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ArribaAbajo- XVI -

En la ciudad alcancé un éxito que no me esperaba. Muchos de los antiguos condiscípulos que me perseguían en el Colegio, y que todavía no habían logrado hacerse una posición, ni terminar una carrera, fueron a visitarme en el Hotel de la Paz, y me colmaron de felicitaciones, lisonjas y bajezas, tras de las cuales solía transparentarse la envidia, una envidia rayana en odio. Éste fue el prefacio de una larga serie de otras visitas y de invitaciones a fiestas, comidas, tertulias, bailes, en que siempre era yo el niño mimado por excelencia. Todo el mundo veía despuntar en mí un astro nuevo, un hombre predestinado por la fortuna para ocupar las más elevadas posiciones, porque nadie quería creer en mi mérito excepcional ni en los servicios que pudiera haber prestado al país, considerándome sólo como una criatura nacida de pie. Y una tarde, ¿a quién se dirá que me veo aparecer en el cuarto que servía de sala de recibo? ¡Pues a don Claudio Zapata, en cuerpo y alma! Pero esto sería bien poco, si tras él no hubiera asomado la soldadesca figura de misia Gertrudis, con sus alforjas al pecho, y su enorme masa de cabellos castaños, que parecía aplastarle y derretirle la cara, llena de grandes arrugas reunidas en la antigua papada, que ya no era sino una especie de vejiga vacía.

-¡Oh! ¡Don Claudio! ¡Oh! ¡Misia Gertrudis!- exclamé sin poder contener la risa-. ¡Cuánto bueno por acá!

-Hemos venido -dijo ceremoniosamente don Claudio, interpretando mi hilaridad como manifestación de cariño-, hemos venido, seguros de que no habrás olvidado a los que te sirvieron de padres, a los que, educándote, algo severamente, es cierto, te prepararon por eso mismo para la posición que hoy ocupas.

-¡Oh, don Claudio! ¡Y cómo me he de olvidar!

-Eras un muchacho travieso, muy travieso, pero se veía claro que harías camino -agregó misia Gertrudis-. Siempre se lo he dicho a Claudio y a tu tata, que esté en gloria. ¡Pobre don Fernando! ¡Quién había de decir! Todavía tengo su última carta, y la guardo como oro en paño. ¡Nos afligió tanto su muerte!... Aquí le hemos hecho decir unas misas...

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A pesar de los recuerdos que evocaban estas frases, la risa me retozaba pensando en las trenzas y en la cara que habría puesto al no encontrarlas. Pero, dominándome, dije:

-¡Pues me siento muy honrado con la visita de ustedes! ¡Qué recuerdos, eh!... ¡Vaya con don Claudio! ¡Vaya con misia Gertrudis! ¡Y qué bien están los dos! Pero háganme el favor de sentarse y digan si en algo puedo servirlos... Y ante todo, tornarán un matecito.

El mate comenzó a circular. Yo estaba seguro de que llevaban un propósito interesado, y entre sorbo y sorbo, vencida al parecer por mis reiteradas instancias, doña Gertrudis consintió al fin en decirme cómo podía pagarles el honor de aquella visita y la refinada educación que me habían dado: los tiempos estaban malos; sin sufrir miseria, lo que se llama miseria, no estaban tampoco en la abundancia ni mucho menos. Don Claudio había prestado, en diversas ocasiones, grandes servicios al gobierno, y muchos personajes, entre ellos Tatita, le habían prometido hacer algo por él; promesas que se había llevado el viento y que sólo mi padre hubiera cumplido, a no morir de tan trágica manera... Muerto él, a mí, su hijo y el hijo adoptivo, o poco menos, de los Zapata, me tocaba esa herencia. Don Claudio era muy modesto -¡demasiado modesto, por eso lo dejaban en un rincón!- y se contentaría con una insignificancia cualquiera. Bastaría, por ejemplo, con que yo, diputado influyente a quien el gobierno no podía negarme nada, lo hiciera nombrar juez de paz de su parroquia. El puesto estaba vacante.

-¡Pero señora! -objeté por hacerla hablar-. En primer lugar, todavía no hay diputado, porque las elecciones no han sido aprobadas.

-¡Oh! ¡Eso es una simple formalidad!

-¡No tan simple!... En segundo, no sé si tengo o no tengo influencia con el gobierno, porque todavía no lo he tanteado...

-¡Bah! ¡Eso está visto! ¡Un Gómez Herrera!

-Y en tercero, don Claudio no remediaría nada, pero absolutamente nada, con el puesto. Las funciones de juez de paz son gratuitas.

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Misia Gertrudis me miró como si quisiera devorarme, y lentamente, meditando para no decir las atrocidades que pensaba, replicó:

-¡No le hace!... Claro que el puesto en sí no ha de darle un real... Claudio no es de esos que aprovechan ¿no es verdad, Claudio? y son capaces de quitarles hasta la camisa a los pobres que tienen una demanda... Pero como juez de paz tendrá otra espectabilidad, podrá hacer muchos servicios, y esto le facilitará alguno que otro negocio que nos saque de apuros.

La escena me divirtió tanto que prometí darle lo que me pedían en cuanto me fuera posible, si llegaba a tener influencia en el gobierno. Y como quien hace una diablura, meses después, di a don Claudio el nombramiento de juez de paz para gozar con sus sentencias salomónicas o sanchescas y con sus coimas inverosímiles. Adelantaré aquí, aprovechando la oportunidad, que se hacía pagar por todo el mundo, por el demandante y el demandado, por el condenado y por el absuelto, y esta igualdad ante la ley es la mejor prueba posible de su ecuánime imparcialidad.

No fue tan grato mi primer encuentro con Pedro Vázquez, estudiante entonces de Derecho en la Facultad de una provincia vecina, y que había ido a la ciudad de paseo. Como todos los demás, me felicitó por mi rápida carrera, pero con cierto aire burlón, que yo tomé por crítica o protesta muda.

-¿Quisieras verte en mi lugar, eh? -le dije, enfadado, con tono de superioridad hiriente, significándole que debía tener un poco de envidia.

-¿Yo? No creas. ¡Te va a costar tanto trabajo mantenerte a la altura de tu puesto!... Yo no aceptaría por nada, a nuestra edad, un cargo tan lleno de responsabilidades... ¡Hacer buenas leyes y gobernar bien al pueblo! No; es una tarea inmensa, un sacrificio enorme. Solón ha dicho...

-¡No me importa lo que diga Solón, señor estudiante! -interrumpí, rabiando por la solapada y sangrienta ironía que creí ver en sus palabras-. ¿Acaso los demás diputados se preocupan de semejantes tonterías? ¡«Sos» un pavo que nunca sabrás vivir, y no te das cuenta de nada! No todos   —98→   han de proyectar las leyes desde el primer momento, y cualquiera, con un poco de sentido común, puede saber si son buenas o malas las que se le presenten...

-¡Oh! Ese papel está bueno para los burros que no tienen decoro ni aspiraciones, no para un muchacho como tú, inteligente y de corazón, que puedes ser más tarde muy útil a la tierra. No, Mauricio, no te envidio, por ahora. Hay que prepararse mucho para tareas así, y yo no estoy preparado; apenas si empiezo a aprender... Dentro de algunos años no digo que no. Pero ahora, lo principal es estudiar.

-Sí, las cosas viejas de los libros viejos, las antiguallas del tiempo de Mari-Castaña. ¡Vaya una sabiduría!

-De lo viejo ha salido lo nuevo. Lee el Espíritu de las leyes de Montesquieu y verás.

-En fin, Vázquez, no estamos de acuerdo.

Esto lo dije con blandura, convencido de que no llevaba mala intención, esforzándome por ser afectuoso, pero con ganas de darle unos sacudones por burlón si se reía de mí, por tonto si hablaba en serio. Cuando nos separamos me fui, sin embargo, rumiando lo que había dicho, prometiéndome leer a Montesquieu, y confesándome que sabía muy poco para legislador, aunque no mucho menos que la mayoría de mis colegas.

La ciudad se me presentaba completamente distinta de la otra vez, y mi individualidad no había sufrido las antiguas torturas al verse empequeñecida, suprimida casi. Muy al contrario, mi yo se agigantaba, pues ocupando, relativamente, el mismo lugar que en mi pueblo, el escenario más complejo y vasto me daba mucha mayor significación, para mí mismo y para los demás. El transplante me favorecía esta vez, enriqueciéndome y vigorizándome. Había ganado en todo, hasta en lo que a sensualismo y diversiones se refiere. Las costumbres eran allí más fáciles que en Los Sunchos -hablo de la gente de cierta posición-, y no dejé de aprovechar esta circunstancia. El éxito es una aureola que deslumbra a muchas mujeres, y mi brillante aparición en la escena política, a una edad en que otros no se han puesto, casi puede decirse, los primeros pantalones largos, me hizo el niño mimado de las damas. Algunas me concedieron amables   —99→   entrevistas matinales o a la hora de la siesta, momentos propicios si los hay, porque generalmente los maridos sólo temen la infidelidad nocturna... ¡Cuánto gracioso impudor en algunas que para el cónyuge serían, sin duda, de una desesperante mojigatería!... Pero no se exagere el alcance de estos párrafos. Más que inmoralidad, más que licencia en las costumbres, debe verse en todo aquello una simple exteriorización de primitiva ingenuidad, una especie de regresión al estado natural, coadyuvada, si no fomentada, por la completa remisión de los pecados, en la que nadie dejaba de creer. Y si lo cuento es sólo porque estas aventuras pasajeras ahuyentaban cada día más de mi cerebro la idea del matrimonio, mientras me alejaban también de Teresa, un poco por temor, un mucho por desdén que las comparaciones me inspiraban. Sin una pasión que ciegue, el matrimonio es un disparate, sobre todo en la primera juventud; con la pasión que ciega, es una locura en todo tiempo. Se me dirá que los hijos imponen el matrimonio, pero esto en la actualidad es un craso error, aunque antiguamente pudiera resultar exacto. Los hijos toman la vida como viene, y suelen tener mejores ejemplos en una unión libre, desligable a la primera falta, que en un honor legítimo donde, al cabo de algunos años, marido y mujer no pueden aguantarse y tienen que aguantarse aunque se desprecien y se odien, cosa que disimularán a los extraños, a los mismos amigos, pero que resultará siempre evidente para los hijos... Pero no era mi intención meterme en estas honduras, sino sencillamente decir que cada día me afirmaba más en el propósito de no casarme con Teresa -sobre todo con Teresa-, porque ¿cómo arrostrar a sabiendas los peligros que veía ejemplarizados a mi alrededor, el infortunio, el ridículo quizá ambos a la vez, sin una gran compensación?

Entretanto me preocupaba y me urgía la aprobación de mi diploma, pues no creería en mi buena suerte mientras no me viera en mi banca de diputado. E interrogaba a todo el mundo, con aire indiferente, si a su juicio se presentarían o no dificultades.

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-¡Qué se han de presentar! Su diploma es como una carta en un buzón.

No decían en el correo, porque el correo era entonces una verdadera calamidad.

Asistía como interesado espectador a las sesiones preparatorias de la Legislatura, mucho más divertidas que el resto de la monótona vida provinciana -salvo los amoríos, los bailes y las francachelas-, y me paseaba en antesalas, trabando relación con los colegas futuros. Allí se tomaba mate interminablemente, y se hablaba de política, de chismografía social, mezclado esto con las viejas anécdotas de que somos tan golosos los provincianos.

El «recinto» de la Cámara era, en una casa vieja de pretensioso frontispicio Renacimiento, un salón cuadrado, disfrazado de anfiteatro mediante unas barandillas de madera que dejaban a disposición de la barra el fondo y los rincones, llenos de largos escaños. Las «bancas» o asientos de los padres conscriptos eran una especie de pupitres de escuela, colocados en tres filas semicirculares y decrecientes, las mayores a lo largo de la barandilla, las menores, naturalmente, en el centro, dejando en medio un espacio vacío. En el testero del salón, sobre la larga mesa de la presidencia, el gran retrato al óleo de un prócer de la provincia. ¡Qué majestuosa me pareció aquella sala la primera vez que entré en ella, con el pecho algo oprimido, como quien penetra en un antro misterioso! ¡Y con qué religiosa atención escuché lo que se decía, pagando la chapetonada y conquistando así el derecho de no hacerlo más tarde!

Los diputados decían sucesiva y enfáticamente una docena de sandeces, que entonces me parecían rasgos de elocuencia: tal es el prestigio del poder. Eligieron la mesa y comenzaron a discutir las actas de las elecciones, por mera fórmula, según me dijera misia Gertrudis: bien se veía que todos se habían puesto de acuerdo antes de entrar en sesión. Mi diploma era uno de los pocos que parecían peligrar, porque las elecciones de Los Sunchos habían sido, como de costumbre, protestadas por la oposición abstinente. Cuando me tocó el turno fui invitado a entrar en el recinto para defenderlo. Como todos mis eminentes colegas habían sido   —101→   electos más o menos en la misma forma que yo, y habían pasado sobre iguales protestas, no les fue difícil convencerse de la legalidad de mi mandato, y de que:

«La impotencia hipocondríaca y perversa de cuatro ciudadanos egoístas y malos patriotas, hez de la sociedad, alejados de la opinión pública y desdeñados y aborrecidos por ella, como se hace con una víbora venenosa, los obliga a adoptar el único medio de fingirse vivientes, firmes y numerosos, de mostrarse engañosamente al pueblo como una fuerza respetable: la cínica protesta de una elección legal, en que se ha respetado la inmaculada pureza del sufragio, protesta que lleva al pie el nombre de cuatro individuos insignificantes, que quizá no sean ni siquiera electores, y la falsa afirmación de «siguen las firmas», testimoniada por un escribano sin fe, sin carácter, sin probidad. ¡No hay firmas, no hay hombres, no hay ciudadanos, señor Presidente!...

-¡Las firmas están! -agregó una voz desde la barra.

-«Habrá... habrá nombres inventados, nombres supuestos que no figuran en el padrón. ¡No, no hay ciudadanos, señor Presidente! Sólo hay ambiciones inconfesables, y, como ya dije, la rabia feroz de la impotencia. («Muy bien», en las bancas). Vengo a apoyar decididamente al gobierno que nos rige con general aplauso. Esto es sabido, y esto despierta contra mí el odio de los que quisieran sustituirse a él. Esos cuatro fomentadores de anarquía son, pues, mis enemigos naturales. Entretanto, el gobierno actual cuenta con la inmensa mayoría del pueblo, y ésa es la que me ha elegido por mis opiniones. No declarar legítimo mi mandato sería sospechar de impopularidad al mismo Poder Ejecutivo que aclaman las muchedumbres entusiastas y del que quiero ser modesto pero abnegado colaborador».

Esto lo copio de la versión taquigráfica, corrigiendo apenas el estilo, no por presunción, sino porque me gustan las buenas formas, lo que podría llamarse el aseo de la ropita oratoria. El fondo era así, vago, indeterminado e insultante para los adversarios. De más está decir que, como en mi célebre examen de ingreso, allí pasé por unanimidad. Presté juramento y me senté por fin en «mi banca». Era, definitivamente, un personaje.

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Escuché desde entonces los discursos con menos respeto, y comencé a comprender como por vaga intuición que aquello no valía nada, que yo podría hacerlo mejor sin mucho esfuerzo, sin todo ese trabajo de años a que Vázquez se refería. Y resolví ponerme a leer discursos parlamentarios. La indigente biblioteca de la Legislatura, compuesta de unos pocos centenares de volúmenes, me proporcionó los diarios de sesiones del Congreso; devoré a Sarmiento, Avellaneda, Rawson, Mitre, Vélez Sarsfield; leí docenas y docenas de discursos, reteniendo más las frases que la doctrina y creándome un repertorio de lugares comunes que pudieran no parecer tales. Compré también algunos libros de Castelar, una traducción de Cicerón, otra de Mirabeau, y me puse a leer la Historia de la Revolución Francesa, que entonces me entretenía como antes las novelas de aventuras. Los discursos de la Convención me enriquecieron notablemente, y traté de imitar su vehemente entusiasmo, su heroica entereza, en la forma de los míos. Siempre que hablaba en la Cámara era como si la patria estuviese en peligro; los otros «buenos oradores», escasos entre mis colegas, hacían, por otra parte lo mismo, de modo que, a propósito de la construcción de un camino o de cualquier otro detalle, las sesiones de nuestra humilde Legislatura alcanzaban el diapasón de las más vibrantes y memorables de la historia.

Un discurso que pronuncié sobre el estado de las escuelas primarias en la provincia mereció que algunos corresponsales escribieran a Buenos Aires, y dos o tres diarios me dedicaron palabras elogiosas en los sueltos. Éste fue el mayor espolazo que haya recibido mi ambición, desde entonces pronta a desbocarse. Me propuse conocer la capital, los hombres de gobierno, el Presidente de la República, ciudadano de gran talento, elocuentísimo orador él también, y ¡quién sabe! Quizá abrir una brecha que me permitiese lanzarme a la conquista de aquel emporio, y triunfar, y ser allí lo que había sido en Los Sunchos, lo que era en mi ciudad provinciana: si no el primero, uno de los primeros, con un porvenir de gloria y de grandeza.

Vivía exclusivamente para la política; sólo en ella pensaba, estuviese donde estuviese, trabajando o divirtiéndome,   —103→   amando o durmiendo, porque hasta mis sueños eran políticos, y mis amoríos buscaban mayor influencia y más poder para mí. Ningún detalle me parecía nimio, y todo, hombres, cosas, hechos, iban almacenándose en mi memoria, que tengo magnífica. Ahora mismo podría contar la vida y milagros de centenares de personas, tanto altamente colocadas cuanto modestas y aun insignificantes. Formaba mi arsenal, con avidez y con paciencia, y comenzaba a utilizarlo para avezarme a su manejo.

Como aprendizaje del uso de mis armas, escribía en Los Tiempos, diario que era una reproducción agrandada de La Época de Los Sunchos, y mis sueltos incisivos, mordaces, casi siempre animados con una anécdota verdadera o imaginada, se destacaban del resto de aquella prosa indigesta y burda, lana de colchón con que se rellenaban las columnas del periodicucho. Mi fama comenzó a cundir, y ya muchos me consideraban como una personalidad naciente, mientras que otros me tenían como un muchacho mal educado e insolente, capaz de las mayores desvergüenzas.

Entretanto, Mamita, Teresa, don Higinio, Los Sunchos, quedaban muy lejos, allá atrás, allá abajo, como perdidos en la bruma para siempre. Sólo, de tiempo en tiempo, una carta de Teresa venía a sobresaltarme, a turbarme un momento: su secreto, nuestro secreto, iba a dejar de serlo; la verdad se impondría dentro de muy poco, y, desesperada, me suplicaba que fuera, que arreglara las cosas, que la salvara de toda una inminente tragedia...

¿Para qué me habría yo metido en semejante atolladero?




ArribaAbajo- XVII -

Me pareció oportuno realizar el proyectado viaje a Buenos Aires, antes de decidir lo que había de hacer. Pedí licencia a la Cámara y algunas cartas de presentación de mis amigos del gobierno para los «ases» de la gran capital. Con esto, mi diploma de diputado, mi calidad de periodista y mi apellido patricio, salí, seguro del éxito, en busca de mis primeras aventuras bonaerenses. Las puertas del mundo oficial   —104→   y las de muchos salones provincianos, abriéronse de par en par ante mí. Visité a varios miembros notables de mi familia, que ni siquiera tenían noticia de mí, pero que me recibieron deferentemente, poniéndose a mi disposición y dando por cumplidos todos sus deberes con esta manifestación de cortesía.

Buenos Aires estaba, desgraciadamente, muy agitado. Respirábase allí una atmósfera candente, anuncio de una tempestad. Los ciudadanos se adiestraban en el uso de las armas y en el ejercicio militar, a vista y paciencia del gobierno de la nación, contra quien iban, impotente para reprimirlos sino con una medida de fuerzas que hubiera sido señal de la revolución, quizá de la guerra civil. Las antiguas desavenencias mezcladas de celos entre Buenos Aires y las provincias hacían crisis, y esta crisis era amenazadora. En la doble capital no cabían los dos grandes poderes, el nacional y el porteño, que se disputaban la hegemonía, y el drama político empezado desde los albores de la independencia, corría rápidamente a su desenlace. ¿Cuál sería éste? ¿Triunfaría la altiva Buenos Aires sobre todo el resto del país, imponiéndose como la cabeza pensante a los demás miembros del cuerpo? ¿Lograríamos los provincianos abatir su orgullo y hacerla entrar en razón? ¡Arduo problema cuya solución parecía exigir sangre!

Fui a saludar, entretanto, al Presidente de la República, hombre encantador, de maneras algo afectadas, muy fino, muy amable, tanto que, a primera vista podría creérsele débil, femenil. Me parece estarlo viendo, pequeñito, menudo, bien proporcionado, sin embargo, con la frente ancha, coronada por cabellos largos, negros y ensortijados, ojos llenos de inteligente viveza, bigote y perilla, negros también. Hablaba con mesura, escogiendo las palabras, y sus frases tenían siempre su ritmo cantante. Así, cuando hablaba en público, era una delicia escucharle, porque se hubiera dicho que su oratoria era musical, persuasiva y tranquilizadora como una caricia.

Me habló de mi provincia, de la suya, de la desgracia de nuestro país, siempre agitado por disensiones intestinas y ofreciendo un espectáculo de anarquía y violencia al mundo,   —105→   que consideraba a las nuevas naciones de la América del Sur, y sobre todo a la nuestra, como grupos de chiquillos revoltosos, si no como tribus semiprimitivas, incapaces de comprender la libertad, y por lo tanto de gozar de ella. Y sin duda, para no penetrar más en el fondo de las cosas y no hacer confidencias intempestivas a un jovenzuelo que era, al fin y al cabo, desconocido, se levantó, dando por terminada la audiencia. Nunca lo volví a ver, pero conservo clara y viva la impresión que me produjo.

Poco duró mi permanencia en Buenos Aires porque algunos dirigentes del partido me aconsejaron que volviera a mi provincia, donde podría hacer falta: la inminente rebelión de la capital porteña repercutiría quizá en alguna otra parte, y aunque mi provincia estuviera al abrigo de todo temor y toda sospecha, como defensora decidida de la causa nacional -eran sus palabras-, nunca es malo estar prevenido, y en épocas de disturbios cada soldado debe ocupar su puesto. Me fui, pues, y véase cómo asocia uno egoístamente a sus pequeñas necesidades los más grandes intereses colectivos: me fui haciendo votos por que estallara no una revolución, sino toda una guerra civil, convencido de que en esta tragedia me sería más fácil desenlazar mi dramita íntimo, de acuerdo con mis deseos, es decir, quedando libre de todo compromiso.

En la ciudad me esperaba una carta de don Higinio, todavía ignorante de la desgracia que lo amenazaba. La abrí, no sin recelo. Se refería al negocio de la chacra, que marchaba muy bien, gracias a su «muñequeo». Había conseguido que la oposición misma clamara por la apertura de las calles, creyendo hacerme daño al desmembrar «una posesión feudal, que, como los castillos medievales, dominaba al pueblo de Los Sunchos, aunque sin protegerlo ni servirle, sino a modo de dique contra su desarrollo natural». La Municipalidad fingía indignarse mucho contra aquella pretensión; pero estaba, naturalmente, pronta a ceder en cuanto él lo indicara. No era oportuno todavía, si se quería obtener una buena indemnización.

Contingencia feliz e ingrata a la vez, que me dejó perplejo. Agregábase un elemento más a mis vacilaciones que   —106→   ya eran sobradas, aunque, en el fondo, mi resolución fuera inmutable. Don Higinio, de cuya influencia política necesitaba todavía, don Higinio, que, como un buen criollo, era muy capaz de vengarse sangrientamente de mí, preparando este brillante negocio me obligaba aún más a contemporizar con él. ¿Cómo salvarme del compromiso, cómo ganar tiempo, al menos?... A fuerza de buscar, se me ocurrió una idea luminosa, y escribí a la muchacha, en una forma ambigua, sólo clara para ella, diciéndole que más que nunca guardara su secreto, y a don Higinio preguntándole si iría pronto a la ciudad, pues me urgía hablarle de un asunto muy importante que no podía tratarse por cartas, pero que tampoco era cuestión de días más o menos. Un «se trata de mi felicidad» debía sugerirle el tema probable de la entrevista.

Me precipitaba hacia el escándalo, precisamente para contrarrestarlo, y elegía la ciudad, donde las cosas más graves, las que serían catástrofes en una aldea, pueden pasar inadvertidas y donde toda defensa es más fácil. En aquel teatro se equilibraban mejor nuestro poder y nuestras armas.

Como lo había supuesto el viejo se precipitó a la cita. Creo que estaba más contento que la misma Teresa, pues creía realizar un sueño de muchos años y crear para sus nietos toda una aristocracia, dándoles al propio tiempo gran fortuna, elevada posición y un nombre envidiable, un apellido patricio.

-¡Don Higinio! -exclamé al verlo-. Mi asunto no corría tanta prisa.

-No -dijo ladinamente-. Si he venido por otras muchas cosas; y de paso es natural que te pregunte lo que querés.

-Yo hubiera debido ir a Los Sunchos; pero ya comprende usted que mis ocupaciones de la Cámara me lo impiden.

No había ido, temiendo, además de lo que ya he dicho, las escenas con Teresa, y su posible indiscreción... ¡Oh! Las mujeres saben callar, pero de repente, cuando no hay peligro o a ellas les parece que no lo hay, se les va la lengua y arman un enredo sin querer.

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-Se trata de Teresa -agregué-. Usted bien sabe que nos queremos desde hace mucho, desde que éramos muchachos. ¿Nos dará usted su consentimiento para casarnos?

-¡Pero hijito, cómo no! ¡Si es mi mayor deseo, y cuanto antes!

Me abrazó conmovido.

-Cuanto antes me parece mucho decir. Yo creo que será mejor esperar hasta el año que viene. Mis asuntos no están bien claros y los recursos no son muchos, mientras no se arregle lo de la chacra.

-Se arreglará. Y además, yo soy bastante rico para que no les falte nada.

-Otra cosa: tengo que preocuparme de mi posición y no puedo descuidar ni un momento la política, si he de hacer camino. Debo frecuentar asiduamente la sociedad, los comités, el club, la Casa de Gobierno, la Legislatura. Todo pinta muy bien; pero, con la desgraciada perspectiva de una revolución en Buenos Aires, quizá de una guerra civil, si me casara ahora, tendría que abandonar a mi mujercita o no cumplir con los deberes que me imponen mi puesto y mi partido...

-¿Y cuándo, entonces?

-¡Oh! El año que viene, a más tardar. El año que viene estará completamente despejada la situación del país y mía...

Un relámpago de recelo atravesó por los ojos de don Higinio. Le parecía extraño -y me lo dijo- que, una vez resuelto a casarme, lo dejara para más tarde sin ardor juvenil de inmediata realización. Que antes vacilara, sí, es comprensible; pero, decidido ya, la demora resultaba menos natural. ¡En fin! Que él no hubiera obrado así, y en su tiempo la gente se casaba sin preocuparse de las revoluciones. ¡Pero sobre gustos no hay nada escrito!

-Será, pues, para el año que viene. Escríbele a Teresa. Yo mismo le llevaré la carta para ver la cara que pone.

¡Escribirle! Siempre he tenido miedo de escribir cosas comprometedoras, y la carta anterior me había costado prodigios de ingenio. Salí del paso lo mejor que pude.

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-Ella ya sabe -le dije-. Lo sabe desde antes de venirme a la ciudad.

-¡Ah, picarones!... ¡y qué calladito lo tenían!

Se quedó todo el día conmigo, haciendo proyectos, castillos al aire, como si él fuera el novio. Seríamos reyes en Los Sunchos, y en la ciudad, y en el mismo Buenos Aires, donde Teresa brillaría un día como una reina.

Aquí se me escapó una réplica, que tuvo más tarde consecuencias trascendentales.

-Déjese de eso, viejo -le dije-. Teresa es demasiado modesta para que se pueda lucir en Buenos Aires. De allí vengo, y debo prevenirle que las mujeres tienen una educación muy distinta, son grandes señoras, no muchachas ignorantes, como las de nuestros pueblitos de provincia.

Se quedó mirándome, sin replicar palabra, como si mi frase le hubiera producido la más honda impresión, y nuestra charla terminó con esto.

Cuatro días después, una carta de Teresa me daba noticia de lo ocurrido en Los Sunchos, a la llegada de don Higinio. Éste, loco de alegría, le había dicho que yo acababa de pedir su mano. Ella, cuando el viejo agregó que el casamiento se celebraría el año siguiente, no pudo reprimir un grito:

-¡Cómo el año que viene! ¡Es imposible, imposible! ¡Si mucho antes...!

