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Acusación Fiscal

Contra Basilio C..., reo confeso de abigeato, pronunciada el día 27 de Julio de 1798 en la Sala segunda de Alcaldes de Corte.


SEÑOR.

Si jamás se presentó algún reo al juicio de V.A. desnudo de descargos, y como tal, indigno de su solícita clemencia y paternal cuidado por envejecido en el delito y delincuente consumado; si alguno por tanto debe ser juzgado por la letra y el rigor de la ley precisamente, es sin duda alguna el que V.A. tiene ahora a la vista, y cuya sentencia debe pronunciar. Los hombres más perversos por palpables que sean en sus criminales estravíos, por frecuentes y graves que se hallen, saben sin embargo cubrirlos tan mañosamente, o producen en su descargo tales escepciones y tan plausibles pruebas, que reconciliándolos en algún modo con la justicia que han atropellado, debilitan en su acción el brazo para herir levantado; y despertando en la conciencia judicial la esperanza de una futura saludable enmienda, la mueven sin arbitrio a la equidad y compasión sobre los yerros que debe castigar. Estos yerros se cometieron, es verdad; el particular inocente gimió víctima de ellos; el orden social se siente trastornado, todo pide una reparación, un escarmiento para lo venidero; pero el fatal acaso, un error desgraciado, una perversa compañía, el furor de una pasión violenta, las imperiosas circunstancias en que el delincuente se vio envuelto, cien otras cosas en su daño le arrastraron al delito cuasi sin libertad; consúmalo por mal suyo, y es reo sin duda ante los ojos de la ley, tan impasible como igual en todos sus juicios.

Mas ella misma cuando los pronuncia, advierte complacida que aquel corazón delincuente aun no está del todo corrompido; que siente y se conmueve al aguijón de la conciencia, a los latidos del honor, a los impulsos del interés bien dirigido; y que el cauterio de la pena, abrasándole (si me es dado decirlo) las partes más vivas y sensibles, lo puede despertar para que de nuevo entre en la senda que por su mal dejó. Ella misma lo advierte; y es dado a la prudencia prometerse y aun esperar en adelante, cuando juzga y castiga tales reos, alguna mejora saludable que reparando sus costumbres desarraigue en sus almas el vicio que las pervirtió, y replante y fortifique en ellas otra vez la virtud, sin que la sociedad pierda para siempre a unos miembros que purgados con la pena sus anteriores yerros, volverán a servirla corregidos y honrados.

No así, Señor, no así en la presente causa. Donde quiera que en ella convierta V.A. su atención, hallará al punto el vicio, la perversidad, el abandono; y muerta del todo la esperanza nada puede aguardar, nada confiar, ni prometerse para otros nuevos días de ese desgraciado criminal, sino el que siga en ellos encenagado más y más en la corrupción y el desorden en que hasta aquí ha vivido. ¡Miseria tan estraña como inconcebible de nuestro humano ser, lleno por todas partes de contradicciones y misterios en que se pierde la razón! El hombre que se sabe elevar por su virtud y grandes hechos cuasi a las perfecciones del ángel, se envilece a veces y degrada, inferior a la bestia material y grosera; y esclavo y víctima de su ceguedad y sus vicios, la honradez, las virtudes, el público decoro, la santa honestidad, las afecciones más gratas o sublimes le son en su letargo palabras sin sonido. En vano el ojo observador se afana entonces por encontrar en él el tipo original que le distingue; su vida es la de un bruto, y de un bruto dañino sus inclinaciones y sus hechos.

Tal es, Señor, la vida del infeliz Basilio C... que tenemos presente. Vese por todas partes a este hombre tan inmortal, tan vil y abandonado, que es preciso cerrar los ojos a la misma evidencia para no confesarlo. Por demás su zeloso patrono no siéndole posible negar ya sus delitos y una continua serie de acciones desregladas que forman cuasi el círculo entero de su vida, nos lo ha querido disculpar con la estremada necesidad a que dice se ha visto reducido, con lo calamitoso de los tiempos, con la pobreza de su condición, la dañosa y fatal compañía de otro criminal desconocido que le seduce y le pervierte, pero cuya existencia no diciéndola nadie, ni habiéndose probado, debe sin género de duda darse por vana y gratuita; y en fin con la ansiedad terrible de un padre de familias que en su consternación no ve donde volverse para ganar con honra su alimento y sustentar sus miserables hijos.

Lo menos es a mis ojos y pesa en mi reflexión con este infeliz reo el delito de su abigeato, origen primero de esta causa. Confeso en él sin premia, de su buen grado y llanamente, está ya sentenciado por la ley, cuya próvida solicitud no ha podido olvidar ni aun a las mismas bestias como auxiliadoras del hombre en sus trabajos, y parte bien preciosa de su propiedad y bienestar, y sin ellas cierto que reducidos a nuestras solas fuerzas y la debilidad de nuestros brazos, ni la tierra llevara las grandes labores, y tras ellas los ricos y copiosos frutos con que ahora se corona y nos sustenta, ni el comercio y la industria pudieran florecer, ni el acarreo y las artes de edificar se conocieran, ni el hombre, en fin, fuera otra cosa que un ser aislado, pobre, sin medios ni energía, como perdido por el ancho mundo, y apenas diferente en su desnudez y miseria de las bestias mismas que ahora bajo su mano le alivian, enriquecen y multiplican inmensamente sus comodidades y la esfera asombrosa de su actividad. Por esto las leyes las zelan y defienden con tanto cuidado, y persiguen tan severamente su abigeato. En ellas, pues, tiene este yerro su pena señalada; y a V.A. no le es dado otra cosa que pronunciarla ahora, y aplicársela al reo con igualdad inalterable para su propia corrección y escarmiento de los demás. Todos así mirarán a las bestias no como perdidas por los campos y sin defensa alguna, sino bajo la guardia y sombra de las leyes; estas serán su principal y más vigilante custodia, y la indigna tentación de su robo recordará al instante el castigo y el nombre de Basilio que intimide y detenga la mano criminal y codiciosa.

Pero las pruebas y excepciones con que el reo se intenta defender, los hechos que por ellas resultan consignados en la boca misma de sus testigos, son desgraciadamente sus más terribles cargos, su mayor y más fuerte acusación, capaces ellos solos de apagar hasta en el corazón más apocado y débil, no que en el espíritu de V.A. tan constante como compasivo, aun aquella sensibilidad involuntaria y como maquinal que naturalmente nos arrastra a mirar con ojos de indulgencia los yerros y estravíos de cualquier criminal, a buscar, si es posible, pretestos que los cubran, o lenitivos que los disminuyan, o a enternecernos por lo menos sobre su situación y sus desdichas. ¿Quién de ellos, Señor, en estas pruebas generales que se ofrecen y presentan por todos de hombría de bien, de sencillo y buen porte, de laboriosidad y aplicación, de recogimiento, de veracidad y conducta arreglada, no halla al instante como a la mano, y sin trabajo alguno, un testigo de abono que hace pomposamente un panegírico de su persona y buenas prendas y nos le pinta en su declaración como el hombre más asentado, el más cabal, el padre de familias más honrado, y el mejor ciudadano?

Como está por la ley en elección de aquellos a quien tangere la pesquisa, señalar los testigos de su prueba y presentarlos ante el juez73; como interrogado no suele concebirse sino generalmente y de manera tal que aun salvas las formas esteriores de la verdad puede por igual a todos convenir cuanto se pregunta y se responde, confundidos en una el hombre verdaderamente honrado con el criminal y aun el perverso, ¿quién de estos hay tan desgraciado, tan aislado en sí mismo, y tan para poco y sin destreza que no cuente por suyo un amigo, un conocido, un hombre de estos, no sé si con razón, llamados buenos en cuya boca están siempre nacidos la aprobación y el elogio de quienes les solicita, para apoyarse luego en sus palabras, y cubrir con ellas sus delitos? Este es un error tan dañoso como general, y que por desgracia aun cuenta valedores en los mismos que por su estado debieran corregirlo: porque si bien es cierto que el hombre de bien debe zelar cuanto le sea posible los defectos y manchas de otros, como que en esta miseria, esta debilidad en que nacimos, esta ceguedad de las pasiones, esta corrupción general y fatal contagio del ejemplo, nadie hay que no las tenga, todos tropezamos y caemos; si bien es cierto que la moral y el Evangelio nos proclaman a una esta ley saludable de indulgencia y mansa caridad, tan útil, si no más, a aquel que la practica, como al mismo cuyas flaquezas encubre y disimula, pero el interés de la verdad, la santidad del juramento, el augusto nombre de Dios interpelado y puesto por testigo, el constante derecho que tienen la inocencia y el público de conocer al malo para evitarle y prevenir sus tiros, todo nos pone, nos intima la santa y estrecha obligación de profesar sin rebozo esta verdad, y la aprobación o la censura74 cuando legalmente somos interrogados, sin que el vano temor, una compasión irracional, una caridad mal entendida jamás nos retraigan de hacerlo. De otro modo fuera siempre segura la suerte del perverso; perdería del todo el miedo saludable de verse conocido y descubierto; las leyes le protegieran y alentaran en vez de denunciarlo y perseguirlo; y hecho blanco continuo de su astucia y de sus malas artes el inocente, llegaría a atreverse con descaro hasta lo más sagrado. Este es, Señor, un punto gravísimo sobre que me propongo llamar algún día toda la atención de V.A., para reconciliar, si me es posible, con la sana y acendrada moral, y las obligaciones sociales y las leyes, el falso zelo y la opinión estraviada que tanto dañan hoy a los deberes de la santa justicia. Mas entre tanto, y volviendo a nuestro caso, en el estado actual de esta opinión todos los delincuentes encuentran donde quiera aquellos hombres malamente buenos de que he hablado, que o los disculpen, o los santifiquen; todos los encuentran donde quiera, todos menos Basilio.

Y así en la prueba dicen de él sus testigos cuanto pudieran los enemigos más sangrientos; que le tienen por de mala y aun dañada conducta, sin honradez ni buena fe; que no gusta de aplicarse al trabajo; que vive vago y sin oficio alguno; que se vendió en la pasada guerra para servir por otro, dejando abandonada su pobre familia; que luego desertó de las banderas, y huyó escalando la cárcel de Alcalá donde se hallaba preso; que anduvo tras esto prófugo y a escondidas, siempre sospechoso y mal notado, acordando por ello los testigos, miembros entonces de justicia, asegurar su persona y formarle causa criminal; que no consintió en la confesión que allí hizo, se le anotase como desertor, sino más antes de ladrón, porque mejor quería (así se esplican) ir por esto a presidio que no a servir al Rey. ¡Torpísimo abandono de la vergüenza y honradez! vileza inconcebible sin una depravación del todo consumada! que ya en aquel tiempo no le era desconocido el robo por los dos o tres de que hacen memoria sus declaraciones: en suma, Señor, tan estragada es su conducta, tan fuera de razón, tan abandonada al vicio y al desorden, que en nada puede hallar disculpa ni indulgencia a los ojos de estos buenos y honrados labradores. Y si como antes dije, y así es la verdad, que a todos nos tienen siempre fáciles los intereses de los reos para el disimulo y la piedad, ¿cuál será en sí la vida de este hombre desgraciado, cuánto su olvido de toda honradez, y cuán deplorable su abandono cuando de nadie los encuentra? qué hondas raíces tendrá el vicio en su alma? ni qué esperanzas podremos concebir de escarminio y enmienda para lo venidero?

Yo de mi parte no concibo ningunas por el letargo y envilecimiento en que le considero. Así que, a pesar de mi natural indulgencia, no puedo menos de clamar sin cesar, y escitar el zelo y la justificación de V.A. para que le castigue y escarmiente con todo el rigor de las penas que le impone la ley. Los robos cunden y se aumentan por todas partes escandalosamente; no se oye otra cosa en la boca de todos que quejas y clamores sobre ello, y hechos y atentados que justifican por mal nuestro esta triste verdad. Las personas se ven atropelladas, los caminos públicos salteados, las casas allanadas. Una ley75 nos encarga proceder con todo zelo, cuidado y aplicación a la persecución, prisión, averiguación y castigo de los ladrones y gente perdida, de forma que se consiga la estinción de semejante gente, mejor en mi opinión dijera peste y ruina de los pueblos, y escándalo y baldón de la sociedad que no lo hiciere: y otra nos enseña que a veces para el ejemplo de la justicia se debe y conviene hacer mayor castigo76, olvidar del todo la piedad, exacerbar las penas, conformes en esto nuestras leyes con las sabias de la antigua Roma, que en los delitos reiterados y con los delincuentes de costumbre estendieron saludablemente hasta la capital sus penas menos duras en los primeros yerros77.

Hágalo así V.A. en estos días de perversidad y latrocinio, si de veras anhela su mejora. Hágalo así para huir, si es posible, de otros más calamitosos y tristes a que nos vemos amagados; y dilate para ello su vista observadora por la dolorosa perspectiva que delante se nos presenta. La holgazanería, la válida cuanto vil mendiguez, estas dos pestes del individuo y de la sociedad se ostentan donde quiera con el mayor descaro a la sagrada sombra de la religión y la piedad, insultando con insolencia al hombre sensible y reflexivo, que prevee y aun calcula su triste paradero. Por esto, dice una ley recopilada78, no se pueden hallar labradores, y fincan muchas heredades por labrar, y viniense a ermar, y las industrias y talleres piden brazos que no pueden encontrar. El hombre nacido para el trabajo, destinado a él por su Soberano y providor Hacedor en su estado de felicidad primitiva, condenado a sufrirlo después de su pecado, y a vivir del sudor de su frente criminal, y forzado por último a buscarlo para descargarse y endulzar el insoportable tedio que siente en la inacción, y mina y destruye su felicidad y su vida; el hombre, trabajador por naturaleza, por obligación y por comodidad, se olvida vergonzosamente de sus nobles destinos, de la ley saludable que tiene sobre sí, y corre como arrebatado de un torrente al ocio que le pierde, y con él al vicio y al delito.

Castigue pues V.A. si quiere buenos ciudadanos, si desea restablecer sobre el sólido apoyo de las costumbres el augusto imperio de las leyes, y a su sombra la seguridad pública y la felicidad particular: castigue si anhela desterrar la vagamunda ociosidad, y tras ella el desenfrenado latrocinio: castigue este desorden, origen de otros mil. El hombre ocioso y vago en su torpe degradación y embrutecida miseria, abrigando en el pecho la inmoralidad y los vicios que acompañan siempre al abandono y la vileza, y sin freno ni miramiento alguno que regule sus pasos, no es ni ciudadano ni padre de familias: ¿qué vínculos si no le enlazan con la sociedad y en ella le contienen? ¿qué relaciones guarda con su parentela? O indignamente célibe y en esterilidad infame y corrompida, o padre por desgracia de otra generación de miserables, sin patria, ni hogar, sin pastor que le instruya en las leyes santas y doctrinas de la religión que profesa, sin sujeción a autoridad ninguna, libre por todas partes como las bestias de los campos, y sembrando en derredor la peste y la lacería que lleva sobre sí, es un zángano inútil, una polilla destructora, que tras el mal ejemplo que continuo da, vive del sudor de otros, sin lo trabajar ni merecer, como dice la ley que acabo de citar79, consume así el producto de las clases laboriosas, y abruma y amenaza su propiedad, y con ella el bienestar común y la suerte y el honor del Estado.

Proteja V.A. esta propiedad con el mayor cuidado, como fuente de riquezas inagotable, y cimiento solidísimo del edificio social, para que todos con su amparo la busquen y mejoren. En todas las naciones, desde la antigüedad más remota a la civilización de nuestros días, el estado de esta propiedad, su honor o vilipendio, su mayor o menor firmeza y protección fueron siempre la más segura regla de la infelicidad o su opulencia. Llévenle una atención particular las bestias y ganados, sin cuyo ausilio la esfera y el alcance del hombre en sus cultivos y trabajos sería limitadísimo, y cuasi ninguno el beneficio. Abandonados en los campos sobre el seguro de su mansedumbre, sin guarda muchas veces que los zele, y lejos por necesidad de la vista y cuidado de sus dueños, se hallan continuo espuestos a una ocultación criminal, y tientan al delito más poderosamente que otras cosas80. Por esto debe ser con ellos la vigilancia más activa, más severa la ley que los defienda, para que el propietario pueda vivir seguro, contemplándolos siempre bajo su sombra protectora. Por esto nuestra ley de Partida castiga su robo con tan esquisito rigor, y persigue tanto a los abigeos, que, como ella dice, se trabajan más de furtar bestias o ganados que otras cosas81. Por esto los castigó antes aun con mayor severidad la ley romana con la muerte, o echándolos a las bestias, a las minas, a los trabajos públicos82; y acumuló sobre ellos las acciones que los perseguían, todo en favor del propietario83. Y en fin por todo esto el infeliz Basilio C... debe sufrir ahora la pena que le impone en nuestra 7.ª partida la ley 19, tít. de los furtos, poniéndolo por algún tiempo, como ella se esplica, a labrar en las labores del Rey, pues por su fortuna sus robos no llegaron a las cuatro yeguas, o otras tantas bestias que señala para que el abigeo deba morir por ende.

Sustráigalo V.A. del lado y compañía de los hombres honrados, pues él no puede serlo. Sustráigalo por robador de bestias y como perdido y vagabundo, que así se lo manda la ley 6.ª recopilada del título de los ladrones. En el escarmiento de los malos se vinculan la seguridad pública y el bienestar de la inocencia. El árbol seco, la yerba venenosa, la planta parásita y estéril se deben arrancar, y cortarse el miembro corrompido para salud de los demás. Así que, Señor, este hombre abandonado, que por su mala vida, por su ocio criminal y pésima conducta no ha podido hallar ni un hombre de bien ni un solo testigo que se atreva a abonarlo, no es digno ciertamente de la sociedad en que está; ni puede darnos esperanza alguna de que en adelante lo sea, volviendo al camino por medio de la pena, del bien, y del trabajo que olvidó. Viva pues, y respire lejos y separado de nosotros, el que solo como la peste nos puede corromper.

No así don Juan de N..., cuya prueba es tan otra y tan en su favor; cuyo delito nació sin duda de sus cortos alcances; y cuya larga prisión le ha hecho purgar sobradamente la culpable imprudencia de haber forjado las certificaciones que abonan las supuestas compras de Basilio. En él pues es dado a V.A. ejercitar con fruto su natural compasión, como en el otro su severidad y justicia; y dar así en entrambos a los hombres un nuevo testimonio de que castigando y perdonando, sabe V.A. hacer que resplandezca esta santa virtud en todos los juicios, y velar igualmente sobre el bien general que le está confiado.




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Discurso

Sobre la necesidad de prohibir la impresión y venta de las jácaras y romances vulgares por dañosos a las costumbres públicas, y de sostituirles con otras canciones verdaderamente nacionales, que unan la enseñanza y el recreo: pronunciado en la Sala primera de Alcaldes de Corte, con motivo de verse un espediente sobre ciertas copias mandadas recoger de orden superior, y remitidas a dicho tribunal para las averiguaciones y providencias convenientes.


Sic honor et nomen divinis vatibus atque Carminibus venit.


HORAT.                


En la administración de la justicia y la sublime ciencia del gobierno no deben las cosas despreciarse por leves que parezcan, cuando en ellas descubre la prudencia el germen oculto de graves y conocidos daños, o de seguros y no menores bienes. Y así es, Señor, como V.A. acostumbra a ver en sus juicios las acciones y faltas de este gran pueblo que le está confiado; porque a las veces una cosa de nada que el vulgo de los hombres, irreflexivo y, ceñido sólo a lo presente, desdeña como tal y por pequeña, es por su trascendencia y relaciones origen fecundísimo de mil otras mayores, que obran en torno sobre el sistema general, y la suerte y felicidad de toda una nación. El ignorante tropieza y se detiene en la ruda corteza; y el político reflexivo, tendiendo su mirar penetrante, alcanza a ver en lo futuro las consecuencias necesarias del yerro imperceptible a los ojos vulgares del primero.

Tal ahora se presenta a los míos el espediente que se acaba de ver, formado de orden superior sobre unas coplas en alabanza de nuestra España de la guerra que ha comenzado en la nación inglesa, aprehendidas a un ciego que las vendía en las calles, mandadas recoger por V.A., averiguar su autor, y dónde y con qué licencias se han impreso.

Lo están sin ningunas en Valladolid y sobre otro egemplar más antiguo: ¡tanto importa el repetir y hacer comunes los testos de lo bueno! pero el impresor acredita tan cumplidamente la buena fe con que lo hizo, que cuando más puede ser acreedora su imprudencia a alguna leve multa o un apercibimiento. Y las copias, aunque ni en sentencia, ni en palabra, ni en cosa alguna den que notar al más escrupuloso, son empero tan necias, tan sandias, tan ridículas todas ellas, que entre cuantas se venden y corren por desgracia de mano en mano, ningunas se hallarán que las igualen, o al menos las esceda84

. Deben pues suprimirse y quemarse como indecente oprobio del gusto y la razón, sin que la dignidad de V.A. se detenga más tiempo en tales pequeñeces.

Lo que ha de merecerle su atención, si desea emplearse con utilidad en este día, como yo se lo ruego ardientemente en nombre de las letras, de la moral y las costumbres públicas, es generalizar el punto cual se debe, y miradas bien sus relaciones, penetrarse altamente de los males gravísimos que causa entre las gentes tal género de escritos, para herir el error en su misma raíz; y elevándose a una resolución legislativa, prohibir de una vez y para siempre tanta inocente jácara, tanto romanzón desatinado como se imprimen y corren libremente en descrédito de nuestra cultura y de la nación que lo tolera. Porque nada por cierto serviría recoger hoy las coplas de que hablo, si V.A. dejase el curso libre, permitiese indulgente mil otras tan ridículas, y mucho más groseras e inmortales.

Reliquias vergonzosas de nuestra antigua germanía, y abortos más bien que producciones de la necesidad famélica y la más crasa ignorancia, o a veces de otros tales como los héroes que celebran, nada presentan al buen gusto ni a la sana razón que las deba indultar de la proscripción que solicito. Son sus temas comunes guapezas y vidas mal forjadas de foragidos y ladrones, con escandalosas resistencias a la justicia y sus ministros, violencias y raptos de doncellas, crueles asesinatos, desacatos de templos, y otras tales maldades, que aunque contadas groseramente y sin entusiasmo ni aliño, creídas cual suelen serlo del ignorante vulgo, encienden las imaginaciones débiles para quererlas imitar, y han llevado al suplicio a muchos infelices. O son historietas groseras de milagros supuestos y vanas devociones, condenados y almas aparecidas, que dañando la razón desde la misma infancia con falsas e injuriosas ideas de lo más santo de la religión y sus misterios, de sus piadosas prácticas y la verdadera piedad, la hacen el resto de la vida supersticiosa y crédula. O presentan en fin narraciones y cuentos indecentes, que ofenden a una el recato y la docencia pública, corrompen el espíritu y el corazón, y dejan sin sentirlo en uno y otro impresiones indelebles, cuyos funestos resultados ni se previeron al principio, ni acaso en lo futuro es dado el reparar aun a la atención más cuidadosa.

