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ArribaAbajoProyecto de Ley de imprenta

DSC de 25 de noviembre de 1878


El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Cánovas del Castillo): Habíame lisonjeado por un instante, señores Diputados, de poder entrar esta tarde en un debate concreto, técnico, especial, sobre la libertad de imprenta y sobre el proyecto de ley que está sometido a vuestra deliberación. Así me lo había hecho esperar el discurso del señor marqués de Sardoal, y así me lo había hecho esperar también algún tanto la primera parte del discurso del señor Castelar. Desgraciadamente, señores Diputados, en esta como en tantas ocasiones, nuestro Parlamento viene a convertirse en una Academia de historia o de filosofía política, lleno de inconvenientes para todo, pero principalmente para la filosofía y para la historia, porque no hay nada más claro, señores Diputados, que el que problemas tan arduos como los que en estas circunstancias se debaten no son para tratados en breve espacio, no son para tratados al calor de la palabra parlamentaria, no son para tratados en el breve plazo que puede conceder un debate cualquiera, aunque fuera un debate tan largo como el de los ochenta días que el señor Castelar nos ha recordado esta tarde.

De aquí, señores, que se lancen sin preparación bastante proposiciones que si estuvieran debidamente preparadas, como se preparan en los verdaderos debates científicos, causarían en muchas ocasiones menores efectos, causarían menos escándalo que suelen producir de la manera y en la forma con que aquí se establecen. No es esto, pues, un inconveniente solo para los señores Diputados, que ya sería bastante; no es tan sólo un inconveniente para el país, para quien ya es más grave, puesto que se le comunican noticias inexactas, incompletas, incorrectas de las cosas; es un inconveniente para los oradores mismos que en otro sitio, en otras ocasiones, con otros medios, podrían no dar lugar con sus proposiciones al escándalo que producen por la manera con que aquí suelen ser presentadas.

Habré, pues, sin eludir el debate especial y concreto de este proyecto de ley, porque eso no me lo permite mi deber, habré de ir a algunos puntos a cuya discusión se me ha llamado, sintiéndolo profundamente; porque es de tal importancia el proyecto que se discute, que su sola discusión concreta valdría la pena de todo el tiempo que aquí estamos ocupando y mucho más que ocupásemos; y todo el que aquí dediquemos a las generalidades es tiempo que pierde la discusión real, verdadera, eficaz del proyecto.

Comenzaré, señores Diputados, por decir que aunque era natural que después de discursos de la importancia de los que han pronunciado los señores marqués de Sardoal y Castelar, no guardase el Gobierno silencio, tampoco su intervención en este debate puede decirse que fuera ya de todo punto indispensable. Ha contestado la mayoría de la Comisión, que ocupa este banco, de tal manera a los ataques de las oposiciones, que bastaría esta sola prueba, si otras no hubiese, para demostrar con cuánta injusticia se ha hablado tantas veces del personalismo político de la mayoría, y de que esta mayoría ni tiene más que tal o cual voz, tal o cual órgano; no, esta mayoría es tal que, como acaba de demostrar en el presente debate, se basta de todo punto a sí misma. Aun ahora, aun en este debate, ha vuelto a sonar, cuando yo la creía completamente olvidada, esa antigua afirmación de que aquí no hay una mayoría no un partido, y ha llegado la exageración hasta suponer que no había un verdadero Gobierno, sino un solo pensamiento y una voluntad. Pues bien; salta a los ojos de todo aquel que no esté ciego o no se obstine en cerrarlos a esta realidad evidente, que no ha habido jamás un Gobierno ni una mayoría que tanto se basten a sí mismos sin necesitar el concurso de ninguna personalidad determinada. Impórtame no dejar pasar la afirmación de este hecho evidente, por lo mismo que durante tanto tiempo ha venido siendo tema obligado en estas discusiones de los ataques de las oposiciones parlamentarias y periodísticas.

Poco, muy poco es lo que en realidad tendría yo que traer al presente debate, si me viese obligado a no decir en él sino cosas nuevas; por fortuna, no me veo obligado a eso, porque se han repetido de tal modo los mismos ataques por parte de las oposiciones, se ha dicho idéntica cosa tal número de veces, que no puede menos de tener el Gobierno el derecho de repetir las contestaciones que ya se han dado. Puesto que los ataques se repiten, natural es que las defensas se repitan también; y aun por esto es posible, no lo sé, pero es posible que sea en esta ocasión más verdadero que en otras que lo que yo hago en este momento es el resumen punto por punto de la discusión por parte de la Comisión y de la mayoría. Procuraré, sin embargo, señores Diputados, concretarme todo lo posible; sabéis ya por una inalterable experiencia que no propendo a prolongar indebidamente los debates.

Fácil me es descartarme de una parte de los ataques dirigidos al proyecto de ley, a la Comisión que lo presenta a la deliberación de la Cámara, y al Gobierno que lo apoya; porque ¿no es verdad, señores Diputados, y sobre todo, señores Diputados de la mayoría, que no me creéis obligado a defenderos y a defender al Gobierno del cargo de antropofagia, que me parece que el señor marqués de Sardoal nos hizo la otra tarde? ¿No es verdad que podemos sin largos circunloquios y sin abusar de la retórica, dar palabra formal a mi amigo particular el señor Castelar, como lo es también el señor marqués de Sardoal, de que no tratamos de quemar ni de carbonizar a nadie? Cuando el señor Castelar elocuentemente nos decía hace un instante: no queméis, no carbonicéis, ¿podía entender nadie que se refería a la discusión del actual proyecto de ley? ¡Qué exageración, señores Diputados! ¡Qué empeño, cuando aquí casi todos pensamos lo mismo, incluso el señor Castelar, para dicha suya, en materia de imprenta; qué empeño en agigantar estas cuestiones y hacernos aquí reñir verdaderas batallas de moros y cristianos!

Acaso el señor marqués de Sardoal, manteniendo una de sus frases, una de las afirmaciones de su discurso, tendría derecho para considerarse colocado en una situación diametralmente opuesta a la nuestra. Esta afirmación es que en realidad no existen delitos de imprenta... Si no ha dicho esto S. S., no insisto en ello, y entonces vuelvo a lo que estaba diciendo; entonces aquí no hay moros ni cristianos, hay todo lo más cristianos viejos y cristianos nuevos!. Porque en suma, señores Diputados, ¿cuál es la doctrina del señor Castelar en materia de imprenta? Esta doctrina se resume en estas dos proposiciones concretas que todos habéis oído aquí esta tarde: primera, el Estado tiene derecho a su seguridad; segunda, cada individuo tiene derecho a su honor. ¿No son éstas las afirmaciones fundamentales del señor Castelar? Pues yo os pregunto: ¿tiene otras la mayoría? ¿De qué se trata, pues? De buscar la armonía y la conciliación necesarias entre la seguridad del Estado y el ejercicio de la libertad de imprenta; la armonía y la conciliación necesarias entre la libertad de imprenta y el honor de los ciudadanos.

Si la cuestión una vez planteada así hubiera continuado discutiéndose en estos términos, ¿no es verdad, señores, que acaso hubiéramos podido lisonjearnos de haber llegado a una solución común? Pero no, no era posible; todos los partidos hasta ahora no han querido llegar nunca a una solución común en la cuestión de imprenta; los partidos han preferido hasta ahora, y desgraciadamente es posible que prefieran en adelante, tener dos criterios en este punto, uno para cuando son poder y otro para cuando están en la oposición. De aquí cierta vaguedad que se considera conveniente para no retroceder ni delante de las contradicciones; de aquí agigantar diferencias que en sí mismas son pequeñas; de aquí hablar de la libertad del pensamiento, cuando la libertad del pensamiento no está puesta en duda, porque la libertad de la ciencia, la libertad de pensar, ni caben dentro de esta ley, ni el Gobierno ha querido que quepan, ni caben dentro de ley alguna. Pero es claro que si la cuestión se hubiera reducido a estos términos sencillos, posible es que hubieran ganado la prensa misma y el país; pero es incontestable, señores Diputados, que la Cámara hubiera perdido muchísima elocuencia. ¡La libertad del pensamiento! ¿Qué artículo de la actual Ley de Imprenta se opone a la invención, a la exposición, al desenvolvimiento de ningún sistema filosófico? Yo celebraría que el señor Castelar, que tan bien enterado está de todas estas cosas, se sirviese señalarle. ¿Qué investigación de las ciencias naturales, ellas que en este momento dirigen para bien o para mal casi exclusivamente todos los estudios principalmente en Europa, están contenidas por los preceptos consignados en el proyecto de ley que discutimos?

En una rápida y deslumbradora exposición sobre la clasificación y definición de los delitos que comprende este proyecto de ley, que nos ha hecho el señor Castelar esta tarde, ha presentado en verdad algunas indicaciones que pueden referirse a doctrinas. Pero entendámonos en esto. ¿Es que el señor Castelar, que cree que tiene derecho el Estado a su seguridad, es decir, cuando del Estado se habla, la actual organización social, no sólo una organización especial, peculiar del Estado; es que el señor Castelar puede considerar que debe dejarse una libertad ilimitada para atacar los principios sociales que son el fundamento necesario de todas las sociedades y, sobre todo, de las sociedades modernas? ¿No ha reconocido el señor Castelar, no ha reconocido el señor marqués de Sardoal, no ha reconocido aquí todo el mundo que había delito donde quiera que se verificaba una trasgresión del orden moral que producía cierto daño; donde quiera que aparecía una transgresión que producía un daño social, contrario al estado social? Pues reconocido todo esto, y aun sin reconocerlo, ¿es posible un Código penal en alguna parte, es posible la justicia, es posible el derecho penal, es posible siquiera fijarse en el concepto de esa ciencia desde el instante en que se tienen por discutibles ciertos principios a un tiempo morales y sociales, que son la base necesaria y eterna de todas las sociedades civilizadas? Pues si la doctrina de que la propiedad es ilegítima, fórmula deducida como todo el mundo sabe de la frase «la propiedad es un robo»; si esa doctrina es lícita, ¿qué hacen en el Código penal todos los artículos que tratan de los ataques contra las cosas y de la usurpación de las cosas por el individuo?

¿Pues qué idea tenéis de la justicia si creéis que puede condenarse con graves penas, al presidio y hasta al patíbulo, a aquel que no hace sino poner en práctica principios y doctrinas que creéis que es legítimo defender y enseñar y sostener, y que en sí mismas no encierran ningún mal ni ningún ataque a la moral pública?

Francamente, señores Diputados, ¿cuándo, en dónde se han sostenido doctrinas de esta naturaleza? Preciso será que vengamos a los hechos, porque aquí constantemente se me está a mí colocando en un dilema que, lo digo francamente, no sé cómo resolver. Cuando oigo afirmar ciertas cosas desde esos bancos, vacilo entre uno de estos dos términos del dilema que he dicho: o se ignora lo que pasa en el mundo, o se finge ignorarlo: lo segundo sería ofensivo, lo primero no me atrevo a creerlo.

.En efecto, este proyecto de ley veda ciertas doctrinas, las doctrinas contrarias a la legitimidad del derecho de propiedad, las doctrinas contrarias a la legitimidad de la familia. Si hay aquí quien crea que esas doctrinas no constituyen delito, que lo diga, y todos lo sabremos; no me tomaré la pena de combatirle, apelaré contra él a la conciencia pública.

Y fuera de esto, ¿qué contiene, vuelvo a decir, este proyecto de ley, que tenga nada ver con el estudio de la ciencia, con sus desenvolvimientos, con sus investigaciones ni aun con sus fórmulas finales? Tal vez lo que atañe a la forma de gobierno; pero si se ha de salvar la seguridad del Estado, si ése es el principio fundamental de la política del señor Castelar en este punto, si es su principio jurídico la seguridad del Estado, ¿cómo quiere que se borre de los Códigos el castigo de los que ataquen sus principios fundamentales? ¿Qué concepto tiene el señor Castelar de la naturaleza humana, si de tal suerte pretende dividir el hecho y la idea, si de tal suerte pretende hacer cosas distintas del pensamiento y de la acción, si de tal suerte pretende, si es que lo pretende seriamente, que el hecho, que la acción derivada de la idea merece todos los rigores del Código penal, pero que el pensamiento, que la idea que engendra ese hecho es constantemente lícito y puede ser hasta plausible en ocasiones? Dentro de la moral, dentro de la filosofía, dentro de todo principio racional, ¿cabe tan extraña doctrina?

No; aquí no hay términos medios, y lo digo yo a quien tanto se acusa de afición a los términos medios; aquí no hay términos medios. O las cosas no son inmorales, o lo son en el pensamiento y en la acción: o lo son en el pensamiento que se expresa, en el pensamiento que se manifiesta, en el pensamiento que coopera siempre a la acción, o no lo son en la acción tampoco, producto siempre de ese pensamiento cooperador. ¿No me culpáis de ser constante partidario de los términos medios y de las soluciones medias? Pues aquí me tenéis con una doctrina clara, terminante, expresa, enfrente de vuestras contradictorias doctrinas. Por eso, aun cuando en algunas ocasiones pudiera escaparse el delito de la palabra a las consecuencias de una verdadera responsabilidad, sería imposible arrancarlo de los Códigos. Tienen allí necesariamente que existir bajo un principio racional, la causa y el efecto, el pensamiento y la acción.

Pero ¿se ha considerado bien, así por el señor marqués de Sardoal como por el señor Castelar, puesto que uno y otro reconocen la existencia del delito de imprenta, se ha considerado bien su naturaleza? Aquí también, señores, tengo que colocar a mis adversarios políticos y en este instante parlamentarios, tan dados a las soluciones extremas, aquí también tengo que colocarlos delante de disyuntivas y de afirmaciones muy explícitas, completamente explícitas de mi parte.

Hay, con efecto, algún autor, que es el que ha hablado de los delitos de magia y el que ha citado el señor Castelar esta tarde, Mr. de Girardin, que sostiene en realidad que no existen delitos de imprenta; pero él que esto sostiene dice también que no hay delitos de imprenta ni respecto al Estado y a la sociedad, ni respecto a los particulares. Porque es cosa muy singular lo que en todo este debate viene aconteciendo, y aquí entra la afirmación explícita que hago frente a frente de tantas afirmaciones contradictorias y confusas. ¿Qué es el delito de injuria o de calumnia contra los particulares? Pues es un delito de la palabra hablada o de la palabra escrita. ¿Me admitís este delito? ¿Creéis que este delito es susceptible de ser alcanzado por las definiciones jurídicas, por los medios jurídicos, por las pruebas jurídicas, por los fallos jurídicos? Pues no necesito más: una vez que me hayáis concedido que existe el delito de injuria y calumnia contra los particulares, entonces yo tengo ya por tierra absolutamente todo vuestro sistema. Hay lógica en Mr. de Girardin; sí la hay, como la hay en tal o cual nación, o en tal o en cual momento de la historia, en que se ha admitido la libertad absoluta de imprenta respecto de las cosas públicas: esa libertad de imprenta respecto de las cosas públicas será inconsecuente, será ilógica y hasta inicua si no está acompañada de la libertad de imprenta respecto de los particulares. Pues qué, ¿habrá aquí quien sostenga que por sagrado que sea el honor de cada particular, es ése un interés mayor para la sociedad, es ése un interés mayor ante la eterna moral, es una mayor culpa ante la Providencia, que los delitos que se cometen contra la seguridad de la sociedad y del Estado? Sin inclinarnos a ninguna doctrina de las que se han llamado también socialistas alguna vez por dar sobrada importancia a los elementos sociales, ¿habrá quien sostenga que el derecho que protege en el individuo, que el derecho que protege en cada individuo la ley, es mayor que el derecho de todos los individuos, absolutamente de todos, que tienen por órgano la sociedad y que tienen por instrumento el Estado? (Muy bien.)

¿Pues cómo pretendéis privilegiar el delito que se comete contra los particulares? Pues si esto me admitís, ¿en qué vienen a parar todas las censuras de la mayor parte de los oradores que han sostenido este debate? Qué, ¿no es lícito apreciar en el delito de la palabra mas que su expresión directa? ¿Es así? Pues ¿por qué cada uno de vosotros reclama cuando es preciso si se os injuria o se injuria a cualquiera persona que os sea querida, si se la injuria o se la calumnia, por qué reclamáis que se aplique este artículo del Código penal vigente, contra el cual no he oído hasta ahora la menor protesta? «Se comete delito de injuria, no sólo manifiestamente, sino también por medio de alegorías, caricaturas, emblemas y alusiones».

¿Hay algo más indirecto que las alusiones? Si hay algo, será el emblema. ¿No cabe en la alegoría todo lo indirecto? Pues todo esto es delito según este modesto artículo del Código penal, contra el cual no he oído protestar jamás a ninguno de los señores de enfrente.

¡Pero si esto no se encuentra aquí únicamente; si aun tratándose del delito de la palabra, pero no cometido por los periódicos, el señor Montero Ríos, tan ilustrado, redactor del Código todavía vigente, define como delito y como delito bastante grave, en las reuniones públicas, los emblemas, los lemas y hasta el color de las banderas! ¿Hay nada más indirecto que esto? Pues aquí está el Código penal vigente, votado por una mayoría radical, que no encontró que fuera absurdo ni inicuo castigar ninguno de estos delitos indirectamente cometidos.

De manera que lo que aquí resulta es que cuando se trata únicamente de la prensa periódica que alaba o de la prensa periódica que puede vituperar, entonces los escrúpulos son inmensos; pero que cuando no se trata de esto, sino que se trata del que delante de unas pocas personas injuria a cualquiera, o del que lleva una bandera con un lema, con un letrero cualquiera, aunque directamente no provoque a la comisión de un delito, entonces, lejos de haber escrúpulos, hay una lenidad absoluta, una lenidad bien manifiesta por los votos de la inmensa mayoría del partido radical, y por la redacción de este artículo que el partido radical redactó también. No encontraréis ningún argumento que hacer; y si lo encontráis os ruego que, despojándoos por un instante de la sublimidad de vuestra elocuencia y de vuestros talentos de generalización, vengáis a discutir concretamente este punto. No hay nada respecto del delito de la palabra que no esté comprendido en la definición del delito de injuria y calumnia, tal como el Código la da, y en la prueba de ese delito. Ahí está la injuria equívoca, la injuria encubierta, como está el emblema, como está la mera alusión.

Y decís: «Pero ¿quién juzga de los delitos que indirectamente cometen los periódicos? ¿Quién juzga cuándo hay un ataque directo y cuándo no le hay? ¿Le habrá, por ventura, cuando se citan algunas páginas de los libros sagrados?» Y yo respondo fácilmente: pues aplicad a cualquier cosa de éstas, que todo es aplicable sin mucha imaginación, lo que se aplica cuando se injuria a una persona determinada, y resultará que esas citas y esas alusiones tendrán una intención o no la tendrán, y que esa intención la buscará, la declarará y fallará únicamente sobre ella la conciencia de los jueces. ¿Quién falla, quién decide sobre lo que es palabra que induce al menosprecio de cualquiera? ¿Hay alguna prueba taxativa del menosprecio? ¿Hay alguna prueba taxativa del descrédito? ¿Cabe ahí alguna prueba material? Pues ¿quién falla sobre eso? Falla que hay todo eso, falla que hay simplemente menosprecio, la conciencia de los jueces: ésa es la que falla, ésa es la única que puede fallar cuando hay ataques indirectos por medio de la imprenta. ¿No os fiáis de la conciencia de los jueces? ¿Es que acaso rechazáis todo género de pruebas taxativas? ¿Es que queréis la prueba del criterio racional o de la conciencia, y aun la prueba jurídica, que en ese principio reposa? Pues entonces, suprimid del Código la definición de injuria y calumnia y los artículos que las desenvuelven. ¿No los suprimís? Pues dad al Estado, dad al orden social las garantías que dáis al último de los particulares. No es mucho pedir, señores Diputados, no es mucho pedir en los tristes, dolorosos y quebrantadísimos tiempos por que estamos pasando.

Aquí viene bien decir algo de pasada sobre la falta de cuerpo del delito que el señor marqués de Sardoal encontraba en los de imprenta.

En primer lugar, S. S. sabe, sin duda alguna, que en el lenguaje usual del foro en España ha sido siempre tenido o llamado cuerpo de delito, no tan sólo la cosa en qué o sobre qué el delito se ha realizado, sino también el instrumento mismo con que se realiza. Por consecuencia, siendo la prensa notoriamente un instrumento, no comprendo bien qué valor jurídico tenía la larga alegación que en este sentido hizo el señor marqués de Sardoal. Pero en todo caso, ¿qué es en realidad cuerpo de delito? Pues cuerpo de delito es la prueba hecha de una u otra manera, de la preexistencia del delito, a fin de que en ningún caso se pueda suponer delincuente sin que antes esté probado el delito. Me parece que esto es incontestable, y que por consecuencia podía haber ahorrado muchas de sus ingeniosísimas observaciones el señor marqués de Sardoal.

Pero ni siquiera necesito de esto, señores. Qué, ¿es verdad que hay necesidad de cuerpo de delito en el sentido antiguo en todos los delitos? Pues qué, ¿hay este cuerpo de delito en la proposición, que en muchos de ellos está penada? ¿Dónde está el cuerpo de delito en la mera proposición? Y sin embargo, ¿deja la proposición de ser delito? Responda el Código penal. ¿Hay cuerpo de delito en la conspiración? ¿Lo hay en la tentativa siquiera? ¿Lo hay en los delitos frustrados las más veces? De consiguiente, ¿por qué se pretende que haya este cuerpo de delito precisamente en los delitos de imprenta, y no se pretende que lo haya en otros muchísimos definidos con aprobación o con consentimiento de todo el mundo en el Código penal vigente? No; el delito de la palabra en su generalidad, en su conjunto no puede menos de reconocerse que es un delito especial, esté dentro o esté fuera del Código, que esto absolutamente nada importa. Por eso dije yo el otro día así de paso, que no le daba grande importancia, y dijo mi digno colega el señor Ministro de la Gobernación, que después dé todo, si no se trataba más que de una cuestión de encuadernación, que tampoco él se lo daba; y yo podía añadir ahora, porque aquí lo traigo, que yo tengo esa cuestión tan resuelta, que mi Código penal está encuadernado con la ley de imprenta.

La cuestión es más seria y más honda que eso.

Es todo delito de la palabra un delito que no se parece a los demás: difiere tanto el delito de la palabra de los demás delitos, como la palabra misma en su acción difiere de todo otro acto corporal, de toda agresión corporal, de todo daño corporal. Es, por ejemplo, principio fundamental de nuestro Código, basado en doctrinas eclécticas, medir el delito por la inmoralidad del agente o por la trasgresión de la moralidad y por el daño causado. Y yo pregunto: ¿cuál es la medida para apreciar en los delitos de la palabra el daño causado? ¿Hay algún modo de establecer esa medida? ¿Quién pesa, quién mide los efectos de la palabra humana contra un individuo, contra la sociedad, contra las instituciones del Estado? Claro está que esto es imposible, y de aquí que todo delito de la palabra, cométase en un discurso, cométase en un libro, cométase en un periódico, tiene en sí una especialidad sustancial e incontestable. Pero ¿ha bastado esto para que se le elimine del derecho común en absoluto en parte alguna? No. El delito de imprenta tiene todos los caracteres esenciales que necesita tener el delito; el delito de imprenta es en realidad un delito como otro cualquiera, y si respecto de él se han propuesto otras veces, y se proponen ahora mismo distintas penalidades, tampoco esto tiene nada de particular, porque el Código mismo encierra distinta penalidad para delitos de un orden también distinto. Si no hubiera más que una sola escala de delitos; si no hubiera más que una misma pena para todos los delitos, habría una razón, no de lógica, sino de simetría, que es para mí malísima razón respecto de las cosas complejas de la naturaleza humana y del orden social; pero es que aquí no hay eso siquiera, porque existen las penas corporales en dos órdenes distintos, porque existe la pena de multa, y por consiguiente, no hay unidad, no hay absoluta homogeneidad, no hay total simetría en las penas. Lo que en las penas se busca es la proporción, es la semejanza con el desorden moral que se ha causado, con el acto del agente, con la situación del agente, con el daño mismo producido. Esto es lo que se busca; cierta armonía, cierta proporción entre el delito y la pena; y eso se puede buscar por distintos caminos, y eso se ha pretendido buscar por medio de distintas soluciones en las diversas leyes de imprenta que han regido en todas partes.

