Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —245→  

ArribaAbajo- VI -

¡Golpe por golpe! Las circunstancias me permitían vengarme sin sufrir, más que sin sufrir, ganando en cambio. ¡María!... ¡Vázquez!... ¡La cara que iban a poner cuando supieran que, conquistando una de las mujeres más hermosas de Buenos Aires, conquistaba, también, una fortuna que ponía fuera de todo parangón: Mauricio Gómez Herrera, gran familia, gran posición, gran talento, gran fortuna, ¡todo! ¡Oh, circunstancias, amigas mías! ¡Oh, santo oportunismo, oh, propicia fatalidad, que llevas de la mano hacia todos los triunfos y todas las cumbres a los elegidos de tu capricho!... ¡Y la venganza!...

Sin embargo, la mañana siguiente me trajo un rato de malhumor. Eran las once, cuando mi valet de pied se atrevió a despertarme con una serie de discretos golpecitos a la puerta de mi dormitorio.

-Una señora espera en la sala...

-¡Imbécil! ¿No te he mandado que me dejaras dormir?

-Son las once, señor, y don Marto me ha dicho que podía despertarlo.

-¡Ah, bueno! ¿Quién es?

-Una señora. No ha dicho su nombre.

¡Tantas señoras!... ¿Un sablazo matutino? ¡Bah! Noblesse oblige.

Sobre el pijama me puse la robe de chambre, y me dirigí serenamente a la sala, seguro de que el sablazo más feroz no podría interesar sino la superficie de mi coraza, reforzada por Rozsahegy.

¿Quién es? No la conozco. Porte distinguido, ojos negros y severos, traje elegantemente cortado, sombrero de buena marca, ni una alhaja, nada que choque al gusto más refinado.

-Señora... usted disculpará, pero, por no hacerla esperar... ¿A quién tengo el honor?...

Se había puesto de pie al verme entrar, con una actitud desconcertada, como si sólo esperara mi presencia para marcharse, más que como demostración de respetuosa cortedad.

-He vacilado mucho antes de venir -murmuró-, y   —246→   ahora veo que tenía razón en vacilar, puesto que ni siquiera me conoce.

El ceceo me la reveló.

-¡Teresa! -exclamé, atolondrado, sin acertar a moverme ni a decir más.

-Sí, Teresa Rivas... Era mi deber hablar una vez siquiera con usted, Mauricio, y por eso vengo. Hay en mi casa una criatura que ya va a ser un hombre, mi hijo, que tiene derecho a preguntarme quién es su padre... Se llama Mauricio Rivas, y es un muchacho inteligente y bueno, trabajador, y más noble...

Yo callaba. Teresa se interrumpió para continuar en seguida, con un esfuerzo, conmovida hasta las lágrimas.

-Ese niño, ese jovencito está al abrigo de la necesidad, ha recibido una excelente educación, porque su madre no es ya una campesina tosca e ignorante, y puede emprender cualquier carrera, aspirar a cualquier situación... con tal que la sociedad no le cierre sus puertas... Ese niño no tiene padre.

Yo estaba en ascuas. La inesperada escena, descabelladamente romántica, me ponía fuera de mí. Ganas me daban de tomar a aquella mujer por la cintura y ponerla sin ceremonia en la puerta de la calle. ¡Caramba! ¡Y qué complemento a la comedia idiota de casa de Rozsahegy!

-Ese niño no tiene padre -continuaba diciendo Teresa, balbuciente-, y este defecto le hará tropezar con gravísimas dificultades, aunque sea relativamente rico, porque, por más que se diga, en nuestro país el dinero no es todavía el todo. Por eso, como usted, Mauricio, es su... amigo más cercano, he venido a preguntarle -¡oh, sin segunda intención, sin exigencia alguna!-: Mauricio, ¿qué puede usted hacer por esa infeliz criatura?

¿De qué modo resolver esta peripecia, como la llamaría un dramaturgo? Miré a las paredes, a las puertas, invoqué al rayo, la presencia de cualquier persona, amiga o enemiga, pensé hasta en el suicidio, todo me pareció preferible a aquella situación tremenda por lo insólita e inconducente...

¡Oh, destino! ¡Oh, fatalidad! ¿Por qué las cosas de la vida se amontonan en un instante dado, formando lo que   —247→   los novelistas, poetas y comediógrafos llaman el nudo? ¡María, Eulalia, ahora Teresa! ¡Todo de golpe! ¿O todo esto existía antes, y el nudo no es más que una visión más aguda y sintética de lo que viene sucediendo y ha estado anudado siempre? ¡Por los clavos de Cristo! ¿Cómo resolver esta maldita peripecia, sin rebajarla hasta lo innoble? Yo no sé lo que imaginaría un novelista dado el problema psicológico. Lo único que puedo exponer es lo que hice, dejándome inspirar, sencillamente, por mi instinto de conservación.

-Tenga usted confianza... Siéntese... Conversemos -dije.

Se sentó, automáticamente.

-Debe estar hecho todo un hombre... Y buen mozo, ¿eh?... ¿Cómo se llama?...

-Ya dije... Mauricio... Mauricio, como... como su padre.

-¡Ah!

Y luego, bajando cabeza y brazos hacia el suelo, como en el colmo de la desolación, agregué:

-Puedes... puede estar usted segura, señora, de que ese niño tendrá siempre en mí el más resuelto, el más abnegado de los protectores y de los amigos... Será para mí... como un hijo adoptivo... ¡Oh, Teresa!... ¿Y puedes... y puede usted haberlo puesto en duda?

-No se trata de eso, Mauricio -dijo, dolorosa-. Lo único que el niño necesita es un apellido legítimo y el honor de su madre... ¡Oh, no se espante! ¡Usted se equivoca mucho al suponerse, ni por un momento, en una situación sin salida, o, por lo menos, difícil de resolver!... ¡Nada más fácil, por el contrario! Aquella pobre Teresa Rivas de Los Sunchos, tan ingenua, ha cedido su puesto a la mujer experimentada que Mauricio Gómez Herrera la invitó a ser para que fuera digna de él... Esta nueva encarnación no pide nada para ella, vuelta ya de su engaño, pero tiene un hijo y viene a preguntarle: Mauricio, ¿qué va usted a hacer por esa infeliz criatura?... ¿Nada?... ¿Nada?...

Me quedé silencioso, aterrado. Ella calló, también, medio minuto, impávida, mirándome con sus olímpicos ojos de ternura.

  —248→  

-Esto no es una tentativa de chantage, Mauricio, ni un arrebato de sentimentalismo malsano. Lo vengo pensando hace mucho, y creyéndolo mi estricto deber y recordando sus promesas, he querido, por primera y última vez, ponerlo frente a frente a su deber, al suyo, sin imponerle que lo cumpla. Puedo hacerlo ahora, mientras es todavía tiempo, mientras el niño no entre de lleno en la vida... pero ni reclamo ni impongo nada...

-No sé cómo... -murmuré, dándome aires de irritación.

-¿Es cierto, entonces, el rumor que ha llegado a mis oídos? ¿Se casa usted con María Blanco?

-¿Con María Blanco? ¡No!

-Importa poco... Será con ella, con otra, o no será... Lo que yo tenía que hacer está hecho... No puedo suplicarle, no puedo llorar... Ya supondrá usted todas las súplicas que formulé, todas las amargas lágrimas que he derramado en estos años tan largos... inacabables... Pero comprendo que mi actitud lo sorprende y lo hiere... No me conteste por el momento, no... Yo también he tenido que meditar mucho antes de dar este paso... Aquí tiene usted mis señas... hable a su conciencia, ella le dirá... Y yo esperaré su palabra, que vendrá, o no... Adiós, Mauricio...