A estas clases están reducidos cuantas jácaras y romances corren impresos, y se cantan y escuchan con indecible aplauso por el pueblo ignorante. Su desempeño en pensamientos, en estilo, locución y bellezas poéticas en todo corresponde al indecoro chabacano de sus indecentes argumentos; y de cosas tan necias, tan torpes, tan dañosas están llenos nuestros mismos ojos como de un veneno pestilente, los puestos y tendidos de esta nobilísima Corte, de los pueblos y ferias de todo el reino.

Todos por desgracia hemos leído, todos gustado de estas vulgaridades; porque el torrente del error arrastra sin arbitrio desde la educación más descuidada a la más vigilante y racional. Todos los niños decoramos y nos embebecimos sin saberlo en tan criminales delirios; y apenas habrá uno que si llamando a examen sus pensamientos y afecciones analiza bien su corazón y el orden gradual de sus ideas, no deba atribuirles algún defecto moral, algún error mental, corregidos después a mucha costa cuando la edad, las luces y la saludable esperiencia le han abierto los ojos, y hecho ver palpables sus defectos. ¡Ojalá que lo hayamos logrado, y que nuestra razón y nuestro pecho estén limpios del todo de tan dañosas heces! Pero ¿qué será del pobre pueblo? de este pueblo tan digno de atención por su paciencia y su miseria? ¿de este pueblo sin educación ni cultura, y tenaz por lo mismo en sus primeras impresiones? Compadezcámosle, Señor, y velemos sin cesar en su bien, para dárselas rectas, provechosas, capaces de aliviarle en sus males, de hacerle amar su estado, y gozar de los bienes, la seguridad y venturoso olvido que en su pobreza le acompañan.

¿Qué será de la débil niñez, que por su imprevisión y ceguedad de todo se afecta, todo lo recibe con ansia, es perdida por lo maravilloso, y nada tiene en sí que la defienda contra las lecciones funestas del vicio y el error que bebe por su mal en tales producciones? La cántara conserva largos días el gusto y el olor del primer licor de que se llena; y la primera edad decide cuasi siempre de nuestro carácter y afecciones. Cuidemos pues que todas sean humanas, liberales, generosas, benéficas, y lograremos buenos ciudadanos; ni desdeñemos por pequeño un medio tan universal, tan poderoso, tan fácil y eficaz de conseguirlo. Nuestros hijos acaso cogerán los primeros los saludables frutos de la reforma que propongo; serán los que primeros eviten el contagio que inficionó nuestra alma con tan indecentes lecturas.

Música y poesía son dos gustos, o más bien dos pasiones naturales al hombre en todos los estados y épocas de su vida, alivio poderoso en sus fatigas y trabajos, bálsamo de salud en sus pesares, recreo entretenido de su ociosidad, y espresivo lenguaje de su felicidad y su alegría; y el hombre versifica y canta en todos los países y grados de cultura en que se ha hallado. Así que, desde el salvage rudo y semibárbaro al delicado cortesano, todos se gozan con el canto, eficaz a parar las mismas fieras, y a que responden gratas hasta las soledades y las rocas. Todos sienten su influjo y su necesidad, siempre tanto mayor, cuanto lo es el dominio de la ardiente sensibilidad y la imaginación sobre la razón tarda y helada; y entre el cansancio y entre el ocio, entre las lágrimas y la risa, los funerales o las bodas, la desgracia o la felicidad, gusta el hombre del canto, cual gusta de la luz y los colores gratos; y canta sin arbitrio, como busca sin él la sociedad, y se place y alivia entre sus semejantes.

Por esto la poesía y el canto son de todos los tiempos, y entraron siempre en las instituciones más augustas, valiéndose de ellos como de un móvil poderoso de suavizar los ánimos rebeldes, y doctrinar y dirigir los pueblos los más célebres legisladores. En verso dice un poeta filósofo, émulo en sus odas del sublime Píndaro, no menos que de Zenón y Sócrates en su epístolas morales, en verso dice que se dieron a los primeros hombres los preceptos y avisos de la santa moral, las leyes saludables del matrimonio, las que arreglaron la magestad del culto y todas las acciones y contratos; en verso se cantaron sus sencillas cuanto heróicas virtudes; los versos inflamaron sus ánimos marciales; en verso se escribieron sus primeras historias, y nada grade hubo a que no se llamase a la divina poesía, creída entonces, no sé si con razón, inspiración particular del cielo, y consagrada, cual debe siempre estarlo, a sembrar de su galanas flores la estrecha senda que lleva a la virtud para hacérsela al hombre menos áspera. Tratemos pues nosotros de seguir cuanto nos sea posible tan útiles ejemplos; y emulando la docta antigüedad, volvamos esta sublime arte a su primera y noble institución, en la parte a lo menos que, por decirlo así, toma al hombre en la cuna, y arrulla y entretiene en sus primeros años.

Cuidemos de ponerle entonces en las manos, en vez de las indignas jácaras de Francisco Esteban, los bandidos de Toledo, Pedro Cadenas, la Peregrina y otras mil y mil pestilentes, los inmortales hechos y la fidelidad y la honradez de nuestros venerables abuelos. ¿Y cuál otra nación puede gloriarse de más nombres ilustres, de más acciones grandes, ni ofrecer ejemplos más insignes de virtudes civiles y guerreras? ¿a cuál otra costaron ochocientos años de afanes y victorias su religión y sus hogares? El heroico despecho de Numancia, el ínclito Infante don Pelayo, el religioso don Ramiro, la memorable toma de Sevilla, la gran victoria de las Navas, el defensor de Tarifa Alonso Pérez de Guzmán, la heroína de la castidad María Coronel, el vencedor de México y Otumba, nuestro patrón glorioso Santiago, el santo labrador Isidro, y otros infinitos argumentos ofrecen materia abundantísima para canciones y romances verdaderamente españoles, en que aprendamos entre el hechizo de los versos las hazañas que los glorificaron para saberlas imitar. Allí admiraremos el amor heroico de la patria, la invencible constancia, la austera probidad, el ardor del trabajo, la gravedad en hechos y palabras, la modestia, la frugalidad, y las demás virtudes que fueron como propias de aquellas grandes almas, en quienes era un hábito el valor y necesidad la rectitud, y que tan mal contrastan con la corrupción, la bajeza, el desorden y afeminación de nuestros días. Pintemos además con colores sencillos cuanto vivos las delicias de la vida privada; celebremos las profesiones que ornan la sociedad, y la animan a un tiempo y enriquecen; ofrezcamos consuelos a todos los estados, hagámosles palpables los bienes y dulzuras que tienen a la mano, y por inadvertencia desconocen; que así contribuiremos a que amando su clase y su destino, logren vivir en paz con sus deseos, sembrándoles de flores y consuelos el amargo camino de la vida.

¿Y dónde o cuándo puede ser esto mas urgente que en nuestra patria y nuestros tristes días? Tendamos la vista por toda la nación, y lloremos sobre la inocente niñez, esperanza naciente del Estado, en la infeliz educación que ahora recibe. Nula, arbitraria, incoherente, verala V.A. abandonada a mercenarios mal pagados, ineptos cuando menos, si no perjudiciales. Aprendemos lo que nos daña y debemos olvidar, y poco o nada de lo mucho que conviene saber. Nos faltan escuelas y enseñanzas, y orden y vigilancia en las que hay; independientes entre sí, cada cual obra sin relación a las demás según el talento de su regente. Nos falta un magistrado que las dirija todas, y atienda cuidadoso al desempeño de un plan pensado y general. Nos falta este plan tan necesario como urgente. Nos falta un curso elemental que abrace por entero con claridad y sencillez la instrucción de los primeros años. Nos faltan libros y lecturas que con utilidad y recreo nos llenen los siguientes. O todo en fin nos falta, o está lo que tenemos, sábelo V.A., incompleto y sin orden conveniente. Unos buenos principios de la moral civil, otros de nuestra historia y nuestras leyes, los de la numeración y la aritmética, algunas definiciones de las ciencias, algo de las bellezas de la naturaleza para conocerlas y admirarlas, algo también de la agricultura y de las artes, anécdotas interesantes, rasgos de sensibilidad para formarnos a la compasión y la indulgencia, todo esto que tanto nos importa, ¿lo aprenderemos por ventura en las jácaras de que hablo, en el disparatado Carlo Magno, La Cueva de S. Patricio, el Espejo de cristal fino, el Belarmino, y otros tales libros familiares en nuestras escuelas, no menos que en las manos del pobre pueblo?

Ni se me oponga que en las de esta Corte y algunas ciudades principales ya se remedian muchos de estos daños, y van recibiendo reformas saludables, puesto caso que en las demás del reino abundan tales vicios, y que las mejoras, si las hay, se limitan a un cortísimo espacio, y son obra más bien de zelo y la ilustración particular, que de un sistema fijo que mire y abrace por igual las clases y profesiones respectivas, dando a todas con mano liberal la parte de luces y enseñanza que su fin y su destino piden: dádiva cierto en que no menos interesa el particular que la adquiere, que el Estado mismo que la dispensa.

Todo en esta instrucción debe ser ordenado y encaminarse a un mismo fin, ejemplos, lecturas, instituciones: cuanto estas tres cosas más enlazadas fueren, tanto mejor será; cuanto más inconexas o encontradas, tanto más nula o más dañosa. ¿Y qué enlace, qué orden tienen, Señor, entre nosotros las instituciones y lecturas, ni los ejemplos con las dos? Ninguno ciertamente; y obra del mero acaso, o de miras erradas o parciales, cada una destruye, o pone en duda cuanto las otras edifican. Así si bien se mira todos entramos a ser hombres y a los arduos negocios de la vida sin plan ni norte fijos, ilusos, inesperados, con los ojos vendados, y en continua ocasión de errores y caídas.

Pues si pasamos a los seminarios y grandes escuelas, a esos talleres célebres de nuestros magistrados y sacerdotes, de nuestros médicos y filósofos, y examinamos sin pasión estos emporios del saber, ¿veremos por ventura otra cosa que ruinosas reliquias de la edad media, mal apuntaladas con reparos modernos? Los seminarios y las grandes escuelas... mas ¿dónde me arrebata mi zelo, y qué intentaba examinar? Llevé a bien V.A. esta involuntaria digresión a un hombre profundamente penetrado de la necesidad urgente de una reforma radical en este ramo de administración interior esencialísimo, y volvamos al asunto del día. La ilustración y cultura de los presentes tiempos está pidiendo de justicia que la reflexión suba hasta el origen del contagio para ocurrir a su remedio. Esta ilustración y cultura; el buen deseo y la disposición que en la nación se ve para que se la forme, y se la llene de máximas y documentos útiles que se hagan familiares entre todas las clases hasta las más humildes e ignorantes; la estrecha cuan santa obligación de no permitir, si es posible, que ninguna reciba ni una idea contraria a su verdadero y sólido interes; los grandes provechos que de ello nos vendrían en la diminución de los delitos y aumento progresivo de la aplicación y la riqueza; y sobre todo la necesidad en que nos vemos de ejecutarlo así, o de quedar atrás con las demás naciones que a porfía trabajan en mejorar su educación y sus instituciones y enseñanzas, llamando a examen sus métodos y planes, son, Señor, acreedores a que utilizando esta ocasión tratemos de desterrar un mal y afianzar en su lugar un bien; de ofrecer en suma a la niñez y al pueblo otros libros y composiciones poéticas que las que tiene por su daño, composiciones que no respiren sino noble honradez y sensibilidad oficiosa, que inspiren dulcemente las virtudes sociales y domésticas, y formen sin sentirlo los ánimos a la rectitud, al heroísmo y al amor de la patria y nuestros semejantes.

Así los tuvimos en parte en el siglo diez y seis y los anteriores a él, aunque menos cultos y aliñados. No hubo en aquella edad una victoria de los moros que no tuviese sus romances y fuese cantada por el pueblo, ni una desgracia que no fuese sentida; todos por este medio tomaban parte en sus fortunas, lloraban sus azares; los festejos y diversiones se alegraban con estos cantos, y así desde la cuna se enardecían las almas, se ennoblecía el valor, el corazón se afirmaba contra el común enemigo, y se formaba, en fin, aquel carácter heroico y patriota a que debimos tantas victorias y gloriosas virtudes.

El romancero del Cid, y otros antiguos cancioneros, sirvan de testimonio a esta verdad en las lides y acciones que celebran; y si hoy mismo nos entretienen tanto y nos inflaman aun en medio de su rudeza y la inmensa distancia del tiempo y las personas, ¿qué efectos tan sublimes no harían? ¿qué recuerdos no despertarían de emulación y honroso pundonor en los ánimos de nuestros abuelos, que tocaban como con la mano a los sucesos, y conocían tal vez a los actores? Así que los mismos que con necio entusiasmo cantan y recitan las coplas que censuro, aprenderán sin duda con indecible más gusto en romances sencillos dictados por las musas y el patriotismo, mil hechos de armas y virtudes domésticas que los llenarán de útil emulación, alentándolos noblemente a imitar sus mayores, y seguir sus inmortales huellas en la carrera de la heroicidad.

Este sería además un medio fácil y seguro de hacer al pueblo familiares los rasgos principales de nuestra historia, y las máximas y sagrados principios de la moral y la virtud que tanto necesita, y tan sólidos bienes nos procuran. Cantados desde la niñez se fijarían en las almas con caracteres indelebles; serían un poderoso antídoto contra el fatal contagio del ejemplo, y la ilusión del vicio y el error que nos fascina y nos pervierte; y si el hombre no es miserable y débil sino por ignorante, aumentando sus luces y nociones, se aumentaban a un tiempo su poder y la suma de su felicidad, y aligeraban sus pesares.

Los antiguos Griegos y Romanos, estos dos pueblos célebres, cuyos inmortales documentos lo serán siempre de lo bueno y glorioso, mientras fueren de precio entre los hombres la ilustración y el heroísmo, con sus Píndaros y Tyrteos, sus himnos y sublimes odas; la edad media, edad de pundonor y de valor guerrero con sus trobas caballerescas; y los Prusianos y Franceses modernos a nuestros mismos ojos y en esta edad de afeminación y fatal egoísmo, han sacado altísimas ventajas de unas poesías y canciones cual yo propongo aquí, las victorias de Federico el Grande, y las de la república francesa más memorables y recientes, se debieron sin duda en mucha parte al entusiasmo y fuego patriótico que inspiraron a sus ejércitos sus cánticos marciales; porque sabidos son, no menos que admirados, el heroico denuedo, la alegría, o más bien el delirio con que entonándolos marchaban sus soldados a deshacer las huestes enemigas.

Ni faltarán ingenios españoles y poetas dignos de este nombre, que amantes de su nación y de la humanidad trabajen en tan noble objeto si se llama su atención hacia él, se les inflama, y honrando cual se debe a un arte a quien llamaba Ciceron divino, y el juicioso Plutarco sagrado y celestial, ven abierta a su afán una perspectiva de gremios, y el lauro y la celebridad que tanto ansían las letras y sus ilustres profesores, y siempre fueron alma de estos estudios y su más dulce recompensa. Hoy no lo ejecutan ni trabajan por no ver sus nombres confundidos con esos miserables jacareros, que llenan los puestos y tendidos de los romancistas del día, ni sus dignas composiciones y los sonoros cantos de las musas entre las heces y torpezas que están allí como acinadas.

Pero si de suyo no lo hiciesen por el vilipendio en que han caído los romances y jácaras de contrabandistas y guapos ante toda buena razón, el sano gusto y la filosofía, ¿no debieran buscarse y alentarse a esta loable y utilísima empresa? fuera el hacerlo indigno del Gobierno? ¿ignora acaso este que son las costumbres la medida infalible de la felicidad y el baluarte más firme del Estado? ¿que un solo rasgo de disolución puede contagiar a toda una nación, y serle mas funesto que las mayores pérdidas? ¿o importa tan poco el que se aprenda y cante por el pueblo, que se le embebezca y entusiasme del error o la verdad, el vicio o la virtud, la tranquilidad o el desafuero, la heroicidad o la bajeza? Yo tengo para mí que algunos premios y programas de la Academia Española, algún ejemplar señalado, algunas insinuaciones, y aun caso necesario, algún encargo espreso del mismo Gobierno, nos harían luego ricos en romances, canciones, y aun cartillas y libros verdaderamente nacionales, que enseñasen entreteniendo mil verdades útiles, y lograsen divertir el pueblo en el descanso, no menos que aliviarle en sus trabajos y faenas. Ya convidando al labrador a sus rústicas tareas con descripciones gratas y sencillas de su inocencia y su seguridad; ya consolando al artesano en el afán de su taller con lo ingenioso de su profesión; ya encareciendo al fabricante las riquezas del telar; ya en fin distrayendo al navegante y rudo marinero en medio de los mares, poniéndole a la vista con el ejemplo del inmortal Colón la gloria y las fortunas de sus navegaciones y largas travesías: haciendo por último ver palpables a todos la importancia, los frutos, la utilidad y la honradez de sus necesarias profesiones.

La presente ocasión es muy digna de la solicitud de V.A. para atender a tan saludable mejora, representando la necesidad y los provechos de prohibir del todo esos miserables romanzones, dando su vez a otros y otras composiciones que aprueben a una el gusto y la razón, según el plan que acabo de esponer. Me dilaté en hacerlo (lo confieso) mucho más que debiera, fiando de su sabiduría y amor constante al bien universal, el que oiría sin disgusto las reflexiones que me inspiran la santa obligación de velar sobre las costumbres, y el honroso deseo del lustre de las letras españolas. Pero si he sido largo, déselo benigno V.A. al amor que profeso a estos estudios, y a los dulces alivios que les debo. Ellos, Señor, de todas las edades y profesiones, y unidos con las ciencias en lazo fraternal, forman las almas a la compasión y la beneficencia, civilizan los pueblos, suavizan su fiereza, despiertan y aguijan el ingenio, llevan a la virtud, me consuelan y alientan en la austeridad de mis deberes, y el fastidio insufrible de ver procesos y perseguir delitos; y de todos los tiempos y lugares, en cuanto alcanza la memoria subiendo del presente tiempo a mi primera infancia, me fueron siempre fieles compañeros en el campo y la ciudad, en el bullicio y el retiro, en la adversidad y en la buena fortuna. Ellos de niño labrándome ya el gusto, me inspiraron mi pasión a las letras; joven, me amenizaron las sutilezas de la escuela; me llenan, hombre y magistrado, de dulzura y tierna humanidad, y me serán descanso y grata compañía hasta la última vejez. Otro tanto y aún más dijo Ciceron de ellos en su célebre y elegante defensa del poeta Archias, o más bien elogio acabado de las bellas letras, usando allí para mejor hacerlo de medios y argumentos nuevos en los juicios. Y si aquel grande hombre, el primero de los Romanos en el sublime don de la palabra, en la filosofía y las artes del gobierno, no se avergonzó de confesar y envanecerse de su amor a las musas, y las sobrehumanas delicias que hallaba en su comercio, gloriándose de discípulo de su mismo cliente, y aclamándole príncipe y director de sus estudios; no temo, no, digan a su gusto lo que quieran los que por ignorarlos los desprecian como cosas de juego y pasatiempo, bien hallados en su afectada austeridad con la incivilidad y el desaliño; no temo, no, que V.A. me censure de alabar a su vista lo que un Consular tan grave y tan ilustre celebraba altamente en medio del foro y del senado; o de que halle mi alma utilidad, agrado y distracción en la profesión y la divina ciencia que con su armonía y ficciones ingeniosas ayudó a formar a todo un Ciceron, y a que él reconocido confesaba deber la mejor parte de su sabiduría. ¡Ojalá que a mí me fuese dado el tejerle un elogio tan delicado y digno de ella cual él lo supo hacer, y sacar de su trato encantador el riquísimo fondo de locuciones y elevadas sentencias que él logró acaudalar, y esmaltar como brillantes joyas sus obras inmortales.




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Dictamen fiscal

En unos espedientes formados a consecuencia de varios alborotos y corridas con ocasión de unas basquiñas moradas.


El Fiscal ha reconocido los cinco espedientes formados con motivo de las griterías y alborotos del pueblo en los días de Jueves y Viernes Santo, y Lunes y Martes de Pascua próximos pasados, persiguiendo en todos ellos a mugeres que se han presentado en las calles y paseos con basquiñas moradas; y halla en su vista reducirse dichos expedientes a probar, como en efecto prueban cumplidamente, varios lances de gritos y atropamientos de gentes en los citados días, enunciándose además algunos otros por el alcalde del barrio de los Caños del Peral, que no refieren los demás sumarios; pero que pueden bien ser ciertos, porque los insultos, los silbos y corridas han sido generales a cuantas mugeres se han presentado con basquiñas de color en estos días de lucimiento y devoción, así como lo han sido las contestaciones entre militares y paisanos, y el escesivo y culpable ardor de los primeros en sacar la cara y defender a las mugeres insultadas. Mayores diligencias y una averiguación más amplia de estas cosas son de corto momento, no habiendo por fortuna ocurrido en los lances otra cosa que los atropamientos y griterías que ya constan probadas, sin heridas, golpes, ni otro insulto de obra. Así pues, lo que debe ocupar la atención de la Sala es precaver para en adelante con su sabiduría y vigilancia las funestas consecuencias que pudieran traer estos desórdenes si se repitiesen por desgracia, subiendo a sus causas y verdadero origen, para proveer lo conveniente a su remedio.

Vase a entrar en unos días de gran celebridad unida a gran diversión, en que salen en público las procesiones sacramentales de las parroquias con la mayor solemnidad y pompa y aparato, concurriendo a ellas un gentío inmenso y de todas las clases, escitado más que de vocación de la curiosidad, la vanidad, el ocio, y esta impaciencia activa y bulliciosa que arrastra al hombre en todas partes a la agitación y al movimiento. Es de temer que el pueblo, resentido como se halla de los militares por los lances anteriores, quiera mirar por sí; vaya tal vez armado y en disposición de resistirles, repeliendo, aunque indebidamente, la fuerza con la fuerza, o volviendo a lo menos insultos por insultos; y que en esta fatal disposición una palabra, una sola mirada, la cosa más pequeña, traiga tras sí una desazón pesada, cuyas consecuencias siempre serán funestas. La autoridad pública debe velar sin intermisión, y no descuidar por pequeños los más ligeros acasos; ninguna precaución es sobrada si puede contribuir a mantener el buen orden y la tranquilidad, conservar sus respetos a la justicia, y estrechar entre los ciudadanos los vínculos de armonía y concordia en que vivimos unidos; pero estas cosas en medio de su grande importancia se deben cuidar de mantener sin ostentación ni mucho aparato, porque no es acaso un menor mal la negligencia que la escesiva vigilancia, si muestra en sus medidas el rezelo y el miedo.