Pero hay desde luego en el delito de la palabra, sea cometido por medio de la imprenta o no, hay, en efecto, una especialidad que no está dentro del Código penal vigente, que no ha estado nunca dentro de un sistema penal; lo reconozco, y a eso obedece uno de los principios fundamentales del actual proyecto de ley de imprenta. Por lo mismo que el daño que causa la palabra no puede pesarse ni medirse, es imposible comprender, ni cuando se ha comprendido ha podido fijarse en nuestro sistema penal, el grado, el punto, el momento, por decirlo así, en que la palabra humana causa el daño, para medir la extensión de ese mismo daño. Nuestro sistema penal conoce el delito consumado, el delito frustrado, la tentativa; en todo esto hay actos, no meramente palabras, en todo esto se responde por los actos, no por las palabras. Hay la conspiración para algunos delitos, y aquí también hay actos, no bastan meramente las palabras; hay proposición, y aquí ya pudiera decirse que empieza un delito que, en ciertos casos, pudiera ser un verdadero delito de la palabra; pero la proposición, tal como la define el Código penal, tiende a producir efectos que no son los efectos de la palabra, que son también efectos materiales, porque se trata de provocar, de excitar, de mover, de impulsar a la comisión de delitos materiales.

¿Dónde está aquí el momento jurídico en que quepa el acto de la provocación por la imprenta a cometer delito? ¿Dónde está aquí el momento de la provocación o de la excitación? Habéis reconocido que hay delito: en eso me parece que estamos todos de acuerdo, porque entonces no habríais dicho nada en la esfera de la doctrina. No; habéis reconocido que hay delitos cometidos pura y exclusivamente por medio de la imprenta; y una vez reconocido esto, digo: ¿cabe dentro de nuestro sistema penal el momento en que la acción realiza un daño, en cualquier medida que él sea, en los hombres a quienes se dirige? Por eso las leyes extranjeras llaman generalmente al delito de imprenta provocación, cuando el delito de imprenta no consiste meramente en la injuria o en la calumnia; por eso le llaman delito contra la paz pública, o contra la paz de la Reina en Inglaterra; por eso se le designa poco más o menos como entre nosotros, en los demás países de Europa. El delito de imprenta no para en la proposición, porque no puede parar, sino en la provocación, y el provocar no está previsto en el sistema general de nuestro Código penal. Sin embargo, hay algún caso en que puede estar prevista como, por ejemplo, cuando se trata de los lemas que se ostentan y de los discursos que se pronuncian en las reuniones públicas. Entonces la palabra provocación o excitación se desliza por los labios del legislador. Ya no es la proposición, es la provocación, es la excitación a promover delitos. (El señor Navarro y Rodrigo, don Carlos: Incitación, que es la palabra que usa el Código.) Incitación si S. S. quiere. Incitación, excitación, provocación (tomaré la palabra que guste el señor Navarro y Rodrigo). (El señor Navarro y Rodrigo: La del Código.) Provocación he dicho antes, y es verdaderamente la frase que usan los Códigos extranjeros; por eso he dicho que los Códigos extranjeros llaman provocación lo que nosotros en nuestras leyes de imprenta hemos solido llamar excitación y, otras veces, incitación.

Pero en fin, la idea resulta clara, expuesta que sea de cualquiera de las tres maneras, y no tengo para qué detenerme en esto.

Pues bien; si este proyecto de ley o cualquiera otro hubiera de estar dentro del Código, habría naturalmente que declarar la incitación, un grado en la escala de la responsabilidad, y habría luego que derramar por todo el Código el delito de incitación en cada uno de los casos en que se pudiera cometer.

No perteneciendo hoy, como no pertenece, según he dicho, a nuestro sistema penal hasta ahora, valdría esta razón sola para dar especialidad a los delitos de imprenta, especialidad que podía perder, como he dicho antes, pero que no ha perdido hasta aquí.

Descartada esta cuestión de la especialidad, sobre la cual he dicho ya todo lo principal que tenía que decir; discutida también y expuesta, según mis ideas, la naturaleza de los delitos de imprenta, y porque en éstos como en todo delito de la palabra es punible la acción indirecta, la intención indirectamente manifestada, voy a decir, porque no puede menos, algunas palabras o más que algunas palabras sobre los antecedentes y los precedentes que existen en esta cuestión de imprenta, que acabarán de confirmar lo que he dicho al principio, a saber: la innecesaria exageración, los injustos extremos a que se lleva la discusión tratándose de la ley de imprenta.

No parece sino que el señor Castelar y el señor marqués de Sardoal no han oído nunca que los delitos de imprenta se definan ni se castiguen como se definen y se castigan en la presente ley. Todo es para estos señores causa de grande asombro; a cada instante oímos hablar de tiranía nunca vista, de grandes y pavorosas amenazas para el porvenir de las naciones y aun de las instituciones que no respetan la libertad de imprenta.

Delante de este género de ataques, sin extenderme mucho, lícito me será decir algo de lo que pasa en otras partes.

¿Quiere el señor Castelar que le hable de cuestiones de conducta en materia de imprenta, o del resultado de las leyes de imprenta en otras naciones europeas, en naciones que pasan por las más liberales?

Pues supongo que el señor Castelar no tendrá por grande reaccionario al ilustre Mr. Thiers, fundador de la actual República francesa, y no creerá que está obligado ningún Gobierno conservador, ningún Gobierno monárquico, a ser mucho más benévolo con la prensa que lo es el fundador de una República.

Y después de esto, que me parece de todo punto evidente, yo ruego al señor Castelar que vea la estadística publicada recientemente en el Diccionario de Larousse y tomada por el Siecle de París, nada sospechoso para el señor Castelar por sus ideas. Según esa estadística publicada por el Siecle, y voy a leer poco para no molestaros; según esa estadística, «durante el gobierno de Mr. Thiers, desde 1 de julio de 1871 a 24 de mayo de 1873, la prensa fue objeto de 52 medidas administrativas y sufrió 165 medidas judiciales», que se descomponen de la manera siguiente entre los diferentes Ministros del Interior.

Y aquí establece el número de condenas que se impusieron bajo cada distinto Ministro de lo Interior.

Pues cayó Mr. Thiers, vinieron otras circunstancias, y he tenido la curiosidad de hacer formar una estadística de la suerte de la imprenta en la República francesa, y esta estadística da oficialmente el siguiente resultado:

«Procesos contra la prensa en Francia desde 1 de enero de 1877 hasta fin de junio de 1878»

  • Multas impuestas...........116
  • Prisiones y multas...........92
  • Prisiones solas...........4
  • Suspensión, etc...........1

¿Qué hubiera dicho el señor Castelar, qué hubieran dicho las oposiciones parlamentarias, si en el espacio de año y medio hubiera habido aquí 96 periodistas en la cárcel, o aunque sea la parte proporcional que a esos 96 corresponden con arreglo a nuestra población? Y no hablo de los miles de francos impuestos por multas.

De todo se deduce una sola cosa que yo quiero afirmar: se deduce que no depende de la forma de gobierno de un país, ni del régimen constitucional de un país, el que la prensa sea castigada cuando delinque; y que, por el contrario, parece resultar que en aquellas formas de gobierno a las que sin razón, a mi juicio, se atribuye más propensión al desarrollo liberal, se llega en la represión de la prensa mucho más lejos, y sin duda justísimamente, de aquello a que yo creo se haya llegado en ninguna Monarquía constitucional hasta ahora.

Pero no es esto sólo lo que tengo que decir al señor Castelar sobre ejemplos extranjeros; y no solamente al señor Castelar, sino a otros muchos oradores o a casi todos los oradores de la oposición que tanto han exagerado las disposiciones represivas que contiene este proyecto de ley. ¿Quiere saber S. S., si no lo recuerda ahora, cuál es la definición única de los delitos de imprenta que se encuentra en la ley que todavía rige en Francia? Pues no es más que esta definición, cuyo vago sentido espero que no nos aconsejará repetir S. S. en nuestra ley: «Título 1.º Artículo 1.º Todo ataque por cualquiera de los medios enunciados en el artículo 1.º de la Ley de 17 de mayo de 1819, contra las leyes constitucionales, los derechos y los poderes del Gobierno de la República que esas leyes han establecido, será castigado con las penas señaladas en el artículo 1.º del Decreto de 11 de agosto de 1848.»

De modo que ninguna definición especial y concreta; sino todo lo que se entiende que es ataque contra el Gobierno, contra las leyes constitucionales y contra los derechos y poderes de la República, todo eso es delito de imprenta. ¿Puede esto descomponerse algo más? Sí; se descompone; pero ¿para qué? Para sustraer del juicio por jurados y entregar a los tribunales correccionales todo lo que va a ver S. S. ahora mismo. «Los tribunales correccionales conocerán (art. 5.º) de los delitos de difamación, de ultraje y de injuria públicos contra toda persona y todo cuerpo constituido; de las ofensas al Presidente de la República, a una o a las dos Cámaras, a la persona de un soberano o del jefe de un Gobierno extranjero; de todos los delitos de publicación o reproducción de noticias falsas, de documentos apócrifos falsificados o falsamente atribuidos a un tercero; de la provocación a cometer un delito, seguida o no de efecto; del delito de apología de hechos calificados de crímenes o delitos por la ley; de los delitos cometidos contra las buenas costumbres, por la publicación, exposición, distribución y venta de escritos, dibujos o imágenes obscenas; de los gritos sediciosos públicamente proferidos, y de las infracciones puramente materiales de las leyes, decretos y reglamentos sobre la prensa». Fuera de esto, todo lo demás va al Jurado, señores Diputados.

Pues bien; quiero que no valgan estos datos en una discusión absoluta de lo que puede ser una ley de imprenta; reconozco que se podrá decir que no se tiene por bastante liberal a la actual República francesa, que se quiere una que lo sea más, y que se condena que esta ley de imprenta esté allí vigente; ley de imprenta, la cual no sé yo que haya suprimido hasta ahora ni siquiera la fianza, porque la fianza está establecida para el pago de costas y para las multas que van unidas a ciertas penas; y por consiguiente, hasta esto de la fianza con el consiguiente horror a la tiranía del capital que tan elocuentemente nos ha expuesto aquí el señor Castelar esta tarde, hasta esto se encuentra en la República francesa. Pero en fin, yo comprendo que el señor Castelar y los señores Diputados monárquicos que están a su lado, pertenecientes a un partido de gobierno, quieran más que esto todavía: a lo menos no me negarán que no hay aquí para qué asustarse mucho, y para qué llamarnos antropófagos y carnívoros, porque presentamos una legislación que es más liberal que ésa; por lo menos habrán de confesarme eso, aunque no se quiera. ¿No valdría la pena delante de esos ejemplos que se repiten en otras partes, de hablar con otra moderación de nuestras leyes y con otra calma de nuestros Gobiernos, y no tocar las campanas a arrebato cuando no hay motivo para tanto?

Y no voy a decir lo que es en este instante la prensa en Alemania. Esa Nación que no será muy salvaje cuando aparte de los testimonios grandiosos que tiene dados y que diariamente da en las ciencias, en la guerra y en todas las manifestaciones de la vida, merece que se tomen sus definiciones de los delitos, por las personas estudiosas a quienes les gusta profundizar las cuestiones, como a mi digno amigo particular el señor Castelar, ¿cuál es allí, con arreglo a la última ley, el estado de la prensa? ¿No ha quedado simplemente a los tribunales de policía el derecho de suprimir todo género de periódicos, no solamente los que ataquen los principios orgánicos de la sociedad actual, sino los que ataquen también el orden público, según probaré si se quiere, con el texto expreso de la ley? Y aun antes de esta ley de represión dictada por las circunstancias, cuando el señor Castelar nos lo encarecía aquí todos los días y lo citaba como ejemplo, cuando realmente en Alemania había aún una gran libertad de imprenta, ¿puede ignorar S. S. que todavía tenía Alemania cierto resorte, un resorte de que no pueden desprenderse casi nunca los Gobiernos, el recurso de la recogida previa contra todo el que directa o indirectamente pudiera atentar contra el orden público?

Lo he dicho aquí otras veces, señores: la combinación de fuerzas que se necesita para mantener vivo y permanente el Estado y para realizar el gobierno, esa combinación de fuerzas puede hacerse de distintas maneras; pero es preciso que se haga de una manera u otra. Se compara el mal cuando se comparan legislaciones parcialmente sin atender al conjunto: toda sociedad que vive, por algo vive; si no descansa sobre un elemento, descansa sobre otro; pero si analizamos bien toda sociedad, todo ser social y aun todo ser orgánico que vive, aunque con distintas condiciones y por distintas causas a veces, siempre tiene razón de vivir. Por eso en unas partes la legislación permite unas cosas y en otras partes permite otras cosas; lo que es imposible es abandonarla de todo punto en parte ninguna a los desórdenes que la excitación o la incitación continua a los delitos puede producir por parte de la prensa periódica; eso es lo que no se ha visto hasta ahora en ningún país de la tierra; eso es lo que no se verá. Si me presentáis algún país en que la prensa actualmente sea de todo punto libre, os diré en primer lugar que en alguno de ellos se ha hecho libre a fuerza de rigor; y en segundo os diré que allí permite esa libertad el tribunal severo de la opinión pública, y que los países que tienen la fortuna de poseer una opinión pública bastante hecha, bastantemente formada y bastantemente severa para servir por sí misma de castigo a los excesos de la prensa, ¡dichosos ellos! Pero los que no lo son, los que no tienen esa fortuna, no tienen por qué arrancar del falso supuesto de que están en iguales condiciones que los otros. Si hay países donde la prensa periódica no produce malos efectos a pesar de sus extravíos, ¡dichosos ellos! Ojalá aconteciese otro tanto en España y en Europa; pues no sé de ningún punto de Europa donde eso suceda, como no sea en las Islas Británicas.

Algo de esto se creía en Alemania, a pesar de esas prevenciones que antes he señalado; cuando empezaron las predicaciones socialistas, se permitieron estas predicaciones, se permitieron escritos socialistas, se permitió una prensa socialista que se difundiese por todas partes; y el resultado lo tenéis a la vista: los periódicos suprimidos en masa; las asociaciones de toda especie, con cualquier nombre y por cualquier motivo, suprimidas también; la seguridad, y aun la residencia de los ciudadanos a merced de la policía. Todo eso ha habido que hacer, y todo legítimamente, porque las naciones que son libres, las naciones que merecen serlo, lo primero que necesitan es el valor para vivir, aunque haya que pasar por encima de todo género de preocupaciones. Sí; yo felicito desde aquí a los Gobiernos que llegado ese momento crítico han emprendido la defensa del orden social, que es el primer deber de todo Gobierno. Ya que aquí, porque las circunstancias lo permiten y porque el Gobierno lleva hasta el extremo de lo posible su tranquilidad, su serenidad y su amor a la libertad, ya que sucesos que en otras partes han producido ese género de consecuencias no se han presentado aquí con esos caracteres, por lo menos, no acuséis a este Gobierno de ser menos liberal que los demás Gobiernos de Europa; por lo menos, tened bastante justicia para reconocer que en circunstancias como las actuales, ante el crimen que todos recuerdan y frente a los crímenes de otras partes, delante de la reacción conservadora que en todas partes se levanta, se necesita tener verdadero amor a la libertad y mucha serenidad de espíritu para presentar proyectos de ley tan liberales como éste.

Hemos callado hasta ahora sobre este punto; no hemos hecho alarde de nuestra tranquilidad y serenidad; no hemos hecho alarde de un amor a las ideas liberales, al Parlamento y a la libertad de la prensa, en que nadie nos excede y pocos nos siguen ni nos seguirán; pero ante las acusaciones exageradas, injustas, que se lanzan contra nosotros, lícito nos ha de ser hacer valer lo que todo el mundo está presenciando, lícito nos ha de ser decir que somos el único Gobierno que, frente a frente de esas circunstancias, teniendo que luchar con ellas mismas, y viendo realizarse ciertas cosas ya dentro de nuestra Patria, conserva bastante serenidad y severa calma para presentar y discutir uno de los proyectos más liberales, si no el más liberal, pues yo así lo creo, que jamás se ha presentado en España. Por lo demás, dije al empezar mi discurso que solía producir mal efecto el convertir estas cuestiones en cuestiones académicas, por lo mismo que aquí no solía dárseles su verdadero sentido, ni era posible dársele, porque faltaba en realidad casi siempre hasta el espacio indispensable para tratar cuestiones de tal profundidad y de tamaña importancia. De ello nos ha dado un ejemplo que pudiera servir de ejemplo para siempre, lo que mi particular amigo el señor Castelar ha dicho esta tarde acerca de las opiniones del padre Mariana sobre el regicidio.

No es exacto que el padre Mariana haya defendido jamás el regicidio en el sentido jurídico que hoy tiene y no puede menos de tener esa palabra. La prueba de que no lo ha sostenido es ésta. ¿Ha entendido jamás el señor Castelar, que conoce el texto tan bien o mejor que yo puedo conocerle, ha entendido jamás el señor Castelar, ni ha entendido nadie, que el padre Mariana creyera que era lícito en ningún caso matar a un Rey católico? Pues si esto es así; el espíritu alto y profundamente práctico del señor Castelar debía haber definido con más exactitud cuál es la verdadera doctrina de aquel jesuita eminente, doctrina que yo no acepto, doctrina contra la cual protesto y contra la cual protestan conmigo las ideas de estos tiempos, pero doctrina al fin distinta de la que se le supone. Porque el padre Mariana decía que al tirano, es decir, al Rey ilegítimo, ilegítimo principal y esencialmente por ser apóstata, por haber perdido en absoluto el derecho a la legitimidad, por estar fuera de la Iglesia, por ser contrario a la Iglesia, por ser enemigo de lo que entonces se llamaba libertad de conciencia, que era la libertad de ser católico frente a frente de los herejes, por todo eso podía matarse al Rey sin pecado. He empezado por decir antes, y no necesitaba repetirlo, que considero sumamente errada esta doctrina; pero al fin no es lo mismo que suponer que al Rey legitimo y católico podía matársele sin pecado. No es lo mismo, ciertamente, porque esto último no lo habría consentido ningún país, no lo habría consentido ninguna justicia, no lo habría tolerado ningún monarca; lo habría rechazado unánimemente la conciencia pública. No; al Rey legítimo, al Rey no desposeído, al Rey que no tenía esas culpas religiosas no se le colocaba en el mismo caso que a los otros Reyes, ni por ningún teólogo, ni por el padre Mariana. Contra esa clase de Reyes completamente legítimos, ni el padre Mariana ni ningún jesuita, ningún escritor que yo sepa, han defendido nunca lo que se supone, porque únicamente los escritores republicanos socialistas de Ginebra son los que han sostenido la doctrina del asesinato. Claro es que en una discusión verdaderamente académica, sin necesidad de estas observaciones mías hubiéramos venido a convenir el señor Castelar y yo en lo mismo, y por eso es precisamente por lo que expuse antes las indicaciones que ha oído la Cámara y que no tengo necesidad de repetir.

El asesinato dirigido contra la potestad legítima, contra el Rey legítimo, contra el Estado legítimamente constituido, contra los elementos que son base de la sociedad, contra la personalidad que los representa, todo el mundo ha reconocido siempre que era un horrible delito, el más horrible de los delitos que se pueden cometer. Esta era la opinión del padre Mariana, ésta es la opinión del señor Castelar, y no necesito que S. S. lo diga, porque yo lo sé y lo sabe todo el mundo. Por consecuencia, sin penetrar en los errores, sin penetrar sobre todo en el espíritu general que animaba a los que en otros tiempos han creído estas cosas, no era posible dilucidar la cuestión y traer este ejemplo al debate con toda aquella eficacia con que el señor Castelar quería traerle, y con la cual es bueno que los ejemplos históricos vengan siempre a los debates. Después de todo, la doctrina de que se puede matar al enemigo en la guerra, mirada a la luz de ciertos altísimos principios, hay que convenir en que el día que desaparecieran las guerras horrorizaría a todo el mundo, porque todos la considerarían como contraria a la conciencia humana. Hay realmente doctrinas y principios en el mundo que, si una vez llegan a desaparecer, las consecuencias que ellas llevan consigo horrorizarán; nadie puede negarlo.

Pero en medio de todo esto, ¿puede negar el señor Castelar, pretenderá siquiera poner en duda que no hay delitos que lo son constantemente en la historia? Detrás de todas esas variaciones que ha citado S. S.; detrás de todas esas doctrinas; detrás de la doctrina misma del padre Mariana; detrás de todas las doctrinas que en todos los tiempos haya podido haber respecto a la hostilidad contra los Poderes constituidos; detrás de todo esto se halla esta afirmación que ha existido siempre, que ha hecho siempre el género humano: hay Poderes que son legítimos y legítimamente representados, hay Poderes que representan el Estado, el organismo social, y siempre el ataque contra las personas que representan esos organismos se ha considerado como un gran crimen, y el asesinato contra las personas que representan el Estado como el más horrible de los crímenes que pueden cometerse. ¿A que no halla el señor Castelar que esta doctrina haya cambiado jamás en la historia?

Cambian las formas del poder público, cambian las personas que desempeñan el poder público, pero ¿qué cambia con esto? Cambian los nombres, todo aquello que es verdaderamente variable, y nadie ha negado que sean variables las formas de gobierno. Esto que no es en sí jurídico cambia y puede cambiar; pero lo que hay de realmente jurídico, que es la necesidad de todo Estado y de todo orden social, que es la defensa de este orden social y el castigo de los que le atacan, es un principio eterno de justicia que no ha desaparecido jamás de los Códigos y que no desaparecerá. Por consecuencia, cuando esto se realiza por medio de la imprenta, esto es delito de imprenta. Es delito atacar en una República como Francia al Presidente de esa República, y es delito de la misma índole atacar en la Monarquía constitucional española al Monarca español. Yo niego que haya variedad de delitos; es el delito mismo que se realiza en distintas condiciones sociales.

También ha hablado el señor Castelar, con la elocuencia que suele, del capital, de los pobres, del derecho con que nace todo hombre y de otra porción de cosas por este estilo que era difícil exponer o decir delante de las muchedumbres sin ganarse sus simpatías, y que era de todo punto imposible que con la elocuencia del señor Castelar no recibieran colores y no resplandecieran de suerte que atrajesen muchos aplausos. Pero yo tengo la convicción de que el señor Castelar en esa misión de la última parte de su vida de que nos ha hablado esta tarde, propende y no puede menos de propender a ir dejando atrás esos medios de causar efecto; ni sé yo siquiera si el señor Castelar, arrastrado por su elocuencia, ha medido esta tarde todo el alcance de algunas de sus palabras. Lo que hay de nuevo, si nuevo es, lo que hay de nuevo en la sociedad moderna en este punto, no es sino la capacidad de todo el mundo; la posibilidad en todo el mundo de llegar a la posesión del capital. Hasta aquí ha llegado el verdadero triunfo de las ideas en la sociedad moderna. Ya no está cerrado a nadie el camino de la fortuna: la libertad de trabajo, la igualdad de los derechos civiles, la constitución de las sociedades modernas para todos abiertas, la organización del Estado dentro de estas mismas condiciones, todo el mundo moderno tiende, en fin, a que igualmente sea posible el acceso al capital de todo hombre de bien. Esto es cierto. Hasta aquí llegan los principios que nos son comunes a todos los liberales de la época, hasta aquí llegan los únicos principios que son ciertos en la escuela democrática; pero ni en lo grande ni en lo pequeño, ni en lo fundamental ni en lo accidental es posible prescindir del capital formado sobre el principio de la igualdad, como una fuerza siempre presente en todas las acciones humanas.

Yo tengo sobre esto, señores Diputados, una convicción, convicción que como todas las mías no ha nacido al calor de este debate, sino que es el fruto de mis meditaciones que serán más o menos acertadas, pero que son por lo menos detenidas y profundas. No solamente creo que es imposible impedir que el capital, una vez formado, sea un elemento que participe de todo; sea una fuerza que a todo ayude y en todo haya que emplearla; sea, al mismo tiempo que una fuerza, una garantía; no solamente creo eso, sino que creo, y lo he dicho aquí alguna vez en ocasión solemne, que aquella sociedad que se pueda constituir sin propiedad y sin capital, no necesita ni de capital ni de propiedad, y el comunismo y el socialismo tendrán en ella la cuestión completamente resuelta.

