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ArribaAbajoTeoría sobre los derechos individuales

(Intervenciones de Moret y Cánovas)


DSC de 14 de julio de 1869


El señor CÁNOVAS DEL CASTILLO: ¿Por qué mi particular amigo el señor Castelar quiere que yo use de la palabra esta tarde? Por más que S. S. interprete erradamente las íntimas confianzas que hay entre los distintos partidos que forman la mayoría de esta Cámara, de la propia suerte que las ha interpretado su amigo político el señor Figueras, como silbidos y movimientos de serpientes, ¿cómo ha podido recordarme a mí esta tarde al hablar de tales y tales silbidos? ¿De qué manera he pretendido yo enroscarme alrededor del cuello del señor Presidente del Consejo de Ministros, estando tan apartado de él y guardando tan largo silencio?

Lo único que yo he solido hasta aquí hacer es callar por altos deberes de patriotismo, y estoy seguro que no hay ningún individuo en esta Cámara, ni puede haberlo fuera, en el país, que no aprecie en su justo valor este silencio que he guardado. El que ha defendido sus principios tantas veces delante de otras Cámaras que no tenían ni el sentimiento ni el amor a la libertad, bien hubiera podido defenderlos delante de esta Cámara, obligada por sus antecedentes, por sus condiciones, por sus deberes, por su representación en el país, a la más grande y extrema tolerancia; bien hubiera podido defender, repito, todas sus opiniones, todas sus convicciones, y todos los actos de su vida pública. Pero yo he dado por justificada mi conducta en esto, por vosotros mismos hasta hoy. No he supuesto que ninguno de vosotros pudiera ignorar, y menos que nadie los que durante muchos años han sido mis leales adversarios políticos en esta Cámara y fuera de esta Cámara, que no tan sólo tengo el valor necesario para defender todos mis actos, todas mis ideas, todas mis convicciones políticas; que no solamente tengo valor para cubrir aquí mi propia responsabilidad con mi palabra y con mi persona, sino también para aceptar la responsabilidad de los actos de la persona que he representando en el poder durante todo el tiempo que con su representación he sido honrado.

Aquí estoy, pues, y he estado siempre, y estaré; ¡no temo que nadie pueda dudarlo! Aquí estoy, digo, con la integridad de mi pasado y de mis convicciones, dispuesto a aceptar cuantos debates aquí haya, y todos los que se crean convenientes al interés público.

A vosotros es, y cuando digo vosotros no me dirijo en este momento a los señores Diputados de la minoría republicana; a vosotros es, señores Diputados de la mayoría, que lealmente sin duda tratáis de hacer el orden, que lealmente tratáis de constituir un Gobierno, que lealmente tratáis de restablecer la paz pública; a vosotros es a quienes hago hoy jueces, y os haré siempre, de la conveniencia o inconveniencia de que yo traiga aquí, acepte aquí, mantenga aquí cierto género de debates retrospectivos. Mientras vosotros conscientemente, claramente, terminantemente, no juzguéis que ha llegado la necesidad política de juzgar mis actos, yo guardaré silencio, como lo he guardado hasta ahora, no obstante las alusiones de la minoría republicana, que en muchos momentos, no en esta tarde por cierto, ha llegado a discutir no tan sólo mis actos, sino hasta mis intenciones; no obstante también tales o cuales palabras que han salido de los bancos de la mayoría, y hasta del mismo banco ministerial, que yo hubiera podido creer que eran ataques a mi persona, a mi política, a mis antecedentes. Porque yo, señores Diputados, prefiero a dar muestras de susceptibilidad innecesaria y estéril, servir siempre que pueda con mi silencio la causa pública.

Lo que me hace interrumpir esa conducta esta tarde, lo que me obliga a apoderarme de la alusión del señor Castelar, para usar en este instante de la palabra, es que dada la solución de la crisis que acaba de tener lugar, dadas las palabras ciertamente elocuentes del señor Presidente del Consejo de Ministros, dada la posición que esta situación ocupan la mayor parte de mis antiguos amigos políticos, me parece que tengo un gran deber de lealtad que cumplir, manifestando que ni mis opiniones cuando las exponga, ni mi silencio cuando le guarde, ni mis votos cuando los dé, nada, en fin, de cuanto yo haga en esta Cámara, desde mi posición y mi punto de vista especial, debe servir para juzgar la actitud ni la conducta de esos mismos antiguos amigos míos, ni dar la menor causa para que se dude de su propia adhesión y lealtad a la situación presente.

Ellos serán fieles a la alianza, puesto que la aceptan, aunque yo haga de mi derecho y de mi posición especial el uso que tenga por conveniente: ellos no darán lugar a que se dude de las intenciones con que están apoyando al Ministerio actual, porque yo sustente opiniones o manifieste tendencias que el Ministerio no admita ni acepte.

Justo es que yo mismo deslinde estas posiciones diferentes para que no haya más confusión en lo sucesivo ni en la Cámara ni en el país. La verdad es que esto nadie que haya seguido con atención la política en los últimos meses podrá ya desconocerlo. He tenido ya el honor de pronunciar delante de esta Cámara un discurso sobre la Constitución que hoy es del Estado, en el cual establecí, con toda claridad que me fue posible, las diferencias de doctrina, verdaderamente trascendentales algunas, que me separan del espíritu de esta mayoría. He votado, no obstante, la totalidad de la Constitución, porque he visto en ella lo que había de más esencial y fundamental, que era la monarquía constitucional. Abierto, como está abierto delante del país, un grande, un inmenso duelo entre la monarquía constitucional y la república federal, ni mi palabra, ni mis votos, ni mi acción, ni nada de cuanto yo pueda o valga puede faltar, en cualquiera forma que se presente, nunca, a la monarquía constitucional. Pero las diferencias de doctrina ¿han dejado de existir por eso? ¿He de haberme yo convencido, señores Diputados, he de haberme yo convencido en un día dado, en un instante crítico, de opiniones contrarias a las que he profesado con sinceridad toda mi vida, como producto de cuantos estudios me ha sido posible hacer y de cuantas meditaciones me ha sido dado emplear en la política?

A mí no me convencen por sí solos los hechos: a mí me convencen los argumentos, o me convencen los hechos cuando pasan por el crisol de la experiencia; a mí no me convence por su propia virtud la fuerza. Hasta aquí la experiencia no ha dicho nada en favor de las opiniones que han sido contrarias a las mías durante toda mi vida anterior; hasta aquí la experiencia nada ha dicho definitivamente en favor vuestro: quien todo lo ha dicho es la victoria. Y yo no me dejo, señores, convencer por la victoria.

Pero aguardo en cambio, señores Diputados, la experiencia que estáis haciendo, con calma; la aguardo con lealtad; la aguardo con desinterés; y desde ahora digo a todos los señores Diputados que componen la mayoría monárquica de esta Asamblea que si hacen felizmente esa experiencia; si pueden con el texto de la Constitución escrita traer a este país la paz, levantar con firmeza una monarquía, devolver la confianza a las clases conservadoras, y devolver con ella el trabajo a la clase proletaria; darle en suma al país todo lo que al presente le falta, yo bajaré mi cabeza, yo me daré por vencido en mis antiguas opiniones; y así como no os creo dificultades para eso hasta ahora, no os las crearé jamás. No entiendo cierto género de manifestaciones que me parece haber notado en algunos bancos de la Cámara. No puedo, pues, hacerme cargo de ellas. (El señor marqués de la Vega de Armijo: Pido la palabra para una alusión personal.)

He hablado del texto escrito de la Constitución de la monarquía como base, y no más que como base. Porque yo sé que la Constitución de ningún país, absolutamente de ningún país, está ni puede estar dentro de un texto escrito, de un texto votado de una vez y en una sola ocasión determinada, sino que está, y no puede menos de estar, en el desenvolvimiento político que van recibiendo sucesivamente, y por obra del tiempo y de la necesidad, los mismos preceptos textuales contenidos en la Constitución escrita. No: no es ni puede ser verdadera Constitución en ninguna parte lo que en un solo día se hace, lo que en un solo día se proclama, lo que un cierto número de hombres discute o interpreta únicamente. Toda Constitución ha recibido constantemente, y no podrá menos de recibirlo la española en el porvenir, el impulso de los partidos que procuran aplicarla a las necesidades públicas y sociales en el curso de la vida de los pueblos.

Aguardo, pues, de este impulso, aguardo de vuestra experiencia, aguardo de vuestra lealtad misma, aguardo de la evidencia de las necesidades políticas, aguardo de la enseñanza de los sucesos, aguardo del contacto de las realidades de la vida, que sólo se sienten bien cuando se tienen muy cerca; aguardo del tiempo, en fin, el remedio de los errores que hoy contiene el estado constitucional de España. Y ese momento espero para daros mi apoyo, que será insignificante y humilde por ser mío, pero tan sincero y tan decidido entonces como el que más hoy lo sea.

No es esto decir tampoco, señores Diputados, que yo me niegue a toda transacción previamente. No por cierto. La experiencia con que tengo obligación de contar en mi vida política, los ejemplos que me suministra el estudio de la historia de las revoluciones políticas, me impedirían, aunque quisiera, que no quiero, levantar aquí en este momento la bandera de la intransigencia y erigir en dogma la idea falsa de los que sostienen que no son útiles ni convenientes las transacciones políticas. Pero hay modos distintos y distintas ocasiones de transigir, según las respectivas posiciones que se ocupan.

Es mi opinión, y la proclamo con entera franqueza, con la franqueza misma con que la he expuesto en las conversaciones familiares, con la misma con que podría expresarla en el hogar doméstico y en el seno de la amistad más íntima, que los hombres políticos que creyeron llegada la hora de hacer una revolución, y que lo han debido creer lealmente, puesto que la han hecho, sea cualquiera el juicio que sobre ella se forme, no solamente tienen el derecho, sino hasta el deber de hacer cuanto esté en su mano para procurarle buen éxito. Las revoluciones políticas, las grandes transformaciones, las grandes alteraciones de lo que existe, sólo se justifican en las naciones y se aplauden sólo en la historia a condición del éxito. Es preciso que los que toman a su cargo la regeneración de un país, la mejora siquiera de una nación determinada, con efecto la regeneren y la mejoren, o lo intenten de veras al menos. Puesto que esto es preciso, puesto que esto exige el deber siempre, los que han tomado parte en la revolución de que ahora se trata, cuyas intenciones yo reconozco como leales, porque no he de atacar las intenciones de nadie, y muchísimo menos las intenciones de la casi totalidad de mis antiguos amigos políticos en esta Cámara, digo y repito que tienen no solamente el derecho, sino la obligación patente de hacer cuanto esté en su mano por llevar a buen término lo que han comenzado, y aun realizado ya en tanta parte. Pero al lado de esa posición clara, evidente, de muchos, que yo respeto profundamente, como respeto todas las manifestaciones sinceras de la política, hay otra posición, y ésta es la mía, y ésta es la posición de muchas otras personas también, sin duda alguna, muy diferente de la primera bajo diversos aspectos.

Se puede, no ya sólo admitir sencillamente los hechos consumados en cuanto lo son, sino hacerse cargo de las circunstancias y de las necesidades tal vez que han producido los hechos de que se trata; y teniendo en cuenta tales circunstancias y tales necesidades, examinar con serenidad e imparcialidad completas si puede salir de los hechos consumados el bien del país, para si de ellos puede salir el bien del país aceptarlos lealmente; y si de ellos no puede salir el bien del país, abstenerse de todo lo que pueda producir la responsabilidad moral que no se ha merecido. En esta última situación me encuentro, señores Diputados. No teniendo el deber de contribuir desde el primer instante, ni todavía desde ahora, a un orden de cosas que ni he creado, ni me ha sido dado dirigir en el sentido que hubiera podido yo crecer útil a mi patria, completamente independiente, pues, y sin compromisos de ningún género, no por eso me niego, por mi parte, a las transacciones. Pero por lo mismo que puedo transigir o no, no transigiré jamás con lo desconocido. Yo podré transigir con lo conocido y con lo concreto; yo transigiré con la monarquía cuando la haya, pero con una verdadera monarquía, aunque no esté fundada en mis antiguos principios. Y no ciertamente por mí, ni por mi voz, ni por mi consejo, que no valgo para tanto, sino por un sentimiento espontáneo y una necesidad común, con lo conocido, con lo concreto, con la monarquía cuando sea verdad, estoy seguro de que transigirá a cualquiera costa la mayoría inteligente del país. Pero lo que puede concederse a una verdadera monarquía, ni yo, ni nadie que no tenga compromisos previos con la revolución, lo concederá a un enigma que es lo que hoy vemos. Es menester que se transija con algo más que una vaga esperanza; es menester que se transija con algo que, pensando racionalmente, juzgando en cuanto puede juzgar la previsión humana, esté en condiciones de asegurar a un tiempo la libertad y el orden en el país.

Esto espero yo; pero esto no lo espero yo solamente: esto lo esperan, ya lo he dicho y no temo repetirlo, puesto que no se trata de nada que se halle detrás de mí solo, sino de un movimiento espontáneo y natural del país, lo esperan las clases conservadoras, lo esperan cuantos tienen amor a la libertad, que son todos o casi todos los españoles ahora, y tienen al mismo tiempo el deseo de que no se divorcien por nada ni por nadie, ni por mucho ni por poco tiempo, el orden y la libertad.

Voy pronto a concluir, señores Diputados, repitiendo, condensando, y tal vez explicando lo que hasta aquí he querido decir, en breves palabras.

Todos sabéis ya que no creo que los derechos individuales, que han formado el principal objeto de la alusión del señor Castelar, que yo no creo, digo, que los derechos individuales sean ni ilegislables ni ilimitados; y no temo decir aquí ahora, fiado en la tolerancia de todos los que me escuchan, y fiado principalmente en la tolerancia de mi amigo particular el señor Castelar, que bien sabe el cariño que le profeso, no temo decir que, ni con las explicaciones elocuentes del señor Castelar, ni con ninguna de cuantas explicaciones se han dado hasta el presente, puedo yo admitir, ¡qué digo admitir!, entender siquiera lo que son derechos individuales, ilegislables e ilimitados o absolutos. Los derechos individuales se limitan el de uno por el otro, mediante la ley. Porque ¿qué es la ley sino el derecho condensado de todos?. ¿Qué es la ley sino la voluntad general? ¿Qué es la ley sino la suma de esos derechos individuales, que con la fuerza de todos limita la expansión de cada individualidad que quiera creer o extenderse a costa de las otras? Son legislables, no pueden menos de serlo los derechos individuales: legislables, para asegurar por medio de la legislación la libertad de cada derecho individual, que no podría estar asegurado por sí solo. Si no se asegurase la libertad de cada derecho individual por medio de la ley, sería preciso que su propio derecho lo asegurase cada cual por la fuerza, y esto produciría, no un estado de civilización, sino un estado salvaje. No hay remedio: si no se han de limitar los derechos individuales por la fuerza bruta, por la potestad individual, por el derecho sólo de la propia defensa, su limitación tiene que venir de las leyes.

Y si no los creo ilegislables, ¿cómo los he de creer absolutos o ilimitables? ¿A dónde vamos a parar, señores Diputados, con esta especie de logomaquia?

La verdad es que no hay más, absolutamente más, que dos sistemas. Es el uno declarar que por medio de la asociación, por medio de la reunión y por medio de la emisión de la palabra humana, no se puede jamás cometer delito, ni ofender, ni usurpar el derecho de otro; y este sistema me inclino yo a creer que es el de los señores que se sientan en los bancos de enfrente, que con razón pueden decir en tal caso que los tienen por ilegislables. Pero hay otro sistema distinto, que pretende que conservándose a cada individuo toda la libertad natural, innata, que realmente no debe perder sino en cuanto sea indispensable para que otro ejercite también sus propios derechos, no haya reparo en limitar los derechos individuales cuando para esto sea indispensable; y claro es que esta limitación se ha de fijar en la ley, y que por tanto en este sistema son los derechos individuales legislables, y no puede sostenerse que no lo sean.

Esta última es, con efecto, mi doctrina acerca de los derechos individuales: tuve ocasión de exponerla en el único discurso que he pronunciado ante esta Cámara, y he visto después con gusto que procediéndose con gran sensatez y patriotismo en ello, se han limitado en la práctica varios de los derechos individuales. Yo apruebo y aplaudo esto bajo mi punto de vista; pero no habrá nadie, cualesquiera que sean su talento oratorio y su dialéctica, estoy seguro de ello, que haga hoy una verdadera demostración a la Cámara, de que en los casos a que aludo no haya habido positiva limitación de los derechos individuales.

Pues si el derecho de reunión y el de asociación se han limitado, ahora anuncio más a los señores que están enfrente: y es que ni este Gobierno ni ningún otro gobierno, por liberal que sea, prescindirá de hacer al cabo una verdadera ley de imprenta. Podrá atenerse para llevarla a cabo a la consecuencia de la doctrina que se proclama en la forma externa y material: podrá no hacerse una ley de imprenta distinta del Código penal, sino añadir a éste un capítulo únicamente; pero no será posible continuar con un Código penal cuyos autores expresamente declararon que no habían tenido allí en cuenta los delitos que pueden cometerse por la palabra, y que no solamente no los habían previsto, sino que hasta se habían propuesto no preverlos.

