ser y condición natural duren y persistan.

Pasando de lo general de esta sentencia a su aplicación de las obras de la santa, ¿qué duda tiene que hay en todas ellas, en la Vida, en El camino de perfección, en los Conceptos de amor divino y en las Cartas y en Las moradas, un interés inmortal, un valer imperecedero, y verdades que no se negarán nunca, y bellezas de fondo que las bellezas de la forma no mejoran, sino hacen patentes y visibles?

La teología mística, en lo esencial, y dentro de la más severa ortodoxia católica, tenía que ser la misma en todos los autores; pero ¿cuánta originalidad y cuánta novedad no hay en los métodos de explicación de la ciencia? ¿Qué riqueza de pensamientos no cabe y no se descubre en los caminos por donde la santa llega a la ciencia, la comprende y la enseña y la declara? Para Santa Teresa es todo ello una ciencia de observación, que descubre o inventa, digámoslo así, y lee en sí misma, en el seno más hondo de su espíritu, hasta donde llega, atravesando la oscuridad, iluminándolo todo con luz clara y estudiando y reconociendo su ser interior, sus facultades y potencias, con tan aguda perspicacia, que no hay psicólogo escocés que la venza y supere.

Rousselot concede a nuestros místicos, y sobre todo a Santa Teresa, este gran valor psicológico; la compara con Descartes; dice que Leibniz la admiraba; pero Rousselot niega casi la trascendencia, la virtud, la inspiración metafísica de la santa.

Puntos son éstos tan difíciles, que ni son para tratados de ligero, ni por pluma tan mal cortada e inteligencia tan baja como la mía.

Me limitaré sólo a decir, no que sé y demuestro, sino que creo y columbro en Las moradas la más penetrante intuición de la ciencia fundamental y trascendente, y que la santa, por el camino del conocimiento propio ha llegado a la cumbre de la metafísica y tiene la visión intelectual y pura de lo absoluto. No es el estilo, no es la fantasía, no es la virtud de la palabra lo que nos persuade, sino la sincera e irresistible aparición de la verdad en la palabra misma.

El alma de la santa es un alma hermosísima, que ella nos muestra con sencillo candor: ésta es su psicología; pero, hundiéndose luego la santa en los abismos de esa alma, nos arrebata en pos de sí, y ya no es su alma lo que vemos, sin dejar de ver su alma, sino algo más inmenso que el éter infinito, y más rico que el Universo, y más luminoso que un mar de soles. La mente se pierde y se confunde con lo divino; mas no queda allí aniquilada e inerte: allí entiende, aunque es pasiva; pero luego resurge y vuelve al mundo pequeño y grosero en que vive con el cuerpo, corroborada por aquél baño celestial y capacitada y pronta para la acción, para el bien y para las luchas y victorias que debe empeñar y ganar en esta existencia terrena.

Lo que la santa escribe como quien cuenta una peregrinación misteriosa, no que refiere como el viajero lo que ha visto, cuando vuelve de su viaje, no ganaría, a mi ver, reducido a un orden dialéctico: antes perdería, pero sería, sin duda, provechoso que persona hábil acertase a hacer este estudio para probar que hay una filosofía de Santa Teresa.

Yo, señores académicos, deseoso de responder pronto y lo menos mal que pudiera a mi pariente y amigo, me comprometí para hacerlo hoy, sin contar con los males y desazones que en estos días han caído sobre mí. He tenido poco tiempo de que disponer: tres días no más; por esto he sido más desordenado e incoherente que de costumbre. Vosotros, con vuestra indulgencia acostumbrada, me lo perdonaréis. Así me lo perdone también este escogido auditorio, y el público luego.

La misma prisa me ha hecho ser más extenso de lo que pensaba. Para decir algo sin escribir o hablar mucho, se requiere o tiempo y meditación o gran brío de la mente, y todo me ha faltado.

Por dicha, el conde de Casa-Valencia, con el discurso que leyó antes, recompensó, con paga adelantada y no viciosa, la paciencia que gastasteis en oírme; y no dudo que seguirá pagando este favor, auxiliándonos en nuestras tareas con la discreción y laboriosidad que le son propias y pon la erudición y el ingenio de que nos ha dado hoy gallarda muestra.




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Del misticismo en la poesía española

Contestación al discurso de recepción de don Marcelino Menéndez y Pelayo en la Real Academia Española el 6 de marzo de 1881


SEÑORES:

Fácil era de prever, señores académicos, y bien había yo previsto, la gran satisfacción que íbamos a tener en este día, al quedar completamente confirmado, por el bello discurso que acabamos de oír, el acierto con que procedimos en la elección del señor Menéndez y Pelayo para ocupar un puesto en esta Real Academia.

No era menester, ni para vosotros ni para cierto círculo grande ya en España por fortuna, de personas aficionadas a los estudios serios, que el joven que hoy se sienta entre nosotros diese de nuevo tan brillante prueba de su aptitud. La prueba convenía, no obstante, para que la convicción que nos ha movido a elegirle, a pesar de sus pocos años, penetrase en otro círculo más extenso, donde se discurre, se vota y se sentencia sobre méritos literarios; donde la discreción y el recto juicio abundan, sin duda; pero donde las ardientes contiendas de la política y el perpetuo afán de la industria y de los intereses materiales no dejan vagar ni reposo para examinar con detención el valer de las obras de ingenio, sobre todo si éstas requieren, por su índole, examen más profundo que somero.

La gente que pertenece a dicho círculo forma a veces equivocados juicios, porque falla algo a ciegas, salvo quizá sobre una clase de escritos cuya lectura se hace con rapidez y sin esfuerzo de atención, o sobre otra clase de escritos que no es necesario leer, porque se oyen y sirven de espectáculo: la novela y el drama.

Proviene de aquí que todo el que no es autor dramático o novelista tarde más en llegar con su nombre y con su gloria a ese círculo más extenso. Cuando lo consigue, suele ser en virtud de los continuados encomios y razones de aquellos sujetos de buen gusto que viven en el círculo más pequeño y que, apartados de la política y de otros negocios útiles, que distraen de estudios y lecturas, se paran a considerar y a pesar las excelencias de los trabajos de quien por primera vez sale a la palestra literaria.

Algo de esto ha ocurrido con el señor Menéndez y Pelayo, el cual goza ya de bastante popularidad, habiendo sido, al menos en parte, reconocido su mérito; pero no pocas personas tiran a rebajarle, fundándose en vulgarísimos errores, que será bueno desvanecer.

Con dificultad se concede el entendimiento. El entendimiento se escatima. ¿Quién no es avaro para darlo? Se diría que lo que da cada uno es como si a sí mismo se lo quitara. La memoria, en cambio, se prodiga sin pena, como si no hiciese falta, o como si no importase alta superioridad el poseerla. Hasta los mayores enemigos otorgan buena memoria a quien desean denigrar con sátira encubierta o implícita en la alabanza. Presumen que la cantidad de memoria que conceden la sustraen del entendimiento del alabado, cuyos triunfos se explican de manera menos honrosa, negándole originalidad y fantasía.

En lo expuesto me fundo para no admitir, sin reparos y restricciones, los desmedidos elogios que oigo hacer por ahí de la portentosa memoria de nuestro nuevo compañero.

Imposible es que alguien sea erudito, literato o sabio sin buena memoria. Calidad es ésta que se requiere para cualquiera de dichos oficios o profesiones; pero también se requiere buena voz para ser orador, y no sabemos que Estentor perorase más gallardamente que Ulises. Sin duda que el señor Menéndez y Pelayo tiene buena memoria; pero con su buena memoria se hubiera quedado si no poseyese otras facultades más altas, por cuya virtud su buena memoria le vale. El pintor necesita buena vista, y el músico buen oído; pero hay hombres que tienen vista de lince, y no pintan, o pintan mal, lo que es peor; otros que tienen oídos de tísico, y no cantan ni componen óperas ni sinfonías; y de la propia suerte he conocido y conozco gran número de personas que tienen muchísima más memoria que el señor Menéndez y Pelayo, y que ni llaman la atención, ni escriben hermosos libros y mejores discursos. La memoria de éstos es como la urraca, que roba de aquí y de acullá multitud de cosas inútiles, y las amontona en desorden, y para nada le sirven; y la memoria del señor Menéndez y Pelayo es como la abeja, que también toma, pero toma con discernimiento y buen tino, la más pura sustancia del cáliz de las flores; y ordenando luego lo que ha tomado, y prestándole no poco de su generosa y natural condición, lo convierte en miel, con la cual endulza y deleita el paladar de los hombres, y en cera, con cuyo resplandor los ilumina, y hace patente la misteriosa belleza del santuario y los altares.

Entendida así la memoria, ¿cómo negar que es nobilísima y utilísima facultad del alma? Tal memoria no es dable sin la energía de carácter, sin la constancia, sin la laboriosidad y sin otras virtudes. Y aun así, no bastaría todo ello para explicar cómo el señor Menéndez ha aprendido, ha escrito y ha enseñado tanto, siendo tan mozo, si no le concediésemos igualmente singular rapidez para comprender las cosas, y caro y ágil entendimiento para clasificarlas y ordenarlas, pues sólo lo bien comprendido, clasificado y ordenado se conserva allí, no se borra ni se confunde, y acude con prontitud cuando se necesita.

A fin de ser excelente escritor, se requiere además, sobre la memoria que conserva y el entendimiento que ordena otra facultad que crea la expresión y la imagen de que el pensamiento se reviste, y que concierta y enlaza las palabras, por arte no aprendido, para que tejan el discurso con nitidez, elegancia y fuerza.

Este don de la facundia lo posee en grado eminente el señor Menéndez y Pelayo. Todos sus escritos dan de ello irrecusable testimonio. Casi me atrevo a decir que pecan por lo fáciles. Tal vez si el señor Menéndez y Pelayo fuese premioso sería más sobrio, más enérgico, más original en su estilo.

Los escritores que tienen estilo propio no suelen ser los más disertos. En lo que se hace con extremada facilidad no se pone tanta parte del alma, no va tanto de lo hondo y esencial de nuestro ser, como en lo que cuesta trabajo y en lo que tenemos que emplear todo nuestro empuje y ahínco.

Por su facilidad, así como el grave cúmulo de sus conocimientos, el señor Menéndez ha puesto hasta hoy menos de lo que debiera de su ser en las obras que ha escrito. Yo tengo por seguro que, si bien las más son de erudición y de crítica, habría en ellas otra novedad de pensamiento, miras más singulares y teorías más propias, si el señor Menéndez no escribiese tan sin esfuerzo. Las ideas salen a buscarle en tropel, y la palabra adecuada para expresarlas acude ligera y solícita a su labio o a su pluma. Esto le impide buscar o hallar en su alma, o el manantial de donde brotan ideas nuevas, o el tesoro donde las más peregrinas y sublimes yacen escondidas y olvidadas.

Sin embargo, el señor Menéndez, a pesar de este abandono o descuido que de su misma facilidad dimana, da ya muestras de ser lo que llaman ahora un pensador. A través del conjunto de sus escritos, se distingue y señala su persona en la república de las letras con fisonomía propia y hasta con misión determinada, por donde acaso en la historia de nuestro desenvolvimiento intelectual llegue a marcar período.

En España, así como en Italia y en Francia, al nacer las respectivas lenguas romances, surgió una literatura propia y castiza, a mi ver, ni con mucho tan original como la de aquellos pueblos cuya cultura fue primordial y no derivada. La civilización del Lacio no se extinguió jamás por completo, ni aun en el más apartado rincón del que fue Imperio de occidente, dando origen a completa barbarie. Los siglos más tenebrosos de la Edad Media más parecen crepúsculos que noche. De aquí que toda literatura de los pueblos neolatinos, hasta en su más inicial desarrollo, asemeje renuevo, brote y reverdecimiento en el antiguo tronco, y no planta nacida de raíz, merced al espontáneo vigor de la Tierra: sea un reaparecer, un retoñar de la cultura antigua, nunca muerta del todo. Los más viejos cantares, los más populares romances y las más locales leyendas distan mucho de tener la nativa sencillez, el virginal hechizo y la vernal frescura de los himnos del Rig-Veda o de las rapsodias de la guerra troyana. Lo que se designa con el nombre de Renacimiento no es, pues, sino la prolongación de la antigua cultura, restaurada desde que empezó a escribirse algo en las lenguas vulgares neolatinas. Nuestras literaturas, lo mismo que nuestros idiomas, son vástagos de la literatura e idioma del Lacio.

Con el pleno Renacimiento se estudió, se comprendió y se imitó mejor lo antiguo. De aquí la distinción, más aparente que real, entre la poesía popular y la erudita; pero poco a poco pasó a lo popular todo lo bueno y hermoso que en lo erudito se había introducido, floreciendo allí y dando fruto cual bien logrado injerto. Hay quien sostiene que esta imitación de lo clásico, del siglo XVI en adelante, quitó originalidad al ingenio de los españoles. Yo entiendo lo contrario, y la historia literaria viene en mi apoyo. Nuestro teatro, nuestros mejores romances, nuestra más elevada poesía lírica y nuestra más bella prosa son posteriores al pleno Renacimiento. Posteriores son también ambos Luises, Cervantes, Tirso, Calderón y Lope. La imitación no les quitó las fuerzas y el ser propio. Es más: la imitación ya existía. Lo que puso en ella el pleno Renacimiento fue la habilidad que antes no se empleaba. La imitación no fue mayor, sino más juiciosa y feliz, por ser ya los modelos mejor estudiados. Este estudio, por último, y esta afición a lo antiguo, sirvieron de incentivo y aguijonearon la inspiración moderna.

De todos modos, nuestra literatura, aunque rica de elementos propios, está fundada y arraigada en el clasicismo latino. Tiene, además, de común con la de muchas naciones otro elemento esencial venido de fuera: la religión cristiana. El genio peculiar de cada pueblo ha prestado después rasgos diversos a es tos elementos importados, y ha creado cosas distintas; pero lo fundamental de la importación es idéntico siempre, sobre todo en los pueblos neolatinos. El mayor o menor valer de la cultura de cada uno dependerá, en primer lugar, del mayor o menor valer de su genio nacional, que algo añade de su condición y naturaleza, combina los elementos y organiza el conjunto. De esta cuestión de primacía no me incumbe disertar aquí. Supongamos que los genios de los tres pueblos son igualmente activos y creadores. En tal hipótesis, no se me negará que la mayor abundancia de elementos extraños que han concurrido a formar el habla, la literatura y la civilización en general de cualquiera de los tres pueblos ha de haber hecho esta civilización y, sobre todo, esta habla y esta literatura más ricas.

Miradas así las cosas, y comparando nuestra cultura con la de Italia y la de Francia, salta enseguida a los ojos una gran ventaja en la nuestra. En el habla y en la literatura de España entra un elemento que falta casi en los demás países del occidente de Europa: el elemento semíticooriental, traído por los judíos y por los árabes, y tal vez por los fenicios y cartagineses, en más remotas edades. Pero este elemento, si en la parte léxica es algo apreciable, pues acaso cuente con mil o mil quinientos vocablos, en la sintaxis y en el organismo gramatical apenas lo es, digase lo que se quiera. Nuestro idioma es ario, es latino, y propende a arrojar, y arroja de sí, no sólo formas, giros y frases sino palabras semíticas. La mayor parte de las que tienen esta procedencia van cayendo en desuso o anticuándose, y los que las miramos como primor, elegancia y riqueza del idioma, a quien prestan a la vez algo de peregrino y distinto de los otros romances, pugnamos en balde, o por traerlas a frecuente empleo, o por conservarlas en el habla del día. La ciencia rabínica o mahometana no pudo ejercer en la nuestra influjo superior sino en los siglos medios, durante los cuales nos hizo representar importante papel. Y en cuanto al influjo arábigo y judaico en nuestra bella literatura, bien puede afirmarse que, hasta por confesión de los más entusiastas arabistas y hebraístas de ahora, fue y es menor de lo que en otro tiempo se ha imaginado. No obstante, y aunque le quitemos importancia, es innegable que el elemento semítico, a más de que ha de formar parte de la sangre que corre por nuestras venas, ha entrado en nuestra lengua y en nuestra poesía por mucho más, que en las de Italia, y que en las de Francia. En cambio, Francia e Italia, cuentan con un elemento más rico, más fecundo y más afín, con el cual apenas hasta hoy contamos nosotros. Este elemento es asimismo más esencial y fundamental.

La lengua latina, de donde la francesa, la italiana y la española proceden, es tan antigua en su raíz o más que la helénica. El origen inmediato de nuestros idiomas está en el latín, y no hay para qué ir hasta el griego. Yendo hasta el griego, pasaríamos de una rama a otra en vez de acercarnos al tronco. Pero lo que acontece con el idioma no acontece con la literatura. En lo profano, en todo aquello que antes se designaba y comprendía bajo el título de Humanidades, esto es, en todo saber, arte y disciplina que no tienen algo de revelado y sobrenatural, Grecia es fecunda y casi única madre de la civilización europea. El mismo Lacio agreste recibió de ella todo saber, vencido y cautivo por las letras cuando la venció y cautivó por las armas. Salvo pocos gérmenes informes de indígena cultura, y salvo algo propio que pudo añadir el genio de los antiguos pueblos de Italia, griegos de origen muchos de ellos, todo fue allí imitación elegante y erudita, pero imitación al cabo del saber helénico: epopeya, teatro, lírica, filosofía, historia y hasta leyes.