El viejo alarmado, aunque sin dar toda su significación a estas palabras, preguntó, suplicó, amenazó, y al fin lo supo todo. Su cólera fue indescriptible. Quería montar a caballo y correr a la ciudad a llevarme «de una oreja» para hacerme casar inmediatamente o matarme como a un perro si me resistía. Y lo hubiera hecho como lo decía, si no le hubiera dado un ataque a la cabeza, que lo dejó tendido en medio del patio, mientras apretaba la cincha a su alazán. ¿No digo que las mujeres, tan reservadas siempre, siempre son indiscretas cuando sufren una gran emoción? Pero, en fin, el mal trago había que pasarlo, tarde o temprano. Por fortuna, el bendito ataque vino a cambiar completamente el rumbo de las cosas, porque don Higinio me casa, como hay Dios que me casa o me mata, si no pierde el sentido y no tiene que guardar cama después, muchos días, con ventosas, cáusticos,   —109→   sangrías y toda la terapéutica provinciana de aquel entonces.

Otras cartas de Teresa me tranquilizaron. Haciendo de enfermera del viejo había logrado enternecerlo, impedirle que provocara un conflicto, gracias a su debilidad momentánea, a su cariño de padre y a la confianza que tenía en mi caballerosidad. Lo hecho, hecho estaba. Había que ocultar la falta, lo mejor posible; cuando nos casáramos, que debía de ser inmediatamente, iríamos a hacer un largo viaje a Chile, a Europa, al Paraguay, a cualquier parte, y volveríamos con nuestro hijo, sin que nadie tuviera nada que decir. Pero el viejo «quería, tenía que hablar conmigo, cantarme la cartilla, exigirme seguridades de que cumpliría mi palabra, si no me obligaba a casarme en seguida. ¡Esto sería lo mejor!» La idea de venganza, la de sangre, había pasado por el momento; pero el peligro cambiaba de aspecto: el casamiento sería ineludible, si yo no quería sentir la pesada mano de don Higinio, o, por el contrario, hacerle sentir la mía y provocar con ello un terrible escándalo que haría fijarse todas las miradas en nosotros y que necesariamente sería muy perjudicial para mi porvenir, porque, si bien las faltas y aun los delitos pueden perdonarse y hasta olvidarse en provincias, si no trascienden mucho y se ha sabido guardar las formas, la condenación general, implacable, persigue a los que violentamente perturban el buen orden social.




ArribaAbajo- XVIII -

La situación política se hacía más tirante cada vez, el interior estaba agitado y receloso, Buenos Aires con las armas en la mano, dispuesta a romper las hostilidades contra el gobierno nacional, contando con la ayuda más o menos ilusoria de dos o tres provincias. Nosotros, en realidad, no teníamos nada grave que temer, pues nuestro pueblo es tradicionalmente adversario del porteño; pero en épocas tan revueltas nunca faltan ambiciosos que aprovechan las circunstancias, y la oposición local era muy capaz de servirse de ellas para provocar un cambio de gobierno que la llevara al poder. Así lo comprendíamos los que pulsábamos la situación   —110→   con alguna perspicacia. Era fácil ver que los opositores se movían disimuladamente, preparando algo, un golpe de mano o una revolucioncita de las que tanto abundaban por aquellos tiempos. No tenían, sin duda alguna, la mejor intención de ayudar a Buenos Aires, pero desde hacía mucho soñaban con derribar al Gobernador, don Carlos Camino, de quien hablaban pestes, quitándole al diablo para ponerle a él. No administraba Camino peor que otros, pero no podían perdonársele sus costumbres disolutas, y especialmente su afición al bello sexo de baja estofa, que lo lanzaba a inconfesables aventuras en las que sólo le seguía su asistente, Gaspar Cruz, paisano retobado, valiente como las armas, fiel como un perro, para quien el mundo estaba exclusivamente cifrado en el Gobernador, persona excepcional, casi divina, según su cerebro obtuso y fetichista. Marido de una matrona ejemplar, casta y piadosa, padre de dos lindas muchachas candorosas e inteligentes, Camino era considerado realmente como un criminal en los círculos austeros, y aparente y utilitariamente en los que no lo eran tanto, pero podían aprovecharse de su desprestigio. En suma, muchos le tenían por una especie de tirano corrompido, y si no contribuían a derrocarlo no harían nada por sostenerlo tampoco.

Vi muy claras las ventajas que me ofrecía aquella situación y no tardé en utilizarlas. Una noche que, con otros personajes, estaba de visita en casa del Gobernador, llevé la conversación a las agitaciones populares, declarando que, a mi juicio, eran mucho más graves de lo que se creía. Varias personas, con ese espíritu de torpe adulación que hace negar hasta la evidencia, si ésta puede ser desagradable al que quiere lisonjear, y aunque con ello le expongan a los mayores peligros, me replicaron entre risas que estaba viendo visiones y que me asustaba de fantasmas.

-¡No! ¡No hablo a tontas y a locas! -exclamé-. Tengo datos, y si el Gobernador quiere escucharme y seguir mi consejo, no durmiéndose en las pajas, podrá evitarse un mal rato. Más tarde, ya no sería tiempo.

Camino quedó un tanto preocupado, pero supo disimular, y al cabo de un momento me llamó aparte para que le contara lo que sabía. Exageré un poco, creyéndolo necesario   —111→   para mis fines. La oposición se armaba secretamente -lo que era cierto-, tenía en la ciudad verdaderos arsenales, mucha gente comprometida, paisanos que entrarían en campaña a la primera señal, una especie de logia revolucionaria que funcionaba todas las noches, y hasta inteligencias en la misma policía, muchos de cuyos agentes estaban complotados.

-¡Pero qué hace don Mariano! -exclamó el Gobernador, alarmado, refiriéndose al viejo Villoldo, jefe de policía.

-Don Mariano no ve más allá de sus narices, está medio chocho y toda la vida ha sido débil -contesté-. Y en estos momentos lo que se necesita es un hombre resuelto, que no se preocupe de «legalidades» ni se ande con paños calientes...

-¿Dónde encontrar ese hombre?

-¡Vamos, Gobernador! ¿No lo tiene delante?

-¿Usted? ¿Usted se considera capaz?...

-¿De sofocar o de impedir una revolución? ¡Sí, Gobernador, muy capaz! Si usted me da la jefatura de policía y me deja completa libertad de acción, le aseguro que antes de quince días todo estará más tranquilo que nunca. Pero ¡eso sí!, ¡nada de escrúpulos tontos y carta blanca para mí! Habrá que meter bastante gente en la cárcel.

-Pero la opinión...

-¡Bah! En las circunstancias actuales hay que hacer la pata ancha; además, no pueden ser más favorables, porque con la agitación completa del país, un detalle más o menos viene a ser la misma cosa. ¡Déjeme hacer, Gobernador, y verá cómo todo sale bien!

-¡Bueno... lo pensaré! -murmuró, perplejo.

-No. No es cuestión de perder tiempo. Hay que decidirse. Nómbreme o no me nombre a mí, don Mariano Villoldo no puede quedar en su puesto si usted quiere seguir en el gobierno. Es cuestión de días, quizá de horas, y puede que en este mismo momento se esté preparando la ratonera.

-¡Bien! ¡Está dicho!... Voy a llamar a don Mariano, y mañana será usted jefe de policía.

-Entendido que conservaré mi banca en la Legislatura...

¿Cómo? ¿Y la Constitución?

  —112→  

-Es un librito, decía el viejo Vélez. La Constitución no dice que un diputado no puede ser jefe de policía. Y aunque lo dijera, en circunstancias tan excepcionales... Me interesa conservar el puesto por si algún día dejo la policía... o a usted se le antoja quitármela...

-En fin, la Cámara decidirá.

-No. Si ahora mismo voy a pedir licencia por tiempo indeterminado. ¡Y carta blanca, eh! Necesito poder obrar resueltamente, como un rayo, en el momento oportuno...

Don Mariano Villoldo renunció aquella noche, a pedido del Gobernador, y al día siguiente comencé a ejercer mis nuevas funciones de jefe político de la provincia, con gran sorpresa de todo el mundo, porque nadie se explicaba tan enorme salto. Abundaron las críticas porque «un mocosuelo» al frente de la policía no podía hacer más que barrabasadas. Pero dejé hablar y me dediqué a reorganizar mi gente, valiéndome de los comisarios y oficiales en quienes se podía tener confianza. La tarea era ardua, tanto más cuanto que debía llevar de frente, al propio tiempo, las averiguaciones de lo que tramaba la oposición, y hallar o inventar una buena oportunidad para poner presos a los cabecillas, secuestrarles las armas y quitarles las ganas por un tiempo, de meterse a revoltosos. Día y noche pasaba en el despacho, dando órdenes, escuchando partes y confidencias, recibiendo espías, amonestando a subalternos dudosos, pero de quienes todavía se podía esperar algo. Hasta dormía en mi despacho, para estar «al pie del cañón». Los opositores se reunían unas veces en una parte, otras en otra, nunca dos días en el mismo sitio, pero no me sería difícil sorprenderlos en cuanto quisiera, pues no me faltaban indicaciones oportunas del local elegido. Sin embargo, no precipité las cosas, para no dar golpe en vago ni provocar demasiada crítica.

En esto, sobrevino el rompimiento entre el gobierno nacional y el de Buenos Aires, como si quisieran servirme exclusivamente a mí, tanto en los asuntos privados cuanto en los políticos. Llegome, aun antes que al Gobernador, noticia de los sucesos: el Presidente de la República, sus ministros y gran parte del Congreso habían abandonado   —113→   la ciudad rebelde que se fortificaba, y a la que ponía sitio el ejército de línea. La lucha iba a ser terrible, pues los porteños parecían dispuestos a no cejar y tenían numerosas fuerzas de guardias nacionales, de voluntarios criollos y extranjeros, y algunas tropas veteranas. La ciudad estaba rodeada de fosos y trincheras y los puestos avanzados defendidos estratégicamente. Era una revolución en regla, como no la había habido desde muchos años atrás, y como era de temerlo, dados los largos y ostensibles preparativos... El país entero se hallaba bajo el estado de sitio.

En cuanto supe esto, y antes de que pudiera hacerse público, renuncié a esperar otra oportunidad, y ya no traté de tomar reunidos a los presuntos revolucionarios. Usando de los plenos poderes que tenía, impartí mis órdenes, y corrí a casa de Camino, para darle cuenta de lo que acababa de hacer.

-En estos momentos -le dije- sacan de sus casas a todos los jefes de la oposición, y por mi orden los llevan a la policía. Puede V. E. estar tranquilo. Aunque no tema el más ligero disturbio, le mandaré un piquete para su custodia, bajo las órdenes de un hombre de confianza. ¡Todo va bien!

Quiso pedirme mayores datos, pero dejé los detalles para más tarde, limitándome a decir que Buenos Aires acababa de sublevarse, como se temía, y agregando:

-Ya comprende, Gobernador, que con los sucesos de Buenos Aires todo está justificado y nadie tendrá nada que decir. En cuanto secuestre las armas, y después de tenerlos un tiempo en la sombra, para que aprendan a no meterse a sonsos, los pondremos en libertad y ya no volverán a alborotar en muchos años.

-Sí, pero ¿y los ministros?

-¡Valiente preocupación! ¡Reúnalos y dígales...! Están acostumbrados a callarse y aprobar.

Cuando volví a mi despacho comenzaron a llegar a la policía los primeros detenidos, unos protestando enérgicamente contra el «atropello», el allanamiento de su casa sin orden de juez, la violencia contra sus personas, otros asustados y temblando como criminales, los menos, serenos y   —114→   dignos, diciéndose que desde el principio sabían a lo que se exponían, algunos, por fin, suplicando que los pusieran en libertad, porque ellos «no habían hecho nada», como los muchachos de la escuela. En casos así, los gobiernos de provincia solían no ser muy blandos que digamos, y vejaban a los opositores presos, encerrándolos en calabozos inmundos, maltratándolos, obligándolos a hacer las tareas más viles, como limpiar los excusados o barrer las aceras y la plaza pública. Esto se explica. Las autoridades, y especialmente la policía, estaban siempre en manos de hombres rudos y toscos que habían ido, a veces desde años enteros, amontonando rencores, y deseaban vengarse de desaires y desprecios no por lo disimulados menos hirientes y sangrientos. Yo no tenía nada que vengar y quise ser buen príncipe. Ordené que se tratara a mis prisioneros con toda consideración, que se les alojara lo mejor posible en las oficinas, que se les permitiera hacerse llevar cama, ropa y comida, todo esto manteniéndolos, sin embargo, incomunicados con el exterior, y hasta me digné hacer que uno de mis subalternos les diera noticia de la revolución bonaerense, y les explicara que el gobierno se veía obligado a tomar precauciones excepcionales, para la seguridad del país.

Entretanto, valiéndome de lo que habían descubierto mis espías y, sobre todo, de lo que me revelaron algunos conspiradores débiles de carácter, por librarse del castigo, y otros venales, por obtener recompensas, supe dónde estaban ocultas las armas -casi todas- y las hice recoger. La conspiración quedaba sofocada: teníamos quince o veinte opositores de significación detenidos, y habíamos secuestrado un centenar de fusiles viejos, casi inservibles, y otras tantas lanzas hechas con cañas tacuaras y tijeras de esquilar.

En medio de toda esta agitación, tuve una sorpresa que en un principio me fue ingratísima, pero que me llegaba precisamente, en el momento más favorable para mí, como no tardé en comprenderlo. Mi despacho estaba lleno de gente, cuando un ordenanza me anunció que don Higinio Rivas deseaba hablar conmigo. Había sonado la hora trágica. Un momento estuve por retardarla, no recibiendo al viejo, pero   —115→   me pareció demasiada cobardía y mirando al destino cara a cara le hice entrar, sin despedir a mis subalternos.

Casi no reconocí a don Higinio. La enfermedad lo había adelgazado y debilitado mucho, y las preocupaciones, los sinsabores, el amor propio herido, después de provocar un paroxismo de rabia, lo habían dejado como inquieto y vacilante. Su cara de león manso, alargada y arrugada, expresaba más bien melancolía que fiereza, y sus ojillos negros, bajo las cejas blancas e hirsutas, no se fijaban ya ni resueltos ni investigadores, sino que vagaban indecisos, de una a otra persona, de uno a otro objeto.

-Quiero que hablemos solos -me dijo después de saludarme desabridamente.

-Un momento, don Higinio, y estoy a su disposición. Tengo que dar algunas órdenes... Pero siéntese... Las circunstancias son tan graves... Afortunadamente, no tengo secretos para usted...

Di entonces con exagerada prosopopeya mis últimas instrucciones a comisarios y oficiales, y me pareció conveniente -más por don Higinio que por otra cosa- extremar las disposiciones guerreras ofensivas y defensivas: dispuse el acuartelamiento de los vigilantes con las armas en la mano, la instalación de cantones en los puntos estratégicos para defender la Casa de Gobierno, la Municipalidad, la policía, el Banco, los domicilios del Gobernador y los ministros. Con esto, entraban y salían empleados, presurosos, con aire importante, y don Higinio, sorprendido, escuchaba con creciente atención, tanto que su rostro comenzó a animarse y a tomar la astuta y resuelta expresión de antes. El «politiquero», el caudillo despertaba en él. No me había equivocado al esperarlo.

-Pero ¿de qué se trata? -preguntó por fin, sin poderse contener.

-¿Cómo? ¿No sabe?

-Acabo de llegar de un galope de Los Sunchos. He dejado el caballo a la puerta; no he visto a nadie, sino a tu sirviente que me dijo que estabas aquí.

-Pues estamos en momentos muy difíciles. Ha estallado la revolución, terrible, en Buenos Aires, y aquí se iban a sublevar también si no los sorprendemos a tiempo. ¡Por eso me   —116→   ve usted nada menos que jefe de policía, don Higinio!

-Jefe de policía... Revolución ¡Y yo sin saber nada!...

Olvidando por un momento lo que lo llevaba, obedeciendo a sus instintos, quiso saber cuanto ocurría, me pidió datos, aclaraciones, detalles... El primer encuentro, que me hacía temblar, estaba atenuado como por un paragolpes, por la oportunísima revolución, que Dios bendiga. Y aun me era posible atenuarlo más, dificultando para después cualquier choque violento.

-Usted llega como llovido del cielo -le dije en voz baja-. El piquete que hace la guardia en casa del Gobernador está mandado por un oficial que no me inspira confianza. Usted podría ponerse al frente de él. ¡Es necesario!

-Si crees que puedo servir...

-Voy a redactar la orden de que el piquete se ponga a su disposición. Usted es amigo de Camino, y él estará más tranquilo a su lado.

Juzgué que había llegado el momento de hablar del asunto principal, y mientras escribía pedí que nos dejaran solos, indicando reservadamente que alguien volviera al poco rato para interrumpir la entrevista.

Al entregarle el pliego, me atreví a tomar el toro por las astas.

-¿Quiere decir que no ha venido por la revolución?

Se levantó, hosco y turbado, dio algunos pasos, como buscando la manera de empezar, y estalló:

-¡No! ¡No vengo por eso! ¡Vengo por una cosa muy grave y muy triste, por una cosa tremenda, Mauricio!... ¡Nunca lo hubiera creído!

Se interrumpió para dominarse, y con voz lenta y sorda, agregó luego:

-Tenés que casarte... inmediatamente.

-Inmediatamente ¿por qué?

-¡Sí, inmediatamente! Teresa me lo ha confesado todo... No quiero echarte en cara tu conducta, ni decirte lo que pienso de tu decencia. Pero, eso sí, te lo repito: ¡Tenés que casarte inmediatamente!... ¡Éstas son vergüenzas que no admiten los Rivas!

  —117→  

Con acento que busqué conmovido y firme a la par:

-Bien sabe, don Higinio -repliqué-, bien sabe que quiero casarme y que ya lo habría hecho si no fuera por la situación. Quiero a Teresa, y ya que usted está al corriente de lo que pasa, le juro que no la dejaré en mal lugar... ni a ella, ni a usted, que ha sido siempre como mi segundo padre.

Noté en él cierta emoción. Temía, probablemente, encontrarse con la negativa, con el drama, y la falta de resistencia lo hacía vacilar, como después de un golpe vago, y deslizarse hacia la comedia sentimental.

-¿Te casarás inmediatamente?

-En cuanto sea posible.

-¿Me das tu palabra?

-Sí.

-¡Bueno! -y me estrechó la mano, con lágrimas en los ojos-. Entonces mañana mismo nos iremos a Los Sunchos.

-¡Eso no puede ser, don Higinio! ¿En qué piensa? ¡Sería más que una locura, una verdadera traición! En este puesto y en estas circunstancias, soy militar, soy soldado, y no puedo desertar...

-Sí, pero, ¿y el honor de Teresa, y el mío? ¡Te repito que la cosa urge, que el escándalo va a venir, y que yo eso no lo tolero!

Se había puesto rojo, reconquistando su cabeza de león... Yo acababa de tocar disimuladamente la campanilla eléctrica... El comisario de órdenes entró en el despacho. Le hice seña de que esperase, y dirigiéndome a Rivas:

-Vaya tranquilo, viejo -lo dije afectuosamente-. Todo se arreglará a medida de sus deseos; todo. Ahora, a cumplir cada cual con su deber. El Gobernador lo necesita. Defiéndalo, tome todas las medidas que le parezca y téngame al corriente.

Quiso insistir, pero la presencia del comisario lo contuvo. Hizo un ademán de descontento y salió.

Aquella misma noche hice que Camino lo nombrara comandante militar extraordinario de Los Sunchos, con plenos poderes, encomendándole la misión de impedir el paso, por el departamento, de partidas revolucionarias procedentes de   —118→   otras provincias, para lo cual se le dio un piquete de guardia de cárceles, refuerzo necesario de la escasa policía local. Debía prepararse también a movilizar la guardia nacional en cuanto le llegara la orden.

Con esto ganaba tiempo. ¡Tiempo! No me era necesaria otra cosa, porque sabía y sé cuánta es la fuerza de los hechos consumados. En cuanto pasara el momento fisiológico que temíamos, en cuanto se impusiera lo irremediable, en cuanto se comenzara a pensar «peor es meneallo», yo me encontraría fuera o casi fuera del atolladero. Con un poco de habilidad y un poco de suerte, aquel cuasi drama sería sólo historia antigua.

Días después supe que don Higinio había enviado a Teresa a la chacra de unas parientas pobres en quienes tenía plena confianza y que vivían muy lejos de Los Sunchos, entre el pueblo y la ciudad. Comenzaba la complicidad, provocada por el mismo «honor». Un esfuerzo más y me vería libre para siempre. El esfuerzo necesario era toda una hazaña, pero lo realicé. Fui a ver a Teresa. Entre halagos y ternuras, le pinté mi situación, mi porvenir, el grande ascenso obtenido y los que se me ofrecían aún. Pero era preciso no ponerme piedras en el camino, era preciso no comprometerme con un escándalo, era preciso llegar hasta el sacrificio para ser felices después, como recompensa.

-¿Qué sacrificio? -me preguntó con su candor pronto ya a todas las abnegaciones.

Se imponía retardar nuestro casamiento hasta que yo hubiese consolidado mi posición. Y tuve la crueldad -de que ahora me arrepiento por sus consecuencias- de decirla que ella no estaba preparada ni por su educación, ni por su saber, ni por su modo de vestir, para ser la digna esposa de todo un personaje. Tenía que modificarse, que estudiar, que ponerse a mi altura, y entonces...

-¿Pero qué pretexto darle a Tatita?

-Dile que no tienes confianza en mí, que soy demasiado calavera, que te haría desgraciada, que te mataría a disgustos y ¡que no quieres, en fin!

La dejé llorando como una Magdalena, sin haber querido   —119→   decirme si accedía o no a mis pretensiones. Pero me fui tranquilo. ¡Conozco tanto el corazón humano!

La revolución acabó pacíficamente en mi provincia, no sin sangre y padecimientos en Buenos Aires, sitiada y al fin vencida -esta vez para siempre-, por las fuerzas de la nación.

Al propio tiempo, nacía el nieto de don Higinio, sin que lo supiera en un principio demasiada gente, así como después lo supo todo el mundo. El viejo no volvió a verme, a causa, sin duda, de la actitud de Teresa, y, avergonzado, meses más tarde se fue a Buenos Aires con ella y el niño. Al marcharse, la pobre me escribió recordándome mis «sagradas promesas, más sagradas ahora que tenemos un hijo», y prometiéndome esforzarse por ser toda una señora que me hiciera honor en cualquier parte... ¡Oh esperanza! ¡Oh candor! ¡Oh ilusiones!

Yo, entretanto, me limitaba a observar la realidad, a utilizarla, con la vía libre al fin.





  —121→  

ArribaAbajoSegunda parte


ArribaAbajo- I -

Pasó tiempo, no sé cuánto, aunque a mí me pareciera bien largo en aquella edad privilegiada en que no se toman en cuenta las horas, ni los días, pero en que los años parecen tener el privilegio de no acabarse jamás. Y aunque, terminado el período de Camino, tuviéramos entonces otro Gobernador -don Lucas Benavides-, éste se mostraba mi amigo y yo seguía desempeñando mis puestos, no diré con brillo, pero sí con cierta discreción que hizo acallar muchas de las malevolencias suscitadas en un principio por mi inesperado encumbramiento. Se me agradecía, sin decirlo, la cortesía y la blandura que había demostrado para con los presos políticos, en la hora tragi-cómica de la revolución, contra todas las tradiciones y los precedentes provincianos. Aunque lo comprendiera muy bien, quien me confirmó en este pensamiento fue Vázquez, al volver con su título de doctor, recién conquistado en la Facultad de la provincia vecina. Alabó mi conducta, demostrándome que yo había dado un paso hacia las mejores costumbres políticas y sociales que los buenos ciudadanos soñaban para nuestro país.

-¡Bah! ¡No seas exagerado! -repliqué-. He hecho lo que cualquiera.

-No. Has hecho más que otros: has dado un buen ejemplo.

Contribuía, sin duda, a su juicio benévolo, que a mí en realidad me importaba bien poco, el estado beatífico en que se hallaba, con un título respetable para la mayoría, recursos suficientes que su padre le proporcionaba, y una novia bonita y de alta posición social: María Blanco. Pero al decir novia no me sirvo de la palabra exacta, porque María Blanco   —122→   la patricia por antonomasia, no hacía, en realidad, más que «distinguirlo», dejando suponer estas distinciones que llegaría probablemente a ser su novia. No estaban «comprometidos» en forma alguna, según él mismo me lo confesó en un momento de expansión. Con todo, la posición social, sentimental y pecuniaria de Pedro era brillante.

Yo, en cambio, atravesaba un momento algo difícil: había jugado mucho en todo aquel tiempo, pues aparte de las intrigas amorosas, según creo haberlo dicho ya, no se me ofrecía otra diversión en aquella ciudad amodorrada y taciturna. Y así como había jugado había perdido, casi hasta agotar mi crédito. Tampoco me era posible, por el momento, echar mano de mi fortuna, grande o pequeña, porque estaba indivisa con Mamita, y liquidarla entonces hubiera sido una locura que nos dejara en la calle.

Para remachar el clavo, en una larga partida con varios personajes venidos de Buenos Aires perdí cierta noche unos diez mil pesos (no eran en realidad, sino su equivalente, no adoptando aún el actual sistema monetario), y para pagar me vi en las más graves dificultades. Ya desesperaba de conseguir un préstamo tan crecido, cuando me acordé de Vázquez, y acudí a él, como último recurso, pensando que sería de buena política ocultarle la verdadera causa de mis apuros.

-Quiero instalarme bien -le dije-, poner una casa decorosamente amueblada, y me acosan al propio tiempo algunas deudas apremiantes. Tú sabes que tengo con qué responder y que no estoy en el caso de trampear a nadie; pero te agradeceré como un señaladísimo servicio que me prestes veinte mil pesos, lo más pronto posible. ¿Los tienes? Porque no dudo que, a tenerlos, me los prestarás inmediatamente...

-Haces bien en no dudar; pero, por el momento, no los tengo -me contestó-. Habría que esperar...

-¡Es que el caso es urgente, muy urgente!

-Entonces, no se trata sólo de instalarte.

-Ya te dije que tenía algunas deudas de honor.

-¡Vaya! ¡Sé franco! ¿Has jugado y has perdido?

No vacilé, entonces, en decirle la verdad.

-Es cierto -exclamé-.Por eso hablaba de una deuda de honor. Tienes buen olfato. ¿Podrás, aunque sea haciendo   —123→   un sacrificio, procurarme esos pesos dentro de las veinticuatro horas? ¿De las doce, mejor dicho, porque ya llevo otras doce perdidas?

-Sí. Acompáñame y los tendrás.

Fue a ver a uno de sus parientes, que no vaciló en prestarle la suma, sobre sólidas garantías probablemente, porque los viejos de mi provincia no soltaban el dinero así como así aunque se tratara de su padre. Abreviando: aquella misma tarde pude pagar a mis ganadores, quedándome con una cantidad importante, que me permitiría comenzar a poner casa, como era, en realidad, mi deseo y, buscando el desquite, hacer una que otra partidita. Vázquez no quiso aceptar pagarés, ni siquiera un recibo.

Yo había vivido hasta entonces en el hotel, bastante bien instalado, pero esto me traía más de una seria dificultad, pues no me hallaba «en mi casa», y todos mis actos se veían continua y necesariamente fiscalizados, no sólo por la servidumbre, más o menos fiel y discreta, al fin y al cabo, sino también por los extraños que iban a hospedarse allí. Aunque mi departamento estuviera relativamente aislado, sin otros aposentos vecinos, al fondo de uno de los grandes patios de la vetusta casa de familia, transformada en hotel de la noche a la mañana, era imposible impedir que los huéspedes pasaran a menudo por mis dominios, y, más que todo, que vieran quién entraba y quién salía de mis habitaciones. Tomé, pues, una casita en una calle poco frecuentada pero muy céntrica, y la amueblé, aunque modestamente, con las mayores comodidades que entonces podían conseguirse en provincia. Hice también arreglar un pequeño jardín que, con sus cuatro higueras, sus seis perales y su grupo de «albarillos», extendiéndose detrás de las habitaciones, iba a dar a otra calle, más solitaria aún que la primera. Tenía así casa y garçoniere al propio tiempo, y como jefe dirigente de todo aquello puse a mi antiguo compinche Marto Contreras, el hijo de mi amigo el mayoral de la diligencia de Los Sunchos, que -aspirando a la dignidad de «vigilante», como a un bastón de mariscal- me había pedido muchas veces que lo llevara a la ciudad, y hombre en quien podía confiar tan ciegamente como Camino en su asistente Cruz.

  —124→  

Hecho esto, sintiendo de nuevo la escasez de fondos, resolví pensar seriamente en mis asuntos de interés y darme cuenta exacta del estado de nuestra fortuna.