¿Hay aquí quien pretenda seriamente que se continúe en el inmenso absurdo de querer aplicar a la imprenta la legislación de un Código no hecho para ella, sino, por el contrario, con la deliberada intención de que no sirviese para ella? Decid a los autores del Código penal, decid a la comisión de Códigos que queréis introducir en el Código penal los delitos de imprenta que antes no se quería que allí estuviesen; y ellos, siendo como tienen que ser hombres de ley, y ellos, siendo como tienen que ser conocedores del derecho, y siendo como tienen que ser entendidos en la ciencia penal, aplicarán esta ciencia a los delitos de la palabra, y definirán bien estos delitos, y propondrán las penas proporcionales a los agravios de la ley moral, a los perjuicios de tercero, a los daños públicos, que por medio de la palabra se puedan realizar y os los llevarán al Código. No digo que allí no estén bien estos delitos; pero ¿a qué queda reducido entonces esa singular pretensión de que no haya leyes de imprenta? Ahora, ¿qué sucede? Lo que ha dicho el señor Castelar con harta razón esta tarde. Aquí no hay libertad de imprenta, sino por la absoluta voluntad del Gobierno, sino por los principios liberales de Gobierno, sino porque el Gobierno no quiere que por regla general se persigan los delitos de imprenta. La hay, pues, sólo porque se está fuera de los principios y del orden normal. Pero desde el instante en que por cualquier movimiento de ira, disculpable alguna vez en los poderes, como lo es también en los individuos; desde el instante que una causa política repugnante, y de todo punto opuesta a la creencia y sentimientos generales de los hombres de la situación, da motivo o pretexto a que se aplique la legalidad vigente, veis entonces, estáis viendo y presenciando, no por la arbitrariedad del Gobierno, sino por actos completamente legales de los tribunales, cometerse las mayores violencias contra los periódicos de que ha habido hasta ahora ejemplo.

Desengañémonos: esta logomaquia se acabará; yo no sé cuándo, ni tengo interés en que se acabe un poco antes o un poco después; pero sé bien que la acabará la práctica de gobierno. Y esta logomaquia no se concluirá por gestiones o influjo de mis antiguos amigos de la unión liberal, no. Probablemente (aunque no lo sé, porque no soy su órgano en este momento), probablemente, por consideraciones fáciles de comprender, no serán ellos, y obrarán en eso con mucha prudencia, los que sostengan el desenvolvimiento de los principios de la Constitución en leyes que la hagan acomodada a las necesidades públicas. Pero esas leyes las haréis vosotros, señores Ministros; las haréis vosotros, señores Diputados de otras procedencias, aunque ahora no lo penséis, por vuestra propia y espontánea voluntad. Allí os espero, y os espero con lealtad. Allí os esperan también los intereses liberales y constitucionales, pero conservadores del país, para ponerse a vuestro lado y reñir con vosotros la gran contienda del orden contra la anarquía. En esa gran contienda, sin comprometer a nadie, sin representar yo a nadie, obrando sólo por mi propia cuenta, os puedo asegurar que contaréis conmigo, como conmigo habéis contado hasta ahora en toda cuestión de orden y de interés público, como contará todo Gobierno, sólo por ser gobierno, sólo por estar enfrente del desorden, sólo por combatir la anarquía. Y no sólo contaréis con mi voto, sino con todo el apoyo que pueda yo daros. Por no querer exhibir aquí con frecuencia ni mi persona, ni mi posición particular, ha de perdonarme la Cámara si de una vez he roto el silencio, y no han sido tan breves mis frases como hubiera deseado en el día de hoy. Termino ya, pues, con el propósito de no volverlo a romper para hablar de mi persona si un gran deber no me lo exige; pero no puedo concluir estas explicaciones que la Cámara ha tenido la bondad de oír con tan señalada benevolencia sin darle por ello las gracias.

El señor MORET: Señor Presidente, he sido aludido, aunque no personalmente, por el señor Cánovas, respecto de la manera cómo se habían redactado en la Constitución los derechos individuales. Si en este concepto S. S. me permite que hable, hablaré; pero conozco que no tengo derecho, y no insisto.

El señor PRESIDENTE: Puede V. S. hacer uso de la palabra.

El señor MORET: Señores Diputados, acabáis de oír el motivo que me ha impulsado a pedir la palabra, y os pido que en los breves instantes que voy a usarla, me prestéis la benevolencia de que tantas muestras me habéis dado en otras ocasiones. Si vosotros tenéis en cuenta que he sido llevado al seno de la comisión de la Constitución, con este motivo, ese puesto de honor debo defenderlo cuando se atacan, o, mejor dicho, cuando de los derechos individuales se quiere, digámoslo así, hacer la síntesis o punto de ataque contra las ideas del Gobierno, contra lo que representa esta mayoría, y mucho más cuando veo que se establece un dilema en el cual parece que uno de los términos es el orden, del cual se erigen en representantes ciertos individuos, y el otro la anarquía, y en el cual quedamos todos nosotros, mayoría y minoría de la Cámara. Y cuando además se añade que todo lo que aquí hacemos, todo lo que decimos no es más que una logomaquia, que no está en armonía con lo que se practica. Por esto, para honra nuestra y para honra del país, preciso es aclarar siempre que se ponga en duda lo que nosotros entendemos por derechos individuales.

Los derechos individuales no son logomaquias, son claros, precisos: todos los entendemos de un mismo modo, a través de esta lucha, en la cual podrá haber discordancia más bien en la forma que en el fondo; pero que han dado y darán lugar a una política precisa, concreta, clara, terminante, en la cual estamos conformes, y que voy a presentaros en breves palabras.

Antes de ahora, y sobre todo antes de esta revolución, se ha entendido que la libertad era una cosa más o menos útil, pero que se concedía y otorgaba por partes a los pobres pueblos que no estaban acostumbrados a tenerla, y así se les concedía algo de reunión, algo de asociación, algo de libertad de imprenta; pero todo esto se concedía con ciertas limitaciones, como si dijéramos, teniendo siempre los Gobiernos las riendas tirantes, para que, según les agradaba más o menos a los que ocupaban el poder, se aflojasen o estirasen. Pues bien, eso lo hemos sustituido por otra base que importa consignar.

La libertad es la naturaleza propia del hombre: no es una necesidad, ni una ventaja; es una condición de aquellas sin las cuales no puede existir el individuo y, por consiguiente, tampoco los pueblos. Por eso es anterior a toda ley, porque la ley no es más que la realización de esa misma naturaleza humana; y por esto decimos que es anterior a la ley; por eso mismo decimos que es ilegislable, y que la ley no puede sobreponerse a mi naturaleza, no puede ser superior a su causa. ¿Queréis una prueba? Me dirijo a la derecha de la Cámara por si puede haber alguna duda. Mirad la propiedad: nadie la ha levantado más alta que nosotros, no porque sea útil, no porque valga, no porque sea necesaria, sino porque es la realización de mi derecho. Porque así como el cuerpo mientras haya luz proyectará su sombra, así mientras haya trabajo yo proyectaré mi personalidad, yo tendré derecho; y donde hay un acto humano, allí se arraiga, allí está su propiedad: por eso es tan firme, tan sólida, tan inquebrantable. Y por eso en sí misma no es legislable: será limitada o limitable: pues tampoco en mi sentir; pero no hagamos de esto una cuestión por lo que voy a deciros.

Limitar una cosa en el sentido político es reducirla, es medirla, es como ponerla en comparación y bajo otra; pero cuando no se limita con otra sino con ella misma, cuando el derecho se toca con el derecho, entonces se fracciona como la luz al través del prisma que se descompone sin alterarse, entonces no hay limitación, hay armonía; entonces se relaciona mi derecho con el de otro, y no hay perturbación ni dificultad, como de la mezcla de las líneas de este edificio no nace confusión ni negación, antes bien, nacen sistemas y armonías geométricas que no suponen ni negación ni limitación del espacio. Pero vamos a la práctica, que es el punto grave de la cuestión. ¿Qué han entendido por derechos individuales los hombres que han tomado parte en la Constitución? Hay una cuestión grave: se trata del derecho; hay un poder al cual puede parecer perjudicial el uso de ese derecho; y se dice, venga una ley que los rechace para siempre; legislemos, prohibamos.

Pues esto es lo que rechazamos; no queremos que haya una ley que modifique hoy el derecho de reunión, el de manifestación y el del libre pensamiento de un modo y mañana de otro, porque así no hay derecho. No queremos que haya una ley preventiva sobre esto, porque no puede haberla impidiendo la manifestación constante de nuestra naturaleza; y esto no impide que haya un conflicto, que sobrevenga una dificultad. Pues bien: nace un conflicto, ¿y cuál es el derecho que se practica en los pueblos libres? Con motivo de la discusión constitucional ya lo han dicho otros señores mucho mejor que pudiera explicarlo yo; pero es necesario repetirlo.

Hay momentos en que nacen dificultades en la práctica de cualquier derecho; pero hemos creado un poder, que es el de la ley, al cual se acude, y el conflicto desaparece. Si hay cuestiones de orden público, la autoridad las reprimirá, o las permitirá: si al reprimirlas o al dejarlas viola el derecho, se lleva a la autoridad ante los tribunales y éstos decidirán si esa autoridad ha faltado, y entonces tendremos la verdadera interpretación del derecho, y no se cambiará la legislación al uso de cada Gobierno o según el espíritu de la mayoría de la Cámara. Y así se definirá cada caso y cada hecho concreto, y no perderemos la libertad por un vago temor de cada día.

El llevar ante los tribunales a esa autoridad es la consecuencia de nuestra libertad; sus fallos los respetaremos, porque son dictados fuera de las aspiraciones y deseos de cada uno. ¿Es esto logomaquia, es esto confuso? Yo lo entiendo con completa claridad.

Yo, señores, llevaría todas las cuestiones, como la de la manifestación del 22 en Madrid, a los tribunales: si de esa cuestión pudo nacer un conflicto, digo que la autoridad estuvo en su derecho y en su deber interviniendo en ella, y yo lo aplaudo y lo defenderé; pero si no se estima así, se la lleva ante los tribunales, autoridad imparcial, allí ella dará sus descargos ante ellos, y se fija la jurisprudencia para iguales casos.

Esta es nuestra gran cuestión; esto puede producir miedo o temor; esto no sirve para todas las naturalezas. Ya se me alcanza; pero no se han hecho las leyes para las naturalezas tímidas y recelosas; y digo lo que el señor Ríos Rosas: «El que de miedo se alimenta, de miedo muere».

Aquí se enlaza esta teoría de derechos individuales y esta explicación con el otro punto de vista de que se ha ocupado el señor Cánovas del Castillo, y en el que me permitirá la Cámara entre aunque sea ligeramente.

El señor Cánovas del Castillo toma hoy más claramente una actitud, y ha presentado elocuentemente un punto de vista que me parece, señores, de la mayor gravedad. Su señoría lo condenaba elocuente y hábilmente cuando decía que, aceptando los hechos consumados, a lo que le pareciera bien le daría su apoyo, y se lo daba; pero que de la mayoría de los casos no quería compartir la responsabilidad de ir al lado de esta nave, que parece que marcha sin rumbo, y que no ofrece seguramente tranquilidad a una parte del país.

Esta consideración, señores Diputados, es la de muchas personas; pero yo diré a todos los que me escuchan, yo diré a aquellas clases conservadoras que en el país quisieran oír estas palabras, que esa teoría es la que conduce por completo a la perdición de los Gobiernos y a la ruina de los países.

En el momento en que hay una serie de personas que porque ocurre un sacudimiento político en el país se retiran de la vida pública, prefieren las dulzuras que proporciona la vida privada o se pierden en las sombras y abandonan a su país, en lugar de criticar, de escribir, de hablar, de procurar el progreso y la corrección, entonces, señores, no hay para las revoluciones más que una lamentable indiferencia, no hay otro término que el de ir poco a poco dejando aislados a aquellos que conservan fe en ella, y acaban por hundirse porque les falta base en que apoyarse. Pero entonces viene una expiación inmediata, y es que faltando la base todo viene abajo, y las clases que querían conservarse caen envueltas en el hundimiento general.

Porque, señores, ¿qué son clases conservadoras? Hubo un tiempo en que sólo se consideraban clases conservadoras a las clases privilegiadas, a las clases que disfrutaban prerrogativas y derechos no concedidos a las demás; pero a medida que las nociones del derecho se han ido extendiendo y propagando, clases conservadoras somos todos, todos los que tenemos algo que conservar y algo que perder, todos los que tenemos la conciencia de la santidad de nuestro hogar, de la inviolabilidad de nuestras personas, de la dignidad de nuestros actos, de la respetabilidad de nuestra propiedad, que va relacionada con la fortuna del Estado. Por eso han dicho los ingleses que la deuda y la relación que por este medio establecen con el Gobierno las clases medias son el sólido y el mejor fundamento de la libertad política. Pues bien, si esas clases conservadoras no toman parte en el movimiento político, si esas clases conservadoras no ayudasen al Gobierno, el desaliento empieza a cundir lentamente, todo se va perdiendo, todo va desapareciendo, y llega un día, señores, en que se vuelve la vista y se ve lo que veíamos diez meses atrás, y se busca a aquel Gobierno que creaba orden, que creaba tranquilidad, que imponía silencio, pero que llevaba el país en una especie de languidez y empobrecimiento de que nadie se daba cuenta. Y es, señores, que las revoluciones, a cambio de todos los males del momento, a cambio de todos estos hechos que hoy lamentamos, y que sólo miran aquellos que se quejan, traen una porción de adelantos.

Los siete años de la guerra civil han aumentado en cuatro millones la población, han dado poderoso impulso a la riqueza pública, han triplicado el comercio y han difundido y propagado la instrucción más rápidamente que en ningún otro pueblo.

El sacudimiento del año 54, con no ser tan radical, ha traído a España crédito, ha desarrollado el espíritu de asociación, ha fomentado la agricultura y ha proporcionado infinidad de elementos, que, en medio del desbarajuste que por el momento se introdujo en la máquina administrativa a consecuencia de aquel cambio político, triplicaron su riqueza y permitían duplicar su presupuesto. Y esta revolución, mucho más radical que las anteriores, hará más: yo no sé hasta qué punto, yo no sé hasta qué cifras, yo no sé en qué medida; pero tengo fe en ella, porque tengo fe en la libertad. Tengo fe en que esta revolución aumentará nuestra importancia y nuestra riqueza; porque no hay más ciencia, ni más virtud, ni más saber, ni más dignidad que la dignidad, la virtud y el saber que tengamos cada uno de los españoles. Y yo sé que cuando una nación está envilecida, el hombre no tiene dignidad; yo sé que cuando una nación carece de riqueza, los ciudadanos son pobres; yo sé que cuando una nación está corrompida, el individuo no es virtuoso; yo sé que cuando una nación no es ilustrada, los ciudadanos son ignorantes: y si no tenemos más ciencia, ni más fortuna, ni más virtud, ni más dignidad que la que guardamos en nuestras almas y lo que forma nuestras fortunas particulares, claro está que la revolución, ennobleciendo al hombre, crea ciudadanos, y trayendo riqueza, crea contribuyentes, y dando libertad al pensamiento, hace pensadores, y proclamando la libertad de conciencia, produce más hombres religiosos. Y cuando haya todo esto, y cuando todo esto haya recibido el conveniente desarrollo, España será rica, porque tendrá más ciudadanos, porque tendrá más hombres, porque cada uno de nosotros nos sentiremos más grandes; y para conseguirlo es menester que al individuo le vayamos reintegrando y garantizando en el ejercicio de sus derechos. (Aprobación.)

Así pues, que el temor de las clases conservadoras por los abusos del momento, por el peligro de la lucha y por la falta de tranquilidad de un día, no las lleve a entregarse en brazos de un sistema funesto, del sistema gubernamental, en el que las clases conservadoras ejercen su influencia por medio del Ministro, del funcionario, del gobernador, del alcalde, por esa red administrativa que las protege, pero que las aprisiona, que las ahoga, que no las deja moverse, que las tiene como suspendidas; viviendo, pero con una vida artificial, no con una vida real, como estatuas de cera colocadas en un museo. Y esas clases, que por puro egoísmo optan por ese sistema, deben pensar que existe otro medio de ejercer una influencia legítima y duradera: que ellas tienen la inteligencia, en la actividad individual, el más fuerte de los poderes, que es el que se obtiene por sí mismo y como resultado de la lucha que da honor a la victoria. Elijan, pues, las clases conservadoras entre estos dos sistemas.

Yo concluiré con una comparación, y permítaseme que me dirija a aquellos que tan asustados están con la revolución que quisieran verla desaparecer, porque no miran los beneficios de mañana, sino que sólo sienten los inconvenientes de hoy; porque les alarma el disgusto del momento y les impide ver la esperanza de mañana, sin reparar que la pequeña semilla arrojada en la tierra, al brotar, tiene que romper la uniformidad del suelo para convertirse luego en árbol gigantesco. Que nos abandonen, pues; pero todos nos hundiremos, y al hundirnos resultará lo que en esos pueblos en los cuales se ha perdido la libertad y llega un día en que vuelven a alcanzarla, lo que ha sucedido en el vecino imperio, en que el primer movimiento de la libertad, por ejemplo, en la asociación y en la reunión, no han servido más que para manifestar el odio acumulado por tanto tiempo de sufrimiento y de trabajos. A esas clases, llegada esa hora suprema, les sucederá lo que al pobre niño incauto que, viendo retroceder la ola del mar y creyendo que no ha de volver, se lanza tras ella, y quizá piensa que huye ante él, y luego la siente volver rugiente y, no teniendo tiempo de salvarse, queda envuelto entre su espuma. He dicho. (Muestras de aprobación.)