Dejó su tarjeta sobre un velador, hizo un movimiento como para acercarse a mí, pero se contuvo, y, muy digna, salió paso a paso del salón.

Juraría que nadie creerá lo que pensé mientras, petrificado, miraba alejarse para siempre a la nueva Teresa. Y lo que pensaba era, sencillamente:

-¡Parece mentira que de aquello haya salido esto! Si me hubieran dicho que la cándida y vulgar Teresa... ¡Decididamente, éste es un gran país!...

Pero, acto continuo, volví al sentimiento de la situación. Había sido ridículo y de una pobreza inverosímil de recursos. ¡No encontrar nada, nada, nada que contestarle! ¡No acertar con nada, sino con una irritación absurda, una cólera terrible, mortífera quizá, que sólo había podido dominar lo que se llama «educación», que no es sino una autodomesticación de la fiera!... ¡Y ella, que no me había dado ni el   —249→   más mínimo pretexto para el estallido, para el estallido salvador que hubiera convertido en trágica o siquiera dramática aquella escena tan profundamente ridícula...

-¡Manuel! ¡Manuel! ¡Manuel!

Azorado, el gallego asomó su hocico a la puerta de la sala.

-¿Has hecho mis maletas?

-Todavía no, señorito... El almuerzo...

-¡Imbécil, torpe! ¿No te he dicho que hicieras mis valijas?

Desapareció a tiempo, pues mi puntapié hizo que la hoja de la puerta le golpeara las espaldas. Y, enervado por aquel arrebato demente e inútil, me senté en un sofá, mordiéndome los puños, me levanté, hice pedazos la tarjeta, sin leerla, corrí como un loco alrededor de la sala, dando puñetazos a los muebles, y de repente me calmé, me eché a reír, y fui a vestirme, completamente tranquilo, repitiendo un refrán que don Fernando Gómez Herrera, mi señor padre, solía decir a menudo: «Lo que no tiene remedio, remediado está».




ArribaAbajo- VII -

Dos horas después en el tren que me conducía a mi provincia, pensaba en aquella nueva Teresa que era como el símbolo de toda la perfectibilidad de nuestra raza, y me repetía:

-¡Si uno pudiese saber a tiempo!

Pero ¡bah!, nunca se puede desandar lo andado ni desvivir lo vivido. ¿No obraban los demás, conmigo, con igual desparpajo? María, por ejemplo... ¡Vaya! ¡En la guerra, como en la guerra! No hay otro remedio que el de amoldarse a las circunstancias, y entre varios males elegir el menor... cuando se puede elegir.

¡Extrañas antinomias! ¿Quién explicará jamás que en mi fatalismo, no hiciera yo aquel viaje sino para representar ante María Blanco una escena análoga, si no igual a la que Teresa Rivas acababa de representar ante mí? ¿No iba, únicamente, a echarle en cara su falta de palabra, y a afirmar   —250→   mi superioridad de varón declarándole que yo había faltado antes al comprometerme con Eulalia Rozsahegy?

Hoy creo que nunca he hecho una serie más larga y disparatada de locuras, y tanto me escuece su amplitud. Me había cegado el éxito de todas mis empresas, y mi orgullo crecía tanto más cuanto que, en realidad, era más mediana mi situación intelectual, social y moral en Buenos Aires. Instintivamente sentía, pese a las adulaciones y los triunfos visibles, que me hacían poco caso, quizá menos del que yo merecía en realidad, porque, al fin y al cabo, modestia aparte, estoy bastante arriba del término medio de mis contemporáneos. Esto explica bien naturalmente la exasperación de mi amor propio...

Caí como una bomba en casa de Blanco. Era por la tarde. En la vasta sala en que parecían naufragar los viejos y pesados muebles provincianos, sentada junto a la ventana y bordando un pañuelo, estaba María. Frente a ella, un hombre: Vázquez.

Sentí que toda la sangre se me subía a la cabeza, pero haciendo un titánico esfuerzo, me dominé, y con risa sardónica acerqueme a la joven, haciendo como que no veía a Vázquez, tranquilo y grave, y sin ver en realidad al viejo Blanco, que estaba en la sombra.

-¡Mauricio! -exclamó María con un tono de cándida satisfacción que me sorprendió.

-En persona -dije, inclinándome con exagerada reverencia-. Ardía en deseos de saludarla, señorita.

Y girando rápidamente sobre mis talones, me volví a Vázquez y dije, provocativo:

-¡Y a ti también!

Entonces vi a don Evaristo que acababa de ponerse de pie y me tendía afectuosamente la mano. Esto me desconcertó un poco, retardando la explosión de mi rabia.

-Señor Blanco...

Hubo un silencio, porque todos sentíamos que la situación era violenta y tempestuosa. En este corto intervalo cobré bríos, y dije:

-He querido venir personalmente a anunciarles mi próximo enlace con Eulalia Rozsahegy, una de las...

  —251→  

Tres exclamaciones, dos de sorpresa, una de angustia, me interrumpieron. Vi que María se había puesto intensamente pálida y que estaba a punto de desmayarse. Los dos hombres, mudos, la miraban y me miraban, inmóviles en su sitio.

De pronto, María Blanco se levantó, de una pieza, como si fuese de acero, dio un paso hacia mí, pálida, mortal, me miró a los ojos y dijo con esfuerzo: «Muchas felicidades», y salió como una sonámbula.

Don Evaristo se lanzó hacia mí, pero Pedro lo detuvo, me asió del brazo y me sacó de la sala, diciendo al viejo:

-Deje usted... Todo se arreglará... se arreglará...

Cuando estuvimos en la calle:

-¿Qué has hecho? -me preguntó.

-Mi deber. He leído la noticia.

-Es una infamia, un chisme de aldea, una calumnia para enfurecerte y hacer daño a María. ¿No has recibido su carta?

-¡No! ¿Pretendes reírte de mí?

-¡Mauricio! ¡Esto es una desgracia! ¡Esto es un infortunio causado por una perfidia! Yo te juro, te juro que hasta hoy no había vuelto a poner los pies en esta casa. Han jugado conmigo, contigo, con María, ¡pobre María! ¡Si me has encontrado hoy allí, es porque he venido de Los Sunchos, donde estaba, a buscar el modo de castigar esa infamia y evitar sus desastrosos efectos! Créeme o no me creas; no te doy explicaciones; no hago sino decirte la verdad. Es una canallada sin nombre, de las que sólo se ven en estas sociedades inorgánicas, donde los espíritus maléficos encuentran terreno propicio para sus hazañas. Al chisme se agrega ahora, gracias a los periodicuchos inmundos, la noticia, inocente en apariencia, pero cargada de veneno. ¿Te callas? ¿No me dices nada?

-Ya es tarde -repliqué-. Te creo, pero ya es tarde.

-¡Cómo! ¿Lo de tu compromiso es cierto?

-De lo más cierto del mundo. Y no sé cómo puede componerse todo esto...

Calló largo rato, y, al cabo, meneando la cabeza, sin   —252→   dolor, sin alegría, dijo, como contestando a mi última frase:

-Yo sí.

-¡Yo también! -exclamé, riendo forzadamente, y encogiéndome de hombros.

Y, doblando una esquina, a que llegábamos, añadí con sorna:

-¡Muchas felicidades, como dice María!

Se quedó clavado, y yo me fui sin volver la cabeza.