Don Higinio había preparado muy hábilmente el negocio de la chacra, obligado punto de partida de nuestro posible enriquecimiento, pero en los últimos tiempos lo dejó completamente de mano, como es natural, aunque -debo decirlo en honor suyo- sin destruir la obra con vindicativo espíritu, quizá por ingénita caballerosidad, quizá porque abrigara aún la esperanza de verme yerno suyo, quizá también porque yo era demasiado fuerte para hacerme la guerra con armas pequeñas y miserables. Había que herirme de muerte o no tocarme, sin término medio. Entretanto, como nadie se ocuparía del negocio si no me ocupaba yo, resolví ir a Los Sunchos, a darle la última mano, aprovechando la noticia de que la oposición, lanzada años atrás en ese camino por la habilidad de Rivas, reclamaba a gritos la apertura de las calles que mi chacra interceptaba, sin darse cuenta de que así hacía precisamente el juego de uno de sus enemigos. En mi carrera política, muchas veces he tenido oportunidad de ver producirse este fenómeno, más común de lo que se creerá. No hay mejor colaborador que el adversario, cuando uno sabe servirse de él.

Un día, pues, salí para Los Sunchos, con toda la pompa que exigía mi alta posición de diputado y jefe político, aunque con la aparente modestia que cuadra a un demócrata criollo. Fui a caballo, vestido de bombacha, poncho, chambergo y botas, pero llevando conmigo una pequeña escolta, como que iba «en misión oficial» a realizar una visita de inspección a las policías de los departamentos, y especialmente del mío. Era bueno no dejar que aquellos «tigres» supieran exactamente mis propósitos, porque eran capaces de «coimear» a la misma madre, y aunque yo estuviese resuelto a darles algo, no llegaba mi desprendimiento hasta dejarles «mañas libres», como suele decirse alrededor del tapete verde.

Noticiosas de mi llegada, las autoridades locales me aguardaban con una gran recepción. Algunos funcionarios salieron a caballo hasta las afueras del pueblo, como se hacía con los   —125→   antiguos señores, y me acompañaron hasta la Municipalidad, donde se había preparado un «refresco» y estaban reunidos numerosos vecinos, con la infaltable banda de música.

Allí hubo abrazos, apretones de manos, aclamaciones, brindis, marchas triunfales, Himno Nacional y un largo discurso encomendado de antemano a mi amigo, el galleguito de la Espada, quien me llamó «orgullo de Los Sunchos, hijo predilecto de la provincia y ahijado de la fortuna y de la gloria», provocando los aplausos entusiastas del partido oficial reunido para honrarme. Traté de escapar a estos agasajos, demasiado rústicos ya para mi incipiente refinamiento de funcionario de ciudad, pero no lo conseguí antes de sostener este corto diálogo con el director de La Época.

-¡Eres un ingrato!

-¿Por qué? -Inquirí, sorprendido.

-Yo esperaba que me llevarías a la ciudad. ¡Esto no es vida! ¡Aquí me estoy malgastando!

-Pero ¿qué harías allí?

-¡Toma! Dirigir o siquiera redactar algún diario. ¡Ya sabes que tengo dedos para organista! Allí te puedo ser muy útil, y aquí no te sirvo a ti, ni me sirvo a mí, ni sirvo a nadie. ¡Ea! ¡Un buen movimiento, y buscándome algo por allá!

-¡Pero hijo! ¡No me puedo llevar al pueblo entero, y ya sabes a cuántos he tenido que colocar... sin tener dónde! ¡Los Sunchos en masa se me cae encima!...

-¡Razón de más! Nadie te ha servido como yo. ¡Y eso es ingratitud, Mauricio!

Me lo decía con tal mezcla de seriedad y de jarana, que no pude menos que reírme y prometerle trabajar para que se fuera a la ciudad en buenas condiciones. Y escapé con el pretexto de abrazar a Mamita, que estaría aguardándome ansiosa.

Lo estaba efectivamente, y se arrojó en mis brazos llorando y riendo a la vez, sin atinar a decir otra cosa que «¡Mi hijito! ¡Mi hijito!» como si yo acabara de resucitar. Mucho más me costó conseguir que calmara sus transportes y se sentara en aquel comedor desmantelado y pobre, tan lleno de recuerdos como vacío de muebles. Entonces pude   —126→   verla. En la soledad había envejecido con una rapidez increíble. Diríase que era más baja, mucho más delgada, con la columna vertebral como un arco, y así, tan menuda, tan llena de arrugas, con sus bandós blanco-ceniciento, mi pobre vieja estaba «hecha un pasita». Sonreía, sin embargo, entre las lágrimas que seguían corriéndole por las mejillas descarnadas.

-¿Te quedarás ahora? -Me preguntó.

-Sí. Unos cuantos días...

-¡Otra vez separarnos!

-Es preciso, Mamita, si usted no quiere venirse conmigo a la ciudad... Yo no tengo nada que hacer en Los Sunchos...

-¿Nada? -y había como un reproche en su voz, al decirlo-. ¡Es cierto!... Los muchachos de hoy... Pero yo sí tengo que hacer... Yo no me puedo ir a la ciudad... Esperaré... Pero «vení» más a menudo... Yo no puedo ir...

Después supe la razón de esta insistencia en quedarse: rendía a la memoria de Tatita un culto exagerado, casi enfermizo, llevada por sus antiguas tendencias místicas, visitando todos los días el sepulcro que había convertido en un jardín, y que llenaba, sin embargo, de flores cortadas. No me hizo confidencia alguna, con la reserva característica de algunas antiguas damas criollas, pero creo que desde que murió Tatita lo consideraba más suyo, más exclusivamente suyo, y renovaba con su sombra la breve luna de miel. Si no, ¿cómo explicar la especial tibieza para conmigo, fenómeno extraordinario que le permitía vivir voluntariamente separada de mí? ¿Por amor a Los Sunchos? ¿Por temor a otro abandono, análogo al de su marido viviente? ¿Por amor póstumo que sentía correspondido desde la tumba?...

Cumplidos estos deberes y llenadas otras formalidades, me ocupé de estudiar en sus detalles la situación de Los Sunchos. Habíanse producido algunos cambios, profundos a primera vista; don Sócrates Casajuana no era ya intendente municipal ni don Temístocles Guerra presidente de la Municipalidad. Pero ¡no haya miedo! El trastorno no había sido tan radical, porque don Temístocles ejercía la intendencia   —127→   y don Sócrates la presidencia, gracias a una serie de hábiles permutas iniciada años atrás. No siendo reelegible el intendente, habían hallado este medio de monopolizar el poder en bien de los sunchalenses, sin tener ya siquiera la amable fiscalización de don Higinio. Y jugaban a las «dos esquinas». Hallábame, pues, en terreno amigo, y podía tentar la realización del negocio.

-¡La cosa puede hacerse, pero esa maldita oposición! -exclamó Casajuana, cuando los llamé a conferenciar.

-¡Ahora no lo dejan a uno dar ni siquiera un paso, esos indinos! -exclamó Guerra.

-¡Vaya, don Temístocles! ¡Vaya, don Sócrates! -dije, riendo irónicamente-. ¡Si la oposición pide a gritos la apertura de las calles! ¿O es que me quieren tomar de ahijado?

Casajuana, el más ladino, se apresuró a contestar, teniendo ya, sin duda, preparada la objeción... y un rosario de objeciones más, si no veía claro su provecho:

-¡Ah! Pero los opositores alegan que el terreno de las calles es de propiedad municipal y que debe volver gratuitamente al municipio.

-¿Cómo así? ¡Qué disparate! -protesté.

-No dejan de tener en qué fundarse. En el plano primitivo del pueblo, que existe en los archivos, las calles aparecen abiertas en toda su extensión.

-Ni aunque así fuera -objeté-. Siempre faltaría saber si el derecho de propiedad no es anterior a ese plano.

-La escritura es posterior -dijo don Sócrates-. Yo mismo he comprobado las fechas. Y lo que «embarra» más las cosas es que se trata de terrenos vendidos por la misma Municipalidad.

-¿Con obligación de abrir las calles?

-Eso cae de su peso. Además, ahí está el plano.

-Habría que ver la escritura, que seguramente no habla de las calles... Y en último caso, no sé a qué viene ese plano en los archivos... Allí no hace falta.

Y buscando los eufemismos más hábiles, las «agachadas» criollas, toda la dialéctica de que era capaz, les insinué que les daría una amplia participación en el negocio si eran bastante «gauchos» para allanar esas dificultades y otras que   —128→   pudieran presentarse. Como riéndose de mis melindres, y antes de que me hubiera atrevido a hablarles claro, comenzaron a debatir la cuestión a cartas vistas, con tanta libertad como si se tratara de la más lícita de las compraventas. En suma que me sacaron un buen pedazo de terreno, y unos cuantos «lotecitos» para Miró, tesorero municipal, Antonio Casajuana, hermano del presidente de la Municipalidad, mi antiguo jefe, y varios miembros del Concejo, cuyos votos había que reconquistar. Accedí a todo, que no era mucho, en la relatividad de las cosas, si se tiene en cuenta que yo les daba terrenos casi sin valor, que ellos me retribuían con dinero, ajeno si se quiere, pero contante y sonante. En efecto, la Municipalidad iba a pagarme a elevado precio la superficie de las calles que duplicarían, precisamente, el valor de mis solares.

Tuve que vencer otra resistencia más grande: la de Mamita, que no quería por nada ni que se dividiera la propiedad, ni mucho menos que se sacara a la venta una parte de ella, como era mi proyecto. Quería conservar la chacra tal y como era en vida de su marido, y toda modificación le parecía un crimen.

-¡Pero si todo es tuyo! -exclamaba-. Espérate a que me muera, y lo tendrás, como lo tienes desde ahora, pero no para fraccionarlo ni tirarlo a la calle. ¡Fernando no hubiera vendido ni dividido jamás la chacra!...

-¡Si le convenía, sí, Mamita; no lo dude!

Sólo después de discusiones interminables conseguí que consintiera en pedir la división judicial de condominio. De otra manera, siempre me hubiera sido imposible realizar el negocio tan hábilmente planteado. El sentimiento es mal consejero en países así, como el nuestro, donde los grandes patrimonios no pueden pasar íntegros de generación en generación como en Inglaterra y algunas partes de Alemania. Ni tampoco hay para qué, porque los medios de hacer fortuna suelen ser muy otros.

En fin, terminada mi campaña, me marché de Los Sunchos, no sin tener que soportar antes media docena de banquetes y tertulias con que mis convecinos me agasajaron, convencidos ya de que yo les hacía efectivamente honor, y   —129→   olvidados de mis antiguas hazañas de pillete imitador de mosqueteros, contrabandistas y bandidos. Pero, como había salido de la ciudad en viaje de inspección a las policías de los departamentos, no podía dejar de visitar, siquiera por fórmula, la Comisaría de Los Sunchos, que seguía rigiendo mi viejo amigo don Sandalio Suárez, el más asiduo de los concurrentes a todas las manifestaciones de simpatía que se me habían hecho.

A la primera ojeada comprendí que don Sandalio se «comía» veinte vigilantes, es decir, que sólo tenía la mitad del personal señalado en el presupuesto, y que el sueldo de la otra mitad servía para aumentar decorosamente sus modestos emolumentos. Y cuando pasé revista me divertí mucho viendo la cara que ponía al escuchar estas observaciones:

-¡Pero don Sandalio! Ésta es demasiado poca gente para un departamento tan grande como Los Sunchos. Habrá que aumentar el personal. ¿Cuántos hombres tiene?

-Oh, no es necesario aumentarlos -contestó apresuradamente, rehuyendo la cifra acusadora-. Éstos son bastantes.

-Pero ¿usted me «garante» la situación de Los Sunchos con estos cuatro gatos, don Sandalio? -insistí-. ¡Mire que esta es una de las policías más pobres!...

-¿Que si lo garanto? ¡Ya lo creo! Dejá no más. Te podés ir tranquilo. Aquí no se ha de mover una mosca. ¡No faltaba más! Antes que eso resucitaría el «contingente»...

-¡Qué don Sandalio éste! ¡No se me asuste! ¡Si todavía hay otros más comilones! -dije, por fin, para tranquilizarlo sin pasar por sonso.

Me miró como a un Dios, y desde aquel punto creí en su fidelidad... mientras continuara de jefe de policía.




ArribaAbajo- II -

El asunto marchó viento en popa. El plano primitivo del pueblo desapareció de los archivos de la Municipalidad. La indemnización se votó, generosa y contante. Pocos meses después las nuevas calles estaban abiertas al tráfico público, con gran contentamiento de la población y mientras   —130→   los opositores, caídos por fin de su burro, gritaban que aquello era una indignidad, un negocio leonino, de la Espada halló manera de dar en La Época un bombo colosal a la progresista Municipalidad, y de alabar el patriótico desinterés de Mauricio Gómez Herrera, hijo preclaro de Los Sunchos, por cuyo engrandecimiento me sacrificaba, y eminente jefe de policía de la provincia. Pero no todas eran rosas. El negocio, magníficamente pensado, era a larga data, y por aquel entonces sólo en parte resultaba realizable el plan de vender toda aquella tierra dividida en lotes, y obtener por ella un alto precio, aunque estuviese en el mismo «riñón» de Los Sunchos. No había llegado todavía la hora de las locas especulaciones, y era necesario esperar. Con todo, confiando en el porvenir, y a imitación de algunos atrevidos hombres de negocios, saqué dinero del Banco y edifiqué algunas casas en los puntos más cercanos a la plaza pública, cercando de adobes o con cina-cina lo demás, a la espera de la época más propicia. Como me quedara algún dinero disponible, poco a decir verdad, quise amortizar mi deuda con Vázquez, y fui a verle, llevándole un cheque de cinco mil pesos.

-¡No seas tonto! -me dijo-. Yo, por ahora, no necesito esa platita. Ya le pagué a mi pariente, y no me hace falta para nada. Cuando la necesite, te la pediré, y me la pagarás toda junta. Ahora, mientras no arregles tus negocios, a ti te hace más falta que a mí. Lo único que te pido es que si me ves en un apuro y puedes hacerlo, no dejes de devolverme esos cuatro reales, con tanto gusto como yo te los he prestado.

-¡Oh, de eso podés estar seguro! -exclamé-. ¡Aunque tuviera que quitarme el pan de la boca!

Resueltas las cosas en forma tan halagüeña, no pensé sino en concederme unas vacaciones, tanto más cuanto que el país estaba tranquilo, tascando un freno que a las veces le parecía duro, pero sin poder sacudirlo, ni siquiera «corcovear», como hubiera dicho don Higinio.

Y fui a divertirme en Buenos Aires, a donde afluía entonces, más que nunca, todo lo que las provincias tienen de   —131→   brillante, como nombre, como fortuna o como posición política.

Como la primera vez, después de «despuntar el vicio», concurriendo a teatros y otras diversiones menos inocentes, visité a mis amigos y parentela, y por último fui a reanudar mis útiles relaciones oficiales, y a anudar otras nuevas, sobre todo la del Presidente de la República. Tratábase esta vez de un hombre joven aún, muy criollo y socarrón epigramático, que guiñaba siempre imperceptiblemente un ojo, y que, gran conocedor del corazón humano y sus flaquezas, no dejaba ver nunca, en la intimidad, si hablaba en serio o si estaba «gozando» a su interlocutor. Nadie le hubiera reconocido diez o veinte años más tarde, pero entonces era, no sé si instintiva o rebuscadamente, el tipo del gaucho refinado hasta el extremo de ocultar casi completamente su procedencia, que apenas se revelaba -pero se revelaba al fin-, entre otras cosas, en su afán de contar y escuchar anécdotas, así como sus antepasados se complacían en las interminables «payadas» y en los cuentos del fogón. Ahora que lo pienso mejor, creo que lo hacía de propósito, para demostrar más a los porteños su carácter genuino de «hijo del país», y hasta sentiría ganas de agradecérselo. Me sorprendió que me conociera de nombre -sin caer en la cuenta de que todos estos personajes tienen quienes los informen momentos antes de recibir una nueva pero anunciada visita-, de que supiera lo poco que había hecho yo hasta entonces, y de que me hablara de Tatita como de un viejo amigo con quien había hecho no sé qué campaña, creo que la del Paraguay, cuando él era simple teniente. Su acogida me llenó de satisfacción: no me había recibido como a un cualquiera, sino demostrándome un grande aprecio y una gran confianza en mi porvenir, casi prometiéndome toda suerte de distinciones. Creí tener el mundo en la mano, pero no tardaron en decirme que el Presidente era igual con todo el mundo y que lo mismo hubiera tratado a su peor enemigo. No lo quise creer. ¿Cómo, entonces, tenía tantos amigos y tan decididos partidarios, en un país que, si ha heredado mucha parte de la hidalguía española, ha heredado o ha aprendido también, de los indios, la sagrada   —132→   fórmula de «dando, hermano, dando», traducción bárbara del latino do ut des?

-¡En fin, señor Presidente! -pensé-. Lo que sea sonará. Y no he de bailar al son que me toquen, lo que no significa que me niegue a seguir detrás de la banda y a marcar el paso como cualquier hijo de vecino. Lo primero que yo respeto es la autoridad. ¡Y más ahora, que soy, también autoridad!...

Al terminar la entrevista, que fue agradable y sin ceremonia, le pedí que no me olvidara y me tuviera siempre por un resuelto servidor y amigo.

-Venga a visitarme a menudo, Gómez Herrera -me contestó-. Yo tengo siempre gusto de conversar con muchachos como usted y en oír sus opiniones.

Reiteré, en efecto, la visita, pero viendo que sólo muy a la larga podía sacar provecho de ellas, y a pesar de su evidente interés -las reuniones no podían ser más amenas-, resolví regresar, dejando, sin embargo, detrás de mí la convicción de que era un elemento con el que se podía contar en cualquier emergencia.

-¡Vaya sin cuidado! Yo lo conozco bien -fueron las últimas palabras del Presidente, que no volvió a recordarme, sin duda porque me conocía más que yo mismo y sabía que no tenía nada que temer ni nada que esperar de mí.

¡Hacer que teman, hacer que esperen! -sésamo del éxito en política. Pero, ya lo he dicho, nadie nace sabiendo...

Con todo, este viaje, mi aparente intimidad con el Presidente -yo había cuidado de dar publicidad a mis visitas-, y las evidentes vinculaciones con entidades sociales y políticas de Buenos Aires, contribuyeron no poco a aumentar mi prestigio, y, por ende, a fijar sobre mí las miradas de la siempre envidiosa y díscola oposición. De vuelta en mi capital, de nuevo al frente de la policía, y dando los últimos toques al negocio de la chacra, reanudé mi vida de holgorio, jugando todas las noches en el club, aprovechando las oportunidades amorosas que se me ofrecían, no tanto en las altas esferas cuanto en los bajos fondos, más accesibles y mucho   —133→   menos comprometedores, y mis rumbosidades y mis maneras de gran señor molestaron a mucha gente. Así como me había hecho una corte de aduladores a todo trance, así también me hice de una falange de enemigos irreconciliables, hasta en las filas de mi propio partido y entre los mismos que me «bailaban el agua delante», como vulgarmente se dice. Éstos resultan los peores, porque son los que están más al corriente de nuestra vida y milagros, conocen la falla de nuestra armadura y suelen atacarnos en la sombra con plena impunidad. Si no fuera por alguno de mis correligionarios envidiosos, nadie hubiera recordado, quizá, que yo conservaba aún mi banca en la Legislatura, y que éste era un hecho susceptible de ser probado, más que cualquier otra de las acusaciones de mala administración, de pésimas costumbres y lo demás que nunca falta en la foja de servicios de un alto funcionario, sea porque es realmente culpable, sea porque es «necesariamente» culpable para sus enemigos o sus competidores. En suma, yo era un hombre muy discutido; pero eso ¿qué quiere decir, y qué querría significar ahora, si yo no hiciera aquí mis «Confesiones»? A no tener defectos, me los hubieran inventado, y cualquier costumbre, hasta una virtud -por ejemplo, la discreción-, me la hubieran convertido en vicio, llamándola disimulo o hipocresía. Parece que entre los hombres sólo hubiera un propósito: matar o disminuir a los vivientes, que incomodan o pueden incomodar, y divinizar y eternizar a los muertos, incapaces ya de molestar a nadie. A los que parecen a punto de triunfar se les oponen, por añadidura, los que comienzan; y éstos, a su vez, ya cerca del triunfo, se ven sustituidos por los que fueron y no serán ya, y por los que, como ellos, serían posiblemente... si la serie no estuviera constituida en forma de cadena sin fin... En mi caso, se sacó a luz mi «olvido» de renunciar a la diputación, y el hecho inconcebible de que siguiera recibiendo la dieta, mientras cobraba también mi sueldo de jefe de policía y «otras gangas». No tardé en darme cuenta del fondo de la intriga. Algunos correligionarios, asustados de mi creciente influencia, de mi elevación inusitada, habían buscado un competidor para ponerme delante, pero un competidor a su juicio más fácil de dominar   —134→   que yo, y si acaso alcanzaba el triunfo -error inevitable, alucinación en que caen los imbéciles que resultan derrotados o sujetos a una fuerza mayor-, y habían dado con el flamante doctor, honra de su provincia, con mi amigo Pedro Vázquez. Así, los enemigos por dar un mal rato al gobierno, y los amigos por darme un mal rato a mí, recordaron en un momento dado que había una representación virtualmente vacante.

Mis competidores veían en Pedrito al universitario teórico, que derramaría su elocuencia sin pedir nada en cambio y que se dejaría llevar en la práctica por las narices; considerábanle, pues, mucho más conveniente que yo, que «no daba puntada sin nudo», y que utilizaba mis puestos sacándoles bien «la chicha». El gobernador Benavides, traído y llevado por los politiqueros, no tardó en convenir en que era necesario quitarme la diputación y dársela a Vázquez, pero, aunque decidido a hacerlo, buscaba la manera de no irritarme demasiado, de sacarme la muela sin dolor... del sacamuelas... Tan evidente me pareció de pronto la intriga, que quise precipitarla, haciéndola volverse en favor mío, hasta donde fuera posible. Y apenas lo pensé, cuando lo puse en planta.

Aleccionado por mis viajes a la capital, y por la frecuentación de los grandes «restoranes», preocupábame en la ciudad de refinar mis comidas, así como refinaba el vestido y las maneras. No sólo tenía en casa un cocinero que sabía preparar algunos platos a la francesa, sino que en el hotel, en el club, en la fonda, exigía siempre cosas finamente hechas y bien condimentadas. Si ahora puedo reírme de mis primeros candorosos menús, o, mejor dicho, minutas, entonces había muy pocos en provincia que supieran comer como yo y que dieran a los vinos su colocación adecuada en una comida o un almuerzo. Vázquez, cuyas tendencias fueron siempre aristocráticas, aunque él no lo quiera confesar, y que ama la vida confortable, advirtió desde su vuelta a la ciudad este refinamiento mío y se propuso aprovecharlo, comiendo conmigo cuantas veces pudiera, aunque sin idea de gula: simplemente como un aprendiz de sibarita. A la mesa, siempre lo mejor servida que era posible, y con   —135→   los vinos más auténticos que se ponían al alcance de la mano, solíamos tener en menos ¡cuán equivocadamente!, la sabrosa cocina provinciana y los caldos generosos que, como el Cafayate, son merecedores de toda una vindicación. Pero también hablábamos de otras cosas, sobre todo de María Blanco.

-¿No se te ha ocurrido nunca ser diputado? -le pregunté una tarde, mientras comíamos en el club, solitario.

-¡Hombre! Creo haberte dicho una vez lo que pensaba al respecto... y que lo tomaste bastante a mal.

-Sí, pero me parece que ahora habrás cambiado un poco de opinión... Sobre todo tú, que eres doctor, que has estudiado, verás figurando en las Cámaras a muchos que valen menos que tú; menos de lo que yo valía cuando me hicieron diputado.

-Es verdad... Los hechos están ahí... No es posible negarlos...

-En ese caso, ¿aceptarías una diputación?

-¡Vaya una pregunta! Eso se piensa cuando viene el ofrecimiento.

-Y es el caso.

-¿Cómo?

-Sí. Yo te ofrezco la diputación. ¡Yo-te-la ofrezco! -repetí, recalcando cada sílaba.

-¡Déjate de bromas!

-No son tales.

Le conté entonces cómo estaba, en cierto modo, vacante la diputación de Los Sunchos, y cómo podía él resultar diputado sin tener que competir con un tercero, amigo o enemigo de la situación. No me quería creer. Y en cuanto me quiso creer, asomaron los escrúpulos.

-En ese caso no me elegirían. ¡Me nombraría el gobierno!...

-Resultarías elegido como todos los demás, y con esta enorme ventaja: que no tendrías compromisos, porque, al fin y al cabo, tu Gran Elector sería yo. ¡Vaya! Autorízame a obrar, y yo te aseguro que antes de tres meses estás en la Legislatura haciendo maravillas.

Fingió creer que era broma, y esto le permitió darme   —136→   plenos poderes. Después, enterneciéndose un tanto, me hizo esta declaración:

-Si esos sueños se realizaran sería una suerte para mí. No por la política. No. Pero mi novia tiene unas ideas... ¡A veces la creo demasiado ambiciosa!

-¿Tu novia? ¿Es tu novia, por fin?

-No; pero lo será. Todo pinta muy bien.

-De modo que todavía se puede tantear... sin hacerte mal tercio -dije, en broma.

Aquella noche, puesto en vena por mi inesperada proposición, y quizá también por un vinillo muy capitoso que acababa de importar el gerente del club, habló con más locuacidad que nunca y se permitió hacer un examen de mi modesta individualidad. Antes de renovar en lo posible sus palabras, trataré de decir lo que él me parecía y la impresión que me produce todavía ahora. Algo taciturno e inclinado a la melancolía, buscaba seguramente en mí un contraste que lo animara; se divertía mucho con cualquiera de mis ocurrencias, hasta las más tontas, a causa, sin duda, de ese mismo contraste, sin dejar por eso de discutir lo que él llamaba mis «doctrinas» o mis «paradojas». Desde antes de salir de Los Sunchos escribía versos -malos, a decir verdad-, pero no renunció a ellos, antes de doctorarse, por su indigencia presuntuosa, sino -aseguraba él- porque «el verso le obligaba a abandonar una parte de su pensamiento y a veces a escribir algo que no había pensado». Esto me hacía recordar la famosa frase del negro bozal: «¡Corazón ladino, lengua no ayuda!» Pero agregaba con sentido común que, para escribir versos medianos, más vale escribir cartas a la familia». Cuando yo le motejaba de teorizador, él sostenía que «estudiaba en los hombres y en las cosas, prefiriéndolos a los libros, pero que éstos no deben dejarse de lado, porque son las síntesis de los estudios anteriores y, sobre todo, el más grato de los entretenimientos». Alguna vez se me ocurrió que me había tomado como anima vilis para disecarme con sus estudios psicológicos, pero aunque esto fuera, en realidad, se lo perdonaría con gusto, porque siempre se mostró muy mi amigo. En fin, recuerdo que aquella noche me espetó este singular discurso:

  —137→  

-Todos los caminos están abiertos para ti. Eres miembro -cómplice, dirían otros, los de la oposición ciega, que no ven la marcha paulatina de las cosas-, eres miembro de una oligarquía que prepara la gran república democrática de mañana, así como Napoleón III preparó sin comprenderlo la todavía lejana verdadera República Francesa. Eres audaz, valiente, flexible, despreocupado, amoral. Con esto se puede llegar muy lejos, y lo que es inverosímil, hacer mucho bien al país con el más perfecto egoísmo... Quizá yo debiera ser tu enemigo. Pero, como eres un ejemplar característico de la raza en formación, de la raza de los tiempos que vienen, soy más bien tu amigo, tu admirador, y puedes contar con mi ayuda, como puede contar con ella el partido a que pertenecemos, por muchos errores que cometa, porque es un partido histórico, un partido de transición marcada, y realiza por buenas o por malas el papel que le corresponde... Como los demás partidos... por otra parte, pero no en el mismo escenario... Los otros quieren quedarse demasiado atrás o ir demasiado adelante, mientras que el nuestro evoluciona insensiblemente, harto insensiblemente en ocasiones, para conservarse en el poder. Ya ves que soy tolerante... Esta tolerancia, que puede parecer exagerada, es una tendencia más fuerte que yo, más fuerte que mi voluntad, porque mi instinto me obliga a comprender, y comprender es más que perdonar, es tolerar, es hasta colaborar, según vengan los tantos... Lo mismo que del partido digo de ti... Si no hubiera muchos hombres como tú, nuestro país sería otra cosa -quién sabe cuál-, pero dejaría de ser lo que es y no llegaría a ser lo que será. ¡Perogrullada, dirás! ¡Pero perogrullada que pocos se dan el trabajo de comprender! Con la gente estática no se va a ninguna parte, con la muy dinámica se puede llegar a incurables desórdenes, a la anarquía que engendra la tiranía compensadora. La útil es la acomodaticia que sabe andar y detenerse, la oportunista, en fin, como tú. Tú, yo, nosotros, somos tan necesarios como lo son los demás, los que siguen a sus jefes de la oposición, al que lo ha sido todo en nuestro país y al que no ha sido nada: somos los reguladores; y verás cómo, gracias a nosotros y a ellos, poco a poco van   —138→   convergiendo los caminos y los esfuerzos, aun en los momentos en que más alejados y más antagónicos parezcan. Y es que el hombre quiere someter la naturaleza a una armonía que nadie, sino la caprichosa naturaleza nos ha enseñado, que nadie sino ella puede crear... Verás cómo, entre todos, a la larga, se establece un equilibrio, sin imponerse como único y definitivo, porque es variable, y cambia a cada hora, en un segundo para la historia, en muchos años para nuestra nacionalidad, si tenemos en cuenta que no alcanza al siglo todavía... Dicen que las virtudes de nuestros antepasados, sus luchas para conquistar una patria, se han convertido en vicios en nosotros, en lucha por conquistar un bienestar epicúreo, que esto nos lleva al desastre. ¡Mentira! Cada época tiene sus exigencias y sus héroes. Y si los locos como tú no aspiraran a una vida de lujo y de molicie, éste sería un pueblo de santos patriarcas, es decir, un pueblo estancado en plena vida pastoril. Lo inerte es lo único que no cambia, lo único sometido a la estabilidad que parece imponerse a los pueblos que sueñan ser dichosos, los pueblos que, según el dicho famoso, «no tienen historia». Y un pueblo inerte es un pueblo muerto. ¿Quieres que brindemos, Mauricio, a tu soberbia, a tu insolente vitalidad?