El señor PRESIDENTE: El señor Cánovas del Castillo tiene la palabra para rectificar.

El señor CÁNOVAS DEL CASTILLO: Voy a hacer una verdadera rectificación al discurso del señor Moret.

No he dicho yo que hubiese ninguna logomaquia en el texto de la Constitución del Estado. No he dicho tampoco, no podía haberlo dicho, porque respeto demasiado para eso a lo señores Diputados, y me respeto sobradamente a mí mismo, que aquí se tratara de engañar a nadie. Ni he dicho nada de eso, ni nada que se le parezca. Lo que he dicho es que esto de ilegislables y de ilimitables, aplicado a los derechos individuales, es una verdadera logomaquia. Esto es lo que he dicho, y lo sostengo.

¿Qué culpa tengo yo de que, según la estructura de nuestro idioma, y según el Diccionario de la Academia, ilícito signifique lo que no es lícito, ilimitado lo que no es limitado, ilegal lo que no es legal, iliberal lo que no es liberal, y que esa i corresponda, en suma, siempre a una negación de lo que sigue? Pues no teniendo la culpa de esto, tampoco la tengo de que la palabra ilegislable quiera decir lo que no es legislable, aquello sobre lo cual no se puede legislar. Y por eso mismo entiendo yo que se incurre en una verdadera logomaquia al decir que es ilegislable, que no se puede legislar sobre cosas que se ha legislado, que se está legislando y que no se podrá menos de legislar todos los días. (El señor marqués de Albaida: Pido la palabra.) Me alegro: así saldré de este error gramatical o de idioma en que al parecer me hallo; porque para mí ilegislable no significa ni más ni menos que lo que estoy diciendo. ¿Se quiere, por ventura, decir con esto de ilegislable, prescindiendo del significado recto de la palabra y de la índole del idioma castellano, que hay dentro del alma, dentro del espíritu del hombre, derechos y principios anteriores y superiores a toda legislación? Pues si es esto sólo, ¿para qué hace aquí falta la palabra ilegislable?

Hay una ilusión constante en todos tiempos; una ilusión constante en todas las escuelas, que consiste en suponer a la antigüedad mucha más ignorancia de la que han tenido, y en suponer a los modernos muchas más invenciones que han hecho. Con efecto, señores Diputados, no de ahora, de hace muchos siglos, desde que se formularon las primeras nociones del derecho natural, desde que existe el estudio del derecho abstracto, ha reconocido siempre la ciencia que hay en el espíritu, en el alma del hombre, derechos y principios que son anteriores y superiores a toda ley positiva y humana. No me sería difícil probarle al señor Moret, si hubiera venido preparado para este debate, y no hubiera tenido, como ha visto la Cámara, que tomar de improviso parte en él; no me sería difícil, digo, el probar que en el siglo XVII hubo ya muchos teólogos y juristas que consignaban de una manera terminante que hay en el alma del hombre derechos y principios anteriores y superiores a toda ley escrita. Por consiguiente, lo que hay que hacer en nuestra época es analizar mejor, deslindar mejor, fijar mejor los derechos naturales o individuales; y éste y no otro es el debate que aquí cabe. Lo que no cabe es empeñarse, como el señor Moret, por un sentimiento que no quiero calificar, porque temería ofenderle, y no lo deseo ciertamente, en que hay derechos que no son legislables, por más que los haya tales que no puedan ser suprimidos por la ley sin que ésta deje de ser justa y aun deje de ser verdadera. Por este motivo he dicho yo que había en esta disputa de los derechos individuales una verdadera logomaquia.

Dentro de la Constitución no la hay, puesto que expresamente legisla ella sobre algunos derechos de los que se quieren llamar ilegislables: testigo la reunión delante de esta Cámara; testigo las asociaciones, que quedan a merced del poder público; testigo el artículo modesto, que hemos visto que puede en ciertos casos impedir, como una verdadera ley, las reuniones que se verifiquen en ciertos puntos donde parezcan a la autoridad peligrosas para el orden público.

En la Constitución, pues, hay ya no pocas limitaciones de esos derechos llamados ilegislables, o lo que es lo mismo, textos legales que prueban lo que yo sostengo. No podía yo, por consiguiente, decir que la logomaquia estuviera en la Constitución del Estado: esa logomaquia existe y no puede menos de existir en la fuerza que se pretende dar a la palabra ilegislable.

Yo no sé si al hablar el señor Moret de las naturalezas o los temperamentos que se asustan con facilidad, se ha referido a mí. Si fuese yo asustadizo lo sentiría, porque esto de los temperamentos no depende de la voluntad de nadie: las ha dado alguien, las ha dado alguno que está sobre uno mismo; y no me quedaría más remedio deplorar que ese alguien, la Providencia, la naturaleza, Dios, no me hubiera favorecido con un temperamento tan inmensamente varonil como el del señor Moret. Pero a bien que hay en esta Cámara adversarios políticos míos muy vigorosos, que me han visto durante mucho tiempo defender contra ellos mis principios dentro y fuera del poder, y ellos le podrán decir si yo me asusto fácilmente. Sin duda S. S., en el caso de haberse referido a mí, de lo que piensa que yo me asusto es de cierto género de manifestaciones de la libertad. Pues no solamente no me asusto de la libertad, sino que amo con sinceridad su ejercicio. Si no lo amase, habríalo dicho, habríalo dejado entender, no ahora, en que sólo se trata de exagerar más o menos la libertad, sino cuando esta Cámara parecía que iba a hundirse bajo el peso de las ideas reaccionarias. Pudiera entonces haber condenado el ejercicio de la libertad más oportunamente que ahora.

Al pronosticar hoy algo de lo que ha de suceder, no es porque yo me sienta iluminado, esto sería demasiada presunción, sino guiado un tanto por una experiencia dolorosa, como son todas las experiencias, respecto de lo que atañe a la gobernación del Estado. Esta experiencia me enseña y esta experiencia me dicta que muchas de las palabras huecas que aquí se dicen, que muchas de las proposiciones quiméricas que aquí se sustentan, consciente o inconscientemente, están destinadas, por fortuna del país y para bien de los mismos que las exponen y predican, a desaparecer como el humo al contacto de la realidad y de la práctica. Ese momento lo espero, como ya he dicho antes, y lo espero sin género alguno de jactancia, sin deseo ninguno de humillar a nadie con su arrepentimiento: lo espero como fruto natural y legítimo de la experiencia, porque nadie puede negarse a modificar ni frases ni conceptos cuando se trata de una cosa tan superior a todo sentimiento individual como el bien público.

No sé si ha incurrido el señor Moret en alguna otra equivocación que tenga que deshacer. Al concluir ya, sin embargo, recuerdo una, que por cierto es la primera que ha padecido. Supongo S. S. que en el breve discurso que he pronunciado antes he sostenido yo que el derecho y la libertad son cosas de pura utilidad o de mera conveniencia. Nunca he sostenido eso: lo que antes he sostenido, sostengo ahora y sostendré toda mi vida, ni más ni menos que el señor Moret: es, por el contrario, que no hay nada tan digno de ser amado como la libertad, cuando la libertad realmente existe y se ejercita por todos, cuando la libertad no es una palabra vana, cuando no es una fórmula quimérica, sino una realidad en la vida de los pueblos. Entonces nada hay ciertamente que los levante más, nada hay que los ilustre más, nada hay que los enriquezca más, nada hay, en fin, que produzca mayores bienes sobre la tierra. Pero bueno es tener presente, no obstante, que no basta inventar fórmulas, que no basta usar metáforas, que no basta cualquier entusiasmo ligero para producir la libertad que ha de traer a la patria los bienes expuestos. En todo caso, eso es lo que niego, y siento decírselo al señor Moret, lo que negaré toda mi vida.




ArribaAbajoElección de Rey por las Cortes

(Intervención de Ríos Rosas y Cánovas)


DSC 6 de junio de 1870


El señor CÁNOVAS DEL CASTILLO: Señores Diputados, al levantarme a usar hoy de la palabra, lo primero que me preocupa, y lo primero que debe preocuparme, es el examen doctrinal de la cuestión que envuelve el proyecto de ley que se discute. He de examinar este proyecto de ley como una cuestión libre de derecho público, como la cuestión más importante de derecho público que pueda acaso discutirse en un país que tiene los sentimientos monárquicos que el nuestro tiene, dejando aparte todo género de preocupación personal. Yo no he apoyado el dictamen de la mayoría de la comisión con mi voto, y de esta suerte he manifestado ya públicamente que ese dictamen no está de acuerdo con mis opiniones; no está conforme con lo que yo creo que exige el derecho público, tal como debe entenderse y, sobre todo, como debe practicarse en las naciones modernas.

No hay duda: no hay que dudarlo desde el momento en que se ha oído aquí a uno de los individuos, dignísimo por cierto, de la comisión, que ha intervenido en el proyecto: no hay que dudarlo tampoco desde el instante en que se ha leído y examinado atentamente el preámbulo que precede al mismo proyecto; hay en el seno de la comisión dos tendencias muy distintas; hay en el seno de la comisión dos criterios muy diferentes que han venido a reunirse, por virtud de las circunstancias, para producir este proyecto de ley, siendo completamente contradictorias en su origen las dos tendencias que le han engendrado.

Es este proyecto de ley, ante todo, demostración clara de que hay una tendencia en el seno de esa comisión, que no da a la elección de monarca la importancia que la damos los partidarios de ciertos principios, de ciertos sistemas políticos. Para quien crea que la elección del poder hereditario, que la creación dinástica, que la realización de la monarquía, por medio de la creación de una dinastía, es un asunto de la misma índole que puede serlo un proyecto de ley, en toda legislatura y en todo momento revocable e instable por su propia naturaleza; para quien eso crea, como cree, por ejemplo, el señor Rodríguez, está completamente en su lugar el proyecto que se discute.

Yo no vengo a discutir esa tendencia en este momento; necesitaría dilatarme mucho en esto, y no es necesario, por una parte, por lo que toca a mi persona, ni por otra, para el esclarecimiento completo de la cuestión que tratamos. Bien conocidas son mis opiniones en la materia, y cuánto se apartan de esa pequeña manera de considerar la monarquía.

Para mí la monarquía, para mí la dinastía que realiza la monarquía, en un país por esencia monárquico como España; en un país históricamente monárquico como España; en un país donde la inmensa mayoría de sus habitantes no tienen otro vínculo de unidad que la Monarquía; en un país de esta naturaleza, digo, la creación de la monarquía, la creación de la dinastía vale tanto por sí sola como la creación íntegra de la Constitución del Estado. Para mí, la Constitución del Estado en un país de esta naturaleza se compone de dos elementos esenciales, igualmente esenciales: el de la Monarquía y la dinastía que la realiza, y el del Código fundamental que establece y regula el ejercicio de los poderes públicos. Pero no tengo necesidad, repito, de extenderme más en esto; no pretendo persuadir en el día de hoy esta opinión al señor Rodríguez, ni pretendo convencer tampoco en este día de esa opinión a la Cámara. Si la expongo es sólo para que se recuerde expresamente mi punto de partida, así como el punto de vista del señor Rodríguez.

Pero al lado de esta tendencia del señor Rodríguez, que da poca importancia a la Monarquía, hay otra conservadora en el seno de la comisión, que tal vez, y en cierto sentido, en un sentido fácilmente comprensible para los que me escuchan, pudiera yo calificar de demasiada, de excesiva.

Parece, a primera vista, como que hay en el seno de la comisión personas conservadoras que creen y que piensan que es tal la eficacia de la institución monárquica, que es tal la fuerza de la creación de una dinastía, que créese esa institución como se cree, que fórmese la dinastía como se forme, de todas maneras, basta ella para realizar sus altos fines en bien del Estado. Esta tendencia, que no existe solamente en el seno de la comisión, lo reconozco; esta tendencia, que se deriva de las mismas profundidades del sentimiento monárquico en nuestra patria; esa tendencia, que se revela por el clamor general con que por todas partes se nos pide Rey, y Rey a toda prisa, y Rey a toda costa; esa tendencia, como todas, puede también pecar de excesiva, y de excesivo peca, a mi juicio, al obedecerla, el proyecto de ley que se discute.

Hay, señores Diputados, hay en el corazón y en la manera de sentir de nuestra Patria (no temo llamarla por su nombre), hay una grande y funesta flaqueza; hay una flaqueza que, ayudada por la imprevisión, que es su primera obra y su primer fruto, la hace que desee cambiar de posición a cada momento; sustituir sin suficiente examen una solución a otra; buscar en el cambio de actitudes antes de examinar si las nuevas actitudes serán o no serán favorables para ella, remedio a sus males, remedio a dificultades que necesitan de otra calma, de otra preparación, de otros medios, para remediarse. La flaqueza que describo se revela siempre por frases como éstas que todos los días se repiten: «Todo antes que esto; cualquier cosa primero que esto; salgamos cuanto antes de esta situación y venga cualquier otra, sea la que sea». Y este triste programa (no temo asegurarlo, porque estoy seguro que lo asegurará la historia) es la causa permanente y funesta de las frecuentes y tristísimas perturbaciones que por más de cuarenta años vienen desgarrando nuestra infeliz Patria.

¡Que hace falta la monarquía, señores Diputados! ¡Quién lo puede dudar entre los Diputados monárquicos! ¿Hay alguien, puede haber alguien aquí, que por ventura, me acuse a mí de no desear, leal y sinceramente la monarquía? Pero yo no quiero la monarquía de cualquier modo; yo no quiero la monarquía como un remedio cualquiera; yo no lo espero todo de la eficacia de la palabra monarquía; yo no lo espero siquiera de la creación de una monarquía artificial; yo no tengo fe, ni tendré fe nunca, sino en una monarquía de ancha base, en una monarquía de tales raíces que pueda robustecerse a través de los tiempos y dormir por siglos sobre la extensión del territorio nacional. (Risas en algunos bancos de los señores Diputados.)

Yo, como monárquico sincero; yo, como monárquico de verdad; yo, como monárquico que tiene fe en el porvenir de la Monarquía, no puedo menos de tener tal deseo. Comprendo, sin embargo, y excuso completamente, las sonrisas de incredulidad de los que juzgan a la monarquía una institución interina, o de los que no la quieren ni como interina siquiera.

Por mi parte, digo y repito, en tanto, que yo quiero la monarquía; que no hay nadie en el seno de esta Cámara que se me adelante en el sincero deseo de que se haga cuanto antes y de buena fe la monarquía; pero también digo y repito que a mí no me satisface una monarquía cualquiera, sino una monarquía con grandes bases, una monarquía con raíces suficientes para desafiar por mucho tiempo las tempestades revolucionarias.

Ahora bien, señores Diputados, ¿es una monarquía de esta especie la que puede surgir del proyecto de ley que se está discutiendo? Conocéis todos la monarquía histórica y tradicional, lenta y laboriosamente formada hasta alzarse a las nubes desde el seno de las profundidades de la historia; esa monarquía todo prestigio, esa monarquía, cuyo primer poder es el respeto, que ha existido entre nosotros por mucho tiempo, que, desgraciadamente, como institución no existe hoy ya entre nosotros. Conocéis también, por el ejemplo de los pueblos vecinos, lo que es la monarquía nacida del moderno ejercicio de la soberanía nacional; qué es la monarquía del pueblo entero; qué es la monarquía del plebiscito; qué es la monarquía que se apoya sobre millones de votos; qué es la monarquía que opone la unidad de estos millones de votos, dados y expresados en favor de una sola persona, a los embates de los poderes legislativos que, aunque vengan representando esa misma soberanía nacional, nunca la representan en su mayoría ni en su minoría de una manera tan concreta, tan respetable, como la presenta la personalidad del que reúne todos los votos juntos. Esta es, sobre todo, la monarquía francesa.

Sobre siete millones de votos, sobre diez millones de votos bien pueden fundarse en estos tiempos poderes que desafíen las pasiones indisciplinadas de las minorías o las iras de los facciosos, y puedan también hacer frente de una manera regular, normal, ordenada, al juego natural de las instituciones representativas, siempre expuesto a rudos vaivenes, siempre expuesto a rozamientos peligrosos, que exigen ahora y en todos los tiempos un fuerte poder central, un poder regulador, que impida que los diversos órganos y poderes del Estado se salgan de su sitio propio y produzcan perturbaciones funestas en la sociedad que están llamados a regir de consuno.

Por último, señores Diputados, en la Europa moderna se ha conocido también la monarquía que ha solido llamarse doctrinaria (y cuenta que yo no soy de los que se asustan de este nombre); la monarquía que en son de injuria ha solido llamarse por los partidos radicales monarquía doctrinaria; la monarquía que se crea por delegación; la monarquía que se forma en medio de Asambleas deliberantes como ésta. No se puede negar; sería inútil que pretendiésemos ocultárnoslo unos a otros; sería inútil que pretendieran negarlo aun aquellos que pueden tener más fe en la monarquía que salga de la votación de una Cámara deliberante, que esta última forma de monarquía es la más débil, es la de menos raíces, es la más transitoria que se encuentra en la historia. Pero con todo eso, yo comprendo que las necesidades de la política, que la fuerza de las circunstancias impongan esa manera de hacer una monarquía y una dinastía.