Los helenistas españoles, sobre ser pocos, o no tuvieron disposición para ello, o no nacieron en ocasión propicia. Lo cierto es que su influjo y su gloria como tales helenistas se han encerrado dentro de límites harto mezquinos. Los más célebres lo son por otras aptitudes y trabajos. Así, Arias Montano, el Brocense, Gonzalo Pérez, el padre Scio de San Miguel, Castillo y Ayensa y Conde. El espíritu de Grecia jamás ha sido estudiado y comprendido bien en España sino a través de sus imitadores latinos. Las huellas del helenismo son, en toda edad, más hondas en Italia y en Francia que en España. Nuestro clasicismo español rara vez ha pasado del latín. Con frecuencia se ha contentado con estudiar a los italianos y a los franceses. Esto nos ha perjudicado mucho. No bebe agua limpia, quien la toma de la derivada corriente a la que se han mezclado el caudal de otros arroyos y tal vez la tierra removida de los bordes, sino aquel que aplica los labios al mismo manantial de donde brota la abundante vena con pureza no turbada. Por esto acaso, si bien nuestras letras brillan por la pompa, la lozanía y la gala de color y de adorno, carecen a menudo de aquella corrección y sobriedad y de aquella mesura llena de buen gusto y armonía que en raras ocasiones obtiene el propio instinto como gratuito don del cielo y que suelen adquirir y poner en sus obras los que estudian, contemplan y comprenden, con amor y entendimiento de hermosura, los inmortales y casi acabados modelos de la Grecia antigua.

Este estudio, lejos de destruir la originalidad o de menoscabarla, la ha aumentado y corroborado en Francia y en Italia, sobre todo desde principios de este siglo o fines del pasado, dando extraordinario impulso a la lírica, gracias a la inspiración de Andrés Chénier, de Hugo Foscolo y de Leopardi.

Lo mismo anhela hacer en España Menéndez y Pelayo. Para ello no basta, ni él posee sólo, la erudición. Nuestro nuevo compañero posee igualmente el sentido profundo de la belleza, la capacidad instintiva de percibirla y hacerla suya y el amor que infunde. Para ser amado de las Musas es menester amarlas con amor entrañable, y él las ama. Para que ellas inicien en sus santos y dulces misterios, y muestren los recónditos tesoros que ocultan al profano vulgo, es menester vencerlas con el afecto y con la devoción. Es menester que las Musas juzguen al mortal digno de su favor y confianza, y capaz de trasplantar al suelo patrio, con esmero y sin ajarlas, las delicadas y mágicas flores que ellas cultivan.

Lo único que para esto tal vez falta al señor Menéndez y Pelayo no es falta, sino sobra. Su prontitud de comprensión y de producción le perjudica. Comprende y expresa pronto, y de aquí algún desaliño. No hay en él aún aquella escrupulosidad respetuosa, aquel detenido afán que debiera. Su Pegaso pide, más que espuela, freno.

A pesar de estos lunares, los versos del señor Menéndez tienen notorio valor: hay en ellos carácter propio, y, sin dejar de ser españoles y castizos, traen a nuestra poesía nacional extrañas y primorosas joyas, con que nunca o rara vez antes se engalanaba.

Si como poeta no es popular aún el señor Menéndez, me atrevo a pronosticar que lo será con el tiempo. ¿Fueron por dicha, populares desde el principio, Boscán y Garcilaso? Así, Menéndez, que viene a aportar un nuevo elemento a nuestra patria, tiene que ser, al principio, tan poco popular como ellos. Andrés Chénier goza hoy de más fama que en vida y que poco después de su muerte, a pesar de que su intervención en la política, su oda contra Marat y su fin trágico debieron realzar su mérito literario y acrecentar su brillo.

Y no se diga que quien en cierto modo reproduce lo antiguo ni piensa ni siente como en el día y que su poesía es anacrónica. La belleza de la forma es inmortal, no pasa de moda nunca y por ella las antiguas imágenes, fábulas y alegorías renacen y cobran juvenil frescura y adquieren significación más alta cuando una fantasía valiente se hunde en el seno de las edades remotas y de allí las trae a la vida actual y a la luz del sol que hoy nos alumbra. No de otra suerte robó Fausto del seno de las madres a la hija de Leda, la cual apareció tan hermosa y deseable como en el momento en que desde los muros de Ilión enamoraba a cuantos la veían al ir a presenciar la lucha por su amor entre Paris y Menelao. El que tiene mente y corazón y mira el espectáculo del mundo, de la Historia en su largo proceso y de la vida humana con sus sentimientos y pasiones, se pone en medio del raudal de los siglos y del movimiento incesante de las inteligencias, y cuanto dice es tan nuevo como puede y debe ser, aunque se revista de forma antigua, si hemos de llamar forma antigua a la forma bella.

Para mí, pues, más que por erudito, más que por gramático, más que por humanista, aunque estas condiciones le hacían idóneo para ser académico, lo cual no sólo es premio y distinción honorífica, sino función o empleo, el señor Menéndez está aquí por poeta. Mientras que el vulgo le reconoce y proclama como tal, en lo que si tarda es por lo insólito o inaudito de su canto, justo es que le reconozca y proclame, no la Academia Española, que no debe imponer su autoridad ni comprometerla, sino un individuo de su seno, que espera no ser desmentido ni por el juicio de la posteridad ni por la opinión pública ilustrada de la edad presente. Yo no le califico declarándole superior a este o al otro compatricio y contemporáneo suyo. Digo sólo que, si escribe con más cuidado, será más, influirá más y valdrá más en España que en Francia Chénier y que Foscolo en Italia. Por lo pronto, de lo que menos carece es de inspiración. Su virtud poética, que no desmerece de la de aquellos dos ilustres extranjeros que he citado, campea y da clara razón de sí en traducciones, y también en obras propias, como la Epístola a Horacio, la Epístola a sus amigos de Santander, la Galerna y, sobre todo, los versos amorosos a Lidia. Si esta dama no es fantástica, y no creo que lo sea, porque no hay dama fantástica que infunda tan verdadera pasión, bien puede andar orgullosa de haber sido cantada con ternura, elegancia, sencillez y primor que rara vez se emplean.

Del género de estudios y gustos del señor Menéndez y Pelayo han salido ciertas opiniones que forman sistema, algo como embrión de una filosofía de la Historia. Para cifrar este sistema en una palabra, me atrevo a inventarla, aunque sea larguísima, y lo llamo el pangrecolatinismo. La soberbia de ingleses, franceses y alemanes; el desdén con que miran en el día a los pueblos del sur de Europa, considerándolos irremisiblemente decaídos, cuando no radicalmente inferiores, y conformidad ruin con este desdén de muchos sujetos descastados, que desprecian la tierra y la casta de que son por seguir la corriente y mostrarse como rarísima excepción de la regla, han contribuido también por espíritu de protesta, a que el señor Menéndez se haga pangrecolatino. El abatimiento, el desprecio de nosotros mismos, ha cundido de un modo pasmoso; y aunque en los individuos y en algunas materias es laudable virtud cristiana que predispone a resignarse y a someterse a la voluntad de Dios, en la colectividad es vicio que postra, incapacita y anula cada vez más al pueblo que lo adquiere.

Por reacción contra este vicio ha nacido en el alma del señor Menéndez cierto injusto y airado desdén hacia los pueblos del Norte y, sobre todo, hacia los alemanes, cuyos sabios, dicho sea de paso, son los que mejor nos tratan los que mejor nos estiman y hasta los que más a fondo conocen ya al señor Menéndez, y le celebran, y llegan a reírle como gracia paradójica e ingeniosa, y como sátira aguda, la crueldad con que suele tratarlos. Ha nacido también en el señor Menéndez la creencia de que los pueblos del mediodía de Europa son los hierofantes de la Humanidad, la raza civilizadora por excelencia; siendo extraño que coincida hasta cierto punto en tal creencia con un alemán y con un impío. Haeckel supone que las gentes alalas, antropiscas y negras como la tizne, que salieron en manadas de la Lemuria y del centro de África, no se hicieron parlantes, discretos y progresivas hasta que pisaron las orillas de este sagrado mar Mediterráneo, cuyo litoral y cuyas islas han creado las nobles castas que han traído la cultura, la libertad y el progreso; las cuales castas, antes de poner la hermosura en el mármol inerte y frío, la han puesto en sus mismos individuos, blanqueándoles la piel, afilándoles la nariz y haciéndoles euplocamos; esto es, quitándoles las pasas o los cabellos lacios y rizándoles natural y lindamente el pelo. Lo cierto es que las regiones de Europa que el Mediterráneo baña con sus ondas, y particularmente las tres penínsulas que avanzar en su seno, la tierra de Pelops y ambas Hesperias, son para el señor Menéndez la patria de la inteligencia, el foco de donde toda la civilización sana, fecunda y alta ha irradiado y se ha difundido por el mundo.

Todo otro foco de civilización, o vive de reflejo y de empréstito del legítimo foco, o, si tiene y vierte la luz propia, es bastarda y deletérea.

Nace de aquí el amor; nace de aquí la devoción fervorosa que consagra el señor Menéndez al gentilismo helénico y nace también de aquí su intolerante catolicismo desde que empieza la Edad Moderna. Desde entonces, el señor Menéndez pone sobre todo el ser católico. Nada bueno hay que no informe y funde esta religión. La Reforma luterana es un retroceso: algo, en lo espiritual, como lo que la invasión de los bárbaros y la caída del Imperio romano fueron, en lo temporal, siglos antes. El predominio de la filosofía alemana, en época más reciente, fue otra invasión, no menos funesta, contra el imperio filosófico de los pueblos latinos.

Con la independencia de su sistema, y por cima de él, quizá estará en el alma del señor Menéndez la fe religiosa. No me incumbe tratar aquí de ella ni examinar sus quilates. Baste la afirmación para mi propósito de bosquejar un retrato literario de que el ardiente catolicismo del señor Menéndez cuadra y se ajusta con su sistema.

Asimismo se ajusta con él la constante preocupación del señor Menéndez de incluir en libros y discursos, como parte de España, todo lo que a Portugal pertenece. Para el señor Menéndez, el genio de Portugal es el mismo que el de España. La ciencia y la literatura españolas no se comprenden por completo sin contar con la de Portugal. Por esto, en el libro del señor Menéndez sobre la ciencia en nuestro país, en su Historia de los heterodoxos, y en la obra titulada Horacio en España, que, bajo tan modesto epígrafe, es una excelente historia crítica de nuestra poesía lírica, entran sabios, heterodoxos y poetas portugueses.

En el concepto de Historia universal de nuestro joven compañero, Grecia se adelanta y funda el saber de Europa, en cuanto tiene de humano. Italia une luego a las naciones, les da lenguaje y leyes, las prepara para recibir el cristianismo, y después, en nombre del cristianismo, sigue civilizándolas y gobernándolas durante los siglos medios. El papel de España, esto es, de Aragón, Castilla y Portugal, no es, por último, menos brillante.

Hecha ya por Grecia e Italia la educación de Europa, españoles y portugueses, como si la Providencia hallase estrechos los límites de nuestro Continente para encerrar tan gran civilización, y a fin de ensancharlos o borrarlos los suscitase, abren caminos a distantes, inmensos e ignorados países, descubren otro mundo en que difundirla y la acreditan a la vez, poniendo la base de toda ciencia ulterior en el concepto del planeta que habitamos, magnificado y completo por el arrojo e inteligencia de nuestros gloriosos navegantes. Estos, al descubrir América, nos dan asimismo idea experimental de las sociedades primitivas, y al visitar Asia nos ponen en contacto con las antiquísimas civilizaciones y sociedades del Extremo Oriente, preparando la mente humana para que, así como ha agrandado en el espacio el mundo conocido, haga retroceder el término de lo no explorado en el tiempo. Nuestros misioneros, además son los primeros importadores de idiomas, poesía y saber de los pueblos asiáticos y americanos, y, sobre todo, los chinos, japoneses y arios de la India oriental, por donde ensanchan el horizonte de los conocimientos europeos, siembran la semilla de no pocas ciencias nuevas, como la etnografía y la lingüística, y enriquecen con exóticos elementos nuestra imaginación y nuestras artes.

La parte de España en empresa tan noble casi es superior a la de Grecia y a la de Italia, si sólo se atiende al primer impulso; pero el predominio de España es efímero. Su poder y su virtud pasan a otros pueblos. Lo que España empieza, Francia, Inglaterra y Alemania lo prosiguen y lo llevan hasta el punto que alcanza hoy. Ellas realizan la ciencia experimental que nosotros inauguramos; del conocimiento de este planeta pasan ellas al más completo conocimiento del sistema solar y el Universo todo; y ellas esclarecen y divulgan con método, precisión y copia de datos, el habla, las artes, la religión y la filosofía de los iranios, brahmanes y demás pueblos de Asia que nosotros visitamos antes. El imperio material pasa a sus manos también. La raza inglesa prevalece en América sobre la española y se enseñorea de la india. Por el centro de Asia se abren paso y llevan la civilización los rusos.

Nuestra primacía fue corta. En todo nos sucedieron; de casi todo nos despojaron los pueblos del Norte.

Si fuésemos a investigar aquí las causas de esta rápida decadencia, el señor Menéndez y yo estaríamos muy discordes. Para mí, la causa fue el fanatismo unánime (la unidad de fanatismo) que en hora mala se apoderó de nosotros. Los otros pueblos no eran quizá menos fanáticos; pero como el fanatismo tomó entre ellos diversas y opuestas direcciones, los hombres de distintas sectas se combatieron unos a otros y, no pudiendo destruirse, se allanaron a vivir en paz: primero, a tolerarse, y después, a tener la libertad, fuente y condición de todo progreso. En España en los siglos XVI y XVII, merced a lo casi unánime de las creencias, no hubo guerras civiles religiosas ni tanta sangre derramada; pero hubo una compresión larga y continua, que acabó por marchitarlo y matarlo todo. Si personificásemos a las naciones, yo me fingiría a Francia, Inglaterra y Alemania, en medio de sus furores religiosos, como a tres matronas que caen enfermas con fiebre agudísima, acompañada de violento delirio y de todo linaje de perversas erupciones, pero que al fin sanan, convalecen y desechan el mal humor y se ponen más robustas que nunca; y España me la representaría como otra matrona que no tiene más que una calenturilla lenta y suave (no puede hacerse más benigna apología del régimen inquisitorial); pero esta calenturilla persiste tan tenaz y tan sin tregua, que estraga la salud de la matrona y la enflaquece y desmedra, hasta que acaba por parecer un esqueleto. Así España al terminar la vida y el reinado de Carlos II. Verdad es que florecieron, en medio de aquel fanatismo, las letras y las artes; pero a la manera del tronco de un árbol, si se cubre de enredaderas, hiedra y otras plantas parásitas, parece más verde, lozano y vistoso, hasta que, oprimido por aquello mismo que tanto lo adorna, se seca y se consume. En aquella virtud que nos animaba y engrandecía iba el germen corruptor que había de perdernos. El señor Menéndez y Pelayo, con todo su ingenio y erudición, no nos demostrará que, en medio del resplandor de nuestras artes y amena literatura, no acabásemos por ser inertes para toda alta cooperación científica, y ciegos y sordos para ver y oír el movimiento de las ideas y el extraordinario progreso de aquellos siglos.

Si de esto se tratara, nuestros discursos serían una controversia. El mío sería, o procuraría ser, la más completa refutación del de nuestro joven compañero.

Por fortuna, el señor Menéndez ha elegido asunto dentro del cual estamos en perfecto acuerdo. No me toca más que ampliar y comentar ligeramente lo que él dice, corroborando sus afirmaciones.

En medio de aquella tiranía mental de los siglos XVI y XVII, cuando la razón de Estado y el fanatismo unánime, fiero sufragio universal, se aunaron para obligar a todos los españoles, a las vencidas minorías, a que creyesen, pensasen y sintiesen lo mismo, haciendo embusteros o hipócritas, o matando toda iniciativa de pensamiento, algo que está por encima de toda ley se eximió de la tiranía, y allí fue el hombre plenamente libre y dueño de sí: sus fueros, sus bríos, sus pragmáticas, su voluntad. En la práctica, este templo, este asilo, donde custodiaba el hombre lo que ahora llamaríamos sus derechos individuales e ilegislables, era la honra. El rey era señor de vidas y haciendas. Podía matar y podía confiscar. En lo temporal, la majestad humana era omnipotente, como en lo eterno la majestad divina; pero la honra se sustraía a su pleno poder. Como dice el poeta español espejo de su siglo, el poeta español por excelencia entonces, la honra


es patrimonio del alma,
y el alma sólo es de Dios.