No; el día en que no sea necesaria la propiedad, el día en que no sea necesario el capital para la constitución del organismo social y para la vida de la sociedad entera, el día en que esto suceda en todas las esferas, y muy señaladamente en la esfera política que es la garantía y la guardia de todas las demás, ese día el capital y la propiedad estarán definitivamente perdidos. En vano es que habléis de privilegios y queráis suprimir el nombre y neguéis que haya privilegios esencialmente necesarios para la sociedad. Privilegio es la herencia, a la cual se debe, después de todo, la mayor parte del capital existente. La herencia constituye y no puede menos de constituir un privilegio al nacer; la herencia constituye y no puede menos de constituir una desigualdad al nacer, y cuando se habla en el seno de nuestra sociedad moderna de derechos completamente iguales para todos los que nacen, se proclama, unas veces sabiéndolo, otras sin saberlo, la destrucción de todo el orden social existente y, sobre todo y ante todo, del principio de la propiedad. Mas digo: si no tiene en el mundo moderno la propiedad el apoyo de ser una fuerza por sí misma, de ser una fuerza en el cuerpo electoral, de ser una fuerza en la imprenta, de ser una fuerza en todas partes; si la propiedad no se coloca en estado de defenderse, la propiedad sucumbirá sin defensa; que no se la defiende meramente con teorías, con discursos, porque la retórica no bastará a salvarla.

Allí donde, como en Inglaterra, el capital y la propiedad representan al mismo tiempo la suma de los derechos políticos, o una gran suma de los derechos políticos, allí hay un orden político que está encarnado en el orden social, allí el orden político y el orden social son uno mismo, allí hay una Nación que realmente vive, allí hay un poder que puede impunemente desafiar las tempestades del porvenir. Si sistemáticamente separáis el uno del otro, si os asusta en todas partes la presencia del capital, sobre ir contra la realidad de los hechos presentes, vais contra los fundamentos mismos de la sociedad en que vivimos. Esta es una convicción mía que he tenido ocasión de anunciar ya aquí en algún tiempo solemnemente, aunque de una manera breve, y que es el producto, bueno o malo, de todos mis estudios sobre el actual orden social.

Hoy mismo, aun en los países en que se va extendiendo el sufragio, se busca, porque no puede menos de buscarse, que la propiedad dentro del derecho de votar de todo hombre, tenga una participación especial, represente el poder de una fuerza social; y una de dos, o se logrará esto, o no se logrará. ¿Se logrará? Entonces las libertades modernas podrán tranquilamente continuar su camino, siendo la vida y el espíritu de las actuales instituciones. ¿No se logrará? Pues entonces vendrá la teoría de todos los derechos que trae todo el mundo al nacer, sirviendo de regulador en el gobierno y en todas las cosas de este mundo: esto hará desaparecer la civilización y la sociedad moderna. (Muy bien.)

Siendo éstas mis convicciones, siendo este problema tan arduo, no ha podido menos de sorprenderme que a propósito de una triste contribución que se le pide a un individuo para ejercer uno de los derechos más peligrosos que pueden ejercitarse en las sociedades políticas, se haya elevado el señor Castelar a esas ideas generales, y para mí, bajo punto de vista tan peligroso. No es tan fácil a todo esto sustraerse al capital como se supone. Ya he dicho antes que en Francia no se ha podido suprimir la fianza; y no se ha podido suprimir, porque esa fianza misma, entre otras cosas, responde de una parte de la penalidad, la de las multas que siempre va unida, aun en nuestro propio Código, a las penas corporales, y además para las costas de los juicios.

Pero ya que el señor Castelar ha querido recordar días de nuestra niñez y ha recordado con efecto el tiempo en que cursábamos juntos las aulas de Madrid, en que las cursábamos con otras personas que han solido distinguirse mucho más que yo y tanto como el señor Castelar, y puesto que ha preguntado si alguno de nosotros en aquel tiempo podía pagar la contribución que hoy se exige al fundador-propietario de un periódico, ¿por qué no nos preguntó a nosotros todos entonces o nos pregunta ahora para que le respondamos bajo la fe de nuestros recuerdos, si teníamos dinero para fundar periódicos? Porque lo que yo creo es que ninguno de los señores a quienes el señor Castelar aludía tenía dinero para fundar un periódico, a causa de que ni los proveedores de papel, ni los impresores, ni siquiera los dueños de casas que arriendan las redacciones tenían nada que ver con la doctrina de que todos los hombres deben inspirar iguales garantías al nacer. (Risas.) Y mientras el señor Castelar no pueda llevar este convencimiento al ánimo de todos, el tirano capital será la ley de toda acción eficaz, y no habrá ninguna ley eficaz en el mundo en la cual no entre por una parte, y por una parte considerable. Sin capital se puede tal vez perturbar, y no mucho, porque hasta conspirar no se puede sin dinero. (Risas.) Sin capital se puede hacer, sin embargo, el mal en muchas partes, porque el mal es harto más fácil que el bien; pero sin capital, poco o mucho, es imposible hacer nada, absolutamente nada bueno en el mundo moderno. Hablo de la acción, hablo de la realización, hablo de la intervención eficaz en las cosas; y así es que los pueblos más dignos de la libertad son aquellos que usan de la legítima libertad del trabajo, de la libertad de su acción y de su movimiento, para empezar por ahorrar y por crear el capital, y una vez ahorrado y creado el capital, entonces es cuando con fruto pueden intervenir todos en la cosa pública y pueden realizar cosas útiles para su Patria y para la civilización. (Muy bien.)

No quiero, señores Diputados, prolongar más este debate: quizá ha sido excesivamente largo (no, no), mucho más cuando viene al fin de una discusión tan larga ya. No he seguido un riguroso método para contestar al señor marqués de Sardoal y al señor Castelar, porque la situación en que me encontraba, teniendo que contestar a un tiempo a dos señores Diputados inmediatamente, y a otros varios no inmediatamente, pero contestarles algo al fin, me ha obligado a tomar la cuestión en su conjunto y a preferir de ella aquellos puntos que me ha parecido que más necesitaban de ser discutidos todavía. Por resultado de este debate, yo tengo la convicción de que todos los señores Diputados sacarán la consecuencia de que esta ley podrá no ser una ley perfecta: aun por eso bastó que en una de las últimas sesiones se hicieran algunas indicaciones sobre un descuido puramente material de la ley de imprenta, a que el señor marqués de Sardoal dio mucha importancia, respecto a los libros extranjeros; bastó esto para que yo me apresurara a decir que estaba el Gobierno dispuesto a admitir una enmienda, como se presentara, que subsanara esa falta. Cualesquiera otros defectos, verdaderos defectos de la ley, el Gobierno, lejos de tener inconveniente en corregirlos, los corregirá con sumo gusto.

Tan no cree el Gobierno que ésta sea una ley perfecta, que respecto de la penalidad la toma realmente por un ensayo. Esta penalidad se la ha sugerido al Gobierno el recuerdo de lo ocurrido con la prensa periódica en España. Los actuales Ministros, y sobre todo el que en este instante tiene la honra de dirigir la palabra a los señores Diputados, son ya bastante antiguos en la política para haber conocido el régimen de las penas pecuniarias. Pues bien; el régimen de las penas pecuniarias condujo en manos de todos los partidos sin distinción a que no hubiera penas: aun lejos de eso, las penas venían a ser como un ahorro, como una especie de grande alcancía que permitía a la larga ganar a todos los periódicos. Una vez abierto este camino, una vez establecido por costumbre que cada Gobierno perdonase las multas que se imponían a los periódicos en tiempos de sus adversarios, esta pena carecía ya de toda eficacia, de toda ejemplaridad; era absolutamente imposible mantenerla.

El señor Castelar, que ha reconocido esto, nos ha dicho en el día de hoy que prefiere las penas corporales: otro tanto me parece que han dicho los más de los señores Diputados de la oposición. No tengo yo bastante sensiblería, y uso una palabra que se ha empleado en los bancos de enfrente a este propósito, no tengo yo bastante sensiblería para espantarme de que un periodista, por delitos que haya podido cometer, se encuentre en la cárcel, como cualquier otro ciudadano español; ni es cierto, debo decirlo con entera franqueza, que las penas personales estén de todo punto ausentes del actual proyecto de ley. Hay delitos que están penados en el Código penal, y el proyecto de ley que se discute no hace más que referirse a la definición y las penas del propio Código; pero en fin, en general se sustituye por esta ley otra pena a las penas corporales. ¿Obedece esto, ya que no a la sensiblería, como he dicho, y como todo el mundo creerá fácilmente, obedece esto, ya que a la sensiblería no, a algún capricho del Gobierno o al convencimiento de que en absoluto las penas personales son absurdas o injustas para la imprenta, o son para la imprenta ineficaces? No, en absoluto de ninguna manera. Pero la justicia penal, y éste es un principio incocuso, tiene en todas partes que armonizarse con el estado y hasta con las preocupaciones de la sociedad en que se vive. En Francia, por ejemplo, las penas personales no tienen nada de impropio, ni nada de inarmónico, ni nada de repugnante, porque todo el mundo las acepta con la mayor facilidad; porque la opinión no se levanta contra ellas; porque la opinión, porque un periodista esté preso, no le constituye inmediatamente en mártir, como entre nosotros se le constituye.

Pero ¿es éste un hecho enteramente aislado y anormal en Francia, o en otras partes de Europa, donde también se aplica la pena personal? Pues ¿no hemos estado viendo en Francia, después de los acontecimientos de la Commune, llevarse a cabo penas capitales un año, año y medio y dos años después de haber concluido aquellos sucesos? ¿No vemos ahora mismo, hace poco tiempo, que han sido detenidos al cabo de ocho años para ser juzgados los autores, los cómplices, todos los responsables de aquellos delitos? Y yo pregunto con imparcialidad a los señores Diputados, y lo pregunto sin alabar nuestra situación presente por eso, sin aplaudir por eso nuestra situación moral, y, si lo que he de decir con absoluta franqueza, prefiriendo en esto la situación de la Francia; pero yo pregunto: ¿es que en España podría hacerse algo de eso? Pues qué, ¿no tiene que contar el Gobierno actual con esa especie de laxitud, con esa especie de flojedad que hay aquí en la opinión y que hace que todos pidan clemencia y misericordia para todo, menos para lo que se refiere a los intereses del Estado?

El señor PRESIDENTE: Están a punto de terminar las horas de Reglamento. Si S. S. piensa extenderse algo...

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Cánovas del Castillo): Yo necesito tan sólo seis u ocho minutos. Si el señor Presidente quiere consultar a la Cámara, puede hacerlo; eso es lo reglamentario.

Hecha la oportuna pregunta por el señor Secretario Martínez, de si se prorrogaba la sesión, el acuerdo de la Cámara fue afirmativo.

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Cánovas del Castillo): Sea loable, sea condenable en esto el sentimiento público, la verdad jurídica es ésa. No hay verdadera pena allí donde la sociedad no estima que la pena es justa, que la pena es debida, que la pena se debe cumplir, allí donde la pena se tiene o se mira por todo el mundo como una violencia, casi como una iniquidad, y aquí la prisión de los escritores públicos viene considerándose hace muchísimo tiempo de esta manera. Si las 96 prisiones decretadas en Francia en cierta época, y no 96, sino 70, 60, 50, se hubieran llevado a cabo en España, ¿qué se hubiera dicho de este Gobierno? No hay ningún Gobierno en España capaz de hacer una cosa semejante; no hay ningún Gobierno en España capaz de meter en la cárcel a 50 escritores públicos. Este es el estado de la opinión, con el cual el Gobierno ha debido necesariamente contar.

Pero no es éste sólo el único motivo por el cual el Gobierno desea que se haga el ensayo de estas penas. La verdad es que la conmiseración que rodea aquí a los escritores públicos cuando han estado en la cárcel no es tan grande como la repugnancia con que yo, que he conocido también las penas personales en otro tiempo, sé que se miraba la prisión de los editores responsables. Y aquí también he de hablar con completa franqueza, porque todo Diputado tiene el deber de decir la verdad a su país, de no ocultarla, y este deber que todo Diputado tiene, con mucha más razón, lo tiene todo Gobierno.

¿Sabéis, a todo esto, por qué en Francia y en Alemania son posibles las penas personales? Pues lo son, porque con raras excepciones (no las conozco, pero las habrá sin duda alguna), el escritor que ha cometido verdaderamente un delito, da la cara, responde ante la justicia de ese delito y sufre las consecuencias de la pena, dicho sea en honor de las naciones en que eso acontece. ¿Qué hemos visto aquí en los tiempos de las penas personales o del editor responsable, o cuando alguna legislación exigía la firma de los artículos? Hemos visto que se alquilaban hombres ínfimos y miserables, y que se alquilaban con la obligación de ir a presidio; y ante esta obligación inicua, ha sido imposible mantener las penas personales. ¿Queréis responderme, os atrevéis a responderme, podéis responderme de que todo autor de un artículo saldrá en adelante al frente de la ley y tomará sobre sí la responsabilidad del delito que haya cometido por medio de la imprenta? ¡Ah! Si pudiérais darme esa seguridad, ahora mismo os propondría el restablecimiento de las penas personales. Vosotros no podéis darme esa seguridad; cualquiera de vosotros indudablemente podría darla por sí, pero no la puede dar respecto de todos. Yo también he conocido ese régimen; yo también he tenido el honor de ser algún tiempo, aunque poco, periodista; no en 1847 en que no me ocupaba de política, sino en 1849, y he conocido plenamente este sistema, sistema tan admitido, que una vez que era el de todo el mundo, a nadie le sorprendía ni a nadie le infamaba.

De las cosas mismas que yo he escrito, como de las que escribía todo el mundo, respondía el editor responsable, porque es claro que como nadie hacía ni había pensado jamás en hacer otra cosa, cualquiera que se hubiera singularizado se hubiese creído que era con el objeto de pasar por mártir, con un objeto poco loable, como generalmente es poco loable el hacer voluntariamente el mártir en las cosas humanas.

Después de la creación del editor responsable, ¿qué sucedía cada vez que se condenaba a un periódico? Que todo el mundo acudía al Gobierno diciendo: «¡Si no es ese infeliz el que ha escrito el artículo; si ése es un desgraciado cargado de familia que por dos pesetas al día ha contraído la obligación de ir a presidio! ¿Por qué se le detiene en la cárcel? ¿Por qué se le condena?» De aquí la ineficacia de esas penas personales.

Se quiso remediar esto creando la obligación, como existía en Francia, de firmar los artículos. Hubo persona que entre las obligaciones que imponía a sus servidores estaba la de firmar sus propias obras, con el fin de que fueran los responsables. Creo que esto no lo negará nadie. Las penas personales han resultado imposibles, y siendo imposibles las penas pecuniarias, y siendo imposibles o casi imposibles las penas corporales, hay que ensayar un nuevo sistema, que es el sistema presente. Para esto contiene la ley cierto número de disposiciones encaminadas a hacer realizables estas penas, a hacer que no sean siempre burladas. Mucho se han combatido estas precauciones que son de todo punto irremediables; pero yo anuncio, para concluir, que si esas garantías y esas precauciones tan combatidas no llegan a ser eficaces, si resulta que a pesar de todas las precauciones de la ley que discutimos, la pena de suspensión de un periódico no es más que imaginaria y puede continuarse publicando de éste o del otro modo, si esta penalidad se desacredita como las otras, como quiera que todos estamos de acuerdo en que los delitos de la prensa no pueden quedar impunes, más tarde o más temprano habrá que volver a las penas personales.




ArribaContestación al Discurso de la Corona

(Intervenciones de Castelar, Pidal, Sagasta y Cánovas)


DSC de 7 y 8 de febrero de 1888


Sesión de 7 de febrero

El señor PRESIDENTE: El señor Castelar continúa en el uso de la palabra.

El señor CASTELAR: Vamos a la cuestión política interior, y en la cuestión política interior hablemos primero de la cuestión agraria. Yo diré una perogrullada, pero ésta es una cuestión de economía política. Y como es una cuestión de economía política, declaro y confieso mi deficiencia en ella. Presentadme un problema; yo veré, y perdonadme la inmodestia, yo veré con facilidad, tanto como yo pueda alcanzar, el lado metafísico, veré también el lado moral, veré el lado político, veré el lado estético; pero no veré el lado útil, porque yo padezco una enfermedad que llaman los médicos contemporáneos daltonismo, la cual consiste de suyo en no percibir los colores más vivos, por ejemplo, el color rojo; y yo padezco el daltonismo de la utilidad. No creáis que desconozco la importancia de tal idea.

Sobre la utilidad se ha fundado una filosofía, y no sólo se ha fundado una filosofía; estoy por decir que se ha fundado un pueblo entero. Yo creo en una economía del progreso y de la democracia, como creo en una economía del retroceso y de la reacción. Esta cohíbe, apremia, tasa, impide, con el nombre modesto de protección; mientras que la otra desata e impele. Yo, señores, creo en la economía de la libertad, y digo al Gobierno que puede la libertad económica, como la libertad política, suspenderse por algún tiempo, merced a circunstancias extraordinarias. No cabe dudarlo, nos encontramos, señores, en circunstancias extraordinarias.

Yo represento aquí una región rural, como he representado en otras Cortes de la Restauración y de la revolución una gran ciudad mercantil. Pues bien; yo no recibo de ese distrito sino quejas respecto de la situación económica: los campos yermos, las cosechas escasas, los aperos empeñados, la usura reinando en todas partes, la desolación, la miseria y la emigración. Por consecuencia, decía muy bien el señor Muro la otra tarde, y en esto únicamente me puedo yo hallar de acuerdo con el señor Muro respecto de economía; decía el señor Muro la otra tarde: ¿Hay circunstancias extraordinarias? Sí. Pues que nos traiga el señor Ministro de Hacienda las medidas extraordinarias que juzgue indispensables, seguro de que nosotros las votaremos todas. Pero, señores Diputados, que esas medidas sean expedientes, y sólo expedientes; que tales expedientes, como excepción, sean transitorios, porque, a decir verdad, yo examino esas juntas de enfermos que se llaman Ligas agrarias; yo examino esas otras juntas de médicos que se llaman Conferencias agrícolas, y yo hallo quejas fragmentadas; yo encuentro remedios locales, propósitos hasta de familias y de individuos, pero no hallo la síntesis para el remedio de nuestros males económicos. Y no le encuentro, porque, digámoslo en puridad, no existe; porque no existe la fórmula química, la receta farmacéutica, la medicina sistemática para proteger todos los intereses.

¿Os parece medicina la proposición sustentada y sostenida con tanta elocuencia y con tanta profundidad en este recinto por el ilustre jefe del partido conservador? Pues, señores, ¡si me dicen a mí desde Aragón que lo primero que han necesitado este invierno ha sido semilla los labradores para sus campos completamente yermos! Si subís los aranceles, si impedís el movimiento de los trigos, ¿de dónde van a sacar esas semillas los pobres labradores? Porque, señores Diputados, me acuerdo de lo que decía Russell: «Yo no encuentro un interés que me pida protección y que no se funde para pedírmela en el exterminio de un interés contrario. Los tejedores piden que las telas estén protegidas, pero que las materias textiles estén muy bajas». Resultado: que los productores de seda de Valencia, y los productores de lana en Extremadura, y los de materias textiles de todas partes, se quejan de lo mismo que hace la fortuna del fabricante y del tejedor, porque o yo estoy loco o aquí se busca un imposible; el imposible de que los productores vendan el trigo caro y los consumidores compren el pan barato. Pues qué, ¿no se ha dicho con mucha gravedad que cuesta poco bajar los trigos de Valladolid a Barcelona y cuesta mucho subir los trigos de Barcelona a Valladolid?

¡Ah, señores!, nosotros no podemos desconocer los intereses y no los hemos desconocido ni siquiera en las reformas capitales. Cuando abolimos la trata y la esclavitud, pensamos hasta en los tratantes de carne humana y hasta en los negreros. ¿Cómo hemos de oponernos a que prosperen todos aquellos intereses de nuestros pobres labradores, para que no perezcan de hambre?

Pero, señores, cuando yo escucho a la escuela proteccionista, me pregunto: ¿no es en el fondo la escuela socialista? ¿No pide que se levante para los productores un precio artificial, como pide la otra que se levante un precio artificial para los jornales? Porque se necesita, señores Diputados, saber lo que al Estado le toca hacer, y saber lo que no le toca hacer al Estado. Este es el problema por excelencia de la civilización moderna; porque si el Estado tiene que comprarme a mí mis libros, cuando no me los compran los lectores, desde mañana me voy a dirigir al Ministerio diciéndole que pasamos una crisis terrible de librería y, por consecuencia, que me compre los libros.

Pues qué, señores, la economía política, y permitidme que me ocupe un poco de tal ciencia, la economía política, ¿no muestra que la crisis de los últimos años es universal? Pues qué, un gran Ministro inglés, Goschel, ¿no ha presentado columnas de artículos, los cuales han descendido el 25 y el 50 por 100 en toda Europa? Pues qué, ese poder adquisitivo del oro, del cual nos hablaba la otra tarde con tanta elocuencia el señor Moret, mi discípulo en historia, mi maestro en economía, ese poder adquisitivo del oro, ¿puede solamente alterarse por medidas interiores? Pues qué, ¿puede detenerse la comunicación entre los continentes? Pues qué, ¿no ha demostrado la experiencia que hay un período en que la producción crece, el consumo aumenta, la industria trabaja, el crédito presta, el jornal sube; un período en que existe una especie de flujo como el flujo del Océano, que dura cinco o seis años, y que luego viene un reflujo natural que lo abarata todo, que echa una cantidad de producción inmensa en los mercados, que suspende la actividad del trabajo, y que trae crisis, representadas desde los tiempos de los caldeos y egipcios en aquellas siete vacas gordas y aquellas otras siete flacas que son el simbolismo de la vieja economía política?

¡Ah, señores!, si cada producto que por el movimiento económico y por las invenciones químicas se destruye, pide una protección artificial en el Estado, no vamos a concluir nunca de proteger.

Pues, señores, mirad: los ingenios productores de materias dulcificantes, que nuestros árabes tenían en todas las costas andaluzas, se arruinaron a la invención de América. Los campos de barrilla, tan fecundos en las provincias de Alicante y Murcia, se perdieron por la invención de las sosas artificiales; la cochinilla, ese producto increíble, ese cactus que destila rubíes líquidos madurados por el sol de los trópicos, en el cual consistía la fortuna de nuestras islas Afortunadas, se ha perdido porque nada menos que en la oscuridad de la hulla se han encontrado colores tan espléndidos como los que ella daba; y si un productor pide que le protejáis de los aceites minerales, si otro pide que le preservéis de la mejor administración que los salitres tienen allá en Chile, si otro pide que le preservéis del arroz producido por China, señores, yo no sé a dónde vamos a parar; ¿por qué? porque a cada instante los productos crecen, la navegación lo varía todo, aquí surge una nueva materia, allí surge un nuevo elemento de trabajo, y no se puede absolutamente impedir que la luz eléctrica mate al gas, que el teléfono mate al telégrafo; porque, señores, la naturaleza se funda en esto, de la destrucción sale la creación; y así como en nuestra miserable humanidad se juntan el dolor y el placer, en las entrañas del planeta, oscuro y luminoso, se juntan y se besan el amor y la muerte.

Si os quejáis como se quejaba el ilustre jefe del partido conservador, si os quejáis de que arrastre más semillas el Nilo, de que pendan frutos en abundancia de los árboles en Cabul, de que salen los gauchos la carne para enviar sus expediciones a Europa, ya podéis rasgar hoja por hoja nuestra epopeya nacional; ya podéis quejaros de que San Francisco Javier se acercase a la China, porque nos produce una enorme competencia; ya podéis quejaros de que descubriese Colon las Américas, porque ellas vinieron a matar la propiedad alodial; ya podéis quejaros de que Perú y Méjico fuesen dominados por Hernán Cortés y Pizarro, porque las minas de esos países han alterado el valor de la moneda; ya podéis quejaros del viaje de Magallanes, que ha confundido el Asia con Europa; ya podéis quejaros de la humanidad toda, pues no le queda más que ponerse de rodillas en las estrecheces de un convento para aguardar aquel terrible día de las antiguas teologías, el día del juicio final.