Y así estima el fiscal que las Salas deben usar de toda su prudencia en velar estos días sobre el orden y la tranquilidad, pero sin desconfianza ni ostentación. Podrían para ello de acuerdo con el Excmo. Sr. Conde Gobernador multiplicarse las rondas, encargándose más particularmente de ellas los señores Alcaldes, y escogiéndose aquellos ministros y dependientes de mayor prudencia y confianza, quienes cuidasen de evitar en todo lo posible cualquier atropamiento, cortar cualquier lance, separar y dividir las gentes, tomar las señas y los nombres de cualquiera que manifestase intenciones torcidas, gritase, silbase, instigase, o alborotase de cualquier modo; pero sin proceder a su prisión sino en un caso urgente y sin riesgos de comprometer la autoridad pública, dando parte de cuanto adviertan al señor Alcalde de la ronda, y este después a la Sala para proveer lo conveniente: que todo esto se haga asimismo en el Prado en los Domingos y días de toros y grandes concurrencias, y se repita aun con más esquisitas precauciones en la gran romería de san Isidro por el inmenso gentío de toda clase que a ella concurre, y mayor rezelo que con él puede haber de alguna más grave desazón. Esto sobre los temores actuales.

Para en adelante sería útil a la religión misma y al Estado que la Sala meditase detenidamente sobre las profanaciones y escándalos de estas procesiones cual están, distintas, por no decir opuestas, a los piadosos fines de su primitiva institución, y en discordancia manifiesta con el espíritu humilde y compungido, la sencillez, el retiro, y renuncia y alejamiento de pompas y ruidos que quiso y ordenó su fundador divino en la gran obra de nuestra religión: y si las hallasen las Salas cual las ve el fiscal en el día, obra todas ellas del lujo y la profusión, contrarias las más a la pura y sana disciplina, nacidas por lo común en la edad media, y efecto de su ignorancia crasa y sus tinieblas, y causa necesaria de irreverencias y desacatos, de gastos indebidos, de borracheras y desórdenes, de corrupción en las costumbres públicas, de temores y riesgo para la seguridad, pensase con su acostumbrada sabiduría en representar sobre ello a S.M. y suprimirlas del todo, o reducirlas a lo menos a lo que deben ser según el espíritu de nuestra santa religión, y el loable objeto que pudieron tener en sus principios, olvidado ya o corrompido en todas ellas. Porque ciertamente no se alcanza ahora que puedan significar en una religión, cuyo culto debe ser todo en espíritu y verdad, esas galas y profusión de trages, esas hachas y blandones sin número encendidos en medio de la luz del día, esas imágenes y pasos llevados por ganapanes alquilados, esas hileras de hombres distraídos mirando a todas partes y sin sombra de devoción, esos balcones llenos de gentes apiñadas, que en nada más piensan que en lucir sus galas y atavíos, esos convites que son consiguientes a tales reuniones, ese bullicio y pasear de la carrera, esa liviandad y desenvoltura de las mugeres, y ese todo, en fin, de cosas o estravagancias que se ven en una procesión, si no son como el fiscal las juzga para sí, en vez de un acto religioso un descarado insulto al dios del cielo y a sus Santos.

Ahora bien, sobre los espedientes formados no aparece reo ninguno conocido contra quien el fiscal pueda pedir; mas lo son generalmente el pueblo y los militares; el pueblo en perseguir, silvar e insultar a cuantas mugeres ha visto con trages y basquiñas moradas, y los militares en tomar su defensa inconsideradamente, sacando las espadas sin razón, y usando de las palabras injuriosas que constan del sumario recibido sobre el suceso del Lunes de Pascua en el Prado. Los insultos del pueblo pueden haber nacido en mucha parte de su desmedida curiosidad, o de hallarse acaso prevenido contra ciertas basquiñas encarnadas y bordadas de oro, que de público se ha sonado debían salir esta semana. No las halló, y su ojeriza se estrelló contra las moradas que estaba viendo cada día en el Prado y donde quiera, que ciertamente podrán ser de un gran lujo mas no por su color: fuésenlo enhorabuena, no debió el pueblo insultar un trage no reprobado, ni erigirse en juez, y su inmoderación y gritería es siempre delincuente y de dañoso ejemplo. No deja de detener al fiscal la multitud de lances que han ocurrido en tan distintas partes, y que acaso podrían tener una premeditación más criminal y con fines más torcidos; mas conociendo, como conoce, la honradez e inviolable fidelidad española, creería hacerles una ofensa muy grave en dar a su rezelo más valor que el de una ligerísima sombra, a pesar de que nos vemos desgraciadamente en unos días de confusión y desorden en cuantos países nos rodean. Mas si hace al pueblo de Madrid la justicia de creerle lejos de este lastimoso estado, también cree debérsela hacer en razón del insulto que día y noche está sufriendo en el lujo escandaloso que ve por todas partes, y que provoca, digámoslo así, a la miseria pública, cuando mil infelices gimen consumidos del hambre y de la desnudez. Los trages, singularmente los de calle, han llegado a un esceso que no podría creerse: cuestan una basquiña y una mantilla millares de reales; y la prostitución y la más alta nobleza las usan a la par, confundiéndose en los aires y el vestido.

El fiscal conoce por indispensables el lujo y la profusión en nuestra constitución y actual desigualdad de fortunas; mas sin embargo por de naturaleza que sean de las monarquías, estas mismas lloran sus males cuando por desgracia han llegado al punto en que las tenemos en la nuestra; y entonces la autoridad pública las debe contener, debilitando su acción, o dirigiéndola hacia objetos, si no del todo útiles, a lo menos no tan perjudiciales. La Sala pues haría en opinión del fiscal una cosa muy digna de su zelo, y que traería al pueblo de Madrid, y aun a toda la nación, conocidísimo provecho, si escitase, como ha sabido hacerlo en otras ocasiones, la vigilancia del Consejo sobre un objeto de tanta utilidad y consecuencias; y ciñéndose a solas sus facultades, podría velar para adelante más y más sobre el escándalo en los trages, castigando con prudencia, pero con dignidad, a cualquiera que se hallase faltar en ellos a las leyes del decoro público. No quiere el fiscal en esto autorizar pesquisas indebidas, ni visitas domiciliarias, que tan contrarias son a la seguridad personal, y exasperan los ánimos en vez de corregirlos; pero aun sin ellas se puede hacer mucho, y es de esperar mucho del zelo y la vigilancia de la Sala.

Este zelo y esta vigilancia las reclama el fiscal muy particularmente contra la gran porción de vagos y ociosos de todas clases de que está llena la Corte, sobre lo cual le recuerda los varios decretos espedidos para limpiarla de ellos. En su inmenso seno se ocultan y reúnen los más perdidos de todas las provincias; aquí se irritan y encienden más y más sus pasiones; los de la clase del pueblo pasan del ocio a la estafa, y de esta al ladrocinio y el asesinato; y los nobles se empeñan, trampean, se degradan, y se llenan de corrupción y de bajeza. Cuide pues la Sala de saber por matrículas exactas y frecuentes el estado de cada uno, y lanze de aquí con igualdad y prudente firmeza los muchos ociosos y perdidos que quieren ocultar sus vicios en la confusión de su gentío. La seguridad pública no estará tan espuesta; las costumbres ganarán mucho; y los abastos no sufrirán tanto con menos consumidores. El fiscal, penetrado de la necesidad urgente de esta providencia, interpela de nuevo en su favor todo el zelo y la justicia de la Sala.

Uno y otra los reclama asimismo en favor del pueblo y contra los atentados cometidos por los militares en la tarde del Lunes de Pascua. En el Prado, donde fueron, nada más hizo el pueblo que seguir a las dos mujeres que se presentaron con basquiña morada, tal vez escitadas de los mismos militares, como insinúa algún testigo de los examinados sobre este hecho; pero de cualquier modo ni dio un grito, ni un silbo, ni hizo ademán alguno que pudiese ofender a las mugeres; y sin embargo los militares las cercan, se reunen, se constituyen sus defensores, sacan las espadas, y sin consideración ni tino hieren y aporrean al pueblo desarmado y paciente, insultándole con las espresiones feas que refieren los testigos. El pueblo sufre todas, y los militares aun llegan cuando se les nombra, a despreciar la jurisdicción ordinaria con las mismas indecorosas palabras. ¡Qué de males no hubiera podido acarrear este atentado en tal día, en tal sitio, y en tanta concurrencia! El pobre pueblo es digno de otra consideración y miramiento; sufrido y paciente como lo es, y honrado por las leyes, deben también honrarlo las clases superiores. El fiscal ve que la tropa, fiada como lo está en sus fueros y privilegios, toma sin razón otro aire y otra superioridad que el que estos le conceden. El Rey, autor de ellos, no la ha querido honrar para deprimir a sus demás súbditos. Iguales todos ante sus justos ojos como a los de la ley, y dignos de consideración en proporción de su obediencia a ella y sus servicios, no puede menos S.M. de desaprobar su conducta, si la Sala se la representa, como el fiscal cree debe hacerlo, recordándole al mismo tiempo su consulta de 13 de Enero del año pasado de 97, y sus continuos clamores sobre esta multitud de fueros y privilegiados que a cada paso la desautorizan, y entorpecen su activa vigilancia. Los militares, y singularmente los guardias de Corps aún más privilegiados, derramados por todas partes, y asistentes día y noche a cafés, villares, y otras cosas de pasatiempo y ociosidad, son, digámoslo así, el tropiezo más frecuente y la ocasión de más desaires a la jurisdicción ordinaria que la Sala ejerce.

Clame pues de nuevo sobre el uso pleno de esta jurisdicción, y clame, en opinión del fiscal, en la segura confianza de que S.M. la atenderá; porque dirigidos sus ruegos al mejor servicio suyo, no puede menos de suceder así. Escite el zelo del Consejo sobre la inmoderación que se advierte en los trages de calle: no pierda de vista la vida y la conducta de las mugeres que los han usado, ostentándolos en el Prado, y provocando así al pueblo que tan a mal los lleva, para castigarlas si del examen de sus vidas apareciere merecerlo: redoble su vigilancia en los días de gran concurso, para asegurar más y más la tranquilidad pública que le está encomendada; y esté así bien segura de que la acompañarán en sus operaciones los votos y las bendiciones de todos y la justa aprobación de S.M.; o resuelva en otro caso sobre estos puntos lo que estime por más conveniente. Madrid &c.




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Dictamen Fiscal

En una solicitud sobre revocación de la sentencia ejecutoriada en un pleito de esponsales.


El Fiscal, vistos los anteriores autos mandados en consulta al tribunal por el señor Ministro de Gracia y Justicia, para que con su audiencia le proponga su dictamen acerca de la resolución que en el asunto que en ellos se ventila puede ser más arreglada a los principios de derecho y justicia; dice ser entre dos jóvenes de la ciudad de Salamanca por nombre Hilario L... y Manuela G..., de estado solteros, pretendiendo el primero le cumpla ésta el contrato de responsales que entre los dos había y la Manuela su libertad: haberse empezado en dicha ciudad diez años hace ante el Ordinario eclesiástico, que condenó a la Manuela: apelándose por ésta al juez metropolitano de Santiago, de quien obtuvo la revocación de la primera sentencia: vúeltose a apelar de ella por el mozo Hilario al tribunal de la Nunciatura, quien en primero y segundo turno confirmó la del Ordinario con condenación de costas; en cuya virtud, y la de tres conformes, se espidió su ejecutoria: que es el estado en que la Manuela precisada a casarse con dicho joven, o a permanecer en perpetua soltería, ocurrió al Ministerio solicitando la revocación de tan dura providencia; como todo ello más por menor resulta del proceso y su memorial, y el tribunal tiene de uno y otro entendido.

El fiscal, según nuestras leyes y los principios de derecho y orden judicial en ella establecidos, no puede menos de juzgar el asunto de que se trata por enteramente concluido; puesto caso que sea lo que se quiera de su justicia intrínseca, ello es que seguido en los tribunales competentes, tiene ya tres sentencias conformes, y una ejecutoria que las sella. Es decir, que apurados todos los recursos y medios que nuestras leyes dan a las partes para reclamar sus derechos, y ventilarlos en justicia, el de Hilario tiene ya en su favor cuanto puede tener, y se halla establecido aun para los negocios de más alta importancia y de probanzas más largas y difíciles: porque de otra manera abierta en ellos la puerta a continuas reclamaciones, y no fijado su término, jamás se habrían por fenecidos; y llevando siempre adelante su temeridad los litigantes, en nada gozarían los hombres de seguridad y firmeza, y sería todo entre ellos confusión y discordias. Así, pues, el fiscal tiene según las leyes por fenecido este asunto, y a la Manuela por condenada en él.

Esta no obstante aparece en el proceso de una edad muy temprana: hay en él sobradas muestras de que sin una verdadera violencia que encadene su libertad, la arrastró sin embargo la madre a todos los pasos y ofertas de sus esponsales con Hilario: ha sufrido por muchos años los disgustos e incertidumbre de un litigio, perdiendo en ellos su verdadera primavera, y sufriendo la nota de inconsiguiente y caprichosa; y el Hijario en fin ni pide ni reclama ningunos verdaderos daños que de no casarse pueden sobrevenirle. Por todo lo cual pudiera el tribunal consultará S.M. en favor de esta desdichada, y de la libertad que solicita, y nunca en buena razón debiera haber perdido.

Pero meditando sobre este punto con atenta reflexión, y subiendo en él, cual conviene a los principios generales de justicia y público interés, no puede menos de asombrarse el fiscal de que una causa como la presente, de meros esponsales y entre gentes tan pobres y de tan ningunas relaciones, se pueda haber prolongado hasta diez años, y esto bajo la salvaguardia de las mismas leyes, pasándose en apelaciones y sentencias el mejor período de la vida de los dos litigantes, y la edad más preciosa para el honesto fin a que en sus esponsales aspiraban: edad que ha pasado para más no volver, y que una vez perdida, sentencia y finaliza el pleito en daño de ambas partes. Diez años y cuatro sentencias para ejecutoriar este negocio es tan ridículo como injusto y absurdo a toda buena razón que lo mire por un momento sin interés ni preocupaciones; y este asunto más bien de policía doméstica que de contiendas judiciales, cuyas pruebas deben ser tan familiares, y estar tan a la mano, que ni las admite ni puede admitir largas o de difícil discusión; que ni merece ni debiera salir del primer tribunal, donde partes y testigos y pruebas y todo es conocido; cuya tardanza exaspera y enardece más y más los ánimos condenados por lo común al fin pleito a vivir para siempre en amor e indisoluble unión; y en cuya pronta resolución por todo esto interesa tanto la república; no puede menos de llamar hacia sí toda la atención del tribunal, para que represente a S.M. la justicia, necesidad y utilidades de una ley que arregle en adelante el tiempo de su decisión en la forma que el fiscal lo propondrá.

Cree también este muy oportuno, con ocasión del presente recurso, el poner en consideración del tribunal la libertad que están de justicia reclamando los matrimonios contra la coacción de las obligaciones esponsalicias, y que en su favor piden a una el público interés y la razón. Este vínculo de fraternidad y dulce confianza, en el cual debe huirse por cuantos medios alcanza la prudencia, hasta de las sombras más leves de futuras discordias; que no ha de contraerse sino por los sentimientos y aficiones más puras; en que deben hablar los corazones hasta el último instante tan dulce y espontáneamente, que su idioma no sea otro que el de la inclinación y la verdad; este vínculo de eterna duración, y espuesto por lo mismo a tantos vaivenes y amarguras; que debe contraerse en la primavera de la vida y entre las más lisonjeras esperanzas; que cualquier coacción marchita y sofoca acaso para siempre; y en que, en fin, el hombre social debe separarse cuanto menos pueda de los sentimientos de innata libertad, que tan imperiosamente hablan al corazón del hombre de la naturaleza; este vínculo, digo, es tan absurdo y contra la razón, como escandaloso a las costumbres y opuesto a sus más santos y saludable fines, que haya de celebrarse en virtud de una condenación y una sentencia; después de un litigio tan chismoso como largo, en que se ha procedido por declaraciones y careos indecentes, y en que no pocas veces la inocencia ha tenido que avergonzarse al ver reveladas al foro y los curiales confianzas y finezas que solo hallan disculpa en el honesto fin que las inspira, pero que jamás debieron publicarse. Es tan absurdo como escandaloso, lo vuelvo a repetir, que dos jóvenes en la flor de sus días, y cuando ver no deben sino ejemplos de confianza y probidad, vayan al templo obligados de un juez, y aparentando una cordialidad, que desconoce el corazón, a jurarse al pie de los altares en el acto más solemne y augusto una fe sincera y libre a que los precisa una sentencia. Porque cierto, yo no hallo gran diferencia entre una verdadera coacción y los gravámenes y penas que para disfrazarla decreta el mismo juez, si la parte condenada no se presta de grado al sacrificio.

Así pues, el fiscal estima que si el tribunal tiene por convenientes sus razones y su objeto portan importante como a él se le presenta, pesándolo uno y otro en su prudencia luminosa, se halla en el caso, y aun en la obligación, de reclamar de S.M. la entera y absoluta libertad de los matrimonios hasta el instante mismo de su celebración; derogándose para ello la ley 7.ª, tít. 1.º de la Partida 4.ª, que establece que apremiar pueden los Obispos o aquellos que tienen sus logares, a los desposados que cumplan el casamiento, cuando el uno quiere departirlo, e el otro lo quisiese cumplir. E... puédanlo apremiar por sentencia de santa Eglesia fasta que lo cumple.

Lo que puede admitir alguna duda, y merecer por esto mismo la atención del tribunal, es el punto de si esta libertad debe ser tan entera, tan absoluta y general, que a ninguna reclamación deje lugar; o si ha de quedar espedita la de los perjuicios e intereses contra la parte que se resiste al cumplimiento de la obligación como en cualquier otro contrato. Puede ciertamente haberlos en la escisión de los esponsales y resistencia al futuro matrimonio, ya por las proporciones y ventajas que haya perdido la parte desairada para otros enlaces y establecimientos de no menor provecho, ya por el tiempo que puede haber discurrido sin culpa suya en su daño desde el convenio esponsalicio hasta el punto de su denegación, ya por interioridades y consideraciones de familia, que alguna vez las leyes pueden con fruto pesar y regular; y ya, en fin, por la pena y escarmiento civil a que parece acreedor todo hombre que contrata y se obliga solemnemente cuando después se niega al cumplimiento de su promesa, desdiciéndose torpemente de lo que antes aseguró; porque la palabra en el hombre, esta espresión sublime de los sentimientos de su pecho, prenda segura de su probidad, vínculo responsable de sus estipulaciones y convenios, siempre debiera ser inviolable y sagrada aun por su propio bien, y las leyes que le gobiernan autorizar con todo su poder tan saludable máxima.

Pero a pesar de todo el fiscal considera por tan libre, tan espontáneo al matrimonio en su primitiva sencillez, y por tan útil a sus santos fines y a la sociedad misma el volverle tan preciosos dones; ve tantos pleitos y disturbios cortados por este sencillo medio; y halla tan ligeros o nulos los perjuicios que puedan estorbarlo, puesto caso que los daños e intereses a que pudiera haber lugar, o ya no lo serían después de ciertas y enteradas las partes de su ningún derecho a reclamarlos, o sólo lo fueran por su imprudencia y mal consejo; defectos que las leyes ni deben fomentar ni proteger; que se inclina a juzgar, pesado y meditado todo lo hasta aquí espuesto sin preocupaciones ni partidos, que el contrato del matrimonio y los esponsales que lo anteceden debieran ser tan completamente libres, que ni aun dejasen camino a reclamación alguna de daños padecidos por falta de su cumplimiento.

Así la ley que el fiscal solicita seria mucho más sencilla, o lo que es lo mismo más perceptible y al alcance de todos, y dejaría menos entrada a la interpretación y la arbitrariedad.

Ni debe detener al tribunal para su consulta el que el contrato de esponsales se haya hasta aquí mirado como uno de los impedimentos canónicos, y como tal del conocimiento de la jurisdicción eclesiástica. Porque dígase cuanto se quiera sobre este punto, los esponsales ni son, ni han sido nunca, ni pueden ser otra cosa que un convenio lego y civil entre partes legas y civiles, con miras y condiciones de la misma naturaleza como cualquier otro convenio. No solo esto, sino que el matrimonio mismo que los sigue, subiendo a los principios de las cosas y para toda razón despreocupada de las doctrinas de la Curia Romana y de las falsas Decretales y delicadezas cavilosas de la escuela, primero es civil que religioso, y antes un convenio y obligación de hombres que no un misterio y un sacramento de la nueva ley. O más bien, el legislador no puede prescindir de considerarle, con respecto a la sociedad, como un contrato secular el más santo y augusto, el más importante de todos, su causa primitiva, origen y duradero apoyo de la sociedad civil, en quien esta vincula de justicia su permanencia y su felicidad, y que ya en este estado de entera perfección, sancionado por ella, y arreglado y dispuesto cual juzga más conveniente para sus altos fines, bendice después, santifica y eleva a sacramento la religión.

Así pues, a la sociedad debe corresponder el señalarle las condiciones y justos requisitos que lo hayan de adornar, para que concurriendo por su parte a sus otras miras bienhechoras se encamine mejor al bien universal. La naturaleza que arrastra al hombre tan imperiosamente hacia este estado, que asegura la permanencia de la especie, le indica la primera sus intenciones: el legislador la observa, las consulta; y hallándolas unidas con el interés público, que ocupa su atención y sus vigilias, establece y decreta sobre estas intenciones: la religión viene después, lo toma de su mano, consagra y santifica lo que la una inspiró y el otro ha sancionado. Y he aquí el matrimonio desde su origen hasta su elevación a sacramento.

Por tanto la ley civil es la que debe señalar la edad más conveniente a su celebración; la que ha de exigir la libre voluntad en el contrato, el asenso paternal, y cuanto puede interesar al orden, al pudor y bienestar de las familias. Y como no haya ningún impedimento que levantado no ofenda más o menos estos preciosos bienes, su examen y su resolución debe corresponder esencialmente a la parte que primero toma este grave punto en consideración y más utilidades saca de él; es decir, a la autoridad civil antes que a la eclesiástica.

Ni hay medio en esta si se contiene en sus justos y verdaderos límites, y la otra no se olvida de su competencia y obligaciones, para poner al matrimonio ningún impedimento que ya primero no se halle establecido por la ley del Estado; para añadirle trabas y embarazos que esta ley no le imponga; porque el tal impedimento ni es ni deberá ser arbitrario, sino racional y fundado en el daño y verdaderos perjuicios que de no ponerlo se seguirían a las familias contratantes, y por ellas a la sociedad que saca todos los buenos frutos del contrato. Y como esta lo tiene examinado antes, y pesado ya en la balanza de la utilidad pública con que todo lo ajusta y determina, confirmándole la esperiencia los resultados felices o dañosos de sus teorías y principios, habrá visto necesariamente los mismos perjuicios que suponemos, y establecido y ordenado sobre todos ellos; de manera que a la Iglesia nada queda entonces ya que hacer ni aun como auxiliadora de la autoridad civil.