ArribaAbajo- III -

Aquellas antiguas aficiones despertadas en La Época de Los Sunchos, y cultivadas después, mientras hacía mis primeras armas en la ciudad, revivieron vigorosamente desde el punto en que, cumpliendo una promesa hecha en hora de debilidad, conseguí que se encomendase al galleguito la dirección y redacción de Los Tiempos, el diario oficial, siempre necesitado de quien lo llenara de mala tinta a precio vil. De la Espada conservaba aún, para mí, cierto vago, cierto humorístico prestigio, y más que todo por hablarle y renovar en él, en cierta manera, las antiguas «diabluras» sunchalenses, frecuentaba la imprenta, y recomencé a escribir en el periódico, hazaña que no consignaría aquí, pues más lejos debo reincidir en ello, si no estuviera tan íntimamente ligada con lo que vengo contando. Y a propósito, antes terminaré con lo atinente a la diputación de Vázquez.

  —139→  

Poco después de dejarlo, fui a ver al gobernador Benavides, y le propuse de buenas a primeras lo que él estaba deseando imponerme.

-Mi banca en la Legislatura puede darse por vacante; ¿no sería bueno elegir a Vázquez en mi lugar?

-¡Hombre! ¡Mire usted qué casualidad! En eso mismo he pensado estos días; sería una magnífica combinación, en la que usted, al fin y al cabo, no perdería nada, mientras que nosotros ganaríamos, quitándonos de encima un posible enemigo. Vázquez, con sus lirismos, puede ser peligroso, si no nos lo conquistamos.

Y con esto quedó resuelta su elección, pues la forma republicana de gobierno no es tan complicada como algunos aparentan creerlo todavía.

Volviendo a mis artículos de Los Tiempos, agregaré a lo ya dicho que mi colaboración era bastante asidua, pues siempre me ha divertido mucho hacer rabiar a la gente. Además algunos correligionarios habían descubierto en mí un espíritu satírico de primer orden, y hablaban de mi estilo como del más gallardo y desenvuelto que conocieran. Era, para ellos, según me decían, otro Sarmiento, con la particularidad en mi favor de que yo defendía la buena causa, sin sembrar el desorden bajo pretexto alguno, mientras que al autor de Civilización y barbarie solía írsele la mano, arrastrado por su espíritu analítico, capaz de no dejar títere con cabeza, en un instante de acaloramiento.

En lo que entonces escribí puse a los hombres de la oposición como chupa de dómine, no sólo ridiculizándolos, sino sacándoles también, con más o menos disimulo y contemplaciones, todos los trapitos al sol. Mis informes del mundo eran tan completos, que no se me escapaban ni las andanzas políticas ni los traspiés privados de la gente. Así, el hecho graciosísimo de un joven que había tenido que pasarse una noche encaramado en un árbol, para no ser apaleado por un padre feroz, me tentó un día, y lo escribí con alusiones desgraciadamente tan claras, que uno de los interesados en el asunto, don Sofanor Vinuesca, opositor de primera fila y hombre de malas pulgas, se puso en campaña para saber quién era el indiscreto escritor y pedirle cuenta y razón del   —140→   suelto que había hecho reír a toda la ciudad a su costa y a la de otros miembros de su familia. Supo que era yo y me mandó los padrinos a pedirme una retractación en regla o una satisfacción por las armas.

Conflicto. Yo, jefe de policía, no debía batirme, porque el duelo estaba severamente prohibido en aquel centro católico, donde no era sólo una infracción a las leyes, sino también un abominable «pecado mortal». Pero si me negaba, mi actitud menoscabaría la reputación de valiente que tanto bien me había hecho hasta entonces, y a la que no quería renunciar por nada. Encargué, pues, a mis padrinos, Pedro Vázquez y Ulises Cabral, ex redactor de Los Tiempos, que concertaran el encuentro fuera de la provincia -de retractación no quise ni oír hablar-, y me fui a ver al Gobernador para exponerle el caso y tratar de conciliar todo lo que más me importaba: si no quería renunciar a mi fama de valiente, tampoco quería renunciar a mi puesto de jefe de policía.

-Yo creo que debe evitarse a todo trance ese duelo -me dijo Benavides.

-¡Imposible! He ido demasiado lejos, y para evitarlo tendría que hacer un papelón.

-Entonces, no veo otro camino que la renuncia.

-¡Gobernador! -exclamé-. Usted me necesita, usted me necesita más que nadie, dado su carácter bondadoso, porque no tiene otro hombre en quien confiar de veras, aunque tantos parezcan sus amigos. Yo deseo seguir sirviéndole como hasta ahora.

-Yo también lo deseo; pero no encuentro la manera.

Recapacité un momento, y luego dije:

-Hagamos una cosa, ¿quiere?... Yo le presento ahora mismo mi renuncia, y usted la hace publicar, sin resolver sobre ella, antes de que se realice el duelo... Después, si la opinión digna de tenerse en cuenta no se satisface con la simple noticia, y quiere que se acepte la renuncia, siempre hay tiempo de hacerla efectiva. Si el asunto no se toma demasiado a mal, vuelvo a mi puesto y se acabó. ¿No le parece?

Hizo algunas objeciones, pero aceptó por fin el arreglo.   —141→   No arriesgaba nada, y así quizá le fuera posible seguir utilizando mis servicios.

El duelo se realizó fuera del territorio de la provincia (aparentemente; en realidad, nos batimos en una chacra cercana), y sus resultados fueron lo más halagüeños que pudieran darse. Contra lo que yo esperaba, y muy afortunadamente, resulté herido en una pierna.

Allí mismo me reconcilié caballerosamente con mi adversario, retirando cuanto hubiera podido lastimarlo en su persona, pero «en modo alguno mis convicciones de ciudadano».

Era yo, pues, un mártir de nuestro credo partidista, porque desde el primer momento habíamos cuidado de dar a la cuestión un alcance altamente político, y mi reconciliación lo demostraba, en realidad. Además, en el pueblo, entusiasta, como todos los criollos, por los actos de valor, aumentó mi prestigio, y los mismos opositores me respetaron por el culto al coraje que existe en nuestra tierra. Sólo había, pues, que temer a los clericales, pero justamente en aquel tiempo estaban de capa caída, por las malas relaciones del país con el Vaticano, y además cuidé de llamar al padre Pedro Arosa, el franciscano amigo de los Zapata, para confesarme con él y reconciliarme con la Iglesia.

-Aunque no estoy en peligro de muerte, lo he hecho venir, padrecito, porque he cometido un pecado muy grande.

Aquella confesión me valió elogios de la prensa clerical, porque fray Pedro tenía grande influencia en su partido...

Nadie criticó, pues, que el Gobernador no aceptara mi renuncia y me dejara en el puesto que tan brillantemente desempeñaba, como decía de la Espada cada vez que mi nombre le caía bajo las puntas de la pluma.

Mi herida era ligera, y no tardé en estar bueno, acontecimiento que se festejó muchísimo en la ciudad. Hasta una tertulia del Club del Progreso vino a resultar en mi honor. Tratando de igualarse a Buenos Aires, orgullosa entonces del suyo, no había en el país ciudad, pueblo ni aldea que no tuviese o pensase tener su Club del Progreso, siquiera en el nombre, y todos estos clubs eran, casi sin excepción, patrimonio del partido del gobierno, con abstención, generalmente voluntaria, a veces forzoza, de los opositores.

  —142→  

En la tertulia, que era una de tantas, pero de la que fui héroe único, gracias a mi renuevo de gloria, bailé varias veces con María Blanco, la novia de Vázquez. Éste, que a fuerza de padrino primerizo estaba encantado con el duelo, como con la realización de algo novelesco que sólo puede verse en los libros o en el teatro, había contado ponderativamente a la joven mi valerosa y tranquila actitud antes del combate, en el encuentro mismo, cuando caí herido y cuando pedí noblemente excusas a mi adversario. María estaba encantada de bailar y de conversar conmigo, y no trató de ocultármelo.

Yo la conocía mucho de vista aunque nunca hubiera hablado con ella. Salíamos, con Vázquez o con otros camaradas, muchas tardes en victoria descubierta, a correr las calles empedradas, exhibiéndonos a la admiración de las muchachas, que se exhibían a su vez en ventanas, balcones y puertas, haciendo una especie de feria de noviazgos, usual en muchas ciudades de provincia, y famosa en la época romántico-gauchesca de Buenos Aires, cuando los mozos «bien» que se iban a la «estancia» paseaban a caballo días enteros, para ver y hacerse ver. Las negociaciones preliminares entre novios y novias han sido siempre ridículas para quien las mira de afuera, ¡pero cuán interesante para actores y actrices, ya queden en la forma salvaje de la cacería de la mujer, ya lleguen al refinamiento del baile, la tertulia o la visita, en la alta sociedad civilizada! Amor, eterno amor, genio de la colmena, como diría Maeterlinck, ¡instinto invencible que embriaga al adolescente, impulsa al joven y suele enloquecer al viejo!

En estas andanzas conocí de vista a María Blanco, que desde un principio me pareció una muchacha muy interesante y muy honesta, aunque siguiera la costumbre de la exhibición, que nadie tomaba a mal, por otra parte, incorporada como estaba a nuestra vida. Era una joven alta, rubia, muy blanca, de ademán severo, y sus ojos azules tenían pestañas y cejas negras, lo que les daba un brillo particular de agua clara y profunda y los hacía a veces parecer negros también. Su conversación, según observé en la tertulia, era agradable, al propio tiempo mesurada y entusiasta, y daba la impresión   —143→   de un alma ardiente regida por un carácter firme y resuelto. Por lo menos, éstas fueron mis sensaciones de aquella noche, y muchas de ellas han tenido que reproducirse más tarde, con igual o mayor intensidad.

-¿Si será ésta la mujer que me está destinada? -llegue a preguntarme entonces, casi instintivamente.

Me deslumbraba el prestigio de su belleza, de su ingenio, de su amabilidad -su bondad, sin duda- y de su nombre, uno de los más preclaros de la provincia, donde su familia desempeñaba gran papel, pese a cierta escasez de fortuna; y me deslumbraba hasta el punto de hacerme dejar de lado, por un momento, mis tendencias, resueltamente antimatrimoniales. ¡Sí! Con una mujer así, bien podría casarme, porque, aun sin el dinero, su aporte a la sociedad conyugal sería importantísimo. Una alianza con los Blanco podría resultarme altamente provechosa, porque tenían positiva influencia en la provincia y eran de lo que puede llamarse la más elevada aristocracia. Nuestros dos apellidos, vinculándolos a lo más granado de la República entera -ella con el contingente del interior, yo con el de Buenos Aires-, crearían todo un nuevo título a la consideración social y política. Me detuve un poco en estas ideas, viendo que Vázquez perdía terreno aquella noche, más que todo por su culpa, pues ¿quién le mandó entonar mis alabanzas ante una niña de espíritu algo romántico, prendada de lo caballeresco?... Y como el padre de María, don Evaristo, me ofreciera su casa, agradecí calurosamente, prometiendo cultivar tan honrosa relación. La veleidad matrimonial había pasado, sin embargo, como un relámpago; puede que su semilla quedara en algún rincón de mi cerebro. Ya veríamos más tarde... Pero desde entonces visité a los Blanco con asiduidad, en ocasiones hasta dos veces por semana.

Entretanto, Vázquez, lleno de gratitud hacia mí, su padrino, su Gran Elector, llegó a ser diputado por Los Sunchos.

La elección pasó sin tropiezos, porque yo mismo fui a arreglar las cosas, con autorización del gobernador Benavides, dejando así bien demarcada mi acción en este asunto, que Vázquez creyó siempre debido a mi iniciativa. Pero en la Legislatura no le aguardaba el papel que él se había soñado   —144→   gracias a mis sugestiones. Lejos de ser el leader de la Cámara, nadie le hacía caso o poco menos. No estaba la provincia para principismos, doctrinarismos ni teorías sacadas de los librotes. Allí se debía gobernar y legislar «a lo que te criaste», sin meterse en novedades ni en honduras. Sus proyectos pasaban, pues, a comisión, para dormir el sueño de los justos, pese a sus reclamaciones, y en cuanto pronunciaba un discurso algo avanzado, poco faltaba para que lo acusaran de traidor al partido, y, por consiguiente, a la patria, y para que le hicieran una zancadilla que lo echara a rodar fuera de la Legislatura. Hasta le enrostraron su elección, hecha entre gallos y media noche, ellos que también eran representantes del pueblo por arte de encantamiento, diciéndole, no sin razón, que aquello no estaba muy de acuerdo con su principismo. Pero intervine yo, y a ruego mío, el Gobernador, considerando ambos que es más prudente dejar tranquilo al león que duerme, y que Vázquez, en defensa propia, podía causarnos mucho daño, aunque cayera al fin. No hice esto, debo decirlo, por generosidad de alma, sino porque realmente lo creía de buena política. Aunque me convenía que conservara un puesto que yo podía considerar feudo mío y reclamarle en un momento dado -sin temor de que se negase a restituírmelo-, no me preocupaba mucho, sin embargo, de sostener a Vázquez; por el contrario, y desde que conocía a María Blanco, sentí contra él y como por instinto una especie de inquina, que me obligaba a hablar desdeñosamente de sus méritos, de su inteligencia y de su utilidad, diciendo, por ejemplo, que era un buen muchacho, pero un loco, un soñador, un hombre que nunca haría nada práctico ni serio, y que cuando mucho, si su manía se agravaba, se convertiría en agitador lírico, en revolucionario de «ñanga-pichanga».

Cuando llegaban a sus oídos estas mis apreciaciones, o no las creía o no le importaban. Se encogía de hombros y no hacía comentario alguno. Lo que le importaba era cierta visible distinción, casi predilección, que María Blanco me demostraba cuando la visitábamos juntos, pero era demasiado orgulloso para dejar ver a las claras su despecho. Cuando nos encontrábamos solos, por casualidad, pues yo no lo buscaba   —145→   y él no parecía muy interesado en frecuentarme y reanudar los antiguos paseos y comidas selectas, conversábamos un rato, pero jamás hizo mención de María, como si aquella competencia iniciada entre ambos no existiese en realidad. Pero se le veía más reconcentrado y melancólico que antes, y pasó por una crisis de inercia en la Legislatura, a cuyas sesiones asistía apenas, y siempre en silencio, como medio dormido. Su despecho sólo se manifestó una vez, y eso indirectamente.

-Contigo -me dijo- soy como el perro danés que se crió con un cachorro de tigre. Eran amigos, hermanos, pero un día de hambre o de fiebre el tigre devoró al danés. Tú me devorarás también, si llega el caso... Y puede que llegue...

Bien sabe Dios que esta profecía pesimista no se ha realizado nunca. Dar una dentellada o un zarpazo, para abrirse camino, será ofender, si se quiere, pero no devorar.

Entretanto, el tiempo parecía haber comenzado a deslizarse más de prisa, o bien, ahora, al poner relativamente en orden mis recuerdos, confundo algunas fechas o salto por encima de algunos acontecimientos que se han desvanecido en mi memoria. Esto no tiene importancia alguna y no deja al presente relato menos verídico que otros escritos, pretendidos históricos, donde se hacen mangas y capirotes con la verdad.

El caso es que el período presidencial iniciado cuando mi estreno de jefe de policía tocaba a su fin, y que mi amigo el Presidente se preparaba a bajar del poder, en cuyo ejercicio había logrado pacificar relativamente el país, fomentar la instrucción pública, emprender algunas obras de importancia y, sobre todo, dejar que las enormes fuerzas naturales de la nación comenzaran a desarrollarse por su propio impulso, abriendo un período de bienestar que nos daba las mayores esperanzas. Como al principio tuvo que luchar en Buenos Aires con una población hostil, como algunos actos de rigor de la policía agitaron los ánimos, hasta entre el bello sexo, como al fin la necesidad de la paz se impuso a todos, en provincia se decía con entusiasmo que «había domado la soberbia porteña, y se le consideraba como el   —146→   jefe único, no sólo de su partido sino de la República entera. Nadie discutía sus órdenes, ni siquiera sus insinuaciones, y hubiérase jurado que el país quedaba en sus manos para siempre, aunque tuviera que ceder su puesto a otro presidente, no siendo él reelegible según la Constitución. ¿Quién podría contrarrestar su fuerza? Seguiría gobernando desde su casa, tranquilamente, con cualquier personero, para bien del país, que tanto había adelantado y tanto tenía que agradecerle. Y, efectivamente, gracias a él, a sus consejos de disciplina y de relativa tolerancia, en nuestra provincia, por ejemplo, vivíamos en una paz octaviana, que nos permitía dejar un poco de lado la política para ocuparnos de nuestros negocios y diversiones, sin que por eso faltaran los chismes y las intrigas que daban sabor a nuestras tertulias.

Yo salía a menudo a cazar en los alrededores, acompañado por varios amigos de buen humor, con quienes tenía grandes almuerzos campestres, famosos entre todos, tanto que nos llovían las directas o indirectas solicitudes de invitación. Las largas partidas en el Club del Progreso ocupaban mis noches, con alternativas de pérdida y ganancia que no comprometían ya mi presupuesto. Por las tardes salía de paseo o de visita -sobre todo a casa de Blanco-, y así dejaba correr los días perezosos, esperando el maná que, sin duda alguna, caería del cielo, más tarde o más temprano, en exclusivo beneficio mío. Nada, ni aun la ambición, turbaba en aquel entonces mi tranquilidad; la vida amodorrada de provincia me iba enervando, conquistándome hasta el punto de que ya casi no comprendía otra, y nuestras mismas reuniones en el despacho de la policía, que en épocas de agitación llegaban a febriles y bulliciosas, eran entonces monótonas y aburridas hasta el bostezo, como si la invitación a la siesta entrara por puertas y ventanas, con el aire y la luz, con el mate inacabable que nos servía un asistente.

El gobierno de Benavides no era ni sal ni agua, ni chicha ni limonada. Él y sus ministros se limitaban, como quien está cayéndose de sueño, a pasarse unos a otros, a largos intervalos, desganadamente, los expedientes de asuntos en trámite que, con ese paso, nunca lograrían una solución. Me recordaban a aquellos personajes de Swift que llevan siempre   —147→   detrás a un criado con una vejiga para que los despierte de cuando en cuando. ¡Bah! Lo mejor era dejarlos dormir, pues así no hacían daño a nadie, y ajustando mi acción a este pensamiento hice cuanto estuvo de mi parte para no arrancarlos de su siesta, y creo que hasta entraba en la casa en puntas de pie cuando allí me llevaba alguna urgencia.

Entretanto, sigilosamente, de puntillas también, la oposición comenzó a moverse, pensando que podría aprovecharse del letargo aquel para dar un buen golpe en las próximas elecciones. Hablé al respecto con los jefes del partido, que no encontraron actitud mejor que consultar al Presidente. «Rodeen a Camino», contestó éste, sin más, y la frase, conocida por una indiscreción, se hizo famosa.

Camino estaba en Buenos Aires, pero no dejamos de comprender que era necesario darle la jefatura del partido y preparar su reelección. ¿Por qué? No era en realidad porque la oposición fuera de temer en las elecciones provinciales, y menos aún en las nacionales. La razón se me presentaba más honda y trascendental; aquello era una hábil previsión para el futuro, para cuando otro ocupara la presidencia. Entonces, el ex Presidente necesitaría apoyo en las provincias, y Camino era para él un hombre de confianza. Si en los demás estados se hacía lo propio, el nuevo gobernante se vería con el poder muy disminuido y sería necesariamente el personero de su antecesor.

-¡No está mal! ¡No está mal! -me dije-. Pero hay que preparar la combinación. Después veremos.

Nadie objetó palabra, sino Vázquez, cuyo don de errar es indiscutible. Se opuso resueltamente a que proclamáramos la jefatura de Camino y su candidatura para la próxima elección, diciendo que era un hombre desconceptuado, un espíritu estrecho, y que los que votaran por él serían, en el concepto de las familias honestas, unos pervertidos que aprobaban o por lo menos toleraban sus torpezas. No todo lo hacía la política, también era necesario tener en cuenta a la sociedad. Traté de disuadirlo, por fórmula, demostrándole la necesidad de que el Presidente saliente tuviera gobernadores fieles que custodiaran su autoridad, una vez fuera   —148→   del poder, y recordándole que debía su diputación al gobierno.

-Ni uno ni otra cosa me obligan a nada -replicó-. El Presidente hace mal en preparar un estado dentro del estado, una especie de presidencia doble, en la que un poder anulará al otro. En cuanto a que el gobierno me hiciera elegir, no es verdad: lo hiciste tú.

-Con su aprobación, y él era el que podía...

-Aunque haya sido así. Puede que fuera mi deber sostenerlo, y eso mismo lo dudo; pero nadie me dirá que tengo el compromiso de hacer reelegir a Camino. ¡Eso sería monstruoso! En esa forma, el país no cambiaría jamás de gobernantes, como la Municipalidad de Los Sunchos.

-Te enajenarás la voluntad del futuro Presidente, sea quien sea.

-Poco me importa. No he de vivir de la política. Sólo en estos países la política resulta una profesión, cuando es una función general, casi diría obligatoria, de todos los ciudadanos...

-¿Sólo en éstos? ¡No embromés!

La voz de Vázquez fue, como es natural, la clamantis in deserto. Nadie le hizo caso, y Camino tuvo sus dos proclamaciones en medio de un entusiasmo popular que preparamos por todos los medios a nuestro alcance. Pero el candidato a la reelección no tardó en saber que Vázquez le había hecho fuego, cosa que no le perdonaría nunca. No. No fui yo quien se lo dijo, no fui yo el indiscreto ni el mal intencionado. Vázquez no me molestaba mucho en la Legislatura, y aunque hubiera querido malquistarlo, no hubiera ido con el chisme, sabiendo que otros lo harían, por adulonería, por espíritu de intriga o por maldad.

Casi al propio tiempo se proclamó en una provincia lejana y con el apoyo gubernativo la candidatura presidencial, que desde allí fue comunicándose a todas partes, siempre en las mismas condiciones, «como un reguero de pólvora», según decían con admiración los diarios amigos, que ensalzaban los méritos incomparables del candidato, «representante de la juventud, y, por lo tanto, del progreso, ciudadano de iniciativa, como lo había demostrado en el gobierno de   —149→   su provincia, espíritu liberal, enemigo de toda hipocrecía y de toda bajeza, hombre tolerante, que sería el vínculo de unión entre los estados, las sociedades, las religiones, los partidos del país», y a quien acompañarían mañana, como le acompañaban hoy, «las fuerzas más sanas y eficaces del mismo, los jóvenes de corazón entero y altas aspiraciones patrióticas».

-¡Paso a los jóvenes! -comenzaron a gritar, como gritara de la Espada en otros tiempos, en Los Sunchos.

Buenos Aires -la provincia-, celosa de su hegemonía política, aunque ésta no fuese ya más que un hecho casi legendario, quiso oponernos otras candidaturas, arrastrar la opinión del país, enarbolando como bandera el nombre de preclaros patricios, y aun el de un político eminente que podía considerar conquistado el interior, porque en la lucha decisiva tomó, siendo porteño, partido a favor suyo y contra su provincia, como muchos otros, que no dejaban de tener razón, según ha podido verse después.

Pero si todos los jefes de policía, si todas las autoridades obraban como yo, no había miedo de que nos arrebataran el poder, ni con sutilezas, ni con esfuerzos. De ello quedé convencido cuando Camino resultó electo Gobernador, y Casiano Correa, antiguo amigo de Tatita, Vice -con casi todas las actas protestadas, es cierto-, casi sin oposición, o -como decíamos entonces-, con «elecciones canónicas». ¿Que cómo se alcanzaba este resultado? Pues muy sencillamente. Preparándolo todo con tiempo, el padrón y el registro cívico, sorteando las mesas de modo que los escrutadores fueran nuestros, y contando con los jueces provinciales o federales para el posible caso de un juicio. En aquella época no hubo sino un juez que se atreviera a desafiar al poder, pero su derrota fue completa, por el momento, aunque hoy todos lo consideramos como ejemplarísimo y muchos hayamos contribuido a perpetuar en el mármol su memoria.

¿Diré, después de esto, que nuestro candidato a la presidencia resultó triunfante?

No, ni he de contar tampoco el éxodo de sus comprovincianos, que invadieron la capital de la República, convencidos de haber triunfado con él. A mí mismo me dieron ganas de   —150→   irme, y lo hubiera hecho, a ser de su provincia y de sus allegados. «No hay cosa mejor que tener buenas relaciones», decía Tatita. Pero era preciso esperar; estaba muy lejos de él, y no hay que forzar la suerte, ni aun en el juego, sino cuando llega la ocasión. Y a mí tenía que llegarme, como me llegaban las épocas de trabajo -las electorales- y las de descanso -la modorra provinciana en las épocas de normalidad.

Por el momento, bueno era volver tranquilamente a la siesta. ¿No habíamos pasado por un largo período de agitación tal, que ya ni visitaba la casa de Blanco, ni me daba apenas tiempo para ver a mis viejas amigas, y hasta tenía que interrumpir de vez en cuando mis partidas en el Club del Progreso, postergar mis cacerías con almuerzo, y suspender cien otras empresas agradables?... Sí. Volvamos a la vida epicúrea, que es la mejor, mientras no llegue el momento oportuno de lanzarse al asalto de la gran capital, de la verdadera, de la única.

Camino me preguntó un día, como si se le ocurriese de repente:

-¿Cuándo «acaba» Vázquez?

-Creo que dentro de cuatro meses.

-Hay que ir pensando en eso.

-¿En qué?

-En la elección. Hay que ver a quién se elige.

-¡Al mismo Vázquez, pues!

Me miró primero con enojo, después con serenidad, en seguida con sorna, y dijo:

-No... No lo quieren en Los Sunchos.

4


ArribaAbajo- V -

Sólo la ingenuidad de Vázquez es comparable a la tontería de Camino; desdeñando un efecto teatral, diré que Vázquez no siguió mucho tiempo en su banca de diputado, ni Camino en su silla de Gobernador. Vázquez porque Camino no quería, y Camino por... lo que se sabrá en seguida.

El ex Presidente había tomado sus medidas como hombre   —151→   de vistas claras y largas, buen conocedor del corazón humano, para mantener todo el tiempo posible la mayor suma posible de influencia, pero con la candorosa ilusión que le atribuíamos de seguir gobernando entre telones y haciendo del nuevo Presidente un simple personero. Si así no fue, si tal no pensaba, desde los primeros tanteos pudo advertir que el instrumento no le obedecía, y que, como se debe «cantar bien o no cantar», por el instante lo más práctico era llamarse a silencio, como lo hizo. Pero algunos «pazguatos», más papistas que el Papa, deslumbrados con el poder que recibieran de él, creyeron que éste era un atributo propio, que sólo podía reclamarles y retirarles quien se lo había concedido, y comenzaron a «corcovearle» al nuevo Presidente, y a no hacer sus gustos con la requerida sumisión, como si no dependieran directa ni indirectamente de él, y como si no pudiera «ponerlos patas arriba a las primeras de cambio». Uno de estos tontos fue mi Gobernador, el del célebre «¡Rodeen a Camino!»