¡Ah, señores!, para proteger, no nos hagamos ilusiones, se necesita un Estado, clases, gremios, censura, protección, y nosotros no podemos consentirlo, porque nosotros hemos hecho un Estado reducido que garantiza los derechos individuales y que representa la potestad nacional. Señores, yo soy representante de los pobres, de los humildes, de los demócratas, de los republicanos, de los que no tienen pan, de los que tienen poco pan, y yo no puedo volver a mi distrito a decirles que todo el resultado de mi campaña ha sido que coman el pan muy caro. Así es, señores, que comprendiendo y encerrando la libertad económica en la libertad general, yo la defiendo y digo que se tomen todas las medidas extraordinarias indispensables, pero sin detrimento del derecho. Y vamos a otra cosa.

Señores, el asunto por excelencia de que debemos tratar nosotros es el asunto del concurso que sin reservas ni rebozos prestamos a ese Gobierno. Yo, señores, a pesar de prestarle mi concurso, no soy ministerial. Bien es verdad que yo dije una frase cuando en ciertos Consejos de Ministros me quedaba siempre casi solo; yo dije esta frase: Yo, señores, soy Ministro, pero no soy ministerial. Pues bien, yo ahora ni soy Ministro, ni soy Diputado de la mayoría, ni soy ministerial; pero soy cooperador a la política liberal, cooperador a la tendencia liberal; y soy cooperador a la política liberal y a la tendencia liberal, porque, señores, aquí, en el mundo que nosotros habitamos, reina la guerra; y como reina la guerra, existe una gran fuerza de reacción gloriosamente representada; y como existe una gran fuerza de reacción gloriosamente representada, se necesita que en el otro peso de la balanza exista una gran fuerza liberal, y yo perteneceré siempre a esta fuerza. Porque, señores, cuando mis buenos amigos y casi correligionarios que se sientan a mi derecha se plañen con tanta elocuencia, y a veces con tanta verdad, de los males diarios y de las realidades impuras, yo creo que allá en su interior no se han dado cuenta de lo que nosotros hemos adelantado; y como no se han dado cuenta, me propongo con brevedad en esta última parte de mi discurso decirles lo que fueron las ideas liberales y democráticas en su estallido, lo que fueron en la revolución, lo que fueron en la restauración, y lo que ahora han venido a ser en este período de grandes y profundas soluciones.

¡Ah, señores! ¿En qué consiste la política de los demócratas, política que tiene dos bifurcaciones, la bifurcación monárquica y la bifurcación republicana? ¿En qué ha consistido la política de los demócratas? Pues la política de los demócratas ha consistido en una síntesis. Hubo un tiempo en que la política sólo se curó de que los hombres fueran libres, y no de que las naciones fueran soberanas, y a esa política se la llamó doctrinaria; hubo otro tiempo en que la política sólo se curó de que las naciones fueran soberanas, y se curó muy poco de que los hombres fueran libres, y a esa política se la llamó política jacobina. Pues bien, la democracia tiene dos representaciones: la monárquica, que está tan ilustremente representada por el primer orador de esta Cámara, por el señor Martos que la preside con el derecho de nuestros votos y con el derecho de su superioridad, y la republicana, que está representada por nosotros.

Y esta política, ¿qué ha hecho? Ha unido los derechos individuales y la soberanía nacional. Es verdad que los monárquicos creen compatibles la soberanía nacional y los derechos individuales con la Monarquía; es verdad que nosotros, los republicanos, creemos estos principios incompatibles. Pero, señores, yo no he hecho más que dos rectificaciones en mi vida. Yo he rectificado el concepto de la federal, y he rectificado este concepto porque mis largos estudios y mis reveladoras experiencias me han dicho que la idea de federación es un retroceso respecto de la idea de nacionalidad, y que caben las federaciones entre nacionalidades formadas, pero no cabe la federación dentro de una nacionalidad, sin riesgo de romperla y destrozarla. (Muy bien.) No soy pues, federal. He rectificado mis principios respecto de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Si yo mandase, jamás, jamás llegaría yo a una idea que ha enamorado a todo el mundo: jamás llegaría yo a la separación de la Iglesia y el Estado: quiero un patronato y un presupuesto eclesiástico. Pero fuera de esto, señores, fuera de esto, ¿en qué he cambiado yo?

La política seguida por mí es siempre la misma, desde el discurso del teatro de Oriente a La Fórmula del Progreso; desde La Fórmula del Progreso a los cuatro periódicos que he dirigido o redactado; desde los cuatro periódicos a mi apostolado en la primer Constituyente revolucionaria, donde representé siempre la derecha del partido republicano; desde mi apostolado en esta Cámara a mi discurso del 3 de enero, en que, poseyendo el poder y pudiendo guardarle con sólo halagar un poco las pasiones de aquella Cámara, dije con una lealtad de que jamás me arrepentiré, cómo no podía fundarse la República sino contra los intransigentes y apoyada en la izquierda del partido liberal; desde aquel discurso inolvidable al primer discurso de la Restauración, en el que dije delante de una Cámara que, debo decirlo en su obsequio, me oía con tanta atención y con tanto cariño como me oís vosotros: yo no vengo a maravillaros por mi temeridad, vengo a maravillaros por mi prudencia; yo pido que los Poderes parlamentarios predominen sobre todos los Poderes públicos y que vuelva la gobernación del Estado al partido liberal; desde aquel discurso al discurso de la ley electoral, en el que dije: si después de haber sido los republicanos tan pacíficos enfrente de la Restauración, cuando venga el nuevo partido liberal, representado por el señor Sagasta, si salimos a las calles, si abrimos los cuarteles, si vamos a la revolución, debemos decir lo que dijo Bruto en la noche de Filipo: «Libertad, nombre vano, engañosa palabra; esclavo del destino, he creído en tí»; y desde aquel discurso hasta este discurso, en que con la frente muy alta, con la voz muy clara y en frase muy sencilla, digo que apoyo a ese Gobierno porque ese Gobierno da la libertad religiosa, la libertad científica, la libertad de imprenta, la libertad de reunión, la libertad de asociación, el Jurado, el sufragio universal; y estoy unido con ese Gobierno, no por intereses transitorios, que ninguno tengo con esta situación, sino por grandes y luminosas ideas.

Hagamos, señores, el inventario de nuestras libertades, empezando por la libertad religiosa.

Señores, yo me acuerdo del ruido que se armó a mi primer discurso, cuando yo apenas tenía veintiún años. En aquel discurso propuse, con la impaciencia propia de la juventud, en su exordio, nada menos que la libertad de cultos. Nacido yo de un santa mujer, la cual, educada en una familia de tradiciones católicas, había sido mártir de la terrible reacción del año 23, y así amaba con igual fervor la religión y la libertad; por no herir el corazón de mi madre y hasta cierto punto el corazón de mi Patria, encerré aquellas ideas en arreboladas nubes de incienso y en místicos vidrios de colores; pero allí estaban y allí querían decir: tolerancia con todos los cultos sobre esta tierra intolerante; opción de todos los ciudadanos para los cargos públicos, cualesquiera que fuesen sus ideas religiosas y, sobre todo, para los cargos universitarios y escolásticos.

Estas ideas repugnaban de tal modo al sentimiento nacional, que llegado al poder un partido tan liberal como el partido progresista, después de una revolución radicalísima como la revolución del 54, se limitó a transferir del Código penal al Código político un artículo en el cual se declaraba que ningún español ni extranjero sería perseguido por sus ideas religiosas, con tal que no las manifestasen por actos públicos opuestos a la religión; ñoñería ridiculísima, la cual nos costó, gracias al inmenso espíritu reaccionario volcado sobre el país por las camarillas de los conventos y de los palacios, el ver bombardeadas las Cortes, el ver caído a Espartero y el ver enterrado vivo el Código constitucional, a pesar de colaborar en él republicanos eminentes, desde Rivero hasta Sagasta, desde Sagasta hasta Cánovas.

Señores, la revolución triunfó y trajo la libertad religiosa. El joven que la había proclamado en su primer discurso, logró, como premio de su obra, contender aquí con el representante de la reacción religiosa, con el canónigo Manterola, y pronunciar un discurso oído entre aclamaciones por aquella Cámara, cuyo nombre brillará siempre en nuestros anales y en nuestra memoria agradecida. Vino la Restauración; y si aquí puedo equivocarme, mis vecinos, que están cerca, me rectificarán.

La Restauración no anduvo en materias religiosas tan intransigente y severa como anduvo en materias políticas. Nos dejó una tolerancia religiosa que no llegó nunca a libertad, pero muy aceptable; tan aceptable, que yo la defendí desde aquí en contra de los mejores amigos del Presidente del Consejo de Ministros que había entonces.

Pues bien, ¿qué sucedió a pesar de esto? Sucedió que la tolerancia religiosa no pudo aplicarse ni al matrimonio ni a la cátedra. Se derogó con dureza el matrimonio civil, y luego los catedráticos más devotos del espíritu moderno, que más culto profesan a la ciencia, salieron de la universidad, proscritos por una circular en la cual se les imponía sujeción forzosa, lo mismo a la religión del Estado que a la forma por el Estado revestida en aquellas circunstancias. No quiero decir cuántos discursos pronunciamos en contra de tal medida los que están sentados en aquellos bancos (señalando a los de la mayoría) y yo. Por fin subió al poder el partido liberal, entró en el Ministerio de Fomento un amigo mío que hoy desempeña la cartera de Gobernación, y con una profundidad de miras que todos le hemos reconocido, y con un esfuerzo de voluntad y de inteligencia que todos le hemos alabado, sujetó los catedráticos al derecho común, y pudieron estos volver soberanamente a sus cátedras, y volvieron con ventajas que nosotros no habíamos obtenido a nuestro regreso después de triunfar la revolución.

Yo os pregunto, profesores de la ciencia: vosotros que sabéis cómo ha costado a Europa dos siglos terribles el obtener esta libertad de pensamiento; vosotros que sabéis cómo esa libertad es la única compatible con los diversos estados mentales, porque aquí, merced al tiempo en que ha venido la emancipación religiosa, no hay sectas teológicas y sólo hay sectas filosóficas, ¿no os creéis en el caso de prestar vuestro concurso a ese Gobierno que ha planteado la primera de las libertades, la libertad de conciencia? Pues yo sí, porque entre las muchas memorias que Dios me conserva, todavía me conserva la memoria del corazón.

Hablemos ahora de la libertad de imprenta.

Señores, ¿qué ha sido en España la libertad de imprenta? Aunque nuestros padres llamaban enfáticamente a la prensa el cuarto Poder del Estado, debían decir esto por lo mucho que lo subrogaban a los demás poderes públicos. La Constitución de 1845 prohibía la previa censura; pero los Ministros de la Gobernación y los fiscales de imprenta se daban tales trazas, que por doquier surgían censores. Y había el lápiz rojo, el lápiz amarillo, el lápiz verde, el lápiz negro. Escribir un periódico en aquel tiempo era como hacer uno de esos cuadros impresionistas de ahora, en los que lanza el pintor su paleta, mancha con esta paleta su lienzo, y luego ve uno allí todo lo que quiere ver, menos pintura. Pues, señores, no podíamos escribir; sencillamente no podíamos escribir! Formábamos la redacción de un periódico célebre el ilustre Presidente del Congreso, un Senador que se sentará pronto en la otra Cámara y el Diputado que habla en este instante al Congreso; todos bajo la dirección del eminentísimo publicista don Nicolás María Rivero.

Pues bien; el jefe de nuestra redacción era un periodista muy renombrado entonces, y que ahora ocupa un lugar técnico muy alto en la redacción del Diario de Sesiones, y no teniendo aquel publicista materia de que escribir, redactó un artículo con este nombre: El King-kwang.

El King-kwang era un juego chino que las familias de la clase media jugaban sobre la camilla cubierta de verdes bayetas, al amor del brasero resguardado por la correspondiente alambrera, y allí hacían figuras y combinaciones geométricas con triángulos y cuadrados de metal. Pues, señores, el artículo titulado El King-kwang fue recogido por atentatorio a las instituciones del Estado, a la Monarquía y a la moral pública. (Risas.)

Vino la revolución, y se encontró con un depósito de 15.000 duros, unos editores responsables que costaban un ojo de la cara; yo tenía tres en la cárcel durante la emigración, y estaba condenado a repartir con ellos el pan de mi trabajo; y gracias a Dios que como en América tengo algunos lectores, podía ganarlo, pero lo compartía con ellos. El señor Montero Ríos, cuyo nombre han ilustrado tantas reformas y tantos progresos, publicó el Código en que se sujetaba la prensa al derecho común, y ese Código fue votado por la minoría republicana de 1870. ¡Quiera Dios que prospere y nos lo conserve largo tiempo! En esto soy amigo de la inamovilidad.

Pero, señores, vino la Restauración, y aquí empezó Cristo a padecer. Se tradujeron las leyes imperialistas de los Bonapartes y se puso nada menos que la previa autorización. En tres años no pudo el partido republicano histórico alcanzar una autorización; ¡nada menos que en tres años! Y no quiero decir nada del derecho penal que dominó en materia de imprenta: se perseguía el instrumento del delito y no se perseguía al delincuente, derogándose todos los principios del derecho penal y público. Así pasaba que los periódicos desaparecían por advertencias, por supresión, en una ley extraña que castigaba como un delito el escribir siquiera la palabra República. Vino el partido liberal, y lo que había hecho mi amigo el señor don José Luis Albareda con la cátedra, lo hizo con la imprenta mi otro ilustre amigo el señor don Venancio González. La imprenta quedó libre. Después de cuatro años, lo primero que hice fue dar un grito de «¡Viva la República!» que resonó en todas partes.

¿Sabéis lo que costó la libertad de imprenta en nuestro siglo? Pues costó la Corona, pues costó el Trono a una dinastía tan vieja y noble como la dinastía de los Borbones; y a pesar de que Luis Felipe subió al Trono merced a las ordenanzas de julio, dejó establecida la ley represiva, dejó existente la barbaridad del depósito, dejó vivo el editor responsable. Nosotros no tenemos depósito, ni editor responsable, ni penalidad especial. ¿Creéis que no hemos adelantado nada? ¿Creéis que no merece nada quien ha establecido esa libertad en virtud de compromisos suyos, mas para bien de todos? ¿Creéis que no debemos concurso a ese Gobierno? Pues yo se lo debo y se lo presto.

Vamos a la libertad de reunión. Esta no la conocíamos ni de oídas. El Código penal declaraba ilícitas todas las reuniones superiores a veinte ciudadanos; es decir, que no podían reunirse más de veinte ciudadanos sin permiso de la autoridad. ¿Qué sucedía? Que el derecho de reunión estaba a merced de un gobernador, como se encuentra en Turquía a merced de un bajá. ¿Había un gobernador bonachón, a quien le tocaba la lotería y estaba de buen humor? La reunión se celebraba. ¿Había un gobernador a quien, por ejemplo, le dolían las muelas? Pues la reunión se prohibía.

Recuerdo la primera vez que fui a Alicante después de mi larga ausencia, en 1859, mandando nada menos que la unión liberal. Había un gobernador, persona muy apreciable, que hoy ocupa un alto puesto en el Consejo de Estado. Nos reunimos diecinueve; tuvimos alrededor de la mesa veintiún esbirros. Recuerdo que en Reus el subgobernador consintió una reunión, pero en esa reunión no se había de pronunciar la palabra democracia. Yo la pronuncié y allí fue Troya. Si en vez de hallarse un amigo mío en el Ministerio de la Gobernación, como el señor Bahamonde, quien me dijo: «dé usted gracias a Dios que le quiero», se halla una persona que no me hubiera conocido, por ejemplo, el conde de San Luis, voy a la cárcel, y quizá desde la cárcel al presidio de Barcelona.

Se llevó a tal punto la reacción que un Ministerio, ese Ministerio cuya cartera de Gobernación desempeñaba el señor Bahamonde, consintió en unas elecciones generales la reunión de los electores, pero proscribió... (El señor Cánovas del Castillo pronuncia algunas palabras que no se oyen.) Ya sabe el señor Cánovas que de arrepentidos está el cielo lleno. (Risas.) Pero el señor Alonso Martínez no estaba en el departamento de la Gobernación, como está en el departamento ahora de Gracia y Justicia, como está ahora con tanta gloria suya y provecho para la Patria. Pues bien, ¿sabéis por qué se prohibió la reunión de los no electores? Para ponernos en un brete a nosotros los demócratas; porque para ser elector se necesitaba pagar 400 reales de contribución, y yo no quiero decir que excepto algún gran abogado como el señor Martos, los demás no sólo no pagábamos los 400 reales, sino ni un maravedí. Por consecuencia, no podíamos tener derecho electoral; pero se hirió al partido progresista; éste aceptó la revolución, se unió con los demócratas y se fue aquella dinastía.

Publicóse una ley concediendo un tanto el derecho de reunión, y como mandara un Gobierno de relativa tolerancia, el cual se llamaba Ministerio Mon-Cánovas, celebráronse dos grandes reuniones, una por el partido progresista en los Campos Elíseos, y otra por los demócratas y progresistas en el entierro de Muñoz Torrero, y sobre aquellas cenizas establecimos entonces nuestra coalición.

Y, señores, se armó tal terror, que por el mes de mayo o junio se habían celebrado estas reuniones, y por el mes de septiembre se había ido el tolerante Ministerio Mon-Cánovas y había venido un Gobierno presidido por don Ramón María Narváez. Llegó luego, a consecuencia de los sucesos de la universidad, el Ministerio O'Donnell, donde desempeñaba el señor Cánovas la cartera de Ultramar, y este Gobierno concedió un lato derecho de reunión, tan lato, que se celebró una en el teatro del Circo, donde hablamos el señor Presidente del Congreso y el Diputado que os dirige la palabra, y los dos fuimos procesados.

Surgió la revolución, y entre las grandes conquistas que debemos al Código del señor Montero Ríos, le debemos también ésta, que yo hago constar con toda gratitud; pero luego, venida la Restauración, no pudimos reunirnos. Mas al poco tiempo, en la segunda Cámara el Gobierno presentó un proyecto de ley y, señores, nosotros no engañamos al Gobierno del señor Cánovas, porque recuerdo que el señor Martos, el señor Labra, el señor Becerra y yo hablamos en aquel debate y dijimos que la ley propuesta estaba con arreglo a nuestros principios, porque se sujetaban las reuniones al Código penal. Pero, ¡Dios mío!, llegó el momento de aplicarla, vino el 11 de febrero, y los republicanos, en virtud de la ley y por sujetarse al Código penal, se creyeron en el derecho de reunirse; lo prohibió el Gobierno, y vino entonces la situación liberal, y nosotros nos reunimos, y desde aquel entonces hasta ahora predomina con gran predominio el respeto escrupuloso al derecho de reunión, y ha pasado incólume ese derecho, y debo decirlo en justicia a ese partido, en el último período conservador, y de él hemos usado y hasta abusado un poco nosotros los republicanos. (El señor Romero Robledo: ¿Y la manifestación de Riotinto?) Pues he aquí el derecho de reunión, tal y como lo hemos conseguido. Y aquí voy a hablar, después de haber hablado del derecho de reunión, voy a hablar del derecho de asociación, porque, aunque os moleste, quiero seguir haciendo el inventario de nuestras libertades.

¡Ah, señores!, ¿véis esa democracia que por la elocuente voz del señor Martos ha elevado sus fórmulas hasta el Trono? Al organizarse la primera vez, cayó en la cárcel; yo conocí al señor Becerra en la cárcel, conocí al señor Rivero en la cárcel, conocí al señor Aguilar en la cárcel, conocí al señor Ordax y Avecilla en la cárcel. Al señor Rivero le encerraron en cierto calabozo, cerca de cierto sitio no muy bien oliente, y estuvo a punto de asfixiarse, y hasta la plata que llevaba en el bolsillo se le puso negra. ¿Sabéis qué pedía el fiscal, a quien no quiero aludir, pero se sienta en estos bancos? Pues pedía para el señor Rivero, por haber querido formar el partido democrático, cadena perpetua, y no pedía la pena de muerte por humanidad. El derecho de asociación, digámoslo todo, ha sido uno de los derechos más repulsivos al partido progresista, y ha sido un derecho repulsivo al partido progresista porque sus dos tradiciones, la tradición enciclopedista y la tradición burguesa, como ahora se dice, le vedaban aceptar ese derecho. Así es que entre las diversas complicaciones tenidas por nosotros con el partido progresista durante la revolución, una vez lo quebrantamos por la Internacional, por el derecho de los internacionales a reunirse; de los internacionales, que no sabían que estaban destinados a ser presididos por el señor Cánovas del Castillo. (El señor Cánovas del Castillo: Represento al Gobierno.) ¿Representa S. S. al Gobierno? No sabía que S. S. lo representara. (El señor Cánovas del Castillo: Me ha nombrado.) Pues aunque S. S. representa al Gobierno, la reunión es socialista. (El señor Cánovas del Castillo: No sabía yo que el Gobierno era socialista.) El derecho de asociación se halla hoy completamente asegurado.

Pues bien, ¿en qué se fundó toda la política de la Restauración? ¿Qué litigamos durante todo el período de la Restauración? Pues litigamos sobre la legalidad del partido republicano. El señor Cánovas del Castillo, en virtud de sus respetables ideas doctrinarias, y creyendo a la Monarquía consustancial con el pueblo español, negaba la legalidad del partido republicano; y el señor Sagasta, en virtud de sus tradiciones progresistas, porque en esto no ha cambiado el partido progresista, defendía la soberanía nacional, el derecho de los pueblos a darse la forma de gobierno que mejor les cuadre y, por tanto, la legalidad del partido republicano. Siendo la política una lucha, y representando en esta lucha los conservadores la ilegalidad del partido republicano, y el Gobierno de hoy la legalidad del partido republicano, ¿con quién queréis que nos vayamos nosotros? Porque, señores, que representa ese Gobierno la soberanía nacional, no hay para qué dudarlo: uno de los triunfos más altos del señor Azcárate consiste en haberle hecho confesar, como confesó de grado el señor Presidente del Consejo de Ministros, que la Nación española podía cambiar su forma de gobierno según su voluntad; y la otra tarde le oímos al mismo señor Presidente del Consejo decir cómo había conspirado contra los Borbones, cómo había servido a la Regencia, cómo había querido que se salvase a toda costa el Rey demócrata, cómo había ido a la República, cómo no se había unido a don Alfonso XII hasta después de haberlo legitimado unas Cortes; principios todos que son homenajes a la soberanía nacional. ¿Con quién queréis que estemos nosotros: con la Constitución interna o con la soberanía nacional?

Pero además hay dos principios, señores, que se van a plantear: el principio del Jurado popular y el principio del sufragio universal; para mí el Jurado popular es la conciencia social; para mí el sufragio universal es la voluntad social. Yo creo que inútilmente procuraremos cambiar los temperamentos revolucionarios y guerrilleros del pueblo de las ciudades y de los campos, si no le decimos que de su juicio pende la honra de sus conciudadanos, si no le decimos que de su voto surge el gobierno; porque así, sabiéndolo el pueblo, con esta lucidez que tienen los pueblos occidentales y meridionales, el pueblo español, lejos de buscar la libertad en el Mesías y en un mesianismo armado, la buscará en el seno del derecho y en el ejercicio de sus virtudes cívicas. Los que buscan a las cosas grandes causas pequeñas, no comprenden, no alcanzan todo lo que aquí se ha hecho; no saben que la libertad filosófica, estética y religiosa es la manifestación del sentimiento social; no saben que la libertad de imprenta, que la libertad del libro y del periódico es la manifestación del entendimiento social; no saben que el Jurado es la manifestación de la conciencia social, y que el sufragio universal es la manifestación de la voluntad social; y por consiguiente, que la plenitud del hombre se realiza en esta plenitud de libertades.

¡Ah, señores!, ¡la fórmula de los señores Alonso Martínez y Montero Ríos! ¡Qué cosa tan pequeña para los que miran las ideas políticas superficialmente; pero qué cosa tan grande para los que sabemos su trascendencia! Esa fórmula no significa el que se haya reunido el partido fusionista con el partido democrático; significa que se ha reunido la clase media progresista con la clase popular liberal representada por los demócratas.