Yo lo comprendo: no discuto esta necesidad en este momento; pero ya que con evidencia estamos reducidos los monárquicos a esperar la creación de la monarquía por aquel sistema y por aquella forma que naturalmente tienen que engendrarla más débil, ¿no exige la prudencia, no exige el interés monárquico, no exigen altísimas razones de patriotismo, que aun dentro de ese mismo sistema se escoja la fórmula de mayor eficacia, y que se huya de todo lo que pueda debilitar la elección del monarca, dentro de unas condiciones que son ya por sí propias tan flacas? ¿No es conveniente que se saque, en último término, de este elemento, de este resorte, de esta máquina inferior de hacer monarquías y reyes, el mejor y el más eficaz partido posible?

Si recordamos, señores Diputados, lo que ha acontecido en los países de Europa que hasta ahora se han encontrado en el caso de buscar dinastía, hallaremos que el Rey Leopoldo de Bélgica no lo fue en una Cámara de 200 votantes, de menos de 200 votantes prácticamente, por menos de 152 votos, teniendo en contra, entre los que alcanzó otro candidato y los que se abstuvieron, 33 únicamente. De esta suerte fue Rey Leopoldo de Bélgica, y estoy completamente seguro de que de otra suerte no hubiera sido Rey tampoco.

¿Y qué aconteció en Francia en 1830? Pues aconteció que de 362 votos de que se componía el Cuerpo legislativo, tomaron parte 252, y de estos 252, tuvo 219 votos Luis Felipe; y una mayoría del mismo género, inmensa, siete u ocho veces superior a la minoría oponente, tuvo también aquel mismo Rey en la Cámara de los Pares. Sin embargo, señores Diputados, los que conocéis bien la historia moderna, ¿no sabéis cuántas veces se ha echado en cara a aquel inteligente, hábil y liberal monarca de Julio que tuviera únicamente la representación de 219 votos? ¿No sabéis que el haber consentido el que se formara una monarquía de esta suerte, no acudiendo a las Asambleas primarias, por sufragio universal, es un remordimiento que ha pesado hasta la última hora sobre algunos de los principales mantenedores de aquella dinastía, y que esto obliga aún a difíciles defensas a los que viven y contribuyeron entonces a que de aquella manera se levantara el Trono francés?

¿Qué hay que oponer a estos hechos elocuentes, señores Diputados? Si es evidente que no puede formarse una monarquía dentro de una Cámara, ya que se adopte este medio de hacer monarquía, sin asentarla siquiera sobre grandes votaciones, ¿por qué estas grandes votaciones, y la necesidad de esta base de prestigio, siquiera no se han de establecer en la ley misma? Si esto es moralmente necesario, ¿por qué en realidad no se hace? Si hay quien cree en el banco de la comisión que es imposible que con 89 votos nadie acepte la Corona, y hasta quien dude desde ahora de la legitimidad con que se ocupará el Trono por 89 votos; si esto se dice ya, si esto se confiesa ya, si tan enérgicamente se reconoce la realidad que a ello responde, ¿por qué no se consigna en el proyecto de ley?

Porque no hay remedio, señores Diputados, es preciso optar entre uno de los términos de este dilema. O hacen falta grandes votaciones para formar Rey, o hace falta que la inmensa mayoría de una Cámara se pronuncie por un candidato para que pueda constituir una dinastía eficaz; y en tal caso, esta exigencia de la razón y de la necesidad, debe consignarse en el proyecto; o no hay tal exigencia de la necesidad y de la razón, y entonces es lícito ser Rey con cualquier número de votos, y no hay que denostar por eso al que acepte la Corona con tales condiciones, y hay que tenerle por legítimo con ellas.

Pues qué, señores Diputados, ¿creéis en serio que pueda entregarse la suerte de un gran país a un Rey de tal modo elegido que, según la frase gráfica del señor Rodríguez, haya que examinar, después de hecha la elección, si manifestó o no vergüenza al aceptar la Corona?

Y si hay un candidato que la acepte aun con condiciones tales, ¿queréis entregarle irresoluto al país el terrible problema que ofrece el examen de ese peregrino principio del señor Rodríguez, según el cual desde el día mismo en que se le haya elegido, y al mismo tiempo que se le esté coronando, tendrá razón el pueblo en preguntarse si su Rey tiene o no vergüenza al prestarse a serlo?

No; no hay remedio. Si está en la conciencia de todos vosotros que solamente un grande arranque, que solamente una grande votación puede producir un Rey, ¿por qué no consignáis esa disposición explícitamente en la ley que ha de formar parte de la Constitución del Estado?

¿Qué puede oponerse a este pensamiento? ¿Qué argumentos pueden hacerse contra esto, nacidos de la misma naturaleza de la ley? Ningunos. ¿Es que estamos en una Cámara dividida? ¿Es que estamos en una Cámara que tiene distintas tendencias? ¿Es que en el seno mismo de los partidarios de la revolución de septiembre (no ya entre los que nada tenemos que ver con ella), sino en el seno mismo de la revolución de septiembre, no hay ni puede haber bastante unidad de miras para ponerse de acuerdo y devolver al país la monarquía que la misma revolución le ha arrebatado?

¿Y qué culpa tiene de eso la posteridad, a quién podéis fácilmente darle una dinastía entera y transitoria? ¿Qué culpa tiene de eso la misma generación presente, a quién podéis imponerle el triste legado de una perpetua guerra civil?

¿No tenéis unidad de miras, señores Diputados, y entre los representantes legítimos de la revolución de septiembre no hay acuerdo? Pues formadlo. Eso es lo que exige el país de vosotros; eso es lo que indudablemente de vosotros exigirá la historia.

Si todos estáis convencidos de la necesidad de hacer, y de hacer pronto, una dinastía; si todos estáis llenos del deseo de salvar a toda costa la revolución de septiembre; si pensáis, como yo creo lealmente, en realizar una cosa a la cual desde mi humilde posición vivísimamente deseo ayudaros, que es a restablecer el orden en el país, cualquiera que sea el origen de los acontecimientos actuales, cualesquiera que sean las responsabilidades o las glorias que esos acontecimientos traigan sobre los unos o sobre los otros; si ponéis sólo la vista en los males presentes del país y atendéis seriamente a su remedio; si concebís el problema, repito, de esta manera patriótica en que yo lo concibo, y en que yo repito que viva y cordialmente desearía ayudaros, ¿tan poca abnegación tenéis (y cuenta que hablo en hipótesis), tan poco patriotismo tenéis, que ante consideraciones tan grandes no podéis abandonar pequeñas preocupaciones, o grandes preocupaciones, si queréis, para poneros al fin todos de acuerdo, y si todos no, al menos la inmensa mayoría, aquella mayoría que votó la monarquía, aquella mayoría que votó la Regencia, aquella mayoría que votó la Constitución actual, para darle al país lo que seguramente no es menos importante que ninguna de estas soluciones; es, a saber, una verdadera dinastía hereditaria que tenéis que pensar en hacer, no sólo para vosotros, sino también para vuestros hijos y vuestros nietos?

En todo caso, señores, si en la presión que yo reconozco que existe de parte del país inquieto, aquejado de la incertidumbre y de la flaqueza que rápidamente os he descrito antes, en todo caso, digo, que un clamor ciego, que un clamor inconsciente os pida de cualquier manera la resolución de la cuestión monárquica, vosotros como legisladores, vosotros como patriotas, vosotros como hombres de Estado, tenéis el deber ineludible de decirle al país: «No, no habrá Rey sino como y cuando deba haberlo, y no lo habrá de cualquier manera». Esto es lo que yo creo que exige nuestro deber, esto es lo que yo creo que reclama el verdadero interés del país.

No desconozco, señores Diputados (y voy a entrar desde luego en esta segunda parte de la cuestión, porque no quiero abusar de vuestra atención, ni hacer más largo de lo que exige el cumplimiento de mi deber este discurso); no desconozco, digo, que dos objeciones grandes, generales, pueden hacerse a la tesis que defiendo. La una y la otra las he de abordar con total franqueza. Ha llegado para todos la hora solemne de la franqueza y de la verdad; ha llegado para todos la hora de no callar, y ciertamente no hay nadie que a mí me conozca que pueda pensar que yo he de ser el último en decir la verdad y en proclamarla a la faz del país. Yo no he callado en toda mi vida más que aquello que deberes de gran patriotismo y una gran circunspección, exigida por mis deberes públicos, me ha reclamado. He tenido siempre una gran franqueza de opinión, y esta franqueza no ha de desmentirse, por cierto, esta tarde.

A todo esto que digo pueden, pues, oponerse dos grandes objeciones, y es la primera la de los males ciertos, indudables, incontestables, de la interinidad.

He dicho yo ya que cualquiera que sean estos males en tesis general considerados, nunca lo serán tanto como la creación de una monarquía, como la creación de una dinastía que no responda, por su origen y por la fuerza que le den las condiciones con que se haga, a las necesidades del país. Pero ahora voy a ir más adelante.

¿Es cierto, por ventura, señores (y no hago en esto más que debatir hoy una cuestión, que si bien tiene conexión estrechísima con la que se discute, hace días que he querido ya plantear y que, independientemente de ella, deseo discutir en esta Cámara); es cierto, repito, que todos los males del país, que la mayor parte de los males del país siquiera, tengan su origen en la interinidad? Esto lo niego de una manera resuelta.

¿Necesitaré extenderme mucho para venir a las conclusiones que necesito sacar para daros a entender hasta qué punto creo yo que la organización constitucional, que la organización administrativa, que la organización política en todos sus ramos, actualmente establecida en el país, es incapaz de producir el orden, incapaz de producir el estado regular porque suspiran todos o casi todos los que reclaman contra la interinidad?

Señores Diputados, si ponéis el oído atento a ese rumor que sale del fondo de nuestra sociedad contra la interinidad; si lo ponéis imparcialmente atento, veréis que lo que significa el grito contra la interinidad no es sólo el deseo, no, de que se corone el edificio constitucional. ¡Ah, señores Diputados! Oíd conscientemente, y veréis que cuando se habla de la necesidad de hacer un Rey; cuando hasta se recuerdan como ejemplo los nombres gloriosos de los Reyes Católicos; cuando se proclama, y no sin razón, la necesidad ya urgente de un Rey de acero (¿a qué negarlo? ¿Por ventura un monárquico leal necesita negároslo?), lo que se apetece, lo que se pide es una persona, es una fuerza, algo o alguien que combata frente a frente con la demagogia que hoy impera, y la reduzca al silencio, y restablezca la disciplina y el orden en el país, y devuelva a los intereses conservadores, a las clases conservadoras, el puesto que deben tener en toda sociedad bien organizada.

No es la coronación de vuestro edificio lo que se os pide: os lo digo con entera franqueza, no es eso. Yo he dicho un día desde los bancos de la oposición al Gobierno moderado, cuando le consideraba desatentado en la reacción, y examinando el empequeñecimiento a que había traído el régimen representativo, éstas o semejantes palabras: «Ese sistema representativo que me dejáis, no lo quiero ni lo necesito para nada; si me probáis que ese régimen representativo, tal y como lo queréis, necesita ser el de nuestra patria, suprimidlo por entero, que gustosamente me quedo sin eso, y a mí eso no me hace falta para nada».

Pues a vosotros nos os diré otro tanto; pero algo semejante tengo que deciros y dejaros entender respecto del régimen político actual. Yo os digo que con el desenvolvimiento que habéis dado a una Constitución, que yo ya combatí en su día y que continúa pareciéndome ahora lo que me pareció entonces, ni más ni menos; yo os digo que con el desenvolvimiento político y administrativo que habéis dado a la tal Constitución, con la ineficacísima ley de orden público que habéis hecho, con las imprevisoras leyes de gobierno de provincia y de ayuntamientos que habéis formado, con el sistema, en suma, de gobierno que tenéis acordado y establecido ya en este país, de poco o nada sirve la institución monárquica, de poco o nada nos aprovechará tener monarca.

Pues qué, ¿podréis dudar a pesar de vuestra natural parcialidad de partido, que yo profundamente respeto, podréis dudar, si me acompañáis, con la historia en la mano, al examen de otras épocas semejantes a ésta, que no es precisamente la falta de monarca la que suscita bajo el régimen de nuestros principios el constante clamor de las clases conservadoras? ¿No había Rey de 1820 a 1823? Rey había; y las clases conservadoras y aun la inmensa mayoría del país, que había visto llegar con infantil alegría la Constitución del año 12, que la había visto jurar con entusiasmo, aquella misma inmensa mayoría del país deseó, aceptó, si no buscó, para destruir aquel régimen incompatible con sus intereses y sus creencias, hasta el miserable recurso de la invasión extranjera.

Pues qué, ¿en 1843 no estaba también ocupado el Trono? Y en lo que al Trono le faltaba de capacidad, ¿no estaba esa falta de capacidad reemplazada por un ciudadano ilustre, a quien todos profesamos un gran respeto, a quien muchos de vosotros profesáis la admiración más alta, por el duque de la Victoria? ¿Y no es verdad que aplicado cierto régimen político a nuestra sociedad española, a pesar de estar ocupado el Trono, a pesar de ejercitar el poder real el ilustre duque de la Victoria, fue el país entonces lo que todos sabéis, lo que detalladamente no quiero recordar, porque a muchos quizá les mortificaría, un verdadero campo de Agramante, donde no se veían más que ciudades bombardeadas, batallas sangrientas, desorden, confusión, ruina por todas partes?

Pues vino el año de 1854, y hubo dos de gobierno, en que tuvieron gran parte los progresistas, y volvió a aplicarse al régimen y a la administración del país cierto sistema, no seguramente tan democrático como es el vuestro ahora; y por ventura, ¿no nació de allí también la anarquía? Y si no queréis reconocer que hubiera allí anarquía, en lo cual no insistiré mucho porque no quiero obligaros a ninguna concesión contraria a vuestras leales opiniones, por lo menos (que es lo que importa a las necesidades de mi tesis), ¿no es verdad, individuos del partido liberal más avanzado, que os visteis también acosados por el sordo rumor de las clases conservadoras, que a toda costa pedían la batalla, pedían la represión, pedían que se pusiera término, de cualquier manera, a aquel violentísimo estado de cosas? Pues esos rumores, mucho más enérgicos, mucho más extendidos, mucho más poderosos, mucho más irresistibles, porque ahora han ido las cosas más lejos, son los que forman la voz ronca y tremenda que clama en estos momentos contra la interinidad.

No niego, ¿cómo lo he de negar?, no niego que haya otros elementos; que los haya, sobre todo, muy leales en este recinto y en los círculos políticos; que obren por otros móviles, que no sientan esa necesidad que sienten la generalidad de los hombres conservadores y acomodados, que piensan, por el contrario, de la manera más sincera en buscar sólo la solución de esta interinidad, coronando de cualquier modo el edificio que habéis levantado. Yo no niego esto, ni tengo para qué negarlo; lo que hago es examinar el hecho general, el hecho grande, el hecho que considero de más importante consideración en este momento de nuestra historia; y ese hecho que examino es ciertamente, ¡poned la mano en vuestra conciencia!, ese hecho es tal y como os lo estoy describiendo.

¡Ah, señores! Con un orden político y administrativo que, bien y lealmente examinado, no da al Ministro de la Gobernación facultades para otra cosa que para poner telegramas enérgicos; con unos gobernadores de provincia que sólo son una especie de delegados de sociedad anónima, cuyas funciones se reducen a llamar o no la atención del Gobierno sobre los abusos que en las provincias se cometen; con unos alcaldes depositarlos del poder ejecutivo, base del poder ejecutivo, únicos ejecutores de la ley general y representantes únicos del Gobierno en la generalidad de los pueblos, que no solamente pueden estar en desacuerdo con la política de los Ministros que están encargados de ejecutar, sino que pueden aparecer hasta en discordancia con el soberano y hasta en oposición con la forma de Gobierno; con un régimen que permite que el poder ejecutivo pueda ser republicano, pueda ser carlista y moderado a un tiempo, según las distintas localidades donde se ejercite; con un régimen de esta especie, en suma, si es que éste es realmente algún régimen, yo debo declararlo lealmente bajo el punto de vista de mis principios, poco o nada importa la monarquía, poco o nada importa el monarca.

Por eso, señores Diputados, con la franqueza y la lealtad que me son propias, sin querer molestaros con discusiones inútiles, una vez que os eran bien conocidos mis principios y mis puntos de vista en la discusión concreta y minuciosa de las leyes, he enunciado ya aquí en dos o tres ocasiones señaladas, solemnes, esto mismo que ahora proclamo. Os he dicho (y por si acaso no lo recordáis a causa de la escasa importancia de mi persona, permitidme recordároslo en pocas palabras); os he dicho, repito, que separados por mucho tiempo del Gobierno, que acostumbrados a ver y considerar constantemente en el Gobierno un enemigo, que habituados únicamente a limar y entorpecer los resortes del poder, que seducidos sólo por la gloria de resistir al poder, erais incapaces de constituirlo bien por de pronto; y que todo lo que esperaba yo de vosotros era que al contacto de las necesidades de la vida, que al contacto de las realidades de la política, modificarais vuestras envejecidas preocupaciones y dotarais al cabo al país de un régimen posible y adecuado a sus circunstancias.