Por el mismo principio que acabo de esponer tampoco podrá establecer ningún impedimento ni estorbo al matrimonio, que ofenda o sea contrario al bien general que la sociedad busca en este contrato; porque entonces de auxiliadora se pasaría a enemiga, y la república que la abriga en su seno, y la defiende y honra con todo su poder por los bienes temporales que le presta su santo y saludable influjo sobre el corazón de sus hijos, en lugar de estos bienes no hallaría sino daños. Así pues la utilidad social, el bien del Estado, el aumento y prosperidad de sus familias, es el principio que debe gobernar en este punto: y como este sea todo temporal, y en nada espiritual ni divino, ni en el origen, ni en las causas, ni en las personas, ni en el contrato, ni en sus frutos y efectos, el matrimonio es y debe tenerse, para decretar y establecer sobre él, como una cosa meramente terrenal y civil, dejando lo sobrenatural y religioso para los altísimos fines que Jesucristo tuvo presentes cuando elevándolo a sacramento de su ley se dignó de llamarlo grande, y lo enriqueció con su gracia.

Y si esto no es así, ¿de dónde en todas las naciones desde la más remota antigüedad las leyes sobre el matrimonio y sus solemnidades y ceremonias? de dónde los impedimentos y justa prohibición de contraerlo para ciertas personas, singularmente los hermanos y parientes cercanos, sino del peligro y los daños, que abierta esta puerta a la corrupción y la licencia padecería el Estado, así por los riesgos y tentaciones de las buenas costumbres, y la decencia y el pudor que habría continuamente entre personas tan íntimas y de un trato tan libre y familiar, como de la degradación física y necesaria bastardía que padece la naturaleza en mezclarse y reproducirse entre sí misma una propia sangre por muchas generaciones; y de los efectos saludables que al contrario produce el que distintas familias se enlazen entre sí por parentescos, para que cruzándose de este modo en más y más eslabones la cadena y los vínculos de fraternidad y de civilización llegue a ser el Estado como una sola familia con unos mismos intereses y unos mismos fines y deseos? De dónde en fin los demás impedimentos, si se examinan bien, sino de causas y motivos temporales, en que en nada puede influir lo sacramental del matrimonio? Hasta el de parentesco espiritual, el más místico y alegórico, el menos civil de todos, parece también fundado en estos propios motivos no menos que en los religiosos, puesto caso que como dice una ley de Partida (la 7.ª del título de los Sacramentos), Padrino tomó nome de padre, ca así como el home es padre de su fijo por nascimiento natural, así el padrino es padre de su afijado por nascimiento espiritual. Por donde entre los padrinos y ahijados debe haber como cierta familiaridad y miramientos paternales, nacidos de las obligaciones no solo religiosas sino aun sociales que tienen los primeros de adoctrinar y mirar por los segundos. Y de este principio sin duda vino en parte entre los antiguos Romanos la prohibición de que los tutores y curadores casasen con sus pupilas o curadas durante su administración.

Es verdad que Roma, considerando al matrimonio bajo la razón de sacramento y no de contrato civil, después que los Soberanos abrazaron su culto, apoyada en su consentimiento y posterior autorización a favor de la crasa ignorancia en que la Europa entera había caído, de la rápida propagación de las doctrinas de las falsas Decretales, de las continuas consultas que sobre todo se la hacían, y de la inmensa autoridad que fue adquiriendo por evocar a su conocimiento bajo diversos pretestos, como dice el sabio Fleury, casi todos los negocios civiles, se apropió como otros muchos este punto en los siglos VIII y IX, declarando desde entonces por sus impedimentos, haciendo a los esponsales uno de ellos, y estendiéndolos todos hasta un término que no vemos con admiración. Pero ¿quién no conoce de mucho antes las leyes civiles de los dos Códigos de Teodosio y Justiniano, que solas y sin ninguna entonces de la Iglesia gobernaban en estas materias? ¿Quién no sabe que la Iglesia misma las solicitaba de los Príncipes, como así lo leemos en varios concilios? ¿A quién son peregrinos sobre este punto la disciplina y los principios de otros reinos católicos, y aun lo establecido en el nuestro sobre los esponsales y el consentimiento paterno? ¿O quién puede ignorar los muchos males que sobrevinieron al Estado de que ella se alzase con los impedimentos y dispensas, estendiendo unas y otros tan desmedidamente cual sabemos? ¿Qué de pleitos y contiendas desde entonces acá sobre la nulidad de matrimonios contraídos con la mejor buena fe, y bajo los mejores auspicios? ¿qué de incertidumbre en hijos y aun familias enteras sobre su suerte y verdadero estado? ¿y qué de guerras nacidas entre reyes y grandes señores de este funesto origen? Acaso Inglaterra y Alemania no se hubieran separado del seno de la Iglesia sin la famosa contestación sobre el parentesco de Henrique VIII con María de Aragón, y su divorcio.

En la estensión ilimitada que dieron los Papas a los impedimentos, apenas se hallaban en aquellos tiempos de tinieblas dos familias enteramente libres para poderse enlazar sin recurrir a Roma en solicitud de una dispensa, a fin de dar sin escrúpulo ciudadanos al Estado, en cambio de las crecidas sumas de dinero que allá se remitían para lograrlo. Todos parientes entre sí, o en la incertidumbre de serlo, Roma dominaba sobre todos.

Este mal que embarazaba los matrimonios, turbaba su quietud, y llevaba los tesoros de las naciones a aquella capital para ser empleados muchas veces en objetos indebidos, y favorecer el nepotismo con lástima y llanto de insignes escritores piadosos, se ha remediado en parte; porque cuando los daños públicos han llegado a crecer hasta un punto desmedido, es forzoso que se remedien por sí propios en virtud de una ley constante y necesaria de las cosas humanas. La ignorancia que los produjo, da lugar a las luces y la reflexión: los males afligen, la tolerancia se impacienta; y el error que los causa, sin poder resistir a los esfuerzos de la verdad y el interés unidos, sucumbe y huye del resplandor de la evidencia. Los políticos y los magistrados zelosos clamaron altamente sobre la materia que tratamos: el mismo Concilio de Trento escuchó en sus sesiones los sabios discursos de Ambrosio Catarino y nuestro ilustre Pedro de Soto; y si bien Roma no cedió enteramente, porque el abuso apoyado en el interés y en la ancianidad de los siglos no se destruye en un momento, ya desde entonces empezó a ser una opinión sentada entre los buenos canonistas que el derecho de establecer impedimentos al matrimonio era una parte esencial de la soberanía, y en ningún modo de la autoridad eclesiástica, que toda espiritual y superior a las cosas de la tierra sólo podía tenerlo por condescendencia y de mano de los Príncipes seculares.

Si yo no hablase con el tribunal que tan bien conoce estas verdades, trataría de probarlas con todo el aparato de autoridades y razones que tiene en su abono: le esplicaría los célebres cánones 3.º y 4.º del Concilio de Trento en su sesión XXIV, principal fundamento de la opinión contraria; le diría que, o como sienten algunos canonistas, bajo el nombre de Iglesia entendió allí el Concilio toda la congregación de los fieles, en que como cabezas están comprendidos los Príncipes; o lo que es más cierto, trató sólo de impugnar el error de Lutero, quien no admitía otros impedimentos que los que establece el Levítico, sin facultad ni medios en la Iglesia ni para dispensarlos, ni para poner ningunos más. Que el Tridentino no trató del origen de la autoridad que ésta ejercía, sino de la posesión en que se hallaba: no define que le compete esencialmente y como propia, ni menos escluye que la haya recibido de manos de los Príncipes. Que no al instante por el anatema que se pronuncia, debe tenerse la cosa por de fe, puesto que el mismo Concilio en otros lugares, y anteriormente otros, y los Papas sancionaron sus decretos con la misma nota, sin que el no recibirlos fuese causa de excisión ni heregía. Y por último, que la Iglesia después de su paz, y en el tiempo de su mejor disciplina, no conoció ni ejerció esta autoridad; observó los impedimentos puestos por los Príncipes; acordó alguna vez, como ya queda dicho, pedirles leyes sobre ellos; y oyó en sus asambleas a sus Ambrosios y Agustinos apoyar la observancia de las ya establecidas. Pero estas cosas son tan conocidas de los buenos canonistas y teólogos, y han sido tratadas con tanta detención y saber por autores de gran mérito (los doctos Launoy, Van-Espen, Le-Plat, Eybel, Pereira, Tamburini, y otros de no inferior fama) que el repetirlas yo sería abusar a un tiempo de la paciencia y la bondad del tribunal, y fatigarme sin utilidad. La cuestión no lo es, sino una verdad clara, subiendo a los principios que debe gobernar en su justa decisión, y su discusión académica más bien una ocupación de la escuela que de un legislador.

Pero puesto que el mal aún permanece bien que disminuido, forzoso es cortarlo en su raíz, y que todo se sujete y ceda a la evidencia de la razón, y a la máxima invariable de utilidad común bien entendida. Tomemos ejemplo de lo que han hecho otros países católicos, y cojamos los frutos que ellos han preparado. Nos antecedieron en la empresa para allanarnos y facilitarnos el camino. En estos tiempos de ilustración en que nos hallamos, es forzoso examinarlo todo, subir en todo a sus verdaderos principios, simplificar en todo nuestra legislación embrollada, rehacer el edificio, y señalar a todo los límites y aledaños que le prescribe su naturaleza. Hágase así en el punto que examinamos como tan importante y de tan altas relaciones, consultando a S.M. lo útil, o más bien necesario, que sería el declararlo por de competencia civil, separándolo enteramente de la policía eclesiástica, y ordenándolo con una ley sabia y bien pensada que lo arregle para en adelante cuál conviene que esté.

El fiscal quisiera que esta ley abrazase toda la materia de los impedimentos, examinando para ello los que hay, y reduciéndolos a lo justo, según los principios de quedan ya sentados, y las nuevas observaciones que pudieran hacerse: que se señalara adonde debiera ocurrirse por las rarísimas dispensas que habría de haber; se indicasen los tribunales de provincia para el examen de los más raros pleitos que sobre esto quedarían; y principalmente se prefijase un plazo brevísimo a su resolución, para evitar los daños que palpamos en el presente. Diez años de litigio para una cosa que debió terminarse en quince días, discúlpese como se quiera, es tan injusto como impolítico.

Con esta ley se facilitarían mucho los matrimonios; se evitaría en ellos la dependencia de Roma y de los jueces eclesiásticos; se ahorrarían los gastos y el dinero que allá se envía; se aclararían las dos jurisdicciones, y volverían las cosas al punto que tuvieron antes que el error las confundiese, y cual las hallamos en los tiempos de la más pura disciplina en la Iglesia.

Pero aun a más se estienden el zelo y los deseos del fiscal. El punto en cuestión hace parte de la jurisdicción eclesiástica; y esta pide ser reducida de justicia a lo que fue al principio, y ahora debiera ser; a una jurisdicción toda espiritual, cual la dio a su Iglesia su divino Fundador y esta la tuvo en los siglos de su mayor esplendor y virtudes, sin los aumentos, mezclas y usurpaciones sobre la civil, con que la ignorancia, la debilidad, la ambición, el trascurso del tiempo, y muchas veces un zelo y una piedad mal entendida, la acrecentaron después para desfigurarla.

Este acrecentamiento tan útil y brillante en la apariencia no ha servido de más que de turbarla y distraerla de su principal y único fin, el bien y salud eterna de las almas. Jesucristo, a quien dio su Padre y en sí tenía toda la plenitud de potestad, y que pudo transmitirla del mismo modo a sus Apóstoles al conferirles su misión, y enriquecerlos con todo cuando juzgó por necesario su sabiduría al establecimiento y gobierno de su Iglesia, no les mandó otra cosa sino que predicasen y enseñasen, bautizasen, y atasen y desatasen los pecados, declarándoles espresamente no ser su reino de este mundo; es decir, se este reino y su religión todos del cielo y sobrenaturales, dejando a las potestades civiles el gobierno y cuidado de las cosas de la tierra: ni dio más a los unos, ni privó a éstas en nada de la plenitud de su autoridad temporal que ya tenían. Los fines de las dos eran distintos, distintos los objetos; y así también debieron serlo las atribuciones y medios con que se las dotaba. En este estado de santidad y de pureza floreció la Iglesia en sus primeros días, y floreció tan perfecta y hermosa, que en ellos deben beberse, como en fuente purísima, las máximas de doctrina y disciplina que la gobiernen hoy.

Verdad es que la piedad, o más bien la política de Constantino y sus sucesores al imperio, esmerándose a porfía en honrar la religión y acreditarla entre sus pueblos, dieron después a los obispos y su jurisdicción una cierta coacción temporal que hasta allí no tenían; que autorizaron sus decisiones como jueces árbitros en los negocios de los cristianos; que les concedieron una inspección oficiosa sobre las buenas costumbres, las vírgenes y pupilos, las cárceles y presos, y hasta sobre los dineros públicos y su justa inversión, y eximieron al clero de las cargas civiles y jueces seculares. Pero ya desde entonces y por estos aumentos, que solicitó el zelo y concedió la piedad, o intereses del Estado mal entendidos, se vio por esperiencia los muchos daños que traería sacar las cosas de lo que ellas son, y convertirlas a otros fines. Los obispos y sacerdotes del Señor empezaron a figurar más que debieran en asuntos y negocios civiles; y la Iglesia con esto vio turbada su paz, y envueltos a sus hijos en pleitos y querellas agenas de su estado y obligaciones. Vinieron tras esto los bárbaros del Norte, que trastornaron como un torrente la dominación romana: entraron en el clero, fueron a un mismo tiempo obispos señores temporales; la ignorancia confundió en sus personas la representación y las jurisdicciones, y todo se volvió confusión y tinieblas. Siguiéronse las falsas Decretales al fin del siglo VIII, que aumentaron el error y los trastornos con sus ambiciosas doctrinas: de todas partes se preguntaba a Roma, porque Roma guardaba el tesoro escasísimo de luces y saber que nos había quedado; y ya desde entonces no hubo cosa ni pública ni privada, ni grande ni pequeña, en que ella y los jueces eclesiásticos no metiesen la mano y se aplicasen como propia. La calidad de las personas, de los negocios, y el juramento que en casi todos intervenía, fueron otros tantos motivos para aspirar a conocer de todo. Así hemos visto la famosa decretal de Bonifacio VIII Clericis Laicos; juzgarse por la Iglesia del derecho a la sucesión de las coronas; pender y estar sujetos a un mismo tribunal desde la respetable persona del obispo hasta el aguacil de inquisición y repartidor de las bulas; al clérigo asesino embarazando en la cárcel, sin que la ley bastase a castigarlo, por no prestarse un obispo a su degradación; las rentas de una iglesia primada y las de la más obscura cofradía tratadas por unos mismos cánones y jueces; y desde la legitimidad de los hijos hasta los testamentos todo en los tribunales eclesiásticos. Nuestra Recopilación nos presenta a cada paso sobradas pruebas de esta triste verdad, singularmente en cuasi todo el libro 2.º, y nuestra historia civil y nuestras Cortes Continuas y delicadas contestaciones con la Romana sobre puntos y cosas del todo temporales y de la real jurisdicción. Cierto es que muchas veces hemos vencido en la contienda, y defendido o recobrado nuestros derechos, ya por la evidencia de su razón, ya por el tono sostenido y firme de la queja: ¿pero qué de preciosos sacrificios, cuántos pasos y reclamaciones no nos ha costado el lograrlo? ¿y cuántos es de temer que en adelante costará, si el mal no se remedia?

La usurpación y la rapiña siempre serán injustas y siempre dañosas aun para el fin mismo que se proponen conseguir, porque la sinrazón jamás produce frutos duraderos. Pero el recobrar lo perdido; el restituir a la soberanía la plenitud de sus prerrogativas y derechos de que nunca para siempre se pudo desprender; el salir de una vez de la indebida dependencia que tantos sacrificios ha costado; el marcar en todos los puntos los verdaderos límites de las dos potestades según los sólidos principios de una y otra; dar a la policía civil cuanto le corresponde, y dejar a la eclesiástica toda la plenitud de autoridad espiritual y divina que quiso concederle su celestial fundador; y prevenir, en fin, con todo ello los males y discordias que se vieron en los pasados siglos, y acaso podrán volver en otros dejando en pie la causa que los produjo entonces; todo esto es tan necesario como urgente, y de tanto provecho para el Estado como para la misma religión.

Las luces del siglo en que vivimos hacen de fácil ejecución cosas que en otros fueran imposibles; y la mano de la reforma, que debe ponerse en casi todo, salva de la nota de novedad estas consideraciones del fiscal y cualquiera consulta del tribunal. En la legislación todo se toca, y está unido por eslabones tan estrechos como imperceptibles, desde la legitimidad o la tutela del más obscuro ciudadano hasta la operación más ardua y complicada de la política. Nuestro sistema y nuestras leyes, edificadas sobre bases incoherentes y en diferentes tiempos, carecen de la unidad y proporciones que debieran tener, y están pidiendo y necesitan ser fundidas de nuevo: la Religión tiene sobre ellas tanta influencia como relaciones; y así será preciso, cuando se forme un código completo, cual lo exigen las luces del siglo y nuestra situación, dejar bien aclarados los límites de las dos potestades, con arreglo a la verdadera naturaleza de una y otra, procediendo en esto con una entera despreocupación, si bien con el respeto que todos les debemos, y desde la cuna hemos mamado.

Mas este respeto no debe intimidarnos, antes es muy conforme con los principios más ajustados, porque no es religión todo lo que se cubre con su manto; y si es abominable la impiedad, no lo son menos la superstición y el falso zelo. En cuya virtud creería el fiscal muy de la obligación del tribunal el que abrazase en la consulta que solicita, el que S.M. tomase en consideración el asunto de la jurisdicción eclesiástica en toda su estensión para uniformarlo y arreglarlo, cual será conveniente que en adelante lo esté, quitando en lo posible esta diferencia de constituciones y leyes sinodales de obispado a obispado con que nos vemos abrumados, y reduciendo para bien mismo de la Iglesia mucha parte de los derechos y autoridad con que se hallan en el día los eclesiásticos, o cedida o usurpada sobre lo temporal: y así en su dictamen, recapitulando en breves artículos tan larga esposición, que el tribunal consulte a S.M., y le proponga por medio de su ministerio de Gracia y Justicia:

1.º Que el pleito sobre el cumplimiento de esponsales entre Hilario L... y Manuela G..., sobre que informa, se halla según las leyes del todo fenecido, y la Manuela condenada con arreglo a ellas al cumplimiento de su promesa, o a permanecer en perpetua soltería; pero que por las razones antes dichas es muy acreedora esta infeliz a que se la dé la libertad que pide.

2.º Que elevándose el tribunal a los principios generales, cree que debe darse al matrimonio como contrato civil la más completa libertad hasta el punto mismo de su celebración, aboliendo del todo las obligaciones esponsalicias, aun en cuanto a la queja de perjuicios contra la parte que se niegue a su cumplimiento.

3.º Que cuando a esto no haya lugar, se deje solo espedito este punto de los perjuicios, pero del todo libres los esponsales.

4.º Que si así fuere, se señalen para determinarlo, después de la primera instancia ante el juez ordinario, los tribunales colegiados de las respectivas provincias, y el plazo de dos meses cuando más para su conclusión, sin que haya arbitrio a prorrogarlo por ninguna causa, ni apelación o súplica de la sentencia de dichos tribunales.

5.º Que se borren los esponsales del número de los impedimentos, declarando a los dirimentos por propios de la autoridad civil, reduciendo los de cognación o parentesco, y examinándolos todos a fin de arreglarlos como fuese más conveniente a la utilidad pública.

6.º Y que, en fin, por esta misma utilidad se trate de señalarlos verdaderos límites de las dos jurisdicciones eclesiástica y civil, según la diferencia de su objeto, sus medios y sus fines, y los verdaderos principios de una y otra.

Que es cuanto el Fiscal ha creído de su obligación proponer al tribunal con motivo del proceso sobre que con su audiencia se le manda informar. O en otro caso resolverá sobre todo, lo que tenga por más conveniente. Madrid &c.




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Discurso

Sobre los grandes frutos que debe sacar la provincia de Extremadura de su nueva Real Audiencia, y plan de útiles trabajos que ésta debe seguir: para el día solemne de su instalación y apertura, 27 de Abril de 1791.


Otro sin duda en este memorable día, en que se abre por la primera vez este santuario de la Justicia, y nos congregamos aquí para empezarla a dispensar a una de las principales y más ilustres provincias de la Monarquía española, hablaría, Señores, de las altas virtudes del Rey piadoso y bueno que vio el primero la necesidad y los grandes provechos de este nobilísimo Senado, y casi lo dejó ya establecido, o del augusto sucesor que ha querido señalar el primer año de su fausto reinado por este memorable hecho, como en felicísimo anuncio de los bienes que derramará sobre sus amados españoles. Presentaría aquí a los generosos Estremeños alzando la voz, arrodillados a los pies de Carlos, y esponiéndole humildes las incomodidades, los enormes gastos, las tiranías sordas, las duras y cuasi necesarias vejaciones a que se veían reducidos por no tener en el centro de su ancho territorio un tribunal alto de Justicia donde clamar y ser juzgados: los infelices arrastrados continuamente casi cien leguas de sus pobres hogares por las dañadas artes del poder y de la mala fe: los padres de familias abandonándolas con lágrimas para asegurarles la subsistencia en los bienes de sus mayores torcidamente disputados por un caviloso pleiteante; y no pocas veces los mismos ministros de la ley dominados del feo interés o una torpe pasión, y trasformados de padres en tiranos, amenazando con vara de hierro a los infelices pueblos encomendados a su crudo gobierno, y estos sufocando en secreto los amargos gemidos de su penosa esclavitud, o mal atendidos en tribunales lejanos, donde no alcanzaran, o llegaran desfigurados los lastimeros gritos de su opresión, y sus necesidades.

La justicia misma presentaría yo protegiendo sus fervorosos ruegos y elevándolos al trono, autorizados con los sufragios de las dos más célebres lumbreras del Senado de Castilla los Excmos. Condes de Floridablanda y Campomanes85, y al piadoso corazón de Carlos con aquella sabiduría y humanidad solícita, que le fueron como naturales mientras viviera, escuchando benignamente la súplica de sus amados pueblos, y encomendando a su augusto hijo la justa pretensión de Extremadura: a este mismo hijo, ya Rey y sucesor de las virtudes y altos designios de su piadoso padre, acordando con el ilustrado Ministro, en quien depositó la suma de los negocios de justicia, la fausta erección de nuestra nueva Audiencia, y haciendo con ella la felicidad y el gozo de toda una provincia.

Otro tal vez se dilataría en estas grandes cosas, y tomando lleno de entusiasmo la voz fiel y espresiva de Extremadura, ofrecería hoy a los Borbones entre lágrimas de júbilo y ternura el tributo más puro de su fidelidad y gratitud por tan señalado beneficio; pero el corto caudal de mis talentos y elocuencia se confiesa muy inferior a empresa tan difícil, y la deja de buena gana a otro orador más ejercitado y maestro en el sublime arte de celebrar las acciones virtuosas y grandes; mientras unido como lo estoy a vosotros por la profesión, el ministerio y el corazón, os quiero hablar con sencillez y sin aparato de palabras de las arduas obligaciones que tomamos sobre nuestros hombros desde este señalado día, y de la estrecha necesidad en que nos ponen el honor, el agradecimiento, y cuanto puede entre los hombres haber de más sagrado, de satisfacerlas religiosamente; no defraudar la espectación pública que nos contempla en silencio; y llenar así los vastos designios concebidos por la patria en la erección de este augusto Senado.