Señores, la desunión ha causado todos los males de la libertad, y la unión ha producido en cambio muchos bienes. Cuando la demagogia de Cleon separó los patricios y los plebeyos atenienses, murió la mejor de las Repúblicas, la República de Atenas; cuando la democracia de Catilina separó los caballeros y los senadores romanos de su plebe, el infame alfiler de Fulvia pudo taladrar la lengua de Ciceron, y acostarse beodo el pretoriano Antonio sobre la tribuna de los Ratrer; el influjo de los chomris en las clases populares de Florencia hizo que Miguel Ángel extendiera la noche sobre la tumba de aquella libertad tan fecunda; la voz de Babof predicando la comunidad de bienes trajo el 18 Brumario; la barricada erigida por los socialistas en junio trajo el 2 de diciembre; y a la unión debieron los aragoneses sus Municipios y sus Cortes; a la unión debió Inglaterra sus Parlamentos y su Jurado; a la unión debieron Italia y Grecia su independencia; a la unión de Gambetta con Thiers debió Francia su tercera República, y a la unión entre todos los demócratas y todos los liberales y todos los republicanos deberemos la honra, la libertad y el progreso de nuestra Patria. (Ruidosos aplausos.)

Y voy a concluir. Estadme un poco atentos, porque voy a dirigiros algunas observaciones importantísimas.

Señores Diputados, a cada nombre ilustre del siglo XIX va unida una reforma. El nombre de O'Connell va unido a la emancipación de los católicos irlandeses; los nombres de Lincoln y de Wilberfoce van unidos a la extinción de la esclavitud en dos pueblos hermanos; el nombre de Cobden, a la libertad mercantil; el nombre de Russell, a la primera reforma electoral; el nombre de Ledru-Rollin, al sufragio universal; y nosotros que, a la manera de gran O'Connell, hemos emancipado la conciencia; nosotros que, a la manera de Lincoln, hemos abolido la esclavitud; nosotros que, a la manera de Cobden, hemos roto la muralla prohibicionista de nuestra tierra; nosotros que hemos traído tantas reformas y tantos progresos, por aquello de que no hay hombre grande para su ayuda de cámara, y menos para los ayudas de cámara españoles, por aquello de que ninguno es profeta en su tierra, y menos en esta tierra de España; nosotros no hemos hecho nada, no significamos nada, no somos nada; y lo que saben de nuestra obra los negros del Congo, los indios del Missisipí, los gigantes de la Patagonia, no lo saben nuestros políticos de café, quienes se consagran día y noche a despellejarnos en nuestra vida pública y en nuestra vida privada porque hayamos subido a estas alturas más brillantes que útiles, convirtiéndolas, por la hiel que nos dan y por las espinas con que nos coronan, en triste y ominoso calvario. (Grandes aplausos.)

Yo tengo un delito para esas gentes. Yo he querido reemplazar la revolución con la evolución; yo he querido transformar un partido de revolucionarios en un partido de evolucionistas. Esta ley llamada en geología de creación gradual, esta ley llamada en botánica de transformación vegetal, esta ley llamada de transformación en las lenguas, esta ley llamada de progresión orgánica en historia natural, esta ley llamada por Hegel serie dialéctica; esta ley que, aplicada a la política, destruye las revoluciones, pero también destruye las reacciones, y merced a ella no hay erupciones volcánicas, no hay estremecimientos terrestres, pero en cambio no hay la triste desgracia de los retrocesos, y la sociedad va cambiando sus fases según se acerca al ideal, como cambia la tierra sus estaciones, según se acerca al sol que nos alumbra. (Aplausos.)

¡Ah, señores!, yo he dicho a mis afines; yo se lo he dicho, y se lo repito ahora con toda la sinceridad de mi alma y con toda mi estimación: vosotros saldréis del retraimiento, y han salido; vosotros llegaréis a las Cámaras, y han llegado; vosotros preferiréis el método legal al método revolucionario, y le han preferido; vosotros romperéis esa coalición en mala hora urdida, y la han roto; no porque yo les hipnotice y les sugiera mi voluntad, sino porque yo soy un astrónomo político que, colocado en este sitio, conozco el afelio y el perihelio de los partidos, como conocen los astrónomos de nuestros observatorios el afelio y el perihelio de los planetas. (Aplausos.)

Y ahora nos vamos a encontrar en una situación muy difícil, pero muy difícil. Esa situación la expresó con gran profundidad de pensamiento, con ventura de exposición, de forma, para ser más correcto, mi amigo, mi condiscípulo el señor Ministro de Fomento. Esa dificultad la expresó con exactitud el señor Ministro de Fomento, y confieso que desde aquel día me hallo sumergido en un mar de meditaciones. Porque, señores Diputados, ¿somos aquí menos que los franceses en París, que los ingleses en Londres, que nuestros afines los italianos en Roma?

Y en Londres, la Reina Victoria ¿tiene los Ministros que quiere? De joven prefirió el «wigh Melbourne» al «tory Peel», y las Cámaras y los comicios le impusieron al «tory». En la madurez de su edad, aquella ilustre y venerada señora prefirió siempre Disraeli a Gladstone, y los comicios y los Congresos le impusieron a Gladstone.

¿Qué va a ser de nosotros, señor Azcárate? Y me dirijo al señor Azcárate por ser el único que cree en la compatibilidad de la democracia y la Monarquía; porque no estoy muy seguro de lo que desean sus amigos, a causa de que las inteligencias de ese grupo se parecen a los relojes de Carlos V, que nunca daban la misma hora. (El señor Azcárate: Pido la palabra.) Mi profundo y sabio deudo el señor Azcárate, ¿qué va a hacer?

Me mandan a mí periódicos, libros, folletos de todas las partes del mundo. El otro día, registrando yo la Revista de Oriente, periódico que tiene la particularidad de que es el único que lee Alejandro Dumas, me encontré con un discurso de Bratiano, el jefe del Ministerio en Rumania, y Bratiano dice: «yo puedo defender al Monarca mejor que ningún otro estadista del país.-¿Por qué, le preguntaba?-Porque yo no debo nada al Monarca. El gobierno me ha sido dado por los comicios y luego por las Cortes: el Rey no me ha designado a las Cortes; las Cortes me han designado al Rey: yo tengo más autoridad que nadie para defender al Rey».

Señores, puesto que el señor Azcárate cree en la compatibilidad de la Monarquía con la democracia, ¿qué le va a pasar al señor Azcárate el día en que los Gobiernos suban de abajo y no bajen de arriba, el día en que los Gobiernos se deban a la Nación y no se deban al Trono? Se guardarán las fórmulas, pero cambiarán las realidades. Pues qué, el señor Azcárate, porque el Rey convoque las Cortes, ¿se cree rebajado en sus ideas al sentarse en este Congreso convocado por el Rey? Pues qué, el señor Azcárate, porque el Rey firme su nombramiento de catedrático, ¿no se cree un catedrático independiente, llevando la firma del Rey en su nombramiento? Teniendo todas estas preeminencias el Rey, la realidad que se impone le dice al señor Azcárate que él no es ni catedrático ni Diputado por el Rey, aunque el Rey convoque las Cortes donde él es Diputado, y firme un decreto o una real orden nombrándole catedrático.

Señores, yo no hablo de mí; pero yo hablo, ¡qué de nosotros, que poco a poco estamos mandados recoger!, yo hablo de las generaciones que vienen, de los partidos que se formen, de la influencia que los hechos ejercerán sobre todo esto; y querer negarlo es como querer negar la presión del aire sobre los barómetros, la presión del calor sobre los termómetros, la presión del satélite sobre los mares. ¿Qué sucederá cuando planteemos el Jurado, el sufragio universal y, establecidos el Jurado y el sufragio universal, cambien las condiciones de la política? ¿Qué hará el señor Azcárate? El señor Azcárate, tuteándome, como debe, por causa de nuestro parentesco de afinidad, me dirá: ¿qué harás tú? Pues lo voy a decir. Pues yo, ¿qué he de hacer? Yo, y hablo en personal, yo no puedo ser nada en la Monarquía, no quiero ser nada en la Monarquía, no debo ser nada en la Monarquía; ni Presidente del Congreso, ni Presidente del Senado, ni Presidente del Consejo, y casi estoy por decir que esto ya no lo puedo ser en ninguna parte, por haber sido Presidente de la República; no puedo ser ni Presidente del Consejo; podría ser Presidente del Senado o del Congreso, por ser representaciones muy altas; pero no puedo ser ni Presidente del Consejo de una Monarquía; y no puedo ser nada, ni quiero ser nada, ni debo ser nada en una Monarquía. Cuando me lo propusieran, les diría aquel verso de nuestro poeta:


   «Aqueste es el castañar
Que más estimo, señor,
Que cuanta hacienda y honor
Los Reyes me puedan dar».

Yo soy republicano histórico, republicano intransigente, republicano de toda la vida, republicano por convicción y por conciencia; y el que duda de mi republicanismo, me ofende y me calumnia; por consecuencia, yo no quiero ser nada en ninguna Monarquía. Pero, señores, pongamos las cosas en su punto. Cuando en un tiempo en que nuestro fanatismo nos llevó a creer en la incompatibilidad completa de la Monarquía con las libertades públicas, en vano existía el principio monárquico en Inglaterra, en vano existía en Bélgica, en vano existía en Suecia y Noruega, en vano existía en mil puntos donde la libertad reinaba; nosotros erre que erre en que la Monarquía y la libertad eran incompatibles. Pues yo voy a decir una cosa: vuestra Monarquía, con las libertades que hoy tiene, vuestra Monarquía es una Monarquía liberal.

¿Sería una Monarquía democrática? ¡Ah, señores!, aquí está la cuestión. ¿Venceránse ciertos fatalismos? ¿Se sobrepujarán ciertos espíritus al medio ambiente, como ahora se dice? ¿Bajará de lo alto una inspiración de la conciencia humana, tal que en ninguna de nuestras instituciones deje de realizarse el ideal de nuestro progreso? No lo sé; pero debo decir que si vuestra Monarquía es hoy una Monarquía liberal, vuestra Monarquía será mañana una Monarquía democrática, en cuanto se haya establecido el Jurado popular y el sufragio universal. Y así como dije a los míos, y no me oyeron, en cierta noche célebre: «nuestra República será la fórmula de esta generación, si acertáis a hacerla conservadora», os digo ahora a vosotros: vuestra Monarquía será la fórmula de esta generación, si acertáis a hacerla democrática. (Muy bien.)

¡Ah!, yo sé lo que me queda por hacer. Yo no puedo cooperar activamente al gobierno de una Monarquía democrática, por lo que tiene de Monarquía; yo no puedo combatir al Gobierno de una Monarquía democrática, por lo que tiene de democracia. Yo nunca jamás, antes me arrancaré la lengua, lo juré en la madrugada del 3 de enero, yo nunca combatiré a un Gobierno liberal, y mucho menos a ningún Gobierno democrático.

¡Ah, señores!, yo concluiré mi vida por donde la he comenzado. Cuando era joven enseñaba oralmente, de palabra en mi cátedra, el amor a la Patria, a hombres tan ilustres como el señor Moret, como el señor Gamazo, como el señor duque de Veragua, como el señor marqués de Sardoal. Que se levanten todos y que digan si reunidos allí no formábamos de nuestra España una especie de divinidad y no nos prosternábamos todos los días en su presencia. Pero ya no puedo hacer esto oralmente, porque la oratoria es un arte de jóvenes y no es un arte de viejos; la oratoria necesita fuerzas que aún tengo, pero que se me acabarán muy pronto.

Yo me dedicaré a escribir la historia nacional, si vosotros dáis la libertad con la democracia, y a medida que mi sangre se hiele, que mis ojos se extingan, que mi voz se apague, aquel comercio con los héroes que han hecho de sus huesos este suelo, con los mártires que han de sus sacrificios henchido estos aires, con los pensadores y con los poetas que han puesto tantas ideas e inspiraciones en este cielo como estrellas y luz pusiera Dios, acaso me rejuvenezca y me quede tiempo, no sólo para cantar aquella epopeya en cuya virtud nuestra España, rota en Guadalete y refugiada en Covadonga, descendió de allí para engarzar los mares como esmeraldas en sus sandalias y los soles como diamantes en su corona, sino para cantar estas grandes transformaciones en que las instituciones faraónicas se han hundido y ha llegado la libertad.

Y entonces, acabadas las envidias y los rencores, la nueva generación me dará un sepulcro honrado y bendecido, y me pondrá en él de manera que pueda besar con mis labios fríos la tierra nacional y pueda pedirle su grandeza para mi pequeñez, y para mi muerte, el calor de su gloriosa inmortalidad. (Grandes y prolongados aplausos en los bancos de la mayoría y en los de las minorías republicanas y en las tribunas, que se repiten varias veces. La mayor parte de los Diputados se levantan a saludar y felicitar al orador con increíble entusiasmo.)

El señor PRESIDENTE: Se suspende esta discusión.

     (Nuevos aplausos entusiastas al señor Castelar, y una voz en las tribunas: ¡Viva Castelar!)

Orden en las tribunas. (Se repiten los aplausos y aclamaciones al señor Castelar, que duran largo tiempo.)

     Sesión de 8 de febrero.

     El señor PIDAL Pocas, poquísimas palabras, provocadas por la pregunta y el reto del señor Castelar; y de estas pocas, poquísimas palabras, la mayor parte elocuentísimas, porque van a ser del señor Castelar mismo.

Como no tengo la fortuna, según el señor Castelar, la desgracia, según mi propia opinión, de ser un gran republicano extranjero, no ha querido el señor Castelar colocarme entre Garibaldi y Mazzini para atestiguar su gran consecuencia enfrente del señor Azcárate; pero alguna vez ha acudido el señor Castelar a mi testimonio, porque teniendo el honor de ocupar aquel banco (señalando al ministerial), he dicho que no había en España un hombre político de más consecuencia, no sólo en los fines sino en los medios; lo cual no quita para que haya añadido, con igual razón, que no hay en el planeta una persona que más se contradiga, no sólo en los distintos discursos, sino hasta en los párrafos del mismo discurso, y le reté desde allí, y en pie quedó el reto, que pasará a la historia, por tratarse de algo que a S. S. se refiere, comprometiéndome a demostrar que no hay una sola afirmación religiosa, filosófica, política, social y económica de su señoría frente de la cual no pueda yo oponer la afirmación contraria también de S. S. Sacaba yo de esta antinomia, al estudiar la figura de S. S., algo más que mentidos ataques personales; sacaba una gran condición que se enlazaba de una parte con la retórica especial de S. S.; por otra, con la escuela filosófica que representaba, y por todas, con la soberanía del fin, que en S. S. es la soberanía absoluta que a todo se impone y todo lo domina, por más que al llevarla a la práctica parezca que la sustancialidad de la forma de gobierno, que es su fin, se convierte en mera accidentalidad supeditada a la existencia en ese banco de un Gobierno liberal, siquiera lo presida el señor Sagasta.

Viniendo a la aplicación concreta de esta doctrina, no tengo que decir al señor Castelar, contestando a su reto, más que esto. Su señoría frente al Gobierno del señor Sagasta, frente a la oposición conservadora acaudillada por el señor Cánovas y bajo la dinastía de Borbón, no hace más que reproducir exactamente la política que planteó bajo la Monarquía de Saboya frente al señor Ruiz Zorrilla y contra el señor Sagasta. El señor Sagasta era entonces para S. S. lo que ahora es el señor Cánovas. Uno de sus lugartenientes más queridos decía: no recuerde el señor Sagasta los tiempos de Tiberio; los tiempos de Tiberio en Roma eran, como si dijéramos, los tiempos del señor Sagasta en España; y al mismo tiempo decía S. S. a los radicales: yo estoy con vosotros; sólo nos separa una apreciación sobre la sustancialidad o accidentalidad de la forma de gobierno; pero yo, con tal de que vengáis a mi política, con tal de que establezcáis la democracia, con tal de que aceptéis ciertos procedimientos, seré benévolo con vosotros. Su señoría se ha jactado, y lo ha dicho aquí para que la historia recoja esas palabras, de que aquella benevolencia acabó con la Monarquía de Saboya, de que aquella benevolencia no sólo fue el veneno que mató la dinastía de Saboya, sino que con ella obtuvo la destitución legal, pacífica, pero destitución al fin, de aquella dinastía, y con esa benevolencia es con la que S. S. quiere obtener, por más que no lo conseguirá, la destitución legal de la Monarquía que nos rige. (Grandes aplausos en la minoría conservadora.)

Ved aquí lo que decía el señor Castelar: «Habéis convenido en los derechos individuales y en el sufragio universal, aceptando la Monarquía; pues yo soy más conservador que vosotros; yo no tengo inconveniente en que me limitéis el sufragio y los derechos individuales, con tal que me déis la República.

Más tarde se levantó la Monarquía, y para mayor mengua, extranjera. Yo entonces busqué los procedimientos de acabar con aquella Monarquía, y yo, como más conservador, me incliné a los procedimientos parlamentarios y pronuncié en aquellos momentos la palabra benevolencia, que fue el veneno que mató la Monarquía democrática». (Aplausos.)

Notadlo bien, señores Diputados, la Monarquía democrática, la Monarquía tal como la quiere el señor Castelar, presentándola como el ídolo de vuestras comunes aspiraciones. Y luego decía el señor Castelar: «desde el momento que pronuncié esa palabra, ¿no fui el aliado fidelísimo e incansable del partido radical? ¿No le apoyé directamente con mis votos e indirectamente con mi silencio?

Por último vino la República, no traída por los republicanos, sino traída por los radicales, y yo entré a formar parte con gran satisfacción, de un Ministerio en que había elementos radicales.

¿Sabéis por qué he hecho todo eso? Yo, antes que liberal, antes que demócrata, soy republicano, y «prefiero la peor de las Repúblicas a la mejor de las Monarquías»

Pues bien, ahora estoy defendiendo al señor Castelar, y defendiéndole en toda la integridad de su propia grandeza ante los ataques de sus colegas que no le comprenden, que no le hacen justicia; que al fin y al cabo, S. S. puede decir al señor Azcárate y a los que de mucho más abajo que el señor Azcárate tiran dardos contra el señor Castelar, que no llegan a su altura; S. S. puede decir a los que conspiran allende la frontera ¿qué queréis vosotros?, ¿cómo creéis que se toman las fortalezas, estrellándose como los proyectiles contra las murallas, o empeñándoos en penetrar por la más defendida de las almenas? No; las fortalezas se toman adormeciendo a los guardianes que las vigilan, ocultando la bandera con que se ataca, introduciéndose calladamente por las minas, colocándose por los descuidados postigos, hasta que un día, en un momento de sorpresa, cuando los centinelas están dormidos, y los guardianes más descuidados, al estampido inesperado del cañón que dé la señal de la victoria, tremole al aire la bandera y se enarbole el estandarte enemigo en la torre más alta del castillo, en la torre del homenaje. (Aplausos prolongados.)

Y la prueba, señores Diputados, la prueba de lo que estoy diciendo, en honra del mismo señor Castelar y para enseñanza de aquellos que no creyeran en esta verdadera defensa y apoteosis de su republicanismo es que cuando daba esos consejos pérfidos, sin llegar a ser maquiavélicos, con que trataba de inclinar a la mayoría, seducida unas veces por la magia de su estilo, otras por el prestigio de su nombre, y otras por su hipócrita benevolencia; la prueba de eso es, que llega un momento en que S. S. por exigencias de la realidad tiene que usar un lenguaje franco, varonil, resuelto, no ya enfrente de aquellos de su partido que puedan residenciar a S. S., y a los cuales pueda decir: «callad, torpes, y dejadme obrar, que conmigo va la fortuna», sino enfrente ¿de quién?, enfrente de los mismos Gobiernos que, llevados de su imprudencia y con la esperanza ilusoria de atraerse las fuerzas de S. S., toman por lo serio sus consejos y quieren despojar al Trono de la aureola que representa la majestad, para cubrirle con el gorro frigio de la democracia.

Entonces se levanta S. S. y dice palabras como éstas, que también ha recogido la historia, que son, por cierto, aquellas que S. S. me invitaba a traer, con un valor que verdaderamente excede a toda ponderación tratándose de S. S.

Decía S. S.: «Uno de los republicanos más elocuentes, más constantes, más íntegros que se sientan en estos bancos, mi amigo el señor Abarzuza, dijo en un brillante discurso estas sencillas, pero profundas palabras: «El Rey es como Dios: se admite, pero no se discute; se cree, pero no se razona». ¡Qué verdad, qué verdad tan profunda y tan verdadera! (añadía el señor Castelar). A fines del siglo pasado, un filósofo eminente se puso a analizar las pruebas de la existencia de Dios en la pura razón... y halló todas estas pruebas o ilógicas o deficientes. Pero cuando descendió a la razón práctica y se encontró con que no podía explicar ninguna verdad, con que no podía fundar ninguna ley moral sin la idea de Dios, dijo: la idea de Dios es una idea de evidencia necesaria. Pues, señores, yo digo lo mismo: los pueblos que necesitan un Rey, no lo discuten. La Monarquía tiene algo de sobrenatural y de divino; el misterio la ha engendrado, el cielo la ha poseído; lleva un manto que puede decirse tejido con las fibras de la vida nacional; lleva en su mano un cetro que representa el rayo de la victoria, y en su frente brilla el óleo sagrado como la materia cósmica en los espacios infinitos; los pueblos lo reciben como legado de Dios, y le obedecen como el testamento de las generaciones muertas, indiscutible, inviolable, sacratísimo para las generaciones vivas: lo creen por la fe, lo obedecen por la fe y lo sustentan por la fe; ¡bien al revés de cuanto sucede a esos pobres Reyes demócratas, que nacen raquíticos bajo el escalpelo de la crítica, y mueren sin gloria, sin honra, al pie de las barricadas!

»¿Qué habéis querido, señores Diputados, qué habéis querido que fuera vuestro Rey? Porque, en primer lugar, le habéis dicho: «Rey de la Nación española, sabrás que te discutirán constantemente tus súbditos; sabrás que cada periódico tendrá derecho y competencia a examinar tu origen, a registrar tus títulos y a proponer, primero en las reuniones públicas y luego en los comicios, que tu reinado cese, que tu origen se niegue y tus títulos se rompan; sabrás que antes que tu persona y tu dinastía se encuentra la soberanía de la Nación, en la cual residen esencialmente todos los derechos. Por consecuencia, tu no serás el representante de la antigua fe y las antiguas tradiciones; tu no serás la autoridad delegada de Dios; tu no serás nada anterior ni superior, no digo a la sociedad ni a la Nación, pero ni siquiera a las oscilaciones de la mayoría de una Cámara.

»El sufragio universal te recordará estará recordándote siempre que tu dinastía no será estable en España, y que deberás dejar, el día en que lo pida, tu Trono al verdadero Soberano, que es el pueblo.

»Señores Diputados, era muy difícil, dificilísimo encontrar en Europa un Rey de esta manera, porque es tan difícil encontrar en la tierra un Rey demócrata, tan difícil como si buscáramos en el cielo un Dios ateo, un Dios que no creyera en su propia existencia».

Ahí tiene la Cámara el texto que me había pedido el señor Castelar, y excuso sacar las consecuencias. (Grandes aplausos de la minoría conservadora.)

El señor CASTELAR: Pido la palabra.

El señor VICEPRESIDENTE (Maura): La tiene V. S.

El señor CASTELAR: Yo no esperaba, ciertamente, tener esta tarde, y en este sitio, un abogado tan elocuente como el señor Pidal, porque, francamente, yo sostenía mi consecuencia; el señor Azcárate, mi inconsecuencia, y el señor Pidal viene en mi socorro y trae todos mis discursos y todas mis palabras para demostrar mi consecuencia.

¿No dije yo ayer, y en toda la Cámara hoy resuena, que yo soy un republicano histórico, intransigente? Sólo que como el señor Azcárate, sin duda porque esta República es muy estrecha y no tiene bastante espacio para todos, me lanzaba de ella, he tenido que defender mi consecuencia. La he defendido muy mal, porque me he incomodado mucho con S. S.; pero ha venido el señor Pidal y ha defendido a maravilla mi consecuencia.

Pero, señores, no se trata de eso, ni puede hoy tratarse de eso; hoy no se trata en este Congreso de la Monarquía; hoy no se discute en este Congreso la Monarquía. (El señor Cánovas del Castillo: Ojala.)