Mis bodas, meses más tarde, fueron todo un acontecimiento social en la capital de la República. La bendijo uno de los príncipes de la Iglesia, a quien fui a pedírselo por indicación de mi suegro, que deseaba verme en buenas relaciones con el alto clero. Yo asentí, naturalmente.

-La fe es una de las columnas más robustas de la sociedad -pensaba-, y cuando en Los Sunchos y en la capital de mi provincia quise desviarme de ella, hasta ponérmele en contra, no veía que atacaba mis propios intereses, mi propia personalidad. Después, cuando me reconcilié con la Iglesia, no lo hice con toda la intensidad, con toda la exageración que debía, y seguí siendo indiferente, salvo las apariencias. Ahora hay que reaccionar y rehacer el camino. El pueblo necesitaba una disciplina: aquí la tenemos hecha. Ninguna más fácil y eficaz que la religión. Yo, Alcalde, de acuerdo con el cura, haré de mi aldea lo que se me antoje. Yo, Gobernador, haré con el diocesano lo que creamos preciso. Yo, Presidente, haré con el arzobispo cuanto se nos ocurra... Éste es el único peligro: el «nos». Sólo Rivas supo meterse al clero en el bolsillo; porque a Rivadavia lo «voltearon» ellos... ¡En fin!, no me ha llegado el caso, no estoy a tales alturas... Si llego, ya veremos... Entretanto, bueno es estar de ese lado...

Y fui a visitar a Monseñor, para pedirle que nos echara la bendición nupcial. Me sorprendí al verle. Era un hombre de tipo sensual y gastado, de cutis terroso y lleno de precoces arrugas, labio inferior grueso y colgante en la ancha boca cortada como un tajo, ojos pequeños, móviles y húmedos, narices chatas y muy abiertas -un mulatillo, hubiera diagnosticado misia Gertrudis-. Su historia era vulgar. Siendo simple cura y redactor de un diario católico de   —253→   su provincia, hizo gran campaña en pro de un candidato a Gobernador que, una vez triunfante, le pagó sus servicios con una protección decidida y halló medio de enviarlo a Buenos Aires en las mejores condiciones de figurar. La ayuda oficial le facilitó sus ascensos en la corte de Roma, al mismo tiempo que le daba grande influencia en la sociedad bonaerense. Hombre de mundo, al par que político y religioso, dedicose especialmente a conquistar las familias patricias, por medio de las mujeres, y alcanzó brillantes resultados en esta empresa. Se le veía en todas partes, en los salones, a la cabecera de los moribundos ilustres, en las fiestas oficiales, y él era quien bendecía la unión de los favorecidos del nombre y de la fortuna, él quien bautizaba a los futuros próceres.

-¿Quién es el padrino? -me preguntó.

-El Presidente de la República.

-¡Ah, ja! Eso está bien... ¿Y la madrina?

-Mi tía Mónica Vallmitjana, ya sabe, Monseñor, es de la ilustre familia catalana que...

-¡Ah! ¿Una señora perlática?

-La misma.

-¡Bien! ¡Vaya en paz, hijo! Tendré el mayor gusto en casarlos... Y diré unas palabritas en la ceremonia.

El día de nuestra boda, la gran nave central de la Metropolitana se vio llena de lo más granado de la sociedad, y el lujo que allí se desplegó hizo época, tanto como el célebre baile de la Bolsa en que se robaron los sobretodos y los abrigos...

Mucho más modesto fue, varios meses después, en la iglesia matriz de aquella dormida ciudad provinciana, el casamiento de Pedro Vázquez con María Blanco.

-¡Muchas felicidades! -como dijo María.




ArribaAbajo- VIII -

¡Qué bonita y amable ciudad es Montevideo, sobre todo cuando se llega a ella dando el brazo a una mujer joven y hermosa, con quien se ha compartido un regio departamento a bordo del vapor de la carrera! Cómo reposan aquellas   —254→   accidentadas calles, de la chata monotonía de Buenos Aires, y aquella alegre limpidez del cielo, y del agua, la del mar y la del río, que se ve a un tiempo a un lado y otro, desde ciertos rincones, y las playas de baños, y las plazas llenas de gente elegante, y las avenidas sombreadas de árboles, y los parques antiguos, como la quinta de Bushental, llenos de poesía... ¡A un paso de la gran ciudad argentina, y tan diversa de aspecto, de modo de vivir, hasta de calidad de ambiente! ¡Con cuánto gusto hubiéramos estudiado a fondo todo aquello, Eulalia y yo, si hubiéramos ido allí en otras condiciones! Pero, ¡ya se ve! No teníamos un minuto para dedicar a las cosas exteriores, y, seguramente, me parece que en el caso, lo mismo hubiera sido Montevideo que Martín García, Martín García que Santa Cruz o Ushuaia.

Porque yo estaba enamorado de mi mujer, ella de mí, y nuestra luna de miel se prolongaba indefinidamente, tibia, clara y dulce, como una caricia de niño.

Descubrí en aquella muchacha méritos insospechados, fuera de sus atractivos físicos, que eran avasalladores. ¿Cómo había nacido aquella flor del aire entre aquellas zarzas groseras? ¿De dónde le venía toda aquella delicadeza angelical, aquella elegancia sin esfuerzo, aquella pasión ardiente y pudorosa a la vez, aquella alta dignidad que se imponía entre sonrisas y blandos ademanes acariciadores? ¡Cuánto y cuántas veces me felicité de que una desinteligencia inexplicable, si no un acto instintivo, me hubiera obligado a romper con María, la severa, la que a los treinta años sería inevitablemente un fiscal pensante y actuante, un censor celoso del marido! Obligado a romper, digo, y de un modo inevitable: ¿No hubiera roto yo, de todos modos, considerando que aquel enlace no me convenía y que se me ofrecían en Buenos Aires cien partidos mejores, aun sin contar a Eulalia?, y ¿no hubiera roto ella, antes de finalizar el año del plazo, considerando que yo no era el compañero soñado, el hombre capaz de los grandes actos y las grandes abnegaciones que ella soñaba, sino el protegido del éxito y de la fortuna? Es el problema que no me atrevo a resolver definitivamente, quizá porque cualquiera de las dos soluciones hubiera podido imponerse. Unas veces pienso que   —255→   María no me había querido, que no había tenido hacia mí sino un capricho pasajero, semejante al de la niña inocente que se enamora de un viejo actor al verlo en el papel de un héroe romántico, como lo probaría su casamiento con Vázquez; otras me digo que me amaba de veras pero que mi conducta la aterraba, aunque estuviera pronta aun a pasar por ella, si le demostraba yo, por lo menos, la perseverancia de aguardar hasta el término del plazo establecido. Respecto a mí, ya se colige cómo hubiera procedido, y no tengo una palabra que agregar.

En fin, la hija de Blanco, la mujer de Vázquez, se perdía o se había perdido ya en las brumas de un pasado remoto, y Eulalia tenía para mí todos los atractivos de una amante exquisita y de una amiga ideal. Temblaba yo, antes de casarme y en los primeros días del viaje de novios, recordando la zafia ostentación de los Rozsahegy, su falta de educación, su torpe orgullo de gañanes enriquecidos, el lenguaje papagayesco de Irma, que no había podido aprender el castellano, la irritante soberbia del marido, tan humilde con los grandes como dominador con los pequeños: imposible que, tarde o temprano, todo aquel color plebeyo no destiñera sobre Eulalia, quitándole su brillantez de flor inmaculada. Pero me tranquilicé bien pronto, gracias a un pequeño detalle.