Fue torpeza la suya. Nuestra provincia había ido pacificándose poco a poco, y la oposición, bajo una mano de hierro, confesaba al fin su impotencia, retirándose de toda lucha y contentándose con la lírica actitud de criticar acerbamente al «oficialismo», a todos los «oficialismos», en la intimidad de sus reuniones privadas, y en la no menos íntima escasez de circulación de sus diarios. También es cierto que el Guardia de Cárceles, batallón de línea, creado años atrás -no sé si por mi inspiración-, y el cuerpo de vigilantes y bomberos -éstos sí organizados y disciplinados por mí - los criollos nacemos militares-, constituían una fuerza decisiva y aseguraban la estabilidad del poder, invulnerable, pues un golpe de mano quizá lograra suprimir o sustituir personas, nunca variar el régimen. ¡Y esta arma era mía, casi exclusivamente mía!

Cuando me di cuenta de ello pasó por mi imaginación... Pero ¿a qué contar ensueños que mi juicio mismo desvanecía entonces, apenas formulados? Vamos a los hechos, que es lo importante.

Molestó al Presidente el Gobernador de una provincia vecina, más recalcitrante que Camino, y no faltaron voceros   —152→   que llegaran hasta mí, insinuándome cuánto agradaría mi ayuda para un cambio de situación. Como podía pulsar el valimiento de los que esto me decían y la auténtica procedencia de sus invitaciones, no vacilé un punto, y organicé una partida de guardia de cárceles y vigilantes vestidos de particular. Por desgracia, yo no podía mandarlos en persona sin comprometer gravemente la «autonomía de las provincias»; pero uno de mis amigos, diputado y ex redactor de Los Tiempos, Ulises Cabral, mi padrino en el duelo, se comprometió a representarme y obrar como si fuera yo mismo. El cambio deseado se hizo con poco derramamiento de sangre y mucha intervención nacional, y supe que el Presidente me tenía muy en cuenta, agradeciendo mi colaboración sin mentarla.

Por el mismo conducto, bien confidencial, se me hizo saber poco después que el Gobernador Camino, mi propio Gobernador, no era ya «persona grata», y que en las altas esferas se le vería con placer sustituido por el Vicegobernador Correa, hombre en quien se tenía la mayor confianza, como entusiasta, patriota, fiel, capaz y, sobre todo, menos desconceptuado en sociedad. Debo confesar que Correa valía probablemente menos que Camino, como hombre de pensamiento y de acción. Pero no me convenía hacer oídos de mercader, y comprendí desde el primer momento lo que de mí se esperaba: que pusiera fuego a la mecha, que buscara el pretexto para poner al Gobernador de patitas en la calle, alterando el orden lo menos posible, pero sin una revolución, si tenía dedos para tanto. Una «agitación» era, por lo menos, inevitable, porque Camino no abandonaría el puesto así como así.

Pero él mismo había de darme pie para romper las hostilidades, porque bien dijo el latino que Júpiter ciega a los que quiere perder. He aquí cómo ocurrió aquello: La inacción de los opositores y alguno que otro desliz demasiado exagerado de lo que la mala prensa llamaba «guardia pretoriana», hicieron que el Gobernador creyera llegado el momento de «entrar en la normalidad» y me exigiera el castigo de un comisario cuyo delito consistía en haber hecho dar de planazos a una persona conocida que le había criticado cierta   —153→   travesura, creo que la fuga de un cuatrero sorprendido in fraganti.

-Si empezamos así, Gobernador, pronto no tendremos policía -le dije con gravedad.

-Pero vea, amigo, cómo me ponen los diarios de Buenos Aires. Esto es inicuo. Hasta los mismos amigos me «caen».

-No les haga caso. Hay que acostumbrarse a esas cosas cuando se es Gobernador. ¡Mire! Si no fuera eso, ya le encontrarían otro pretexto, y sería lo mismo...

-Sí. Pero yo no quiero que se apalee a la gente... sin necesidad.

-¡Bah! No se aflija, y dejemos en su puesto a ese comisario, que es un tigre. Nos haría falta en un momento dado.

-Por lo menos, cámbielo. Mándelo a la campaña hasta que se acabe esta gritería.

Me encogí de hombros.

-Así no se hace patria. Déjelos que aguanten... Hoy empezaríamos por dejar que la oposición echara a la calle un comisario, y mañana no podríamos evitar que echaran a un Gobernador. ¡No hay que ser tan flojo!

No replicó, no insistió en el castigo del presunto culpable; pero no me perdonó tampoco, más que mi desobediencia, mi franqueza. ¡Así suelen ser, en cuanto uno se descuida y por muy útil que les sea! Lo peor para él, en este caso, es que hacía mi juego, iniciando la anarquía en el poder, pretexto magnífico para hacerle la deseada zancadilla. Tan ciego estaba, que cayó en la trampa como un inocente. Ciertos indicios, algunas visitas, frases sueltas, un principio de despego de los más allegados a su persona, me hicieron comprender que el gobernador Camino me buscaba reemplazante.

-¿Ésas tenemos? ¡Pues ya verás quién es Callejas! -me dije.

Me acerqué desde entonces, sin disimularlo, más bien con ostentación, al Vicegobernador, don Casiano Correa, viejo marrullero, abogado, glotón, jugador y avaro, cuyo cuerpo pequeñito, endeble e insignificante, ocultaba el espíritu más vicioso y ambicioso que imaginarse pueda. Aunque no estuviera tan al corriente como yo de lo que se tramaba, lisonjeé   —154→   su ambición, insinuándole que las debilidades de Camino comenzaban también, a mi juicio, a comprometer su gobierno, y que no sería difícil que el mismo Presidente de la República interviniera para hacerle dejar el mando, en que hacía tan desairado papel.

-Provoca una escisión del partido en la provincia, lo debilita y lo enerva; no es lo que conviene. En cuanto sepa esto el Presidente, le pondrá remedio, no lo dude, Correa.

-¿Pero cómo? -preguntó Correa, para verme venir.

-Tan fácilmente como lo ha hecho en otras provincias: provocando una revolución si es preciso. ¿No hemos ido nosotros mismos a...?

-¡Es cierto! -interrumpió-. Ahora, la cuestión es que el Presidente lo sepa.

-Usted puede hacérselo saber por medio de alguno de sus amigos. Si es que ya no está al tanto de todo...

Lo conduje a que me preguntara si «en un caso dado» podía contar conmigo.

-Incondicionalmente... Pero con una condición. El gobernador Camino me promete hacerme diputado nacional en la próxima renovación del Congreso.

No era verdad, ni Correa lo creyó, pero me prometió solemnemente que «si eso llegaba a depender de él» yo sería diputado nacional. Y comenzó la intriga, que condujo admirablemente, fuerza es confesarlo, haciendo que el Presidente se convenciera del todo de la necesidad de «pasar la mano» al Vicegobernador, mediante mil informes más o menos antojadizos, según los cuales Camino «le ladeaba el caballo», como dicen los paisanos, y estaba pronto a hacerle, en la oportunidad, la más violenta oposición, en vista de que «volviera el otro». ¡Como si eso fuera posible! Pero el Presidente era crédulo, temía a su antecesor como a un fantasma, estaba rodeado de cortesanos venales, y creía preciso quebrantar no sólo a todos sus enemigos, sino también a cuantos pudieran llegar a serlo. Tenía la locura de la unanimidad, a lo Napoleón III, con quien se le comparaba. Comenzó, pues, con gran sorpresa de Camino, que hasta entonces no temía las represalias, a demostrarle cierto encono, retardándole los arreglos financieros que pedía, insinuando   —155→   que el Banco Nacional restringiese los descuentos a sus amigos personales, y a hacerle directa o indirectamente otras muchas manifestaciones de que había perdido la gracia presidencial y no estaba ya en predicamento.

Como estos indicios no pasaban inadvertidos para nadie, muchos se le fueron alejando, como se habían alejado de mí al verme romper la primera lanza con el Gobernador, y comenzaron a rodearme, como si yo fuera el árbitro de la situación. Don Casiano Correa, que ya tenía también su corte, no cabía en sí de gozo y no veía la hora de posesionarse del mando.

Camino, en tal atolladero, no encontró hombre con quien sustituirme. Sólo los muy desconceptuados, los inútiles, hubieran aceptado un puesto en que no durarían un par de meses, olfateada ya la voluntad presidencial.

No hubo más que un hombre de valía que hubiera aceptado el puesto, bajo ciertas condiciones: Pedro Vázquez. Lo oí mucho después, de sus propios labios. El Gobernador le ofreció la jefatura.

-Yo la aceptaría, si usted me nombrara, pero no me nombrará -le dijo Vázquez.

-¡Vaya si lo nombraré! ¿Quién lo impide? Estoy harto de Gómez Herrera, que me hace mal tercio con el Presidente, lo mismo que el Vicegobernador.

-Entonces, puede nombrarme, si me autoriza: Primero, a licenciar el Guardia de Cárceles, que es inconstitucional e innecesario...

-¡Usted está loco!... -exclamó Camino-. ¡Licenciar el Guardia de Cárceles! Sería lo mismo pedirme la renuncia.

-Pues yo no lo veo así. Con la policía basta para mantener el orden y la provincia no debe tener ejército, el orden no se mantiene con el ejército sino con la legalidad. Este acto, por otra parte, levantaría notablemente el prestigio del gobierno. En cuanto a las otras condiciones...

-¡Con ésa basta! -interrumpió el Gobernador-. Prefiero la sospecha de que el gobierno nacional me mande o no me mande a mi casa, a la seguridad de que la oposición me ponga de patitas en la calle. ¡Usted está, decididamente, loco, amigo Vázquez!

  —156→  

Eacute;ste agregaba al contármelo:

-Yo sabía que su caída era inevitable. Lo más que podía conseguir Camino era caer «en beauté», como dicen los franceses, «lindo», como decimos nosotros. Pero ahora nadie se preocupa de la belleza, y «un día de vida es vida», proclaman los paisanos. Por veinticuatro horas más de gobierno hay muchos que arrostrarían el ridículo y la vergüenza, sin ver que éstos los aguardan de todos modos, borrachos de mando como están.

Palabras proféticas que luego pudieron aplicarse a más de un Presidente de la República. Los niños y los locos dicen las verdades...




ArribaAbajo- VI -

La intriga iniciada en las alturas nacionales, secundada por mí y tímidamente por Correa, iba a dar sus frutos, pues el Presidente estaba más que nunca resuelto a dejar de mano a un Gobernador que no era incondicionalmente suyo. Pero la casualidad quiso que todo el trabajo resultara ocioso, facilitando el cumplimiento de nuestros deseos de tal manera que, aunque no hubiéramos hecho nada, el resultado hubiera sido el mismo. Sólo que este triunfo, provocado por el destino, sin nuestra intervención, hubo de costarnos moralmente mucho más que el que habíamos preparado con paciencia y destreza, y que no tengo para qué contar porque no se puso en planta. La casualidad no es hábil y suele cortar los nudos gordianos, sin fijarse en las consecuencias. Pero vamos al caso.

Hallábame una noche en el Club del Progreso, jugando con los amigos de siempre, cuando Cruz, el asistente del Gobernador, entró en la sala, y se me dio la noticia de que Camino acababa de sufrir un ataque de apoplejía y que según todas las apariencias habría muerto o estaba agonizando. El doctor Orlandi, llamado a toda prisa, no daba esperanzas: según él, la muerte había sido fulminante.

-¿Dónde está? ¿En su casa?

-¡No! ¡Y eso es lo «pior»!

  —157→  

Siguiendo sus plebeyas costumbres, Camino había pasado su última hora en un sitio inconfesable.

Sin decir una palabra a mis compañeros, salí, dando orden al asistente de que callara como un muerto y dijera al comisario de órdenes que se reuniese conmigo, sin perder un momento, en la casa a donde me dirigía. Corrí a una cochería, mandé atar un gran landó, y al galope de los caballos me hice llevar al suburbio norte, en una de cuyas casas había muerto el Gobernador. Era la una de la mañana cuando llegué: la ciudad dormía, y afortunadamente no había un alma en las calles. Dos agentes policiales, llamados con espíritu previsor por el diablo de Cruz, hacían la guardia en la cuadra, sin saber lo que ocurría; creyéndome un particular, trataron de impedirme el paso. Me alegré mucho de la discreta precaución del asistente, porque en las circunstancias había que obrar con mucho tino.

En la casa no había más hombres que el doctor Orlandi, sentado junto a una cama revuelta en que yacía el Gobernador. Estaba muerto.

-¿Qué vamos a hacer? -me preguntó el italiano, atolondrado por aquella inesperada catástrofe, producida con tan poca nobleza.

-Llevárnoslo a su casa lo más sigilosamente que sea posible en cuanto lleguen Cruz y el comisario de órdenes.

-¡Ma! ¡Es una responsabilidad terrible!

-¡Qué quiere, doctor! Nosotros no lo hemos traído aquí. Lo más que podemos hacer es disimular las cosas.

Momentos después, mi segundo, el doctor Orlandi, Cruz y yo sacamos el cadáver y lo metimos en el carruaje. El cochero fue amenazado con los más contundentes castigos si decía una palabra, y lo mismo se hizo con la gente de la casa que, por fortuna, era sumisa a la policía y estaba bajo su inmediata dependencia. En el trayecto di mis instrucciones al comisario de órdenes: debía hacer acuartelar las policías y el Guardia de Cárceles en toda la provincia, para sofocar inmediatamente hasta el más ligero disturbio que pudiera producirse cuando se hiciera pública la noticia. La situación era nuestra, mía, y no era cosa de perderla ni de comprometerla siquiera...

  —158→  

Cruz abrió la puerta de la casa del Gobernador, y entre Orlandi, yo, el asistente y el cochero, llevamos el cadáver hasta el dormitorio, y lo metimos en la cama.

Ahora ¿cómo avisar a la familia? Inmediatamente concertamos lo que íbamos a decir: «Camino, sintiéndose mal, había llamado a su asistente, prohibiéndole que alarmara a los suyos y ordenándole que llamara al doctor Orlandi. Cruz, al pasar por el club, entró a ver si el doctor se encontraba allí, como de costumbre, y viéndome, juzgó conveniente decirme lo que ocurría, pues yo podía hacer llamar a Orlandi con mayor rapidez. Yo salí, por deferencia, encontramos al doctor, los tres acudimos con un coche a casa de Camino... Pero, desgraciadamente, cuando llegamos había muerto». Así se dijo.

Es de imaginar el trastorno de aquella casa, hasta entonces tranquila, los llantos de las mujeres, las carreras de los criados, las preguntas, las exclamaciones, los ayes. Una hora después, los parientes, los amigos, acudían desolados. ¡Figúrense ustedes! ¡No moría sólo un pariente, un amigo, sino un Gobernador!...

Nuestra versión fue perfectamente admitida en los primeros momentos, y nadie puso en duda que las cosas hubieran pasado así.

Yo me ocupé de avisar al vicegobernador Correa, que dormía profundamente, sin sospechar lo que pasaba.

-¡Ya es Gobernador, amigo! -le dije.

-¡Qué! ¿Ha habido revolución?

-¡No, hombre! -contesté riéndome.

-¿Ha renunciado, entonces?

-¡Sí, en casa de Maritski!

-¿No me diga?

Le conté el suceso. No dijo palabra, pero tenía la cara radiante. Vistió en un segundo su minúscula y nerviosa persona, y salió conmigo para correr a la casa mortuoria.

-Diga, don Casiano, ¿yo quedaré en la jefatura de policía?

-¡Claro! ¡Vaya una pregunta!

-¿Y tendré la primera diputación?

-Si depende de mí...

  —159→  

-No. Conteste categóricamente, sí o no. De otro modo... Usted sabe que tengo la provincia en la mano.

-¡Vaya hombre! ¡Ni que yo fuera tu enemigo! ¡Serás diputado nacional! -y me tuteaba, camarada hasta la muerte.

-¿Palabra?

-¡Palabra de honor!

-¿En la primera elección?

-¡En la primera! ¡No seas cargoso! Ya sabes que soy tu amigo.

Amaneció aquel día sin que hubiésemos dormido. En la sala de Camino había, más que nunca, olor a encerramiento, a humedad, atmósfera a la que se mezclaba el humo capitoso del benjuí, del incienso, y del «cachimbo», como decía Mamita hablando del cigarro.

Correa firmó su primer decreto -como provisional todavía-, determinando los honores que debían rendirse al ex Gobernador en sus funerales: la bandera a media asta en todos los establecimientos provinciales, la escolta del Guardia de Cárceles, la presencia del Poder Ejecutivo, que encargaba al ministro de Gobierno de pronunciar la oración fúnebre... La Legislatura resolvió asistir en masa a las exequias, lo mismo que el Poder Judicial. Preparábase una manifestación de duelo como nunca se había visto, tanto más cuanto que Camino, vinculado por el parentesco a casi todas las familias representativas de la provincia, arrastraría tras de su féretro a buena parte de la oposición, acalladas las pasiones ante el silencio del sepulcro.

De aquella magnífica ceremonia sólo quiero recordar un detalle: El ministro de Gobierno, González Medina, terminó su oración fúnebre diciendo no sé si con ingenuidad o con malicia provinciana:

-Ha caído en el puesto de honor, manteniendo alta la bandera de sus convicciones. ¡Llorad, pero imitad este ejemplo, ciudadanos!...

No sé lo que Cruz, si estaba presente, comprendió en estas palabras. En cuanto a mí, es la primera y última vez que he tenido que hacer esfuerzos para no reírme en un cementerio.



  —160→  

ArribaAbajo- VII -

Al día siguiente, me llamó Correa a su despacho de Gobernador.

-Mirá -me dijo-. He pensado mucho en la situación, y he resuelto cambiar el ministerio. ¿Querés ser ministro de Gobierno?

-¡No friegue, don! -exclamé-. Usted me ha prometido otra cosa.

-Sí. Pero, hijito, ¡ministro!...

-¿Y qué hay con eso? A usted no le quedan más que dos años de gobierno; y yo quiero ir a Buenos Aires. Esto es muy chico para mí. Mire, no cambie los ministros: son buenos muchachos, ya están acostumbrados a hacer lo que quiera el Gobernador.

-Eran hombres de Camino.

-Se equivoca. Eran y son hombres del Gobernador. Tanto les da Juan como Pedro, con tal de que ellos figuren.

-Es que quisiera cambiar un poco el gobierno, darle al pueblo alguna satisfacción.

-Llame a Vázquez, entonces.

-Puede que no sea mala idea.

-Pero le advierto: Vázquez es un contemporizador y una especie de puritano: como contemporizador no satisfará a i la oposición, y como puritano hará enfurecerse a los nuestros. Además, Camino lo ha puesto mal con el Presidente... Conque...

-Conque... se puede ir al diablo.

Sonreí y le di el último golpe:

-Y al concluir su período, con Vázquez tendría que renunciar a ir al Senado, porque la Legislatura, nacionalista y presidencial, no le perdonaría sus lirismos.

Correa no era difícil de convencer en cosas evidentes y de utilidad, y todo quedó como estaba. Los ministros no me hacían sombra, porque eran completamente ineptos, y yo sabía la manera de manejarlos. Siempre me habían temido, y desde que Correa subió al poder comenzaron a temblar ante mí aunque yo les hubiera prometido hacer todo lo posible para mantenerlos en su puesto. Una amarguísima incidencia   —161→   que debió costamos caro vino a dañar inopinadamente mi prestigio.

La muerte de Camino, ocurrida en circunstancias tan misteriosas, precisamente cuando comenzaban a trascender nuestras intrigas tendientes a derrocarlo, pareció de pronto al público menos clara de lo que la presentábamos. Nuestras idas y venidas en aquella noche aciaga, y aunque fuera ya tan tarde, no habían pasado inadvertidas, porque la gente provinciana parece dormir con un solo ojo cuando se trata de algo que puede alimentar la chismografía. Además, aunque el cuento estuviera urdido magistralmente, había demasiados testigos de la verdad: si se podía contar con mi reserva, la de Orlandi, la del comisario de órdenes, la del zorro de Cruz, no sucedía lo mismo con las mujeres, los dos vigilantes y el cochero. Los secretos de almohada por la almohada suelen trascender. Uniendo a esto la malevolencia de la oposición, no es raro que comenzara de pronto a correr este rumor siniestro:

«El gobernador Camino ha muerto envenenado».

Y con este rumor, el gobernador Camino, que era execrado por cuantos no recibían sus favores, que las familias excomulgaban por sus notorias costumbres, que nunca había hecho nada notable ni siquiera bueno, ni aun regular, resultó un defensor de los intereses del pueblo, que el Presidente de la República quería suprimir, una víctima del sistema, un cordero pascual, y nosotros, el doctor Orlandi, yo, Correa, ¡quién sabe cuántos más!, unos envenenadores, unos Borgia de nuevo cuño. En vano traté, trató Orlandi, de poner las cosas en su lugar, de presentar la verdad tal cual era; en vano dijimos que el Gobernador estaba caído y no podía estorbarnos ya. Todo el mundo creyó, o fingió creer, que lo habíamos suprimido con el Aqua Tofana, y que Orlandi -italiano al fin- era la mano, mientras que Correa y yo éramos la voluntad... ¡Ah canalla, canalla, canalla! ¡Cómo es la canalla, y cómo maldije entonces la libertad de la calumnia que pasa de boca a oído y resulta más notoria que la insertada en los diarios! Yo había mentido a sabiendas y públicamente, para destruir al contrario, muchas veces, pero nunca había llegado a tal extremo, nunca había inventado   —162→   una calumnia que, como aquella monstruosidad, estuviese tan fuera, tan lejos de las costumbres políticas de nuestro país.

Y ¡vean ustedes lo que son las cosas!... No me creerán, pero aquello nos hizo mucho bien, si no moral, materialmente. El temor que nos rodeaba y comenzaba a ser lo más claro de nuestro prestigio entre el pueblo bajo, se intensificó hasta un grado increíble. Nunca como entonces, fuimos dueños de la situación, aunque nos execraran. Entre la gente de buena posición, nadie creía aquella horrible calumnia, aunque algunos energúmenos la aprovecharon para denigrarnos. Entre éstos que afirmaban la verdad del envenenamiento y los otros que la ponían caballerosamente en duda, el pueblo decía:

-Los que los acusan dicen la verdad; los otros se callan de miedo.

Y si la gente tan bien colocada temía, ¿qué no había de temer el pobre pueblo? De tan vil, de tan inexistente causa, nunca he visto salir tales efectos. Como si estuviésemos en tiempos de Rosas, la provincia calló, y no hay gobernante que haya gobernado tan pacíficamente como Correa.

Una persona, sin embargo, tuvo una sombra de duda que me afligió en extremo: María.

La visitaba frecuentemente, y estaba entonces enamorado de ella, de su hermosura, de su ingenio, de su delicadeza, de su instrucción artística. Era toda una señora con los candores deliciosos de una niña. Hacía tiempo que la notaba más fría y reservada que antes, sin poder darme cuenta del motivo, cuando una noche, como se aludiera, no sé a qué cuento, al difunto Gobernador, dejó escapar esta frase:

-¡Cuándo se aclarará ese misterio tan doloroso!

Comprendí entonces todas sus reservas, y le dije la verdad, comenzando por revelarle la vida íntima de Camino, sus extravíos, sus malas costumbres, para terminar con el cuadro de su muerte, sin detalles ociosos y escandalosos, tal, en fin, como lo he hecho en estas páginas. Y terminé diciendo:

-Para que no tenga usted la menor duda, voy a mandar que venga Cruz, y él le contará las cosas tal como pasaron.

Comenzaba a escribir una tarjeta cuando María, levantándose   —163→   y poniendo su mano sobre la mía, me interrumpió así:

-Nadie sino usted podía contarme semejantes atrocidades. Le creo, pero no quiero que nadie me repita cosas que yo no debo saber. Perdone mi...

No dijo sospecha, no dijo duda, porque cualquiera de estas palabras le hubiera parecido excesiva.

¡Oh, el pudor de nuestras antiguas mujeres! ¡Decir que todavía quedan algunos ejemplares, contrastando con la inmensa muchedumbre de «libertadas», de emancipadas, aspirantes a hombre, que hoy nos rodea! Conquistar una mujer era todavía entonces (y de vez en cuando) robarse un fruto asaltando una tapia coronada de vidrios de botella; conquistarla hoy suele ser robarla del escaparate en que las ofrecen.

María se mostró aquella noche afectuosísima, y comprendí que la había convencido. En cuanto a Blanco, ya hacía mucho que estaba al corriente de todo lo ocurrido.

Pocos días después tuve una noticia que me sorprendió. La gente se marcha mucho más pronto de lo que uno supone, y el camino va quedando sembrado de cadáveres. Hoy pienso que si se llevara una nomenclatura de todos los parientes, amigos y allegados que mueren, al cumplir los cuarenta años uno estaría siempre con los pelos de punta, en cuanto viera la enorme, la interminable lista de los que hemos dejado atrás. La noticia era la de la muerte de don Higinio Rivas, ocurrida una semana antes en Buenos Aires. Esto constituía, apenas, un incidente en mi vida y sin embargo me conmovió, removiendo todos los recuerdos de la infancia y la adolescencia. ¡Don Higinio! ¡Los Sunchos, en que aún vivía mi madre, hecha una pasita! ¡Teresa, de quien nada sabía! ¡Qué lejos estaba todo aquello! ¡Y qué jugoso y qué sabroso era, con su candor, un poco perverso a veces!... Pensé que un día, como a Sarmiento, me sería dado revivir toda aquella conmovedora comedia primitiva, tan sentimental, componiendo mis Recuerdos de provincia... Pero mientras llegaba esta obra maestra, futura como tantas, me contenté con escribir un largo artículo necrológico para Los Tiempos, que, gracias a mis buenos oficios, seguía dirigiendo y redactando mi amigo el galleguito Miguel de la Espada.

¿Qué dije de don Higinio? Nadie se preocupe de ello.   —164→   Precisamente aquel artículo necrológico, que conservo pegado en un cuaderno de recortes, es el que me ha servido páginas atrás para esbozar su retrato, su cara leonina, su ingenio astuto y quizá su carácter débil de gritón. Pero le hice justicia y disimulé sus defectos.

De la Espada, después de leer las cuartillas que le había llevado, me dijo, como quien quiere decir algo y no acierta, en el tono que los autores dramáticos acotan «con intención»:

-Bien se lo ha ganado, el pobre.

Cumplido este deber, el único de mi incumbencia, según creía, preparábame a dar por definitivamente cerrado aquel capitulito de mi vida, cuando recibí esta carta:

«Mi muy querido Mauricio: Sólo quince días después de la muerte de Tatita, de la que debes tener noticia, me siento con valor suficiente para escribirte. Todo el luto que orla este papel no es nada comparado con el que pesa sobre mi alma y mi corazón. ¡Pobre, pobre Tatita! Murió abrazando a tu hijito, que tanto se te parece y que todavía no puede comprender todo lo que ha perdido. No habló de ti, no aludió a ti, como si ya no tuviera esperanza de remedio al daño que hiciste. A mí me dijo -y son sus últimas palabras-: Cuídalo bien-. ¿Para qué te escribo esta carta, Mauricio? Sólo para una cosa, sólo para decirte: Ya no me queda en el mundo más que mi hijito, y quizá tú. ¡No te pido nada, nada, nada! Sólo quisiera estar a tu lado, vivir con tu vida, ser como una guachita mansa de esas que siguen al dueño por todas partes... ¡Estoy tan triste, Mauricio!... ¿Quieres que vaya, o vendrás tú, por fin, a conocer a tu hijo que ya va siendo un hombrecito?»...

Puedo transcribir (como transcribo en parte) esta carta, porque la guardé, contra mi costumbre, tanta fue la sorpresa que me causó su forma. ¿La había escrito Teresa? ¿Se la había dictado alguien...? ¿De dónde salía todo ese atildado romanticismo, o sentimentalismo, si hay quien lo prefiera? Hace poco, revolviendo papeles viejos, volví a encontrar esta carta, amarillenta ya, la releí, y debo confesar que me conmovió. ¡Era bien de Teresa! Lo probaban mil detalles, mil tiernos recuerdos que omito. ¡Si la hubiera comprendido entonces como la comprendo ahora! ¿Qué me pedía Teresa?   —165→   Nada. ¿Qué me ofrecía? Todo. Sinceramente, me lo ofrecía todo, pero entonces sospeché de ella y me reí de la gauchesca figura de la «guachita» y de sus ofrecimientos, cebo, a mi juicio, que debía arrastrarme al matrimonio, al reconocimiento del chico, a empeñar mi vida, en fin, como en el Monte de Piedad. No, no. En mi opinión su cálculo era éste: vivir conmigo y esperar la ocasión propicia para hacerse dueña de mí, gracias al vínculo del muchacho, del «hombrecito». Era una infeliz; es la única mujer a quien quizá haya hecho desgraciada. Pero ¿quién iba a decirme entonces que tanta candidez puede existir en el mundo?

Y en aquel tiempo, pensando de otro modo, después de leer la carta me dije que podía optar por dos temperamentos, a saber: contestarla o no contestarla.

Me acordé de Vázquez, a quien hubiera comparado entonces con el doctor Relling de Ibsen, si lo hubiese conocido, y tomé el camino del medio. No obré, es cierto, ni como Vázquez ni como Relling, pero... tomé el camino del medio: Escribir sin contestar.