Yo he dicho siempre que cuando se discuta la Monarquía yo votaré la República; pero yo digo y sostengo que no votándose la Monarquía, decirme siempre, por prestar concurso a un Gobierno, que soy traidor a la República, y decirme el señor Pidal que quiero traer la República pura y simplemente, es decir, señores Diputados, una inoportunidad. Porque, señores, si el Gobierno presenta un proyecto de ley de enseñanza conforme con mis principios, y yo defiendo ese proyecto de ley, ¿va a deducir el señor Pidal que yo apruebo ese proyecto para que los catedráticos sean republicanos y venga la República?

Tratábase en ese discurso que ha traído el señor Pidal, de discutir la dinastía de Saboya y como yo era el enemigo de aquella dinastía, cual lo soy de todas las dinastías... (Rumores.) ¿Pero, señores, os extraña esto? (Nuevos y prolongados rumores.)

El señor PRESIDENTE: Orden, señores Diputados, dejen hablar al orador. Sus señorías pueden pensar unos y otros cuanto quisieren; no faltará quien después de haber oído al señor Castelar reiterar su profesión de fe, declare que S. S. es su mayor contrario amigo.

El señor CASTELAR: Sucédele al señor Pidal exactamente lo mismo que le sucede al señor Azcárate: no se hace cargo de las cosas; porque yo debo decir que así como nunca mandé sublevación ninguna estando a la cabeza del partido republicano después de la revolución de septiembre, nunca, jamás, y preferí siempre los procedimientos legales, yo no hice nada, pero nada, nada, nada, para que se fuese don Amadeo; y declaro que si ciertas personas a quienes no quiero nombrar, porque se hallan ausentes en París, hubieran oído mis consejos aquella noche, no se va don Amadeo. Y la prueba la tenéis, señores Diputados, en ciertas medidas militares que yo tomé, y que estaban en concordancia con los consejos que yo había dado aquella noche.

Ahora, señor Pidal, esa parte del discurso que S. S. cita respecto de mi benevolencia, no puede por modo alguno arrancarse de la totalidad de ese discurso; yo sostenía enfrente del partido republicano la necesidad inevitable de traer a los monárquicos a la situación presidida por la República, y yo no dije, ¿cómo había de decir eso?, que no hubiera encontrado en todos los partidos monárquicos más que lealtad y buena fe, porque yo soy incapaz, ni por salvar la República, ni por salvar a mi Patria, de aconsejar a un Gobierno monárquico, a ningún repúblico monárquico, a ningún estadista monárquico que falte a la Monarquía, porque no se puede por el deshonor y por el crimen llegar a nada justo ni honrado.

Yo, señores, sé que ese Gobierno es un Gobierno monárquico; pero aunque sea monárquico, sé que es un Gobierno liberal y demócrata, y me separa de él que es monárquico, y me junta con él que es liberal y demócrata. Pues qué, si ese Gobierno no fuera monárquico, ¿cree el señor Pidal que yo estaría aquí. Pues si ese Gobierno no fuera monarquía, yo estaría en el banco azul o en la Presidencia? Porque es un Gobierno monárquico no formo parte del Gobierno; pero ¿es un Gobierno liberal? Pues le apoyo porque es liberal. ¿Es un Gobierno demócrata? Pues le apoyo porque es demócrata. Pero la cita que ha traído el señor Pidal demuestra mi política, porque yo les decía a aquellos Diputados que se oponían a una inteligencia con los monárquicos: si nosotros no hubiésemos guardado a los monárquicos demócratas todo género de consideraciones, era completa y absolutamente imposible que hubiera continuado la evolución liberal en España. Yo lo digo y lo sostengo ahora; lo he dicho y lo he sostenido muchas veces; yo ayudo a ese Gobierno, que es un Gobierno monárquico, a fundar la Monarquía en la democracia y en la libertad, para que, si un día se cambiasen las cosas políticas, ese Gobierno y ese partido me ayuden a mí a fundar el orden dentro de la República. (Rumores.) ¡Pues sí me han ayudado! (Varios señores Diputados de la minoría conservadora: ¡Ya lo creo!) Pero me han ayudado los conservadores. ¿No votó conmigo el señor Elduayen?

Si no lo tomara el señor Romero Robledo a mala parte, si no se ofendiera, yo le recordaría una cosa. ¿Saben los señores Diputados de letra de quién iba la lista del Ministerio Salmerón que se mandó a la Gaceta? (El señor Romero Robledo pronuncia algunas palabras que no se oyen bien.) Pues recuérdelo S. S. ¿Le ofende esto a S. S.? (El señor Romero Robledo: No: Pido la palabra.) El señor Romero Robledo declaró en aquella Cámara que él defendía la restauración de don Alfonso XII, y a pesar de esto, el señor Romero Robledo fue uno de los muñidores electorales más excelentes que yo he conocido en mi vida para procurar votos al Gobierno del señor Salmerón, que los necesitaba mucho. El señor Romero Robledo entró conmigo en la Presidencia de la Cámara, y yo le dicté el Ministerio del señor Salmerón, después de haber conferenciado con todos los que debían formar parte de él, y a la Gaceta fue para que pusieran los decretos, la lista del Ministerio de letra del señor Romero Robledo.

Pasó más. El señor Elduayen, ¿no representaba al señor Cánovas? (El señor Cánovas pide la palabra.) Pues bien; el señor Elduayen, representando al señor Cánovas, votó en favor mío contra los intransigentes, como yo voto en favor del señor Sagasta contra los conservadores. El señor Cánovas aconsejó al señor Elduayen la misma política que ahora tanto condena en mí.

Señores, yo les aconsejo en mis escritos y en mis discursos, a los monárquicos franceses liberales, que ayuden a fundar el orden dentro de la República, y aconsejo a los republicanos españoles que ayuden a fundar la libertad y la democracia dentro de la Monarquía; y así como el señor Romero Robledo y el señor Elduayen nos auxiliaron sin creer que nosotros pudiéramos ser traidores a la República, puede aceptar ese Gobierno nuestro apoyo, nuestra palabra, nuestro voto, en la seguridad de que yo jamás le aconsejaré aquello que no soy capaz de hacer, y yo creeré siempre que no serían hombres dignos si no fueran leales a la Monarquía española.

Yo, señores Diputados, yo no haré nunca lo que hicieron mis afines. Dejándose llevar de las mismas ideas expresadas esta tarde por el señor Azcárate; dejándose llevar de los mismos raciocinios, diciendo que yo no era bastante republicano, que yo no quería la República, me arrojaron a mí para traer otros más reaccionarios. Pues ahí se va a quedar eternamente el señor Sagasta, si yo he de ayudar al señor Cánovas para que venga a sustituirle.

Yo le digo una cosa al señor Cánovas. En este tiempo los partidos conservadores y liberales no pueden vivir sin la democracia; y la prueba de que los partidos conservadores y liberales no pueden vivir sin la democracia está en que un Gobierno tan conservador como el Gobierno actual de Inglaterra tiene consigo a los demócratas más radicales y más antiguos de la Gran Bretaña. Su señoría, o no aceptó nada aceptando una persona tan distinguida y tan alta como el señor Pidal, o aceptó la promesa de aquel concurso de las honradas masas carlistas. ¡Ah!, si las honradas masas carlistas hubieran sido más políticas, si en vez de combatir al señor Pidal le hubieran acompañado, le hubieran prestado el concurso necesario, indudablemente los principios conservadores hubieran ganado mucho, y el partido que S. S. preside tendría la savia de esa democracia religiosa y antigua que necesitan hoy todos los partidos conservadores en toda Europa.

Pues bien, señores Diputados, yo, que he visto al partido carlista retroceder por la caída del señor Cánovas del Castillo, no quiero que el partido republicano retroceda por la caída del señor Sagasta. Yo sé que la República no viene por ese camino; yo sé que la Monarquía se afianza; yo sé que las resistencias, y sólo las resistencias insensatas, pueden provocar el rayo y la tempestad. (Muy bien.)

Yo, liberal y demócrata, tengo la abnegación de querer ante todo la libertad y la democracia, y compadezco de todas veras a los que no comprenden esta abnegación.

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Sagasta): Pido la palabra.

El señor PRESIDENTE: La tiene V. S.

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Sagasta): Me levanto, señores Diputados, no a contestar al señor Castelar, que a S. S. nada tengo que contestarle, como no sea rendirle desde aquí el tributo de mi gratitud por las declaraciones que ha hecho y por el valor que ha tenido para hacerlas. Yo felicito a S. S. como le felicité ayer, no sólo como asombro de la tribuna española, no sólo como una gloria, no de este país, sino universal, sino que mi felicitación iba y va también dirigida especialmente al patriota, al republicano de toda la vida, al republicano sin vacilaciones, al republicano de siempre, al más antiguo y, sin ofender a nadie, al más ilustre y más importante de los republicanos españoles, que ha tenido el valor, posponiendo los egoísmos de partido a los más altos intereses de la Patria, de reconocer las excelencias de la Monarquía constitucional a la faz del mundo y de declarar, más o menos explícitamente, que la Monarquía constitucional española es compatible con la libertad, como lo son la Monarquía inglesa, la italiana y otras Monarquías constitucionales de Europa, y que, en tal concepto, no cree el señor Castelar patriótico venir a perturbar el país con un cambio en la forma de gobierno. Esto es lo que hacen los republicanos amantes ante todo de su país, en todas partes; eso es lo que S. S. ha tenido el valor de declarar en el día de ayer. Yo le felicito con todo mi corazón por ese acto de patriotismo. (Muy bien.)

Pero no me he levanto para esto, sino para llevar al ánimo del señor Pidal y de sus correligionarios los conservadores una tranquilidad que por lo visto no tienen. Yo he de creer, ¿cómo no he de creer?, en la buena fe y en la honradez del señor Castelar; yo he de pensar naturalmente, que el acto que realiza lo ejecuta en bien de su país, como un acto de verdadero patriotismo, y por esto le aplaudí, como en distintas ocasiones he aplaudido a otros hombres públicos que estando fuera de mi campo han hecho declaraciones inspiradas por un sincero patriotismo, por una convicción honrada de aquello mismo que yo defendía y que ellos combatían.

En cierta época que todos recordarán, el señor Cánovas del Castillo y yo estábamos en situaciones muy distintas, y el señor Cánovas del Castillo, con el mismo amor a su país que ayer demostró el señor Castelar, tuvo el patriotismo, en aras del orden y de la felicidad de la Patria, de venir a ofrecer su ayuda a la Monarquía que yo defendía, al partido entonces monárquico de don Amadeo de Saboya, y todos recibimos la declaración de S. S. con aplauso, sin reservas, sin sospechas, sin dudas de ninguna especie, creyendo que la hacía honradamente y de buena fe. (Muy bien.) De buena fe creímos aquellos ofrecimientos, como de buena fe hemos creído los ofrecimientos del señor Castelar.

Pero ¡es singular! El señor Pidal y los conservadores están inquietos porque creen que el señor Castelar es, a su juicio, tan malicioso, tan insidioso, y ha descubierto costumbres tan pérfidas, no puestas hasta ahora de manifiesto, que de lo que trata es de venir a sorprendernos en la fortaleza que defendemos. En primer lugar, la fortaleza está bien artillada, y después, muy bien vigilada, y no lo está porque temamos las insidias del señor Castelar, sino porque es nuestro deber vigilarla, venga o no venga el señor Castelar. (Muy bien.)

Pero ¡cosa rara!, señores. Todos ven lo contrario de lo que ha visto el señor Pidal. Nosotros aplaudíamos al señor Castelar, y porque le aplaudíamos, entra en temores y en recelos el señor Pidal.

Pues con nosotros están todos, menos el señor Pidal y los conservadores, en la idea que hemos formado del acto del señor Castelar. ¿Qué es lo que hacíamos nosotros? Felicitarnos de la actitud del señor Castelar. Esto les choca a los conservadores; y sin embargo, al mismo tiempo que nos felicitábamos nosotros, se entristecían los republicanos. Y el señor Azcárate, que debe conocer a los republicanos mejor que el señor Pidal, decía esta tarde con un tono de grandísima amargura: «El señor Castelar realizó ayer un acto que alegraba a los monárquicos y que nos apenaba y nos entristecía a los republicanos (muy bien); ayer el señor Castelar no hizo más que poner de manifiesto las excelentes cualidades de la Monarquía, y para nada se acordó de la República; ayer el señor Castelar moría para nosotros y resucitaba para vosotros».

Estas eran las palabras del señor Azcárate, éstas son las palabras de todos los republicanos en el Parlamento. Ahora va a ver S. S. las palabras de todos los republicanos en la prensa.

El País, órgano republicano, que en esto de achaques revolucionarios, de malos deseos y no buenas intenciones contra la Monarquía, no me parece que S. S. me lo rechazará como autoridad competente, dice así:

«Al fin cayó don Emilio Castelar en los brazos ardientes que le solicitaban con pasión desde hace algún tiempo. Ya no es republicano, ya ni siquiera es benévolo: es un monárquico más». (Un señor Diputado de la minoría conservadora: ¿Y es eso verdad?)

Voy a contestar al señor Diputado que ha hecho la pregunta. No, eso no es verdad, porque el señor Castelar no es un monárquico más; pero es un buen patricio, que no quiere poner obstáculos ni dificultades a la Monarquía cuando ve que con la Monarquía son compatibles todos los derechos; y esto se debe acoger con aplauso por todos los monárquicos, y debía acogerse con aplauso también por los conservadores. (Grandes aplausos.)

Vamos a otro texto, La Justicia:

«La evolución del gran tribuno de la democracia española, iniciada en la madrugada del 3 de enero de 1874, ha tenido en la tarde de ayer su término natural, por muchos previsto. El señor Castelar ha licenciado sus tropas, plegado su bandera y entregado sus armas en manos de la Monarquía borbónica restaurada en Sagunto».

Otro texto más, La República:

«Y no hemos de decir nada de su despedida. Nosotros por despedido le tenemos hace mucho tiempo.

En fin, el Castelar se estaba yendo hace mucho tiempo, huye del pueblo como se huye de un remordimiento; y huyendo no se detiene ni aun al borde del abismo monárquico».

Por último, El Liberal, dice lo siguiente:

«El triunfo de ayer lo debió el señor Castelar, y sólo así podía esperarle tan ruidoso de una Cámara monárquica, al acto político que realizó; a la abdicación completa de sus ideales republicanos, al anuncio de que deja de ser jefe del partido posibilista, para convertirse en el protector más decidido, más desinteresado y más elocuente de la política liberal y de la Monarquía de la Regencia».

Y más adelante añade:

«El señor Castelar no será Ministro de la Regencia, pero licenció a los posibilistas para que lo puedan ser».

Presumo que los conservadores no pretenderán saber tanto en achaques republicanos como los republicanos mismos. Y, además, sospecho que si los republicanos de todos los matices y los monárquicos liberales no estamos en el secreto de los fines pérfidos del señor Castelar, no hay motivo para que estén en el secreto los conservadores. (Muy bien.)

Y ¡cosa singular! cuando los republicanos trataban de demostrar al señor Castelar sus inconsecuencias, recriminándole por su conducta o por lo que significan las declaraciones que hizo ayer, ¡ah!, los conservadores aplaudían a los republicanos. (Muchos señores Diputados de la minoría conservadora: No, no. Muchos señores Diputados de la mayoría: Sí, sí.) ¡Y se extrañan de que los liberales aplaudan al señor Castelar cuando hace declaraciones favorables a la Monarquía!

¡Ah, señores! ¿Qué queréis? ¿Cuál es vuestro propósito? ¿Detener al señor Castelar y a los que le sigan, en las corrientes establecidas? ¿Por recelos? ¿Por temores? ¡A un hombre de las circunstancias y de las condiciones del señor Castelar! ¿A dónde vamos a parar? ¿Qué política es ésa que lleva a rechazar todos los elementos que vengan lealmente a servir a la Monarquía? Pero ¿qué conducta es la vuestra? Pues ¿no véis que con vuestras palabras y con vuestros actos demostráis que preferís tenerlo enfrente en vez de al lado de la Monarquía? (Muy bien.) Pues ésa ha sido siempre y en todas partes una política de exterminio. (Muy bien.) Señores Diputados, si cada vez que se inicia una corriente de los campos contrarios a la Monarquía, en favor de la Monarquía, vamos a oponer y repetir las declaraciones que ha hecho el partido conservador respecto del señor Castelar, despidámonos los monárquicos de atraer más partidos a las instituciones. (Muy bien.)

Y eso no puede ser. La Monarquía, por su virtualidad, por las cualidades esenciales que despliega, ha de hacer cada día más partidarios; que, gracias a Dios, ya se han interrumpido aquellas corrientes que desgraciadamente de universidades y de academias partían y marchaban en dirección contraria a la Monarquía. Y esto es lo que hay que procurar: no sólo que no se establezcan corrientes nuevas en contra de la institución monárquica, sino que las que ya existen vuelvan su cauce en favor de la Monarquía. Pero esto no sucederá ni podrá hacerse si los que estamos más interesados en defenderla rechazamos a todos los que de buena fe, honradamente y con patriotismo, quieran venir a la Monarquía, ya que no les sea posible realizar sus ideales.

¿Es que vosotros, señores conservadores y, sobre todo, señor Pidal, tenéis más confianza y más fe en la honradez, en la lealtad, en la nobleza de las honradas masas carlistas, que S. S. quería llamar a la Monarquía para recibirlas sin temores y sin recelo alguno, y no se atreve en cambio a recibir sin recelo y sin temores al señor Castelar? (Aplausos en la mayoría-El señor Jove y Hevia: Es que no viene-. El señor Pidal pronuncia algunas palabras que no se entienden.) Vengan aquí, y ojalá vengan a reconocer la Monarquía de don Alfonso XIII, que yo los aceptaré con mucho gusto.

Y si nosotros recibimos a los carlistas que vengan a defender la dinastía, a pesar de que nos han provocado dos guerras civiles y hecho verter tanta sangre de hermanos, ¿por qué vosotros, conservadores, no habéis de recibir a los republicanos que de buena fe... (Rumores y protestas en los bancos de la minoría conservadora.) Entonces, ¿por qué recibís con recelo, con desconfianza, con denuestos a los que vienen? ¿O es que S. SS. no tienen fe en la nobleza y en la honradez del señor Castelar? He oído decir: «es que no viene». Pero, señor Pidal, si viniera, entonces mayores serían los temores de S. S.; porque si ahora los tiene presumiendo que podemos dormirnos en la fortaleza y ser sorprendidos, más había de recelar si viera al que considera enemigo entre nosotros.

De manera que el señor Castelar hace lo que puede hacer; hace lo que yo en su caso haría; a sus años y con su historia, no haría más que lo que vemos; pero hace más que vosotros, y es que, no pudiendo venir él, no impide que lo hagan los demás; desarma las huestes que le siguen. ¿Qué más puede pedírsele, dada su situación?

De cualquier modo, lo que yo deseo es que el señor Pidal y sus correligionarios estén tranquilos y crean que la fortaleza no será sorprendida, porque los guardianes de ella están vigilantes, y debo declarar, una vez más, que están vigilantes, no por el acto que ha realizado el señor Castelar, porque eso en todo caso les convidaría a estar más tranquilos que recelosos, sino porque es su deber estarlo; y venga o no venga el señor Castelar, tengan S. SS. por seguro que el alcázar de la Monarquía está perfectamente guardado y mejor defendido; que vengan o no vengan fuerzas de otros campos, no corre el peligro que corrieron otras Monarquías por otras causas que no quiero explicar y por razones que no debo en este momento decir. (Aplausos en la mayoría.)

El señor PRESIDENTE: El señor Romero Robledo tiene la palabra.

El señor ROMERO ROBLEDO: Realmente ya no tiene objeto el que yo hable.

Había pedido la palabra antes, cuando el señor Castelar recordaba mi conducta en las Cortes republicanas, para suplicarle que hubiera recordado igualmente que allí había hecho yo pública profesión de mi fe monárquica y de mi adhesión a la dinastía que después ha sido restaurada.

Pero hecho después este recuerdo por el señor Castelar, no tengo para qué usar de la palabra, y renuncio a ella.

El señor PRESIDENTE: El señor Cánovas del Castillo tiene la palabra.

El señor CÁNOVAS DEL CASTILLO: Como el Congreso vio, pedí la palabra para una verdadera alusión personal, y entonces, y bastantes instantes después, creí que habría de limitarse a la alusión, sin entrar en otro género de cuestiones.

Ahora, y después de evacuar el asunto que en primer término me hizo pedir la palabra, la situación que se ha creado en el debate me obligará a hacer algunas observaciones.

Pedí la palabra cuando el señor Castelar aludió al apoyo que el señor Elduayen y el señor Romero Robledo, con mi consentimiento entonces, porque estábamos estrechísimamente unidos, el señor Villaverde y el señor Salaverría, que bien conservador era, prestaron en la contienda entre el Gobierno del señor Castelar y un Gobierno más resueltamente revolucionario y aun federal, al primero. Como que estas cosas no sólo las aconsejé yo en aquella ocasión, sino que las he aconsejado y practicado toda mi vida, las aconsejo y las practico ahora, y las aconsejaré y practicaré siempre.

En todo tiempo y lugar en que se encuentren frente a frente dos políticas, la una más cerca de mis principios y la otra más lejos de ellos, dentro de las cuestiones concretas que se susciten, yo estaré al lado de aquella política que más se acerque a la mía. (Rumores.)

Hablamos de buena fe. Si el señor Castelar no hiciera más que votar con el Ministerio que preside el señor Sagasta, o en contra de un Ministerio que yo presidiera, ¿habría de habernos causado esto alguna extrañeza? Esto es rudimentario en la política, esto no se ha combatido jamás en nadie, esto lo estamos haciendo todos los días y lo hemos de hacer con vosotros mismos, que sois los más afines a nosotros, a quienes apoyaremos contra todo el resto de la Cámara siempre que se presenten ciertas cuestiones.

Siendo esto claro y notorio, ¿cómo había de ser esto lo que en el señor Castelar nos sorprendiera? Estas cosas no deben suponerse jamás en los adversarios, aunque no sea más que por lo fácil que es deshacer los cargos y los argumentos que sobre tan frágiles cimientos se levantan.

Pero no se trata de esto, no se trata de que el señor Castelar defienda al Ministerio del señor Sagasta por su programa político, en lo cual tendría razón, sobre todo si no desea que venga la República jamás, puesto que después ha tenido ocasión de decirlo y de repetir una y otra vez que él cree que el advenimiento del partido conservador facilitaría el advenimiento de la República. Si, pues, esos periódicos que ha leído el señor Presidente del Consejo de Ministros tienen razón; si el señor Castelar se ha pasado tan resueltamente como esos periódicos dicen, al campo monárquico, entonces está en su lugar; pero si el señor Castelar conservara, como nos ha dicho, el más mínimo amor a la República, parece lo natural que apresurando nosotros y deteniendo al señor Sagasta el advenimiento de esa República, la venida del partido conservador debía ser preferida y deseada por el señor Castelar.

Pero, en fin, todo el mundo sabe que esto es pura retórica del señor Castelar, y que su partido, con él o sin él, enfrente del partido conservador ha tenido tan poca fortuna durante muchos años, que esa esperanza no puede menos de pasar como ilusoria de todo punto; y siendo esta esperanza ilusoria, y siendo ése únicamente un recurso retórico y de efecto, que envuelve en el fondo un dardo dirigido contra la conducta y contra la política del partido conservador, yo acepto de buena fe que S. S. prefiera, por la mayor semejanza en los principios, aun cuando debiera estar separado de S. S. por un abismo, la política del señor Sagasta a la política nuestra.