Eulalia había llevado en sus baúles una docena de trajes de gran riqueza, que Irma se empeñaba en que usara a toda hora, para demostrar su riqueza y su distinción. Mi mujer no se puso ninguno, ni para los paseos matinales, ni en nuestras excursiones por las playas, y aun de noche, cuando bajábamos al gran comedor del hotel, se vestía con una modestia que hacía resaltar su buen gusto. Yo no estaba todavía en condiciones de raciocinar sobre esto, pero me producía buena impresión, como la que se experimenta ante un cuadro bien compuesto, en que nada choca. En ella era, también, instintivo, y fue desarrollándose con la edad. Los grandes vestidos de nuestros Worms o nuestros Paquins bonaerenses, quedaron, pues, para las noches de Ópera y las soirées extraordinarias.

En nuestras charlas interminables, mientras paseábamos lentamente por la arena de Ramírez y los Pocitos o a lo   —256→   largo del puerto, viendo la ciudad tendida en anfiteatro, el pequeño Cerro con su fortaleza que parece un juguete de cartón, la rada con sus vapores y sus buques de vela, que cabeceaban mecidos por el oleaje, los botes de pasajeros que la marejada sacudía, los barcos de pesca con su latina al sol, las bandadas de gaviotas vocingleras, Eulalia solía mostrarse melancólica, y entonces me hablaba de mi madre con ternura que sólo podía comprender como un reflejo de su afecto hacia mí.

-¿Me llevarás un día? ¡Deseo tanto conocerla!... Mientras no la conozca me parecerá que no te conozco bien a ti tampoco... Debe de ser una de esas señoras antiguas, tan graves y tan modestas, que se hacen respetar por todo el mundo sin necesidad de exigirlo, y que en medio de una gravedad saben sonreír, y estar siempre de buen humor, con infinita benevolencia, con inagotable bondad, ¿no es cierto?

No quise decirle que Mamita era taciturna, melancólica, mística, aunque muy buena y muy tolerante. Por el contrario, apoyé sus conjeturas, viendo que mentalmente, sin querer confesarlo quizá, hacía comparaciones entre su madre y la mía, y que esto me daba una nueva e inesperada superioridad sobre ella.

-Sí, queridita: mi pobre vieja es tal y como te la imaginas. ¡Lástima que no haya podido asistir a nuestro casamiento! De seguro que, apenas te viera, te querría a ti más que a mí, si es posible.

-¡Oh! ¡Eso no! Pero iremos a verla, ¿quieres?

-En cuanto sea posible... El verano próximo. El viaje es largo y molesto.

-¡Eso no importa! ¡Hay que ir!

Mes y medio delicioso pasamos en aquella ciudad encantadora, en que apenas conocíamos unas cuantas personas que nos dejaban discretamente la más amplia libertad. Al cabo de este tiempo, comencé a encontrar algo monótono nuestro continuo tête a tête, y a echar de menos el movimiento y la acción de Buenos Aires. Leí cartas, y me dije que el momento era llegado de reanudar la vida activa, porque todas las noticias venían a alarmarme. Eulalia intentó una ligera oposición:

  —257→  

-¡Estamos tan bien aquí! Tiempo tendrás de dedicarte a los otros. Ahora te quiero todo mío, segura de que me descuidarás en cuanto estemos en Buenos Aires.

Pero se convenció de que era preciso regresar en cuanto le describí la situación como ya la veía. Los opositores agitaban el pueblo sin tregua ni descanso; el combate arreciaba en toda línea; el Presidente de la República tenía necesidad hasta de sus amigos más insignificantes en los puestos avanzados; el descontento cundía, a pesar de esfuerzos tan extraordinarios como una gran reunión de los jóvenes, declarándose dispuestos a sostener al Presidente sin condición alguna, hiciera lo que hiciera.

-No tengo el ánimo tan tranquilo como mis correligionarios. Todo me huele a tormenta, y aunque yo poco he de perder, me gusta ver cómo van desarrollándose los sucesos para que no me tomen de sorpresa.

Volvimos a Buenos Aires, y mi primera visita fue para el suegro, el mejor de los informantes.

-La situación es aparentemente sólida -me dijo Rozsahegy, en su media lengua-. El Presidente cuenta con todos los Gobernadores de provincia, con la inmensa mayoría de las Cámaras, con todo el ejército y toda la escuadra, con una policía aguerrida y resuelta, con diarios que defienden todos sus actos. ¡Muy bien, perfectamente! Este conjunto parece demostrar que está firme en el poder, pero hay vagas señales de que no es así. La Bolsa se muestra recelosa. Muchos economistas y aun simples comerciantes encuentran que se abusa del crédito. Los diarios de oposición exageran los ataques, sembrando una gran desconfianza en el público. Todo esto parece nada, pero es mucho para el que sabe ver más allá de sus narices. Si no fueras «mi hico» -agregó tuteándome, pues me trataba indistintamente de tú o de usted-, no te lo diría, pero... ahí está... Es bueno que te des cuenta de las cosas antes que los demás. ¡Para algo soy tu suegro, tu suegro Rozsahegy!...

Y después de una pausa, agregó:

-Hay que andar con mucho «oco». Un derrepente, ¡cataplum!

No dejaron de alarmarme estos informes, pero me alarmó   —258→   mucho más todavía la observación de que la política del Presidente no satisfacía al mismo partido que lo elevara al poder, y de que algunos de sus miembros más conspicuos se retiraban a cuarteles de invierno o se plegaban más o menos abiertamente a la oposición.

-¡Cuando las ratas se van, señal de que el barco hace agua! -me dije.

Pero no eran precisamente las ratas las que desembarcaban, sino los marineros, y hasta los pilotos. A esta deserción, contribuía de un modo visible la guerra que desde un principio se había hecho al mismo ex-jefe de nuestro partido, cuya voluntad creara aquella situación, y que continuaba aún, tratando de suprimir hasta los últimos restos de su prestigio y de su influencia. Siguiendo esta política inútil y equivocada, se llegó a extremos tontos. Uno de los allegados al Presidente, el mismo que años más tarde iba a ocupar elevadísimas posiciones, se ensanchó contra él en el diario oficioso, tratando de demostrar que era un muñeco insignificante, un pobre individuo presuntuoso y ridículo, a quien sólo el azar de las circunstancias había podido dar cierto relieve. Hasta entre los militares comenzaban a notarse síntomas amenazadores. Entretanto, la única situación provincial que permanecía fiel al viejo jefe, caía derrocada por una especie de revolución que organizara el mismo gobierno nacional, con soldados del ejército disfrazados de particulares. Algunos partidarios se retiraron, pues, y sin hacer abiertamente buenas migas con la oposición, dejaron ver que, en caso de una revuelta, no se pondrían de parte del Presidente. Otros entraron resueltamente en las filas enemigas.