Y el borrador de mi carta, muy estudiada, muy medida, estaba el otro día, cuando revolví mis papeles viejos, al alcance de mi mano, prendido de un alfiler a la extraña misiva de Teresa. Decía así:

«Señorita: He lamentado infinito el fallecimiento de don Higinio, a quien siempre quise mucho, como viejo amigo de mi padre, y a quien siempre admiré y respeté como a uno de los hombres más representativos de nuestra provincia, y sobre todo de nuestro amado pueblo de Los Sunchos.

»Ha dejado un vacío que nadie podrá llenar en las filas de nuestro partido, en el círculo de sus amigos y camaradas, y más aún en el corazón de su hija, la estimable compañera de mis años infantiles a quien nunca olvidaré y para quien son mis mejores sentimientos.

»Acompaño a la triste huérfana en su hondo pesar, como un hermano que sufre y llora al par de ella, y lamento más que nunca la impotencia del hombre a quien el misterio de la muerte dice: No pasarás de aquí.

»¡Teresa! Si en algo puedo ser útil a la hija del gran caudillo, no tiene más que mandar.

  —166→  

»Ordene al compañero de los primeros años de la vida, al que confundió con usted sus pensamientos y sus aspiraciones con todo su candor de niño, antes de que ambos entráramos en la lucha por la existencia; al que hoy pide a Dios que traiga a su espíritu la conformidad en tan duro, pero también en tan inevitable trance».

Esto parecerá a algunos un poco... ¿qué diré?... ¿canalla?... Pero he aquí la verdad: Estaban en juego mis sentimientos más íntimos -entonces creía que comenzaba a amar a María Blanco-, estaba en juego mi afecto y mi respeto hacia don Higinio, hacia Teresa, estaba en juego también todo mi porvenir. ¡Mi porvenir! Un vago e inútil sentimentalismo ¿debía apartarme del camino recto que se abría ante mi vista? Eso, nunca. Los mismos Evangelios lo han dicho: «Rompe con tu padre, con tu madre, con tu amigo y sígueme».

Lo sentí mucho: como la oveja, evangélica también, tenía que ir dejando vellones de mi lana en las zarzas del camino. ¡Teresa!... ¡oh recuerdos!... Pero, desgraciadamente, no he nacido con todas las felicidades y todas las preeminencias, no he podido dejar de hacer sacrificios para llegar donde he llegado. ¡He ahí! Yo tenía, fatalmente, que recorrer mi órbita, y tanto peor para los que encontraba en mi trayecto. Una desviación de un milímetro en mis comienzos me hubiera hecho otro hombre, me hubiera lanzado a lo ignoto. Por otra parte ¿qué debía preocuparme? ¿El hijo de mis amores? ¡Bah! Leve escrúpulo.

Mauricio Rivas había nacido rico.




ArribaAbajo- VIII -

Más me preocupaba María Blanco, a quien seguía cortejando con asiduidad. Teresa había pasado a la categoría de los recuerdos indiferentes, vale decir que no son ni gratos ni desagradables. No me había contestado mi carta-ruptura, y supuse que daba todo por terminado. ¿Comprendía la distancia que nos separaba y que se hacía mayor cada vez?

  —167→  

No sé si era éste u otro el orden de sus pensamientos; lo cierto es que no volví a oír hablar de ella en mucho tiempo, y que no me escribió una línea. Era, pues, un capítulo terminado de mi vida, y si insisto en él es sólo porque acontecimientos posteriores me lo evocaron vívidamente en circunstancias que más tarde narraré. Entonces -lo repito- me acordaba de Teresa y el chicuelo como de seres y cosas vinculadas a una travesura de la niñez, como de un paisaje lleno de sol, visto al pasar, en un sitio donde era imposible clavar la tienda en el tránsito de la vida.

Pero si María, conocedora en parte de mis antecedentes, pretendía vengar al sexo, afectando, si no desdén -que esto yo nunca lo hubiera admitido-, una especie de despego prometedor y cautivador, pero engañoso, la verdad es que si pudo detenerme un tiempo no consiguió en modo alguno su propósito de venganza, o cualquier otro que tuviera. Yo «me le fui a los cañones», como vulgarmente se dice, y me esforcé en aclarar la situación con entera franqueza.

Una tarde que nos paseábamos en la huerta, a poca distancia de don Evaristo, que hacía como que cuidaba las plantas para dejarnos cierta libertad, la hablé resueltamente.

-Está muy esquiva conmigo, María. ¿He hecho algo que pueda enojarla?

-¿A mí? No, que yo sepa. Pero ¿a qué viene esa pregunta? ¿No somos tan amigos como siempre?

-Hay una diferencia... Una diferencia imperceptible para los demás, enorme para mí. Las cosas que usted me dice suenan ¿cómo diré?, desafinadas. Ya no tiene usted el adorable abandono de los primeros días, que me cautivó tanto...

-¡Vamos! Yo soy siempre la misma. Pienso lo mismo, digo lo mismo. Será usted el que ha cambiado.

Hablaba tranquilamente, con la voz sin inflexiones, algo más aguda que de costumbre y, por lo tanto, hiriente para mí.

Estuve por decirla:

-Pero ¿cómo es eso? ¿No me ha elegido, no me ha atraído usted, como hacen las mujeres, únicas que tienen la elección? ¿No me ha dicho usted, sin decírmelo, que debía   —168→   festejarla, porque usted me había designado para novio? ¿No la atraía esa misma aureola de calavera que quizá en este momento la hace alejarse de mí?

No se lo dije. Sólo acerté a esto:

-Me trata de un modo que me da pena, María. Como a un amigo, sí; pero no como a un amigo que pueda aspirar a más, sino como a una simple «relación», como a un «conocido» que pasa y se olvida.

-¡No soy de amistad tan fácil! -replicó sonriendo, siempre fría.

-¡María! ¡Alguien le ha hablado mal de mí! -exclame, pensando en Vázquez.

Me miró de hito en hito, seria, pero sin acritud.

-Todos - contestó.

-¿En estos días? -inquirí, casi colérico.

-No. Antes... mucho antes... Yo creía que no era verdad. Pero ahora veo que no se puede contar con usted. ¡Tonta de mí! Supuse por un momento que, ocupándose de cosas más serias, más elevadas, se olvidaría de hacer locuras... ¡Locuras! ¡Si no fuera más que eso!

No sé por qué me acordé de las escenas de la huerta de Rivas, en Los Sunchos, tan ingenuas, en las que no se trataba de imponerme nada, nada, ni aun de la manera más indirecta del mundo. Donde cabe el examen ¿cabe, al propio tiempo, el amor?

Me parece que no, me pareció especialmente entonces que no, y me sentí desconcertado y molesto.

-No la entiendo, de veras -dije con displicencia-. Ya me ve usted sujeto a todas sus voluntades, visitándola día a día, no pensando sino en usted.

-Sí, usted viene, me agasaja, me lisonjea; pero eso no tiene gran significación para una muchacha como yo, Mauricio, acostumbrada a pensar y juzgar. Ninguno de esos actos le cuesta el menor esfuerzo, como le costaría, por ejemplo, abandonar el café, el club, las... relaciones.

Esto era significativo. Se me imponía un sacrificio, sin ofrecerme nada en cambio, categóricamente por lo menos. Era el momento de hablar de un modo decisivo:

-¡Mire, María! Soy todavía muy joven y estoy lleno de   —169→   defectos, es verdad. Pero no tengo nada grave que echarme en cara...

Esto lo dije tanteando el terreno, por ver si estaba al corriente de lo ocurrido con Teresa. No se inmutó, no replicó: no sabía entonces...

-Pero ¿cómo quiere -agregué, más seguro de mí mismo- que de la noche a la mañana me convierta en un viejo, ni que renuncie a mis pocas diversiones -muy inocentes, por otra parte-, si no veo más o menos cercana la recompensa de ese pequeño sacrificio? Ofrézcame usted la recompensa, y yo entonces, le aseguro...

-¿Y qué recompensa puedo ofrecerle yo?

-Decirme que me quiere.

-Hágase querer -dijo con seriedad y coquetería a un tiempo.

Don Evaristo, que se acercaba, puso fin al diálogo, y yo me quedé pensando en las desmedidas ambiciones de la niña. ¿Conque, nada menos, quería que yo renunciara a todo y que me quedara prosternado, adorándola como a una imagen? ¡Qué pretensión! Estaba enamorada de mí, y se hacía la desdeñosa. ¿Qué me costaba hacer lo mismo, renovando con variantes «el desdén con el desdén»?

Yo, para mí, y por una fuerza, quizá ajena a mi voluntad, por un instinto poderoso, he sido, soy y seré, lo digo así, brutalmente, porque es la mejor, la más verdadera forma de decirlo, el centro del mundo. Lo que más me interesa es el propio «yo», y el resto debe supeditarse a esta entidad. Pero hay una atenuante a esto, demasiado absoluta quizá, atenuante que me ha permitido llegar a ser lo que soy: cuando las cosas exteriores no pueden o no quieren supeditarse, el «yo» debe aprovechar las circunstancias para seguir siendo centro, a toda costa. Y jugar conmigo es cosa seria.

Dejé a María y a su padre, que me invitaba a comer con ellos, pretextando quehaceres y jurándome tener la última palabra en la cuestión. Para ello, bastaba a mi juicio con cesar, durante un tiempo, toda visita, y esquivar todo encuentro con la altiva moza, aspirante a mi esclavitud, que ella soñaba probablemente redención. Cosa fácil, porque en aquel momento me preocupaba mucho mi porvenir político,   —170→   y más aún porque mi puesto de jefe de policía me daba nociones de la vida -exageradas por lo unilaterales- que no ha escrito el más negro de los pesimistas, que no han expresado ni aun en la redacción de los diarios más chismógrafos. El mejor informado de los repórteres no sabe, en cuanto a la vida privada de los habitantes de una ciudad grande o pequeña, ni lo que sabe el más ínfimo de los policías, y si quisiera novelas o escándalos no tendría más que pasar por ese cedazo, o, mejor dicho, tenerlo en la mano. Se echan pestes contra la policía, pero si ella hablara se acabaría sencillamente la sociedad, minada en sus cimientos, o por lo menos en la parte convencional de sus cimientos, que no es la menos importante. Pero, como educación moral, esta escuela de la policía es, como ya dije, excesiva, porque sólo pone de relieve la parte mala, baja y despreciable de la humanidad, invitando a creer que toda ella es así, sin excepciones, o casi... No se extrañe, pues, que no pudiera tener confianza en una mujer, por pura y altiva que pareciese.

Sin embargo, María había lastimado hondamente mi amor propio. Lo comprendí al encontrarme aquella misma tarde de manos a boca con Vázquez, quien se acercó a saludarme, afectuoso, aunque con el velo de tristeza que ya no lo abandonaba nunca.

-¿Cómo te va?

-¡Mal! -le repliqué.

-¿Qué te pasa?

-Alguien me ha desconceptuado en la opinión de una persona que estimo muy mucho...

-¿El Gobernador?

-¡No te hagas el tonto!

Encogiose de hombros, estuvo un momento callado, y luego murmuró:

-¡Mauricio! Temo que hagas desgraciadas a muchas personas y, lo que es más curioso, que no te conquistes con ello la felicidad... Si aludes a mí, y crees que yo me opongo en cualquiera de tus caminos para cerrarte el paso, te equivocas... Mauricio. Tú has nacido de pie, como dicen nuestros abuelos. Yo no lucho contigo, ni abierta ni solapadamente, porque sería inútil. Tú no emprenderás nunca nada   —171→   en que no estés seguro del éxito e impulsado a ello por las circunstancias. ¡Oh, tú harás siempre lo que quieras!...

-¿Por qué?

-Ya te lo he dicho: Sencillamente, porque nunca querrás sino lo que esté al alcance de tu mano. Eres como un chico que va a la juguetería con el bolsillo lleno, sin proyecto alguno, sin más que un deseo vivo e indeterminado de «tener cosas», y que va tomando todo cuanto le gusta...

-¿Y tú? -dije, no sin ironía.

-Yo tengo, por desgracia, ambiciones determinadas y una línea de conducta. Como sé lo que quiero, es muy probable que no lo consiga, y los demás dirán siempre que me estrello contra las murallas en vez de buscar el portillo que encontraría seguramente abierto...

¡Las ambiciones determinadas de Vázquez! ¡Su línea de conducta!... Ahora las juzgo abstracciones morales y políticas, sin nada positivo, sueños románticos y nada más. Pero entonces no paré mientes en ello, y lo di por admitido, encarando de lleno y francamente el asunto principal.

-¡Hablemos claro! ¿María Blanco?

-Es la muchacha más interesante de la ciudad. Pero está deslumbrada por un espejismo. No trataré de desengañarla. Sí, Mauricio, es verdad, la quiero; pero no desearía unirme a una mujer convenciéndola, sino enamorándola. Convencida, siempre estaría viendo tras de mí, más grande y más hermoso que yo, al príncipe de su cuento azul, por insignificante que fuese en realidad... Y no es tu caso: con tu capital de buen mozo, de inteligente, de elegante, de afortunado, de hombre de posición política, y no sin bienes materiales, no eres un cualquiera. Tienes todos los elementos necesarios para que te hagan un don Juan; porque los don Juan no se hacen ellos mismos: los hacen los demás.

Hube de pegarle. Pero no se burlaba; por el contrario, hablaba amarga, dolorosamente, aunque con entereza. Era ironía de buena ley. Le tendí la mano, y le dije:

-«Sos» un misántropo. Así no irás a ninguna parte.

-¡No quiero! -contestó.

Cualquier otra cosa hubiera sido mejor para mí que ese coloquio, pues me dejó más nervioso que antes, aunque convencido   —172→   de que Pedro no influía para nada en la actitud de María Blanco. «Esperar que lo quieran», así, resueltamente, es como decirse que uno es estatua, monumento... ¡Qué animal! Pero ¿y si tenía conciencia de valer todo eso? ¿Era feliz? ¡Feliz, renunciando a lo que quizá pudiera conquistar! ¿O es que consideraba que la felicidad sólo existe en el equilibrio perfecto, no en la lucha? ¡Bah!...




ArribaAbajo- IX -

La lucha, en cambio, me conviene a mí, es mi elemento. Sé, como el cazador primitivo, estudiar las costumbres de la presa futura, las circunstancias, la atmósfera, los accidentes del terreno, todo cuanto puede contribuir a la satisfacción de mis deseos o ambiciones. Este estudio es, en la práctica, una verdadera lucha, al contrario del que se hace en los bufetes o en las escuelas, puramente especulativo o contemplativo: exige acción continua, atención infatigable, decisión rápida, lo mismo que el de la caza, porque nadie se hace cazador sino cazando.

Ya en aquel entonces, en esos lejanos años juveniles, tenía todas estas cualidades, como habrá podido verse, e iba adquiriendo gran conocimiento del mundo un tanto especial en que actuaba, inspirador de una filosofía sui generis, empíricamente materialista -pese a mi confesión cuando el duelo-, y en cierto modo antisténica, lo que me permitía pasar por algunos detalles que a otros quizá les hubieran parecido molestos, si no indecorosos. Pero no se exagere el alcance de esta otra confesión. Me refiero, sencillamente, a casos como el que, por ejemplo, me presentó el gobernador Correa... Nadie imaginará lo que le ocurrió a este buen señor, embriagado, sin duda, por el mando. Lo daría en mil. Pues simplemente quiso seguir las huellas de su digno antecesor, sin arredrarse ante los resultados, sin escarmentar en cabeza ajena, y quiso profundizar sus vagas ideas pasionales, él, que desde los veintidós años, edad en que se casó, conocía únicamente al sexo femenino por intermedio de misia Carmen, su honesta esposa. ¿Y a quién había de dirigirse, con su inexperiencia   —173→   de cincuentón, sus temores de dar que hablar, su terror pánico a los celos póstumos de su mujer? Una tarde que fui a su despacho me dijo sonriendo, entre desenvuelto y cortado:

-Corren las mentas de que se divierte, Herrera.

-¡Eh! Se hace lo que se puede, Gobernador.

-¡Qué diablo de muchacho! Hace bien de aprovechar, mientras es mozo... Yo también, si pudiese. Pero ya se me pasó el tiempo... Solamente... Solamente me gustaría acompañarlo alguna vez... ¡Oh! Por curiosear, como mosquetero, no más, porque ya no sirvo para nada... Pero, en fin, un rato de vida es vida...

-¡Y a dónde me querría acompañar, Gobernador? -le pregunté por tirarle de la lengua.

-¡Ah! Usted bien sabe... No ha de ser a misa, está claro... Usted tiene tantas buenas relaciones, y ha de ser divertido... ¿No me convida, entonces?

-¡Cómo no! Cuando usted quiera...

Abrevio. Lo más difícil de decir es esto: el Gobernador Correa, como novel aspirante, adoptó las modas después de abandonarlas yo... Y nadie tuvo de qué quejarse, ni yo, ni las modas, ni el Gobernador. Sólo misia Carmen, quizá.

Eacute;sta era una de tantas entre todas mis funciones policiales. Y a propósito, apenas he hablado de mi acción en cuanto al orden y la seguridad. Esto se explica: se ha abusado del género en estos últimos tiempos y no quiero plagiar involuntariamente a Gaboriau, a Conan Doyle, a Leblanc o a Eduardo Gutiérrez. A ellos envío a los que me quieran ver realizando hazañas de pesquisante, pues siempre saldré ganando; quizá, en efecto, no haya hecho nada notable como detective, pero agregaré en mi defensa que nadie me lo exigía. Muy al contrario, a veces se me aconsejaron procedimientos análogos a los del comisario Barraba de Pago Chico, especialmente en asuntos de abigeato. Pero adopté siempre sistemas menos primitivos...

Entretanto, la actitud de Vázquez había producido una especie de rebote en mi espíritu. En vano pensaba yo que aquellos dos espíritus, serios y ponderados, estaban probablemente hechos para unirse, y que una mujer como María,   —174→   llena de principios y de escrúpulos, no era lo que me cuadraba. Había una circunstancia favorable, y mi amor propio de «gallo único» -recuerdo a Ibsen- me obligaba a aprovecharla. Así es que fingí desdén durante una, dos semanas, pero, esforzándome por fingirlo, me iba convenciendo cada vez más -por autosugestión- de que era falso. Y un desdén fingido es simplemente un deseo verdadero. Me puse a desear ardientemente a María; y esto me obcecó hasta extremos incomprensibles, tratándose de un sentimiento que hoy juzgo artificial.

Como un chiquillo romántico, fui a verla arrebatado, después de dos semanas de ausencia, y aprovechando la soledad en que nos encontramos comencé a echarle violentamente en cara su frialdad, su inconsecuencia, todo cuanto se me vino a la boca.

Se puso muy colorada, tembló toda, dejando caer los brazos e inclinando la cabeza, bajo aquel alud de pasión superficial. Me dejó hablar, decir cuanto quise, y un rato después de que callé alzó los ojos, me miró tiernamente y me dijo:

-¿Está tan enojado... de veras?

Creí ver un relámpago de duda en sus pupilas, y me tranquilicé de pronto.

-No estoy enojado -contesté con calma relativa-. Es mi modo de hablar.

-¡Ah!

Se irguió, se puso pálida, y continuó, después de un momento:

-Usted tiene siempre modos de hablar, de portarse, de hacer... Pero anda demasiado aprisa y me trata mal.

-¿Mal, María? ¿No sabe usted que mi mayor deseo es que sea usted la compañera le mi vida? ¡Diga! ¿Quiere ser mi mujer?

-¿Su mujer?

Y después de otra pausa, contestó:

-Pensémoslo más... Hablemos de eso dentro de unos meses... Déjeme la ridiculez de ser algo romántica, repitiéndome los versos de Campoamor: La tierra está cansada de dar flores; necesita algún año de reposo.

  —175→  

-¿Tantas ha dado?

-Alg... unas...

-¿Con Vázquez?

Se separó violentamente, como si la hubiese herido en lo hondo.

-Las flores son la condición de la primavera. ¿Qué importa dónde, cuándo, ni cómo, ni por qué? -dijo amargamente.

-¿Se ha enojado, María? ¡Mire! Y yo que le iba a pedir...

-¿Qué?

-Que nos casáramos... cuando usted quisiera.

-¿Dentro de un año? -preguntó sonriendo como entre nublados.

-¿Dentro de un año? ¡Tanto! Pero si usted quiere... ¿Por qué dentro de un año?

-Porque... no tengo... con-fi-an-za... Mi amigo es muy veleta.

-¡Yo!

-Muy veleta y muy... ¡Ah, Mauricio! ¿Quiere que volvamos a hablar de esto el año que viene? ¿Quiere? ¡Sea buenito!

-Pero María, usted duda de mí, usted piensa que yo...

-No, Mauricio -interrumpió-. Éstas son cuestiones más serias de lo que nosotros creemos. Ahora le diría «sí», pero quizá me arrepintiera más tarde. Dejemos que las cosas lleguen a su punto. ¿Qué importa esperar, si luego no hay que discutir?...

Y he aquí toda la declaración de un temible don Juan. ¿No significa esto que cuando la mujer no quiere?... Resultado: la frecuenté aún más y seguí creyendo haberme enamorado de ella como un loco.

De todos modos, modifiqué notablemente mi conducta, guardando mejor las apariencias y afectando una reserva que no me sentaba mal y que llamó bastante la atención en el círculo de mis relaciones. Durante algunos meses, sólo frecuenté los círculos políticos, la Casa de Gobierno, mi despacho de la jefatura, sin aparecer por el club sino breves instantes. También por entonces me absorbía enormemente   —176→   la cuestión de mi candidatura, que si en un principio pudo parecerme cosa hecha, de pronto comenzó a presentarme dificultades. Había muchos aspirantes y el gobernador Correa se sentía traído y llevado por ellos. Era de buena fe conmigo, pero los que deseaban suplantarme le llenaban la cabeza de objeciones, de chismes y de intrigas. Demasiado muchacho, no tenía antecedentes políticos de valor; mi vida era un semillero de locuras; hacerme elegir sería desconceptuar al gobierno, ya harto malparado, tanto más cuanto que yo ocupaba la jefatura de policía, cosa que haría demasiado evidente la intromisión del gobierno en las elecciones. Algo de todo esto me dijo Correa, pero yo le rebatí victoriosamente todas sus objeciones y muchas otras que podría presentarme.

-Soy joven, es cierto, pero eso no es un obstáculo, ni seré el primer diputado nacional de mi edad. En nuestro país todos los hombres públicos, casi sin excepción, han empezado muy temprano su carrera. Y lo mejor que han hecho lo hicieron cuando jóvenes, cuando tenían más iniciativa y más empuje. En cuanto a mis pretendidas «calaveradas», no son Gobernador, ni más ni menos graves que las que hace todo el mundo, y a usted menos que a nadie pueden sorprenderle, conociendo como conoce la vida privada de tanta gente... Además, pienso casarme pronto con una muchacha virtuosa, inteligente, instruida y de una familia notable.

-Sí, sí; ya sé: la de Blanco.

-¿No le parece esto suficiente garantía de seriedad? ¿No entraré así, en Buenos Aires, en las mejores condiciones sociales y políticas?

-Sí, eso cambia...

-Ahora, ¿que soy jefe de policía de la provincia? Puedo renunciar, si usted quiere, pero esto le traería algún trastorno si no tiene ya bajo la mano un hombre de confianza, que yo le encontraré apenas me elijan. Además, la Constitución no dice que un jefe político no pueda ser electo diputado -agregué, repitiendo un viejo argumento.

-Pero hay que tener muy en cuenta a la oposición...

-¡Bah! ¿Prefiere usted que grite o que mande? Si le hacemos caso, ella será la que gobierne, no nosotros...

  —177→  

-¡Vaya! ¡No hablemos más, Gobernador! Tengo su palabra, y ha de cumplirla, ¿no es verdad?

Dije esto sonriendo y levantándome para dar por terminada la entrevista, como si yo fuera el amo, y con un acento tal que Correa sólo podía interpretar la frase de este modo:

-Me ha dado su palabra, y yo sabré hacérsela cumplir, de grado o por fuerza. ¡Para algo tengo la provincia en la mano!...

-Váyase tranquilo -murmuró el Gobernador, vencido, prometiendo...




ArribaAbajo- X -

Una sola cosa perjudicaba realmente a mi candidatura. Por falta de reflexión, por insuficiente clarividencia del porvenir, tanto en Los Sunchos como en los primeros tiempos de mi vida ciudadana habíame mostrado de un liberalismo quizá excesivo. Cualquiera hubiese dicho entonces que me desayunaba comiéndome un fraile y que cenaba devorando un cura o poco menos. En realidad, no me importaban un ardite, pero creía que esta actitud me daba cierto carácter batallador e independiente que modificaba en mi favor todo cuanto de antipático pudiera haber en mi sumisión a los poderes constituídos y en mi partidismo incondicional. Además, el escepticismo estaba de moda.

Pero desde mi elevado puesto, que me obligaba a la observación de los hechos con documentos reales y positivos, sospeché en un principio -cuando el duelo con Vinuesca- y pude convencerme después de que estaba equivocado. ¿Qué había hecho posible, por ejemplo, la abortada intentona revolucionaria contra el difunto Gobernador Camino? Simplemente, la inclinación del clero hacia las filas opositoras, unos cuantos sermones contra los «infieles» que, amenazando la religión, conducían al país a la ruina. La palabra de los agitadores políticos era sospechosa en las campañas; pero las mismas ideas vertidas desde el púlpito, o difundidas de casa en casa por el señor cura, adquirían una resonancia y una eficacia extremas. Así ha ocurrido siempre en nuestra   —178→   tierra. El hombre sencillo, sin ser practicante, tiene supersticiosa veneración por cuanto sale de la Iglesia, y el escepticismo bonaerense es más superficial y de «moda» que real y profundo. ¡Qué decir entonces de las provincias, que han conservado mucho más el carácter español, y donde en aquel tiempo no había una casa que no estuviese llena de crucifijos, santos de talla y vírgenes de bulto! ¡Qué torpe y qué tonto había sido yo, descuidando y aun enajenándome tan poderosas voluntades! Era preciso corregir aquello, a todo trance, pero con la suficiente habilidad para que mi actitud, si fuera criticada, me sirviese aun más que si pasara inadvertida.

Doña Gertrudis Zapata había ido entregándose cada vez más a la religión, hasta llegar a un feroz fanatismo. Vestía el hábito del Carmen, comíase a todos los santos, no salía de las iglesias, llevaba de casa en casa el Niño Dios en bandeja, pidiendo limosna para la fábrica de tal o cual templo, adornaba altares, visitaba a las monjas, hacía escapularios. Las malas lenguas decían que los viernes ponía calzones al gallo de su corral y que durante la Semana Santa lo tenía enjaulado en el jardín. La casa de don Claudio, quien seguía desempeñando las funciones de juez de paz, estaba siempre llena de curas y frailes, y los domingos había en ella gran almuerzo, de cazuela, chanfaina y empanadas, al que asistían dos o tres sacerdotes de significación, el padre predicador más sonado, el curita de mayor influencia, las autoridades eclesiásticas, en fin, el mismo obispo se había dignado aceptar una o dos veces la humilde invitación de misia Gertrudis, que en esas ocasiones echó la casa por la ventana haciendo un menú sardanapalesco. Equilibrábase así la zorrería de don Claudio con la santidad de su mujer, y todo marchaba a las mil maravillas.

Yo los había visitado de vez en cuando para oír, como se sabe de boca del mismo autor, la narración de alguna de las sentencias notables de Zapata, de modo que cuando me mostré más asiduo no llamé la atención a nadie. De este modo estreché relaciones que más tarde habían de serme utilísimas, con el buen padre fray Pedro Arosa, mi antiguo conocido, franciscano regordete y jovial que era entonces el   —179→   «pico de oro» de la provincia, con el cura Ferreira, largo, flaco, triste y silencioso, y con otros sacerdotes de mayor o menor cuantía. Reservado en un principio, demostreles el mayor respeto, no exento de dignidad, escuché sus opiniones, se las pedí a veces, y me permití discutirlas con la mayor reverencia, cuidando de darme por vencido y convencido al fin. Esta táctica me conquistó del todo sus voluntades, tanto más cuanto que no veían o aparentaban no ver dónde iba yo a parar. Mi plan era tan sencillo, tan instintivo, que yo mismo no hubiera acertado a explicarlo sino como una simple tontería. Había visto una fuerza que podía serme útil y me colocaba en situación tal que pudiera servirme en un momento dado. Otros correligionarios no lo pensaron, ¡tanto peor para ellos!