De la misma suerte, en lo especulativo, en la esfera del pensamiento, por cima del discurso, del raciocinio y de otras facultades, hay una potencia sublime, intuitiva, la inteligencia simple, que, movida por el entusiasmo y alzándose en alas del amor, busca en el alma misma, donde hay lampos sin término en que explayarse, lugar sacratísimo en que ser libre y soberana. Allí en el centro del alma, adecuado y único trono de esa elevadísima potencia suya asiste Dios, y allí el alma le halla, y, por inefable misterio, se transforma en Dios, sin dejar de ser el alma individual humana. Los espíritus libres de los españoles de aquella edad, huyendo de la compresión, tal vez sin darse cuenta, buscaban este refugio. Tal vez la misma compresión en que gemían les prestaba más fuerza, más alcance y más certera dirección para penetrar y ahondar en los abismos de la mente, como la bala que, mientras más forzada está dentro del tubo de hierro que la oprime, sale más rectamente disparada y va más lejos, no bien la pólvora se inflama, dilata el aire y la empuja. Por esto, la primera calidad que distingue al misticismo español es la de ser más intenso y penetrante que los otros. Vuela y ahonda más y se extravía menos. Se diría que toda la serena claridad del espíritu se guarda para él. Como hábiles acróbatas que fuesen por cuerda sutil, extendida sobre precipicios espantosos, así van nuestros místicos, llenos de confianza y denuedo, a buscar a Dios, a unirse con Él, a poseerle y a ponerle en todo lo creado, sin caer en el panteísmo egoteista o subjetivo, y sin quitar a Dios la personalidad, endiosando la Naturaleza. La realidad del Universo, la responsabilidad de nuestros actos, nuestro ser individual, nuestro libre albedrío, todo queda a salvo, hasta en los momentos de más intima unión del Creador y de la criatura. Nuestros grandes místicos jamás tienen el egoísmo negativo e inerte de los de otros países, en quienes el alma se aniquila, se pierde en la infinita esencia, y, absorbida en el Ser, en el Ser se reposa y aquieta como en la Nada. En nuestros grandes místicos, sólo en un instante inapreciable puede haber aparente aniquilamiento, completa efusión de lo finito en lo infinito. El metal en la fragua parece fuego, y no metal; pero sale de allí mejor templado y con propiedades de instrumento idóneo para mil operaciones útiles. Así también el alma de nuestros místicos sale de su unión con Dios más hábil e idónea para la vida activa. Y no se enfría como la herramienta cuando sale de la fragua, sino que guarda en sí aquel fuego de amor divino, y en todo lo pone. Dios no la abandona. El alma sigue llena toda de Dios, después que una vez le ha poseído, y le lleva y le siente en su centro, y le siente, además, en todos los seres, así semejantes suyos como no semejantes, animados e inanimados. Y este fuego, que saca el alma y que no pierde, es fuego de caridad, es el amor por amor de Dios, que vence en violencia y en útil actividad a todo otro amor de fundamento profano. Sin creer el alma que todo es Dios, cree que todo está en Dios, y que Dios está en todo, y lo respeta y lo ama todo, y aun en cierta manera lo adora como divino. Nada hay feo, ni deforme, ni inmundo. El sentimiento de la presencia divina hermosea la fealdad y limpia la material impureza, prestándoles aquella expresión que Murillo y Zurbarán sabían dar a sus frailes más rotos, sucios y demacrados.

En lo práctico de la vida se refleja este misticismo generoso y produce maravillosas obras. Así, nuestros misioneros y fundadores, entre los que descuellan Juan de Dios, Antonio de Padua, José de Calasanz, Íñigo de Loyola y Francisco Javier, apóstol de oriente. Estos hombres, que la Iglesia pone en el número de los santos y la más descreída filosofía no puede menos de contar entre los más ilustres bienhechores del humano linaje, no van sólo a difundir por el mundo la fe cristiana y a enseñar la religión a las gentes, sino a enseñarles también todas las artes, toda la superior civilización de los pueblos de Europa. Y en tan gigantesco propósito, que tanto ha influido en el progreso de la Humanidad, divulgando nuestro saber entre los pueblos bárbaros y salvajes, y trayendo de ellos a Europa cumplida noticia de sus lenguas, ideas, costumbres, usos y leyes, nadie se ha señalado más que la Compañía de Jesús, creación del genio español y una de sus mayores glorias. Los que yo juzgo extravíos de la Compañía, su guerra declarada al espíritu del siglo y su lastimosa alianza con los hombres del régimen absoluto, que tan tiránico y feroz fue contra ella en el siglo pasado, no han de impedirnos que en su empezar la ensalcemos. Para ponderar sus pacíficas y civilizadoras conquistas, que aun en vida de su fundador llegan a los últimos términos de la Tierra, no hay en la historia real encarecimiento que satisfaga, y tenemos que apelar, a fin de hallarlo, a la fábula vetustísima de la expedición triunfante y benéfica de Osiris.

Fundamento de todo ello fue el misticismo español, tan penetrante y tan hondo, y del cual sale el alma muy inflamada de caridad y muy apta y alerta para las luchas de la vida. Y no se entienda que sólo al llegar el alma a la perfección que anhela pasa de la contemplación a la actividad y es útil al prójimo. Antes al contrario, durante toda su peregrinación, la actividad exterior es necesaria, en esto se distingue la mística ortodoxa de otros misticismos que requieren o recomiendan la inercia. Es cierto que entre la vida activa y la contemplativa, Cristo prefirió la contemplativa, diciendo que «María escogió la mejor parte»; pero al decir la mejor parte, dio a entender que la vida consta de pensamiento y de acción, y así, la vida mixta, que abraza lo más perfecto que hay en la acción y en la contemplación, es la que nuestros autores ponen por encima de las otras, sosteniendo que la contemplación no llegará nunca a ser perfecta si el amor de Dios que en ella se emplea y ejercita no se difunde también en utilidad de nuestros semejantes. De aquí que, para distinguir la contemplación de buen espíritu de la falsa o de espíritu malo, haya una regla general infalible, dada por el divino Maestro: «Por los frutos se conocen los árboles donde nacen.» La piedra de toque, pues, que sirve de contraste y aquilata la bondad de la vida contemplativa está en las obras. Y no ya en la mera contemplación, pero ni en los grados más altos de este ascenso del alma hacia el Ser divino, la actividad y las obras se perdonan; antes, mientras más señalados son los dones del Cielo, hasta cuando se descorre el velo de la fe y viene a haber como un rompimiento de los muros de esta cárcel en que vivimos, y el alma ve cara a cara al bien infinito y se une a él con abrazo indisoluble, no es para que se aquiete y descanse en tanto regalo, sino para que tome fuerzas y prodigue en bien del prójimo todas las virtudes, sin lo cual el alma, a pesar de los favores recibidos, quedará desmedrada y con corto merecimiento, y por lo mismo que ya ha recibido favores, sería, con justicia tildada de ingrata.

Por otra parte, la contemplación, la visión intelectual infusa, el punto más sublime a que puede llegar el alma durante nuestra vida mortal por esta senda mística, no puede durar más que un pequeño momento como si de repente se abriera la secretísima puerta del abismo del alma y su luz la inundase e iluminase y viese ella las cosas todas con tal claridad como si en la propia esencia divina las viera. Y esta visión, aunque pasa, queda esculpida en la memoria y deja tan ilustrada al alma y con tales deseos de merecer nuevos favores, que la guía y la induce a hacer obras para merecerlos de nuevo y agradecer los ya recibidos.

Otra excelencia avalora también nuestro misticismo. El esfuerzo poderoso de la voluntad para buscar a Dios en lo más íntimo, en el ápice de la mente, lleva al alma a observar y penetrar sus ocultos senos, como los psicólogos más pacientes y sutiles tal vez no lo hacen; por donde se halla con frecuencia, por propedéutica de la mística, una aguda psicología, un estudio claro del yo, con todos sus afectos, facultades y propensiones.

El misticismo, sin embargo, tiene siempre inconvenientes y peligros gravísimos, y en España los tuvo mayores, porque fue mayor que en otros países, viniendo a degenerar y a corromperse pronto, como toda nuestra cultura. Los medios de llegar por él a la perfección son la voluntad y la inteligencia; pero la inteligencia no va lentamente analizando, deduciendo y raciocinando, sino que arrebatada por el amor, se remonta a la intuición de un vuelo y alcanza, o cree alcanzar, la verdad en el éxtasis y en el rapto. De aquí que cualquier persona, por simple e ignorante que fuere, podrá aspirar a la unión con Dios, guiada sólo por el afecto fervoroso.

De aquí el abandono de la observación paciente de los fenómenos, la inacción del natural discurso en la tarea de averiguar las cosas, la calificación del pensar de funesta manía y el abuso y la perversión de aquella sentencia, tan hermosa si se interpreta y se aplica bien, de que los que no son simples por naturaleza, deben serlo por desgracia.

Otros grandes escollos del misticismo hicieron zozobrar también la nave del ingenio español.

El alma que busca a Dios en su centro debe apartarse y aislarse de los sentidos, borrar las impresiones que por ellos recibe, desnudar la memoria y hasta despojar de imágenes la interior fantasía, para que la inteligencia pura, en toda su admirable simplicidad, vea a Dios y como que se compenetre y confunda con Él. Larga y fatigosa es la vía que tiene que hacer el alma para llegar a este término, si término puede llamarse lo que en realidad no le tiene para nuestros místicos ortodoxos, que jamás caen en el panteísmo, no es posible que el alma se transmute en la divina Naturaleza, aunque participe de ella, por donde a los que tan alto grado suben los llaman deiformes o transformados en Dios. Y en esto, por la intensidad, por la duración y por la mayor o menor plenitud de la gracia, de la caridad y demás dones con que la participación se hace, hay grados y excelencias hasta lo infinito, que los místicos, en sutilísima y profunda ciencia, declaran y clasifican como pueden. De todos modos, para llegar al ínfimo de estos grados, aun para llegar, valiéndonos de las expresiones figuradas de que los místicos se valen, a besar, como la Magdalena, los pies de su Redentor divino, el alma tiene que hacer muy larga peregrinación, durante la cual el amor la conduce; pero el amor puede extraviarla, y aun antes de extravíarla, causarle una enfermedad o dolencia, si muy sublime, muy peligrosa también, porque el alma, atacada de mal de amores, se ve como pendiente entre la Tierra y el Cielo; desdeña ya las cosas terrenales, que le dan fastidio, y no logra todavía comprender ni gozar las divinas. Tal situación es de mucho peligro, porque en ella el alma puede fijarse en algún ser creado y consagrarle toda la adoración que para Dios lleva consigo. Tal vez así se explique el amor refinado y metafísico por la mujer, la idolatría del caballero por su dama y la del poeta por la beldad que inspira sus cantares; lo cual, aunque nos hechice y aunque lisonjee a las mujeres, no es sino aberración y herejía del misticismo legítimo y ortodoxo. Es más: como entre los pueblos antiguos, aunque en todos hubo misticismo, apenas se halla rastro de este amor idólatra a las mujeres, ni tampoco se halla en los primeros siglos de la Era cristiana, yo me inclino a pensar que en la creación de este misticismo galante entró por mucho la veneración supersticiosa de celtas y de germanos hacia las mujeres, influida y hermoseada luego por doctrinas católicas. Tal vez el elemento céltico tenga más parte que el germánico en la creación de esta bella y singular herejía, donde la mujer amada es como diosa para el caballero o poeta que la sirve, a quien se encomienda de todo corazón, por quien hace penitencia, a quien cree o cree deber la valentía de su ánimo, el esfuerzo de su brazo y las altas inspiraciones de su ingenio; a quien consagra su vida y rinde culto; por quien tiene devoción y verdadera religión, y de quien dice, no por encarecimiento poético, sino con todas veras y con toda la trascendencia de la frase, lo que Calixto de Melibea cuando le pregunta Sempronio si es cristiano: «Yo melíbico soy, e a Melibea adoro, en Melibea creo y a Melibea amo.» Esta mística adoración de la mujer tiene por un lado extraordinarias bellezas, no sólo poéticas, sino morales. Ella inspiró, sin duda,


al dulce vate de Calíope labio,
el que al amor desnudo en Grecia y Roma,
de un velo candidísimo adornado,
volvió al regazo de la Urania Venus;



pero, por otra parte, no está bien que de la exaltación apasionada por un ser finito y perecedero se haga fundamento de toda hazaña y de toda obra buena. Así, la mujer amada viene a ser como símbolo, alegoría o personificación visible de la misma Divinidad o de algunos de sus atributos. La mujer amada es la fuente de la gracia, la dispensadora de la bienaventuranza, la creadora de toda virtud. «Sus ojos -dice Dante de Beatriz- llueven llamitas de fuego animadas por un espíritu tan gentil, que crea todo buen pensamiento.» Naturalmente, de esta elevación de la pasión humana amorosa, hasta una potencia y un valor divinos, nacen mil ricas ideas; pero también suelen nacer otras altamente perturbadoras e inmorales. La relación entre dos que de tal suerte se aman está por cima, ora disimulen unos, ora otros lo dejen entrever, ora otros lo declaren con franqueza, de todo lazo social y religioso. Se diría que un sacramento más alto invalida o anula el vínculo que la ley civil ha formado y que la religión positiva ha santificado. El amor místico a la mujer no respeta nada. Los prototipos de este amor en la Edad Media, celebrados por todos los trovadores y cantados en todas las lenguas de Europa, fueron Lanzarote y Ginebra y Tristán e Iseo, llegando, en la última historia amorosa, a ponerse el Cielo en contra del marido agraviado y en favor de los malogrados amantes, sobre cuyos unidos sepulcros nace un maravilloso rosal, siempre cubierto de blancas rosas. Y no se diga que en la mayor parte de los casos este amor es tan sin malicia y tan del espíritu, que no ofende ni mancha. Ciertamente, el conde Baltasar Castiglione, en su Cortesano, describe este amor con suma elocuencia y filosofía, llamándolo amor virtuoso, para distinguirlo del amor vicioso: pero, en gracia de la misma virtud del amor, da anchuras a sus límites, en mi sentir extremadas, llegando a consentir cosas al virtuoso, que al vicioso en manera alguna concede, pues afirma que la dama, «por contentar a su servidor en este amor bueno, no solamente puede y debe estar con él muy familia, riendo y burlando, y tratar con el seso cosas sustanciales, diciéndole sus secretos y sus entrañas, y siendo con él tan conversable que le tome la mano y se la tenga; más aún puede llegar, sin caer en culpa, por este camino de la razón: hasta besalle». Y para cohonestar tan amplio y grato permiso, trae una singular teoría del beso, suponiéndole de todo punto espiritual en los que ardan divinamente enamorados. El razonamiento de Castiglione no me convence, a pesar de aquel testimonio de Platón con que lo ilustra y trata de probar que el beso es unión de almas, ya que a Platón se le vino la suya a los dientes una vez que besó a su amiga; pero, aun cuando el razonamiento me convenciera, todavía la adoración galante y sacrílega entre dos seres humanos, aunque tenga más brillante poesía, no la tendrá tan sólida y sana como el afecto natural de la esposa a su esposo, el santo cariño del hombre a la madre de sus hijos, y el respeto que inspira la honrada y virtuosa matrona. Por otra parte, esta idolatría alambicada de la mujer casi siempre se opone a la conveniente y recta estimación que es justo que de ella se tenga. Donde el misticismo la endiosa en sus fugaces arrobos, las almas, que no todas suelen arrobarse, o que no están arrobadas de continuo, la menosprecian y denigran. No hay el justo término medio ni el puesto digno que debe ocupar la noble compañera de nuestra vida, quien no es divinidad, pero no es vil esclava; quien no es breve cielo, pero tampoco es lodo inmundo. Cornelia, Octavia y Porcia jamás fueron amadas místicamente por sus maridos. El Cid y García del Castañar tampoco aman místicamente a sus mujeres. Por eso son ellas más respetables y simpáticas que la mayor parte de las damas de Calderón, en las que se advierte que el amor que inspiran, cuando no es feroz y salvaje, como en No hay cosa como callar, es tan pasado por alambique que se evapora la verdadera pasión, y sólo queda en el fondo de la retorta ergotismo escolástico, discreteos y sutilezas.

Otras varias corrupciones ha habido también en el misticismo de España. Tal místico no ha sabido libertarse de la baja sensualidad, y la ha puesto en sus altos amores; tal otro, a fin de tener libre el alma de esta sensualidad la ha satisfecho como quien se aligera de un peso incómodo para su peregrinación en busca del bien infinito, y tal otro, en vez de amarlo todo por amor de Dios, lo ha aborrecido todo; de donde el menosprecio de cuanto hace grata la vida, apacible y amena la sociedad y más hermosa o, si se quiere, menos fea, nuestra forma temporal en este globo que habitamos. Fuerza es confesarlo: el desaliño, la zafia rustiqueza y el más asqueroso desaseo han sido a menudo prendas de los místicos. Esto ha trascendido al desenvolvimiento total de España, la cual ha descuidado sus intereses, su industria y las artes de lujo y deleite, y ha caído o ha vivido siempre en pobreza con relación a la material prosperidad de otras naciones.