En efecto, si como Magistrados habíamos jurado ya entre sus manos los más santos y difíciles deberes, y éramos deudores al público de nuestros talentos y afecciones, de todo nuestro tiempo, de nuestro descanso, y hasta de nuestra vida; si teníamos encomendada a nuestro cuidado su felicidad y su reposo, y debíamos velar para que él descansase; si como oráculos de la justicia y de las leyes nos veíamos en la estrecha y sagrada obligación de instruirnos continuamente para convertir nuestra instrucción al beneficio común; si no nos era dado el contentarnos apocadamente en nuestros tribunales con dispensar la justicia privada a las partes que nos la demandaban, sino que debíamos estudiar sin cesar la constitución de las provincias, el genio de sus habitantes, sus virtudes y vicios, su agricultura, su industria, sus artes y comercio, el clima y ventajas de su suelo, y hasta los mismos errores y preocupaciones más envejecidas, para sacar de todo ello aquella ciencia pública del Magistrado, aquel tino político y prudencia consumada que hacen acaso la parte principal de su elevado ministerio, y sin la cual no puede labrarse la felicidad de ningún pueblo, ni se llenan dignamente nuestras santas obligaciones; como ministros escogidos por la solicitud y paternal amor del Sr. D. Carlos IV, y colocados hoy para regenerarla en el centro de esta ilustre provincia, que hasta ahora puede decirse no ha oído sino de lejos la voz de la justicia, ni sentido su mano bienhechora, ¿qué no deberemos trabajar? a qué no estaremos obligados? ¿o qué tareas nuestras, qué solicitudes serán bastantes a tan graves y difíciles encargos?

Así es, Señores; y si todo Magistrado debe ser instruido, nosotros debemos añadir más y más a las luces comunes, y aumentar con inmensas usuras el caudal de ciencia adquirido en nuestros tribunales: si todo Magistrado está puesto en una atalaya de continua solicitud para las necesidades de la patria, nosotros debemos velar día y noche, y añadir tarea sobre tarea para felicidad de Extremadura: si debe ser inocente como la ley que representa, y no hacer ni pensar cosa indigna de su alto ministerio, nosotros que venimos por la primera vez a esta provincia, y somos en ella la espectación y el ídolo de sus honrados habitantes, ¿a qué no deberemos sujetarnos para conservar a la toga su noble decoro y magestad? Si la torpe avaricia, la pasión, el sórdido interés, el espíritu de partido, la envidia vil, la maquinación y la dureza deben hallar innaccesible el corazón del Ministro de la ley, y su alma incontrastable a sus fatales seducciones, entre ellas y nosotros debe haber siempre un muro de bronce, y ser tan iguales e impasibles como estas mismas leyes, para ofrecer con manos puras nuestros sacrificios a la justicia, y pronunciar sin rubor sus sacrosantas decisiones. Y si por último sin la humanidad, el amor a la patria, la clemencia, la sencillez, el orden, la atención, la firmeza, la grandeza de alma y todas las virtudes, el Magistrado se degrada siempre, y cae derrocado de su alto ministerio entre el deshonor y la bajeza, nosotros que hemos contraído con la Nación y el Soberano otros nuevos y más sagrados vínculos, aceptando estas sillas, debemos ser o los primeros de los togados españoles, o abismarnos por siempre en el más torpe envilecimiento, baldón y oprovio de la justicia contristada.

Hubo un tiempo en que la ciencia del Magistrado se creía reducida entre nosotros a los estrechos límites de distribuir la justicia privada, lanzar a una familia, y autorizar a otra en una posesión, repartir una herencia, o castigar el robo y el homicidio sin indagar sus causas, ni buscarles en la política un remedio seguro para en adelante precaverlos. Las ciencias que hoy conocemos, la legislación, el derecho público, la moral, la economía civil, o no habían por desgracia nacido, o estaban en la infancia censuradas y aun mal vistas, cultivadas por pocos y sobre principios insuficientes. Las Universidades, el taller de la Magistratura con los vicios de su ancianidad, adictas religiosamente a las leyes Romanas y a la parte escolástica de estas mismas leyes, criaban por desgracia una juventud, que entre mucho de gritos y sofismas se envanecía contenta en la estrecha esfera de conocimientos estériles que en sus aulas se adquirían, y encanecía en la toga sin salir, si me es dado decirlo, de los primeros elementos de la verdadera Jurisprudencia. La felicidad pública sufría los tristes efectos de tan doloroso atraso; la industria desmayaba; desfallecía la agricultura; la juventud lloraba su educación desatendida; multiplicábanse los delitos de la ociosidad y la ignorancia; y el genio español parecía condenado por una fatalidad inevitable a ser esclavo desgraciado de las naciones estrangeras, que despertando antes, y corriendo con ardor por el inmenso espacio de las ciencias, habían adelantado en conocimientos útiles, y con ellos en industria y prosperidad.

Las leyes deciden siempre de la suerte de los pueblos, los forman, los modifican y rigen a su arbitrio, y sus ejecutores tienen con ellas en su mano su felicidad o su ruina: pero esta importante cuan sencilla verdad, o se había olvidado entre nosotros, o aunque de clarísima evidencia, no estaba aún bastante conocida para hacer de ella un principio, ni calcular dignamente su inmensa utilidad; siendo como indispensable en el orden moral el reinado feliz de los Borbones para darle una luz nueva, y restaurar así la Monarquía española, que agonizaba con la débil y enfermiza vida del último Austriaco. A la voz creadora del Sr. Felipe V las ciencias abandonadas vuelven a renacer en el suelo español, y empieza con ellas un nuevo orden de cosas en bien de la Nación; los talentos se agitan, y sienten la activa impaciencia de instruirse; recobran las leyes su augusta autoridad, y se renuevan o mejoran; y los Magistrados castellanos ven abierto delante de sí un campo de gloria y de trabajos en que señalarse con fruto, y egercitar su noble zelo. Síguenle el pacífico Fernando y su piadoso y justo hermano: la ilustración a su impulso crece por todas partes, propagada con mayor rapidez, y son a su sombra mejor oídas las reformas útiles. La moral y la filosofía, las luces económicas, las ciencias del hombre público hallan protección en el trono, y empiezan a contar ilustres aficionados en la toga, hirviendo todos en el noble deseo de instruirse, y adelantar en ellas dignamente hasta igualar a las naciones que nos compadecían, y ya no se mofaban de nuestras estériles tareas.

Estas ciencias las necesitamos nosotros más particularmente en la brillante carrera que hoy se nos presenta; debemos tenerlas a la vista y consultarlas sin cesar; y si algo hemos de hacer de grande y de glorioso por Extremadura, de ellas solas hemos de recibirlo.

Otras provincias, a quienes cupo la suerte de tener ya en su seno un Senado a quien clamar en sus necesidades, son conocidas y escuchadas de él: sus Ministros han podido estudiarlas por una larga serie de observaciones prácticas, y han logrado en gran parte de la mano bienhechora de la justicia las mejoras y auxilios de que son capaces. Los espedientes generales, las demandas fiscales, las representaciones, los recursos, y hasta los mismos pleitos y desavenencias de las partes, han sido indirectamente otros tantos medios de conocer su estado, sus atrasos y disposiciones para poder ocurrir a sus necesidades con saludables medicinas.

Pero Extremadura ha sido hasta aquí en el imperio español una provincia tan ilustre y rica como olvidada, aunque nunca le hayan faltado hijos insignes, que pudieron darle su parte en la administración pública, como otras la han tenido. Todo está por crear en ella, y se confía hoy a nosotros; sin población, sin agricultura, sin caminos, industria ni comercio, todo pide, todo solicita y demanda la más sabia atención, y una mano reparadora y atinada para nacer a su impulso, y nacer de una vez sobre principios sólidos y ciertos, que perpetúen por siempre la felicidad de sus hijos, y con ella nuestra honrosa memoria. Hasta aquella escasa porción de conocimientos que en otras provincias se suele hallar entre sus nobles y su clero, es aquí por lo común más limitada; la veréis envuelta en sombras y tinieblas espesas. En medio de un suelo fértil y abundante, como aislados en él y apartados de la metrópoli por muchas leguas, sin puertos ni ciudades de grande población, donde uniéndose los hombres se corrompen y se instruyen, perfeccionan sus artes y sus vicios, ni el clero, ni los nobles de Extremadura pudieran cultivar hasta ahora sus ricos y admirables talentos según sus honrosos deseos. Así que, retirados y ociosos en el seno de sus familias, con unas almas grandes y elevadas, pero duras y encogidas, han cuidado más bien de disfrutar sus gruesos patrimonios, y acrecentar sus grangerías, que de salir a ilustrarse, ni ejercitar su razón en el país inmenso de las ciencias. No es culpa suya, no, esta escasez de luces. Enclavados, por decirlo así, en lo postrero de España, en un ángulo de ella poco frecuentado; sobrados en su suelo y sus hogares, sin deseos vivos que satisfacer por medio de la instrucción, y sin colegios ni estudios públicos, donde recibirla dignamente, no les ha sido dado otra cosa, ni aquella activa impaciencia de la necesidad, superior a los estorbos, que todo lo allana y lo sojuzga. Y esta ilustre provincia, cuyo genio pundonoroso la arrastra al heroísmo en todas las carreras, cuyos hijos se han señalado siempre en cuanto han emprendido de grande y de difícil, y que con las famosas conquistas de sus Pizarros y Corteses mudó en otro tiempo la faz de Europa, abrió al comercio y la industria las anchísimas puertas de un nuevo mundo, y a la sabiduría un campo inmenso, una inexhausta mina de observaciones y esperiencias en que ocuparse y engrandecerse; es hoy por desgracia la menos industriosa de las que componen el dominio español, y la que menos goza de los riquísimos frutos del sudor y la sangre de sus inmortales hijos.

Hoy se fía a nosotros el empeño difícil cuanto honroso de proveer a tan graves necesidades, de regenerarla, de darle nueva vida. ¡Qué empleo tan augusto y sublime! ¡qué satisfacción tan pura! ¡qué llenos y sazonados frutos de gloria y alabanza nos aguardan en la posteridad, si sabemos sacar de nuestra posición y la suya las grandes ventajas que podemos en tan ilustre y señalada carrera! De nuestra sabiduría, de nuestra constante aplicación, de nuestro zelo paternal espera y debe recibir Extremadura todo lo que le falta. Bien hemos podido conocerlo en la delicada visita que acabamos de hacer, y en los graves objetos que se encomendaron en ella a nuestro examen. No fue por cierto la molestia y odiosa residencia de un Corregidor interesado, los maliciosos descuidos de un Alcalde parcial, o los criminales manejos de un Escribano infiel o caviloso, lo que impidió hasta ahora las funciones de nuestro augusto ministerio y nos llevó a visitar nuestros partidos con tan afanosa solicitud.

Cosas mayores nos encomendó, y espera de nosotros la sabiduría del augusto Carlos IV. Su suelo, su población, su agricultura, su industria, todos los objetos de provecho común han debido ocupar nuestra especulación, y llamar hacia sí todo nuestro cuidado. Nosotros que reunidos ahora bajo este glorioso dosel empezaremos a dispensar con inalterable igualdad a estos pueblos la santa justicia, y a escuchar cada día sus clamores o sus quejas, hemos ido antes a atenderlos de cerca y en medio de sus mismos hogares, a conocer su estado y sus necesidades verdaderas para poderlas remediar más acertadamente.

Nada ha debido desestimar nuestra atención, nada pasar por alto, nada mirar con desdeñoso orgullo. De objetos al parecer pequeños nacen a veces las mayores utilidades; nada que puede hacer la felicidad de un solo hombre es pequeño; nada lo es en las artes del gobierno; nada lo es que puede ser perpetuo, y un solo pueblo puesto una vez en movimiento, dirigido bien y encaminado hacia sus verdaderos intereses, es en una provincia como un fuego regenerador que se propaga por los demás, y los anima y pone en saludable agitación.

No digo por esto que hayamos debido descuidar en nuestras residencias el importante punto del orden y distribución de la justicia: ¡ojalá que esté yo poseído de un temor vano, y que el éxito no responda a mi triste desconfianza! pero en unos pueblos llenos de bandos y partidos, y ciegos por mandar a cualquier precio; entre gentes ignorantes que ni aun aciertan a ver los precipicios para poderlos evitar; en unas villas donde los Corregidores han podido ser déspotas, y donde siempre se halla a mano desgraciadamente un genio maligno y revoltoso, dispuesto a la acusación y a la calumnia para enredar en pleitos y perder familias enteras; en un país dividido entre infelices jornaleros y hacendados poderosos, que habrán sufocado con su voz imperiosa el gemido del pobre, y hecho valer, para arruinarlo con mil injustas pretensiones, el dinero y el favor; forzoso es que a cada paso hayamos visto con íntimo dolor conculcada la magestad de las leyes, y trastornado el orden judicial.

Delitos graves habrá habido escandalosamente autorizados o disimulados, mientra que otras faltas livianas se hayan acriminado con encono y furor; calumnias y maquinaciones disfrazadas con el velo de un zelo santo, o de la común utilidad; usurpaciones y rapiñas paliadas y aun protegidas descaradamente, y todo género en fin de desorden y maldad. Procesos habremos hallado empezados de muchos años, imposibles ya de reintegrar; otros de tal arte confundidos, que el genio más perspicaz y ejercitado no acertaría a desenmarañarlos, ni a sacar de entre sus heces el punto dudoso ni sus pruebas. Causas se hallarán o rotas o truncadas, y mostrando otras en cada diligencia ignorancias o prevaricaciones. ¡Cuán difícil, cuán arduo habrá sido aplicarles a todas una mano reparadora, y volver a la justicia su noble y santa sencillez! qué molesto, qué amargo para el Magistado estudioso que siente todo el precio de los días, y los ve volar y deslizarse sin sacar otro fruto de sus largas vigilias que el fastidioso y triste desengaño de palpar más y más la maldad y corrupción del hombre.

Mas la obligación del ministerio lo exigía, su voz imperiosa lo mandaba, y ha sido forzoso inclinar la cerviz y obedecer; enmendarlo y repararlo todo, disimular aquí, usar allí de rigor, más allá de cautela, en otra parte de resolución, y en todas de una prudencia consumada para asegurar el acierto. Cada cual vendrá ahora con el caudal de noticias y útiles desengaños adquiridos por su ilustrada observación; y el Tribunal formado hará de todos ellos la digna estimación que se merecen para establecer la justicia y el orden legal sobre principios sólidos, inmutables, luminosos, y empezar un sistema de obrar inalterable en que hable la ley sola, y nunca el ciego arbitrio ni la voz privada del juez.

Pero no, Señores, no nos dejemos seducir de un zelo desmedido, ni por el ambicioso deseo de una soñada perfección nos embaracemos en nuestras delicadas operaciones; condúzcannos en ellas la indulgente humanidad y la circunspecta moderación, ni seamos injustos buscando la justicia. Disimulemos de buena gana cuanto con ella fuere compatible; hagámonos cargo del estado infeliz que han tenido los pueblos que habemos visitado; de que muchas de sus faltas, por abultadas que se ofrezcan, son sin embargo efectos necesarios de su antigua constitución y el olvido en que han yacido; y si los tribunales mismos de donde venimos, en medio de su continua vigilancia se ven a cada paso en la triste, pero forzosa necesidad, de cerrar los ojos sobre ciertas culpas livianas, o de corta influencia en el sistema general (porque quererlo remediar todo, sería destruirlo todo y confundirlo, distrayéndose a cosas de aire con olvido de las más importantes), seamos nosotros hoy aún más indulgentes y mirados, y escarmentemos por ahora con un saludable rigor lo que ya no puede disimularse, las faltas generales, las transgresiones manifiestas y de bulto más criminal.

La perfección estará reservada al Tribunal que establecemos, obra de las luces de nuestros días, y fruto de la prudencia consumada. Él, Señores, puede ser un modelo de administración pública en toda la Nación, una escuela práctica de la jurisprudencia más pura, un semillero de mejoras útiles, un verdadero santuario de la justicia y de las leyes, y empezar sus útiles tareas con un orden y exactitud en que nada se disimule, en que todo tenga y se suceda en su debido lugar. A los demás su misma ancianidad, y tal vez las opiniones y usos de los siglos de error en que fueron creados, les han hecho recibir ciertas máximas acaso dañosas y dignas de censura, pero que ya les son como naturales, autorizadas cual se ven no pocas por sus mismas ordenanzas, y que si un Magistrado nuevo desdeñase en el día, o quisiese contradecir, sería al punto mal visto, censurado, desatendido de sus compañeros, y tenido de todos por orgulloso novador.

La justicia y las leyes es verdad que son unas, y que hablan donde quiera el mismo lenguaje incorruptible y puro; pero la versión de este idioma y su acertada aplicación, la ha de hacer siempre el hombre, que es en todas partes, sin advertirlo, esclavo desgraciado de sus opiniones, de la edad en que vive, de los libros y doctos que le cercan, del cuerpo a que está unido. Mas nosotros que fundamos este ilustre Senado a fines del siglo XVIII, en que las luces y el saber se han multiplicado y propagado tanto que casi nada dejan que desear; en que la filosofía, aplicada por la sana política a las leyes, ha dado a la jurisprudencia un nuevo aspecto; en que el ruidoso edificio de los preyudicios y el error cae y se desmorona por todas partes; en que la humanidad y la razón han recobrado sus olvidados derechos; en que a impulsos de la sabiduría y el patriotismo del gefe supremo de la magistratura se han examinado en el Senado de la nación tantos espedientes generales sobre puntos gravísimo; en que las ciencias económicas ocupan en gran parte la administración pública; y en que por último se ha demostrado la descuidada cuando eterna verdad de que todo se toca y está unido en la legislación como en el gran sistema del universo; de que la decisión del pleito más pequeño influye necesariamente en el orden social y la felicidad pública; de que despojar o mantener a un pobre labrador en sus arrendamientos anima o desalienta la agricultura en todo un territorio; juzgar la causa de dos fabricantes aniquila o hace florecer una industria; favorecer o dar por tierra a un solo privilegio, vuelve todo un pueblo a la justa igualdad de la ley, o lo divide en bancos enemigos; y condenar un delito sin considerar el germen oculto que acaso tiene en la misma sociedad, las causas necesarias que lo produjeron, y los medios políticos de extirparlas en su raíz, pueden ser multiplicarlo en vez de destruirlo; nosotros que en este tiempo venturoso, entre estas luces saludables, con tan largos, tan copiosos auxilios, entre estos principios y opiniones erigimos este Senado, debemos nivelarlo con el siglo, y fundarlo de necesidad sobre su alta sabiduría y sus dogmas de legislación.

Nos degradaríamos si obrásemos de otro modo; y la Nación y sus sabios que nos contemplan en silencio para juzgarnos después con severidad incorruptible, nos clamarían llenos de indignación, ¿qué habéis hecho vosotros que fuisteis entresacados de los tribunales españoles para tan grande obra, y en quienes depositamos toda nuestra esperanza? ¿qué fue de vuestro saber y vuestro zelo? ¿qué de vuestras decantadas tareas? ¿dónde está el fruto, dónde, de nuestra prudente sabiduría? Mostradnos ese plan, esos principios, ese orden de cosas que habéis establecido. ¿Tuvisteis por delito el apartaros de las sendas comunes? ¿o nada habéis hallado que mejorar en ellas? ¡Delincuente cobardía! ceguedad vergonzosa! En medio de tanta luz como nos ilumina, ¿no acertáis a ver los errores que todos reconocen? Los escritores públicos los han denunciado al tribunal de la razón, que los juzga y proscribe en todas partes; ¿y vosotros lo ignoráis? ella los persigue y ahuyenta, ¿y los acogéis vosotros? aquellos mismos que se ven obligados por una triste fatalidad a sujetarse a ellos, lloran amargamente en secreto tan dura esclavitud, ¿y vosotros, a quien la suerte libró de su dominio, volvisteis preocupados a doblarles la cerviz? ¿tan mal los conocéis? ¿tanto los idolatráis? Otras esperanzas concebimos al colocaros en esas sillas, otros fueron nuestros anhelos, y otros servicios y ejemplos nos debéis.

No sea así, Señores, no sea; y en cuantos ramos se sujetan a nuestra especulación, y han sido digno objeto de nuestros desvelos y tareas, abracemos con sabia libertad las novedades útiles que puedan mejorarlos. Es propio del hombre y cuanto él hace, degenerar y corromperse; y el edificio que no se repara y mejora, incómodo y ruidoso al cabo se destruye. Cerremos pues los oídos al importuno clamor de la costumbre y la torpe desidia, bien halladas siempre con los usos antiguos: obremos y mejoremos, y sean nuestras maestras y sabias consejeras la razón y la filosofía. ¿Qué no podremos hacer con tan ilustres guías en todas las partes de la jurisprudencia? ¿y qué de reformas promover y llevar a feliz término en bien de la humanidad y nuestra patria?

La criminal, si menos imperfecta que en otras naciones, no está empero libre entre nosotros de fatales errores y de falsos principios para podernos ocupar. ¡Ah! si nuestras gloriosas vigilias hiciesen con el tiempo menos dura la condicion del delincuente en sus prisiones; si alcanzasen a hacer menos común su arresto sin riesgo de su fuga; si abreviasen o simplificasen las pruebas de su defensa o su condenación; si hiciesen más pronto y más igual, más análogo el castigo con la ofensa; si lograsen desterrar, ahuyentar para siempre del templo augusto de la justicia esa práctica dolorosa, inútil, indecente, ese horrible tormento proscrito ya de todas las naciones, indigno de la honradez española, y mal traido a nuestras sabias Partidas de las leyes del imperio; si arrancasen un solo inocente del suplicio; si hicieran que entonces la ley le dispusiese una llena reparación de sus perjuicios y amarguras, como le hubiera multado con sus penas hallándole culpado; si lograsen una que remunerara al hombre de bien por su virtud entre tantas que le castigan; si alcanzásemos al fin que una distinción, un color, un galardón cualquiera, pero solemne y público, nos señalasen al padre de familias honrado, al artesano industrioso, al comerciante fiel, ¡por cuán afortunados nos podremos tener! ¡con qué honor sonarán nuestros nombres de una en otra edad! ¡y cuántas bendiciones nos preparan en ellas las almas sensibles y los amigos del género humano!