Pero ¿es eso lo que el señor Castelar hizo en el día de ayer? Lo que el señor Castelar hizo en el día de ayer fue identificar su política con la del actual Gobierno del Rey; lo que hizo fue defender que el actual Gobierno del Rey entiende la Constitución vigente en la Monarquía de la misma manera que S. S. la entiende, es decir, con un sentido esencial y profundamente democrático; lo cual, puedo decirlo en estos términos porque no se trata de personas, sino de cosas, es de todo punto opuesto a la verdad. La Constitución vigente no es una Constitución democrática, gracias a Dios; será preciso bastardearla, será preciso corromperla, será preciso violarla para que resulte una Constitución democrática. ¡No faltaba más! En medio de esas vagas y para mí frases sin sentido, que se refieren al espíritu reaccionario del actual partido conservador, he luchado yo, y he luchado de una manera que algunas veces se me ha agradecido más o menos espontáneamente; aun desde esos mismos bancos he luchado, al advenimiento del Rey don Alfonso XII, para que la Constitución de 1845, única legítima para una grandísima parte del partido monárquico y alfonsista, no se restableciera y, sobre todo, no se restableciera bajo el influjo de la victoria; lo que he procurado, y lo he logrado, es que, habiendo pasado las circunstancias políticas que aquí habían tenido lugar, la Constitución que hubiera de regir a la Nación española tuviera cierto carácter de conciliación entre una Constitución tan monárquica como la de 1845 y las antiguas Constituciones más liberales que habían regido en el país.

Pero ¿cómo hubiera yo podido, sin cometer una traición que nadie me ha atribuido, cómo hubiera yo podido influir, cómo hubiera podido aconsejar al Rey una Constitución absolutamente democrática?

No he aplaudido un instante siquiera, y de ello es buen testigo el Congreso, el discurso del señor Azcárate, aunque me haya parecido muy elocuente y razonado, bajo el punto de vista de S.S.; y sin haberle dirigido el menor aplauso ni la menor aprobación, he de decir, ahora que a ello se me obliga, que la demostración que el señor Azcárate ha hecho de que la Constitución actual, la Constitución vigente, no es una Constitución democrática, es una demostración decisiva. Pero no es esto sólo: es que después de suponer que rige en este país una Constitución democrática, el señor Castelar ha afirmado que el Gobierno de S. M. estaba conforme con la teoría de que la soberanía nacional reside constantemente en el cuerpo electoral.

La teoría de la Constitución vigente, la teoría del partido conservador, la que yo creía que era vuestra teoría, se reduce a que la soberanía reside actualmente en la Corona con las Cortes. No se trataba ayer, no se podía tratar de ninguna cuestión filosófica ni de teoría; que sobre teorías o filosofías de esta especie hemos hablado bastante y no he sido yo el que ha tenido que hablar menos. Se trataba de la Constitución tal como está; se trataba del derecho constituido; y dentro del derecho constituido, el señor Castelar ha afirmado la anulación de la Monarquía por la soberanía permanente del sufragio universal, del cuerpo electoral, sea el que quiera. Hubiéralo dicho el señor Castelar por su cuenta, hubiéralo dicho como opinión propia, en medio de la grandísima elocuencia a que rendimos todos grandísimo respeto, en medio de las altas condiciones que le adornan y de su indudable importancia, y no hubiéramos tenido que preocuparnos de ello.

Dueño es el señor Castelar de tener ésa o la otra opinión; cuando nos toque, la combatiremos; teorías y doctrinas bastante más contrarias a las nuestras ha defendido aquí, y no nos han sorprendido. Lo que nos ha sorprendido, y nos ha sorprendido con razón, es que porque en un discurso en que se atribuye al Gobierno de S. M. una política que no puede tener, que no debe al menos tener, porque en ese discurso haya habido una frase más o menos benévola para este instante de la Monarquía, para un instante pasajero de la Monarquía, el Gobierno se crea en el caso de hacer una sola política con la política del señor Castelar, levantándose a felicitarle, y no como artista, que a los artistas se les saluda fuera de aquí y en otra forma. Aquí somos, ante todo, hombres políticos; todo lo que aquí hacemos son actos políticos. Y si esto digo de todos nosotros, ¿qué he de decir del Gobierno de S. M.? El Gobierno del Rey no está aquí más que para representarle constantemente.

El señor Castelar ha dicho, con efecto, que la Monarquía podría durar, a su juicio, algún más tiempo, que tampoco ha dicho más, si se siguieran todas las indicaciones y todos los consejos de S. S.

Y con efecto, ¿cuáles eran las doctrinas que acababa de exponer en su discurso el señor Castelar? En primer lugar había expuesto una noción del Estado que el partido conservador no puede aceptar ni aceptará jamás, y que mucho me extraña que la pueda aceptar ningún Gobierno monárquico. Había expuesto aquí que su sentido del Estado consistía en que el Estado había de ser únicamente guardián de los derechos individuales y representante de la fuerza nacional delante del extranjero. Creo que repito exactamente sus propias palabras. Y para esto, para guardar únicamente los derechos individuales y para representar al país delante del extranjero, ¿se necesita una Monarquía? Pues qué, ¿por esto y para esto la Monarquía es consustancial, como lo es a nuestros ojos, con la Nación? ¿Es la Monarquía una institución esencial y absolutamente necesaria? ¿De esta suerte puede responder en manera alguna la Monarquía a los altos fines que exige su conservación? Ya lo creo; con una Monarquía exclusivamente limitada a garantizar los derechos individuales, sin virtualidad propia, sin iniciativa propia, sin ninguna dirección, sin ninguna capacidad para dirigir, con una Monarquía de esta especie en que no quedara más que el nombre, bien podría transigir interinamente, como entendía transigir el señor Castelar, sin faltar a sus principios.

Ya nos había sorprendido a nosotros, y hago alguna alusión a esta materia porque no ha sido recogida por el Gobierno de S. M. y tomada bajo su responsabilidad; ya nos había aquí sorprendido que la palabra democracia y el reinado de la democracia se elevara a los pies del Trono, como se elevó no ha muchos días; era aquello un primer paso; el segundo ha sido la declaración del señor Castelar de que vivíamos en una Monarquía democrática. De esto nos hemos sorprendido, y sobre esto hemos hecho naturalmente observaciones. ¿Es que el señor Castelar profesa esas opiniones de buena fe? Yo no lo dudo, ni creo que lo dude nadie. Esta minoría conservadora no tiene la culpa de que el señor Castelar en ciertos momentos de su vida histórica se haya creído en el caso de hacer declaraciones de la índole de las que el señor Pidal ha leído esta tarde; ni era pertinente ese recuerdo de la buena fe con que el señor Castelar está ahora dispuesto a conducirse delante de la Monarquía, ni en general de la buena fe de nadie.

Pero es que no se trata sólo de la buena fe; no se trata de eso sólo; es que el señor Castelar, que odia, como nos ha dicho en una de sus últimas manifestaciones, profundamente a la Monarquía, no nos parece en sus sentimientos intérprete fiel de las necesidades y del concepto de la Monarquía. (Bien.) Puede engañarse el mismo señor Castelar en los consejos que da a la mayoría; pero de seguro, la mayoría y el Gobierno se engañarían sobremanera si en más o menos siguiesen sus consejos. La Monarquía se siente, bien lo saben los que son monárquicos, como pienso que los republicanos deben sentir también la República; esto no está sólo en el concepto de la mente, ni esta es una doctrina especulativa; esto se traduce en un verdadero sentimiento, y cuando no es un verdadero sentimiento, ciertamente es muy poca cosa. Por eso el señor Castelar, aun en medio de todas las salvedades que ha hecho, que, repito, no han sido grandes; pero aun en medio de las salvedades que ha hecho respecto a la Monarquía, que odia, como nos ha dicho esta tarde, porque odio es el que tiene en el corazón, y la benevolencia no la tiene más que en su inteligencia, nosotros a nuestra vez, que sentimos profundamente la Monarquía, nosotros no podemos creer, aunque se nos explique de buena fe, que la realidad de sentimientos de que el señor Castelar no participa es la verdad y realidad íntima y esencial de manifestaciones que él cree que han de favorecer a la Monarquía, que aborrece, creyendo que la interpreta, que la defiende y que la protege más que aquellos que la hemos profesado toda la vida, más que aquellos que no la cambiaríamos jamás por ninguna otra forma de gobierno, pero que la sentimos tanto y más que la pensamos. (Grandes aplausos en la minoría conservadora.) No, eso no puede ser, y éste es el motivo que me ha movido a levantarme esta tarde.

Si el Gobierno de S. M., y con esto no voy a darle un consejo, sino que voy sólo a juzgar lo que hubiera podido cambiar nuestra actitud en el día de ayer; si el Gobierno de S. M., digo, se hubiera levantado después de hablar el señor Castelar, y aceptando lo que había de favorable a la paz pública en su discurso, y elogiando si quería las esperanzas más o menos remotas que daba de una aproximación a la Monarquía, le hubiera felicitado taxativamente por eso, pero protestando al propio tiempo de que el concepto que aquí emitió el señor Castelar era un concepto contrario a la Constitución vigente, nosotros nada hubiéramos tenido que decir; pero en lugar de esto, el Gobierno, movido por el entusiasmo artístico, de que también participamos nosotros, pero que no puede sobreponerse a nuestros grandes deberes políticos, el Gobierno se levantó a felicitar en conjunto y a aplaudir en conjunto al señor Castelar; y el Gobierno de S. M. entonces dio contra su voluntad, y sin pensarlo indudablemente, un tristísimo ejemplo de una dolorosísima resonancia, que el señor Presidente del Consejo de Ministros ha tratado hábilmente de explicar esta tarde. (Bien, muy bien.) Yo a mi vez felicito al señor Presidente del Consejo de Ministros por las declaraciones que ha hecho esta tarde; pero le hubiera felicitado más si las hubiera hecho ayer, cuando me parece que hicieron tanta falta.

Lo que encuentro que no debiera S. S., que pudo bien comprender nuestra sorpresa, ya que no la compartiera; lo que encuentro es que no debió dejarse llevar S. S. y hacernos a nosotros cargos por una cosa que tan dentro estaba de nuestros sentimientos y de nuestras convicciones.

A todo esto el señor Castelar ha dicho una cosa esta tarde misma, que hubiera bien merecido alguna rectificación de parte del Gobierno. Ha dicho que está al lado del Gobierno actual, y que estará siempre para evitar la reacción, llamando reacción a la política de un partido constitucional como el que tengo la honra de dirigir, que pudiera, por la libérrima prerrogativa de S. M. la Reina, sentarse cualquier día en esos bancos. Después de llamarle a eso reacción, que poco, poquísimo importa, que esto no tiene más valor que el que tendría el que yo llamara anarquía a lo que S. S. dice, después de esto ha dicho frases muy graves: ha dicho, si yo no he entendido mal, que acercándose al Gobierno de S. M. y apoyándole y defendiéndole en el camino que considera de la democracia, mañana, si viniera a incurrirse en la reacción, que es lo mismo que decir: si el partido conservador fuera llamado a los consejos de la Corona, que es lo que ha dicho en su especial dialecto, ¡ah!, entonces... (El señor Castelar: Ha entendido mal S. S.) Yo creo haber oído esta frase: que en ese caso esperaba que los constitucionales le ayudarían a hacer la República. (Rumores. Varios señores Diputados: No, no; no ha dicho eso.) No se trata de hacerla; se trata de que lo ha dicho el señor Castelar. Pero en fin, sin duda yo he entendido mal, y ya el señor Castelar lo explicará. Por de pronto, lo que tendrá que explicar es su sentido; porque en cuanto a que ha dicho que en cierta eventualidad esperaba que le podrían ayudar otros a hacer la República, de eso estoy completamente cierto. Invocaría el testimonio de las cuartillas. Por consiguiente, la frase es exacta, y la explicación de esa frase es la que espero.

Y todavía en el concepto que explicó aquí el señor Castelar en el día de ayer, concepto con el que supuso constantemente de acuerdo al Gobierno de S. M., hubo cosas singularísimas, como aquélla, apoyándose en el discurso de un Ministro extranjero, de que los Ministros eran los últimos que debían tener algún agradecimiento o cualesquiera deberes respecto a la Monarquía, a causa de que los Ministros nada le debían a la Monarquía, que estaban siempre impuestos por las Cámaras, y de consiguiente, ningún lazo más que el de la cortesía, y tal vez los de la benignidad, unían a los Ministros con la Corona... (Rumores.) Qué, ¿no ha dicho esto tampoco el señor Castelar? (Varios señores Diputados: No, no. Otros señores Diputados: Sí, sí.)

Yo no tengo aquí el discurso; pero si se quiere, llegaremos a leer el texto. Y el señor Castelar, dejando aparte las palabras que yo no podría aprobar en un Ministro extranjero, y mucho menos en uno español, porque a un Ministro extranjero yo no tengo el derecho de juzgarle, pero en un Ministro español me parecería una irreverencia, una falsedad y hasta una traición patente; dejando aparte eso, el señor Castelar trató de explicar su pensamiento diciendo que en Inglaterra el Parlamento proponía Ministros a la Corona. Esto es verdad, aunque la Corona, que tiene un derecho indeterminado de disolución, puede, cuando lo encuentra conveniente, allí como en todas partes, dificultar de un modo extremo esta designación, con lo cual en todo caso no es el Parlamento el que tiene la última palabra, sino que la tiene el cuerpo electoral, lo cual es una cosa muy diferente: la doctrina de la supremacía del Parlamento sobre la Corona es una doctrina completamente anárquica; la doctrina de la influencia directa del cuerpo electoral una y otra vez consultado sobre las resoluciones de la Corona puede ser una doctrina perfectamente constitucional.

Pero, francamente, señores, ¿es que vamos a volver de todo punto los ojos a la realidad? Las ficciones son hasta cierto punto respetables, y algunas veces no vacilo en reconocer que pueden ser necesarias; pero en cosas tan graves como la de que se trata, y cuando se define el Poder de la Corona y se discute lo más esencial de la paz y del orden público, no hay que hacer grande hincapié en puras ficciones. Si hubiera en nuestro país un cuerpo electoral capaz de formar candidaturas para los Ministerios, un cuerpo electoral independiente que derrotara a los Ministros mientras lo son y que cambiara las mayorías y las minorías, todavía podría discutirse esa doctrina, aunque siempre poniéndole límites muy estrechos. Pero estamos en un país en que no hay nada de eso, en que lo mismo que vosotros tenéis esta mayoría cualquiera que se encargara del gobierno la tendría; y en un país de esta clase, hablar de imponer el Parlamento Ministros a la Corona, es anárquico y revolucionario. (Grandes rumores.)

El señor PRESIDENTE: Orden; continúe V. S., señor Diputado.

Un señor Diputado: Es que estamos aquí de más.

El señor CÁNOVAS DEL CASTILLO: Pues si esto sorprende a alguien, aparte del absoluto derecho que tenga para decirlo, entre otras cosas, porque es una verdad incontestable, debo añadir que he tenido el honor desde aquel banco (el ministerial) de oírselo veinte veces, cuando menos, si no ciento, a los jefes del partido liberal. Pero en fin, ¿qué importa? Esta es la verdad. (Algunos señores Diputados de la mayoría: No es verdad.) Por lo mismo que la Corona tiene que tomar siempre una parte activa en el régimen constitucional del Estado, por lo mismo que en nuestro país es imposible que la Corona deje de tomar una parte tan activa como las circunstancias exigen, en el régimen del Estado, el disminuir la potestad de la Corona, el representarla como la representó aquí el señor Castelar, ofrece grandísimos peligros para la Monarquía y para la Patria.

Es preciso que todos reconozcamos que mientras no se fortifique el cuerpo electoral, que mientras en España no se constituya un cuerpo electoral como el que hoy existe en Inglaterra, la Corona está llamada, no digo sin peligro suyo, pero esta es la fatalidad que nace del estado de nuestro país, la Corona está llamada, la Corona está obligada a dirimir y dirimirá todos los grandes conflictos parlamentarios. La Corona en España tiene que intervenir en esto más que en Inglaterra. ¿Es esto una ventaja? No digo que lo sea.¡Ojalá que lleguemos a tener aquí un cuerpo electoral, que no tendremos por el camino por donde se anda, y menos con el sufragio universal, que pueda presentar a la Corona los candidatos ministeriales, que pueda traer Parlamentos independientes, y quede una manera indirecta, por medio del Parlamento, designe los candidatos para Ministros! ¿Podéis decir que hoy existe esto? Francamente, yo creo que esto no necesita contestación, sean cuales fueren las causas, que yo no culpo a nadie ni a nada. Yo me ocupo en este instante en definir los grandes peligros de las doctrinas que el señor Castelar ha sustentado ayer tarde, y encuentro que en un país de estas condiciones, sean las que fueren las causas, el pretender que sólo los Parlamentos sean los que designen siempre los Ministros de la Corona, tratándose de Parlamentos en que tanta parte tienen los Ministros que lo son en la actualidad, sería encerrarse en un círculo vicioso, en un círculo peligrosísimo, que destruiría hasta la menor apariencia de régimen constitucional.

El señor PRESIDENTE: Sírvase V. S., señor Secretario, preguntar al Congreso si se prorroga la sesión».

Hecha la pregunta por el señor Secretario Ibarra, el acuerdo fue afirmativo.

El señor PRESIDENTE: Continúe V. S.

El señor CÁNOVAS DEL CASTILLO: Sin embargo de que la sesión se ha prorrogado, no quiero extenderme más, porque basta lo dicho para demostrar que las condiciones que el señor Castelar pone a su benevolencia monárquica son condiciones de todo punto imposibles, tan imposibles como el establecimiento de la República misma, tan imposibles y tan funestas como el establecimiento de la propia República. En este estado de cosas, nosotros podemos ver con gusto las declaraciones a la paz pública hechas por el señor Castelar. Nosotros le agradeceremos que de hoy en adelante no incurra en las responsabilidades a que hoy ha aludido S. S. mismo, por la manera con que ha tratado aquí en otras ocasiones al Poder real. Nosotros nos alegramos de todo eso; pero nosotros no podemos admitir ningún género de comunidad, ni aun siquiera de semejanza, entre la Constitución verdaderamente monárquica que hoy rige y la Constitución democrática que sueña el señor Castelar. Nosotros no podemos admitir, pues, el que S. S. diga con cierto aire de triunfo que hay abismo por una o por otra parte. Yo sinceramente creo que en nosotros no podéis vosotros establecerlo. A nosotros nos toca saber lo que nos corresponde hacer. Nosotros, que estamos dentro de la Constitución y de la Monarquía, hemos dado ya pruebas antes de ahora de no ser un partido reaccionario, en el sentido que esta palabra ha podido otras veces tener. Nosotros somos un partido tolerante, tolerantísimo con todo aquello que no ataque a la esencia del Poder real y a la base de la sociedad. No vemos, lo confieso con franqueza, no vemos entre vosotros y nosotros ningún abismo; pero lo vemos, no podemos menos de verlo, entre vosotros y el señor Castelar.

Todo lo que tienda a que las ideas del señor Castelar pasen ni de cerca ni de lejos por ideas semejantes al Gobierno, todo aquello que tienda a hacer creer que vivimos en una Monarquía democrática, nos tendrá constantemente enfrente; y no solamente constantemente enfrente para discutir, sino para protestar si fuera necesario, para dar la voz de alarma al país monárquico, que se encontraría comprometido si semejante género de ideas y de manifestaciones se tolerara. He dicho al principio que no pensaba, ni mucho menos, entrar tan adelante en este género de consideraciones; las aplazaba para el fin del debate; pero las cosas han venido de tal manera, principalmente por el discurso del señor Presidente del Consejo de Ministros que, sin embargo, yo no puedo menos de creer conveniente que la minoría conservadora, movida por la exacerbación de sus sentimientos monárquicos, no ha podido menos de hacer por mi órgano las manifestaciones que la Cámara acaba de oír. (Repetidos aplausos en la minoría conservadora.)

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Sagasta): Pido la palabra.

El señor PRESIDENTE: La tiene V. S.

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Sagasta): Ha sido verdaderamente sensible para el señor Cánovas que el señor Castelar no haya dicho una porción de cosas que S. S. le ha atribuido, porque entonces hubiera estado justificada, hasta cierto punto, la censura que ha dirigido al Gobierno de S. M.

Debo empezar por decir al señor Cánovas que las explicaciones que ayer diera de su conducta el señor Castelar, las dio por su espontánea voluntad, sin imponer condición alguna, porque la argumentación del señor Castelar era por demás sencilla. El señor Castelar decía: nosotros hemos tenido una obcecación constante, una gran tenacidad; hemos estado siempre predicando que la Monarquía era incompatible con la libertad; y a pesar de ver la compatibilidad de la libertad con la Monarquía en Inglaterra y en Italia, nosotros (éstas eran sus palabras) erre que erre en que la Monarquía no era compatible con la libertad; pero ahora que la vemos compatible, yo, como hombre honrado, no puedo menos que declararlo, y no insisto en aquella afirmación, que todavía sostienen algunos republicanos; y desde este momento, ante la Monarquía liberal, yo, en lugar de poner obstáculos a la marcha de las instituciones, apoyaré a todo Gobierno liberal. Si mañana, añadía el señor Castelar, se cumple el programa del partido liberal en lo que falta, que es el Jurado y el sufragio universal; como el Jurado, en mi opinión, es la conciencia nacional, y el sufragio universal es la voluntad de la Nación, resultará que la Monarquía será una Monarquía democrática.

Esto es lo que decía el señor Castelar, pero no lo ponía como condición. Y en último resultado, ¿que pedía? Que el partido liberal cumpla lo que, aun cuando no lo pidiera el señor Castelar, está dispuesto a cumplir. De manera, señor Cánovas del Castillo, que el señor Castelar no nos ha pedido nada que no estemos dispuestos a hacer, aun sin pedírnoslo S. S. ni nadie. (Muy bien.)

Pero hay más: no nos habrá pedido el señor Castelar nada tan extraordinario, tan malo, tan desfavorable, tan contrario a la Monarquía, cuando el señor Cánovas mismo ha declarado aquí que si el partido liberal vota el programa que ha proclamado, S. S. lo respetará. De suerte que, en último resultado, lo único que ha pedido el señor Castelar, y ni siquiera lo ha pedido, porque sólo ha dicho que hoy la Monarquía es liberal, pero que si este partido cumple sus compromisos y plantea el Jurado y el sufragio universal, la Monarquía sería democrática; lo único, repito, que ha pedido el señor Castelar no es ni más ni menos que lo que S. S. ha proclamado aquí que sostendrá y mantendrá cuando ocupe el poder el partido conservador.

El mal para el señor Cánovas está, pues, en que el señor Castelar no ha pedido lo que S. S. ha afirmado. Y lo que en realidad hay es que, por la lógica de nuestras doctrinas, de nuestra conducta, de nuestros procedimientos, el señor Castelar, que se encuentra bien en donde tiene una libertad y una holgura que quizá no disfrutaría si triunfaran sus amigos, no siente, y esto está en la naturaleza del hombre, no siente la necesidad de destruir aquello con lo que se encuentra tan perfecta y tranquilamente, y lo declara así, y no crea dificultades de ninguna especie a la Monarquía. Y esto sin poner condición alguna.

Después el señor Cánovas del Castillo hacía cargos al Gobierno porque no contestó con una enérgica protesta a las palabras del señor Castelar cuando decía que apoyaba al partido liberal por temor de que viniera la reacción. Pues si para el señor Castelar S. S. es la reacción, aunque esté equivocado, aunque para nosotros no lo sea, hace bien en apoyar al partido liberal, para que no venga lo que creen la reacción. ¿Por qué había de protestar el Gobierno contra esas palabras que aquí se pronuncian todos los días? (Risas.)

Señor Cánovas del Castillo, S. S., que posee tantos medios parlamentarios, no debe emplear nunca argumentos pequeños, porque al valerse de ellos da a entender que no tiene otros mayores. (Muy bien.)

Pero no debo seguir por este camino, porque me he levantado principalmente para rectificar a S. S. en una cosa que si fuera exacta le concedería derecho para combatir al Gobierno. Supone el señor Cánovas que el señor Castelar nos ha hablado de la Constitución y ha pedido la reforma constitucional para que vuelva la Constitución de 1869. Ni una sola palabra habló acerca de la Constitución el señor Castelar en todo su discurso: no se metió en esto, ni mencionó siquiera la Constitución, ni dijo una sola palabra de ella. Por consiguiente, el Gobierno no tenía por qué ni para qué protestar contra las palabras del señor Castelar.