Os he dicho, además, que a mí no me asustaban los principios consignados en la Constitución del Estado, en cuanto se refieren a los derechos del hombre, a la libertad de los ciudadanos; que lo que me asustaba a mí era que la repartición desigual de los poderes por una parte; que la indefinición de los deberes correlativos con los derechos por otra; que el vicioso organismo administrativo y político que ibais estableciendo tenía que hacer de todo punto imposible el gobierno, imposible la tranquilidad del país. Y os he dicho, por último (y apenas hace un año que lo repetí desde este sitio): yo estoy aquí esperando en la integridad de mi posición; yo estoy, sin pesimismo, estoy esperando lo que la experiencia os enseña; yo estoy esperando, en fin, la organización concreta que dais a las que llamáis conquistas de la revolución de septiembre, la aplicación práctica de la Constitución que habéis hecho, vuestra obra total y definitiva. Si esa obra definitiva responde a lo que yo creo que son las necesidades del país; si responde a lo que yo creo que exigen los intereses de las clases conservadoras, que son los intereses de todo el país en masa; si yo soy el engañado y vosotros los que acertáis, poco puede importaros mi apoyo; pero yo os ayudaré sin pesimismo, ni despecho, a consolidar vuestra obra; yo os apoyaré en ella desinteresadamente. ¿No lográis nada de ésto? ¿Hacéis un régimen completamente inaplicable a las necesidades del país? Pues ¿cómo queréis que me deje convencer por vuestras teorías? ¿Cómo queréis que no guarde la integridad de mis opiniones para remediar con ellas algún día y poner en su justo lugar todo aquello que crea incompatible, como ahora está, con el buen régimen del Estado? Ha sido, pues, siempre la opinión mía que antes aun que monarca, que antes aun que dinastía, lo que hace falta en esta sociedad, en las presentes circunstancias, es gobierno. Gobierno que no pueden formar los Ministros que están sentados en aquel banco, siempre y cuando quieran, no: El verdadero gobierno es el que nace del ejercicio ordenado de las leyes.

Cuando las leyes no bastan para gobernar, como sucede actualmente en la sociedad española, surge natural e invenciblemente lo arbitrario, el más funesto de los enemigos, el más contagioso de los males de la libertad. Y yo pregunto francamente al Gobierno de S. A.: ¿cree sinceramente que con la organización administrativa y política que actualmente tiene el país se puede gobernar sin monarca, ni con él? ¿Sí o no? ¿Si lo creyese contraería el compromiso, que no contraerá seguramente, de no salirse de la ley y no echar mano de la arbitrariedad, cualesquiera que sean los acontecimientos que sobrevengan. Pero si tal compromiso no se acepta, yo tendré el derecho de proclamar desde ahora que no hay sinceridad en las opiniones con que se han formado esas leyes; que no tiene fe el Gobierno en el actual régimen político, y que éste no responde ni aun a su juicio a las necesidades del país. Porque no estamos ya en aquel período provisional en que no habiéndose hecho las leyes orgánicas todavía, o habiéndose hecho por reales decretos, rápidamente aprobados luego aquí, y sin suficiente examen, podía el Gobierno atender a las necesidades constantes del orden social por medio de transgresiones, también constantes, de las leyes. ¿A que he de recordaros hechos sobre los cuales los hombres conservadores hemos guardado y debido guardar en aquellas circunstancias un prudente pero significativo silencio? Las cosas se han conducido tristemente; de tal manera que hoy, por fortuna, no está alterado el orden público, materialmente por lo menos; hoy que no creo que nadie pueda acusarme de soliviantar las pasiones revolucionarias con lo que diga, tengo en conciencia que declarar, como hombre leal y en defensa de mis principios, una cosa extraordinaria, pero evidente, y es que en todas las sangrientas luchas que aquí ha habido, la legalidad escrita ha estado de parte de los que violentamente han protestado contra las disposiciones del Gobierno.

¿Qué ha dicho el Gobierno siempre para cohonestar esta falsa situación de su parte? ¿Qué ha dicho, sino que la necesidad social, la salud pública reclamaba que en tal o en cual momento se saliera de las leyes? Al oírlo, cuando no tenía tiempo para haber hecho leyes, y cuando la revolución estaba naciente, rindiendo un tributo equitativo a las circunstancias, yo mismo me he apresurado a ofrecerle sobre cada trasgresión de ley un bill de indemnidad; pero ahora ya no estamos en el mismo caso. Ahora tenemos ya que considerar que ha habido tiempo para hacer leyes, que esas leyes se han hecho, y que si son completamente insuficientes para la conservación del orden público, el responsable es el Gobierno, o más bien, el sistema político que representa el Gobierno; y como es imposible estar perpetuamente bajo el régimen de lo arbitrario; como el régimen de la salud pública es el más triste de ningún otro régimen para la suerte de la libertad en los pueblos, yo tengo el derecho de exigir, y exijo ahora al Gobierno, una de las dos cosas más urgentes que nada en estas circunstancias, incluso que la elección del monarca: o que declare que ha de renunciar a no usar en ningún caso de facultades arbitrarias, y que sólo apoyado en el texto impreso de las leyes ha de responder del orden público, con lo cual tendremos una nueva experiencia sangrienta este verano o este otoño, o que traiga a esta Cámara antes que se suspendan sus sesiones, urgentemente, como la primera necesidad del país, cuantas leyes se necesiten para conservar bien y debidamente el estado social.

Y esto que pido al Gobierno de la revolución, se lo exijo también a los revolucionarios de todos matices. Claro está que para quien de esta suerte considera la situación de las cosas y el estado gubernativo y administrativo del país, la cuestión de interinidad tiene que presentar distinto aspecto que para las personas que, no habiéndose fijado en la verdadera causa de los males que se sienten, o atribuyéndoles otras causas, a mi juicio inexactas, creen que todo esto ha de remediarse con sólo salir de la interinidad, por medio de la elección de un monarca.

Hay que hacer antes posible y eficaz la monarquía. Quédame acerca de esto un punto solo, que tiene mucha importancia, que no puedo omitir del todo, pero respecto al cual, por graves consideraciones, me limitaré hoy sólo a hacer una indicación muy somera. Aparte de ser el jefe del poder ejecutivo, que tan impotente aparece ahora, el monarca, o de residir en él, como dice textualmente la Constitución vigente, todo el poder ejecutivo; aparte de esto, digo, es indudablemente el Rey, por la Constitución misma, un poder moderador. Podrá a primera vista creerse que en este concepto de poder moderador hace falta el monarca aún destituido como está, como poder ejecutivo, de todos los medios indispensables para llenar sus altos deberes en la Nación. Pero aún a esto yo tengo que oponer someramente, como he dicho antes, muy serias aunque brevísimas reflexiones. Yo os pido, sobre todo, que fijéis la atención en la organización actual de los partidos, en la fuerza respectiva que les han dado los hechos pasados, en la naturaleza de los medios que les da la situación, no sólo ahora, sino por mucho tiempo necesariamente revolucionaria, y sinceramente os pregunto: ¿creéis que el Rey que aquí venga, destituido de todas las condiciones indispensables para ejercer el poder ejecutivo, tendrá la gran fuerza que aquí por muchísimo tiempo ha de necesitarse para servir realmente de poder moderador entre los partidos rivales? ¿No es evidente que un monarca, sin bastantes medios propios para hacerse respetar de los partidos políticos militantes, será más bien juguete que moderador de ellos? No será, no, cualesquiera que sean sus buenos deseos, dentro de los límites que le traza la Constitución vigente, ni regulador, ni moderador entre los partidos políticos, vencedores entre los hombres políticos, triunfantes entre las fuerzas políticas que actualmente hay organizadas en el país; y no digo más porque basta para entenderme sobre este punto.

Con lo dicho puedo dar por establecida la conveniencia, que es lo que yo quiero que resulte, de esta parte de mi discurso. Yo reconozco como el que más que sería conveniente, convenientísimo, que urge como urge todo, crear un poder monárquico; pero no tengo la fe que en la sola cesación de la interinidad tienen otras fracciones y otros hombres públicos. Yo no podría tener esa fe, sino cuando el edificio que se trata de sostener fuera un edificio que por sí mismo considerase subsistente. Así como el monarca, como coronamiento de un buen edificio político, respondería a las necesidades del país, a lo que ciertamente al país le hace falta para entrar en un estado normal, coronando el monarca un edificio por sí propio insubsistente, inadecuado a las necesidades de la sociedad española, como lo es el actual a mi juicio, podrá hacer poco en favor del orden social, y no será imposible que sea fuente de mayores y más sangrientas perturbaciones que las pasadas. Es ésta mi opinión concreta. En todo esto que estoy diciendo veréis clarísima, señores Diputados, la relación más estrecha con los principios que yo aquí he sustentado desde que tuve la honra de formar parte de esta Cámara, y con la conducta que he observado en ella constantemente. Las palabras que acabo de pronunciar son consecuencia lógica, ineludible, del discurso que tuve la honra de pronunciar aquí al discutirse el proyecto de Constitución; son una consecuencia igualmente lógica, ineludible también, del discurso que el año pasado tuve la honra de pronunciar, explicando, con motivo de una alusión de mi elocuente amigo el señor Castelar, mi conducta política.

Ahora tengo ya que entrar en otro género de explicaciones, con las cuales daré fin a mi discurso; explicaciones que responden a otra de las grandes objeciones que suelen presentarse con más apariencia de fuerza y de eficacia, contra la teoría que yo sustento, de que conviene que el monarca no pueda serio sino en virtud de una gran votación, de una gran mayoría de las Cortes, ya que en las Cortes haya de hacerse. Sería inútil el disimulo, si alguno pretendiera tenerlo, y no pretendo yo, ciertamente, tenerlo en este punto. He dicho antes, y debo repetir ahora, que ha llegado la hora de hablar con franqueza y claridad completa. A los que pretenden que la monarquía no puede formarse, o que la dinastía no puede formarse (puesto que la monarquía teóricamente, legalmente, formada está), pero, en fin, que la dinastía no puede formarse sin que arranque de una gran votación en esta Cámara, se les imputa en todas partes, aquí con más moderación, fuera de aquí con más violencia, el cargo de que pretenden o dilatar o imposibilitar el nombramiento de Rey, con éste o el otro determinado fin político. Y, dado esto, es natural que a cada cual que se le impute esta intención en la manifestación de sus opiniones, se le atribuya tales fines políticos arbitrariamente. En cuanto a la candidatura general, yo creo firme y sinceramente que quien quiera, que quien desee la destrucción de la revolución de septiembre, o las consecuencias de esa revolución, mientras más y más irreconciliable sea con ellas, mientras más contrario sea a los principios que en esa revolución ha triunfado, si es un hombre serio, si es un hombre de alguna previsión, si es un hombre de alguna experiencia, lo que debe desear, pedir, solicitar, es que se forme aquí una monarquía transitoria, sin raíces y con caracteres de verdadera interinidad. Opino, pues, en consecuencia de esto, que de una manera inconveniente, que contra su voluntad, que contra sus mejores deseos, los que aquí trabajan por la destrucción de los principios de la revolución de septiembre de una manera más eficaz, son los que en lugar de aceptar los medios que ofrecen la previsión y la prudencia; los que en lugar de tomarse el tiempo necesario para hacer Rey, o que en lugar de hacer todos los sacrificios de amor propio, o de interés, indispensables para tener aquí una grande y numerosa elección de Rey, pretenden que se haga un Rey de cualquiera manera, y tal, que no pueda resistir poco ni mucho los embates demagógicos, o los embates verdaderamente reaccionarios que han de sobrevenirle de muy distintos puntos del horizonte.

Puede sostenerse, pues, hasta por los amigos más resueltos de los principios democráticos y de la revolución; puede sostenerse bien lo que yo sostengo; puede combatirse ardientemente lo que yo combato. Por el contrario, si hay, como hay indudablemente, en el país grandes partidos políticos que desean que no quede en pie ninguna obra de la revolución; si hay muchos hombres políticos que desean que todo lo que ha traído desaparezca de una vez de nuestra patria, esos hombres políticos no pueden desear nada mejor sino que no salga de aquí una monarquía robusta, una dinastía formada por el acuerdo de la inmensa mayoría de los Diputados monárquicos. Es preciso no ser pesimista, como yo no lo soy; es preciso inspirarse, ante todo, en el interés de la patria, prescindiendo de toda afección personal, para desear lo que yo deseo y lo que yo mantengo. Lo contrario sería contradictorio, sería absurdo; y sólo atribuyendo a aquellos en quienes esto se sospeche, no ya mala intención, porque no es siquiera mala intención, sino falta de formalidad y de experiencia política, puede atribuírseles semejante cosa. Clara y evidentemente se ve (lo declara a la faz del país, con la seguridad de que todo el mundo hará a mi sinceridad la debida justicia), que la dinastía naturalmente más simpática en estos momentos para todos los enemigos irreconciliables de la revolución es, como no puede menos de serlo, aquella que sólo triunfe aquí por 89 votos; aquella que de tal modo se erija, que haya que pensar del hombre que ponga sobre su cabeza la corona, que, según la frase de uno de los autores de la ley, no tiene vergüenza. No se necesita grande astucia, no se necesita mucha mala intención para formar este juicio y para tener tales preferencias.

Por mi parte, señores, y aquí es donde entran mis explicaciones personales, por mi parte, señores Diputados, yo, bien lo sabéis, aunque doy tan claras muestras de no ser pesimista, no he pretendido tampoco jamás, no he pretendido por un momento siquiera pasar por admirador, ni siquiera por amigo de la revolución de septiembre. Yo podría, pues, albergar ese pesimismo y cualquier otro sentimiento hostil con un perfecto derecho en mi ánimo; pero no lo albergo. Yo he declarado ya aquí, y lo repito ahora, que no he contribuido a la revolución; pero comprendiendo, sin embargo, los motivos en que pudo fundarse, haciendo también justicia a la fuerza de las circunstancias, admitiría sus efectos, admitiría sus consecuencias, siempre que esos efectos y esas consecuencias, respondiesen al bien del país en adelante.

No podéis, pues, no tenéis por qué contarme a mí entre los que hacen una política irreconciliable. Yo no la hago, ni en aquello que puede comprometer algo más alto que mis simpatías, algo más grande que mis sentimientos, algo más importante que mi porvenir, que es el interés sagrado de la patria. Lo que yo he hecho, pues, señores Diputados, lo que hago todos los días con respecto a la cuestión dinástica, es examinar de una manera imparcial, serena, despejada de preocupaciones, el verdadero estado de la cuestión monárquica.

Hay en la cuestión monárquica en nuestro país en estos momentos tres o cuatro tendencias que se contradicen más o menos, y más o menos opuestas unas a otras, las cuales debilitan de una manera gravísima la fuerza, por otro lado incontrastable, entre nosotros, del principio monárquico. Al examinar esta cuestión hallo, de una parte, que la característica impaciencia nacional de que ya os he hablado dos veces, y el deseo de buscar pronto un remedio a toda costa al malestar que aqueja al país, ha llevado hacia el partido carlista, que parecía difunto, una gran parte de la opinión monárquica, hasta de aquella parte de la opinión monárquica del país que había sido liberal hasta ahora. (Rumores.) Este hecho, solamente extraño para los que juzgan por sus sentimientos personales las cosas políticas, sobre ser cierto, es un hecho que tiene fácilmente explicación, atendido el carácter histórico de nuestra patria. Al lado de esta gran corriente monárquica, que se ha separado de su cauce con el partido carlista, hay en el país, como no puede menos de haberlos, grandísimos elementos monárquicos afectos todavía a la monarquía destronada. (Fuertes rumores.) Quizá tendré que decir cosas todavía menos en armonía que ésta con las opiniones de muchos de los señores Diputados, sin embargo de lo cual me propongo decirlas.

Espero, pues, que estando examinando, en uso de mi derecho, el estado del país con la más completa imparcialidad a mi juicio, la Cámara, las personas mismas que estén más distantes de mis opiniones, tendrán la bondad de escucharme. (Sí, sí.) Pues bien, yo digo, y repito, que hay en el país grandes y poderosos elementos afectos a la dinastía caída; y añado en tercer lugar, sin entrar en nuevas subdivisiones, que hay bastantes elementos monárquicos partidarios de la revolución de septiembre, que son los que vosotros estáis aquí representando. Este es el cuadro que presenta, imparcialmente, a mis ojos el gran partido monárquico español. Cuadro bien triste si se considera que tiene enfrente al partido republicano, partido poderosísimo; que tiene enfrente, además, fracciones demagógicas, más temibles aún que el partido republicano, y que han de necesitar por mucho tiempo, siempre probablemente, de una grandísima fuerza, por parte del monarca que aquí se establezca, para contener su acción, manteniendo el sistema político vigente y el orden social.

Después de haber meditado y analizado de esta manera el estado de la cuestión monárquica en el país, he de decir lealmente, y sin llevar otra mira que el interés del país todo, lo que mis convicciones y mis antecedentes me ordenan decir en este día. Si esta cuestión monárquica, señores Diputados, si esta gran cuestión monárquica pudiera reducirse en algún tiempo a los límites de una cuestión personal; si esta cuestión monárquica pudiera alguna vez decidirse por simpatías, como por antipatías individuales; si esta cuestión monárquica debiera resolverse con el criterio individual y no con el criterio de la posibilidad, de los intereses y del bien general de la patria, yo no temo decirlo, yo os lo voy a decir, y lo diré cien veces: aquí, dentro de mi corazón; aquí, dentro de mi espíritu; aquí, dentro de mi conciencia, no hay más que una sola simpatía, y esa simpatía es por el Príncipe Alfonso. (Rumores.)