La necesidad estableció las leyes cuando los hombres se unieron por la primera vez, deponiendo en el común su dañosa independencia, y formando entre sí, a ejemplo de las pequeñas y dispersas, estas grandes familias derramadas sobre la haz de la tierra de tiempo inmemorial. La sociabilidad, este impulso del corazón humano hacia sus semejantes, constante, irresistible, que nace con nosotros, se anticipa a la misma razón, y nos sigue y encierra en el sepulcro, nos acercará y unirá mutuamente, no de otra suerte que los cuerpos gravitan y se atraen en el gran sistema de la naturaleza para formar concordes este todo admirable en permanente sucesión, que nos confunde y asombra por su perfección e inmensas relaciones. El deseo común y poderoso de la felicidad que encendiera en los humanos pechos el Hacedor Supremo, el sentimiento íntimo de su poquedad y miseria, y las grandes ventajas de las fuerzas parciales reunidas, les clamaban en fin por otra parte para completar esta dichosa unión, y disfrutar en ella de la seguridad y bienandanza que en vano buscarían en sus cabañas solitarias. Pero bien pronto el amor propio, conducido por un entendimiento ciego o desalumbrado, la desfiguró en su raíz haciéndose el centro de ella, y encendiendo el corazón en ambiciosas pretensiones, alzó un tirano odioso en cada hombre, que no aspiró a otra cosa que a doblar sus iguales a su injusta voluntad, sacrificados a sus antojos o a sus desmedidos deseos.

Entonces habló la ley por la primera vez alzándose como señora sobre todos; y señalando a cada uno con el acuerdo más prudente el lugar que debiera llenar en el cuerpo social, intimándole en él sus derechos y obligaciones, les dijo con imperiosa voz: «Tú mantendrás este lugar; mi brazo te protegerá; y al que asaltare tu inocencia, castigaré severa con una pena igual a su delincuente trasgresión: la ofensa pública será la medida de mis crudos escarmientos, y con ellos apagaré en los corazones el fatal veneno de la pasión que los deprava.» Por desgracia no siempre usó la ley de este sencillo término, de este sagrado y purísimo lenguaje; y obra del hombre y sus escasas luces no siempre señaló con el dedo de la incorruptible justicia los límites de su seguridad y libertad a cada ciudadano.

El tiempo también que todo lo desfigura, y un espíritu equivocado de dañosa imitación, han influido no poco en todas las naciones para la imperfección del tesoro sagrado de sus leyes. Las ciencias positivas, las abstractas, las artes más difíciles han logrado elevarse por concepciones y esperiencias tan atrevidas como nuevas a una esfera tan alta, que apenas el ingenio alcanza a contemplarlas; pero sacudieron el yugo de la autoridad y la costumbre, y osaron trabajar sobre sí propias para aumentar así sus ricos fondos, y llegar a la perfección en que las vemos. Otro tanto debió hacerse con la ciencia augusta de dirigir y gobernar al hombre. Cada pueblo que tiene un carácter individual que le distingue de otro pueblo, que habita un clima y suelo determinado, adora a la Divinidad con fórmulas y ceremonias particulares, y se halla en un cierto grado de civilización y cultura, debe ser legislador de sí propio, y dictarse las leyes que deben gobernarle. Pero nunca ha sido así. Nunca legislador, sino el profundo y original Licurgo, conoció bien sus fuerzas y sus luces para entregarse a ellas, y no mendigarlas de otra parte. O la admiración exaltada, o la adormecida pereza se olvidaron de estos sabios principios, y siguiendo siempre los caminos trillados, los códigos criminales se han copiado a porfía unos a otros. Ninguno ha sabido ser original; ningún legislador estudiar dignamente a su nación para asentarla en el grado que en la escala social le señaló la naturaleza. Roma pidió sus leyes a la Grecia, ésta las recibió de Egipto, y éste acaso las tomó de Creta. Así las leyes circulan de clima en clima, de gobierno en gobierno, y de una en otra edad; y el español del siglo XVIII con otro genio, otras opiniones, otra religión, otros usos, otro estado en fin político y civil que el Romano del de César sigue no pocas veces, sin advertirlo, una ley de este imperioso dictador establecida en Roma entre las sediciones de los Comicios, o trasladada a sus famosas tablas con más alta antigüedad de la culta y corrompida Atenas.

Abramos sino nuestros códigos, y hallaremos a cada paso palpable esta verdad. Resoluciones de jurisconsultos Romanos, o rescriptos privados de sus Emperadores, leyes del siglo XIII, del XIV, y lo que más es hasta de la rudez primera de nuestra ilustre Monarquía, sabias y acertadas entonces para nuestros padres, sencillos cuando poco cultos, pero insuficientes o dañosas a nuevos vicios y necesidades nuevas, que nos cercan y asaltan por todas partes, rigen cada día nuestras más solemnes acciones, y deciden por desgracia de nuestra suerte y libertad86.

Verémoslas enhorabuena como el resultado de la voluntad pública, anunciado a sus pueblos por la boca de nuestros augustos Soberanos; pero reconozcamos los defectos con que el tiempo nos las ha transmitido, para pensar, si es posible, en su oportuno remedio. O reconozcamos más bien, confesémoslo sin rubor, que en la parte criminal nos falta como a las más de las naciones, por no decir a todas, a pesar de sus luces y decantada filosofía, un código verdaderamente español y patriota, acomodado en todo a nuestro genio, a nuestro suelo, a la religión, a los usos, a la cultura y civilización en que nos vemos.

Entre tanto jamás se aparte de nuestro corazón, viva y respire con nosotros lo infinito que valen a los ojos de la razón y la ley la vida, el honor, la libertad del ciudadano; y que para conservar mejor estos preciosos dones, con que le enriqueciera su Hacedor, vino y dobló gustoso la cerviz a la imperiosa sociedad, mas sin por esto abandonar del todo ni cederle sin reserva sus imprescriptibles derechos: que no toda acción mala es luego delincuente: que el hombre en no turbando el orden público con sus acciones o palabras no está en ellas sujeto a la inspección severa de la ley: que esta y el Magistrado deben ser iguales e impasibles: que se degradan torpemente buscando el delito por caminos torcidos: que la sorda delación envilece las almas, y quiebra y despedaza la unión social en su misma raíz: que toda pena superior en sus golpes a la ofensa es una tiranía, y no dictada por la necesidad un atentado: que para producir sus saludables frutos debe ser siempre pronta y análoga al delito. Y si alguna vez viésemos que la ley se aparta por desgracia de estos sagrados e invariables axiomas; si la viésemos en contradicción palpable con la primera y más fuerte, la de la conservación individual, exigir imperiosa de la boca del reo la confesión de sus yerros para llevarle por ella al cadalso, obligándole así a profanar mintiendo el augusto nombre de su inefable Autor, o a ser asesino de sí propio; si la viésemos arrastrarle con una mano bárbara al potro y los cordeles, y arrancarle entre el grito de dolor más acerbo y las congojas de la muerte una confesión inútil; si hiciese al arrestado, afligido tal vez con la inútil dureza de un encierro, y arrestado a romperle por un deseo cuya imperiosa fuerza todo lo arrastra y atropella, un nuevo delito de su fuga; si la viésemos misteriosa y sombría en sus pasos y sumarios, o ensangrentarse acaso con el delincuente que castiga, y endureze el corazón en vez de escarmentarle; si no respetase cual debe la libertad del ciudadano, o abriese las puertas a la dilación y al maligno artificio por quererla atender demasiado; si sus decisiones, en fin, no fuesen tan sencillas y claras como la misma luz para atar con ellas el espíritu y corazón del juez en sus arbitrios e interpretaciones, espongamos unidos y con fiel reverencia a los pies del trono español nuestras dudas y observaciones; consultemos, Señores, y clamemos al buen Rey que nos ha colocado en estas sillas, y acaso será obra de la nueva Audiencia de Extremadura la reforma necesaria del Código criminal español, tan ardientemente deseada de los Magistrados sabios como de los zelosos patriotas.

Más ancho campo, pero más espinoso, menos frecuentado y más arduas dificultades se nos presentan en la parte de las leyes civiles.

Por desgracia es esta parte la más imperfecta, la más oscura, la menos combinada en todas las naciones; y donde quiera que volvamos los ojos, alumbrados de la antorcha segura de la filosofía, no hallamos sino continuos tropiezos y peligros. Casos en lugar de principios, raciocinios falsos autorizados como dogmas legales, opiniones particulares erigidas malamente en leyes, doctores y pragmáticos en continua contradicción, y el enredo y el litigio burlándose a su sombra de la sencilla buena fe con descarada impunidad. Parece que aquella suma sabiduría que gobierna con sus eternas leyes todo el universo, y en su primer estado acaso destinaba al hombre a gozar en común en el seno feliz de la paz y la inocencia de los largos y copiosos dones de que le había cercado con mano profusa y liberal, indignado con él al verle atesorar para un oscuro porvenir, separándose así de sus intenciones bienhechoras, le quiere hacer comprar al precio más subido la temeraria trasgresión de sus altísimos decretos por las incomodidades y amarguras a que le condena en todas partes con la fatal propiedad.

La patria potestad y las tutelas, las dotes y los pactos nupciales, los contratos, las disposiciones postrimeras, los instestados luctuosos, las servidumbres, la penal prescripción, las partes en fin todas del Código civil, ¿por qué triste necesidad han de ocupar volúmenes sobre volúmenes de errores y tinieblas, revueltos más y más, y confundidos por esa serie bárbara de glosadores y eternos tratadistas, y no habrán de reducirse ya, después de tantas luces y esperiencias, a pocas leyes, claras, breves, sencillas, que todos, todos, hasta los más rudos aldeanos entiendan por sí mismos para regular sus acciones, y puedan fácilmente retener? ¿por qué una libertad ilimitada de modificar su voluntad, y añadir condiciones a condiciones, y cláusulas a cláusulas, ha de dar a cualquiera el dañoso derecho de multiplicar los pleitos, y ocupar con ellos la preciosa atención de los Tribunales de justicia, distrayéndolos así de los objetos grandes de gobierno a que está vinculada la común felicidad87? ¿por qué el hombre nacido con el sagrado derecho de sacar su alimento de la tierra regada con su sudor y con sus lágrimas, o de convertir sus conatos, aplicar su ingenio y sus afanes al taller y al oficio que más gratos le son, lo ha de llorar perdido a cada paso, y ha de ver con dolor sus brazos vigorosos sin poder ocuparlos en la tierra, ni darlos a la industria, a que le arrastra una invencible inclinación, si por desgracia la amortización fatal le ha robado esta tierra, o una errada corporación ha estancado esta industria en pocos brazos por interés o ignorancia opuestos siempre a él?

¿Por qué las leyes, si deben conspirar a mantenernos todo lo posible en la primera igualdad y su inocencia, han de acumular las riquezas en pocos, para con ellas corromperlos y degradarlos, envileciendo a par a los que se las roban? ¿han de desarraigar a millares para mantener ilesa una dañosa vinculación? ¿dividirán las familias con una institución digna sólo de los siglos de horror y sangre en que fue hallada? ¿no han de poner un término a la codicia en sus inmensas adquisiciones? ¿han de hacer enemigas las clases del Estado con los privilegios y escepciones que les han concedido? ¿no arreglarán por sí mismas las sucesiones en vez de dejarlas, como lo están, al capricho incierto, a la imaginación asustada de un moribundo, dirigido frecuentemente por los asaltos y astutas sugestiones de personas estrañas, codiciosas de arrebatarle sus bienes en aquellos momentos de dudas y agonías, en que la libertad está apagada y el terror engrandece sus fantasmas, aprovechándose así de su debilidad y deplorable estado para encrasarse en su fortuna, apoyando en la ley misma la torpe seguridad de sus manejos?

¿Por qué esta continua variedad de jurisdicciones y Magistrados, estas esenciones y fueros con que se tropieza a cada paso, y rompen, por decirlo así, la sociedad y la dividen en pequeñas secciones? ¿por qué estas competencias inútiles, mejor diré, dañosas a la inocencia y al delito, que embarazan el orden público con sus formalidades, detienen el brazo severo de la ley en su pronta ejecución, y dividen y desautorizan sus Ministros? ¡Justicia de los hombres poco sabia! ¡qué de cosas tienes que hacer para ser justa!

Nuestros códigos son un arsenal donde todos hallan armas acomodadas a su deseo y pretensiones: son como las armerías de los Reyes, donde las piezas raras, llenas de orín y polvo de los siglos más distantes, están unidas y se tocan; encierran leyes contra leyes, otras sin objeto determinado, leyes inútiles, insuficientes, enmendadas, suplidas, olvidadas; todo, menos unidad y sistema; todo, menos principios y miras generales. El mal no se conoce por inveterado y común: el cuerpo político abunda de códigos y leyes acinadas, y cada día promulga leyes nuevas. Así anhela el hidrópico por el licor que le mata, y aumenta los ardores de su sed con el agua misma con que intenta apagarla.

Hasta las fórmulas tan sabiamente introducidas en los juicios para asegurar la libertad y mantener el orden se ven convertidas en triste perdición de la sencillez que pleitea; y siempre útiles a la parte injusta y cavilosa, son una trinchera fatal donde se guarece la mala fe para asestar sus tiros en derredor. Hoy es como un estado el pleitear; y la incauta inocencia, puesta al lado de un litigante artero y de profesión, sostenido de un letrado de los que por desgracia se llaman prácticos en nuestro infeliz foso, se verá privada con dolor de sus derechos más sagrados, y clamará su fruto a la justicia para hacerle cesar en sus inicuas vejaciones. Su contrario la enredará a cada paso en dilaciones e incidentes, maliciosos sí, pero autorizados por la ley; los Magistrados mismos mirarán con horror tan indecentes arterias; pero acabará sin embargo con su paciente y con su vida en brazos de la amarga incertidumbre sin poder alcanzar de la justicia la reparación de su fortuna.

Nuestros padres rudos y sencillos en todas sus acciones, soldados más bien que ciudadanos, y dedicados a la guerra y a la agricultura, contentos con poco, y conociendo pocas necesidades, comparecieron por sí mismos en los tribunales de justicia, y por sí mismos defendieron sus causas. La buena fe les sirvió de abogado, y el juez era más bien un árbitro pacífico de sus poco reñidas diferencias, que el ministro severo de la ley para decidirlas según ella. La sociedad se fue perfeccionando; y creciendo con la avaricia y la riqueza los intereses encontrados, el artificio y el fraude se retiraron a los contratos, cubriéronse de fórmulas y condiciones ambiguas, y fueron ya precisos otro estudio más alto, otra sagacidad para descubrir en ellos la justicia y dar luz a las sombras que la desfiguraran. Entonces empezó por la primera vez en los juicios la fatal distinción del fondo y de la forma: fueron diferentes un proceso justo y un proceso bien dirigido, y fue a veces más arduo reintegrar una causa mal instruida por un juez o un abogado ignorantes o parciales, que seguir hasta su decisión el objeto principal. La sutileza cavilosa inventó los artículos a pretexto de la necesidad; y luego de repente el tenebroso enredo embrolló la sencillez augusta de las leyes, haciendo de la justicia un vergonzoso tráfico, llenando sin rubor su templo sacrosanto un enjambre famélico de gentes, interesadas por su misma profesión en oscurecer y dilatar los negocios para vivir y enriquecerse a espensas de la ignorante credulidad.

¡Qué triste condicion la del inocente Magistrado, rodeado siempre de estas clases subalternas, en continua atalaya de un momento suyo de ocupación o inadvertencia para sorprender al punto su descuidada rectitud, y en nombre de la misma justicia hacerle caer en alguno de sus lazos de torpe iniquidad!

¡Ah! si viésemos alguna vez estos lazos disimulados por la ley; si hallásemos los juicios eternizados en daño de las partes por formalidades poco útiles; si descubriésemos la sutileza mañosa sustituida en ellas a la buena fe; si notásemos la ley, guiando como por la mano al ciudadano, y la prudencia de otro lado advirtiéndole para que desconfíe y se resguarde; si la astucia sagaz le tendiese sus redes, y ni la rectitud ni la verdad bastasen a librarle de su enmarañado laberinto, clamemos también sobre estos gravísimos objetos; clamemos y representemos confiados; que ni los paternales oídos del augusto Carlos se negarán a la justicia de nuestras prudentes reflexiones, ni su recto corazón al zelo que nos mueva.

En nuestros acuerdos hallaremos cada día motivos y ocasiones para hacerlo así. No haya espediente, si es posible, que no se haga en nuestras útiles discusiones un objeto de beneficio común; no haya uno de que no saquemos los materiales de una providencia general o una reforma; no haya uno que no corte algún abuso, algún error dañoso de administración; no haya en fin ni uno solo que le contemplemos aislado; generalízense todos, y observémoslos, y tratémoslos como eslabones de esta admirable cadena del orden social, en que está librada y se vincula la felicidad de los pueblos.

Permitidme, Señores, que se desahogue mi corazón tratando estas materias. Mi afición decidida a la legislación y ciencias económicas y su altísima importancia, me hicieran siempre desear que los acuerdos fuesen como unas asambleas de estas utilísimas ciencias, y unas salas en los tribunales verdaderamente de gobierno; que de ellos saliesen no tanto la estéril decisión de un espediente o representación particular sobre la elección de un personero, o el remate de un abasto en una villa aislada y desconocida, como resoluciones generales que vivificasen las provincias; que resonasen continuamente como propuestas y consultas de saludables mejoras en el actual sistema de administración pública a impulso de las luces y el zelo; y que en fin se abrazase en ellos por principios un sistema fijo de unidad, y se obrase siempre teniéndole a la vista.

Hoy nos es dado realizar este saludable deseo para bien general de Extremadura. Contemplemos por un momento esta ilustre provincia mayorazgo de nuestra ignominia o nuestra gloria; esta provincia nueva en todo, permitid que lo diga, y encomendada a nuestras manos. Donde quiera que las volvamos, que tendamos la vista, podremos arrancar un mal y sembrar al punto un bien. ¡Su población cuán pequeña es! ¡cuán desacomodada con la que puede y debe mantener! Montes y malezas espantosas ocupan terrenos preciosos y estendidos, que nos están clamando por brazos y semillas, para ostentar con ellas su natural feracidad, y alimentar millares de nuevos pobladores. Sus fértiles valles y llanuras esperan en acequias las aguas y el caudal inútil de los ríos que le son de daño en vez de fecundarlos: sus inmensos baldíos repartimientos y labores: sus famosos ganados libertad en sus nativos pastos: sus pobres tragineros nos claman por caminos cómodos para el comercio y salida de sus abundosas producciones. Las madres de familia nos piden labores sencillas para sus hijas inocentes; los ricos hacendados luces, métodos, dirección con que mejorar el cultivo y establecer industrias; la primera edad escuelas y educación; la juventud estudios y colegios; los delincuentes de uno y otro sexo casas de corrección, que uniendo la seguridad a la salud, enmienden su corazón estraviado, y los conviertan en ciudadanos útiles, y todos a una vez justicia y protección.

¡Qué de grandes, de sublimes objetos para despertar en los acuerdos nuestro zelo generoso, ocuparnos sin cesar, y hacer en ellos la felicidad de cuatrocientas y cincuenta mil almas que todas se convierten a nosotros y nos la piden! Cuatrocientas y cincuenta mil almas esperan de nosotros su felicidad; vedlas sino rodearnos, fijar en nosotros los ojos, bendecir este día como el día de la justicia y el colmo de sus esperanzas, y entre aclamaciones y lágrimas, tendidas las manos, esclamar y decirnos:

«Alcaldes del crimen, Ministros del rigor y la clemencia, unid en vuestros juicios la humanidad a la justicia; cerrad los oídos a la delación, y con ella a las venganzas y la división de las familias; que mejor, es cierto, dejar alguna vez un esceso olvidado, que abrir a la calumnia esta terrible puerta, y envolverá un inocente en las dudas crueles de un juicio, fatal siempre por sus vejaciones y amarguras; mirad como propio el honor sagrado de las familias; vez que gobernáis un pueblo honrado y generoso. ¡Ah! jamás infaméis ninguno de sus hijos, jamás uséis en él de esta terrible pena. Velad como padres sobre los pobres presos; respetad mucho su libertad, puesto que la ley olvida al inocente; ocupadlos en esas cárceles, y les aliviaréis, distraída su imaginación asustada, gran parte de sus penalidades; sed tan exactos, tan diligentes, tan compasivos con su miseria, como la justicia desea, y clama la humanidad a las almas generosas; no les dilatéis vuestros tremendos oráculos; ved que padecen, que luchan entre las ansias de la incertidumbre, que gimen y suspiran acaso en un profundo calabozo, donde nada oyen sino otros suspiros y el son de las prisiones de sus compañeros; y nunca, nunca os olvidéis al juzgar sus criminales estravíos, de que son hermanos vuestros, de que son infelices, de que acaso una fatalidad desgraciada los hizo delincuentes.

»Oidores, acordaos que debéis a las partes justicia con prontitud; que muchas veces es la dilación peor que una sentencia, y que acaso una familia carece de pan por vuestras criminales detenciones; que los campos os piden brazos, la industria y las artes obreros, las viudas y los huérfanos amparo, y todos a la par justicia y felicidad. Armaos de constancia y noble firmeza para combatir errores y lidiar continuo contra el poder y la opinión: la santa justicia y vuestra generosa conciencia os sostendrán en vuestros dignos pasos, y las generaciones venideras os colmarán de bendiciones. Lejos de vosotros la timidez y la desidia: lejos también la elación y la indigna aspereza: sufrid y sed afables: ved que si nos negáis el agrado, ya faltáis a lo que nos debéis, y os desautorizáis a nuestros ojos grosera y torpemente.

»Y tú, Ministro único, que reúnes en ti la mejor parte de los arduos afanes de tus ilustres compañeros, abogado del público, órgano de la ley, y centinela incorruptible entre el pueblo y el Soberano para mantener en igualdad sus mutuos derechos y obligaciones, considera por un momento lo mucho que de ti se espera en este día, y tus inmensos y gloriosos deberes: que tú eres como el alma de todo Tribunal, que le da, cual le agrada, movimiento y dirección; y debes ser en este tan imparcial, tan profundamente sabio, tan providente, tan desinteresado, tan activo, como la misma ley que representas; que el Magistrado colocado en la primera silla, siguiendo con ardor los comunes ejemplos, animado de vuestra presencia, conducido con vuestras luces, completará dichoso vuestra sublime obra, y no desmerecerá por su zelo el alto lugar en que está colocado, y las felices esperanzas que de él tenemos concebidas.

»Padres del pueblo, padres, otra vez, escogidos por el buen Rey que nos gobierna para que labréis nuestro bien, trabajad con generoso ardor, trabajad día y noche para la común utilidad; contemplad que debéis a la Nación y a la posteridad un grande ejemplo; que Carlos, que Luisa, los augustos Monarcas de Castilla, os han encomendado la ilustre provincia que venís a gobernar; que os envían a ella como ángeles de paz y de felicidad; que os la encomendaron con la humanidad de Borbones, con la ternura de verdaderos padres; y que en sus bocas, en sus benignos ojos, en sus Reales semblantes brillaba entonces el sublime y ardiente deseo de la común felicidad88. Trabajad pues, y llenad sus dignas esperanzas, las de la patria, las de la humanidad; y que todos vuestros pasos, vuestros deseos, solicitudes, pensamientos, los guíen a una la sabiduría y la justicia.