Se pensará que ante este cuadro y con tales perspectivas me apresuré a decir «ahí queda eso» y a abandonar al Presidente para no caer con él, si caía, como era ya muy probable. Pero quien tal crea no me conoce. Hilo más delgado que todo eso. Sin que me preocuparan mis deudas a los Bancos, que podrían apretarme el torniquete en caso de defección (hasta cierto punto apenas, pues la mayor parte de mis letras no estaban firmadas por mí), sin que me moviera ningún motivo sentimental, rechacé la idea de   —259→   pasarme a las filas contrarias desde el punto en que se presentó a mi imaginación. No era ése el papel que me convenía. Si hubiese ocupado el puesto eminente con que soñé al venir a Buenos Aires, si fuese uno de los hombres de alta significación de la época, no digo que no me hubiera convenido una actitud de héroe salvador del país, tanto más cuanto que podría adoptarla sin arriesgar nada o muy poco -los situacionistas que cambiaron de casaca no se cuidaron de devolver previamente lo que habían comido-, pero, dada mi relativa insignificancia de hombre de tercero o cuarto término, casi perdido entre la multitud, y que apenas conquistaría un miserable ascenso en las filas contrarias, no había ventaja alguna para mí en la maniobra. Lo útil, lo verdaderamente provechoso era pasar inadvertido, permaneciendo fiel a «la causa»: con eso no tenía nada que temer, y sí mucho que esperar. Nuestro partido seguiría gobernando -por lo menos en un período de muchos años-, y salvo los que se hubieran comprometido exageradamente en aquel tiempo, todos quedaríamos en disponibilidad y con muchas mayores probabilidades de ocupar los altos puestos.

¡Sabia política de la que nunca me felicitaré bastante, porque mis vaticinios resultaron plenamente confirmados: los opositores tradicionales no llegaron nunca al poder, los transitorios se hicieron sospechosos y no obtuvieron más que migajas, y los amigos del Presidente que se comprometieron demasiado tuvieron que vivir largos años metidos en un rincón, esperando a que los olvidaran!

Como es de presumir, dados sus antecedentes, Vázquez fue, en nuestra provincia, uno de los primeros que se plegaron a la oposición. Como yo le pidiera sus razones en uno de sus viajes a Buenos Aires me las explicó candorosamente así:

-La política del Presidente es demasiado exclusivista y tiene el defecto capital de no contentar a nadie sino a los pocos que lo rodean en la intimidad y que no son hombres de grandes miras. Están matando la gallina de los huevos de oro. La locura de la especulación que hoy embriaga a tantos, pasará necesariamente, porque se edifica sobre arena;   —260→   y, al primer desastre, todo el mundo se volverá contra el iluso que lo provoca, más por ceguera que por maldad... Y esto no puede durar mucho...

-¡Vaya un sociólogo! -pensé-. ¡Más sabe mi suegro Rozsahegy que todos estos doctorcitos juntos!

Y en voz alta repliqué a Vázquez:

-Puede que tengas razón, pero yo no la veo. Digan lo que digan, el país progresa maravillosamente, y eso se debe al gobierno actual. ¿Que tropezamos con dificultades? Siempre las hubo, y deberíamos trabajar por vencerlas, no por agravarlas complicándolas, como hacen ustedes.

Pedro se encogió de hombros.

-¡Comprendería tu ceguera si tuvieses un puesto inamovible! -dijo con ironía.

¡Un puesto inamovible! ¡Qué rayo de luz! Eso era, precisamente, lo que me convendría mientras pasaba la tormenta en ciernes. Pero ¿cuál? No podía ser juez, porque había desdeñado hacerme dar, como tantos otros, un título de doctor en alguna caritativa Facultad provinciana, y ya no era tiempo -dada mi relativa notoriedad- de volver sobre mis pasos. Me quedaba la carrera diplomática... ¿Por qué no hacerme nombrar ministro en Europa o, por lo menos, en uno de esos hospitalarios y divertidos países sudamericanos, donde se lleva una vida patriarcal y caballeresca, ante paisajes admirables, bajo un clima espléndido, en medio de las más sentimentales aventuras, sin nada que hacer, ni nadie que amenace la estabilidad del puesto?

¡Oh! ¡Gracias por la idea, dulce Vázquez!




ArribaAbajo- IX -

Fui a visitar al Presidente, como lo hacía todas las semanas, y le hablé incidentalmente de mis deseos, para tantear el terreno y guardándome la retirada. Me dijo que estaba loco, que no podía habérseme ocurrido tontería mayor. En aquellos momentos, necesitaba de sus verdaderos amigos; yo podía serle utilísimo presentando con elocuencia   —261→   sus ideas en el Congreso, y no era cosa de nombrarme, ni aun de permitir que me expatriara.

-Preferiría hacerte ministro aquí -exclamó tuteándome como lo hacía en los grandes momentos de expansión-. Y si la situación lo permitiera, lo haría sin vacilar, como lo haré en cuanto se calmen los ánimos. No te apures: ¡tu porvenir está asegurado! Antes de dos años serás ministro u otra cosa semejante, y con eso se consolidará definitivamente tu situación.

Me marché perplejo, mientras una luz iba haciéndose cada vez más clara en mi cerebro. Pensaba que había poco que esperar de aquel hombre que se empeñaba en una política por lo menos enojosa para todos, y que sus promesas eran demasiado brillantes, demasiado extemporáneas.

-Éste es -me decía- como el doctor Sangredo que, viendo al enfermo desfallecer a fuerza de sangrías y agua caliente, le recetaba más sangrías y más agua caliente, y cuando moría, declaraba que era porque no se le había sangrado lo bastante ni dado toda el agua caliente necesaria.

En fin, lo mejor era vivir de la política haciéndola lo menos posible, permanecer mudo como un sábalo, y divertirse en otras cosas.

Llegué a saber entonces, por intermedio de relaciones comunes, la vida de Teresa, desde que saliera de Los Sunchos. Habíase dedicado completamente a su hijo y a estudiar, con la buena fortuna de encontrar una institutriz alemana, mujer de alguna edad, que había pasado largos años en París. Esta buena señora, que llegó en poco tiempo al rango de amiga, si no de madre, limitose a enseñarla idiomas y música, y a aconsejarle lecturas, dejándole el espíritu libre. La disciplina germánica estaba atemperada en ella por su segunda educación latina, y como la discípula era ya una mujer hecha y derecha, no trató de torcer -por enderezar- su carácter, sino de dar el mayor relieve posible a sus buenas cualidades. En música, la enseñó a leerla y entenderla, sin esforzarse por darle la brillante ejecución que ella tenía, y la felicitaba cuando Teresa interpretaba un trozo de Beethoven o Bach, de una manera distinta a ella, porque «esto afirma su personalidad», le decía.

  —262→  

Con insensible gradación, logró que Teresa pasara de las lecturas objetivas, las narraciones de acción, que estaban entonces de acuerdo con su temperamento, a las lecturas algo más subjetivas de las novelas psicológicas, de éstas, luego, a los libros de simple generalización, y, por fin, a los puramente especulativos. Para esta última etapa se valió de la discusión, interesando a la joven en asuntos filosóficos, y dándole, después, elementos para formar juicio. Y en medio de estas tareas metafísicas, con su espíritu práctico de alemana, Fraulein Hildegard la enseñaba las tareas domésticas, el bordado, la costura, la cocina, el arte de hacer conservas y de adornar la casa. De tal modo, que Teresa no tenía un minuto desocupado y no sentía la necesidad de ser feliz, tanto más cuanto que Mauricio le absorbía todos los pocos restos de su tiempo.

Cuando supe esto, que llegó hasta mí muy fragmentariamente, sentí una gran curiosidad de verlo de cerca, y busqué toda clase de pretextos viables para acercarme a Teresa. Pero nuestra última entrevista había sido tan ridícula para mí, ella permanecía encerrada y mi casamiento era un obstáculo tan grande, que tuve que renunciar a mis antojadizos propósitos. Sin embargo, no fue sin un ensayo: la encontré un día en la calle, la hice un saludo hasta el suelo, y me aproximé tendiendo la mano. Hizo como que no veía el gesto, y usando la frase trivial de práctica, dijo «Servir a usted» y pasó de largo, sin exagerada modestia ni excesiva altivez, dejándome plantado en medio de la acera.