En el amor de Dios no hay el exclusivismo de donde nace la rivalidad. El místico ama a Dios mientras más señales ve en las criaturas de que por Dios son amadas. Lejos de tener celos, lo que sea es que todas las criaturas le amen y le adoren y alcancen su gracia; pero, a veces, de estas finezas del amor a objeto tan soberano proviene en los místicos, y singularmente en los españoles, una pasión deplorable: los celos, en nombre de Dios y por Dios, de toda infidelidad que sus adoradores puedan hacerle; el afán de vengar esta ofensa y de castigar este adulterio que el alma humana, extraviada e infiel, hace a su Esposo y Redentor divino. De esta suerte, y por espantosa contradicción, en las puras llamas de la caridad suele encenderse el furor de la más cruel intolerancia y aun llegar a prenderse fuego en las hogueras, en que, renovando el culto de Moloc, hemos quemado vivos a nuestros hermanos.

Por esta levadura de corrupción vino en España a degenerar, en la práctica, el misticismo, hasta parar, a fines del siglo pasado, en el lascivo desenfreno de la beata Dolores, y en el siglo presente, con los ridículos y falsos milagros de alguna monja vulgar y trapacera.

El influjo del misticismo en nuestra poesía ha sido grande, si bien no ha dado el misticismo exclusivo asunto a otro género que no sea el lírico. El señor Menéndez ha deslindado la diferencia que hay entre la poesía devota, religiosa y ascética, que es abundante en nuestro país, y la puramente mística, que es poca.

Esta ha florecido, en los siglos medios, entre los judíos de España, sin librarse casi nunca de la nota de panteísmo, pero elevándose a la mayor sublimidad, como en Ibn Gebirol, por ejemplo.

Extraño es que entre los mahometanos españoles no se hayan encontrado aún rasgos de misticismo en verso, siendo, como son tan místicos Ibn Tofail y algunos otros filósofos y prosistas.

En cuanto a nuestra poesía mística cristiana, ya el señor Menéndez ha hecho de ella interesante historia en su bello discurso. ¿Qué podré yo añadir?

Casi todos nuestros poetas, y muy especialmente en los siglos XVI y XVII, edad de oro de nuestra literatura, han escrito rimas sacras, romances a lo divino, canciones, glosas, letrillas, villancicos y otras clases de versos devotos. Los cancioneros y romanceros espirituales contienen preciosas joyas; pero en ellas no hay, por lo general, misticismo. Sin embargo, el influjo del misticismo se revela allí con frecuencia en cierta santa familiaridad y en cierta intimidad entrañable con las cosas divinas, como de personas que las aman, que de continuo las tratan y que las llevan muy arraigadas en el corazón. De aquí que a veces, no en los versos pulidos y artificiosos, no en los escritos por el estilo más elevado, sino en las letrillas más villanescas y en los romancillos pastoriles, entre el candor y la sencillez de la frase, y a través de la rústica y casi infantil naturalidad de imágenes y pensamientos, se note dulce sabor como de bienaventuranza, crea respirar el alma y hasta inundarse en ambiente del cielo, y columbre súbitas iluminaciones de algo a modo de ciencia infusa, con arranques maravillosos que la transportan a lo más encumbrado del pensar y a lo más hondo del sentir. Tales efectos no pueden menos de producirse hasta en la mente de sujetos descreídos, si estos sujetos entienden y saben penetrar la poesía, al leer el romancillo de Lope, que empieza:


   Estábase el alma
al pie de la sierra
del humano engaño
perdida y contenta;



la canción que tiene por estribillo


   Cantad, ruiseñores,
a la alborada,
porque viene el Esposo
de ver al alma;



y muchas composiciones más que pudiéramos citar de Damián de Vegas, de fray Ambrosio Montesino, de Valdivielso, de Gregorio Silvestre, de Luis de Ribera y de otros.

Tampoco fray Luis de León, aunque siempre religioso, es poeta místico sino por momentos. Su inteligencia se extendía sobre todos los seres, y su lira tenía todos los tonos. El sentimiento de la Naturaleza era en él muy vivo. Su hermosura le enamoraba, y en ella buscaba a Dios como sí ella fuera el espejo en que Dios se mira y el inmenso jeroglífico donde se revelan los misterios de su bondad y de su poder para el que sabe leer. Así es que fray Luis busca a Dios por efusión del alma en lo creado; rara vez le busca por introversión, hundiéndose en su centro. La más propia inspiración de fray Luis se cifra en el título de una de sus odas, que dice: En loor y honra de Dios Nuestro Señor, tomando ocasión de las criaturas:


   ¡Ay orbes celestiales,
cuán bien me da a entender vuestra figura
los rayos divinales,
la gloria y hermosura
que tiene el gran pintor de esta pintura!



En fray Luis hay mucho de objetivo para ser místico; más bien es teósofo. Es asimismo un vate asceta y penitente; pero en su penitencia, en su mortificación, halla una paz santa y sublime, una tranquilidad digna sólo del sabio, y un noble y fecundo reposo, que hacen el principal hechizo de sus versos:



   No busca los favores,
que al ambicioso traen desvelado,
en casa de señores;
mas antes retirado,
goza su suerte y su feliz estado.

    No tiene desconsuelo,
ni puede entristecerle cosa alguna,
porque es Dios su consuelo;
ni la varia fortuna
con su mudable rueda le importuna.

    La casa y celda estrecha,
alcázar le parece torreado;
la túnica deshecha,
vestido recamado,
y el duro suelo, lecho delicado.

    El cilicio, tejido
de punzadoras cerdas de animales,
que al cuerpo trae ceñido,
aparta de él los males
que causa el ciego amor a los mortales.

    La disciplina dura
de retorcido alambre le da gusto,
pues cura la locura
del estragado gusto,
que huye a rienda suelta de lo justo.



Por lo demás, mezclada siempre con el ascetismo cristiano, y con el vivo sentimiento amoroso por la Naturaleza, reluce en fray Luis la plácida serenidad del sabio antiguo, algo de la soberbia independencia del estoicismo gentílico, si bien templado por la mansedumbre cristiana:



   Dichoso el que jamás ni ley, ni fuero,
ni el alto tribunal ni las ciudades
ni conoció del mundo el trato fiero;

    que por las inocentes soledades
recoge el pobre cuerpo en vil cabaña,
y el ánimo enriquece con verdades.

    Cuando la luz el aire y tierras baña,
levanta al puro sol las manos puras,
sin que se las aplomen odio y saña.

   Sus noches son sabrosas y seguras;
la mesa le bastece alegremente
el campo, que no rompe rejas duras.

    Lo justo le acompaña y la luciente
verdad, la sencillez en sus pechos de oro,
la fe no colorada falsamente.

    De ricas esperanzas almo coro
y paz con su descuido le rodean,
y el gozo cuyos ojos huye el lloro.



En muchas ocasiones tal vez se trasluce algo del misticismo, pero ya mezclado con la moderación en los deseos propios del sabio antiguo, ya con el orgullo noble del filósofo; por manera que no se acierta a distinguir bien cuáles han sido las verdaderas fuentes de su inspiración, o si todas ellas han mezclado sus raudales y han entrado con ímpetu y de consumo en el corazón del poeta para dar ser a sus mejores estrofas. Así, por ejemplo, cuando dice al tirano que le amenaza con hierro y fuego, tal vez a la Inquisición, que le perseguía:


   ¿Qué estás? ¿No ves el pecho
desnudo, flaco, abierto? No te cabe
en puño tan estrecho
el corazón que sabe
cerrar cielos y tierra con su llave.



Y como ejemplo de moderación:



   Quien de dos claros ojos
y de un cabello de oro se enamora,
compra con mil enojos
una menguada hora,
un gozo breve, que sin fin se llora.

    Dichoso el que se mide, Felipe,
y de la vida el gozo bueno
a sí solo se pide,
y mira como ajeno
aquello que no está dentro en su seno.



Sin embargo, si hemos de creer al padre fray Juan Bautista Lisaca, una composición en redondillas, titulada Estímulo del divino amor, es obra de fray Luis y, en este caso, fray Luis ha escrito algo completamente místico. El crítico que en 1782 publicó la segunda edición de los Grados de amor de Dios, del citado Lisaca, donde el Estímulo va incluido, halla en esta composición algunas puerilidades, y, aunque sólida doctrina, un modo de verterla zonzo, frío y cansado; pero, a mi ver, se deja arrastrar de las preocupaciones literarias de su época al formar tan duro juicio. El Estímulo tiene mérito, sea o no de fray Luis, y quizá en los defectos que el crítico nota estriben sus mayores bellezas, porque lo natural y espontáneo del estilo hacen resaltar la grandeza del asunto. No puede negarse, por eso que el prosaísmo y la sequedad deslucen hartos aciertos y primores, y afean en parte el Estímulo, así como afean los muchísimos versos con que el padre Lisaca adorna sus Grados del amor de Dios, lo cual consiste, en mi sentir, en que aquellos poetas iban ceñidos a la ciencia por el miedo de extraviarse, definiendo y explicando con rigor dialéctico, encadenada y medrosa la imaginación, abatido el vuelo del entusiasmo, y sus alas oprimidas por la pesadumbre de doctrinas minuciosamente determinadas ya, y de que no era lícito apartarse. ¿Qué atrevimientos dichosos no hubieran tenido, a qué esferas no se hubieran elevado nuestros místicos, exentos de este temor? Aun así, no pocos sobre todo en el siglo XVI, tuvieron dichosos atrevimientos y alcanzaron peregrina originalidad en verso y prosa. Entre todos, y concretándonos al verso, descuella el amigo de la admirable doctora Santa Teresa, su predilecto hijo espiritual, San Juan de la Cruz, dechado de perfección en este género. Toda la mística teológica está cifrada en los versos de este divino poeta; y aunque el señor Menéndez haya dicho bastante de él, puede añadirse muchísimo más y algo añadiré yo, seguro de que asunto tan extenso, tan grave y tan alto no se agota, ni puede cansar, como no sea por la impericia pecadora del que en esta ocasión lo trata y expone.

Si hubiéramos de juzgar sólo los versos de San Juan de la Cruz por su sentido literal y por la belleza de la forma, pronto estaría acabada nuestra tarea. Los versos son bellísimos hasta por su sencillez, y los mejores, a modo de idilio o égloga, donde el Esposo y la Esposa, enamorados ambos, entienden y hablan dulcemente de sus amores; pero bajo la corteza de esta linda alegoría, donde pone el poeta todas las galas de la poesía oriental, y hermosos cuadros y pinturas de la vida campestre, hay un profundísimo sentido, que el santo desentraña y explica con elocuencia inimitable en los tres divinos comentarios, que llevan por título Noche oscura del alma, Declaración del cántico espiritual y Llama de amor viva.

A fin de entenderlo bien, es menester haberlo sentido y experimentado, porque es psicología experimental, si bien tan alta, que se eleva y trasciende a la metafísica o ciencia primera más sublime y tenebrosa, porque ciega y crea tinieblas la opulencia de su luz, cuyas verdades, aunque logre el alma percibirlas, no hay lengua humana, por elocuente que sea, que atine a expresarlas con la debida claridad.

Toda la ciencia y todo el arte de la mística se resumen y contienen, como dice el doctor seráfico San Buenaventura, en estos tres puntos: ¿Quién soy yo? ¿Quién es Dios? ¿Cómo Dios y yo seremos una misma cosa? Implica lo primero el conocimiento de sí mismo; lo segundo, un estudio teológico del Ser Supremo, a quien no conocemos bien por la razón y debernos verle en la oscuridad de la fe, y lo tercero se logra sólo después de la contemplación sobreesencial, alzándose el alma, abstraída de toda imagen y de toda idea que no sea de Dios mismo, por cima de su propia esencia creada, y subiendo hasta el ser increado del alma, que es su centro. El centro del alma Dios es, dice el santo. Sólo la mente introversa, la inteligencia desnuda y reconcentrada en lo más hondo, en el abismo, en las entrañas del espíritu, puede llegar hasta Dios y sentir allí como su respiración. Siente el alma la respiración de Dios, y por eso dice la canción en tu aspirar sabroso; punto en el cual el santo abandona ya el comento, exclamando con el bello candor de su estilo: «Veo claro que no lo tengo de saber decir, y parecería menos si lo dijese.»

Antes de subir a esta contemplación extática, hay, según hemos indicado varias veces, una prolija y penosa peregrinación que hacer, cuyo itinerario y trámites traza el santo en su precioso libro, titulado Subida del monte Carmelo; lo cual es llegar a un término en que la voluntad está entera con Dios, y prescinda hasta de la devoción sensible, y se halle en recogimiento interior y en desnudez espiritual completa. Se da entonces una abismal nesciencia, que llama el poeta noche oscura. En ella quedan vacías del todo


las profundas cavernas del sentido;



esto es, del sentido íntimo del espíritu, lo cual significa que en el entendimiento no queda ciencia, sino fe; ni en la memoria, recuerdo, sino esperanza; ni en la voluntad, afecto alguno humano, sino caridad pura. De aquí un vacío inmenso, unas cavernas profundas, que no se llenan menos que con lo infinito. De este modo, en esta noche oscura,


estando ya la casa sosegada,



o sea domada la sensualidad y las pasiones y apetitos mortificados, sale el alma en busca de su amor; esto es, se alza por cima de su propia esencia para buscar la fuente de que procede. De esta fuente ha hecho el poeta una canción especial, que comienza:


¡Que bien sé yo la fuente que mana y corre,
       aunque es de noche!



Esta fuente es la esencia divina, de donde emana el Verbo increado por generación eterna; Verbo en quien resplandece y se manifiesta cuanto hay oculto en el Padre, y en quien el Padre se complace eternamente, y donde están, como arquetipos perfectos, y eternamente también, y por el arte ideal, los seres todos y el alma.

Bien se ve que cada frase de las canciones de San Juan de la Cruz encierra misterios difíciles de explicar, y que él explica en sus elocuentes comentarios.

El alma está en Dios, y Dios está en el centro del alma, porque el centro del alma Dios es. Ahora bien: ¿cómo no es fácil llegar a Dios cuando le tenemos en el centro del alma? ¿Cómo no encontrarle allí si le buscamos? Porque hay impedimentos que el alma ha ido allanando ya, si bien aún queda algo que se interpone entre Dios y el alma. Por esto dice la canción:


Rompe la tela de este dulce encuentro;



y la llama tela porque está ya muy espiritualizada, ilustrada y adelgazada, y la Divinidad se trasluce por ella cuando a tanta altura sube el alma. Al alma, no obstante, aunque la trasluzca, la ve y la comprende de un modo confuso, por donde aspira, al menos, a verla y comprenderla por fe, y de aquí lo que dice la canción, figurando la fe bajo la apariencia de otra fuente distinta:


   ¡Oh cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados,
que tengo en mis entrañas dibujados!



Rota, por último, la tela y llegada la unión, apenas hay palabra que baste a expresar sus inefables misterios. Porque el alma «es Dios por participación, y aunque no tan perfecta como en la otra vida, es, como dijimos, como en sombra Dios. Y a este talle, siendo ella por medio de esta transformación sombra de Dios, hace ella en Dios por Dios lo que él hace en ella por sí mismo, porque la voluntad de los dos es una».

Apenas va aquí un átomo de la sabiduría mística que las Canciones de San Juan de la Cruz y sus Comentarios enseñan. Juzgar las doctrinas de este santo, el más sublime, original y sutil de nuestros místicos, no cabe en breve discurso, sino que requiere extenso libro; no es materia para tratada de repente, sino después de larga meditación y prolijo estudio. Algo, no obstante, teníamos que decir del místico al considerarle como poeta. ¿Habíamos de parar mientes sólo en la forma? ¿Quién mira la fábrica exterior de cofrecillo primoroso de oro y esmalte, y guarnecido de cándidas y relucientes perlas, sin que procure, al menos, internar por un instante la mirada en los arcanos e inestimables tesoros que custodia? ¿Quién tiene el pomo en la mano y no aspira el aroma embriagador que guarda, y que el fuego del amor divino ha destilado de lozanas flores del cielo?

El asunto de la mística es tan delgado asunto, que es casi inefable, explicado en sentido recto. Así, los prosistas que de la misma tratan usan términos y frases de la escuela, y acuden además a símiles y figuras. Los poetas a quienes la terminología, cuando la emplean, hace caer en el prosaísmo, se valen de lo alegórico, y para ello toman con predilección por modelo el Cantar de los Cantares. Este libro tiene tres significaciones: una, directa, de amores entre el rey Salomón y la sulamita; otra, profética y religiosa, que es el lazo entre Cristo y su Iglesia, y otra, mística y hondamente psicológica que es la unión de Dios y del alma. Como el Cantar de los Cantares es bellísimo, de cualquier modo que se le considere, ha sido parafraseado o imitado no pocas veces en nuestro idioma; pero no siempre dándole todo su valer, sino concretándose a lo profético y religioso, o no traspasando en ocasiones los límites de lo literal, como ha hecho Ventura de la Vega en su, por otra parte, preciosa imitación, que es joya de nítida elegancia.