»¡Ah! si alguno de vosotros (lo que Dios no permita) intentase hacer las leyes esclavas de su iniquidad: si las doblase al favor, las vendiese al sórdido interes, perezca al punto, perezca, y vea en todas partes la presencia de un Dios vengador que le increpe sus torcidos juicios. Su posteridad desgraciada no halle ni pan ni abrigo entre los hombres, y beban sus hijos hasta las mismas heces del cáliz de amargura que hizo beber a la inocencia con sus prevaricaciones. Y mientras que gozan sus ilustres compañeros, ya sentados en esas altas sillas, ya en el dulce retiro de sus casas los inefables consuelos y alegrías que dan a un corazón puro los santos deberes de la virtud cumplidos, agitando él día y noche de su triste conciencia y de las furias infernales, busque el reposo y no le halle, y vea a todas horas en derredor de sí las familias asoladas por su iniquidad, esta provincia arrodillada hoy a sus pies, y ofendida de sus concusiones, la Nación a quien burló en sus gloriosas esperanzas, y la imparcial posteridad que le condena a eterna execración, colmarle de imprecaciones, y borrar su infame nombre de entre los ilustres, los justos, los sabios, los inmorales fundadores de la nueva Audiencia de Extremadura.»




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Fragmentos de un discurso sobre la mendiguez

Dirigido a un Ministro en el año de 1802 desde la ciudad de Zamora, con ocasión de darle gracias por haber conseguido de él una orden para que fueran admitidos en aquel Hospicio diez niños desvalidos que había recogido el autor.


Tales como estos, á quien dicen en latín validos mendicantes, de que non viene ningún pro á la tierra, que non tan solamente fuesen echados de ella, mas aun que si seyendo sanos de sus miembros pidiesen por Dios, que non les diesen limonsna porque escarmentasen et tornasen á facer bien viviendo de su trabajo.


Ley 4, tít. 20, Partida VIII.                



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Del estado de nuestros Hospicios

No es mi ánimo examinar aquí el actual régimen de nuestros Hospicios y Casas de Misericordia, o sus imperfecciones y reformas; ni el hacerlo dignamente sería para lo breve de este papel. El Gobierno tiene encomendado este trabajo a una Junta de personas zelosas e ilustradas, que lo desempeñará dignamente, y con los datos y noticias que yo no puedo tener en mi retiro. Pero tampoco me es posible dejar de observar, aunque de paso, que estos establecimientos píos, erigidos en distintos tiempos, por distintas personas, de distintas ideas, y con principios y miras diferentes, no tienen entre sí el sistema de unidad que deberían tener para poder obrar con más actividad, y producir así más abundantes frutos: que sus constituciones han sido por lo común obra de la medianía, por no decir más, en la ciencia económica, encerrando en sí propias principios y máximas que o los atrasan o destruyen: que apenas hay uno donde estén recibidos los ahorros en el fuego y las comidas, que tan conocidos son ya como de uso general en estos establecimientos por otros países, desdeñando como una novedad estrangera hasta el saludable descubrimiento de la vacunación, que consumen buena parte de sus rentas en gastos de administración, que pudieran evitar con otro sistema: que los más se rigen con un gobierno misterioso, concentrado en pocas manos, y espuesto a variar a cada paso según las opiniones o caprichos del Director que los maneja, sin que el público sepa por noticias y estados impresos la inversión de sus copiosas rentas, los pobres que mantienen, los socorros que les dan, las enseñanzas que proporcionan, los auxilios que ofrecen &c. &c.: que reducidos, como por lo común están, a dar sólo ocupación a los brazos que encierran, no hacen el principal bien que debieran hacer, despertando la aplicación en la clase general del pueblo para enriquecerlo y ocuparlo: que empeñados muchos en establecer fábricas, y trabajar las primeras materias hasta el último punto de su perfección, no han alcanzado esta, y se han llegado a ver con todos los embarazos y quiebras que traen siempre consigo las fábricas dirigidas por asalariados y no por sus mismos dueños: que como la Nación no ha conocido bien sus utilidades y trascendencia general, porque no se ha cuidado de hacérselas ver, llamando su atención hacia este punto tan poco conocido, aunque tan importante, tienen o indiferente o contra sí a la opinión, sin la cual ningún establecimiento público prospera: que no estando fiada su dirección a juntas de personas distinguidas, zelosas e ilustradas que velasen sin cesar sobre ellos, su régimen por lo común es duro y como abandonado a manos subalternas, a quienes mueve a obrar el interés, no el zelo, de lo cual resulta en mucha parte el odio con que se los mira por los pobres &c. &c.

Dese pues a los Hospicios un plan uniforme de ejercicios y administración, puesto que todos tienen un mismo fin, unos mismos individuos y unos mismos medios de emplearlos con utilidad: diríjanlos en las provincias Juntas de eclesiásticos y caballeros presididas por los RR. Obispos, en quienes se sepa inspirar el zelo, la constancia y los trabajos, y el patriotismo indispensable para tan grande empresa: sépaselas llenar, y hacer como natural en ellas el espíritu y las máximas que habrán de seguir en adelante sin alteraciones ni mudanzas: correspóndase estas Juntas entre sí para auxiliarse mutuamente, y con otra general que las ilustre, las dirija, y mantenga en todas un mismo espíritu: tengan unas constituciones uniformes tan bien meditadas, tan circunstanciadas y claras, que ellas mismas enseñen los principios de este ramo económico tan poco cultivado entre nosotros: publíquense anualmente, a lo menos, estados escasos y bien clasificados de sus operaciones y trabajos, pobres que han mantenido, rentas que gozan, auxilios esteriores que han dado &c. &c., para ganar con ello la opinión general: reciban como deben indistintamente al anciano inútil, al estropeado, al niño, a cualquiera miserable que implore sus socorros, puesto que todos tienen a ellos unos mismos derechos, y que además en un buen sistema de trabajos cada individuo produce sus consumos: arreglen en sus gastos las economías de que son capaces, con cocinas, sopas económicas, y otros ahorros: tengan en abundancia las primeras materias para ocupar a cuantos se las pidan: multipliquen mucho sus enseñanzas a fin de hacerlas generales a las varias clases del pueblo, medio seguro y fácil de aminorar sus pobres: despierten al interés y la codicia dando una parte de la utilidad del trabajo al mismo que la gana para su establecimiento en la salida: traten con toda humanidad y miramientos a los niños y ancianos que tan dignos son de compasión en su edad y abandono: interesen en su favor al clero, y suenen con frecuencia en los púlpitos y el confesionario sus indecibles utilidades, y cuán gratos son por ellas sus bienhechores al estado y la Religión, que tanto recomiendan la claridad y la beneficencia: sean casas verdaderamente de piedad y enseñanza, y no de rutina y tiranía: tengan cuantos le sean posibles de sus empleos en manos del zelo gratuito, y no del interés asalariado &. &c; y nuestros Hospicios que tan ricos son ahora y tanto más entonces lo serían por medio de sus mismas ganancias, de questas y limosnas, se aumentarán en las provincias, y amados, respetados de todos, producirán sin duda los grandes bienes que les son propios y desean de ellos la caridad y el patriotismo, que tan imperiosamente está pidiendo nuestra dolorosa situación.




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Corrupción moral y embrutecimiento de los mendigos

No pueden concebirse por un alma honesta, ni por más que se diga ponderarse bien el envilecimiento, la torpe corrupción, el olvido de todos los deberes, el embrutecimiento en fin en que estaciase de hombres vive generalmente. Sin patria, sin residencia fija, sin consideración ni miramiento alguno, sin freno de ninguna autoridad, mudando de domicilio según su antojo, y en la más completa libertad, o más bien insubordinación e independencia, ni son vecinos de pueblo alguno, ni súbditos de ninguna autoridad, ni profesan la religión sino en el nombre, ni conocen párroco propio que los instruya en ella, ni nunca en fin se los verá en un templo oyendo una misa, ni en una devoción. Su vida miserable y vaga los exime de todo. Dados al vino y a un asqueroso desaseo, y durmiendo en pajares y cuadras mezclados y revueltos unos con otros, no conocen la honestidad ni la decenia, y borradas del todo las santas impresiones del pudor, se dan sin reparo a los desórdenes más feos. De este estado de entera independencia y envilecimiento nacen precisamente la degradación de alma, y el abandono brutal con que se entregan a todos los vicios. De la mendiguez a la ratería y el robo no hay sino un paso, y otro del robo hasta el suplicio: ¿y cuántos no han parado en él o en los presidios que tuvieron su aprendizaje de mendigos? Los hijos toman de los padres esta vida corrompida y libre, y con ella la inmoralidad y la mentira. Y además de muchos inocentes a quienes la horfandad o la miseria arrastra o fija en ella, el empleo de los primeros contagia y precipita al pueblo, por sí mismo incapaz de ver su infeliz paradero, y que sin un freno poderoso será en muy pocos años un pueblo de pordioseros y vagabundos. De aquí el envilecimiento y deshonor de la nación, y su despoblación y su pobreza. Y ciertamente ¿qué deberá pensarse de nosotros al verse por todas partes estas cuadrillas de vagos andrajosos, que con sus alaridos, su palidez, sus importunidades nos persiguen sin cesar, golpean continuamente nuestros cerrojos, y en ninguna parte nos dejan respirar? ¿quién no tachará de insuficientes nuestra policía y nuestras leyes, que ven este mal y olvidan remediarlo, o por su debilidad no lo pueden hacer? ¿a quién no chocará el contraste monstruoso entre tanta lacería y nuestro carácter benéfico y pundonoroso, nuestra caridad y tanta desnudez? ¿O quién no creerá ver sobre un mismo suelo dos diferentes pueblos, uno de ciudadanos, y otro de siervos degradados? ¿quién en fin no se avergonzaría de tener en su casa, de ver en ella a todas horas un solo ser tan miserable? su presencia bastaría a dar a todos una tan infeliz cuan justa idea de ningún decoro, errada economía y degradación de carácter y sentimientos del primero, por más lucido y decente que se le viese. Lo mismo pues deberá pensarse de la gran familia, si prontamente no se remedia este gravísimo desorden: el interés y el honor nacional clamarán sin cesar por tan saludable providencia.




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La mendiguez reprobada por la religión, la moral y las leyes: los que las favorecen, malos ciudadanos

No es ciertamente una dureza de carácter, sino el íntimo convencimiento el que me ha inflamado en estos versos. La veneración religiosa y el amor santo que inspira el Evangelio hacia la verdadera pobreza, o más bien desapego de los bienes y riqueza de este mundo, trasladado sin razón a la mendiguez, ha sido causa de que esta no se mire cual debe, como una consecuencia necesaria de la holgazanería o el desarreglo, un estorbo a la virtud y muchas buenas obras; y origen, como dice un Padre (San Clemente Alexandrino), de muchas tentaciones violentas, corrupción, injusticias, vilezas y despechos. A no ser en rarísimos casos el mendigo es siempre un hombre sin economía ni conducta, que ha disipado en vicios cuanto ganó; que no ha sabido educar cristianamente a sus hijos para que le amparen en su vejez; que en el curso de su vida y el buen tiempo de sus trabajos nada ha podido ahorrar, ni hacerse con un amigo, un protector, con nadie en fin que le ayude en sus necesidades. ¿Y este tal hombre no lleva dignamente su merecido en su mismo abandono? ¿no es bien acreedor al desprecio general, y aun a la execración? ¿y este tal, precisado a vivir de los auxilios de todos, colgado como un siervo de su mano y de su caridad, no será vil por sus desarreglos anteriores y estado actual? ¿es este acaso el pobre del evangelio y de la religión que tan estrechamente encargan el trabajo, y hacen de él una ley al hombre pecador? Así pues, las máximas de que el pobre es una imagen viva del Redentor; la pobreza Dios la amó; pobre de Jesucristo; pobre, pero honrado, aplicadas a la mendiguez por la ignorancia o una caridad irreflexiva, la fomentan, la canonizan, y producen en la sociedad las consecuencias más fatales. Sépase que la mendiguez es ociosa, disipada, inmoral, y opuesta por lo mismo a las santas máximas del cristianismo: sépase que éste no solo recomienda el trabajo como un remedio contra las tentaciones compañeras del ocio, sino que lo manda rigurosamente como una pena de nuestra corrupción: sépase que la mendiguez es una plaga de la sociedad que la degrada y la destruye, y que el que la autoriza con sus limosnas indiscretas es un mal ciudadano, que trabaja sin saberlo en la corrupción física y moral de sus semejantes, y con cada cuarto que reparte sanciona un vicio, y tal vez un delito: sépase que estamos obligados a distribuirlas con discreción y conocimiento, si las queremos dar según la razón y el evangelio, para no contrariar las providencias generales del Gobierno, ni hacer de una obra tan útil como santa una acción de primera impresión, indeliberada y maquinal; para no robárselas con nuestro descuido al verdadero necesitado repartiéndolas entre borrachos y perdidos; para ser en fin hombres cuyas obras deben siempre dirigirse por la razón y la prudencia, en una que tanto ennoblece y honra la humanidad; sépase todo esto; predíquense continuamente estas saludables verdades; apóyenlas la autoridad venerable y la persuasiva elocuencia; háganlas asunto de sus zelosas pastorales los RR. Obispos; sanciónenlas las leyes que tanto claman contra la mendiguez y la vagancia, siendo inflexibles en perseguirla y castigarla, y la opinión tomará sin duda la feliz dirección que se desea sobre este importantísimo objeto.

Imitemos, si deseamos alcanzarlo, la sabiduría y el rigor que animaron a muchos pueblos antiguos, que llenos de humanidad, como lo demuestran bien los restos venerables de sus instituciones, pero no menos de prudencia y política, castigaron hasta con la pena de muerte la vagabunda mendiguez. Así Herodoto dice que se hacía en Egipto89, aquella ilustre cuna no menos de las ciencias que de la civilidad y la cultura, y Tácito entre los antiguos Alemanes, con quienes, según él, eran de más valor las buenas costumbres que en otros países las mejores leyes90. Desterrémosla de nuestro suelo, y declarémosla infame con las céleres repúblicas de Lacedemonia y Atenas91: condenémosla a trabajos públicos, como lo hacían en Roma sus Censores, o a esclavitud perpetua, cual sus Emperadores lo mandaron después92 ; porque según dice una de sus leyes, potius expedit inertes fame perire, quam in ignavia fovere: vedemos rigurosamente la limosna indiscreta de puerta y calle, cebo de la pereza, cual lo son los cadáveres de las aves de rapiña, y causa necesaria de mil funestos males; penetrémonos bien de la obligación santa del trabajo en todos los estados desde el más humilde o más pobre al más encumbrado y opulento, para evitar el tedio que nos roe y consume en la inercia del ocio, y no chocar contra las miras próvidas de la naturaleza que en las fuerzas mismas y activa inquietud de que nos dota, nos indica bien claro la necesidad de emplearlas; conozcamos en fin que el no contribuir a la sociedad en que vivimos con un equivalente de trabajo a la subsistencia y auxilios que nos da, es lo mismo que cargarlos injustamente sobre el hombro de las clases laboriosas, abrumarlas con este nuevo peso, y robándoles su tiempo y sus fatigas vivir con ignominia de su sudor; y que por último el alimentar a un vagabundo por una compasión mal acordada, tampoco se distingue a los ojos de la sana razón y la política de tener como asalariado a un malhechor, que vive a costa de los pasageros que despoja: conozcamos en toda su estensión estos ciertísimos principios; y vuelvo a repetirlo, la opinión pública se mudará por ellos, y veremos al cabo reformado uno de nuestros desórdenes más trascendentales.




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Enfermedades de la mendiguez, y riesgo inminente de contagios en que por ella estamos

La falta de horas y arreglo en las comidas, los alimentos mal preparados, el inconcebible desaseo en que los mendigos viven plagados de insectos y lacería, el ocio continuo que los entorpece y debilita, el uso inmoderado del vino, el dormir sin desnudarse y por el suelo en piezas mal ventiladas, unos sobre otros acinados, su abandono en curarse hasta que los males y su incuria los tienen ya postrados, la inercia y el letargo de sus facultades mentales, su corrupción moral, el hábito en fin entero de su vida mantiene a los pordioseros en un estado de fuerzas degradadas, o más bien de enfermedad habitual, conocida por el nombre de fiebre de cárceles y hospitales, que su amarillez, su aspecto estenuado, su dificultad en el movimiento y acción, el fetor de su aliento, su postración, su canicie y vejez anticipadas, manifiestan bastantemente: los niños sobre todo, cuya constitución aún está por formar, y cuya máquina delicada, de una sensibilidad más esquisita, necesita de más cuidado y precauciones para robustecerse, son los que más padecen, y en quienes se ven más palpables los síntomas horribles de esta degradación: tendidos por las calles y plazas, comiendo indistintamente cuando les viene a la mano, durmiendo ya al sereno, ya al sol sin abrigo ni reparo alguno, incapaces de cuidar de sí, ni conocer por sí lo que puede dañarlos, sin resolución para acogerse al hospital cuando se ven enfermos, o no siéndoles fácil su admisión, ni sabiendo solicitarla como los mendigos adultos, no guardando por último ni orden ni regla sobre nada en su absoluta imprevisión y pueril ignorancia, estas criaturas son en mi juicio los seres más miserables que viven sobre la haz de la tierra.

El animal desde que abre los ojos a la luz, o puede existir por sí solo, y tiene a su alcance cuanto le conviene y necesita, o encuentra seguro abrigo en la teta y solicitud de los autores de su vida, a quienes dio naturaleza un indecible amor hacia sus pequeñuelos, que jamás se desmiente en alimentarlos y cuidarlos. No así estos infelices, cuyos bárbaros padres o los abandonan sin piedad, o los dejan vagar desnudos y hambrientos por las calles, expuestos día y noche a los mayores riesgos y a todo el rigor de las estaciones y los tiempos, o haciendo con ellos una especulación aún más impía, los obligan a que los traigan a la noche una cierta limosna, los pellizcan y hacen llorar, y aun llegan hasta el horror de estropearlos para que esciten más la compasión, y los castigan crudamente si no se prestan bien a tan infames arterías. Yo he visto con dolor a muchos que parecían cadáveres y en una verdadera consunción, en que muy luego debieron perecer; muchos se hallaron muertos por las calles y plazas o en los caminos públicos; a otros que recogiera la caridad y el zelo, no ha sido posible reponerlos de su desgraciada postración; han fenecido como los demás; y una generación entera de inocentes va sin remedio a desaparecer para la humanidad y el Estado, si no se ocurre pronta y eficazmente a salvarla de su inmatura destrucción. Este mal, gravísimo ya en sí, es mucho más en el día por su trascendencia y relaciones. La guerra y los contagios han asolado en pocos años una gran parte de nuestra población; la industria por uno y otro está desalentada, y la agricultura sin obreros; sin brazos trabajadores no hay ni riquezas ni poder, y sin ellos ni fuerzas, ni consideración política, ni felicidad interior. Necesitamos pues atender con mucho más cuidado que en las épocas de felicidad a los brazos y la escasa juventud que nos queda, para salvarla y hacerla laboriosa con nuestra diligencia. De poco o nada servirán las acertadas cuando severas medidas que el Gobierno no cesa de tomar para cortar y acabar con los males que han afligido a las Andalucías, los cordones de tropas y lazaretos con que se las ciñe, ni las guardias de sanidad que en las provincias velan para salvarnos de su contagio: en nuestras ciudades, en sus plazas y calles, en los templos santos, a nuestras mismas puertas respiramos el virus pestilencial que nos ha de acabar.

Las muchas fiebres pútridas, nerviosas, y miliares malignas que tanto han reinado cuasi generalmente, las petequiales, las intermitentes rebeldes a todos los remedios, las disenterías, las enfermedades cutáneas, y generalmente todas las asténicas o de debilidad, son necesario efecto de la mendiguez enfermiza, desaseada, mal alimentada, y de su ociosidad y abatimiento. La atmósfera pestilencial que la rodea corre de calle en calle, y de una en otra casa con el pordiosero que la exhala. Yo mismo he comprobado esta peligrosa observación en varios mendigos, cuya lacería y desnudez causaban en el ánimo una impresión horrible, y cuyo insufrible fetor se percibía aun a cuatro y seis pasos: ¿qué será pues de las plazas y cuadras donde duermen y se abrigan ranchos enteros? ¿y cuánto no aventura la salud pública en no ocurrir a remediarlo prontamente? ¿hay uno siquiera de entre nosotros a quien no amenaza el daño por igual? El poderoso y el que no lo es, el eclesiástico y el seglar, el retirado y el hombre de negocios, todos deben temblar y estremecerse.

Así es que las fiebres y males que tanto afligieron a Valladolid el año pasado, empezaron por la plaza mayor, donde los mendigos se guarecían: otro tanto creo haber sucedido en Zaragoza y otras ciudades: en esta, en Salamanca, y donde se acordó el recogerlos, a fin de poderlos cuidar con más esmero, y hacerlos, si era posible, laboriosos, fue sin embargo indispensable darles luego libertad, por el justo y recelo de un contagio. Dos de los tres cocineros regulares que aquí les distribuyeran la sopa que por la junta de beneficencia se les daba, el capellán que los dirigía, y dos criados, murieron bien presto de fiebre pútrida, víctimas sin duda de tan piadosa obra. Y yo mismo que reparto ahora una limosna de pan y dinero a varias parroquias como individuo de la junta, a pesar de las mayores precauciones, me siento envuelto al darla en esta masa de aire pestilencial y fétida que la mendiguez lleva consigo, y embarga y debilita mi respiración: mi espíritu se abate y entristece cercado de tanto miserable estenuado y lleno de lacería, y he temblado más de una vez por mi salud. Reflexionemos pues maduramente sobre un objeto de tan alta importancia, de tantas relaciones; recordemos lo que han padecido por no hacerlo así ciudades y aun provincias enteras; veamos bien lo que nos amenaza para poderlo en tiempo precaver; interpele y consulte sobre ello a la medicina y la esperiencia la autoridad pública, y temblemos ella y nosotros de su triste cuanto cierta respuesta.




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El interés, la codicia, el espíritu de adquisición, móvil poderoso del trabajo, y necesario en las sociedades

Lo que es para las artes y las ciencias en la carrera de las grandes acciones, y con las almas elevadas que anhelan por la gloria, la noble emulación, es el interés, el deseo de adquirir, o si se quiere más, el espíritu de codicia y grangería en las artes mecánicas, los trabajos del campo, y otros ejercicios comunes para la masa general del pueblo, incapaz por falta de principios y una educación liberal, de fijar en la reputación la recompensa de sus tareas. La sociedad no menos necesita del primero que del segundo de estos móviles para su riqueza y esplendor. Llena con ellos de fuerza y esperanzas, todo lo intenta y todo lo consigue; y sin ellos inanimada, inerte, o es ninguna su acción, o en su desaliento y fuerzas débiles el más pequeño estorbo basta a detenerla. Móviles ambos inherentes a la naturaleza, y de un impulso universal para cuantas empresas y trabajos puede el hombre atreverse; porque sin ellos ni el sabio se elevaría en sus meditaciones en pos de la verdad, cerrado en su gabinete entre sus libros y privado de mil honestos goces; ni arrostraría el labrador por todo el año la aspereza del tiempo y de las estaciones, solicitando con su afán la feracidad del campo que cultiva; ni el navegante se abandonaría a sí y a su fortuna a la inconstancia de las olas; ni el tejedor o fabricante viviría como encajonado en su telar, o prisionero en su fábrica. A todos los aguija, los impele y domina en sus trabajos la emulación o la codicia, sin que de esta ley general, que en vano desconocen el entusiasmo exaltado y la encogida timidez, se libren en sus obras ni aun aquellos mismos que más la vituperan, ni le puedan nada sustituir que en la práctica y el común de los hombres produzca un resultado tan útil ni durable.