En el curso de mi vida me han llamado «aprovechador de circunstancias». Lo cierto es, por una parte -ya lo saben ustedes-, que no las he desdeñado nunca, y por otra que a veces he solido verlas venir desde muy lejos, y nunca he reñido con ellas antes de tiempo. ¡Aprovechar las circunstancias! ¡Pero si eso es sólo saber vivir la vida! ¡Vislumbrar las que han de producirse! ¡Pero si eso es tener talento político! ¿Qué han hecho los «reformadores», los «creadores de circunstancias», en nuestro país y en todas partes, sino ir a la inmolación o ponerse sencillamente en ridículo?...

Fray Pedro Arosa, el más inteligente de la tertulia, quiso saber a qué atenerse respecto de mí, y un día me sometió a un amable interrogatorio, como si hablara de cosas indiferentes.

-Muchos hay -me dijo- que no creen ciegamente en los sagrados misterios de nuestra religión, pero que tampoco se atreven a negarlos y les tributan el más profundo respeto. Esperan el «estado de gracia», que, dada su situación, no puede tardar en llegarles. Entretanto, se sienten desgraciados -así debe decirse- porque les falta la inefable satisfacción de todos los momentos que sólo puede darles la fe.

Pisé el palito, contestando distraído que yo me hallaba precisamente en esa situación, que quería creer, pero que no podía librarme de toda duda. Veneraba la Iglesia -había dado pruebas de ello-, pero se me hacía difícil admitir todo   —180→   su credo, probablemente porque no me hallaba en el susodicho «estado de gracia».

-¿Por qué no frecuenta más los sacramentos? -preguntó campechanamente el padre Arosa.

-¿Cómo dice, padre?

-¿Por qué no se confiesa y comulga más a menudo? Cuando se está con un pie dentro y otro fuera de nuestra santa religión, hay que hacer un esfuerzo. El estado de gracia viene de lo alto, repentinamente, como a San Pablo en el camino de Damasco, pero también puede obtenerse mediante la oración y las prácticas religiosas. La fe, la convicción, se logra con la voluntad de la evidencia, y trae consigo innumerables satisfacciones, morales y materiales. ¿Qué gana usted con su indiferentismo? No servir ni para Dios ni para el diablo, como dicen los paisanos, con este aditamento: que el que no está con Dios está contra él.

-¡Santas palabras! -exclamó misia Gertrudis-. ¡Con razón le dicen «pico de oro», padre! Ni fray Marcolino hubiera hablado mejor. Pero este Mauricio ha sido siempre algo hereje, y no se dejará convencer hasta que no vea cerca su última hora.

-¿Por qué dice eso, misia Gertrudis? He hecho como todo el mundo, pero eso no quiere decir que sea un hereje.

-No. No es el caso -repuso fray Pedro-. La herejía es otra cosa muy distinta, como es distinta la incredulidad. Aquí estamos frente a un acabado ejemplo de indiferentismo. Frecuente los sacramentos y ese estado enfermizo de su alma irá cediendo poco a poco o rápidamente ¡quién lo sabe!, a la celestial medicina.

-Lo haré, padre, y quiero creer que esa medicina, como usted la llama, me traerá la paz y la felicidad.

-Así en la tierra como en el cielo; no lo dude usted, hijo mío. Dios premia a sus servidores, sin contar, como padre generoso y amante.

Pocas noches después fui a visitarlo al convento, y me confesé con él. París vale bien una misa. Por otra parte la confesión no me repugnaba, desde que el padre Arosa estaba ya muy al corriente de mi vida. En efecto, nada de lo nuevo que le conté le sorprendió, quizá porque ya lo sabía,   —181→   quizá porque en su carrera de confesor había oído cosas mucho más gordas que mis travesuras. Temí un momento, como en mi primera confesión, que me ordenara casarme con Teresa, pero no lo hizo, sin duda convencido de que un matrimonio sin amor no sería más que un semillero de pecados mortales. Lo único que me recomendó fue que huyera de las tentaciones, pues la ocasión es el arma por excelencia del demonio...

-Debes frecuentar la iglesia, tener piadosas conversaciones, dedicarte a la oración, leer libros que eleven tu espíritu. No quiero decirte que te hagas un anacoreta, ni un místico, no. También ha habido santos en la sociedad, y la alegría y los placeres lícitos no dañan al buen cristiano. La religión necesita servidores en el mundo, no sólo en la Iglesia. Reza el Confiteor y ve en paz. Ego te absolvo, in nomine...

La noticia de mi definitiva conversión se divulgó rápidamente de sacristía en sacristía y de convento en convento, y no tardó en trascender hasta el público. Muchos liberales la creyeron cuento y no le atribuyeron importancia alguna. Y cuando el hecho se confirmó, ya todo el mundo estaba acostumbrado a él.

Mi temible enemigo era, pues, mi aliado. El camino a la diputación nacional quedaba abierto y sin obstáculos.




ArribaAbajo- XI -

Aunque lo esperaba de un momento a otro, no supe sino algo más tarde que el partido católico de la provincia apoyaría indirectamente mi candidatura. Digo indirectamente, y voy a explicar por qué. Desde mucho tiempo atrás, la oposición no se presentaba a las elecciones o salía afrentosamente derrotada apenas trataba de dar señales de vida. Con las mesas totalmente gobiernistas, la policía nuestra, los jueces nuestros, sin grandes gastos de movilización de gente, el triunfo nos pertenecía sin disputa: bastaba con que los escrutadores copiaran los registros durante un par de horas. Pero si la oposición propiamente dicha no tenía ingerencia alguna en la elección, el partido político en particular era influyente, sobre todo antes de la elección, es decir, en la   —182→   designación de candidatos. En el partido del gobierno, así como en los demás, había muchos de sus miembros, gente por lo general rica y conservadora, de elevada posición social, y cuyos consejos se escuchaban siempre y se seguían a menudo. La opinión de éstos en cuanto a hombres y cosas se consideraba el exponente de lo que el pueblo podía tolerar. Algo que provocara su violenta desaprobación sería necesariamente inaguantable para los demás. Podían, pues, hacer con éxito la guerra a mi candidatura, antes de que saliera a luz, ya que no en los comicios. Esto lo temí siempre hasta una conversación que tuve con fray Pedro Arosa.

-¿Ha oído usted hablar -me preguntó una tarde- de un proyecto de ley de divorcio que va a presentarse al Congreso, y que completaría la iniquidad de la ley de matrimonio civil? ¿Sabe usted si el Presidente está dispuesto a apoyarlo?

-No lo creo -repliqué-. El Presidente debe tener en la actualidad otras preocupaciones. En cuanto al proyecto, existe, pero lo considero un simple tanteo de la opinión, un preparativo para más tarde...

-¡Pues ni como tanteo! -gritó el padre Arosa-. Los «tanteos» preparan las «realizaciones»... ¡Esos herejes, relapsos, merecerían un terrible castigo! ¡Es necesario que su tentativa fracase ruidosa, totalmente! Están minando el edificio de la Iglesia, el templo del Señor, que aplastará al país con sus ruinas. ¡El día que se acabe la religión, esta República habrá dejado de existir, será un pueblo muerto, abandonado de la mano de Dios! ¡El divorcio! ¿Sabe usted lo que es el divorcio? ¡La disolución de la familia, la anarquía de la sociedad, el olvido de todas las tradiciones, el ateísmo en auge! La mujer, sin el freno del matrimonio, no irá a buscar consuelo y confortación en la iglesia, arrastrada como se verá por el torrente de una vida de aventuras, corriendo como irá tras de una felicidad terrena que se le ofrecerá engañosamente, en sustitución de la dicha celestial que es, hoy por hoy, la única que espera... ¡Hay que hacer que ese proyecto caiga de tal modo bajo la condenación general, que nadie se atreva, en muchos años, a volver a presentarlo!... ¡Vaya con el «tanteíto»!...

-Si llego a ir al Congreso, como espero, me dedicaré exclusivamente   —183→   al triunfo de la buena causa, y el divorcio no tendrá enemigo más resuelto -dije con unción.

-¿Aunque el Presidente lo apoye?

-En cuestiones de conciencia, los partidos no tienen que entrometerse. Yo encontraré el medio de hacer que el Presidente deje a sus partidarios en plena libertad en esta cuestión.

-¡Es tan liberalote! ¡En su provincia se mostró siempre tan enemigo nuestro!

-Eran otros tiempos. Y además, padre, tenía que propiciarse el pueblo bajo, en vista de la Presidencia... Ahora no querrá mezclar a la cuestión política una especie de guerra de religión, ni enajenarse la voluntad femenina, inclinada a él por el apogeo del lujo y la riqueza, por el brillo de una vida de holgura y diversiones... amén de otras cosas...

-Puede que eso sea verdad. En fin, ya que está usted animado de tan buenas intenciones, es preciso que vaya al Congreso. Allí hacen falta hombres como usted.

No oculté mi satisfacción. Fray Pedro, recobrando su bonhomía y regocijo acostumbrados, agregó, sonriente:

-¿No le parecería bueno hacer un viajecito a Buenos Aires? Yo creo muy útil que se vea con el Presidente y le hable de cómo recibiríamos el proyecto de divorcio. ¡Oh! ¡Como simple informe, sin meterse en honduras! Tanto más cuanto que sería magnífico que el Presidente se mostrara favorable a su elección.

¡Gran consejo! Ungido por el Presidente, ni Correa ni nadie sería capaz de ponerse en mi camino.

-Iré esta misma semana -dije-. Cuente conmigo, padre.

-¡Dios te lo pagará!

Entretanto María no había cambiado de actitud... Amable, afectuosa, me recibía como a un buen amigo, y sólo de vez en cuando pasaba -pronto reprimida- una promesa por sus ojos. Y aquella misma tarde, cuando fui a verla como de costumbre, me dijo con cierta gravedad:

-Ayer incidentalmente, habló Papá de que está usted muy religioso, ¿es cierto?

-No tengo por qué ocultarlo: he vuelto al seno de la   —184→   Iglesia, como dicen los sacerdotes, María -contesté en tono de broma.

-¿No se enojará si le hago algunas preguntas, que han de parecerle indiscretas?

-¡Qué esperanza!

-Dígame, pues: ¿usted cree, de veras, en todo lo que enseña la religión?

-Sí, creo -dije tanto más resueltamente cuanto que no quería dejar ver mi vacilación-. ¿Por qué me lo pregunta?

-Porque me parece bastante extraño. Muchas veces le he oído hablar con incredulidad y hasta con burla de más de un misterio, de más de un dogma.

-Extravíos de la juventud... Las malas lecturas... Uno vuelve siempre a sus primeras creencias, a lo que le enseñó la madre, cuando niño...

-¡Ah!

-Siempre queda allá en el fondo un resto de fe, que florece y fructifica en determinadas circunstancias. Ya sabe usted que quiero hacerme hombre serio, María.

-Sí, sí. Eso debe también ser un motivo... Pero ¿no se puede ser serio sin ser religioso? Papá no cree, por lo menos él lo dice, y sin embargo lo considero grave, bueno, honrado y puro... Me afligiría que cambiara de modo de pensar, sin una causa evidente y convincente...

-Lo que quiere decir que le desagradan mis ideas actuales, María. ¿Lo que quiere decir que usted tampoco cree?

-Yo creo... Yo creo... La verdad es que nunca, hasta hoy, me he puesto a examinar esa cuestión. Tomé sin discusión lo que me enseñaron, y todavía no estoy preparada para discutir. Los mandamientos de la Ley de Dios son justos y santos, esto me basta. Los considero la regla de conducirse bien en la vida, y me someto a ello como a una disciplina salvadora... Pero si llegara a dudar de los artículos de la fe, me parece tan difícil que volviera a creer en ellos de la noche a la mañana... ¡En fin! Estas cuestiones no son muy entretenidas que digamos. Dejémoslas, Herrera, que nada adelantamos con eso.

Mucho me sorprendió esta conversación, y la expresión de desgano y tristeza que vi en la cara de María. ¿La habría   —185→   mordido «el demonio implacable de la duda»? ¿Desmerecía yo en su concepto con mi actitud? ¡Imposible! La mujer es creyente en nuestro país, y recuerdo que, cuando incidentalmente criticaba yo o satirizaba la religión en su presencia, María me llamaba al orden, diciendo que no debía hacer burla de las «cosas respetables».

Pero ¿quién entiende a las mujeres? Cualquiera diría que aquella muchacha sospechaba de mi sinceridad, vislumbraba un sentido oculto y utilitario en mi conversión, y abrigaba temores respecto de mi carácter y de mi conducta futura para con ella. Quise poner esto en claro, y, anunciándole mi próximo viaje a Buenos Aires, la dije que, según todas las probabilidades, sería electo diputado al Congreso.

-Ya lo sabía y lo felicito, Herrera. En el Congreso puede hacer mucho por el país.

-Lo dice usted sin interés ni entusiasmo.

-¡Vaya! No es cosa tan del otro mundo. Ser diputado no significa nada... Es un buen empleo, nada más... Eso si no se halla manera de elevarlo hasta la altura de una misión, y de servirse de él como de una herramienta poderosa para hacer el bien.

-Así lo haría yo, si tuviera quien me confortara e inspirara. ¿Quiere usted ser mi apoyo y mi inspiradora? ¿Quiere ser mi mujer en cuanto me elijan, y entrar del brazo conmigo en Buenos Aires?

Me miró con fijeza tranquila y severa.

-Ya se lo he dicho, Mauricio. Le contestaré dentro de un año. Quiero... estar segura de mí misma... y de los demás.

-¡Me hace usted desesperar! -dije, tomando el sombrero-. ¿Es su última palabra?

-¡No, pues! La última se la diré dentro de un año.

-¿Y será que no?

-Creo, espero lo contrario, Herrera -contestó con blandura, tendiéndome la mano.

¡Curiosa mujer! No me cabía duda de que me quisiera, pero diríase que en ella más podía la reflexión que el sentimiento. Había una lucha ardiente entre su corazón y su cabeza, y ésta era tan encarnizada que repercutía en su físico, adelgazándola, y en su moral, entristeciéndola. Nunca,   —186→   en mi vida, he hallado otra mujer como aquélla, ni en las que conocí íntimamente, ni en las que pude observar en sus relaciones con los demás. ¡Qué diferencia con Teresa, por ejemplo! Toda confianza, toda ingenuidad, algo tonta, muy ignorante, la otra se daba entera, sin reticencia, sin reflexión, sin condiciones, como un ser primitivo que se deja llevar por los sentimientos, por las circunstancias. María, en cambio, pura y también candorosa a su modo, tenía, sin embargo, la intuición de no dejarse arrastrar por sus sensaciones e impresiones, estaba en guardia contra peligros desconocidos, quizá imaginarios, y me resultaba una criatura artificial, una especie de coqueta terrible, porque filosofaba y ponía en práctica su filosofía.

Sabia coquetería, en caso de serlo. Su actitud me ligaba cada vez más a ella, y mi voluntad iba violentamente a su conquista, por cualquier medio.

Esta situación se complicó, se hizo más vidriosa y desagradable, desde una visita de don Evaristo en mi despacho, análoga, pero ¡qué diferente!, a la del viejo Rivas.

-Mi querido Mauricio -díjome Blanco, afectuosamente-. Debo hablarle de un asunto de importancia. Quizá le pueda molestar, pero le ruego que no tome a mal mis palabras y que se ponga en mi lugar de padre con imprescriptibles obligaciones.

-¡Hable usted con toda libertad, don Evaristo! -exclamé sin sospechar aún lo que me diría, aunque sabiendo de quién se trataba.

La vida tiene ironías inesperadas, que resultarían cómicas, si uno pudiese considerarlas desde fuera, con ánimo sereno. La escena con Blanco era, más que una ironía, un sarcasmo. Iba a decirme que como mi asiduidad en su casa se prolongaba demasiado y comprometía a su hija, era necesario que explicara mis intenciones, pidiera la mano de la niña o me retirara, como cuadra a un caballero. Todo el mundo me consideraba novio de María, y algunos pretendientes serios se habían retirado, al verme en tal pie de intimidad. Él no tenía prisa en casar a María ¡muy al contrario!, pero deseaba aclarar la situación y no verla en una posición anómala sin que ni él ni ella tuvieran la menor culpa.

  —187→  

Le dejé hablar con su calma sentenciosa de siempre, sabiendo que no le agradaba ser interrumpido. Puntualizó su discurso con esa minuciosidad provinciana y ese acento oratorio que es todavía atributo de algunos viejos chapados a la antigua y olvidados por la muerte. Cuando con una larga pausa y una mirada invitadora señaló que había terminado, repliqué, muy grave:

-Todo eso está muy bien, don Evaristo, tan bien que no vacilaría en pedirle ahora mismo la mano de María, considerándome muy honrado en obtenerla, pero... Pero es el caso que no puedo hacerlo, por ahora.

-¡Cómo así! ¿Por qué? -preguntó sobresaltado.

-Porque ella misma me lo impide. Le he pedido que nos casemos inmediatamente, sin pérdida de tiempo, pero a todas mis súplicas contesta que resolverá dentro de un año. Sin quitarme las esperanzas, no me las quiere confirmar tampoco...

-¡Es posible!... Pues no me doy cuenta de qué locura...

Y se interrumpió en seco, al comprender que iba a hablar mal de su hija, a penetrar con cierto impudor en su fuero interno de mujer, cayendo luego en honda meditación como si el inesperado problema lo dejara perplejo. Convencido, sin duda, de nuestro amor recíproco, no había querido interrogar a María, con ese exceso de pudor de ciertos padres criollos, que no dejando escapar ante sus hijas ni la menor palabra referente al «galanteo», digámoslo así, son más incapaces aún de someterlas a un interrogatorio siempre escabroso, por más tacto que se tenga.

Había respetado, pues, hasta el extremo, su reserva pudorosa, su candor que se imaginaría probablemente integral, cuando la nueva Rosina, lo mismo que su antepasada, manejaba sus asuntos sentimentales como una mujer hecha y derecha, experimentada en amorosas lides. ¡Que tanto puede el misterio!

-En ese caso -dijo por fin el viejo, llegando a una crisis de su meditación-, en ese caso doy por pedida la mano de María. Yo hablaré con ella, haré que me diga sí o no, o por lo menos sabré qué piensa...

  —188→  

-Creo que su intervención, don Evaristo, será inútil... y perdone. María me ha declarado que está resuelta a no acortar el plazo...

-¡Oh! Estas muchachas... ¡Miren en qué situación me ha puesto!... Pero las cosas no pueden seguir así, hay que definirlas de una vez... En cuanto a usted, mi querido Mauricio, le ruego que no complique más el problema con tan frecuentes visitas. Nada se pierde con ello; al contrario, es posible que así se arreglen las cosas mucho más pronto...

Se fue el buen hombre, y yo quedé riendo de rabia por la irónica comunicación, y ardiendo en deseos de asistir al coloquio revelador que iban a tener padre e hija. En la imposibilidad de escucharlo, traté de encontrarme al día siguiente con Blanco, lo que no era muy difícil, pues todas las tardes salía a caminar. A mis preguntas, contestó evasivamente, con aparente franqueza:

-Dice que los dos son muy jóvenes todavía. Que tienen tiempo para casarse. Que quiere conocerlo más, para no lamentar después una equivocación...

Hoy me alegro infinito de estas reticencias y dudas de María. La mujer debe entregarse sin condiciones al marido, y no someterlo eternamente a la crítica, porque de otro modo ni él ni ella podrán nunca ser felices. Éste debía ser el fondo del pensamiento de Vázquez, al decir que no quería conquistar a una mujer «convenciéndola» sino «enamorándola». Pero entonces mis sentimientos llegaron a exagerar todos sus caracteres apasionados ya, y me pareció imposible vivir sin María, no vencer ese primer obstáculo opuesto a la realización de mi voluntad, hasta entonces siempre vencedora.

Ajustándome, pues, a los deseos manifestados por don Evaristo, y siguiendo una táctica que aún me parecía eficaz, pese a su fracaso anterior, no fui a ver a María, sino el día antes de marcharme a Buenos Aires. Estuve pocos minutos y me despedí diciendo:

-Espero que a mi vuelta de la capital habrá variado de idea; mi vida está devorada por la impaciencia y resulta intolerable.

  —189→  

-¿Por qué impacientarse, Herrera, deseando iniciar una cosa que, si empezara, tendría luego que durar toda la vida? Es usted muy arrebatado.

-Y usted demasiado indiferente. Adiós, María.




ArribaAbajo- XII -

La capital me atraía poderosamente, por su vida más amplia y más libre, su movimiento, sus diversiones, su buen humor aparente que contrasta con la amodorrada gravedad provinciana, pero nunca produjo en mí tanto efecto de atracción como aquella vez, sin duda porque ya vislumbraba próxima la hora en que emprendería su conquista. Pisé sus aceras con paso firme, de propietario, y me sentí más familiarizado que nunca con aquel torbellino que en un principio me mareara, desconcertándome. Una nueva vida parecía empezar para mí, excitando mi orgullo, y con la frente alta miraba la ciudad como cosa mía.

-¿Soy provinciano? -me preguntaba, recorriendo aquellas calles animadas que diez o veinte años más tarde iban a convertirse en tumultuosas-. ¿Y ese epíteto de provinciano significaría que esto no me pertenece como al mejor entre los mejores? ¡Bah! Ésas son tonterías que sólo sirven para alimentar la conversación de los fogones y las salas de aldea. Aunque no tuviera antepasados porteños, en cuanto me pasara el primer mareo de la multitud, me encontraría en casa, como todos los del interior que han triunfado, y que sólo utilitariamente mantuvieron el antagonismo tradicional. ¿Qué es lo «porteño», sino la suma de los mejores esfuerzos de todo el país? ¡Vamos! Desde el ochenta, más gozan de Buenos Aires los provincianos que los bonaerenses, como gozan menos de París los parisienses que los forasteros. Buenos Aires es una resultancia, y yo la quiero, y todos debemos quererla, hasta por egoísmo, porque todos colaboramos o hemos colaborado en la tarea de su realización. ¡Una capital con la quinta parte de la población de un país que es un mundo, capital que, sin embargo, vive en la abundancia, en el lujo, en la esplendidez! ¡Qué ciudad, qué país, qué   —190→   maravilla!... Quererla mal es renegar de la propia obra, es no saber lo que estamos haciendo...

La ciudad de provincia quedaba lejos, muy lejos, allá atrás, y el mismo recuerdo de María se esfumaba como algo que comenzara a ser remoto. El grande hombre del interior iba a ser grande hombre de la capital, centuplicando su importancia sin trabajo, conducido por el curso natural de las cosas... Pero ¿y si el Presidente?... ¡No! No había nada que temer: me daría su confirmación, pues le constaba que lo había servido y lo serviría incondicionalmente, mientras ocupara el poder. Después, no podía forjarse ilusiones; su sucesor lo arrumbaría en cualquier rincón, como él mismo había hecho con su antecesor, como lo hicieron casi todos antes, en la corta serie de los presidentes. Lo importante para él era contar durante su período con hombres probados y prepararse a volver en las mejores condiciones posibles a la vida privada... Pero ¿no sería peligroso hablarle de lo que me había encargado fray Pedro? ¿No consideraría aquello como una falta de disciplina? ¿Qué pensaba del divorcio? ¿Deseaba implantarlo realmente? ¡Bah! Todo es cuestión de tantear el terreno con destreza y no precipitarse, teniendo en cuenta, además, que una medida tan radical no es de su temperamento...

Fui a verlo en su casa particular al día siguiente y en cuanto hice pasar mi tarjeta me recibió. Era un hombre joven, bien parecido, de mirada suave y bondadosa, muy campechano y afable. Hablaba con cierto dejo provinciano que no carecía de gracia, y accionaba con viveza cuando decía algo interesante, acentuando entonces más las sílabas. Vestía bien, sin excesivo atildamiento, y no llevaba nada aparatoso ni llamativo sobre su persona. Me tendió la mano, con ademán resuelto y franco, me hizo sentar junto a él en un sofá, y entró inmediatamente en materia, preguntándome -cual si ésta fuera una «Guía de la Conversación» de los presidentes- cómo andaban las cosas en mi provincia y cómo se presentarían las próximas elecciones nacionales.

Exageré la paz y la bienandanza de que gozábamos, la fidelidad del pueblo a su gobierno, la riqueza que fluía de todas partes, la floreciente situación de los Bancos, el progreso   —191→   que avanzaba vertiginosamente. En cuanto a las elecciones, procurarían un nuevo triunfo a nuestro partido, del que él era tan digno jefe, aunque entre los candidatos hubiera alguno o algunos de escaso mérito.

-¿Por ejemplo, cuál? -me preguntó extrañado.

-Por ejemplo, éste su servidor, Presidente -dije, mirándole al soslayo, para sorprender la impresión que le causaba.

Se echó a reír.

-¡Vaya una modestia, amigo! -me contestó-. Usted hará muy buen papel en la Cámara... mejor que muchos otros. Ya me han escrito sobre su candidatura, que me satisface, porque usted es un hombre con quien se puede contar.

-¡Oh, en cuanto a eso!...

-Pero, dígame lo que pasa por allá. ¿Cómo se porta el gobernador Correa?

Iniciose, entonces, una larga plática, él preguntando, yo dándole detalles de todo género, haciendo retratos más o menos parecidos de mis comprovincianos influyentes, contándole las últimas anécdotas y los últimos escándalos. Era curioso y se divertía muchísimo con aquella chismografía político-social, que yo manejaba como un maestro. Aproveché la circunstancia para informarlo de la actitud del clero y del partido católico ante el anuncio del proyecto de ley de divorcio.

-Pero no ve, amigo, cómo nos atacan los clericales -exclamó con un ademán violento y poniéndose ligeramente encarnado-. ¡Nunca se ha visto!... Hacen política hasta en el púlpito, y hay que darles una lección... Están demasiado engreídos (engréidos, pronunciaba él), y no quiero que en mi gobierno haya nadie que se ría de mí.

-¿Y no cree usted, Presidente, que atacándolos así, en lo más vivo, no se portarán peor? Todavía si el proyecto se lanzara sin el apoyo ostensible del gobierno...

-Eso es lo que hará, precisamente... No tengo interés mayor en la ley. Pero al sentir esa amenaza comprenderán que sólo yo puedo desvanecerla o alejarla indefinidamente.

-¿De modo que nuestros diputados podrán votar como les parezca?

  —192→  

-Naturalmente. Lo que importa es el debate, un gran debate que entretenga la opinión. Prepárese, amigo Herrera, pues ése será un lindo estreno para usted.

Salí radiante de alegría, y corrí al hotel a escribir a Correa, a los amigos, para comunicarles que el Presidente me había ungido diputado. Todo temor desaparecía: era como si ya tuviese el diploma en el bolsillo. También escribí al padre Arosa, diciéndole que todo había pasado de acuerdo con nuestros deseos, y a de la Espada, pidiéndole que lanzara abiertamente mi candidatura en Los Tiempos, sin esperar a que el Comité me proclamase. ¡Me reía yo de todos los comités, de todos los gobernadores de provincia, de todos los candidatos de sí mismos!

Pasé en Buenos Aires una semana encantadora, corriendo de un teatro a una tertulia, de una visita a un paseo, de un club a alguna libre y amena reunión femenina, derrochando dinero como sólo se ha derrochado en aquella época delirante y magnífica, que la mala suerte vino a interrumpir, pero que pudo ser, sin la intervención de la fatalidad, el comienzo de una era grandiosa que pareció reiniciarse diez o quince años después. Un entorpecimiento, una momentánea escasez de dinero provocada por varias malas cosechas, hizo poco más tarde que todo el edificio cimentado en el crédito, pero que se hubiera consolidado echando profundas raíces, se viniera abajo de la noche a la mañana, y pusiera en grave peligro la misma estabilidad de nuestro partido, es decir, del único que tiene suficientes fuerzas para gobernar el país, experiencia profunda y clara comprensión de cómo deben dirigirse sus progresos. ¡Lamentable aventura, que me hizo pasar las horas más amargas de mi vida! Pero aún estábamos lejos de tan penosa situación, y Buenos Aires se divertía bulliciosamente, a despecho de la prédica incendiaria de algunos periódicos, y al amparo de una policía fuerte y admirablemente organizada, cuya severidad era motivo de odio para el populacho que la oposición trataba de anarquizar.

Cuando volví a mi provincia, había gastado lo que allí me bastaría para vivir con rumbo seis meses, por lo menos. Poco me importaba. Mis terrenos y casas nuevas de Los Sunchos, sin darme sino muy escasa renta, se valorizaban   —193→   día a día, y no tardarían en constituirme una regular fortuna que, bien utilizada en especulaciones que Buenos Aires ofrecía fácil y seguramente, harían de mí en poco tiempo un hombre muy rico. El porvenir estaba asegurado, o, por lo menos, así lo creía yo.

Para asegurarlo más, siguiendo la corriente de la época, había sacado dinero de los Bancos, no sólo en el de la provincia, sino también en el Nacional, unas veces con mi firma -las menos-, otras con las de algunos servidores de confianza, para ponerme al abrigo de todo evento, y no con la intención de suspender las amortizaciones, salvo caso de fuerza mayor. ¿Por qué había de permitir que una casualidad pudiera arruinarme, cuando muchos en peor posición política que yo no corrían riesgo alguno, usando de cuanto dinero necesitaban? Además, con aquello no hacía daño a nadie, y esas sumas me permitían edificar, especular, aumentar el número y la extensión de mis propiedades...