Yo, por las tardes, iba a la redacción del diario oficioso, verdadero fox-terrier lanzado a las pantorrillas de la oposición. Pero no escribía. Escribir es oficio de dupa. Profesionalmente, no da de comer a su amo, como decía Sancho Panza, y en mi caso, dada la vidriosísima situación, no hubiera hecho otra cosa que comprometerme, lo mismo que hablar en público. Sin embargo, a veces pensaba que me gustaría tener tiempo y ganas de escribir una novela: un simple antojo irrealizable de aficionado. A encontrarme con la constancia necesaria para acometer el proyecto, lo iniciara como una novela del progreso de la República Argentina,   —263→   tomando por personaje principal una figura simbólica que no fuese sino un vago mosaico cambiante, más espléndido y luminoso cada vez. Esa figura no sería nadie y sería todo el mundo, y un «todo el mundo» de una fuerza genial. Obsérvese: todos trabajan, todos han trabajado, el magnífico producto está a la vista, pero nadie puede discernir lo que ha hecho cada cual, ni lo que ha ejecutado un grupo, ni un partido, ni una raza, como en esos guisados de la gran cocina, en que se mezclan y confunden mil ingredientes para producir una cosa única. En mi novela, el guisado sería el protagonista y los condimentos el resto de los actores...

Pero bien pronto, renunciaba a estas tontas divagaciones peligrosas, y cuando mucho escribía un sueltecito de crónica social, adulando a mi más reciente conquista. No tengo carácter para víctima, ni me gusta el papel de «genio incomprendido». Allí en la imprenta, estreché relación con algunos escritores y pichones de escritor, que a estas horas han muerto de miseria o han cambiado de rumbo, dejando de escribir otra cosa que cuentas y facturas. Pero, entonces, me hacían morir de risa con su petulancia. Se reunían entre ellos para quemarse mutuamente incienso, miraban a los demás por encima del hombro, como si perteneciesen a una raza subalterna, y luego se entredevoraban, despreciando a los ausentes. ¡Pobres tontos! No veían ni han visto nunca que sólo ellos se hacen caso, y su ceguera llega a tal punto que se esfuerzan por destruirse unos a otros, sin ver que todos están destruidos por definición en un país como el nuestro, donde apenas si pueden hacer el papel de víctimas cómicas. Y lo más curioso es que esos pobres parias, tomaban o fingían tomar bajo su protección, a pintores, escultores, músicos, actores y hasta sabios a la violeta, que -a su vez- les formaban círculo, creando en la vida porteña algo así como uno de esos islotes del Paraná que nadie utiliza, porque se inundan, están llenos de sabandijas y no tienen comunicación con la vida comercial.

Mi espíritu curioso me hacía no espantarlos ni alejarlos; para eso los trataba en serio, fingía interesarme en lo que hacían, y hasta cuidé de aprender el título de alguna de sus   —264→   publicaciones. En cuanto citaba éste, el rostro de mi escritor se iluminaba y ya no tenía más que dejarlo hablar, porque me repetía lo que había dicho, pidiéndome mi parecer, cosa fácil de exponerle con un ¡ah!, o un ¡oh!, admirativo, o con una sonrisa entendida y un movimiento de cabeza.

Como los diarios tienen que llenarse con algo, y ya en aquella época disminuían las transcripciones y traducciones de los periódicos europeos, estos desgraciados plumíferos alcanzaban de vez en cuando un sueldecito, y vivían muriendo, a la espera de un puesto oficial o en la expectativa de un cambio de situación... No saben cuánto me he reído de ellos, los directores y administradores de los diarios que redactaban, gente cuyo único propósito era sacar las castañas del fuego con la mano del gato... Lo digo, para que aprendan los ingenuos que quizá pretendan recoger la herencia de esas pobres criaturas ridículas y pretenciosas, verdaderos parásitos de la sociedad, soñadores inútiles que llegan a creerse llenos de influencia y de poder. Idiotizados, viven mirándose los unos a los otros, y como ellos son los que escriben en los diarios y a veces en los libros, llegan a creer que todo el mundo está pendiente de ellos, cuando a nadie importan un ardite. Chicos y grandes les han manifestado siempre su gran insuficiencia, pero ellos -tieso que tieso-, lejos de convencerse, protestan contra una ignorancia y una envidia que sólo existe en su cerebro. Y como, a fuerza de escribir cuartillas, al fin llega a salirles algo bonito, puede que, cuando alguno de ellos muera, le pongan una chapa de bronce en el sepulcro, o le hagan un bustito, o se cite su nombre en las antologías de escritores regionales.

Ya se verá, después, con qué rima éste mi justo enojo contra los escritorzuelos periodísticos de aquella época... y de otras, anteriores y posteriores.

Por el momento, en mis charlas con los redactores del órgano oficioso de la tarde y el oficial de la mañana, traslucí una cosa que acabó de darme mala espina: Los diarios de oposición se enriquecían, mientras que los nuestros vivían apenas de las subscripciones gubernativas, y para circular   —265→   un poco tenían que enviarse casi gratuitamente a correligionarios y empleados públicos; esto tenía dos explicaciones: o estaban administrados y dirigidos por gente demasiado ávida de dinero, a la que nada bastaba, o el soberano público se mostraba para con ellos de un desdén desesperante. En la disyuntiva, tomé sabiamente el término medio y me dije:

-El público los abandona un poco, y los empresarios aprovechan un mucho de la situación. En suma, se hacen pagar dos veces... o una vez y media.

Esto, con los demás antecedentes, me hizo abrir del todo los ojos y preparar lo que podría llamarse «mi coartada».

Aquellos pobres «escribidores» que a veces no tenían siquiera ropa que mudarse, eran al fin y al cabo una fuerza, y más del lado de la oposición que de la del poder, porque cuando escribían no eran «ellos», sino la entidad que estaba detrás. De esto no se han dado cuenta nunca, y aun reclaman una individualidad refleja que jamás tuvieron realmente. Yo no lo dije, entonces, y si lo digo ahora, es porque ya no puede perjudicarme mi franqueza. Resolví, pues, servirme de aquella arma.

En el Congreso, en los teatros, en algún club, me encontraba con reporteros y redactores de la oposición. Les hablé de lo que escribían cuidando de objetarlos sin lastimarlos, y facilitándoles la réplica victoriosa. No me fue difícil conquistar su buena voluntad, porque, aparte de adularlos, solía insinuarles alguna idea y darles algunos informes. Uno o dos llegaron hasta aceptar mi invitación a comer, y convinieron conmigo en que, si el Gobierno les nombraba alguna cosa, no haría más que rendirles justicia. Otros se acercaron luego a casa, atraídos por mí y por sus colegas, y lo pasaron tanto mejor cuando que Eulalia tenía el don de gentes, e ignorando mis propósitos y mi política, los creía hombres de gran valer, literatos eximios, y los trataba con respetuosa deferencia.

He aquí por qué los diarios de la época no tienen una palabra contra mí -salvo una dolorosa excepción, algo más tarde-, aunque en aquel entonces no quedara títere con cabeza.

  —266→  

Eacute;stos y otros me pedían mil cosas. Nunca dije no. Puse aparentemente mi influencia al servicio de todos, sin ocuparme de nadie, y cuando alguno de mis «protegidos» obtenía por otro conducto lo que deseaba, nunca dejé de encontrar quien le dijera que lo había alcanzado gracias a mí.