Lo que importa pues a la moral y la legislación es dirigir bien una y otra pasión; unir estrechamente al interés privado al bien universal; confundirlos, identificarlos entre sí, estorbar que la antorcha del genio que debe iluminar no se convierta en tea abrasadora; que el saludable anhelo de distinguirse y verse celebrado no siga la funesta ambición, que todo lo trastorna y abate, para dominar sola sobre cadáveres y ruinas; y que en fin el espíritu de adquisición y de codicia no degenere en una pasión exclusiva, sórdida, vilmente interesada, que subyugue el corazón, y absorba en sí todos sus sentimientos y aficciones. Mas no porque estos vicios los marque la moral por tan dañosos como torpes, será menos cierto que su primer origen es noble y provechoso; así como las aguas de una fuente por más que las enturbie la bestia que las bebe, o las llene de su veneno el réptil inmundo que en ella habita, no dejan por eso de manar cristalinas y puras.

Sentada esta verdad, y al ver por otra parte la insensibilidad, el general letargo, el abandono de su propio interés en las clases trabajadoras, ¿no sería bien digno del Gobierno el proponer al zelo ilustrado de las academias y cuerpos patrióticos la solución del problema siguiente?

«¿Qué causas han apagado en el corazón del pueblo el deseo natural de trabajar para ganar, y de adquirir para después gozar? ¿por qué medio podría eficazmente reanimarse? ¿y cómo dirigirlo para hacerlo cuanto ser pudiese ventajoso al bien general de la nación?». Este problema, examinado bien en toda su estensión y con las aplicaciones convenientes, nos daría sin duda mil luces importantes sobre nuestro estado actual, mejoras saludables que pudieran hacerse, y abundantes recursos que tenemos para realizarlas sin gastos del erario.




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Idea de una asociación de caridad para socorro de los pobres

Para hacer de utilidad durable y verdadera el recogimiento y socorro de los pobres, es indispensable que no se limite esta obra a los de la corte y las ciudades. Derramados desde aquella hasta la más humilde aldea, debe estenderse por el suelo español, y abrazar en común a cuantos necesitados y mendigos se hallen por todo él, desde el anciano inútil al huerfanito desvalido, del vagabundo valido, a la joven pordiosera, a la retirada viuda y el aplicado menestral, a quienes un contratiempo, una enfermedad, una familia numerosa interesan en los auxilios de la caridad. La mendiguez de otro modo continuará, se propagará como hasta aquí, y un remedio parcial y limitado obrará poco o nada en un cuerpo dañado en todos sus extremos y de una enfermedad tan pegadiza y contagiosa. No por eso quiero yo decir que a todos se los recoja y encierre, operación inaccesible aun a las diligencias más activas de la autoridad y el poder; pues aunque no nos conste por padrones y estados nacionales el número cierto de todos los pobres, es sin embargo de tantos miles, que ni habría edificios de anchura bastante para ello, ni podría ejecutarse sin gravísimo riesgo de la salud pública, haciéndose con esto mucho más odiosos que lo son los hospicios y casas de piedad donde se recogiesen.

Sería además esta medida injusta y dañosa todo a un tiempo; injusta, porque abrazando a todos el encierro, muchos a quienes una desgracia inculpable o momentánea arrastró a la mendiguez, se verían confundidos con el vagabundo de profesión, digno por ello y sus vicios de perder la libertad; e igualadas en los socorros las necesidades temporales con las duraderas o de por vida, se les quitaría a estas el sobrante que se diese a aquellas. Sería dañosa, porque robaría a los campos y la agricultura muchos brazos útiles que le son propios, y reclaman con preferencia a las artes industriales; y cargadas éstas de repente con tantos millares de operarios, ni tendrían a la vez en que ocuparlos, ni las inmensas anticipaciones de primeras materias que son indispensables, ni sus trabajos la perfección debida puestos en unas manos tan ineptas como desaplicadas, ni en fin por todo ello pronta salida sus muchas producciones; porque sabido es que una fábrica y un ramo de industria no se entablan o perfeccionan en un día, ni con solo quererlo, como se labra un campo, o se planta o desmonta un terreno baldío, sin descender a otros no menos graves perjuicios.

Así que, la operación debería abrazar el socorro no menos que el encierro, y estenderse sin distinción a cuantos implorasen dignamente el primero, o mereciesen el segundo. ¿Y a quién sino a la caridad, al zelo patriótico, al amor profundo del bien universal podría encomendarse una empresa tan vasta, de tantas relaciones, de tan ardua delicadeza en que más que la autoridad debe obrar la prudencia, y más la persuasión que no la fuerza? ¿qué no vemos hacer por tan nobles virtudes en la casa de espósitos, en las cárceles, en la galera de Madrid? ¿o qué hallaron ellas de difícil en cuanto toman a su cargo? Sus empresas se ejecutan y sostienen como por sí propias; porque estos tres agentes dotados de incalculable fuerza, conservan en su acción una actividad y una constancia que crecen como los mismos estorbos, efecto necesario de la convicción íntima y el fervor que los mueve; al paso que el poder, si se irrita al principio con la contradicción o las dificultades, viene al cabo a ceder, o se entibia a lo menos y desmaya, cansados sus agentes de arrostrar el torrente de la oposición.

Por esto tengo para mí, que sólo una asociación de caridad podría ejecutar bien la santa cuan importante obra de recoger y socorrer los pobres: pensamientos que ya tuvo en 1750 el zeloso economista don Bernardo Ward, bajo el nombre de Obra pía, y que debería mejorarse con las muchas luces y principios que hoy enriquecen la ciencia que entonces se formaba. Una asociación que empezase autorizada con lo más ilustre de la corte, contando a su frente y por sus especiales protectores a nuestros augustos Soberanos, y descendiendo hasta los párrocos y personas piadosas y sobradas de los pueblos pequeños; una asociación decorada temporalmente con honores civiles, y santificada con todos los favores y gracias religiosas a que la harían bien acreedora sus santos ejercicios; proclamada por ellos, recomendada, predicada por los ilustrísimos Obispos y sus cooperadores evangélicos como lo más acepta a Jesucristo, más digna de su Iglesia que es toda caridad, y más trascendental al bien de la nación; una asociación, que unida estrechamente por nobles vínculos del amor del prójimo y del Estado, se auxiliase en todos sus trabajos, o ayudase con sus fondos comunes según las necesidades o sus empresas; una asociación que empezase con la importantísima de enterarse y conocer cuantos pordioseros y pobres hay en el reino, desde el vicioso vagabundo al vergonzante oscuro, que se deja morir en su rincón por no sufrir la triste humillación de pedir a su lado; que cuidase de fijar a cada cual en su lugar nativo, de ayudar al necesitado, hacer trabajar al que pudiese, corregir al abandono, alentar a todos, y propagar por todos con premios y fomentos del amor saludable del trabajo, persiguiendo sin cesar al ocio y la pereza; una asociación...: el describir menudamente todos sus encargos y tareas, sería lo propio que pretender hacer en lo abreviado de una nota un prolijo reglamento.

Las bases principales de éste, y de reflexión más atenta para el que le formase deberían ser:

Alistar, distribuir y clasificar a los pobres y necesitados de todas las provincias, para enterarse bien de su número y cualidades, y distribuir a todos sus limosnas con conocimiento.

Arreglar prolijamente el método y orden de esta distribución, para fijar no menos la cuenta y razón del establecimiento y todos sus ramos o departamentos particulares, que la cuota justa de los auxilios, no dando a cada cual sino lo conveniente.

Recoger en un mismo día todos los pordioseros y vagabundos sin alzar la mano en esta obra para los que se escondan o de nuevo salieren, a fin de destinarlos a los hospicios, o a sus pueblos nativos, según lo merecieren; y velar después cuidadosamente sobre su residencia y ocupación.

Aplicar la anterior providencia con mayor solicitud y vigilancia a la niñez huérfana o desvalida, como más olvidada y miserable, y así más acreedora al cuidado y atenciones de la piedad.

Proporcionar trabajos y primeras materias para todos, y prohibir tras esto severa y justamente la mendiguez y la vagancia, zelando con constancia por registros y rondas generales la exacta ejecución de estos tres puntos importantes.

Prohibir con el mismo rigor toda limosna pública de puerta o calle como semillero de la ociosidad, exhortando a cuantos las dan, particulares o comunidades religiosas, a que las dirijan a la asociación para ayuda y alivio de sus gastos.

Ordenar obradores y casas de trabajo gratuitas, y abrir, dotar y propagar enseñanzas para hacerlas comunes entre el pueblo, y prepararle así nuevos ramos de subsistencia.

Establecer colectas, suscripciones y otros arbitrios voluntarios con que aumentar sus fondos, reuniendo en sí cualesquiera otras cuestas o demandas, y generalmente todas las rentas y obras pías nacionales que tengan por objeto el socorro y auxilio de los pobres.

Formar en las capitales, ciudades y villas principales una Junta compuesta de eclesiásticos y seculares de uno y otro sexo, presidida por los RR. Obispos o sus párrocos, y del magistrado en su falta, en que entren y salgan libremente cualesquiera otras personas honradas, acomodadas y piadosas, que contribuirán con la limosna o suscripción que tuvieren a bien, y por el tiempo de su voluntad.

Estender estas mismas juntas hasta los pueblos más pequeños según sus proporciones; pues en ninguno dejará de hallarse un párroco, un alcalde y un honrado vecino que puedan componerla.

Librarlas de toda etiqueta, y arreglar con claridad el número y funciones de sus miembros, para evitar la confusión o lentitud en sus resoluciones y trabajos.

Hacerlos todos ellos gratuitamente por amor de Dios y de los pobres; cuidar de estos, sanos o enfermos, por comisiones especiales, proveyéndolos de ocupación o socorro cual necesiten, velando sobre su conducta, persiguiendo la mendiguez y la desidia, y castigándolas con rigor.

Encomendarle el cuidado de los hospicios, casas de espósitos y demás de piedad sin excepción alguna, formando sobre este importante ramo y para su instrucción un reglamento especial y bien circunstanciado.

Hacer que las juntas se correspondan entre sí, y con la central de la Corte, sobre todos los objetos de su santo instituto, dando a la nación por semestres en memorias y estados bien espresos una noticia de sus rentas y arbitrios, de sus empresas y ejercicios, de los pobres auxiliados y recojidos, y de cuanto con ellos se haya obrado.

Autorizarlas con la jurisdicción correspondiente para la ejecución de todos sus encargos.

Interesar en su favor, y el de esta grande obra, a la opinión y el espíritu público, procurando ilustrarlos sobre su importancia y utilidad por cuantos medios alcanza la política para formarlos y darles dirección.

Y arreglar, en fin, como el punto mas esencial, el buen recaudo de los fondos y distribución de las limosnas, desde la última junta hasta la central y primera, velando incesantemente sobre el desinterés, la igualdad y pureza de administración en todas ellas.

¿Y a cuántos más objetos no podrían estenderse con el tiempo el zelo y los trabajos de tan ilustre asociación, todos grandes, todos necesarios, análogos todos a su principal instituto? ¿Le sería muy ageno el llevar a la agricultura la mayor parte de estos brazos mendigos? ¿no podría el Gobierno confiarle su utilísimo establecimiento en tantos despoblados y terrenos baldíos como tenemos? ¿plantar muchos millares de árboles que nos hacen falta, y asegurar nuestras cosechas con el riego? ¿no podría ella clasificar mejor los oficios mecánicos, prohibiendo a los hombres la práctica de muchos propios de las mugeres? ¿la cintería, botonería, pasamanería &c., no son de suyo ocupaciones femeniles? ¿no podría solicitar la atención del Ministerio sobre mil puntos importantes, que sus graves cuidados no le dejan notar, siendo bajo su mano un vigilante promotor de mil saludables mejoras? ¿están bien calculadas las ventajas y trascendencia de un establecimiento cual propongo, compuesto de lo más escogido de la nación en luces y virtud, si se alcanzase a inflamar de un zelo ardiente por su felicidad, y entrarle en el camino de los buenos principios administrativos? ¿no podría con ellos?... ¿Pero dónde, se me dirá, hallar empleo para tantos millares como intento ocupar? ¿ni cómo mantenerlos en el atraso y apocamiento en que nos vemos, empeñado el erario, ahogada nuestra industria, y desmayada y pobre la agricultura?

El segundo de estos reparos está de suyo respondido. Puesto que ahora sin que produzcan nada, sin que trabajen ni en nada se ejerciten, viven y se hallan asistidos por la caridad de la nación los millares que tiene de mendigos, mejor precisamente lo estarían apartados unos de tan odiosa profesión, y reducidos por el miedo a una vida civil y laboriosa, y ganando los demás su alimento con un trabajo útil, que aumentase la masa general de la riqueza. La limonsa de la vagancia desidiosa sería entonces el salario de la aplicación.

Si fuerzas parciales divididas, incoherentes, sin sistema de dirección, y abandonadas a su solo impulso pueden obrar tanto como vemos, ¿qué no podrían hacer bajo una sola mano que las aplicase por oportunidad y destreza, economizase su acción y movimiento, y las crease en cierto modo un valor nuevo por un defecto necesario de su íntima unidad y sus combinaciones?

Esto en cuanto al último reparo. Y a quien de buena fe propusiere el primero, yo le replicaría: ¡qué! ¿no ofrecen ocupación los campos y talleres para muchos mas miles? ¿el ejército no se reemplaza con brazos laboriosos robados a las artes y la agricultura? ¿nuestras escuadras están bien tripuladas? ¿nuestros arsenales y puertos no carecen de obreros para sus trabajos? ¿no hay caminos que hacer o reparar o puentes y malos pasos que componer o construir? ¿canales nuevos que abrir? ¿calles por empedrar? ¿edificios públicos que amenazan ruina? ¿Ramos de industria tributarios del estrangero? En una palabra, ¿nada hay que hacer ni trabajar en toda la nación careciendo de tanto? El egoísmo es siempre pusilánime, porque sus ojos jamás ven más allá de su propia conveniencia. Pero déjese este cuidado a la asociación; despiértense y diríjanse bien el zelo y patriotismo de los alumnos; póngansele a la mano los inmensos recursos que tenemos; ilústresela sobre los verdaderos principios económicos, que por desgracia nos ocupan muy poco, dados cual lo estamos a las ciencias lucrativas, y se verán al punto socorridos y ocupados todos los pobres, o empezada a lo menos con felicidad una obra, que su utilidad misma, el tiempo y la esperiencia han de consolidar.

Yo bien sé que esta idea parecerá a los más, por poco meditarla, un proyecto especulativo de inaccesible ejecución; porque la tibieza y la helada circunspección nunca saben salir de las sendas trilladas, aun en los últimos ahogos. Pero en los males apurados deben ser los remedios nuevos y apurados como los mismos males; y este que nos aflije es gravísimo y de urgente reparación. Tenemos además en nuestra historia consignados los saludables frutos que en otras edades produjeron las santas hermandades, formadas en tiempos de guerras y discordias para asegurar los caminos y limpiarlos de bandoleros. ¡Y qué! ¿fueron más fáciles o de menos trabajo sus empresas que las de la asociación que propongo? Tenemos el ejemplo de otras corporaciones que se han propagado y llenado sus fines, aunque no menos arduos por su solo fervor, y sin auxilios ni protección alguna: ¡y qué! ¿no habrán de poder nada la autoridad, el zelo, las luces, la nobleza ayudándose hermanadas en la nuestra? ¿habremos perdido enteramente el espíritu público, la pasión del bien, el amor nacional, estas nobles virtudes, alma de los cuerpos políticos, sin las cuales nada se adelanta ni prospera? ¿y no habrá ningún medio de poder recobrarlas, de darles el impulso y estensión con que en otros países las admiramos? Probémoslo a lo menos en esta santa empresa: su necesidad e indecibles provechos nos lo están persuadiendo, y aun pudiera decir que nos lo mandan imperiosamente; hágase la esperiencia en alguna de nuestras provincias; medítese bien antes el plan y todos los trabajos del ensayo; gánese en ella la opinión con el desinterés y la imparcialidad; y si los efectos y el fruto se vieren convenir a la esperanza, entáblase luego por toda la nación, y nos veremos libres de la plaga de ociosos y mendigos que nos contagia y nos devora.




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Establecimientos estrangeros en beneficio de los pobres

Por la desigualdad natural de fuerzas físicas, de inteligencia y previsión, de circunstancias y de acasos que hay siempre de hombre a hombre, son la pobreza y la riqueza efectos necesarios de su estado social; sin que las teorías sobre la igualdad de fortunas, que ideó el entusiasmo o la filosofía, sea otra cosa que unos sueños brillantes. Aun parece que por otra ley precisa del mismo estado crece la pobreza cual su opulencia y esplendor, porque entonces la inmensa reunión de propiedades, la falta de ésta en las clases laboriosas, el infinito número de los que las componen, la desproporción de sus jornales a sus necesidades, el asceso en las clases infructíferas, el lujo devorador, los tributos, la corrupción, las falsas ideas &c. &c., obrando más poderosamente que en las pequeñas sociedades, dividen la nación opulenta como en dos secciones; una, de los que gozan aun más de lo superfluo, y otra, de los que anhelan aun por lo necesario. Una enfermedad o muerte anticipada, una numerosa familia, la falta de trabajo, cualquiera accidente desgraciado, pone a estos últimos en la miseria, y arastra a la mendiguez. Así lo vemos en todos los países que abrumados con la pesada carga de sus pobres, aun aquellos mismos donde los medios de vivir son más fáciles, y su industria más perfecta y varia, se hallan precisados a descender de sus grandes ideas de gloria y de fortuna para atenderá esta terrible plaga, y pensar en el remedio de un número inmenso de sus hijos abandonados y miserables. Los hospicios, las casas de trabajo y educación, los bancos de ahorros, las bolsas de beneficencia, y otros muchos arbitrios, han sido establecidos en todas las naciones para tan digno objeto; y cien escritores filántropos han calculado ya sus ventajas y perjuicios en Francia, Holanda, Inglaterra, y en nuestro propio suelo, que acaso se podrá gloriar de haber sido el primero a quien llevó la atención en la preciosa obra Socorro de pobres del juicioso Luis Vives. Los franceses en el siglo que acabó han trabajado mucho y lograron escelentes establecimientos, que el genio de la revolución echó por tierra, y se afanan hoy en reparar. No les ceden en esto, si es que no les llevan ventajas, los Holandeses; y aun mayores y más antiguos son los esfuerzos de Inglaterra, donde hace cuasi tres siglos que ya se gravó al pueblo con una contribución para los pobres; donde tienen estos sus inspectores especiales en todas las parroquias que cuidan de su alivio, y donde los establecimientos de piedad son tantos y tan ricos como sabiamente administrados. También nosotros los tenemos, aunque no tan numerosos como debieran ser, ni regidos con el orden y sistema que les son necesarios para que den todo su fruto, como lo anhelan los ilustrados patriotas. Pero nada se puede comparar con la casa de industria de Munich, obra del célebre Rumford, este genio benéfico, a quien tanto debe la desvalida humanidad, y cuyos escritos inmortales son el breviario de los economistas en este importante ramo.




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Tenemos grandes medios para socorrer la pobreza; pero sola una mano firme y poderosa los puede hacer valer

Si son la pobreza y la miseria indispensables elementos del estado social, al Gobierno, depositario de su felicidad y su armonía, y fiel intérprete de las voluntades particulares, toca de justicia la santa obligación de velar sobre los infelices, y ser tutor y padre en sus necesidades. Debe a este fin poner en ejercicio cuantos medios y alivios le inspiren su amor y su prudencia, para igualar en lo posible la suerte de sus hijos y reparar los daños necesarios que la sociedad les ha causado. Con esto equilibra en cierto modo el bien y el mal de todos los estados, manteniendo ileso el orden inviolable de la propiedad, y dando su bienhechora mano al infortunio que la implora. ¿Y qué nación tiene en su arbitrio ni tantos medios ni tan abundantes de socorrerlo como la España? Naturalmente humana, generosa y benéfica, la manía de las fundaciones nos ha dominado de muchos siglos acá, y las dotes a doncellas y limosnas a pobres son de cuasi todas. Apenas hay pueblo considerable, convento, catedral donde no se hallen muchas y cuantiosas con este noble objeto. Los espolios y vacantes, el fondo pío beneficial, el indulto cuadragesimal, y otras contribuciones eclesiásticas, rinden muchos millones; las rentas de los mismos hospicios y casas de piedad, las copiosas limosnas de uno y otro clero, las suscripciones de la nobleza y hacendados, las demandas y cepos de las iglesias, las rifas y otros mil arbitrios, aumentarían este tan rico fondo; y si un rigor templado persiguiese la mendiguez, quedarían los pobres reducidos a muchos menos de una tercera parte, huyendo los vagabundos validos las pena del encierro; aun los primeros se irían disminuyendo progresivamente por un efecto necesario de la misma empresa; y ayudándose en fin con su trabajo para su subsistencia, el coste de todo lo escedería de los copiosos fondos que quedan señalados.

¿Qué falta pues para empezar luego a dar con acierto acabada tan importante operación? Ganar la opinión pública con la imparcialidad y la justicia, y la confianza con el desinterés; ilustrar la nación con buenos escritos sobre su utilidad en este punto; reanimar el patriotismo con protección y honras; dar dirección y unidad a sus recursos y limosnas; meditar un sistema sabio que lo comprenda todo, y más particularmente una mano firme y poderosa que baste a ejecutarlo; una mano paternal y benéfica que temple con la humanidad lo duro de la ley, y sepa unir el espíritu de orden con la moderación, que llore sobre el mendigo aun cuando le castigue; que temporice con sus defectos para remediarlos; que suavize o repare los actos arbitrarios y equivocaciones inevitables de la autoridad; que alcanze a distinguir al infeliz, digno de compasión por sus trabajos y verdaderos contratiempos, del vagabundo ocioso y corrompido; una mano que ponga a un tiempo en movimiento todos los resortes y ruedas de grande máquina, sostenga su acción complicada, dirija sus incertidumbres, y repare sus estravíos con suavidad e inteligencias; una mano a quien sean naturales la conmiseración y la dulzura; que con una bondad reflexiva, unas ideas generales de administración, una pureza de intención, un zelo infatigable, un patriotismo ardiente, esté sobre todo, y vele sobre todo singularmente en los principios... Yo la conozco bien; y ella sola por su poder, su actividad y sus recursos puede hacer a la patria, a la religión y a la desvalida humanidad un servicio tan señalado.







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