Las imitaciones de San Juan de la Cruz encierran también, si no miramos más que a la letra, la gala y la vehemencia de una égloga amatoria; pero en el conjunto, y a través de cada frase, se percibe el fondo lleno de prodigios, cuya contemplación hace olvidar todo afecto terreno, todo deleite caduco y toda pasión de esta existencia mortal. No parece sino que piñas de flores, ventalles de cedro, escuderos de oro, alcázares y pompas orientales, ínsulas extrañas, ríos sonorosos, valles floridos, lechos de púrpura y cuantas magnificencias posee el rey Salomón, sólo sirven para velar el centro del alma, donde en realidad pasan las escenas que el santo describe. Allí no puede llegar ni agitación del mundo, ni rumor ni movimiento de seres corporales, ni sugestión del demonio, ni voz de ángeles, los cuales no atinan ya a dar ni a explicar al alma lo que desea:


Que no saben decirme lo que quiero.



Allí, oscuro silencio y sosiego maravilloso. Aquel punto, si punto puede llamarse lo que está fuera del espacio y del tiempo, es, según Ruysbrochio y Suso, citados por el iluminado y extático fray Miguel de la Fuente, más alto que el último cielo, más profundo que el mar, más ancho que el universo todo, y no hay criatura de las espirituales y celestiales que pueda llenar su capacidad, según es inmensa, sino sólo Dios, que es la esencia, de su esencia y la vida de su vida. Lo cual viene confirmado por Blosio al añadir que este centro del alma va a parar a cierto abismo que se llama cielo del espíritu, donde está el reino de Dios, que es el mismo Dios con todas sus riquezas, dones y gracias. De suerte que este centro desnudo está levantado sobre las potencias racionales, y en eternidad inmóvil, y unido con su principio, que es Dios, por vínculo de unión perpetuo.

En conceptos tan atrevidos tocan ya nuestros místicos ortodoxos al borde de la sima del panteísmo; pero, por dicha, allí se detienen sin caer. Los salva, a más de su humilde sumisión a la Iglesia, el vivo sentimiento del ser individual; el psicologismo empírico, que no consiente que el yo ni por un instante se diluya en lo infinito como gota de agua en el océano, y el amor a la acción, con la que tienen siempre despierta la conciencia de la personalidad humana. Bastan estas condiciones para dar al misticismo español carácter propio. Por lo demás, como el señor Menéndez, en su Historia de los heterodoxos, lo prueba, contra lo que afirma Rousselot, la influencia de los grandes místicos alemanes fue importantísima en la mística española.

El maestro Eckart, jefe de la secta, no influyó por cierto directamente. Sólo en corto número sus sermones están impresos desde principios del siglo XVI. Sus demás obras, si se conservan, aún deben de estar inéditas; pero sus discípulos Tauler, Suso y otros, que florecieron en el siglo XIV, fueron muy conocidos en España por traducciones latinas, y algunos por traducciones castellanas, tal vez desde el siglo XV. Los místicos de los estados de Flandes, Ruysbroeck y Suso, que son con evidencia de la misma escuela, están igualmente traducidos en español y citados siempre por nuestros autores con los elogios más extraordinarios. Las obras, de Blosio, sobre todo, fueron la lectura devota favorita de tres reyes españoles sucesivos: del emperador Carlos V, de Felipe II y de Felipe III. No es pues, de extrañar que los místicos alemanes fuesen imitados por los nuestros. Se parecen hasta en el propósito de escribir cosas tan altas y difíciles en la lengua vulgar, y no en la lengua latina, con lo cual pulieron y perfeccionaron sus respectivos idiomas, haciéndolos flexibles y aptos para expresar los más hondos y sutiles pensamientos, si bien en ocasiones con oscuridad y frase enrevesada, de lo que se burlarían los profanos de aquella edad en nuestro país, aunque no tanto, ni con tanto motivo y frecuencia, como ahora se burlan de los traductores o imitadores de Krause. También los místicos alemanes se parecen a los nuestros en ser poetas. Tauler componía canciones como San Juan de la Cruz.

Este fue y es el misticismo puro, que puede ponerse fuera o independiente de toda religión positiva, con tal de que acepte un Dios personal, pero no al modo que lo entienden algunos fríos y superficiales deístas, creando el mundo, dándole leyes y apartándose de él, sino presente en todo y vivificándolo y compenetrándolo siempre. Si Dios está en todas las cosas creadas, de donde la teosofía, que le busca en ellas, Dios está en el alma humana, hecha a su imagen, por manera eminente, por lo que dice el Evangelista San Lucas que el reino de Dios está dentro de nosotros mismos, y de aquí la mística.

La mística, no obstante, si bien, según hemos expuesto al hablar de San Juan de la Cruz, busca a Dios en el centro del alma, esto es, en el hombre espiritual e íntimo, todavía entiende que el hombre racional y hasta el hombre corporal pueden tener visiones, revelaciones y enlaces con los seres sobrenaturales, lo cual en cierto modo es parte de la mística, aunque viene a fundirse con lo ascético y lo devoto, por donde apenas hemos dicho nada de ello. Esto ha sido, si no más rica, más abundante fuente de inspiración poética en todas las literaturas cristianas, no concretándose sólo a lo lírico, sino extendiéndose por lo dramático y por lo épico o narrativo. En nuestra poesía empieza semejante misticismo casi al empezar la poesía. La imitación del Cantar de los Cantares tiene otro sentido en ella: no es ya la unión del alma, en su centro desnudo, con la pura divinidad, sino su unión con el Verbo humanado, la aparición a los ojos del cuerpo, y los favores y regalos de la humanidad de Cristo a las almas devotas y penitentes que le imitan y aman en esta vida mortal. De aquí los desposorios místicos de algunas santas con Jesús, ya por medio de anillo, ya por flecha de amor, ya por signos o estigmas. En este linaje de misticismo, que ha durado hasta nuestros días, están inspirados los versos de varias monjas devotas y de noble talento, como sor María del Cielo y sor Gregoria de Santa Teresa. Nada en estos versos que pueda llevar al panteísmo. La individualidad humana de Cristo determina al Dios que estas santas mujeres adoran, al amante celestial a quien sus suspiros se dirigen:


      Jesús amoroso,
       Amante divino,
       objeto del alma;
no desprecies, Señor, mis suspiros.
       Pastor soberano,
       mi dueño, rey mío,
       Esposo suave,
no desprecies, Señor, mis suspiros.
       Vuélveme tu rostro
       lleno de cariño,
       que vivo muriendo;
no desprecies, Señor, mis suspiros.



Y este misticismo es tan propio de las almas soñadoras de las mujeres y de sus tiernos corazones, que, a pesar de la incredulidad de nuestro siglo, se ha perpetuado y ha dado muestras de sí en las mejores poetisas contemporáneas: en El amor de los amores, de Carolina Coronado, y en bastantes composiciones de los últimos años de doña Gertrudis Gómez de Avellaneda.

Análogo al afecto devoto de las mujeres por Cristo es el de no pocos monjes, sacerdotes, penitentes y hasta seglares piadosos por la Virgen María, la cual ha sido manantial fecundo de inspiración cristiana en todas las lenguas y naciones de Europa. La poesía lírica y épica en loor de la Virgen, en España sólo, es tan rica y notable, que el hablar de ella crítica e históricamente pudiera dar asunto a un libro interesante y voluminoso. Los dos idiomas literarios y nacionales de nuestra Península, el castellano y el portugués, se puede decir que nacen a la poesía celebrando los milagros de la Virgen, sus apariciones y los favores que hace a sus devotos, en Gonzalo de Berceo y en el Rey Sabio, que se llamaba su trovador.

Volviendo ahora nosotros al misticismo del hombre íntimo, diremos que casi la única bella muestra poética que de él puede darse en España en el siglo pasado está en los versos que el señor Menéndez cita de don Gabriel Álvarez de Toledo, uno de los fundadores de esta Academia.

Varias causas externas concurrieron a acabar por entonces con el misticismo íntimo, a más de la corrupción y extravíos en que había llegado a caer. Fue la primera causa, en el orden cronológico, el sensualismo divulgado y puesto en moda por Condillac. Cuando se negaba hasta el yo, ¿cómo había de buscarse lo absoluto puesto en el yo? Fervorosos católicos se hicieron sensualistas, y de aquí el tradicionalismo, de todo contrario al misticismo íntimo. ¿Cómo para Bonald o para Donoso Cortes, que niegan que hay en el alma verdad alguna que no venga de revelación material y penetre allí por los sentidos, ha de estar en el alma Dios mismo, origen de todas las verdades?

Otra causa destructora del misticismo íntimo, aun dentro del corazón de los más sinceros creyentes, es el carácter social y político que ha tomado, en el siglo presente, la cuestión religiosa. El pensador cristiano de nuestros días no medita tanto en la verdad metafísica ni en la relación o unificación del alma con su principio como en la vida total del humano linaje, en sus destinos y en su fin colectivo. La teología se aplica, más que a la metafísica pura, a las ciencias políticas y sociales; más que a la psicología, a la historia; y busca a Dios, más que en el apartamiento solitario de la mente, en el tumulto y marcha ordenada de la Humanidad a través de las edades. De aquí que los escritores religiosos de ahora, ya son liberales, ya no son liberales, pero todos son políticos; la política y las ciencias que con ella están en relación los preocupan sobre todo. Así Bonald, De Maistre, Buchez, Bordas Demoulin, Gratry, el padre Ventura, Balmes y el marqués de Valdegamas.

La poesía religiosa toma también este carácter social y político, y produce obras bellas, como, por ejemplo, los coros e himnos de Manzoni y La campana, de Schiller. La musa religiosa española se ha hecho política de la misma suerte, y bien se pudieran dar aquí por estimables muestras de sus creaciones.

Entre tanto, el misticismo íntimo hubo de refugiarse en Alemania, donde desde la Edad Media con tanto fruto se había cultivado. Allí aparece de nuevo, en medio del sensualismo del siglo XVIII, en un maravilloso poeta, en Novalis; y sin duda, apartándose de las vías cristianas, influye no poco en la creación de una filosofía panteísta, pero profunda, la cual, partiendo de la despiadada y severa crítica de Kant, identifica el ser y el conocer, el objeto y el sujeto, y Dios y el alma.

Algo de este misticismo heterodoxo ha penetrado en España con las doctrinas de Schelling, Hegel y Krause, y fácil nos sería hacer patentes sus huellas en nuestros poetas contemporáneos, si no temiésemos, o bien ofender su modestia, o bien enojarlos, porque creyesen que los acusamos de heterodoxia cuando tal vez alguno de ellos esté presente.

Por otra parte, estos apuntes, que no me atrevo a calificar de discurso, y que apenas pueden tocar de ligero tan vasto y difícil asunto, son ya harto extensos, y deben terminar, y terminan aquí, a fin de que la fatigada atención del benévolo auditorio vuelva con placer a deleitarse en el recuerdo de la brillantísima disertación de nuestro nuevo compañero.




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Sobre el Diccionario de la Real Academia Española

Contestación al discurso de recepción de don Francisco Commelerán en la Real Academia Española el 25 de mayo de 1890


SEÑORES:

Mi buena voluntad me inspira a menudo infundada confianza en las propias fuerzas, por donde yo, de puro bondadoso (y perdonad que en algo me alabe), suelo no cumplir, o cumplo tarde y mal, compromisos libremente contraídos.

Digo esto para atenuar, ya que no disculpe, la falta en que he incurrido tardando en contestar al discurso que acabáis de oír, tardanza que detuvo hasta hoy al señor Commelerán a las puertas de esta Academia, la cual espera muchos de sus conocimientos filológicos para el mejor éxito de las tareas a que se consagra.

Al aceptar yo el encargo de contestar al nuevo académico, me movió cierta consideración que hace mi trabajo más difícil, porque necesito exponerla y carezco de la rara habilidad que para ello, en mi sentir, se requiere.

De ordinario, en el seno de esta Corporación reina la más perfecta armonía, a pesar de lo dividido que está nuestro país en parcialidades, y a pesar de que apenas las hay sin representante entre nosotros; pero cuantas opiniones políticas fuera de aquí nos separan, desaparecen o pierden su dañino vigor dentro de este recinto.

Sólo en la elección del señor Commelerán hubo, según dicen, de aparecer entre nosotros la discordia; pero fue tan de paso y con tal disimulo, que los más no hubiéramos advertido nada, sin las hablillas, comentarios y exageraciones que nacieron y cundieron fuera de aquí.

Saludable aviso fue éste, que nos estimuló a buscar, e hizo que encontrásemos el modo de que nunca se renovase el pretexto que para que nos supusieron divididos tal vez habíamos dado. Y como yo fui uno de los que más se opusieron a la elección del señor Commelerán, me complací en que nuestro digno director me designase para saludar en nombre de la Academia al que ésta había elegido, imaginando yo que así ponía el sello en el público testimonio de nuestra fraternal avenencia.

Conste, pues, que nadie entre nosotros se opuso a la elección del nuevo académico sino por el empeño de que entrase antes que él otro candidato, también ya electo, y contra el cual jamás hubo tampoco oposición, sino momentánea.

La Academia, mirando por su crédito, suele elegir para ocupar las sillas vacantes a aquellos hombres que de mayor nombradía gozan entre el pueblo por su valer como escritores; pero, suponiendo que la Academia se decidiese en favor de alguien que no fuese popular y conocido la Academia estaría en su derecho, nadie tendría menos autoridad que yo para censurarla. Mi pobre reputación de escritor, después de mi elección ha sido adquirida. Lo declaro sin falsa modestia: en mi elección hubo favor, y muy señalado. No me incumbe decidir si en algún otro caso excepcional también lo hubo; pero sí repito que la Academia llama generalmente a su seno a los que vienen a aumentar su lustre con los propios merecimientos, ya reconocidos y patentes.

En prueba de esta verdad, basta que recuerde yo aquí con dolor, al par que con orgullo, los nombres de algunos de los que fueron compañeros míos y que han muerto desde que yo tengo la honra de sentarme entre vosotros. Hombres de Estado, de los que más han influido en el desenvolvimiento político y en la radical transformación de la moderna España, dirigiendo sus destinos y cautivando con su elocuencia a las muchedumbres, como Olózaga, Gallano, Aparisi, Nocedal, Martínez de la Rosa, Benavides, Pacheco, Pastor Díaz, González Bravo, Ríos Rosas, Molins y Patricio de la Escosura. Autores dramáticos que deleitaron al pueblo y recogieron en el teatro cien coronas de inmarcesible hiedra como el duque de Rivas, García Gutiérrez, Hartzenbusch, Ventura de la Vega, Ayala y Bretón de los Herreros. Poetas errantes y peregrinos famosos, que, a semejanza de los antiguos sabios y filósofos de Grecia, llevaron, como Mora, las letras, la cultura y el pensamiento de España a las más remotas regiones del otro lado del Atlántico y de los Andes, y dieron leyes y constitución a nuevas repúblicas, hoy engrandecidas y florecientes. Médicos insignes, somo Seoane, el cual concurre en Londres a la fundación de la nueva Universidad y a la creación de una importante revista, The Atheneum, que aún subsiste con gloria. Críticos como Durán, a quien tanto deben nuestro clásico teatro y nuestro incomparable Romancero, a quien Wolf proclama rey de los críticos españoles, y en quien el amor y la antigua musa épica popular y su íntimo trato con ella despiertan la inspiración de los pasados siglos y dan ser a las candorosas leyendas de La infantina y de Don Flores. Pensadores egregios como Núñez Arenas y Canalejas, que levantaron y reavivaron entre nosotros la casi apagada lámpara filosófica para iluminar con su esplendor los juicios literarios y las obras de arte. Ingenios desenfadados e infatigables polígrafos, que han regocijado o ilustrado a la juventud, como Oliván, Monláu, Ochoa, Selgas, Segovia y Mesonero Romanos. Y, por último, pues no quiero ni debo olvidarlos, ya que suscito estos recuerdos, el discutidor brioso y profundo político, historiador elocuente de las alteraciones de Aragón en tiempo de Felipe II, a quien debemos además la divulgación por medio de la estampa del más antiguo de nuestros cancioneros, ilustrado por él con erudición copiosa, la cual pone de realce la cultura de Castilla antes del Renacimiento45; el laborioso y diligente escritor que nos legó las historias de don Pedro el Cruel, de las Comunidades y del benéfico Carlos III46, y el modesto y discretísimo encomiador de Alarcón y de Moreto, cuyas vidas narra con tanta amenidad y abundancia de datos, y cuyas obras juzga y aprecia con tan exquisito buen gusto y elevado criterio47.

Desde que yo pertenezco a la Academia, ha perdido ésta todos los claros individuos que acabo de indicar. Cuando entré en la Academia, aún era reciente la pérdida de aquellos dos grandes líricos. Quintana y Gallego, Tirteos de la guerra de la Independencia; del vate elegantísimo y fecundo maestro don Alberto Lista; del extraño, entusiasta, fascinador y paradójico poeta en prosa que se llamó Donoso Cortés, y del más notable metafísico que hemos tenido en el siglo presente: de Balmes, cuya fama salvó el Pirineo, cantando y pregonando por toda Europa sus alabanzas.

La brillantez y la elevación de los nombres que cito subsanan, a mi ver, ampliamente, el error o la flaqueza de la Academia en elegirme a mí, y acaso a algún otro como yo, si es que le hay, que carezca de suficiente altura.

No tenemos en España, sino por importación francesa, la costumbre de llamar a los académicos enfáticamente inmortales; pero si la tuviéramos, justificada estaría por los personajes recordados. Inmortales son todos ellos, y algunos, no con inmortalidad recóndita, que sólo ven los eruditos y bibliófilos, sino clara, paladina y evidentísima a los ojos del vulgo, así entre los propios como entre los extraños.