Entretanto, la situación se metía en agua. Una noche que me hallaba en la tertulia del Presidente, alguien le habló aparte con decisión. Ambos gesticulaban, acalorados. Se separaron con visible enojo. Yo estaba cerca del Presidente que, irritado todavía, me golpeó el hombro, y me dijo, reconcentrando su rabia:

-El que venga después, hará lo mismo que yo, o el país volverá a la anarquía. La oposición es heterogénea, y de ella no puede salir un partido de gobierno. ¿No te parece?

-¡Sí, Excelencia! -dije y pensé-: O este hombre ve mucho o no ve absolutamente nada y se va a estrellar...




ArribaAbajo- X -

Pocos días después marchose a Europa uno de los hombres más importantes del país, el último vástago de nuestra raza, como hubiera podido decir yo mismo en un discurso. Era un militar, un sociólogo, un literato, un sabio, que había optado por ser un patriarca. El pueblo bonaerense lo adoraba, el de las provincias lo respetaba, considerándolo, sin embargo, enemigo, por fuerza de inercia, por espíritu tradicional. A mi juicio, era una especie de Cincinato, ilustrado y romántico, un hombre que había tomado en serio los idealismos de 1830. Conservo viviente la impresión de nuestro único coloquio, en una visita de consulta que le hice. El grande hombre me escuchaba impasible, dejando escapar, de vez en cuando, una ligera exclamación afirmativa o negativa, mientras que la mirada de sus ojos muy claros, como desteñidos, no me revelaba nada de su interior y me parecía el cristal de unos gemelos asestados a mi alma. Con el gesto de su mano larga y descarnada, detenía de pronto la palabra en mi labio, dominando inquebrantablemente mi petulancia   —267→   juvenil, y narraba o explicaba entonces, con acento al par sentencioso y blando, como un abuelo que hablara a sus nietos y les dijera la indiscutible verdad bebida en la experiencia...

-Pero...

-Es como yo le digo -insistía tranquilo y perentorio, y su memoria sorprendente y su juicio extraordinario evocaban cuadros admirables de pasado y de futuro. Era un prócer y un poeta.

Se marchó a Europa en medio de una formidable manifestación de despedida, que fue como un motín pacífico.

-¡Se da por vencido! -dijeron los que le veían como un espanta-pájaros, como una tácita condenación de lo que estábamos haciendo-. A enemigo que huye, puente de plata...

-No comulga con la oposición -declararon los que husmeaban en el aire efluvios revolucionarios.

Difícil me resulta la actitud del Presidente. ¿Quiso disimular ante el pueblo? ¿Quiso comprometer al patricio, conquistándoselo con oropeles? ¿Realizó un acto de nobleza, sin segunda intención, como justiciero, ateniéndose a lo que viniera después? Cualquiera de estos motivos es loable, por una razón o por otra, y en su actitud no careció de belleza al devolver al gran ciudadano todos los honores que le habían «suspendido», porque hasta entonces manifestara su «voluntad» de una manera demasiado imperativa a veces.

Pero, admirando el tipo, aunque no fuera de mi credo ni de mis conveniencias, no estaba dispuesto a dejarme engañar por su viaje y por su mansedumbre.

-¡Sí! -me dije. Revolucionario recalcitrante se ha domesticado hoy, y no quiere sancionar una cosa que, sin embargo, le parece inevitable. Desearía ser el gran pacificador, después de tantas revueltas. ¡Está bien! ¡Está bien! Pero se va para permitir que la revolución estalle... ¡Es evidente! Y, como es evidente, hay que andarse con cuidado, con más cuidado que nunca.

Y mientras los otros comentaban estos acontecimientos con un sentimentalismo trasnochado, utilitario o lírico, yo   —268→   juzgué conveniente saber lo que al respecto pensaba mi suegro Rozsahegy, el más grande de los hombres de la época, porque era el más práctico. Nunca, entre nosotros, se ha consultado bastante al extranjero, que será el más egoísta, pero que es también el más capaz de imparcialidad. Como no se ha consultado al criollo que se queda fuera de los negocios y la política, sin tener en cuenta el famoso dicho de los jugadores de carambola: «Mirón y errarla»...

Con la más absoluta de las aprobaciones por mi parte, Rozsahegy no dotó a Eulalia, aunque se comprometía a pasarla una mensualidad crecida «para alfileres», y aun cuando tomó a su cargo todos los gastos de instalación de nuestra casa, cercana a la suya, que yo organicé y Eulalia perfeccionó en los detalles, con su buen gusto innato. Yo no tenía, pues, reparo en hablarle de asuntos de interés, «cuestiones financieras», porque estábamos, respectivamente, en la independencia total.

-¿Qué piensa de la situación política... de la situación económica, don Estanislao?

-¡Eh! Pienso... Pienso que ya he tomado todas las precauciones necesarias, de acuerdo con lo que opina don Ernesto...

Y después de este nombre, sagrado en las finanzas, hizo una pausa solemne. Luego, descendiendo de la altura, se refirió a mis pequeños intereses:

-Usted no tiene que preocuparse por ahora... ¡Eh!... Pero no podrá ser rico por usted mismo hasta que pase «esto» momento... La «questión» está en soltar toda la menos plata que se puede... Y usted, Mauricio, «cuega», usted «cuega demasiado» en el Club y en el Círculo y en el Jocquey, y en las «careras»... «Déquese» de historias, hombre... Guarde la platita y verá después...

-¡Pero papá! --exclamé con mimo burlón-. ¿No ve que yo tengo que vivir como quién soy, he sido y seré?...

-¡Está claro! Yo no digo nada... Pero el más «quien soy» tiene que pensar en lo que puede suceder mañana... «Vos, Cómez, tenés» una cabeza de chorlito.

¿Cabeza de chorlito yo, Rozsahegy? ¡Qué error! Comparando tu espíritu práctico y el mío, no sé cuál resultaría   —269→   más completo. Sólo que hay formas, hay formas, hay formas... El centavo tiene que venirme; yo nunca correré tras él, como has podido hacerlo tú...

Pero lo admiré, cuando me hizo el cuadro acabado de la situación.

-Con vos puedo hablar claro... sos «me hico»... «¡Comprá oro!»... Es una cosa segura y te dará el cuatrocientos por ciento, si «sos» capaz de guardarlo...

Se interrumpió, objetándose a sí mismo:

-Pero ¿dónde está el efectivo? ¡Ésa es la «quistión»!... No importa... Hay otras maneras, aunque no se compre oro... Hay el equivalente... el equivalente... y eso lo «tenés»...

-Mi querido suegro, usted se anda por las ramas... Lo que yo le he preguntado es lo que piensa de la situación...

-Es una locura, un despilfarro, una borrachera...

Y me explicó: Todo el mundo había perdido el juicio. Fuera de los centenares de millones que bailaban en plaza, acababan de abrirse una docena de Bancos con un capital de cincuenta y tantos millones, sin base sólida alguna, millones soñados, escritos en el agua; se imprimía papel moneda como se imprime una novela popular, en rotativa; se descontaba con el desprendimiento del calavera ebrio, que siembra su peculio en medio de la calle; en la Bolsa se jugaba como en una timba, con el bluf y todo sobre palabra, casi exclusivamente para cobrar y pagar diferencias; a la propiedad raíz se había dado un valor ficticio, pues nunca produciría la renta que el capital representaba; el comercio nacional quedaba deudor en un tercio por lo menos del comercio extranjero, porque nuestra producción no estaba a la altura de nuestras ilusiones; todo el mundo robaba o estafaba al país, con cuentas corrientes ilimitadas, préstamos hipotecarios hechos sobre propiedades que no existían, descuentos concedidos a testaferros sin responsabilidad...