No entro ahora de lleno en esta cuestión por su naturaleza tan delicada; no quiero imponer en esta cuestión tan grande y tan decisiva para nuestra patria, ni a nadie, ni a nada, el criterio de mis impresiones individuales; pero así como todos tienen aquí derecho a manifestar otras simpatías, tengo también yo el derecho, que delante de vosotros estoy ejerciendo, de manifestar las que tengo. Sí, señores Diputados; si es que hay en vosotros, si es que hay en una parte del país, más grande o más pequeña, una repugnancia invencible contra la raza a que pertenece el Príncipe Alfonso; si es que hay contra él alguna sentencia oculta, preconcebida, alguna especie de reprobación o de antipatía absoluta, ni tal reprobación, ni tal sentencia, ni ninguno de esos sentimientos, caben en mí que le he conocido desde niño, que entonces le he creído digno de llamarse Príncipe de Asturias y he estado dispuesto a defenderle, como he defendido a su madre, y he estado dispuesto más de una vez a derramar por ella hasta la última gota de mi sangre. ¿Es esto claro? Pues quisiera con esto y todo que no se apresuraran a formar juicio los señores Diputados, porque tengo aún que decir cosas graves todavía.

Empecé por decir (y de aquí he derivado el razonamiento de toda esta parte de mi discurso) que si esta cuestión fuera personal y hubiera de resolverse por el criterio individual, yo seguramente la resolvería con arreglo a los sentimientos que he manifestado. Claro está que con aquella sola enunciación he indicado ya bastante que ésta no era en sí misma una cuestión de criterio individual, ni de apreciación personal, ni de simpatía personal. Es ésta, y no puede menos de ser, una cuestión de interés público, la más grande cuestión de interés público que haya pendiente en la actualidad en España. Como tal cuestión de interés público, la he venido juzgando desde el principio de la revolución hasta ahora; y lo que de mí reclama el interés público es la que me queda por examinar brevemente en este instante. Con esas simpatías y todo, no es que me haya faltado nunca la resolución, no es que me haya faltado nunca el fácil valor de proclamar aquí la candidatura del Príncipe Alfonso, sino que, a pesar de ello, he tenido siempre el convencimiento de que no estaba en el interés del país el proclamar una minoría. Pueden, pues, los que, estimando la suerte y el estado del país de otra manera, juzgan posible y compatible con los intereses presentes y por venir del país el proclamar abiertamente la candidatura de un menor en las especialísimas circunstancias en que nos hallamos; pueden también, desde luego, excomulgarme por su lado, como debo estar excomulgado ya, sin protestas ninguna de mi parte, por los que a todo trance, y en todo momento, y en todos los casos, excluyen del porvenir de la corona de España al Príncipe Alfonso. Tendré dos, en lugar de una excomunión sola; y para recibir las dos tengo serenidad suficiente.

No es esto, señores Diputados, no es esto ciertamente buscar conveniencias personales por dos partes a un tiempo; esto es, señores Diputados, cerrarse las conveniencias todas. Yo conozco bien las pasiones de partido; yo conozco bien que es útil, sobre todo en la situación candente en que se encuentra hoy nuestra patria, no reparar en los intereses generales ni el ser abstracto de la patria, sino que lo que conviene personalmente es, cuando se presentan tales dilemas políticos, optar por uno de sus términos, el que ofrezca al parecer mejor éxito, aunque ninguno de los dos términos del dilema sea en sí mismo aceptable. Conozco esto perfectamente; tengo sobrada experiencia histórica y sobrada experiencia personal para que no comprenda las consecuencias de lo que con pleno conocimiento de causa estoy haciendo, de lo que hace todo hombre que prefiere sobre todo la satisfacción perfecta de su conciencia, que antepone esta satisfacción de conciencia a toda clase de intereses. Con eso, y todo, declaro dos cosas ante la Cámara y ante el país. La primera, que jamás saldrá de mis labios nada que tienda a la exclusión del Príncipe Alfonso, nada que tienda a combatirle: ¡qué digo combatirle!, las personas más importantes de esta Cámara saben bien que yo he estado ya varias veces aquí, en mi puesto, dispuesto a si venía una discusión de esa clase, a tomar a mi cargo la defensa del hijo, como tomé ya la de la madre en una cuestión célebre, cualesquiera que fuesen las indignaciones revolucionarias y cualesquiera que fueran las excomuniones de las dinastías del porvenir.

Pero en segundo lugar declaro, señores Diputados, que si hay algún medio de evitar a mi país nuevas guerras civiles; si existe ahora, o puede existir en el porvenir, algún medio para evitar que haya que ir una vez más a buscar la resolución de las cuestiones políticas pendientes, como por desgracia y en último término ha sucedido ya en tantas ocasiones en nuestra patria infeliz, a las cuadras de los cuarteles de los regimientos; si es que aún existe algún medio de evitar a este pobre país esa nueva desventura, ese medio tendría mi patriótica aceptación. Yo lo acepto, yo estoy dispuesto a aceptarlo lealmente: yo no pediré al Trono que se levante, para reconocerle como legítimo, sino que tenga la suficiente fuerza, que tenga la suficiente anchura para traer y consolidar el orden con la libertad. De este modo, y si en último término tuviera que renunciar a mis simpatías personales, podría siempre decir al menos: yo no he conseguido lo que más deseaba; pero no he hecho el sacrificio de mis sentimientos sino en aras de la felicidad de la patria. He aquí todo mi secreto, he aquí también todo el móvil de mi oposición al proyecto de ley que se discute, según el cual temo que no se levante ni lo que yo prefiero, ni nada que pueda traer al país el bien que le hace falta.

No lo dudéis: si desde el principio de la revolución de septiembre el país entero, o una gran parte del país, o vosotros mismos, por tal o cual prestigio, hubierais acertado a hallar un Príncipe acepto siquiera a los revolucionarios, y ese príncipe hubiera evitado al país alguna parte de los males que viene experimentando, yo, que no he sido partidario de la revolución de septiembre; yo, que no tomé parte en ella, en nombre del interés general le hubiera apoyado en su obra.

Y si esta Cámara, u otra Cámara, hiciera todavía eso y proclamase un Príncipe que traiga consigo el bienestar de la patria, lo mismo estoy dispuesto a hacer en adelante. Poco importa esto por mi persona; pero no podéis dudar, si ponéis la mano en vuestros corazones, que detrás de mí hay algo en el país; que hay, no algo, sino mucho, en el país, que responde a mis pensamientos; y que si estoy aquí poco acompañado, no estoy tan poco acompañado como aquí en el país. Hay en él clases considerables, hay muchos, muchísimos hombres políticos, que esperan eso, que desean eso, que desean ante todo la felicidad de la patria y apoyarán al que trabaje con buena voluntad para alcanzarla, sin dejar de tener por eso preferencia y simpatías por la persona misma que a mí me las inspira.

Paréceme en conclusión, señores Diputados, que he estado bastante sincero; paréceme que he estado también suficientemente explícito.

Inútil sería que después de lo que he dicho me extendiera en más largas consideraciones. Lo que yo deseo es que todo cuanto he dicho os sirva para reconocer en el fondo de vuestra conciencia que he tenido razones poderosas, razones muy serias, muy profundas, por lo menos a mi juicio, puesto que no pretendo ser infalible, para dejar de votar el proyecto de ley que se discute. Y no tengo más que decir por ahora.

El señor PRESIDENTE: El señor Ríos Rosas tiene la palabra, como de la comisión.

El señor Ríos ROSAS: Señores Diputados, habéis oído el extenso discurso con que el señor Cánovas tantas veces ha cautivado vuestra atención, y hasta conmovido vuestro ánimo por la limpieza de la frase y por la excelencia del estilo. Le he oído yo también con la misma atención que vosotros, y voy a comunicaros la impresión que en mí ha hecho este discurso; voy a deciros la síntesis que, en mi juicio, encierra ese discurso.

El señor Cánovas es ahora, como ha sido antes, enemigo de la totalidad de la revolución de septiembre, enemigo de la Constitución que ha hecho la revolución de septiembre, enemigo de las instituciones creadas por esa revolución, enemigo del espíritu de la revolución, enemigo de todo cuanto hemos hecho desde que estalló la revolución hasta el día. Eso lo sabíamos; pero era bueno que el señor Cánovas lo recordara en esta crisis, en estos momentos solemnes; porque la expresión de esos sentimientos, la manifestación de esas aspiraciones nos servirán de mucho para apreciar el criterio con que S. S. combate el dictamen de la comisión.

Pero aparte del sentido general de ese discurso, aparte de este sentido que os he revelado, y respecto del cual me parece que creéis lo que yo creo; aparte de ese sentido, ¿qué ha dicho S. S., en rigor, contra el dictamen de la comisión? En medio de su elocuencia, en medio de su maestría, en medio de su energía de expresión, ¿no le habéis visto circular constantemente alrededor de un solo argumento?

Esto me tranquiliza; esto prueba que el dictamen de la comisión es bueno en sí y superior a las objeciones de los más agudos talentos.

Pudiera S. S. haber examinado los diversos principios que contiene ese dictamen; pudiera haber examinado si el voto ha de ser secreto o ha de ser público; pudiera haber examinado dentro de la publicidad el mecanismo del voto; pudiera haber examinado la cuestión de si había o no de haber una discusión contemporánea al voto; pudiera haber examinado otras cuestiones que comprende el dictamen y que S. S. ha dejado completamente intactas. Todo lo que a S. S. le ha preocupado, todo lo que S. S. ha criticado, ha sido la parte aritmética, por decirlo así, del dictamen de la comisión.

Yo me felicito de ello: yo expondré brevísimamente esa única cuestión que ha tocado el señor Cánovas, y habré de exponerla repitiendo lo que, a propósito de ella, dijo el día pasado mi digno amigo el señor Rodríguez, porque no hay más que decir sobre esa cuestión. Sobre esa cuestión concreta, sobre esa cuestión grande en resultados, pequeña en los términos, no hay más que decir que lo que dijo el señor Rodríguez. Antes de examinar esa cuestión, y proponiéndome en el curso de mi peroración rectificar algunos de los grandes errores de principios y grandes errores históricos en que ha incurrido el señor Cánovas, quiero descargar mi conciencia, quiero desahogar mis sentimientos patrióticos, protestando contra un error fundamental; contra un error que, si no hubiera salido de los labios de S. S., llamaría yo escandaloso; contra un error histórico que ha proferido aquí el señor Cánovas.

No: España en 1823 no llamó al extranjero; eso no es cierto. La España no lo ha llamado nunca; la España no lo llamará jamás. (Grandes aplausos). Orden. Escuchad.

Le llamó el Rey a quien no calificaré en este momento, porque he servido a su desventurada hija; no lo llamó el pueblo español; no lo llamaron las clases superiores; no lo llamaron las clases medias; no lo llamó ninguna de sus ilustraciones; no lo llamó ninguno de sus grandes elementos políticos y sociales; no lo llamó el ejército; no lo llamó la milicia, ni aun siquiera lo llamó la parte sana del clero español; no lo llamó la mayoría del clero español. Lo llamó el Rey Fernando VII, y lo llamó el Rey Fernando VII apoyado únicamente en algunas de las capas más inferiores de la sociedad. En los más de los pueblos, el proletariado español era bastante honrado y tenía en lo general bastante sentido para no llamar al extranjero. Lo llamó el Rey con los voluntarios realistas. (Bien, bien.)

Puede, pues, tranquilizarse el señor Cánovas: la España, que no llamó entonces al extranjero, no lo llamará nunca; la España, que no llamó entonces al extranjero, no lo llamará ahora para que entronice en el solio español a un príncipe apoyado en las bayonetas del extranjero.

Yo, señores, he sido dinástico; yo he servido a Isabel II lealmente; yo he puesto mi pecho delante de ella para interponerme entre la Reina y las balas. Yo he hecho esto dos veces, y no me arrepiento de haberlo hecho; y si me hallase en adelante en circunstancias análogas con otro cualquier príncipe, porque no espero que vuelva a sentarse en el Trono español esa desgraciada señora, lo haría también.

Yo he sido dinástico, señores, cuando el señor Olozaga, dignamente, era antidinástico; y defendiendo yo a la Reina en una ocasión solemne, enfrente del señor Olozaga, pronuncié estas o semejantes palabras.

Yo dije entonces que no aceptaría jamás Reyes ni dinastías amasadas por la traición e impuestas por el extranjero.

Pues lo que dije entonces lo digo ahora, cualesquiera que sean esos Reyes y esas dinastías. ¿Quién había de decirme a mí que esto que pensaba entonces, que esto que pienso ahora, sería una alusión, sería una condenación, sería una profecía lanzada contra la misma desventurada dinastía que yo a la sazón defendía?

Pero me he visto en la necesidad de decirlo a causa de lo que a propósito del Príncipe Alfonso ha dicho el señor Cánovas.

Yo aplaudo su franqueza, yo aplaudo su sinceridad; yo creo que S. S. ha dicho todo lo que siente, y nada más de lo que siente. ¡Pido a Dios que crean lo mismo los que fuera de aquí simpatizan con sus opiniones y no están muy satisfechos con la conducta de S. S.! Esos estimarán, créalo S. S., que S. S. no haya quemado las naves, y mientras S. S. no queme las naves, no será el Hernán Cortés de esa epopeya.

Su señoría ha clasificado las monarquías, o la forma de constituir las monarquías, en tres clases. Ha dicho S. S. que unas se apoyan en la noche de los tiempos; que el poder monárquico constituido de antiguo, es una manera de perpetuar una dinastía. Ha dicho después el señor Cánovas que hay otra forma, que es, a su juicio, la forma moderna y la mejor, que es la forma del plebiscito; y que hay, por fin, otra forma, que S. S. ha llamado doctrinaria, calificación cuyo mérito corresponde a S. S. porque es original.

Pues bien, señores Diputados: yo, en oposición a lo que cree S. S., creo, con la historia en la mano, y con la historia de este siglo, dos cosas de la monarquía plebiscitaria, dos cosas completamente contrarias a las que ha sostenido S. S.

Yo creo profundamente que no se consolidan jamás esas monarquías. Yo creo que no se consolidó la de Napoleón I. No presumo de profeta; tengo un alto respeto a un gran poder extranjero y, por consiguiente, no me permitiré augurar nada respecto de la suerte que en el curso de los tiempos reserve la Providencia a los sucesores de ese poder. Pero yo no puedo olvidar, como no lo ha olvidado nadie, el juicio que en esta delicada materia han formado en Europa todos los hombres imparciales, todos los hombres ilustrados, todos los hombres de Estado. ¡Quiera el cielo que el porvenir desmienta este juicio y ahorre nuevas tempestades a esa hermosa y poderosa Francia, cuya paz interior es el reposo del mundo! Pero dado que una dinastía constituida de ese modo ofrezca condiciones de solidez, ofrezca condiciones de estabilidad, ofrezca grandes condiciones de porvenir, yo no la aceptaría jamás para mi patria. ¿Y sabéis por qué? Por la misma razón que en los Estados Unidos es indirecta la elección del Presidente; porque un monarca designado nominalmente, apoyado por millones de votos en presencia de las Asambleas, es un monarca absoluto; las Asambleas son entonces una sombra: el absolutismo está en el fondo; el absolutismo está en el vigor de la cabeza y del brazo que han levantado sobre el pavés muchos millones de hombres.

Nosotros, monárquicos liberales, no podemos ni debemos ser menos prudentes que los republicanos de América. No; si ha de haber gobierno representativo; si ha de haber gobierno delegado; si las Cámaras no han de ser más que la delegación del pueblo, el Rey al labrarse, el Rey al amasarse, el Rey al constituirse, no puede ser sino la delegación indirecta del pueblo, y debe ser elegido por la Cámara, para que sepa el Rey que las Cámaras son instituciones permanentes; para que sepa el Rey que las Cámaras son la nación; para que sepa el Rey que ha de vivir con las Cámaras, por las Cámaras y con las mayorías para que sepa el Rey que no ha de ser absoluto, sino que ha de ser constitucional; para que sepa el Rey que rompiendo este pacto, rasga su título y compromete su Trono. (Muy bien: grandes aplausos.)

Ahora bien: por estos motivos yo profeso la forma llamada por S. S. doctrinaria de constituir dinastías; profeso la forma con que se constituyó la dinastía que aseguré y perpetuó el régimen constitucional en Inglaterra; profeso la forma con que se ha constituido la dinastía que ha asegurado el régimen constitucional en esa nación artificial que se llama Bélgica; y como no imputo a esa forma la caída del Rey Luis Felipe, no me hace efecto ninguno el ejemplo citado por el señor Cánovas. Luis Felipe no fue nombrado por la Cámara; la Cámara no hizo más que reconocer el hecho del Hotel de Ville. En el Hotel de Ville la aclamación del pueblo, el apoyo de Lafayette, el entusiasmo de las muchedumbres hizo Rey a Luis Felipe. Si Luis Felipe cayó, no fue porque estuviese elegido por una Cámara: podría decir, mas eso no cumple a mi buena fe, que cayó por estar elegido por las turbas; pero la verdad es que los Reyes elegidos, que los Reyes fundadores de dinastías, que los Reyes que han de venir detrás de nosotros con el curso de los tiempos, caen o no caen, según los tiempos y las circunstancias.