Por lo demás, me parece que debemos combatir como equivocada, aunque difundidísima, la creencia de que esta Academia ha de ser a modo de Panteón o Elíseo literario, donde sólo sea lícito entrar a los eminentes y donde la entrada tenga traza de triunfo o de gentílica apoteosis.

La Academia es meramente una modesta reunión de hombres de letras, bastante autonómica para que sea ella misma quien elija los individuos que la componen y para que no se someta a caprichos inestables de la multitud ni a decretos de otros poderes. No es su propósito conceder títulos de gloria, ni repartir diplomas de inmortalidad, que no están en su mano, sino que el tiempo autoriza y custodia, después que los doctos los conceden, en virtud de reiteradas sentencias, que el pueblo sanciona y revalida con su asentimiento. El propósito de la Academia es cultivar la lengua y la literatura patrias, y para esto busca a los que considera más aptos, aunque no alcancen extraordinaria celebridad. Cuando, por dicha, la celebridad y la aptitud coinciden en el mismo sujeto, la Academia está de enhorabuena.

La obra más importante en que se emplea de continuo es, sin duda, el Diccionario. En él han trabajado todos los oradores, poetas y prosistas cuyos nombres ya cité, lo cual es una garantía de que no debe de ser muy malo el Diccionario. Si Olózaga, Duran y Quintana ignoraban el valor y significado de las palabras con que pronunciaba el uno sus conmovedoras arengas, con que reproducía maravillosamente el otro la poesía narrativa de los siglos medios y con que celebraba el tercero el progreso humano y la libertad y excitaba a la guerra, entusiasmado por el heroico levantamiento del pueblo contra toda tiranía, es cosa de desesperar de que nadie sepa nada, y es cosa de convenir en que hablamos y escribimos por casualidad y por instinto, sin conciencia y sin arte.

Acaso, me digo yo, no se puede conocer a fondo el idioma propio si no se conocen otros idiomas, con los cuales se le compara para aquilatar su mayor pulcritud y pureza, o en los cuales se investiga el origen y se desentraña la raíz de sus vocablos; pero al punto veo que este requisito está cumplido cuando recuerdo, por ejemplo, que Galiano escribía y hablaba en francés como en español, y que tuvo cátedra y explicó en inglés en Londres; que Severo Catalina fue maestro de hebreo; que Hermosilla, Ranz Romanillos y Castillo y Ayensa se cuentan entre los mejores helenistas de que podemos jactarnos; que don Manuel Valbuena sabía bastante latín y ocupó aquí un asiento, y que en lo tocante a lengua arábiga, hemos tenido a Conde, y aún tenemos entre nuestros premiados y laureados a Simonet, y entre nuestros correspondientes y colaboradores a don Leopoldo Eguílaz.

Y si para entender y estimar en lo justo la lengua de Castilla se exigiese saber las otras dos principales lenguas literarias de la Península Ibérica, la Academia habría satisfecho igualmente esta exigencia, eligiendo para la lengua portuguesa correspondientes como Oliveira Martins y Latino Coelho, y para la lengua catalana correspondientes como Rubió y Ors, Vidal y Valenciano, Quadrado y Teodoro Llorente.

Harto se entiende que yo no menciono sino a los que están ausentes y a los que ya murieron. Su mención sola, autoriza a la Academia, después de haberlos elegido, a usar de benignidad indulgente, eligiendo a alguien que no llegue a la marca, si es que hay marca para esto como para las quintas. Y, además, yo entiendo que se dan casos, en que la contraposición es útil y grata, porque presta realce y claroscuro al todo. Dígalo, si no, aquel pasaje del profeta Ezequiel, que acude ahora a mi memoria, donde describe el ejército de Tiro, cuyos guerreros eran punto menos que gigantes, y, sin embargo, también había en él pigmeos, para complemento y colmo de hermosura.

No es menester en el día de hoy, en justificación de la Academia, apelar a lo expuesto y echar mano del elogio que hizo Ezequiel de los pigmeos de Tiro. Si éstos eran hábiles en el manejo del arco y de las flechas, con las cuales herían a los asirios que asediaban la ciudad y pugnaban por destruirla, no es menos certero y hábil el nuevo académico, y ha mostrado también su talento de escritor y su notable conocimiento de la lengua y de la literatura españolas, defendiendo nuestro Diccionario de muy rudos ataques.

El libro que, coleccionando los artículos escritos con este propósito, ha formado el señor Commelerán es muy instructivo y ameno, y él solo bastaría para hacerle merecedor de colaborar, en adelante, en la obra que tan bien defiende y de sentarse entre nosotros; pero el libro en defensa del Diccionario dista mucho de ser su único o principal merecimiento.

Por otra parte, aunque el señor Commelerán sea acreedor por su intento a nuestra gratitud, su citada obra vale y sirve para ilustración general más que para apología de la Academia.

Si el Diccionario es malo, será por lo difícil que es hacerlo bueno, o será porque la casta o raza española, salvo algún singularísimo individuo, es torpe para esta clase de trabajos.

Es verdad que la Academia ha hecho el Diccionario, y puede suponerse que, al hacerlo, hizo una abominación; pero esto equivaldría a decir que los autores de ella fueron todos los ya mencionados personajes y bastante otros que, antes de que viniese a descubrirse su incapacidad, eran célebres por su conocimiento de nuestro idioma, como Luzán, Vargas Ponce, Arriaza, García de la Huerta, Burgos y Gil y Zárate.

Es de notar asimismo que desde hace algunos años, gracias al desarrollo del comercio y de la industria, a la facilidad de comunicaciones, a los descubrimientos científicos y a su frecuente aplicación a oficios y menesteres de la vida de todos, y gracias a la difusión del saber y a la ascensión del pueblo a regiones y esferas donde quizá antes no ascendía, el lenguaje vulgar se ha enriquecido en extremo.

En él ha habido, en muchos países, y, sobre todo, en los más adelantados, una tumultuosa irrupción de voces técnicas o científicas. Indispensable ha sido, por consiguiente, como se ha hecho en Inglaterra, Francia y Alemania, incluir en nuestro Diccionario multitud de voces que antes sólo en las enciclopedias se consignaban y definían. Y ha sido indispensable también definir con mayor exactitud y precisión no pocas de las voces ya incluidas, ajustándose a nomenclaturas y clasificaciones que la ciencia ha inventado48. Y todo ello procurando evitar lo demasiado técnico o científico, a fin de que el Diccionario no traspase los límites, harto confusos, de lo que debe ser un Diccionario del lenguaje vulgar, y se convierta en enciclopédico, en resumen.

En esto, que es lo más nuevo y arduo y lo que más caracteriza la última edición del Diccionario, si la empresa ha salido mal, esta Academia no resulta sola culpada del delito, sino también otras corporaciones que se tenían por sabias y no pocos sujetos, acreditadísimos en nuestro país por su pericia en diversas facultades: astrónomos, matemáticos, doctores en Derecho, marinos, filósofos y militares, los cuales fueron consultados y respondieron a la consulta con grande abundancia de papeletas.

Si todas estas papeletas son tontas o disparatadas, resignémonos y digamos: Sea todo por Dios. ¿Qué otro recurso nos queda, y más si observamos que nuestro delito acusa todavía mayor número de cómplices?

El gran pueblo español no tiene semejanza, por su noble destino, sino con el griego y el romano, en las edades gentílicas, y en la edad moderna, sólo con el inglés, hasta hoy. Designio providencial hubo de confiarle la misión de difundir por toda la Tierra la cultura de Europa, descubriendo y ocupando islas y continentes antes ignorados, adonde llevar su sangre, su espíritu y su palabra.

En las repúblicas independientes que del tronco español han brotado en América, hay algo que las enlaza entre sí y con la metrópoli, que nadie debe ni quiere romper, y por cuya virtud persiste indeleble el testimonio de nuestra fraternidad e idéntica estirpe. Este vínculo o lazo es el habla, o por el habla se manifiesta.

La corriente de la emigración llevará a aquellas repúblicas numerosos enjambres de trabajadores activos de otras lenguas y castas, a fin de que coadyuven a convertir la ingente soledad de la pampa en apiñado conjunto de alquerías, viñedos y ricos sembrados; a recamar la extensión uniforme de los yermos en variados jardines y plantíos fructíferos; a edificar y poblar industriosas ciudades, y a coronar y hermosear las márgenes del Amazonas, del Paraná, del Orinoco y del Magdalena, con quintas, alcázares y monumentos más gloriosos que los que el Rin, el Elba, el Mosa y el Danubio reflejan en sus ondas. Pero es de esperar que la savia poderosa transmitida por los primitivos colonos a sus descendientes conserve toda la energía plástica que se necesita para que las masas que entren en fusión caigan en el molde del españolismo, y se adapten a él de suerte que las repúblicas no se desnaturalicen y sigan siendo como son, sin perder el ser que tienen.

A impulso de tan alto interés de casta o de raza, y por el amor a la común procedencia, se han cultivado en estos últimos tiempos por toda la América española el arte y la ciencia de nuestro lenguaje. Frutos sazonados de este cultivo han sido las obras gramaticales y léxicas, dignas las más de grandísimo encomio, de don Andrés Bello, Irisarri, Amunátegui, Baralt, Juan de Arona, Rivodoo, Zorobabel Rodríguez, Daniel Granada y, por último, Rufino José Cuervo, uno de los más sabios filólogos que han tratado de nuestro idioma, y cuyas obras son un verdadero prodigio de crítica y de atinada diligencia. Y no se ha hecho esto aisladamente, sino que los doctos del otro lado del Atlántico han querido confederarse y aunar sus esfuerzos para el cultivo y la conservación del idioma común y para la mayor prosperidad de las letras ampliamente españolas, y se han formado academias correspondientes de esta Academia en Colombia, en el Perú, en Méjico, en Chile, en el Ecuador, en Venezuela y en otras repúblicas, siendo de esperar que pronto las haya en todas. Muchos de los individuos de estas academias, colaboradores nuestros, tienen, a pesar de la distancia que de ellos nos separa, envidiable fama entre nosotros. Así, por ejemplo, Miguel Antonio Caro, Rafael Pombo, Icazbalceta, Roa Bárcena, Juan León Mera, Ricardo Palma, Batres y otros mas, pues sólo nombro a los que acuden pronto y atropelladamente a mi memoria.

Yo confieso, no obstante, que, a pesar, o más bien, a causa de esta colaboración difusa de tantas personas en nuestro Diccionario, éste no puede menos de resentirse de faltas en el plan y en la armonía del conjunto. Acaso un autor único, ora por sí solo si tuviese brío y perseverancia para tamaña empresa, ira con el auxilio de otros hombres capaces, obedientes a su mandato y sujetos en todo a su dirección, lograría hacer un Diccionario menos imperfecto que el de la Academia. Littré pudo jactarse en Francia de esta victoria. Entre nosotros, si Cuervo terminase su trabajo, y si éste abarcase más y no se limitase casi a los verbos con relación al régimen, Cuervo podría gloriarse de lo mismo; pero, aun así, ningún Diccionario de un singular autor, por bueno que fuese, alcanzaría la autoridad que tiene el de la Academia, justamente por eso que le daña: porque es la obra colectiva de gran número de escritores en prosa, oradores, poetas y filólogos que durante cerca de dos siglos, y en ambos hemisferios, han cultivado el habla de Cervantes.

La defensa, pues, del Diccionario hecha por el señor Commelerán no era indispensable, aunque ha sido agradecida49. Y en lo tocante a su utilidad, yo la hallo en aquello en que está la de la impugnación y de la censura, por descompuestas e insultantes que sean. Tales asuntos vienen a interesar, merced a las ruidosas polémicas periodísticas, a un círculo extensísimo de gentes que tal vez ignoraban antes que hubiese filólogos y lexicógrafos y que sólo tenían idea vaga e incompleta de lo que un Diccionario pudiera ser. Y no es esto injuriar a nadie. Un periódico de gran circulación, que vende setenta mil ejemplares, llegará a tener trescientos mil lectores, si se calcula, y no es demasiado, que cada ejemplar es leído por cuatro o cinco personas.

Concedamos que de los trescientos mil, hay cien mil que saben, cuál más, cuál menos, de lingüística, gramática y lexicología. Siempre habrá que conceder, en el estado actual de nuestra general ilustración, que para los otros doscientos mil, todo o casi todo aquello es inaudito. Una serie de artículos sobre el Diccionario debe de abrirles extraños horizontes y debe de propinarles pasto espiritual, sobrado suculento y difícil de digerir si no va condimentado con mucha sal y pimienta y hasta con guindillas. De aquí, en el caso presente, que, si bien disgusta el ser injuriado, haya de estimarse la injuria como artificio ingenioso para que la multitud se entere sin aburrimiento de que hay diccionarios y de que pudiera haberlos mejores. Los diccionarios, aunque sean malos, han ganado mucho con esta vulgarización de las cuestiones filológicas. Tal vez, gracias a ellas, el Diccionario de la Academia se vende ahora más que nunca. En estos últimos cinco años se han vendido cerca de quince mil ejemplares.

Pero dejo de hablar de nuestro Diccionario y de la defensa que hizo de él el nuevo académico. Éste era ya conocido y estimado de nosotros por otras obras. Entre ellas figura un atinado y entusiasta estudio biográfico crítico sobre don Pedro Calderón y algunos libros para enseñanza de la juventud, muy recomendables todos por el excelente método y por la concisa claridad didáctica.

Censuran algunos que el señor Commelerán, en la Crestomatía latina, que ha dispuesto y anotado, inserte mucho de los autores cristianos y dé menos cabida que otros a los clásicos gentiles. Yo, no obstante, me inclino a creer que el señor Commelerán no va tan desencaminado. Sin pensar en refutar aquí sus asertos, diré que no me conformo con que los poetas latinos cristianos sean iguales, ya que no superiores en la forma, a los poetas gentiles, y que, por el fondo, valgan mucho más; pero me parece que, para conocer bien una lengua, no basta leer los autores de la edad o siglo llamado de oro desdeñando lo demás con notoria injusticia. Conviene seguir la marcha de los cambios y transformaciones hasta en la decadencia, y más cuando en esta decadencia brillan aún tan admirables autores como los poetas Juvenco y Aurelio Prudencio Clemente, ambos gloria de España, su patria. Por otra parte, y sin recrudecer aquí la disputa a que El gusano roedor, del abate Gaume, dio tanto pábulo, yo confieso que Horacio, Catulo, Suetonio y hasta el dulce y pulcro Virgilio en algún momento de extravío, no siempre están de acuerdo con la moralidad y con la decencia; que Lucrecio no es un dechado de fe religiosa, y que no es razonable pasar por cuanto dicen y hasta aplaudirlo, propter elegantiam sermonis, sobre todo en libros destinados a la educación de niños o de jovencitos incautos. Tiempo queda para leer tales obras en la edad granada, cuando no hay recelo de pervertirse, o porque nos hemos afirmado en la virtud, o porque ya nos hemos pervertido, o porque hemos leído producciones de esto que se titula naturalismo, en cuya comparación los más desvergonzados desafueros de Lucio de Patras y de Petronio son conceptos pudorosos y angelicales.

Voy a hablar, por último, de otros escritos del señor Commelerán, que tienen, hasta donde yo soy apto para juzgarlo, muy notable mérito y le hacen digno de toda la fama que, dada la índole de dichos escritos, es posible adquirir. Porque, a la verdad, no ya en España, sino en cualquier otra nación donde se lea más y se estudien mejor las humanidades y las lenguas sabias, sería pretensión absurda (verbigracia, en Francia) que Emilio Egger, Alfredo Maury, Eugenio Burnouf y Adolfo Régnier fuesen tan populares y generalmente conocidos como Alejandro Dumas, Octavio Feuillet, Alfonso Daudet y Emilio Zola.

En España, hace algunos años, eran pasmosos nuestro desdén y nuestra ignorancia de todo lo que no era política militante y amena literatura. Recuerdo que en 1857, hallándome yo en Moscú, tuve allí un amigo, poeta y erudito ruso llamado Sergio Sobolesvski. Me preguntó por don Manuel Milá y Fontanals, a quien quería y estimaba sobre manera, y tuve que contestar que jamás había oído yo ni su nombre. Sobolevski me dio a leer libros del ilustre profesor de la Universidad de Barcelona, y me puse en correspondencia con él. Cuando volví a Madrid y hablé del que había conocido en tan distante región oriental de Europa, vi que eran rarísimos los sujetos, aun en los círculos literarios, que aquí entonces le conocían. Ya ha cundido la afición al estudio. Ahora no se ignora tanto; pero todavía se suele cohonestar la negligencia o la flojera con el desprecio.

Dos obras importantísimas está escribiendo el señor Commelerán, y las tiene ya publicadas en parte. Es la primera una Gramática comparada de las lenguas castellana y latina. Ha salido a luz la Analogía.