Vuelto a la ciudad, mi primera visita fue para María, que me recibió como me había despedido, amistosa pero fríamente, con una reserva que se esforzaba al propio tiempo por mantener y disimular. Estaba evidentemente en guardia; pero ¿contra qué? Hay misterios incomprensibles en el alma femenina.

Fray Pedro, a quien fui a ver en seguida, me abrumó a preguntas, y sólo se tranquilizó cuando le dije lo que se proponía el Presidente: amenazarlos para mostrarse después buen príncipe y atraerlos a su lado, o por lo menos neutralizarlos en la fiera campaña de oposición que se iniciaba entonces.

-¡Bien, muy bien! Pero no conseguirá ni lo uno ni lo otro, ni la ley, ni... lo que se propone con ese espantajo. No se puede encender una vela a Dios y otra al diablo, y sus pretensiones demuestran que sigue tan hereje como antes.

Mi candidatura estaba proclamada y mi despacho de la policía, lo mismo que mi casa particular, se hallaban continuamente llenos de gente, de amigos adventicios, deslumbrados por mi rápida fortuna, y a quienes Zapata hacía los honores, dándoles el tono y el compás en el coro de mis alabanzas, y haciendo que se atiborraran de mate dulce y   —194→   de ginebra con agua y panal. Mi gloria estaba en su apogeo. Yo era, si no el más importante, uno de los personajes más importantes de la provincia: todo el mundo me aseguraba que iba a votar por mí, y me pedía alguna cosa para cuando estuviera en Buenos Aires, un empleo para el hijo o el pariente, una pensión para la viuda, la huérfana o la hermana de un guerrero del Paraguay, que probablemente no había salido de su casa, una recomendación para que le descontaran en el Banco, mi apoyo para un pedido de concesión o de privilegio, cátedras en los Colegios Nacionales, en las Escuelas Normales y hasta en las Universidades, cuanto Dios crió y las administraciones humanas inventaron desde que el mundo es mundo. Hubiérase dicho que yo tenía el cuerpo de Amaltea, o la varita de virtud, y creo que durante un tiempo fui más rodeado que Camino, e incomparablemente más que Correa.

Yo a todos decía que sí.

Cuando se va subiendo en política, hay que acceder a cuanto se nos pide. Basta con reservarse la ocasión de hacerlo, que siempre llega en los tiempos indefinidos... Sólo que suele llegar tarde para los interesados.




ArribaAbajo- XIII -

En cambio, mi candidatura había hecho pésimo efecto en los diarios de oposición, que me llenaban de improperios, lo mismo que a los otros candidatos situacionistas. La prensa bonaerense nos zurraba también, incitada por sus corresponsales, eco molesto del periodismo local. El diario católico de la ciudad, entretanto, me perdonaba a mí solo, atacando con singular violencia a mis futuros colegas, que al fin y al cabo no valían ni mucho menos ni mucho más que yo, en cuanto a preparación, dotes intelectuales y morales y principios políticos. Como Correa, cuyas inútiles veleidades de dejarme plantado se desvanecieron una vez conocida la voluntad presidencial, me sonreía como al elegido de su corazón, y hacía cuanto estaba en su mano para ayudarme, los ataques recrudecieron, diciendo los diarios que él era el   —195→   más empeñado en mi triunfo y que yo debía considerarme «su hijo... político», agregando que ésta era la mayor vejación que se hubiese hecho sufrir a la provincia. Aunque esto pudiera no haberme importado, pues tenía segura mi «banca» en el Congreso, no me avine a dejar pasar sin castigo todas estas impertinencias, y, empuñando mi mejor tajada pluma, y mojándola en bilis y veneno, inicié aquellas célebres «Semblanzas contemporáneas» cuya serie forma una galería de retratos satíricos de los prohombres de la oposición de mi provincia.

Allí salían a bailar todas sus ridiculeces, sus defectos morales y físicos, y hasta los detalles más o menos pintorescos y escabrosos de su vida privada. Tuve para esto dos colaboradores eximios en don Claudio Zapata y misia Gertrudis, que conocían la vida y milagros de la provincia entera, desde tres generaciones atrás. Aparte la genealogía minuciosa de cada familia, sabían todos los escándalos verdaderos y calumniosos, presentes, pasados y hasta futuros de cada uno de nuestros comprovincianos de significación.

-¿Qué se puede decir de Fulano, misia Gertrudis?

-Que es un mulatillo y nada más. El abuelo era un negro liberto de los Bermúdez, que entró de sacristán en San Francisco. Los buenos padres enseñaron a leer y escribir a los hijos, que se hicieron comerciantes en un boliche de almacén y pulpería, y ganaron platita. Me acuerdo que, cuando muchacha, al pasar el padre de este personaje de hoy, le cantábamos para hacerlo rabiar:


La Habana se v'a perder
la culpa tiene el dinero:
los negros quieren ser blancos,
los mulatos caballeros.

Tenía el odio más inveterado y mortal contra los negros y mulatos, sólo comparable con el que dedicaba a los «carcamanes», o sea italianos burdos, a los «gringos», es decir, a los extranjeros en general, y a los catalanes, aunque fueran nobles hijos de la península ibérica, patria de sus antepasados.

  —196→  

Para cada colectividad de éstas tenía una copla, más o menos chistosa, por ejemplo:


A la orilla de un barranco
dos negros cantando están:
¡Dios mío! ¡Quién fuera blanco...
aunque fuese catalán!

A los carcamanes, bachichas, «mangiapolenta», escasos por entonces en la provincia, no les economizaba dicterios, y el mismo doctor Orlandi, pese a su alta posición oficial y pecuniaria, no escapaba a sus tiros. Don Claudio le hacía coro y complementaba a veces sus recuerdos y observaciones, con análoga malevolencia, subrayando algún detalle o exhumando otros desconocidos u olvidados por su cara mitad.

-«Acórdate» de que, cuando nació Zutanito, hacía meses que había parado en su casa don Justo, el gran caudillo. Y Zutanito es el vivo retrato de don Justo, mientras que no se parece nada al padre.

Y así para todos, sin que nadie quedara en pie. Completaban, pues, admirablemente mi policía oficial, en el tiempo y en el espacio, metiéndose donde ésta no podía entrar, resucitando archivos inaccesibles para ella, y gracias a sus informes e insinuaciones podía yo escribir sueltecitos picantes como «aí cumbarí». Pero, aleccionado por el caso de Vinuesca, que no había para qué repetir -los duelos son útiles cuando el motivo lo merece y pueden darnos mayor notoriedad-, cuidaba de indicar clara, inequívocamente a mi víctima, pero sin señalarla de un modo categórico. Quiero presentar aquí un espécimen de aquella literatura, una silueta -no la más hiriente, por cierto- de un enemigo de significación, el redactor en jefe de El Grito del Pueblo, diario el más vehementemente radical que se haya visto en mi provincia:

«Escribe con una copa de caña al lado. Esta copa siempre está llena, y no porque él la olvida. No. Cuando se la bebe, distraído, le escancia inmediatamente otra una mujerona de color sospechoso, entre china y mulata, con quien   —197→   se casó hace poco para legitimar una larga prole de negritos, de mota y pata en el suelo. Este manejo se repite cada cinco minutos o a cada párrafo de 'sana doctrina política'. La Hebe archicriolla, si no se prefiere archiafricana, cobra naturalmente su comisión en especies, echando sendos tragos, de modo que al acabar un artículo atiborrado de insultos y de calumnias y hediendo a alcohol, ambos, el salvador del país y su Egeria cetrina, están completamente borrachos. Entonces leen lo que el Literato ha escrito, y la Musa orillera hace corregir las palabras demasiado suaves, sustituyéndolas con las más gordas del diccionario populachero y dándoles todo el fétido aliento de su dipsomanía. Y el engendro de su doble embriaguez delirante es para ellos algo sagrado, si no divino, el eco exacto y admirable del grito del pueblo. Para los demás es únicamente, y no puede ser otra cosa, el eructo del porrón.»

No copio más, porque juzgo ahora este sistema de polémica menos distinguido que entonces, y mucho más eficaz de lo que parece. Va más allá del blanco. Pero agregaré en mi descargo, si no en mi honor, que estos mismos sueltos, procaces si se quiere, eran modelo de discreción y agudeza, comparados con los que entonces solían leerse en la prensa provinciana, de los que guardo algunos tan curiosos como aquel que discutía el modo y forma del nacimiento de un personaje puntano... Ni insinuar se puede lo que decía.

Como es fácil de comprender, este deporte periodístico era para mí una diversión incomparable, que me absorbía largas horas en la rebusca de insidias y gracejos. El resto de mi tiempo estaba ocupadísimo, pues va había comenzado la agitación política con sus asambleas de comités, sus almuerzos campestres, sus asados con cuero, sus manifestaciones callejeras, sus mitines en el teatro o en las canchas de pelota, su serie interminable de fiestas y reuniones, en que tuve que pronunciar casi tantos discursos como un candidato yanqui a la presidencia. Pero con un arsenal de lugares comunes que me había formado salía airoso, barajando, unas veces de una manera y otras de otra, los santos principios de política, el sistema republicano de gobierno, la unidad y la   —198→   integridad nacional, el partido dirigente por excelencia, la hidra siempre amenazadora de la anarquía, la representación genuina de las provincias, el Presidente de la República, garantía de paz, de prosperidad y de progreso, la vil canalla de la oposición, la traílla de perros rabiosos de su prensa, la baba venenosa de la calumnia, los altos intereses del Estado, que defendería hasta el sacrificio, la era de las instituciones... y mil otras frases más o menos huérfanas de pensamiento, que el público me escuchaba con tamaña boca abierta y me aplaudía a rabiar, porque con esa intención o esa consigna había acudido a oírme.

Pero tanto fue el tolle que armó la prensa local y la bonaerense sobre mi presencia inmoral y tiránica al frente de la policía, siendo candidato, tanto se protestó contra este escándalo electoral, que Correa estuvo a punto de ceder y quitarme el mejor escalón para llegar al Congreso. ¡No en mis días! Las circunstancias me ayudaron otra vez.

Volvían a correr rumores de revolución. En nuestra tierra siempre han corrido rumores de revolución, sobre todo entonces, y desde tiempo inmemorial. Podía aplicarse al país lo de que «cuando no estaba preso lo andaban buscando», y la prensa europea glosaba nuestras convulsiones internas como otros tantos cuadros de una opereta pasada de moda. Las últimas, sin embargo, habían realizado la «unidad nacional», poniendo al unísono a todos los gobiernos de provincia, que pertenecían exclusivamente a nuestro partido por obra y gracia del ejecutivo de la nación, del ejército y de las intervenciones. Pero la oposición, desalojada hasta de sus últimos baluartes, quería tomar el desquite y se armaba para luchar en el terreno de la fuerza, declarando que el de la legalidad estaba clausurado para ella. Mi provincia no constituyó excepción. Pero las oposiciones, cuando no son enormemente fuertes, resultan muy desgraciadas en nuestro país, y nunca son así, enormemente fuertes, sino en circunstancias especiales y siempre transitorias. La mayoría, en realidad, prefiere ser martillo y no yunque.

No tardé, pues, en saber los preparativos que se hacían contra el gobierno local. Los jefes de dos de las estaciones urbanas de ferrocarriles, que tenían también la dirección   —199→   del resto de sus líneas en la provincia, se permitían ser opositores con mayor o menor franqueza. El tercero se declaraba situacionista, porque no era «forastero» como los otros, venidos de Buenos Aires y Santa Fe. Este último acudió un día a mi despacho, muy alarmado, para revelarme que se habían introducido algunos cajones de armas por su línea, aunque fuera notoria su fidelidad al gobierno y su continua vigilancia.

-Y si se han atrevido a servirse de mi compañía -agregó- estoy seguro de que se sirven mucho más de las otras y de que en estos momentos ya hay centenares de fusiles en la provincia.

-Gracias por la noticia, Sánchez. Ya había olfateado algo de eso. Pero vaya sin cuidado, que no va a suceder nada... Eso sí, averigüe quiénes han recibido las armas, pero sin alborotar a nadie, y hágamelo saber. Lo demás corre de mi cuenta.

Al día siguiente hice citar a los dos jefes opositores, para que concurrieran a la misma hora a mi despacho. En cuanto los tuve en mi presencia, agitando unos papeles, como si fueran los documentos reveladores de sus manejos, exclamé:

-¡Sé todo lo que pasa!... Pero de hoy en adelante estoy dispuesto a no hacerme el desentendido, y a perseguir cualquier malevolencia, cualquier traición... Así pues, desde este mismo instante me darán ustedes cuenta exacta de todas las armas que se introduzcan en la provincia por sus ferrocarriles y del nombre de sus destinatarios... Estoy cansado de hacer practicar estas averiguaciones por mi personal, y es deber de ustedes facilitar la obra del gobierno. Si no lo hacen y resulta en la ciudad mayor número de armas del que yo conozco, los haré responsables de todo lo que ocurra y sus consecuencias. Lo mismo digo respecto de los pueblos de la campaña por donde pasan sus líneas.

Varias veces habían tratado de interrumpirme, protestando de su inocencia y alegando ignorancia, pero no lo permití. Al final, cuando renovaban sus protestas, les hice callar, afirmando:

-Estaré siempre al corriente de lo que se hace por mis propios medios, pero ustedes tienen que informarme con toda   —200→   exactitud, si no quieren pasarlo mal... Por otra parte, no tengan cuidado, porque sus informes quedarán completamente secretos...

-Esto tiene que venir de habladurías, de calumnias de Sánchez -insistió uno de ellos, Smithson-; nadie sino él tiene interés en perjudicarnos.

-¿Qué clase de interés puede tener Sánchez que, por otra parte, no me ha dicho una palabra?...

-¿Qué clase de interés? -saltó el otro, llamado Peacan-. ¡Congraciarse con el gobierno, para que no se haga la luz en los robos del depósito de mercancías de su estación central!

-¡Bah! Ese asunto está en mis manos, y la pesquisa se sigue con toda actividad. El culpable será descubierto, y más pronto de lo que ustedes creen.

Y mirando a Peacan, con sonrisa burlona, como si le insinuara involuntariamente que Smithson y no otro era el soplón, agregué:

-¡Vaya, vaya! Ni se sueña usted quién me ha informado.

Al despedirme de él remaché el clavo diciéndole en voz baja:

-¿Me cree usted tan simple que no hubiera convocado a Sánchez, si éste fuese mi informante? ¿Qué costaba llamarlo también, para desviar las sospechas?

En cuanto a Smithson, a quien retuve unos minutos más, también le sugerí la idea de que el indiscreto era Peacan, y esperé el resultado de mi pequeña combinación. Cualquier otro hubiera hablado a solas con cada uno de ellos, para tratar de sacarle la verdad, pero hubiera fracasado inevitablemente; yo, hablando con los dos a un tiempo, suscitando sus recíprocas sospechas, tenía que lograr mi objeto. Y, en efecto, días después, Smithson me anunció que acababan de llegar dos cajones de remingtons, consignados a un bolichero de las afueras, hombre de Zúñiga y Vinuesca, dos de los jefes de la oposición. En cuanto a Peacan, más leal o menos asustadizo, había pedido que no se siguiera enviando armas por su línea, porque estaba descubierto.

Hice seguir los cajones, que quedaron sigilosamente custodiados, para que no me los escamotearan. Todavía no era   —201→   conveniente «descubrirlos». Un tercer cajón llegó a casa de un opositor católico, el doctor Lasso; también lo dejé. Por último, Zúñiga cometió la tontería de recibir dos en su propio domicilio. Era el momento de obrar. Hice allanar la casa de Zúñiga y tomarle los fusiles, recogí los que había en las chacras, en el boliche, en poder de algunos particulares, y escribí a Lasso un billetito diciendo que conocía su depósito de armas pero que, como no quería molestarlo, porque ambos teníamos «las mismas convicciones religiosas», él debía mandármelas ocultamente lo más pronto posible.

Correa se quedó boquiabierto al saber la noticia, porque si bien los rumores habían llegado a sus oídos, nunca les atribuyó importancia, al ver que me encogía de hombros cuando me interrogaba al respecto. Y honrándome como nunca lo había hecho, me fue a visitar en la policía.

-¡Ah, muchacho! -exclamó-. ¡Si cuando yo decía que «sos» un tigre!... ¡Ahora lo que hay que hacer es enjuiciar a todos esos revoltosos de porra!

-¡No se precipite! Mire bien lo que va a hacer, don Casiano -le dije-. El pueblo está demasiado alborotado para que nos metamos en «persecuciones». Lo mejor será practicar una larga investigación, sin tomar preso a nadie por el momento. Siempre habrá tiempo de hacerlo en el curso de la instrucción, si vuelven a alzar el gallo. Y ahora, para hacerle el gusto, permítame que le presente mi renuncia...

-¡Cómo tu renuncia! ¿Has perdido el juicio? Por nada te dejaré que «renunciés» en estos momentos, ¡no faltaba más!

-Sí, Gobernador. Así se salvan las apariencias. Y usted aceptará la renuncia, pero copiando este borrador.

Y le presenté una minuta así concebida:

«Considerando: 1º que el benemérito jefe de policía de la provincia, don Mauricio Gómez Herrera, tiene razones poderosas para renunciar el puesto que con tanto acierto y patriotismo desempeña; 2º que las circunstancias anormales por que atraviesa la provincia, teatro de una agitación subversiva, hacen imprescindibles sus servicios:

»El gobernador de la provincia, en acuerdo de ministros, decreta:

  —202→  

»Art. 1º Acéptase la renuncia indeclinable de don Mauricio Gómez Herrera;

»Art. 2º Encárguese al mismo don Mauricio Gómez Herrera del desempeño de las funciones de jefe de policía de la provincia, mientras duren las presentes anormales circunstancias.»

-¿Lo firmará? -pregunté.

-¡Pues, está claro!

¡Viva la República! ¡Cualquier día iba yo a dejar que mi elección se hiciera sin dirigirla personalmente yo!




ArribaAbajo- XIV -

Estas sencillas maniobras que no sé si llamar hábiles dieron lugar a un hecho agradablemente inesperado. María me escribió un billetito, el primero, pidiéndome que fuera a su casa. Hacía semanas enteras que no iba a visitarla, y recibí su invitación con verdadero regocijo, como una señal evidente de mi triunfo próximo y definitivo. Corrí a casa de Blanco sin perder un minuto, y entré en la sala con aire de conquistador, aunque ligeramente conmovido. Saludé con efusión, pero quedé sorprendido al ver que María me recibía con cierta gravedad.

-Mauricio -dijo, por fin, entrando en materia-. He creído de mi deber atreverme a hacerle una advertencia. Usted comprenderá que, dadas nuestras relaciones... amistosas, me preocupe de cuanto hace, y tenga, como si dijéramos, los ojos clavados en usted... Y, perdóneme, su actitud me aflige.

-¡No he hecho el menor daño a nadie! -exclamé estupefacto-. Hasta he salvado a los revolucionarios, negándome a tomarlos presos, como quería el Gobernador.

-No me considere «politiquera». No lo soy. Si me informo de la política, es porque usted es político; me ocuparía también de usted en cualquier otro terreno en que actuara. La mujer que quiere conocer su destino sabe adaptarse al medio de su... de los amigos que han de influir decididamente en su vida.

  —203→  

Una luz me iluminó como un relámpago, y después de callar un momento, pregunté con afectada tranquilidad:

-¿Hace mucho que no ve a Pedro Vázquez?

-¿Por qué me lo pregunta?

-Simple curiosidad.

-Vino ayer...

-¿Y hablaron ustedes de mí?

-No.

-Sí, María.

-¡No!... Por lo menos no se ha pronunciado su nombre. Hablamos... hablamos del éxito.

-Y Pedro considera que el éxito es caprichoso, siempre o casi siempre injusto, que se ofrece al más torpe o al más tonto, y que se niega al mérito, al esfuerzo, al sacrificio... ¡Qué bien veo a Pedro en esto, y cómo sabe hacerse la mosca muerta para intrigar mejor y dar los golpes más certeros!

-No. Vázquez considera, como yo, que el éxito suele ser el salario de los que se doblegan a todas las influencias y se dejan llevar por todas las corrientes, tengan méritos o no...

-¿Sabe, María, que usted piensa mucho? ¿Sabe que piensa demasiado para poder sentir?

-¿Y eso significa?...

-Que quien tanto analiza, señal es que quiere poco.

-¿Deben aceptarse las cosas y los hombres sin examen?

-¡Bah! Bien admira a Pedrito...

-Analizando, como usted dice.

Yo rabiaba de celos y de despecho. ¡La Marisabidilla aquélla, que se arrogaba la facultad de juzgarme, de criticarme y de aconsejarme! Porque si bien no me había dicho nada concreto aún, yo leía en sus ojos la amonestación preparada... ¿Con qué derecho? ¡Una mujer, que no debía ocuparse sino de sus trapos y sus cintas! ¿No es odiosa esta clase de marimachos que se creen dueñas de todo el saber porque han leído cuatro librejos y han creído meditar cinco minutos? ¡Ah! Todo hubiera concluido allí, si los celos o el amor propio no me mordieran el corazón. ¡No estar Vázquez presente, para saltarle al pescuezo!... Y con las manos trémulas de ira y la voz entrecortada dije:

-¡Me ha hecho muchos reproches sin formularlos, María!   —204→   Usted condenaba mi conducta, aunque ésta se ajuste estrictamente a lo que exige la vida real. ¡Bah! Usted es una soñadora, una criatura angelical, convengo en ello, pero ajena al mundo, incapaz de manejarse en el mundo... Quizá por eso la quiero tanto... Pero que la quiera no significa que... No, no tiene derecho a criticarme. Ya se dará cuenta de las cosas, y entonces comprenderá. Cuando uno se propone llegar a un punto determinado, tiene forzosamente que tomar el camino que conduce a él, sea una carretera, sea un atajo, sea un desfiladero entre precipicios... Yo voy, adonde debo ir, por el único camino que tengo, sin mirar hacia atrás ni hacia los lados, sin que me detengan tropiezos humanos o materiales, pero sin faltar por ello a mis principios de hombre de honor, a mi...

Una risita entre dolorosa y sarcástica me interrumpió.

-¿Usted cree, entonces -dijo en voz clara-, que sus sueltos del diario, por ejemplo, no pasan los límites de la gentileza y la corrección, por no decir más?

-¿Mis sueltos? Yo no escribo.

-¡Vamos! No agrave la falta, si es falta, como yo creo, con su negativa. Usted sabe que esos juegos, que probablemente así los consideran muchos, abren todas las puertas a la calumnia y al escándalo. El que hoy es objeto de burlas o difamaciones, para vengarse no se detendrá mañana por consideración alguna, y hará a su vez que todo ruede al pantano, el enemigo y cuanto lo rodee, sus efectos, su hogar... Las consecuencias de estos excesos suelen ser terribles, y nadie sabe de antemano hasta dónde pueden llegar.

La miré de hito en hito, sin conseguir que bajara los ojos.

-¿Para eso me ha llamado usted? -balbucí, ardiendo en ira-. ¿Sólo para eso me ha llamado? ¿No podía ni siquiera esperar?... ¡Pues bien! Yo también tengo algo que decirle: ¡Usted no me quiere, usted no me ha querido nunca, María!

Inclinó la frente con vaga sonrisa dolorosa, y murmuró, arrugando el vestido entre sus dedos:

-Puede ser. Puede ser muy bien.

En su acento había nuevamente un poco de ternura y un poco de ironía. Para un frío espectador, hubiera sido   —205→   evidente que en su alma luchaba la imagen que de mí se había forjado con la realidad que iba presentándole yo poco a poco. Romanticismo, en fin. Cuando alzó los ojos, su mirada estaba completamente serena. No dijo una palabra. Y durante un tiempo incalculable, quizá treinta segundos, quizá media hora, callé y medité. ¿Qué iba a ser de mí, si llegaba acompañado de aquella Aspasia criolla, de aquella Lucrecia principista? Unirme a ella sería condenarme a una vida de amargos sinsabores, a una tiranía perenne, a una censura continua e inflexible de todos mis actos. Tuve miedo. Tuve miedo y al propio tiempo indomable deseo de subyugarla, de dominarla, de someterla a una incondicional adoración de mi persona. Y obedeciendo a este impulso, traté de serenarme. Cambié de tono y la dije con mimo que cuanto hacía, bueno o malo -sin saber que pudiera ser malo-, era por ella, por conquistarla, por prepararle, también la más elevada de las posiciones, la riqueza, el poder, la felicidad, que ella merecía más que nadie. Yo no ambicionaba nada para mí; para ella nada me parecía suficiente.

-Usted es una de las mujeres excepcionales que hacen a los grandes hombres. Con usted a mi lado estoy seguro de llegar a donde me proponga y más lejos aún... Soy rico, seré muy rico. Tengo algún poder, lo tendré cada vez mayor. En el país no habrá dentro de poco quien pueda competir conmigo...

-Sí, Mauricio.

-¿Quién?

-El que piense mejor.

La sombra de Vázquez se condensó ante mi vista. El rival derrotado recuperaba poco a poco sus antiguas posiciones. Y esta alucinación me desconcertó, porque no acertaba a explicarme la mudanza de María, pese a los síntomas anteriores. Traté, sin embargo, de ahondar más en el alma de la joven, y la pregunté:

-¿Sólo para eso me ha llamado?

-No. Quería, sobre todo, decirle una cosa... No hay quien no critique su presencia al frente de la policía, mientras se prepara su propia elección. ¿Por qué no deja el puesto y satisface así a amigos y enemigos?

  —206→  

-¡Porque serían capaces de dejarme a pie! -exclamé sonriendo-. Se necesita ser muy ingenua, María, para preguntarme o para pedirme semejante cosa.

-Y sin embargo, yo creía... -murmuró, casi con las lágrimas en los ojos, conmoviéndome a mí también con su tono de queja.

En esto, entró en la sala don Evaristo que, viendo nuestro enternecimiento, creyó dado el gran paso y zanjadas las últimas dificultades.

-¿Se adelanta algo, muchacho? -me preguntó, sonriendo alegremente, en la esperanza de una grata noticia.

-¡Ah, don Evaristo! Mucho me temo que la oposición se haga dueña del poder -contesté.

Don Evaristo entendió la frase en su sentido más directo y me sometió a todo un interrogatorio sobre la situación política de la provincia. María escuchaba mis palabras, posiblemente sin oírlas, con los ojos muy abiertos, tan abiertos como cuando uno mira a su interior.

Días más tarde volví. Dominábame el insensato deseo de reconquistarla, un arrebato sólo semejante a la sed de venganza de un ultraje terrible, todo el feroz impulso del amor propio desenfrenado. Ella mantenía a toda costa la conversación en el terreno de las generalidades, muy correcta, fría, apenas amable, de cuando en cuando. Yo me ponía alternativamente rojo y pálido. A veces sentía ganas de lanzarme sobre ella, de sacudirla, de dominarla por la fuerza bruta, pero la presencia de don Evaristo, que nos acompañaba, probablemente a indicación suya, impedía toda iniciativa, imposibilitaba toda nueva explicación.

Las elecciones iban a practicarse el domingo, tres días después. Blanco me habló de mi diputación, segura ya, de mi gran papel futuro en Buenos Aires. Yo le repliqué, con fingida modestia:

-Se puede ser el primero en Los Sunchos, uno de los primeros aquí, y el último o poco menos en la gran capital. ¡Cuántos que brillaron en sus pueblos naufragan y se pierden en Buenos Aires! Y puede que yo mismo llegue a ser uno de tantos, tantos, perdido entre la multitud...

-Es posible -murmuró distraídamente María.

  —207→  

Una oleada de sangre me subió a la cabeza, y empecé:

-¡Y se imagina usted que yo!...

Pero me contuve, y salí trémulo de rabia, casi sin despedirme.

Las elecciones me dieron el triunfo. Al día siguiente de practicado el escrutinio, resigné mi puesto en manos de mi sucesor, y comencé a preparar el viaje a Buenos Aires, teatro de mis futuras hazañas, mientras en el cerebro me trotaba la maldita hipótesis, tan fácilmente aceptada por María... ¿Iba yo, gallo de aldea, prohombre de provincia luego, a desmerecer en la capital, a ocupar un rango inferior, a no abrirme paso hasta la primera fila? Y recordaba invenciblemente el triste papel representado por tantos comprovincianos, brillantes en el «pago» y después deslucidos, opacos y oscuros, en cuanto salieron de su centro, indebidamente confundidos en la corriente de selección del país que aspira y absorbe la capital.

¡Oh, María, María! ¡Cómo deseaba triunfar, conquistar Buenos Aires, para avasallarla también a ella, de rechazo, en una hipótesis de mi amor propio!