Hemos visto caer muchos Reyes de derecho divino; hemos visto caer muchos Reyes de derecho humano; los hemos visto caer de varios modos. No podemos, pues, deducir del origen de la elección de tal o cual dinastía, de tal o cual Soberano, la mayor o menor debilidad del mecanismo con que fue elevado al Trono.

Me permitirá la Cámara que consulte (porque no venía dispuesto a contestar al señor Cánovas) los apuntes que he tomado al hablar S. S., para contestarle siguiendo el curso de su peroración.

Entremos ya en el argumento Aquiles, en el argumento sustancial, en el único argumento, por decirlo así, del discurso del señor Cánovas.

Su señoría nos ha dicho que es menester, si el Rey ha de tener autoridad moral, que sea elegido por muchos votos: si, pues, es menester que el Rey sea elegido por muchos votos, aceptad este criterio, aceptad esta necesidad, escribid este precepto en la ley que tratáis de hacer.

Ciertamente que conviene que el Rey sea elegido por muchos votos; pero entendámonos: en toda Asamblea, ¿qué es lo que constituye, qué es lo que representa la Asamblea? La mitad más uno de los individuos que la componen. Todo cuerpo numeroso, y aunque no sea muy numeroso, todo cuerpo compuesto de hombres, toda corporación, por su propia naturaleza, ha de dividirse: es, pues, una ley necesaria de toda corporación, la ley de la mayoría, la necesidad de admitir que la mayoría, que la mitad más uno de los individuos que componen el cuerpo, son el cuerpo mismo, son la unanimidad: hay que partir de esta base para todo; sea en una cuestión de una importancia inmensa, sea en una cuestión de importancia mediana, sea en una cuestión que no tenga importancia alguna, en una cuestión inferior o baladí, preciso es admitir siempre que la mayoría es el cuerpo, que la mayoría es la unanimidad, que la mayoría decide. Esto es evidente.

Si, pues, la mayoría es el cuerpo (y aquí no hago más que exponer los rudimentos del régimen parlamentario), todo lo que hace la mayoría, cualquier cosa que haga la mayoría, tiene que hacerla según las leyes de su naturaleza; no puede hacer nada sino con sujeción a esas leyes; esas leyes son la condición necesaria de su acción.

Pues bien, supuesto que la mayoría representa la unanimidad, admitida la hipótesis de que la mayoría puede hallarse sola y la minoría ausente, ¿qué resulta? Que dividida la mayoría, por una cuarta parte de la corporación se resuelven todas las cuestiones de necesidad, y de necesidad absoluta. Es un criterio que no admite excepción; no puede admitir más que una excepción, una excepción contraria a la naturaleza de las cosas, contraria a la naturaleza de estas instituciones: la excepción de buscar en la minoría, en la cooperación de la minoría, una mayoría legal, determinando en tales o cuales circunstancias, en tales o cuales cuestiones, que las dos terceras partes, por ejemplo, de la Cámara, hayan de concurrir a una votación, a una resolución. Pero ¿qué resulta de este sistema que alguna vez se ha ensayado? ¿Qué resulta? Que la minoría se impone a la mayoría, que queda relajado, desvirtuado y adulterado el principio mismo del régimen parlamentario; que la minoría manda, y la mayoría sucumbe.

Así, pues, es necesario atenerse al régimen usual y ordinario de la mayoría, a este régimen se han atenido en todas partes.

El señor Cánovas nos ha hablado del Rey Leopoldo de Bélgica. Si bien es verdad que el Rey Leopoldo tuvo 152 de 200 votos, ¿tuvo esa votación después de haberse escrito en la ley que necesitaba esa votación para ser Rey? Esa es la cuestión. No; en la ley se escribió la simple mayoría; en el artículo 1.º se dijo que el Rey debía de tener la mitad más uno de todos los votos de los Diputados existentes, en el artículo 5.º (naturalmente, en la necesidad de ocurrir al caso en que todos los Diputados no se hallasen presentes, porque de lo contrario resultaría el régimen de Polonia, el liberum vetus, y un solo Diputado impediría la solución, a lo cual conducen en rigor todos los argumentos que ha esforzado el señor Cánovas) se dijo: «Si no estuvieran presentes todos los Diputados, los que estén presentes resuelvan, y ésta será la decisión legal». De esta suerte, antes de ser elegido Rey Leopoldo, lo fue el duque de Nemours, y éste fue elegido por un simple voto de mayoría, no de la mayoría total de la Cámara, sino de la mayoría de los Diputados presentes, y fue proclamado Rey y se le ofreció la Corona; y ni la imprenta, ni el Ministerio francés, ni el Rey su padre, nadie hizo objeción en razón a la exigüidad de los votos: no; lo que opuso el Rey Luis Felipe fue que temía la guerra europea si admitía la corona para su hijo; lo que opuso el Rey fue que habiendo puesto un veto al duque de Leutemberg, no podía aceptar la corona para su hijo, porque la Europa diría que había puesto ese veto para trasladar la corona a su casa. Así, pues, en esta cuestión, como en todas, es indispensable atenerse al régimen de la mayoría; no hay medio ninguno de salir de ese régimen: cualquiera ficción que se adopte para salir de ese régimen es absurda, contradictoria y depresiva al principio de la mayoría, y conduce a que no tenga éxito aquello mismo que se trata de llevar a cabo.

Pero ¿se ha contentado la comisión con hacer esto? La comisión temía otro género de objeciones de las que han hecho los señores Cánovas y Rojo Arias; la comisión temía que se le imputase el haber sacrificado hasta cierto punto el principio que acabo de exponer, por asegurar más respetabilidad y dignidad a la elección del monarca. Porque, en efecto, ¿qué es lo que ha hecho la comisión? La comisión ha dicho: «Es necesario que la mayoría absoluta de los Diputados den votos eficaces a candidatos determinados; de tal suerte, que sin esta circunstancia no hay elección; es menester que la mitad más uno de la mayoría absoluta de Diputados proclamados den sus votos a un determinado candidato, y que la minoría de aquella mitad más uno, votando a otro candidato, coopere indirectamente por este hecho a validar y dar éxito a la designación del candidato más favorecido». Ya resulta de este sistema, que es un sistema completamente nuevo, que está muy cerca del sistema de los señores Cánovas y Rojo Arias, el grave inconveniente de que en la última votación los Diputados que apoyen al candidato vencido, por el sólo hecho de abstenerse, impidan la elección.

Hasta ese punto hemos llevado nuestro rigor; hasta ese punto hemos sido imparciales; hasta ese punto hemos hecho abstracción de simpatías y de personas, y de ese modo hemos contestado a las indignas calumnias que se han fulminado indistintamente contra todos nosotros. No; no puede ser Rey de España el que no tenga, por lo menos, el asentimiento de la mitad de los Diputados que componen esta Cámara; tendrá, sí, de los más el asentimiento expreso; tendrá de los menos, cierto tácito asentimiento. ¿Se puede pedir más? ¿Quiere más el señor Cánovas? No podemos darle más sin incurrir en el absurdo y en la imposibilidad.

Me parece que he expuesto claramente el mecanismo del dictamen.

Para sostener el señor Cánovas su tesis encubierta, porque la tesis expresa, abierta, ha sido la de que este método era malo; pero su tesis encubierta, que en los últimos razonamientos de su elocuente discurso ha aparecido claramente, su tesis es que es mejor la interinidad que nombrar un Rey; como este Rey no sea un Rey que reúna todos los votos de la Cámara, yo le digo a S. S. que si espera a nombrar Rey cuando el Rey haya de tener unanimidad en esta Cámara ni en ninguna otra, S. S. puede creer que jamás habrá Rey en España; que caerá la monarquía y les daremos la razón a los señores que se sientan enfrente.

Es absolutamente imposible que en ninguna Cámara política, en ningunas circunstancias, ni en las actuales, ni en ningunas otras, pueda ser elegido por unanimidad un Rey, pueda hacerse nada por unanimidad o por una mayoría de las dos terceras partes. Y esto no solamente es imposible en tesis general, en abstracto, sino que lo es en todos tiempos. Pues qué ¿es mal peculiar de España la pulverización; la individualización de las opiniones; las diversas tendencias de las opiniones políticas, filosóficas y religiosas? ¿Es mal peculiar de España el caos político, científico y moral que trabaja al mundo? Y en medio de ese caos se nos viene a pedir la unanimidad o una mayoría que equivalga a la unanimidad. La unanimidad moral ya os la damos, os damos la unanimidad de la mayoría en los términos que os hemos explicado. No necesitáis, no necesita el país, no necesita el Rey más para tener autoridad y dignidad.

Pero S. S. nos ha dicho entre las paradojas que abundan en su discurso: «Si queréis un Rey malo, es peor que la interinidad». Pues yo le digo a S. S. que nada hay peor que la interinidad; que un Rey que parezca malo a algunos que pueda entrar con pocas fuerzas en la gobernación del Estado, un Rey en esas circunstancias puede ser un gran Rey, puede dar resultados útiles y positivos, puede hacer mucho por el mero hecho de sentarse en el Trono. ¿Sabéis cuál es el mal de las revoluciones cuando caminan a su término, y en su período de descenso está la revolución española? La falta de esperanza, de seguridad, de confianza; el alejamiento, la privación del objetivo que se tiene a la vista y que nunca se alcanza. Los pueblos viven como los individuos, de la expectación de obtener aquello que desean. Podrán recibir decepciones, desengaños; pero cuando obtienen lo que desean sobreviene un gran período de satisfacción, de calma, del cual un Rey mediano, y aun inferior, rodeado de buenos Ministros, puede sacar un gran partido para bien de la Nación y para la consolidación de su Trono. ¿Qué es lo que está pidiendo a voces la Nación? ¿Qué es lo que pide por todas partes y a todas horas? ¿Es que se engaña la Nación en general? ¿Es que la voz del pueblo, voz del cielo, no nace de un criterio justo? ¿Es que el instinto público padece error? No; es que todas las cuestiones se enlazan en la cuestión monárquica.

Cuando sobrevenga un Rey quedarán desarmadas las pretensiones del partido republicano; a ese mismo partido le hemos oído el año pasado, y este año, si mal no recuerdo, reconvenirnos duramente porque no nombrábamos Rey, y nos decía: «¿Cómo queréis que no se altere el orden, que -no haya insurrecciones, que no haya conspiraciones, si todo está en duda, si no hay nada sólido, nada estable, nada definitivo?» Y tenía razón: mientras dure la interinidad, las insurrecciones periódicas; mientras dure la interinidad, la conspiración permanente; mientras dure la interinidad, el descrédito; mientras dure la interinidad, el absentismo, la fuga de capitales, la miseria, el hambre; mientras dure la interinidad, todas las plagas que pueden caer en un país civilizado. Yo doy de barato al señor Cánovas que las leyes que han hecho estas Cortes, las leyes orgánicas, la ley de orden público y las demás leyes son insuficientes, que son malas, que son anárquicas. Pues todavía esas leyes, empleadas por un Gobierno a cuya cabeza esté un Rey, bastarían. Y esto lo digo aparte de que yo estoy lejos de asentir indistintamente al juicio del señor Cánovas sobre esta materia.

El señor Cánovas precisamente, entre las aventuradas aserciones que ha hecho, ha hecho una, que no diré me ha asombrado, que yo ya no me asombro de nada, porque profeso tiempo ha la máxima de los estoicos Nihil mirari. Pero el señor Cánovas ha dicho: sin alcaldes de Real nombramiento no se puede gobernar, que el mundo está perdido, que la sociedad está perdida, que estamos en el caos. Pues precisamente en Francia, país de la gran centralización; en Francia, país del imperio plebiscitario, ha propuesto el Gobierno a las Cámaras que los alcaldes no sean de nombramiento del monarca.

En ese país de una centralización que espanta, en ese país se va a hacer que los alcaldes no sean de Real nombramiento; y yo espero que ese país seguirá muy pacífico y tranquilo con su centralización colosal, con su hábil, firme y prudente Emperador a la cabeza, sin que se hunda la sociedad ni se hunda el régimen político.

Una expresión ha dicho el señor Cánovas que al principio no comprendí y que, después de haberla comprendido, hubiera deseado no escucharla de sus labios. S. S. ha manifestado, con una franqueza que le honra, que sólo tiene simpatías personales, simpatías del corazón, simpatías íntimas, simpatías platónicas, exentas, a lo que parece, de toda mezcla y liga de interés político, actual, positivo y fructífero hacia el Príncipe Alfonso; y al explicar S. S. la razón de esa disposición de su ánimo añadía que le parecía muy difícil, que le parecía mala, que le parecía inconveniente la exaltación al Trono de un menor de edad. Me parece que eso fue lo que S. S. dijo: fundar una dinastía sobre la cabeza de un menor de edad. ¿Era esto?

Pues yo digo que en el sistema de S. S. este inconveniente se allana muy fácilmente; cada día que pasa, se merma el inconveniente en veinticuatro horas: antes de un año el Príncipe Alfonso tendrá la mayoría de edad por todas las Constituciones anteriores; y si la interinidad es tan buena, si la interinidad debe durar por ahora, si la interinidad debe durar aunque no sea más que por un año, dentro de un año sobre la cabeza del Príncipe Alfonso, hoy niño, podrá fundar S. S. una dinastía, y ya a las simpatías de corazón podrá añadir sus simpatías políticas, y navegar a velas desplegadas por el pacífico mar de la restauración.

Esto es obvio, esto es claro, esto es evidente. Ya poseemos, no diré el secreto, no diré la clave, sino el resultado necesario de la interinidad prolongada y de las cándidas apologías de la interinidad. Y como es tarde, y como no quiero ni es menester molestar a la Cámara refutando otras muchas paradojas que S. S. ha sostenido, voy a concluir haciendo un recuerdo a las Cortes.

No teman los señores Diputados que yo vaya a despertar memorias amargas; está eso muy lejos de mi ánimo; yo no vengo aquí a ofender la susceptibilidad de nadie; yo vengo a hacer historia, y a hacer historia imparcialmente, y a hacer historia sin herir en lo más mínimo a partidos, a grupos, a personas.

En 1843 hubo una coalición de moderados y progresistas; los progresistas, que estaban dentro de la situación y se pusieron en contradicción con el Regente del Reino, se aliaron con los moderados para derribarle. Los aliados triunfaron; el Regente del Reino sucumbió. Los moderados que se unieron a los progresistas decían: valgámonos ahora de los progresistas, que ya cuando venzamos nos desharemos de ellos. Vencieron los coaligados, y con efecto los moderados cumplieron su propósito, cumplieron la palabra que se habían dado a sí mismos; enviudaron de los progresistas. (Risas.)

El año 1854 la situación estaba invertida, aunque era idéntica, semejante. Los conservadores, o moderados de oposición, que pertenecían a la situación, declararon la guerra al Gobierno que entonces existía, y se aliaron con los progresistas, partido vencido. Entre ambos partidos derrocaron al Ministerio, vencieron a la situación y arribaron al poder público. Entonces dijeron los progresistas: «Nos hemos valido de los moderados, y ya no los necesitamos; tomemos el desquite de l843». Y en efecto, los progresistas eliminaron a los moderados de oposición, a los parlamentarios moderados, a los conservadores, que ya nos llamábamos así, y sobrevino un conflicto entre progresistas y conservadores, y a los tres meses del conflicto, conservadores y progresistas, vencidos y vencedores, yacían en la arena a los pies de los antiguos moderados.

En ambos períodos, en el curso de todos esos tiempos, la nación no ha hecho más que sufrir conspiraciones, turbulencias, insurrecciones, caos en la Hacienda, caos en la administración, corrupción en las costumbres públicas y privadas, indisciplina política y social, miseria, atraso, militarismo, todos los males que puede padecer un pueblo civilizado. Pues ahora la situación se parece bastante a las situaciones pasadas. Yo no voy a aludir a miras, a planes, a actos consumados o por consumar de nadie; yo voy sólo a decir lo que encuentro en el instinto secreto de los partidos, de los grupos y de los hombres, en aquel instinto de que acaso no se den cuenta los mismos que le sienten, pero que obran impulsados por él poderosamente.

Ahora hicieron la revolución los unionistas, los progresistas y los demócratas; los demócratas unidos, porque luego se desunieron y apareció el partido republicano, que reconozco que es la Iglesia de esa antigua comunión porque es la mayoría, y para mí no hay más Iglesia que la mayoría. Cuando yo me he separado de la mayoría, me he declarado y reconocido cismático y hereje.