Mis escasos conocimientos y el corto espacio que debo disponer, si no he de cansaros, me impiden hacer aquí detenido examen de esta Gramática para afirmar lo que hay en ella de nuevo y para deslindar lo que es original y propio del autor de lo que está tomado de otros autores, o sin arreglo ni adaptación, o adaptándolo a nuestro idioma, lo cual, lo último, valdría ya mucho e implicaría bastante ciencia y trabajo.

Es evidente que sin los escritos de ambos Schlegel, de Jacobo Grimm, de Federico Díez, de muchos otros y, sobre todo, de Francisco Bopp, la Gramática del señor Commelerán no sería, o sería un portento; pero, aun suponiendo que en dicha Gramática sólo se transmitiesen o sólo se aplicasen al idioma castellano los adelantos científicos hechos por otros autores, merecería, a mí ver, gran alabanza el señor Commelerán, que los sabe, que los expone y que los aplica con claridad, orden y método. Ambas lenguas, latina y castellana, están allí hábilmente estudiadas y comprendidas, y el lector piensa que asiste a la formación de la primera y a su transformación en la segunda, y que ve nacer de las raíces las palabras, y trocarse éstas en otras por virtud de ineludibles leyes fonéticas, o bien tomar, aun dentro de cada lengua, varias formas cada palabra para expresar accidentes o ideas secundarias, conservando siempre la idea fundamental en la raíz, la cual persiste a pesar de flexiones, reduplicaciones, sufijos simple y compuestos, que en edades remotas tuvieron aisladamente un significado, y prefijos que, ya son partículas inseparables, ya preposiciones, con significado propio, en la lengua madre, cuando no en la derivada.

La otra obra del señor Commelerán es mucho más importante; es un Diccionario latinoespañol etimológico, incomparablemente mejor y más rico que el de don Raimundo de Miguel y el marqués de Morante.

Van ya impresas y entregadas al público cerca de ochocientas páginas de compacta impresión, gran tamaño y letra menuda, por las cuales bien puede estimar hasta el menos versado en la materia que el trabajo es de mucho valer, aunque para facilitarle hayan contribuido, como es natural, los de Forcellini, Freund y De Vit, a quien nuestro autor confiesa lo que debe. No busca y halla un hombre solo adecuadas y diversas autoridades para cada vocablo y para cada acepción, en más de quinientos escritores, desde Enio a Justiniano, ni descubre y extrae la raíz de cada palabra, ya del griego, ya del hebreo, ya del sánscrito, ya de las lenguas céticas, ya de otras. Se aprovecha, y debe aprovecharse, de las investigaciones y estudios de anteriores lexicógrafos, y no por eso desmerece, si lo hace con discernimiento y propia doctrina.

Como quiera que sea, no puede negarse que el Diccionario del señor Commelerán será hermoso y útil monumento, levantado a los estudios clásicos en la patria de Vives, de Nebrija, de Ginés Sepúlveda y de Mariana. Asimismo, si se atiende al abandono en que tales estudios están hoy entre nosotros y al corto premio, en reputación o en dinero, que por ellos se alcanza no se paran mientes en el invencible amor que lleva a la ciencia y subido deleite que la ciencia infunde el alma, ¿quién no se inclina a poner más alto que el momentáneo acto heroico de los Decios, cuando se votaron a los dioses infernales, la asidua devoción y la heroicidad vitalicia de quien se vota a la ímproba e ingrata tarea de levantar el monumento susodicho?

La breve noticia que he dado de las obras del nuevo académico demuestra su valer y su completa idoneidad para los fines de nuestro instituto pero, aunque dichas obras no existieran, bastaría el discurso de hoy para acreditar al señor Commelerán de notable filólogo.

Así como en la Gramática comparada nos explica de qué suerte, en el latín y en el castellano, no penetrando en la raíz e injertándose en ella, como en los idiomas semíticos, sino anteponiéndose y posponiéndose a la raíz, que permanece casi invariable, hay partículas que determinan los casos, los modos, los tiempos, los números y los géneros, de nombres y verbos, en su discurso de hoy nos hace patente el procedimiento evolutivo por donde las palabras latinas han venido a convertirse en castellanas, no caprichosamente, sino con sujeción a reglas de eufonía, que, prescritas por la Naturaleza y peculiares a cada pueblo, han hecho nacer del latín el provenzal, el francés, el italiano, el rumano, el catalán, el portugués, el habla de Castilla y otros varios idiomas, los cuáles se denominan neolatinos50. Del mismo modo el latín, el griego, el sánscrito y los antiguos idiomas célticos, eslavos, teutónicos e iranios nacieron del, habla primogénita de un pueblo apellidado ario, noble cuando, en edades prehistóricas, desde el centro de Asia, donde habitaba, se difundió en sucesivas emigraciones, enseñoreandose de la Tierra, por el Sur hasta Ceilán, y por el Norte y el Occidente hasta Noruega e Islandia.

Si la fertilidad de las raíces dentro de un mismo idioma se comprende en la Gramática comparada, al ver que una sola raíz verbal basta a producir, como en griego, cerca de trescientas formas, en la conjugación, por el discurso del señor Commelerán, se explica de qué manera, gracias a los cambios fonéticos, nacen en la familia ariana, de un lenguaje primitivo, cuyas raíces acaso puedan reducirse a seiscientas, centenares de lenguas y dialectos, en algunos de los cuales se expresan con facilidad y variedad los más sutiles pensamientos, los más distintos matices de las ideas y cuanto comprende la inteligencia humana, para lo cual los diccionarios vulgares llegan a contener más de sesenta mil palabras, sin incluir no pocas de fácil formación y las variaciones que tienen las que se declinan o conjugan.

En fin, y para no fatigar por más tiempo vuestra atención benévola, voy a concluir declarando que, después de la muestra brillante que ha dado el señor Commelerán de su suficiencia, todos debemos felicitarnos de tenerle por compañero. Su ya reconocida maestría en la ciencia de Max Müller hace muy a propósito su auxilio para conservar y fijar el habla en que se atesora una de las más fecundas y hermosas literaturas del mundo, habla que sirve de medio para comunicar sus sentimientos e ideas a un pueblo compuesto de varias naciones hermanas de gran porvenir y glorioso pasado, que viven en esta Península y extienden su imperio desde el Atlántico al Pacífico, desde California a la Tierra del Fuego, y en varias islas grandes y fértiles del mar que surcó Magallanes por vez primera.

Y si prescindimos de la utilidad con que el saber del señor Commelerán habrá de prestarle al cultivo de la lengua española, todavía me parece justo y conveniente recompensar y honrar hasta donde esté a nuestro alcance, y popularizar y fomentar el estudio de la filología comparativa o lingüística, tan desatendida hasta hoy en la patria de San Isidoro, de Arias Montano y de Hervás y Panduro.




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El periodismo en la literatura

Contestación al discurso de recepción de don Isidoro Fernández Flórez en la Real Academia Española el 13 de noviembre de 1898


SEÑORES:

Con verdadero satisfacción acepté yo el encargo, que cumplo hoy, de contestar al discurso que mi querido amigo don Isidoro Fernández Flórez había de leer en su entrada en esta Real Academia. Como asiduo y hábil cultivador de las letras españolas, fue elegido por nosotros. Sus cuentos, sus estudios críticos y otra multitud de composiciones breves, donde como refinada quinta esencia aparece el ingenio, bastan a explicar su elección, acreditándola de acertada. Pero todavía la justifica más el éxito dichoso y extraordinario que han tenido los trabajos de nuestro nuevo compañero. Lograr, sin el apoyo y sin la protección de los gobiernos o de los jefes de los partidos que se suceden en el Poder, el favor decidido y constante de un público numeroso, y lograrlo en dos sucesivas publicaciones periódicas, sin apelar en ninguna de ellas a violencias de lenguaje, a apasionadas y vehementes censuras y a otros medios conducentes a atraer la atención y a ganar la voluntad del vulgo por medio del escándalo, es prueba clarísima del mérito indiscutible de la persona que consigue tal triunfo. Y no puede negarse que el señor don Isidoro Fernández Flórez, si no lo consiguió por sí solo, fue principalísima parte en conseguirlo, primero en El Imparcial, y en El Liberal después. Sin duda, para fundar y sostener un periódico que agrade o interese a la gente y que adquiera gran número de lectores y suscriptores, es menester habilidad, hasta cierto punto extraña a toda literatura; habilidad que esta Real Academia no toma en cuenta; pero por muy habilidoso que sea quien dirija la publicación de un periódico en las artes de administrarlo, de confeccionarlo materialmente para que agrade y de facilitar por dondequiera su difusión y su adquisición, todavía nada de lo dicho vale, a la larga, para el crédito del periódico y para conservar y acrecentar la estimación y autoridad que se le conceden, si esta autoridad y esta estimación no se conceden primero a las personas que en dicho periódico escriben. Y esto es más innegable cuando el periódico es independiente, o sea, cuando no se escribe y se publica para defender y aupar a determinado personaje político o a una bandería organizada y regimentada que se vale del periódico como de ariete para derribar al Gobierno que existe, y como de escala o andamio para encaramarse hasta aquella codiciada altura.

Un periódico de la mencionada clase podrá ser considerado como Empresa industrial; pero siempre lo más sustancioso que para llevarla a buen término se fabrique o se produzca tendrá que ser literario, y la realidad de su mérito se acrisolará mejor cuando el aplauso y el favor del público no se expliquen por el interés extraño a las letras de conseguir inmediatamente la victoria para una bandería.

En el caso de que hablamos, un periódico ya es eco de la opinión, ya es fuerza que la empuja y ya es faro que la dirige, y en cualquiera de estos tres casos tiene mucho valor literario, así porque expresa sentimientos y aspiraciones de una gran colectividad como por el tino y buena traza con que acierta a expresarlos, a fin de que dicho colectividad los siga, los adopte o los reconozca por suyos.

Conforme con los antecedentes precitados y con la índole y natural condición de su talento, es el discurso que el señor Fernández Flórez acaba de leer, oído con atención y gusto por cuantos están aquí presentes y aplaudido también por todos. No impide la sobriedad del estilo la rica profusión de imágenes con que el discurso se engalana; la variedad de los puntos que toca no es causa de incoherencia, porque dichos puntos, diestramente enlazados, se encaminan todos al mismo fin; y no hay en el discurso digresiones caprichosas, porque todas concurren a dilucidar mejor la materia de que se trata. Cuanto el señor Fernández Flórez ha dicho lo celebro yo por ameno y por ingenioso; no poco de lo que ha dicho lo acepto y afirmo sin la menor discrepancia, como si yo mismo lo hubiera pensado y afirmado; y no faltan tampoco en su discurso sentencias y conceptos más recomendables, en mi sentir, por lo agudos y sutiles que porque se ajusten con la verdad exacta.

Como el asunto es extenso y se presta mucho a discurrir sobre él, ya corroborando unas afirmaciones, ya invalidando o debilitando el vigor o limitando la amplitud y trascendencia de otras, no ha de parecer mal que yo conteste de esta manera al señor Fernández Flórez, aunque sólo sea para que, al tratar de lo mismo, no coincida con él de tal suerte que repita lo dicho por él como si yo fuese su eco. Ser periodista es, sin duda, profesión u oficio, como ser ingeniero, abogado o médico. Es evidente asimismo que el periodista debe ser literato: un literato de cierta y elevada clase. Pero ¿se infiere de aquí que hay un género de literatura, distinto de los otros, que pueda y deba llamarse género periodístico? Sobre esto es sobre lo que yo no estoy muy seguro, aunque, si me inclino a algo, es a negar que haya tal género. Lo que distingue al periodista de otro cualquier escritor, poco o nada tiene que ver con la literatura. La distinción que le da carácter propio es independiente de ella. Se llama periodista el literato que escribe con frecuencia o de diario, o casi de diario, en un pliego o gran hoja volante, que se estampa periódicamente y se difunde entre el público, a veces por centenares de miles de ejemplares. Cuando se logra que estos centenares de miles de ejemplares sean comprados y leídos, el periodista que dispone de ellos y escribe, dicta o inspira su contenido, no puede negarse que posee un instrumento poderosísimo para influir en la opinión, para modificarla o dirigirla, ya en buen sentido, ya en malo. Nunca el autor de un libro, por extraordinario y dichoso éxito que el libro tenga, influirá inmediatamente en el ánimo de los hombres con la rapidez, extensión y eficacia que el que en un periódico escribe. Tal vez en Francia, en Inglaterra y en los Estados Unidos, que son, a mi ver, los países en que más libros se leen y se compran, llegará algún libro de autor eminente o muy afortunado a contar por centenares de miles los ejemplares vendidos. Lo que es en España, bien se puede afirmar que, salvo en casos rarísimos y muy excepcionales, nunca pasan de seis mil o de ocho mil ejemplares de un libro los que llegan a venderse, y esto no de súbito, sino a la larga y después de haber sido el libro anunciado, ensalzado y glorificado por la crítica del periodismo. En cambio, un artículo de periódico se lee, se comenta, se aplaude, y puede influir en los sucesos políticos y sociales de una nación con prontitud pasmosa. La vida del artículo podrá ser efímera, su autor no alcanzará gloria ni nombradía, acaso no la pretenda ni la busque y conserve el ánimo; pero es innegable el poder avasallador de que es capaz un artículo de periódico, y no cabe comparación entre las conquistas que lentamente puede ir haciendo un libro y las que puede hacer un artículo de periódico en las veinticuatro horas que persiste y circula el número que ha salido estampado.

Esta y otras muy importantes diferencias se dan entre el libro y el periódico diario; mas no por eso tienen las diferencias nada que ver con la literatura: son extrañas a ella. El libro es un medio de publicidad, y el periódico es otro. De ambos medios se vale o puede valerse el escritor; pero no hay, en realidad, diferencia literaria entre ambos medios. De una serie de artículos se forma a menudo un libro, y de fragmentos o pedazos de un libro se hacen a menudo también no pocos artículos de periódicos.

Tan cierto es lo dicho, que no hay arte de escribir y de hablar donde, entre los diversos géneros de discursos escritos o hablados, se califique el periódico como género aparte. Hay poesía y prosa. La poesía es y puede ser lírica, épica y dramática, con no pocas subdivisiones o especies híbridas, como elegías, sátiras, epístolas y fábulas. La prosa puede ser didáctica o no didáctica, dirigirse a enseñar, a deleitar o a la vez a ambos fines; puede ser narración verdadera o fingida y llamarse historia, novela o cuento. En suma, y para no fatigar a nadie: ¿quién desconoce o ignora los diferentes géneros en que pueden dividirse los escritos, ya por los asuntos de que tratan, ya por la manera con que son tratados los asuntos? ¿Hay entre estos géneros modo de calificar, distinguir y separar de los otros y determinar un género especial que llamemos periódico? Yo creo que no lo hay. Al contrario, cuantos son los tonos, géneros y manera de escribir caben en el periodismo. Y nada hay que o pueda insertarse con éxito en los periódicos, cuando la inserción es oportuna y atinada. La cuestión está en que venga a cuento o a pelo lo que se inserta, presuponiendo que no es malo o tonto, sino que es ameno e instructivo. Y no se me arguya con que la brevedad, el laconismo, el arte de decir mucho en pocas palabras, es especial condición del estilo periodístico. Obras maestras, dechado de estilo conciso, son por ejemplo, no pocos diálogos y otras obrillas de Leopardi, y yo no sé que al escribirlas pensase él que iba a insertarlas en un periódico. En tiempo de Luciano no consta que los hubiese, y Luciano, no obstante, compuso multitud de obrillas tan cortas y ligeras, que muchas no llenan más de una página.

La condición de mi espíritu, tan contraria a la clasificación y distinción de géneros, no creo yo que perjudique ni que amengüe el concepto que del periodismo y de los periodistas tengo formado; antes bien, los coloca en un razonable justo medio, no menos distante de la pomposa exageración con que alguien los ensalza que del feroz aborrecimiento y del fingido menosprecio con que alguien los deprime. La hipérbole encomiástica me ha repugnado siempre, y cuando algo del encomio me ha podido tocar por contarme en la colectividad encomiada, he solido rechazarlo con pudorosa modestia. Durante más de cinco años he sido periodista, o sea redactor constante de un periódico diario que gozó de alguna celebridad en su tiempo. Mas, a pesar de esto, jamás he empleado yo, ni he aprobado en otros, el empleo de frases como las siguientes: el cuarto poder, el magisterio o el sacerdocio de la Prensa, su martirologio y su apostolado. En cambio, siempre me ha sorprendido como absurda extravagancia, y he oído o leído, ya con enojo, ya con risa burlona, los dicterios y anatemas que contra la Prensa fulminan no pocos sujetos, sobre todo si presumen de aristócratas, de conservadores o de morigerados y juiciosos. Me atreveré a recordar aquí, a este proposito, que la vez primera que tuve la honra de representar al Gobierno español en los países extranjeros fue en Francfort, cerca de la Dieta germánica. Era presidente de la Dieta un nobilísimo conde austríaco, fino, amable, inteligente y dechado, en suma, del buen diplomático chapado a la antigua. Según costumbre, el conde me obsequió con un banquete para celebrar mi venida. Y entre las muchas cosas de que allí se habló, el conde, con verdadero entusiasmo, tuvo a bien poner por las nubes a uno de los que me habían precedido como ministro acreditado cerca de él. Y no fue sólo el conde, sino su mujer también, linda y elegante señora, perteneciente a una antigua e histórica familia francesa, y casi todos los demás convidados, los que le acompañaron e hicieron coro, preconizando al mencionado predecesor mío como raro modelo de discreción, elegancia, afabilidad, cortesía, don de gentes, tino para los negocios, conocimiento de los hombres y de las cosas y buena maña para ganarse la voluntad y el afecto de cuantos le trataban. Lo maravilloso, lo estupendo, lo inaudito para el conde, y así lo expresó, después de hacer tantas alabanzas, y casi todos los allí presentes convinieron con él, era que mi tan encomiado predecesor había sido periodista: había saltado, salto casi inconcebible para aquellos señores, desde la Prensa a la diplomacia. Ya se comprende que yo, no sólo por compatriota, sino por amigo que era entonces de mi predecesor encomiado, aprobé y aplaudí los elogios, que, además, me parecían justísimos y merecidos. En lo tocante a la inverosímil anomalía de que el elogiado hubiera sido periodista, no sé si hice mal o hice bien; pero consideré lo más oportuno no salir allí a la defensa del periodismo, convirtiendo en aula académica de controversia la sala del banquete.