Lo único que acerca de este punto ocurrió fue que en la controversia habida entre los señores Castelar y Azcárate, el señor Azcárate, con una manía respetable, porque el señor Azcárate tiene la manía de la soberanía nacional; el señor Azcárate, con una manía respetable, primero porque es suya, y después porque se trata de la soberanía nacional (risas), se extrañaba precisamente por lo contrario que S. S. cree; se extrañaba de que el señor Castelar se pusiera al lado de los Gobiernos de la Monarquía, cuando éstos no proclamaban la soberanía nacional y no variaban la Constitución. De manera que, lejos de haber hablado el señor Castelar de la Constitución y de la soberanía nacional, el señor Azcárate le recriminaba precisamente por no haberlo hecho. ¿Y por qué tenía el Gobierno que contestar a esa teoría del señor Azcárate, si ni siquiera discutía el señor Azcárate con el Gobierno, y sólo lo hacía con el señor Castelar? ¿Para qué se había de mezclar el Gobierno en la controversia habida entre los señores Azcárate y Castelar? Además, ¿tenía yo necesidad alguna de protestar contra el sentido y el concepto de la soberanía nacional que exponía el señor Azcárate? ¿Había necesidad de que protestase yo contra la modificación de la Constitución de 1876 para volver a la del 69? Señor Cánovas, S. S., por lo visto, pierde la memoria para todas aquellas cosas en que le conviene perderla, puesto que S. S. menos que nadie puede hacerme a mí cargos sobre esto. ¿Pues no sabe S. S. que yo he pasado por el sacrificio de ver romperse a mi partido y de ver marcharse un pedazo de él, precisamente por mi tenacidad de sostener la Constitución de 1876 y no admitir los artículos 110, 111 y 112 de la del 69? ¿No recuerda S. S. que yo daba tanta importancia a esto, porque creo que la Monarquía no puede subsistir sin la condición indispensable de la permanencia y sin la fortaleza que le da su cimentación histórica? Daba yo, señores Diputados, tal importancia a esto, que pasé por un sacrificio doloroso antes de ceder. El partido se dividió; y entonces le daba S. S. tan poca, que no tuvo inconveniente en apoyar a una agrupación que se empezó a formar a costa de mi partido y con esas ideas de reforma constitucional. (Aplausos.)

Por consiguiente, no comprendo como S. S. ha querido hacerme un cargo por una cosa en que sabe que yo he estado más firme que S. S., porque yo preferí el mal de mi partido a pasar por esos artículos, mientras que S. S. pasaba por ellos con tal de causar el mal a mi partido. (El señor Cánovas: No es exacto.)

Lo es y, de cualquier modo, a mí me basta recordar este hecho para que vea S. S. la fijeza, la constancia y la perseverancia con que yo defiendo aquello que creo conveniente a los intereses de la Monarquía, sin tener siempre la Monarquía en los labios. (Muy bien.)

Pero a lo que entiendo, S. S. se ha valido de todas estas cosas extrañas o pequeñas, porque es muy diestro en el arte parlamentario, y claro está, al no haber razón en que fundar ese mal humor; esa impresión de tristeza, esas algaradas y los alardes que algunos de los amigos de S. S. hicieron aquí ayer por la escena que tuvo lugar, sin que todo eso tuviese explicación verdaderamente razonable, S. S. se ha entretenido haciendo muchos dibujos para ver si la podía encontrar. (Risas.) Porque ayer no fue el Gobierno en conjunto, como ha dicho S. S., el que fue a felicitar al señor Castelar. Nosotros esperamos tranquilamente que la sesión concluyese, y cuando terminó, yo salí al hemiciclo y estuve esperando un rato al señor Castelar, como he hecho muchas veces cuando le he felicitado, para felicitarle sólo como artista. Pero viendo que no bajaba y que yo tenía mucho que hacer, subí a su asiento y con gran gusto le di un cariñoso abrazo. No lo hizo, pues, el Gobierno y mucho menos lo hizo el Gobierno todo.

Pero ¿sabe S. S. por qué lo hice yo? Porque además de la felicitación que yo suelo darle como orador cuando habla, porque la merece, ayer se la di también como político, porque creí que prestaba un gran servicio no sólo por la actitud en que se ha colocado, sino por la libertad en que deja a sus amigos, por el desarme que hace de sus huestes y por la perturbación que provoca entre los otros republicanos. (Muy bien.) Y como esto lo creo conveniente para la Monarquía, vea S. S. por qué felicité calurosamente al señor Castelar.

Claro está que no me gusta que los demás, siquiera sean mis adversarios, tengan penas y tristezas. Realmente, bajo ese punto de vista, yo lo siento por S. S; pero, naturalmente, me alegro por los intereses cuya defensa me está encomendada y, sobre todo, me alegro por la paz pública, que en la paz pública estamos interesados todos por igual; basta para ello con ser español. No tengo más que decir. (El señor Cánovas del Castillo pide la palabra para rectificar.)

El señor CASTELAR: Pido la palabra.

El señor PRESIDENTE: La tiene S. S.

El señor CASTELAR: Dos palabras, señores Diputados.

Dispénseme el señor Cánovas del Castillo que le arguya por la manera de citar textos y evocar recuerdos; porque si aquí evocamos recuerdos, que yo no evocaría sin cierta reconvención del señor Cánovas del Castillo, podría evocar el recuerdo de que la primera revolución en que yo tomé parte moralmente, porque mi edad no me permitía tomarla materialmente, era una revolución en que estaba el señor Cánovas del Castillo; y el primer documento contra el Trono que yo leí, fue aquel documento que decía: «Queremos un Trono sin camarillas que lo deshonren».

Por consecuencia, cuando todos tenemos una vida tan varia, el evocar tales recuerdos me parece una temeridad. (El señor Pidal.- No es evocar recuerdos, es hacer argumentos.) Si yo, señor Pidal, evocara todos los discursos de S. S... (El señor Pidal.- Evóquelos S. S.) ¿No comprende S. S. que yo no quiero la República como S. S. quiere la unidad católica? (El señor Pidal: Estoy dispuesto a discutirlo con S. S. Pido la palabra.) Doy a S. S. todo género de satisfacciones, porque yo no puedo, yo no quiero discutir ahora con S. S. (El señor Pidal: Comprendo que S. S. no quiera discutir.) Ahora no; diga S. S. lo que quiera, y cuando S. S. hable yo le contestaré; pero ahora, no, porque voy a hablar de cosas más importantes.

Señores, para mi discurso de ayer yo no consulté al Gobierno; yo no pronuncié mi discurso inspirándome en el Gobierno; yo me inspiré en mi conciencia; yo me inspiré en mi patriotismo; yo me inspiré en mi amor a la libertad; pero debo decirlo, después de haber escuchado las palabras... (El señor marqués de Pidal: Señor Presidente, reclamo el orden. En esa tribuna (Señalando a la de la prensa) se está insultando a los Diputados.)

El señor PRESIDENTE: Los celadores cuidarán del orden en ésa y en todas las tribunas. Ya han empezado por faltar a su deber, si efectivamente han tolerado alardes, cualesquiera que sean, en esa tribuna misma. No es posible que el Presidente se entere de todo lo que pasa; mas basta que se haya quejado cualquier señor Diputado, para que el hecho sea verdad. De consiguiente, los celadores cuidarán bajo su más estrecha responsabilidad de que ni en ésa ni en ninguna otra de las tribunas se produzcan desórdenes y, en todo caso, de poner a mi disposición a los perturbadores. (Muy bien, muy bien.)

El señor CASTELAR: Señores, después de haber leído el señor Sagasta los juicios formados por esos periódicos que se dicen republicanos y que nunca lo fueron hasta los últimos años, y que no tienen mi tradición republicana, yo debo decir, con la frente muy alta, que no quito ni una coma en lo que dije ayer, que lo repetiré cien veces y que estoy dispuesto a cumplirlo, como cumplo todos mis propósitos. Pero yo he encontrado en las palabras del señor Cánovas una especie de proscripción, no a mí, que yo me proscribo voluntariamente del Gobierno; yo he notado en S. S. el propósito de proscribir a la democracia; porque ha dicho el señor Cánovas que la Monarquía es incompatible con la democracia; y si la Monarquía es incompatible con la democracia, ¿cómo el ilustre jefe del partido conservador se gloriaba de los esfuerzos empleados para traer la Monarquía a los demócratas? Porque si es incompatible la Monarquía con la democracia, ¿qué hace ahí el señor Puigcerver? (Señalando al banco azul.) ¿Qué hace ahí el señor Moret? (Señalando al mismo banco.) ¿Qué hace ahí el señor Martos? (Señalando a la Presidencia.) La verdad es que mi discurso le ha servido al señor Cánovas para dirigir sus flechas a la Presidencia del Congreso como en aquella tarde célebre; mi discurso le ha servido para arrojar a la democracia del seno de ese Gobierno; porque, señores, llamar a los demócratas, recibirlos con los brazos abiertos, decir que su adquisición es para la Monarquía una grandísima ventaja, y luego expulsarlos diciéndoles apóstatas, es una política pesimista, la cual no puede dar más que frutos de perdición. Yo me quedo con mi política optimista.

El señor PRESIDENTE: El señor Cánovas tiene la palabra.

El señor CÁNOVAS DEL CASTILLO: Empiezo por decir una cosa que verdaderamente no necesitaría, puesto que todo el Congreso lo sabe, y es que no he llamado apóstata a nadie; ni la palabra, ni la idea han estado por un instante en mi discurso.

Añadiré a esto que no la apostasía, que no es eso, sino las conversaciones, me parecen a mí naturalísimas en la sucesión de los tiempos y no tienen de mi parte, cuando son sinceras, sino grandísimos respetos.

Ha habido un instante, y se ha citado ya aquí, en que siendo críticas las circunstancias políticas y estando acaloradísimos los ánimos, sin escoger bien la palabra, prefiriendo lo pintoresco de ella a su exactitud, he hecho una interrupción que se ha repetido por los periódicos, diciendo que después de los errores que se habían cometido, yo empezaba ya a no estimar sino a los apóstatas, con lo cual no quería decir los apóstatas verdaderos; quería decir que no empezaba a estimar ya sino a los que, conociendo sus errores, volvían de ellos y profesaban doctrinas más acomodadas al bien del país, según mis ideas.

No he dicho, pues, nada de eso; no he echado a los demócratas de parte alguna; no he querido proscribir a nadie; lo único que he sostenido es que la Constitución vigente en España no es una Constitución democrática; que el sentido de la Monarquía española no es ni puede ser democrático.

Siendo esto así, ¿viven los demócratas dentro de ella y quieren vivir dentro de ella? Yo lo aplaudo y lo apruebo y no insulto a nadie. Yo no he proscrito a los que han sido demócratas, aunque quieran continuar llamándose demócratas; pero no he de reconocer, porque eso importa a mis convicciones, que la Constitución vigente en España es una Constitución democrática. No he proscrito a esos señores que han sido demócratas, ni está en mi deseo ni en mi ánimo proscribir de ninguna parte al señor Castelar. ¡Ojala el señor Castelar se hiciera monárquico! Si el señor Castelar se hiciera monárquico, ningún abrazo sería más apretado que el mío, porque nadie se lo darla con más particular cariño.

No se trata de eso; se trata de que S. S. no es ni quiere ser monárquico y odia a la Monarquía, y ésa es la política que además está siguiendo. Sería un gran triunfo para la Monarquía que el señor Castelar fuera monárquico, como hubo un gran triunfo para la Monarquía cuando otros hombres muy distinguidos en la política, que se llamaban republicanos, se declararon monárquicos; pero aquellos hombres se declararon monárquicos. Mientras dijeron que la apoyarían más o menos de lejos, con tales o cuales condiciones, yo reconozco que no di importancia alguna a esto; pero en el momento en que aquellos hombres se declararon ardientes monárquicos, yo les aplaudí de todo corazón, y les aplaudí, como aquí me recuerdan, bastante más que les aplaudió el señor Sagasta.

Una cosa ha dicho el señor Presidente del Consejo de Ministros que, entre otras, me conviene rectificar. Ha hablado de su firmeza incontrastable en las circunstancias en que ocurrió la división del partido liberal, y se ha mostrado como mantenedor de todo lo que entonces sostuvo.

Siento tener que recordar que nadie ha combatido con más crueles palabras que el señor Sagasta combatió entonces el sufragio universal. Pero en fin, voy al fondo de la cuestión, y puesto que llega la ocasión, repetiré lo que tantas otras veces he dicho aquí, pues aunque la frase sea siempre improvisada, no está improvisada la idea en mi entendimiento y en mi conciencia, y por eso la puedo fácilmente mantener. Piensen como quieran en otros bancos, piense lo que quiera el Gobierno de S. M., que esto, si es necesario, más adelante lo discutiremos, yo tengo el derecho de repetir, porque ya aquí lo he dicho, que entre una política que alterase abiertamente algunos artículos de la Constitución y una política que sistemáticamente los falsificara todos, preferiría la primera; porque yo no tengo la superstición de los principios, yo no tengo la superstición de nada; yo busco y quiero la realidad, voy al fondo de las cosas y no me cuido de las fórmulas; por consiguiente, lo que yo no quiero es que el espíritu democrático se declare en absoluto imperante en la Constitución del Estado, y así lo he sostenido; si esto se declarase por medio de una alteración de la letra, al menos sabríamos a qué atenernos, y con toda franqueza lo discutiríamos y combatiríamos. Pero cuando en lugar de pedir una alteración de la letra, lo que se pretende es que una Constitución monárquica sea una Constitución democrática, entonces yo me siento enfrente de lo desconocido, entonces yo me encuentro frente al salto en las tinieblas que el señor Ministro de Fomento atribuía a la Monarquía.

Resulta, pues, que lo que yo dije entonces y sostuve, continúo sosteniéndolo ahora; no tengo más que repetir lo que entonces dije: ya estáis todos unidos; si no todos en el banco ministerial, unidos en principio: delante de todos vosostros afirmo yo ahora, como afirmé entonces, que no tuve parte ninguna ni conocimiento siquiera del manifiesto del duque de la Torre ni de la formación de aquella fracción monárquica, ni lo supe siquiera hasta que el manifiesto ya estaba dado y la evolución ya estaba hecha; y entonces, cuando lo supe, dije lo que diría ahora si el señor Castelar se declarara monárquico: bien venidos sean a la Monarquía.

No hay, pues, por qué citarme a mí ese precedente. Entonces entendí, y lo dije con franqueza, que aun aquel programa, y los sucesos me han dado la razón, no era, no podía ser más que la primera etapa; que era natural que gentes que venían de la República, al principio mantuvieran ciertas opiniones, a mi juicio exageradas; pero que dado el paso de declararse monárquicos y de someterse a la Monarquía, el tiempo y los acontecimientos, la buena fe y la lealtad, irían haciendo que todo el mundo se prestara a concesiones que hicieran posible la existencia de aquellos hombres políticos dentro del régimen real y sincero de la Constitución del Estado.

Por lo demás, no quiero leer muchos textos del señor Castelar, y me limitaré a uno solo. El señor Castelar con más claridad de la que a su benevolencia convenía, pronunció estas terminantes palabras: «Uno de los triunfos más altos del señor Azcárate consiste en haberle hecho confesar, como confesó de grado el señor Presidente del Consejo de Ministros, que la Nación española podía cambiar su forma de gobierno según su voluntad». Esto fue lo que dijo para persuadir al señor Azcárate de que podía hacerse monárquico; que el señor Sagasta había declarado que se puede cambiar la forma de gobierno a voluntad. Sobre esa declaración, y sobre otras declaraciones parecidas, hubiera yo querido y deseado, me hubiera parecido bien, que el señor Presidente del Consejo de Ministros hubiera hecho alguna declaración ayer tarde, antes de manifestar tanto entusiasmo por el discurso del señor Castelar.

Voy ahora, para no dilatar por mi parte este incidente parlamentario, a una declaración que antes se me había olvidado, pero que el señor Presidente del Consejo me ha recordado. Después del debate en que he tomado parte esta tarde, no estoy seguro de tener que volver a hablar en la discusión del mensaje, y esto me obliga a hacer una declaración, o más bien, una rectificación que pensaba hacer con más oportunidad, sin que ahora deje de ser oportuna, por algunas palabras pronunciadas por el señor Presidente del Consejo de Ministros.

No he dicho que respetaré de una manera absoluta los principios que se desenvuelvan en las leyes del Gobierno, tan pronto como estén votadas por las Cortes. He dicho que entiendo que la mayor desgracia de un país es alterar su legislación, y alterarla por espíritu de partido; he dicho que toda ley que me encuentre votada será aplicada por mí, si algún día tengo la honra de ser llamado a los consejos de la Corona, con respeto y con sinceridad; pero ¿cómo ha de renunciar el partido conservador, si la opinión pública se pronuncia contra alguna de esas reformas legislativas, si exige su mejoramiento, si exige que se busque contrapeso a lo que haya de excesivo en ciertas medidas, cómo ha de renunciar a proponer la reforma al Parlamento y a la Corona? La política de la Restauración ha dado en esta parte la medida y el criterio del partido conservador. El partido conservador no destruyó, ni muchísimo menos, todo lo que encontró de la revolución; antes bien, aceptó mucha parte; aceptó hasta el sufragio universal, mientras no fue modificada la ley que lo había creado.

No sé yo cuál será el estado de la opinión pública cuando algunas de esas reformas que se trata de plantear estén efectivamente planteadas. Si el Jurado no produjera las tristísimas consecuencias que yo tengo la convicción que ha de producir en nuestra administración de justicia, ¿quién ha de tenernos por tan locos que por capricho y por espíritu de partido fuéramos a suprimirlo? Jamás. Pero si el Jurado repite todas las desdichas de su experiencia anterior; si el país pide, como pidió entonces que se suprimiera o modificara, ¿por dónde se ha de pensar que el partido conservador no hará todo lo necesario para satisfacer los deseos del país? Conste, pues, que no se puede decir con exactitud que en ningún momento la política del partido conservador se confunda con la del Gobierno en el presente y en el porvenir. En lo porvenir, digo y repito que el partido conservador aceptará todo lo que el país haya aceptado verdaderamente, todo lo que pueda sostenerse y mantenerse; pero no teniendo la responsabilidad de reformas que considero poco meditadas, tan pronto como entienda que la opinión pública exige cambio y modificación, mantendré, hasta donde las conveniencias del país lo exijan, las tendencias que forman la base de nuestro partido.

Comprenderéis que antes de terminar esta tarde el debate estaba en el caso de hacer la declaración que acaba de oír la Cámara.

Ahora le diré al señor Castelar que una y otra vez se ha aludido aquí a la participación que yo tuve en los acontecimientos de 1854; que una y otra vez he recordado delante de una Cámara moderada y de un Gobierno presidido por el señor duque de Valencia, y estando solo, sin que hubiera nadie de mis opiniones, y me oyen algunos de los dignos individuos que ahora se sientan a mi lado, que en aquella Cámara declaré que entonces se había cometido la locura de hacer un movimiento en que el propio partido moderado tenía una principal parte; que aquélla no era una revolución democrática, aun cuando más o menos el desenvolvimiento de aquellos sucesos formara esa idea; que no estuvo ni por un instante en el pensamiento de los dignísimos generales que se pusieron al frente de aquel movimiento, el destronamiento de la Reina, ni siquiera permitir que nadie intentara faltarla al respeto; que si alguien hubiera intentado, en aquella rebelión de índole monárquica, por absurdo que parezca, ir contra la Monarquía, lo que la revolución se encontró en 1856 se hubiera anticipado dos años.

No justifico aquella revolución; justamente por haber visto aquélla de cerca no puedo yo ser revolucionario jamás; no la justifico, no me justifico a mí mismo; pero bueno es que las cosas se entiendan, y que cuando se trate de democracia y de ideas conservadoras, no se mezclen hechos que con la democracia nada absolutamente tienen que ver.

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Sagasta): Pido la palabra.

El señor PRESIDENTE: La tiene S. S.

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Sagasta): Muy pocas, porque ya es muy tarde, señores Diputados; pero he de hacer alguna aclaración sobre varios puntos que ha tocado el señor Cánovas del Castillo.

Su señoría, para buscar argumentos cuando los necesita y no puede llevar de otra suerte la discusión, se empeña en inventar imposibles; y afirmo esto porque aquí nadie ha dicho nada de que la Constitución sea democrática, ni se lo he oído decir tampoco al señor Castelar. Pero sea de ello lo que quiera, la Constitución actual, cuya integridad sostengo y mantiene el Gobierno, es una Constitución española, que no es democrática, ni liberal, ni conservadora; es únicamente española, y dentro de ella caben los conservadores, los liberales y los demócratas, sin más que aceptar la legalidad, y sobre todo la Monarquía con sus atributos esenciales. ¿Quién ha hablado aquí de Constitución democrática? Nadie. Además, esta Constitución la pueden aceptar los demócratas, por muy demócratas que sean, porque aquí ya no hay por qué asustarse de los demócratas. A mí no me asustan nada, ni me han asustado jamás, porque los tengo a mi lado, continúan siéndolo y, francamente, veo no hay para qué temer; porque una vez que los demócratas, por su experiencia, por las enseñanzas recibidas en los desastres que hemos presenciado, y por otras muchas razones que no son del momento, reconocen ya los atributos esenciales de la Monarquía, y sobre todo la condición indispensable de su permanencia y su estabilidad, no hay que asustarse de su concurso; la cuestión será del más o el menos en las diferentes leyes que vamos a votar, y esto a mí no me asusta tampoco. Aquí estoy con algunos demócratas en el Gobierno, y vivimos muy en paz, como también con el Presidente del Congreso, que ha prestado un gran servicio a la Monarquía, a las instituciones y a la libertad; servicio que no se apreciará nunca bastante, pero que el señor Cánovas del Castillo, tan amante como yo de las instituciones, debe agradecérsele, como yo se lo agradezco y como se lo agradece el país.

Por lo demás, S. S. está rebuscando lo que ha dicho el señor Castelar, y en último resultado, lo que dijo y S. S. nos ha leído, no significa nada; porque yo profeso la doctrina, y la he expuesto varias veces, de que las Naciones monárquicas lo son porque quieren serlo; ni más ni menos; y contra esto es inútil toda discusión. Yo creo que la Nación española es monárquica porque ha querido serlo, porque quiere serlo, y porque, afortunadamente para ella misma, querrá seguir siéndolo. (El señor Azcárate: Y si quisiera no serlo, ¿qué íbais a hacer?) ¡Ah!, entonces serían inútiles mis esfuerzos y los del señor Cánovas del Castillo; pero tengo la seguridad de que, por los servicios que ha prestado la Monarquía y por los que seguirá prestando, la Nación no será tan loca que piense jamás en abandonar la Monarquía; y yo además abrigo la confianza más completa de que la Monarquía tiene tanta fuerza, que es como aquellos grandes árboles que absorben todo lo que les rodea; esto es la Monarquía. (El señor Azcárate: ¿Y cuando suceda lo contrario?) Pero como no ha de suceder, es inútil pensar en ello. Por consiguiente, tampoco me asustan ciertas preguntas.

Yo doy a la Monarquía más fuerza, más importancia, más autoridad que la que por lo visto le da S. S. Yo no temo nada contra la Monarquía por esas declaraciones; no temo nada, porque la Monarquía se asienta sobre la soberanía nacional, sobre el cimiento más sólido y más firme de toda institución; porque al fin y al cabo, dígase lo que se quiera, no hay Poder que para estar bien establecido no emane de la soberanía de la Nación; y no tengo más que decir. (Muy bien.)

El señor CÁNOVAS DEL CASTILLO: Pido la palabra para rectificar.

El señor PRESIDENTE: La tiene S. S.

El señor CÁNOVAS DEL CASTILLO: Yo tengo tanta fe en la virtualidad de la Monarquía que creo que ninguna Constitución ni ningún Parlamento prevalecerán jamás contra ella, y que si momentáneamente prevalecieran, pronto, muy pronto vendría su triunfo. (Los señores Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de Estado: Estamos conformes.) Así, pues, nadie puede ganarme a mí en la creencia de esa virtualidad. Lo que yo no quiero es que se crea o se deje de creer que puede, ni el cuerpo electoral, ni ningún Parlamento, ni ninguna legalidad, ni ningún procedimiento legal, o llamado legal, sobreponerse a la Monarquía, que para mí es anterior y superior a toda institución.

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Sagasta): Señor Cánovas del Castillo, por eso sostengo y he sostenido la Constitución a costa de tantos sacrificios, y estoy dispuesto a sostenerla.

El señor PRESIDENTE: Se suspende esta discusión.