Pues bien: hecha la revolución por los tres partidos, a poco tiempo, cuando ya estaba terminada la Constitución, dijeron los radicales: «Puesto que hemos vencido, y ya estamos tranquilos, y poseemos la situación, eliminemos a los unionistas»; y se ha verificado esta primera eliminación, y ha de verificarse otra, y ha de verificarse pronto. Y quedan en la situación demócratas y progresistas: pues los demócratas dirán a su vez y a su tiempo oportuno: «Eliminemos a los progresistas», y los progresistas serán eliminados. (Rumores.) Sí; serán eliminados por una ley necesaria si no se proclama un Rey fuerte. Lo que fue, eso será: la lógica de las revoluciones no la turnan las voluntades humanas. Las leyes morales son tan inflexibles como las leyes físicas, con la diferencia de que dan sus resultados en períodos más inciertos. Los demócratas dirán: «Eliminemos a los progresistas», y los eliminarán; y luego los republicanos dirán: «¿Qué hacéis ahí, minoría microscópica...?» y eliminarán a los demócratas: y luego en este trabajo de disolución los republicanos individualistas serán eliminados por los republicanos socialistas. Y entonces, llegando a sus últimos límites la anarquía, vendrá la dictadura, vendrá la reacción, vendrá la restauración, que, con su pesado nivel, nos aplastará a todos por igual. Este es el porvenir que nos espera con la interinidad. La historia de ayer, la historia de hoy, la historia de Francia, la historia de Inglaterra, la historia de todas las revoluciones modernas es ésta: ésta es la verdad, éste es el sentido de todas las revoluciones. ¿Y qué enseñanza resulta de estos hechos evidentes, palmarios, innegables? Resulta que los liberales todos nos hemos perdido, nos hemos arruinado, nos hemos exterminado alternativa y sucesivamente los unos por los otros; y que de camino hemos matado la libertad y agotado en sus más íntimas fuentes la vida y la sustancia de la Nación. (Sensación prolongada.) Pues bien: si de algo ha de servir la experiencia de lo pasado, unámonos siquiera no sea más que por un día, por una semana, por un mes, para elegir Rey. Esto es lo que proponemos; esto es lo que pedimos reverentemente a las Cortes.

El señor PRESIDENTE: El señor Cánovas tiene la palabra para rectificar.

El señor CÁNOVAS DEL CASTILLO: Sé bien, señores, que no tengo derecho para contestar al discurso del señor Ríos Rosas, y no voy a intentarlo ciertamente, limitándome a verdaderas rectificaciones, a simples rectificaciones de conceptos equivocados que S. S. me ha atribuido. No haré esto, sin embargo, sin empezar dando sinceramente las gracias al señor Ríos Rosas por la manera cortés y benévola con que ha contestado a mi discurso. Después de ésto, yo espero que la Cámara reconocerá que, sin duda por falta de explicación mía, no he tenido la suerte de ser comprendido por S. S. y por eso me ha atribuido, cosas distintas de las que he dicho. Seré muy breve. En primer lugar, yo no he dicho, yo no he podido decir que rechazaba todas, absolutamente todas las ideas y todos, absolutamente todos los principios proclamados por la revolución de septiembre.

Es imposible que esto lo pueda decir nadie; es imposible que nadie rechace todos, absolutamente todos, absolutamente todos los principios y todas las obras que constituyen un hecho, ya tan culminante, de la historia de España, como la revolución de septiembre. He expuesto la necesidad que me había obligado a combatir el espíritu general, la tendencia general, el carácter práctico de la organización política que al país se ha dado; pero no puedo yo, no podría nadie, como he dicho antes, y menos un hombre que sinceramente profesa las opiniones constitucionales y liberales que yo profeso, decir que rechazaba totalmente las obras y los principios de la revolución de septiembre. Desde ahora anuncio (y bien puedo anunciarlo sin pretender ser profeta y sin temor alguno de equivocarme) que muchas de las obras, que muchos de los principios proclamados por la revolución de septiembre continuarán constituyendo el derecho público español: esto ha acontecido después de todas las revoluciones; esto acontecerá, sin duda alguna, después de la revolución de septiembre. Basta esto para desvanecer el primer error de concepto que se me ha atribuido.

Aun cuando no pueda decir, ni tenga motivo para decir que haya habido precisamente error de concepto en otro asunto de que se ha ocupado con mucha vehemencia el señor Ríos Rosas, ni temo que haya querido atribuirme algo que ha estado tan distante de mi ánimo como lo está de sus palabras de esta tarde, ni más ni menos, los señores Diputados comprenderán que me es imposible dejar de hacerme cargo de eso, aunque no sea más que para adherirme al entusiasmo con que se ha expresado el señor Ríos Rosas y lo ha oído en esta parte la Cámara. Yo protesto, como lo ha hecho S. S., contra toda idea pasada o futura de intervención extranjera. He llamado textualmente, lo recordarán de cierto todos los señores Diputados y constará en las cuartillas taquigráficas; he llamado, digo, miserable recurso al recurso de la intervención extranjera. Y ciertamente que si yo hubiese querido amontonar los adjetivos sobre él, en vez de limitarme a calificar de miserable este recurso, pudiera haber hecho, a propósito de esto, algún párrafo, si no tan elocuente como el de S. S., suficiente por lo menos para producir también efecto en la Cámara, como se produce siempre que hacemos alarde de independencia nacional. Pero yo venía aquí con otro propósito, y sólo al paso, como un detalle, he hablado de la intervención extranjera. No tenía necesidad, pues, de semejante efecto.

No puedo pasar, sin embargo, porque fuera un error histórico de ninguna clase el que yo expuse a la consideración de la Cámara. De que yo proteste tanto como el señor Ríos Rosas y tanto como todos los señores Diputados contra la intervención extranjera de 1823; de que yo proteste contra todo género de intervención de esta especie para en adelante; de que deplore profundamente el que haya sido posible alguna vez eso en nuestra historia, no se deduce en verdad, ni puede deducirse, que el país no recibiera, que la inmensa mayoría del país no recibiera con agrado en 1823 la intervención extranjera. (El señor Ríos Rosas: Es un error: fue un luto nacional.) Bien; quedamos en que sobre este punto histórico, que ciertamente no tiene relación directa con la cuestión presente, cree S. S. que fue un luto nacional la intervención francesa de 1823, y que yo, que también he examinado los papeles y los libros de aquella época con cuanta atención me ha sido posible, creo que no hubo semejante luto nacional, y que la mayor parte del país recibió la invasión con agrado. Son dos afirmaciones que otros juzgarán.

Sin embargo, señores Diputados, aun cuando no es sustancial para mí este punto, puesto que hay otros cien medios de demostrar que en 1823 el país no estaba contento, y no se trata sino de dos apreciaciones históricas diferentes, sobre las cuales ni el señor Ríos Rosas ni yo hemos de fallar definitivamente, sino que fallarán otros más imparciales, no quiero abandonar este punto sin hacer una observación al señor Ríos Rosas y a la Cámara.

¿Qué puede herir más hoy nuestro orgullo nacional? ¿Qué es lo que más debe herirle, y lo que a mí más me heriría si creyera en la apreciación histórica que acerca de este punto ha desenvuelto el señor Ríos Rosas? ¿Que por un error nacional, que por pasión política, que por fanatismo monárquico o religioso, que por odio a los masones y al desorden, admitiera gustoso la generalidad del país la intervención extranjera, o que España, la España de 1808, la España que había detenido a los ejércitos napoleónicos, la España de Zaragoza y de Bailén, la España que había encadenado y detenido los ejércitos del capitán del siglo, se dejase dominar en el año de 1823 por 60.000 reclutas que venían aquí a hacer sus primeras armas? Cabe también en esto cuestión de gusto, señores Diputados. La segunda suposición es la que más a mí me humillaría, ¿Cómo ha de consentir la dignidad de un gran pueblo en recibir con luto a un invasor extranjero? No; no es el luto con lo que una nación digna de serlo debe recibir al invasor: es el hierro y el fuego lo que debe usar: hierro y fuego que no empleó ciertamente España en el año 23 con los franceses. Ni un solo pueblo, ni una sola ciudad mostró entusiasmo o constancia; ni una sola Zaragoza, ni una sola Gerona, ni un solo acto de heroísmo registra la historia de aquel año en toda la extensión del territorio español; y esto, señores, seis años después de haber concluido la guerra napoleónica; y esto cuando aún existían los soldados y los generales de aquella guerra titánica; y esto en un país acostumbrado a la sangre y al hambre; y esto en un pueblo que no estaba inerme como en el año 8, cuando hacía ya un siglo que no había visto España extranjeros en su suelo, sino en un pueblo que sabía combatir; que estaba instruido en la táctica militar; que estaba habituado a pelear contra el extranjero, que no conocía, como en 1808, la pereza de una paz larguísima; que tenía hábitos de resistencia; que tenía formados instintos belicosos, sin embargo de lo cual, no intentó levantarse, como la otra vez, a luchar como un solo hombre, imprevisor, desesperado, hasta vencer, después de haber derramado torrentes de sangre.

¿Y queremos comparar aún el sentimiento de la España de 1823 con el de la España de 1808? Sea lo que quiera, señores, como no nos hemos de convencer acerca de este punto el señor Ríos Rosas y yo, nos quedaremos cada cual con su opinión en la materia; pero yo no me cansaré de repetir que si no he tenido reparo en enunciar el hecho del agrado con que aquí se había recibido por la inmensa mayoría del país la invasión extranjera a causa de la impopularidad del Gobierno liberal de la época, fue porque en el fondo de mi alma me humillaría más creer o decir lo contrario.

Voy ahora a una indicación sumamente ingeniosa del señor Ríos Rosas. S. S., después de hacer justicia, que yo le agradezco, a la sinceridad con que había dirigido la palabra a la Cámara sobre puntos delicados de opinión y de conducta; después de esto, decía que no era aquí donde se pondría en duda semejante sinceridad, o donde eso podría ser objeto de censura; que donde tales cosas podrían acontecer sería fuera de aquí, porque no me tendrían seguramente los partidarios de cierta idea por el Hernán Cortés de esa Ilíada.

Hay siempre mucha desventaja para una persona cualquiera, pero mucho más para la que en este momento tiene el honor de dirigir la palabra a la Cámara, en encontrarse con comparaciones tan superiores como la que ha hecho el señor Ríos Rosas. Ante ellas queda cualquiera completamente anonadado; y yo, por mi parte, de cualquiera manera que se me compare con Hernán Cortés, aunque no se haga la comparación sino en los términos en que S. S. lo ha hecho, debo declararme más que nadie confundido. No lo estoy tanto, con todo, que no pueda dar a S. S. alguna contestación, para mí satisfactoria. S. S. ha dicho que yo no seré un Hernán Cortés en esa cierta Ilíada, y yo puedo asegurarle que no seré uno, sino dos Hernán Corteses, en ocasión, por lo menos. Porque, según ha visto S. S. con sus propios ojos, yo no sólo he quemado una escuadra, sino dos, las dos que hay; de donde resulta que de ser Hernán Cortés debería estar doblemente contento de mí mismo.

No me costaría mucho trabajo encontrar, no necesitaría extender mucho mis miradas para encontrar una persona que sabe que pocos meses antes, que quizá dos o tres meses antes de la revolución de septiembre, se me vino a indicar que en Palacio había las mejores disposiciones para formar un Ministerio de conciliación, y que eso probablemente se realizaría si yo me prestaba a ser Ministro, y esa persona sabe también que rechacé el prestarme a semejante cosa. Hay también otra persona muy cerca de mí que igualmente sabe que habiendo venido a verme pocos días antes de los sucesos de Cádiz y a enterarme de lo que se trataba de llevar a cabo por parte de muchos hombres políticos, deseando saber si podría contarse conmigo, contesté también resueltamente que no. Ni con la revolución, pues, ni con la corte estaba entonces; con ninguna de las dos naves. No pretendo con esto atribuirme ningún mérito, ni me propongo hacer alarde de ello. Sabe bien el señor Ríos Rosas que cuando un hombre político se halla, como yo, con determinadas convicciones que le vedan optar entre dos causas que no son buenas, no tiene obligación ninguna de optar. Lo que debe hacer es manifestarlo francamente ante el país; y si no hay en el país quien comparta sus peculiares maneras de ver, el mismo país le retirará de la vida política; porque en no habiendo quien le vote para Diputado, bien retirado queda en su casa. A esto estaba yo resignado antes de la revolución; y si eso sucede ahora; si el país, por mantenerme exclusivamente adherido a mis principios y prescindir algo de las personas, me condena a la vida privada, me retiraré a ella satisfecho, porque mi conciencia estará de acuerdo con mis convicciones y, por tanto, completamente tranquila.

Y ya que hablo de esto, bueno será que añada que sé bien vivir sin ser cortesano, y que bastante tiempo antes de la revolución de septiembre fui yo uno de los primeros hombres públicos que voluntariamente se apartaron de la corte. Desde el momento en que la dinastía dejó de estar en el terreno constitucional; desde el instante en que usurpó la Corona las atribuciones del poder legislativo, desde ese mismo tiempo declaré abiertamente que mis relaciones como hombre político habían cesado completamente con aquella corte; y ni directa, ni indirectamente, ni por un medio ni por otro medio, volví a sostener ninguna clase de relaciones con ella, hasta que cayó al fin destronada por las faltas suyas y las faltas de muchos otros.

No hay, pues, para mí la menor dificultad en esto. Es para mí la cosa más obvia del mundo hacer estos actos de aislamiento personal, que tienen ciertamente muchísimo menos mérito, inmensamente menos mérito, que el que ingeniosamente buscó y encontró el señor Ríos Rosas.

Voy a otro punto, o a otro error de concepto que me ha atribuido S. S.: a éste contestaré muy concretamente y en poquísimas palabras. S. S. ha dicho mucho, ha sostenido y afirmado una vez y otra que yo deseaba la unanimidad. No me he debido explicar bien cuando S. S. me ha entendido tan mal en esta parte. No he hablado una sola palabra de la unanimidad. Al contrario, ¿no he manifestado contentarme con la mitad más uno que proponía el señor Rojo Arias? Y la mitad más uno, ¿no es diferente de la unanimidad?

Sé bien que la unanimidad seria imposible; sé que exigir la unanimidad sería absurdo; pero ¿cree el señor Ríos Rosas que pueda tener nadie por igualmente absurdo e imposible el que alcance aquí un candidato los 171 votos, que ya alcanzó el duque de Génova? ¿Cómo ha de tenerse aquí por imposible y absurdo lo que ya hemos visto y tocado? Y no diré nada de don Fernando de Portugal, el cual habría obtenido aquí casi todos los votos de los Diputados monárquicos; porque exceptuando los tradicionalistas, creo que todos los demás individuos monárquicos de la Cámara le habrían votado.

Por consecuencia, lo que ha sido podría volver a ser; y si no podía volver a serlo accidentalmente por las circunstancias en que nos encontramos, es preciso cambiar las circunstancias; y si esta Cámara no se prestase a eso, es mi opinión que debe disolverse y apelar al país para traer otra Cámara que con más abnegación y acuerdo venga a entender en la cuestión de Rey. Estas son las opiniones que he intentado sustentar; y si no se han entendido con toda claridad, habrá sido culpa mía ciertamente.

Voy, señores, a lo de los alcaldes. No he dicho tampoco que no podía haber orden público como no hubiera alcaldes de Real nombramiento, no. Si la Cámara no estuviera tan fatigada, y si este fuera un debate especial acerca de la materia, yo diría todo lo que le falta a la autoridad del Gobierno y de los gobernadores sobre los alcaldes para ser eficaz y para que éstos sean los verdaderos representantes del poder ejecutivo, que reside en el Monarca.

Y la prueba de que en las leyes actuales no hay medios de gobernar, y de que no ya en las leyes actuales, sino en la anterior que dio por medio de un decreto el señor Sagasta (aunque aquélla contenía muchos más principios de gobierno que contiene la ley actual), no existen medios bastantes para gobernar, se halla en que no se ha gobernado jamás con ella; en que ahora mismo existen ayuntamientos nombrados por el Gobierno en muchas poblaciones y en muchas capitales, incluso la de mi provincia, en lugar de estar nombrados, como debieran estarlo, por sufragio universal. Saltando por encima de la ley, a cualquier alarma ha habido que disolver los ayuntamientos contra las prescripciones directas y concretas de aquélla, nombrando otros en su lugar no menos ilegalmente.

Por ventura, ¿han hecho esto los Ministros de la Gobernación por su gusto? No; los Ministros de la Gobernación, a quienes como tales Ministros de la Gobernación, llamados a salvar el orden social, yo aplaudo, así como los censuro en concepto de legisladores por consentir en leyes de tal género inútiles o perturbadoras, lo han hecho porque no tenían más remedio que hacerlo. No nos equivoquemos, señores: ese estado va a ser el estado normal; porque, dado que la ley no da ninguna intervención al Gobierno en el nombramiento de sus representantes en los pueblos; dado que la ley no le da bastantes facultades para corregirlos y hacerlos obedientes; dado que la ley no da a los gobernadores medios discrecionales para ejercitar sus funciones de alta policía, como los había en la ley del señor Sagasta y en las anteriores; dado que la ley admite que los ayuntamientos y los alcaldes sean independientes, no ya en materias administrativas, que eso lo acepto yo desde luego, sino también en materias políticas, por fuerza hemos de vivir constantemente en este punto bajo el régimen de la arbitrariedad. Y como la arbitrariedad es el enemigo más grande de la libertad; y como la arbitrariedad encuentra siempre enfrente de sí la violencia de las oposiciones; y como la arbitrariedad es mantener al país en un estado de revolución permanente, por eso digo que un Rey, jefe del poder ejecutivo, obligado a no poder vivir más que con el régimen de la arbitrariedad, no puede traer paz ni sosiego ni prosperidad ninguna, sino aumentar quizá las perturbaciones. De aquí que haya dado yo importancia a esta materia al demostrar que por ahora poco debíamos esperar de la cesación de la interinidad, ni del simple nombramiento de un nuevo Rey.

No me parece tener que decir más, ni que el señor Ríos Rosas me haya atribuido ningún otro concepto que deba rectificar sin abusar inútilmente de la paciencia de la Cámara.