A través del odio reconcentrado y del desprecio más o menos aparente que en cierta sociedad escogida de esto que se llama el high-life suele manifestarse contra el periodismo, tal vez por moda, tal vez por manía, se entrevé casi siempre la involuntaria estimación que inspira el talento del buen periodista a los mismos que tan acerbamente le censuran. Así, recuerdo yo que allá en mi primera mocedad, en cierta reunión de sujetos muy distinguidos, se pronunciaron contra periódicos y periodistas los más apasionados discursos, tratándolos como a casta de gente abominable y dañina, cuya es la culpa de cuantos males sobrevienen: de las mudanzas, trastornos y revoluciones y de la perversión moral y política que aflige a los estados. Uno de los asistentes a la reunión, reconocido por algo simple, con severidad o con injusticia, a lo que yo entiendo, se creyó en el deber de defender a los periodistas, y hasta se dio por ofendido y por injuriado, asegurando que él había sido periodista también.

Entonces todos cuantos habían hablado contra los periodistas se deshicieron en excusas y satisfacciones al que con tanto calor los defendía, rogándole que no se enojase, que se aquietase y que no se diese por aludido, porque él nunca había sido periodista en realidad, sino que sólo lo había soñado. De esta suerte, con delicada e involuntaria socarronería, vinieron a declarar implícitamente los detractores del periodismo que para ejercerlo se requieren prendas y facultades de entendimiento y de voluntad, que no son muy comunes, y sin las cuales se tiene por increíble que alguien escriba en los periódicos, por más que pueda hacer en las tertulias papel no muy desairado.

No hay efecto sin causa. El odio que inspira el periodismo en algunas clases o agrupaciones de gente no hemos de negar que tiene algún fundamento, que tal vez nace de ciertos deplorables abusos. El insulto procaz, la calumnia, la injuria, la difamación de la vida privada, penetrando a veces en el seno de las familias para sacar a relucir ante el público con escándalo y vergüenza debilidades, torpezas y pecados, ya imaginarios, ya reales, parecen suficiente motivo para que sea odiosa la Prensa periódica. Pero de nada de esto tiene la Prensa la culpa: la culpa es de la sociedad que aprueba o aplaude tales desafueros y que excita y solivianta al periodista para que los cometa. Sólo tal vez el calumniado o el injuriado y sus más íntimos y leales amigos hallan mal la diatriba o la serie de improperios que contra alguien se dirige. El público los celebra con risa, si aparecen en forma de chistes, o los mira como censura moralizadora y elocuente, si aparecen en estilo elevado y serio. Si el público no provocase al escritor para cometer tales faltas, y si reprobase su conducta cuando las comete, en vez de aplaudirlas, la Prensa periódica sería más moderada y circunspecta. De todos modos, no creo yo que convenga celebrar al periodista como algo a modo de Catón Censorino, que vela en pro de la virtud y de las buenas costumbres y que delata y fustiga los vicios, ni que convenga tampoco abominar de él como de maldicente difamador que arroja cieno e inmundicia hasta sobre los rostros más limpios y venerables. Antes que hubiera periódicos, ora estas delaciones y censuras se miren como útiles, ora se miren como escandalosas y perjudiciales, bien podemos afirmar que se ejercía con no menos eficacia y vehemencia que en nuestros tiempos. No han sido menester periódicos para que queden en la memoria de los hombres, ya sean verdades severas, ya sean mentiras calumniosas, los robos, las tiranías, las dilapidaciones, las torpezas lascivas, el asesinato por medio del puñal o del veneno, la doblez y el engaño infame, la refinada y espantosa crueldad y otros crímenes que pudieran cometerse con el mayor sigilo, y que, con verdad exacta o con exageración, fueron delatados, o bien con falsedad fueron atribuidos a príncipes, a reinas, a grandes señores y hasta a emperadores y pontífices.

El concepto exagerado o falso que suele formarse de lo que debiera ser la Prensa periódica motiva multitud de acusaciones, cuando la realidad no responde, como humanamente es natural que no responda, al concepto previo que se ha formado. De aquí que cuando no exigimos de la Prensa periódica sino lo que razonablemente puede exigirse, el fundamento de las acusaciones desaparece. Pongamos algunos casos. Los que se figuran que el periódico ha venido a reemplazar al libro, apoyados en esta base, claman contra el periódico de mil maneras, todas, en mi sentir, injustas. No es cierto, como afirman, que el periódico satisface la curiosidad y el deseo de saber de no pocas personas y consume todo el tiempo que dedican a la lectura, resultando de aquí que quite al libro lectores y compradores. Lo contrario es lo que sucede. El que no lee más que periódicos, si no hubiera periódicos, no leería nada. Y tal vez no pocos sujetos, al leer los periódicos, se sienten estimulados y deseosas de conocer mejor los asuntos que ligeramente se tocan en ellos. En la mente de estos lectores se despierta o se aviva el apetito de leer, y por haber leído periódicos, acaban por buscar libros y por leerlos. Para estas personas, los periódicos vienen a ser, y permitaseme la comparación gastronómica, algo semejante a lo que llaman sakuska en los banquetes rusos. En antesala o sala que precede al comedor hay en una mesa multitud de entremeses picantes, como anchoas, caviar, salchichón y encurtidos, y hay, además, varios excelentes licores, entre los que descuella el famoso kummel de Riga. Los convidados, en pie, comen de aquellos manjares y beben una, dos y hasta tres copas, con lo cual, en vez de satisfacer o matar el apetito, lo espolean y lo aguzan. Así apercibidos y dispuestos, entran en el comedor, se sientan a la mesa, y ya con las fuerzas digestivas en plena actividad y con la calma y el reposo convenientes, toman la sopa y los exquisitos sólidos y suculentos manjares que allí les sirven. Pues bien: mutatis mutandis, el que tiene salud y bríos mentales lee excelentes libros y digiere bien su contenido, ya que los periódicos han sido para su espíritu algo a modo de sakuska.

Acusación no menos infundada que la anterior es la de quien lamenta la enorme cantidad de ideas erróneas que los lectores adquieren sobre muchos puntos en los periódicos superficial o ligeramente tratados. Se parecen estas acusaciones a las de aquellos que condenan, por ejemplo, las novelas de Dumas porque infunden en muchos cerebros una historia de Francia un tanto cuanto fantástica y tal vez algo disparatada, o condenan las novelas de Julio Verne porque los incautos aprenden en ellas atrevida geología y poco exacta cosmografía. Pero ni Dumas ni Verne tienen la menor culpa de esto. La culpa es sólo de quien se empeña en aprender en las novelas cosmografía, geología e historia. Y aun así, me atrevo yo a sostener que hasta quien no sabe más historia, ni más cosmografía, ni más geología que las que enseñan los libros de entretenimiento, en vez de perder, sale ganando y se pule y se ilustra. ¿Qué daño ni qué mal recibe o causa el que averigua, pongo por caso, un poco de las cosas ocurridas en Babilonia al oír las óperas de Semíramis o de Nabuco, o de las de Egipto al oír Aida, o de las guerras civiles de Francia al oír Los hugonotes? ¿Quién sabe? Quizá la audición de las mencionadas óperas le inspire el deseo de leer a Lenormand, a Ebers, a Duncker, a Rawlinson, a Mapero, a Layard, a Varillas y a Enrico Caterino Davila.

No falta quien imagine y crea que esto de escribir con estilo conciso y ligero es invención novísima, y que los antiguos, como gozaban de más vagar y reposo y no tenían en su vivir la agitación de la época presente, pecaban de difusos y hasta de pesados. Yo, sin embargo, no veo a las claras cuándo empezó a caer en desuso el escribir largo y tendido y a ponerse de moda la decantada ligereza de hoy, ligereza de que se nos presenta como cumplido dechado el estilo francés. Confieso que sobre todos estos puntos estoy muy dudoso, pero propendo a afirmar que en el día de hoy nos extendemos más al escribir que en cualquiera de las edades pasadas. Aun suponiendo que hoy es la vida más activa que antes o que se vive sin reposo y deprisa, lejos de probar esto que los escritos son más breves, esto probaría, en mi sentir, que los escritos no pueden menos de ser más largos, porque quien escribe a escape, a no ser en raro momento de inspiración feliz, peca siempre de verboso, ya que para encerrar con claridad y orden muchos conceptos en pocas frases se requieren mayor tiempo y trabajo que para escribir difusamente. No lo recuerdo bien; pero creo que es de Talleyrand de quien se cuenta que compuso un despacho muy largo, y como alguien le advirtiese y le censurase de que lo era Talleyrand dio por excusa que no había tenido tiempo para componerlo más corto.

Se dirá que en el día es menester profundizarlo todo, que nada se quede por decir y que todo se sepa. No discuto sólo la causa. Sólo sostengo que el efecto es la extensión o difusión grandísima de los escritos modernos en comparación de los antiguos. La historia de seis duques de Borgoña, escrita por Barante tiene más lectura acaso que el conjunto de cuantos historiadores griegos y latinos se conservan aún, por quienes sabemos casi todo lo que se sabe de Grecia, de Roma, de Egipto, de Fenicia y de los demás imperios y naciones de Europa y del centro y occidente de Asia durante dos mil o tres mil años. Mayor extensión, proporcionalmente, tiene la Historia de Inglaterra, de Macaulav. Si prescindimos de la introducción, dicha Historia es sólo de diez a doce años, por donde es lícito conjeturar que, si al historiador no le hubiera sorprendido la muerte, su Historia hubiera sido tan extensa que, para leerla sin saltar paginas, hubiera sido menester que un hombre se consagrase a dicha lectura no pocos años de su vida. Y si las historias verdaderas son hoy tan difusas, no se quedan muy a la zaga las historias fingidas. Indiscutible es el mérito de Walter Scott; pero ¿quién se atreverá a afirmar que Walter Scott brilla por lo breve y rápido de sus narraciones? Pues ¿qué diremos de Zola, de quien hoy el público europeo anda tan prendado? Cualquiera de sus más célebres novelas tiene tanta lectura como las ciento del Decamerón, de Boccaccio.

La verdad es que no es tan nuevo, ni tan propio de los periódicos, ni tan laudable por su brevedad lo que en los periódicos se escribe. Sea o no sea un escrito para los periódicos, siempre es difícil, cuando no imposible, expresar muchas ideas en breves frases, a no escribir en aquel idioma sintético en que habló el fingido príncipe turco al señor Jourdain de Molière, diciéndole: Belmen, que, según la traducción, significa: «Vaya usted deprisa a prepararse para la ceremonia, a fin de ver enseguida a la hija de usted y concertar el casamiento.»

Acusación muy frecuente también es la de aquellos que, para rechazar la censura del periodista, lo recusan por su ignorancia. Lo mismo en periódicos que en cualquier otro papel impreso pueden escribir y censurar los ignorantes y los instruidos. La censura o la desaprobación en los periódicos es, además, de dos modos, ambos legítimos, a lo que yo entiendo: uno técnico o científico, donde el censor debe ser persona perita y muy versada en la ciencia, arte o facultad a que pertenece el negocio, acto o caso que censura. Pero hay también otro modo de censurar, que apenas se exige saber, que más que disertación es desahogo, lamento o queja de la vulgar opinión, cuya legitimidad no se bastardea aunque poco o nada se razone. Tremendos y tiránicos serían la prohibición de quejarse de no pocos males y daños y el deber de callar y sufrirlo todo en silencio, a no ser omniscios los que se quejan. En virtud de semejante dialéctica, no sabiendo nada de zapatería, nada podríamos decir contra el zapatero que nos estropea los pies con un mal calzado; sin haber estudiado bien a Carême y a Gouffé, no podríamos tronar contra la cocinera malvada que nos envenena y nos sisa; sin saber de coro a Vitrubio, no podríamos negarnos con razones a alquilar o a comprar una casa, y hasta tendríamos que ponernos sin chistar un frac o una levita que nos hiciese jorobados y deformes, si teóricamente al menos no supiésemos de sastrería.

Perfecto derecho tienen, pues, los periodistas, como lo tienen los que no son periodistas, y los periodistas tienen además el deber, de quejarse de los malos servicios públicos. Si de ellos se quejan con razonada competencia, la queja será más eficaz; pero, aunque la razonada competencia les falte, todavía podrá ser la queja útil, justa y conveniente con tal que no traspase los límites del comedimiento y la mesura y con tal que no se transforme en insulto procaz o en desvergüenza descarada. Y este derecho de queja, que en el periodista, órgano de la opinión general, es un deber, se hace tanto más imperioso cuanto el oficio, institución o función sobre que recae importa más por lo que cuesta y por los males y los bienes que puede acarrear a la república. De aquí que yo, sin poder sustraerme a la dialéctica que tal convicción me impone, crea más sujeto a la censura lo que en el día clama más contra ella y la rechaza, y menos que nada sujeto a la censura lo que más en el día la aguanta y la sufre por acerba y sin fundamento que sea. No es menester haber cursado balística, táctica y estrategia para que nos atrevamos a hablar de aquello que cuesta a la nación enormes sacrificios pecuniarios, de aquello que puede ser causa de la salvación o de la pérdida de millares de hombres en su juventud más briosa y florida, y de aquello en que debe fundarse en lo interior el orden y el sosiego, y en lo exterior, la grandeza de los estados. No por esto gusto yo de la severidad y de la dureza. Severos y duros fueron en Cartago, y al fin fueron vencidos, mientras que el Senado de Roma, triunfante al fin, daba después de Cannas las gracias a Varrón por no haber desesperado de la salud de la patria.

En suma: sobreponiéndome yo a todo interés o espíritu de clase, hallo laudable o inevitable que todo ciudadano, periodista o no, diserte sobre cosas de guerra, aunque sea apasionadamente. En cambio, considero, ya ridículo, ya odioso, el furor con que suele ejercerse la crítica literaria, salvo contra las publicaciones que el Estado subvenciona o costea o contra los libros de texto que compra por fuerza el pobre estudiante. Pero ¿qué daño hace a nadie el autor de un libro tonto si no tiene más mecenas que el público? Con no comprarlo o con no leerlo, está todo remediado. Y ni el autor mismo se perjudica, sino que tal vez se mejora, o porque a fuerza de escribir mal acaba por escribir bien, o porque, si no logra esto, logra dar a su tiempo un empleo inofensivo, en vez de entregarse a deportes pecaminosos.

El mismo periodista, ora sea bueno, ora sea malo, entra en este predicamento de la generalidad de los críticos, por donde me parece que deben ser benévolos e indulgentes con él sus conciudadanos, porque sus candorosas simplezas no hacen daño, y harto castigo tiene con el desdén de quien las lee, y porque sus insolencias, y sus audacias y los errores en que incurre y que después propala, más que propios de él, pertenecen a la colectividad de quien es órgano e instrumento en la Prensa. De todos modos, como el escritor, periodista o no periodista, puede hacer mucho mal o mucho bien, extraviando a la muchedumbre o señalándole el buen camino, no es de extrañar, aunque no lo sintamos, el ardor con que le defienden unos y le atacan otros.

En cuanto a esta Real Academia, apartada de las luchas políticas y capaz de imparcial rectitud por colocarse en la región serena del arte puro, entiendo yo que recibe con agrado en su seno al buen escritor, sea o no periodista, considerando el periódico como medio de publicación de toda obra literaria y no como género especial de literatura. Lo que examina y juzga la Academia es el valer del escrito, prescindiendo de su extensión y de la manera con que está publicado, ya en hojas sueltas, ya desde luego en un libro, ya primero en las hojas sueltas y en el libro más tarde. En el caso presente, reconoce la Real Academia en un periodista lo que otras ocasiones ha reconocido en el poeta lírico, en el autor dramático en el orador político, en el novelista o en alguien dedicado al estudio de esta o de aquella ciencia: el esmero, el tino, el buen gusto, la inspiración y el arte con que se maneja nuestro hermoso idioma, en la conservación de cuya pureza castiza se emplea esta Real Academia, sin oponerse, sino legitimando el aumento del antiguo heredado caudal con cuanto de lo recientemente adquirido no lo afea ni lo vicia.



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