-Es como si en tu casa, incomodado ya por los acreedores, siguieras tomando «fiado» donde te dejaran... ¡Vas a ver lo que pasa después!

-¿Usted cree, entonces, que esto no tiene remedio?

  —270→  

-Sí, tiene... Por lo menos para nosotros... Don Ernesto me ha dicho... Pero hay que tener paciencia... Hay que estarse muy quietito... Ya diré... Usted no tiene ningún apuro, ninguna necesidad... ¡Bueno!... Hay que esperar... Éste es un país de esperar sin asustarse.

-Pero, quizá si yo pudiera liquidar en condiciones pasables...

-«Deque estar... Pueda ser» que parezca menos rico, pero será relativamente tan rico y más... Cuando el nivel baja, baja para todos; y si no baja demasiado, el que está más arriba queda más arriba... y viene a ser lo mismo.

-¡Don Estanislao, no se equivoque! El ministro de Hacienda va a sofocar la plaza con una avalancha de oro, con cien millones que el gobierno tiene en caja...

-Y la Bolsa hará como el papel secante... ¿Qué es un peso, cuando se deben cinco?

-Se hace esperar.

-¡Eh! Sí. Cuando uno se queda con cincuenta centavos para comer... Pero aquí no nos quedamos con nada...

-Usted cree entonces que la revolución...

- ¡Pshit!

Irma se precipitaba, más que acercaba, hacia mí, para increparme:

-La muchacha está triste, ¿qué tiene?

-Yo no sé, señora...

-¡Debe saber! Parece enferma, afligida...

-¿Eulalia?... ¡Bah! Monadas de muchacha mimosa.

-No. Está pálida y ojerosa, está intranquila...

-¿Le ha dicho algo?

-No.

-¿Y entonces?

Me levanté, tomé el sombrero, y encarándome con don Estanislao.

-Hablaremos otra vez -dije-. Hay mucho paño que cortar.

-Sí, «hiquito», sí. Yo no puedo hablar, pero... no hagas nada sin consultarme antes. Sobre todo, no «vendás».

Y en voz más baja:

-No «pagués»... hay tiempo.

  —271→  

El ataque de Irma se explicaba en cierto modo, porque, desde que volvimos a Buenos Aires, arrebatándome el torbellino de la vida, no fui ni podía ser para Eulalia el compañero amable, despreocupado y cariñoso de todas las horas. Un desencanto, también, la afligía y marchitaba: yo no era siempre, en la intimidad, el orador elocuente y triunfal, ni el ameno y espiritual convidado de las reuniones sociales, sino un ser común, como un actor que no sólo ha abandonado la escena sino también los bastidores. En cambio, a mí, hecho a todas las libertades del sensualismo, en los acercamientos venales o caprichosos, la austera unión que ella consideraba única posible, me parecía insulsa y timorata. Sin tenernos en menos, íbamos alejándonos poco a poco, pues; ella sufría, yo... filosofaba.

Quizá ahondé esta separación cuando, al recibir días después la noticia de la muerte de Mamita, y olvidando nuestras conversaciones de Montevideo, me opuse a que Eulalia fuese conmigo, pretextando las molestias y fatigas del viaje hasta Los Sunchos, donde las autoridades, con exquisita deferencia, me aguardaban para el sepelio y los funerales, que habían preparado magníficos. Allí me hice contar los últimos momentos de mi viejita.

Se había ido apagando poco a poco. Ya no andaba, sino arrastrando los pies, como quien patina, para llegar penosamente hasta el sepulcro de mi padre. No hablaba, pero sonreía a todo, con esa sonrisa entre compasiva y alegre que suelen tener muchos ancianos, y que algunos consideran atontada, casi idiota, aunque otros la crean excesiva benevolencia, total perdón... Por fin, no pudo salir, y guardó cama, siempre sonriente y en silencio, hasta que una tarde, echando las enjutas piernas fuera, y sentada en la orilla, dijo:

-Quiero vestirme. Voy al cementerio.

Pero, incapaz de sostenerse, cayó hacia un lado; murmuró: «Fernando», y se quedó dormida para siempre.

«Fernando» dijo y no «Mauricio»; entre las dos indiferencias olvidaba mejor la del esposo, que nunca parece tan total como la de los hijos, porque nunca se le ha dado tanto... Pero ¿quién me asegura que no nos confundiera   —272→   a ambos en un solo nombre, no pronunciado para los demás sino para ella misma? ¡Pobre Mamita!; la lloré de veras, no acertando, sin embargo, a darle determinados relieves, como si sólo fuera una sombra vaga que hubiese fluctuado sin rumor en el fondo de mi vida. Y su recuerdo es, hoy mismo, borroso y tierno, sin que provoque ni grandes alegrías ni grandes penas. ¡Pobre Mamita!... Cuando la evoco, no tengo más que una sensación de penumbra y de silencio, de renunciamiento a la vida. Mi padre, don Fernando Gómez Herrera la modeló así, y yo, su hijo, no hice sino continuar su obra. ¡No había ni siquiera asistido a mi casamiento; yo no la escribía desde años atrás, pero estoy seguro de que siempre estuvo ocupada de mí, y al recordarla ahora, siento que he hecho un mal negocio, y que las caricias locas con que pudo regalarme, no serán renovadas por nadie en el mundo!... Y tanto me conmovió la evocación de su gran figura resignada, que pensé en edificar en Los Sunchos un sepulcro de familia, donde yo dormiría también, llegada mi hora. «Esto consolará a la pobre viejita», me decía, embriagado por el licor demencial de la muerte, del misterio... Casi un cuarto de siglo después, todavía no he realizado el proyecto...

Pero no podía yo pasar por mi aldea, ni aun en momentos de luto, sin tener que amoldarme a mi papel. Para distraerme, amigos y aduladores me mostraron el pueblo, que crecía a ojos vistas y al que hubiera llegado meses después el ferrocarril... El villorrio iba transformándose, materialmente, en pueblo con visos de ciudad, y Los Sunchos, teatro de mis primeras correrías y mis primeros triunfos, perdía su carácter con las pretensiosas imitaciones de las arquitecturas de las capitales. Iba a poseer aguas corrientes, cloacas, luz eléctrica, tenía algunos empedrados, gas, teatro, y sus cabezas más fuertes pensaban en hacerla... capital de una nueva provincia, formada con parte pequeña de la nuestra y parte de un territorio nacional contiguo.

-¿Y para qué provincia? -pregunté.

-¡Para que Los Sunchos tenga toda la importancia que merece! -me contestaron.

No era una respuesta. Aquellos buenos burgueses querían   —273→   ser gobernadores, diputados, senadores, etc.; fundar una pequeña aristocracia, en fin, y no ser el departamento más alejado pero más influyente, el bourg pourri, sino una gran entidad. ¡Bah! ¡Si ellos supieran dónde van a parar las grandezas de Los Sunchos, y pudieran leer en mi alma cómo calculo yo mi posición en Buenos Aires!... Pero tienen razón. Yo en Los Sunchos, dominando patanes, era más feliz que en la capital tratando de contemporizar con todo el mundo, y sin más éxito que el obtenido con las mujeres, que no cuantifican el mérito y que magnifican sus caprichos hasta la sublimidad. Sí; lo diré aunque parezca no venir a pelo: La mujer, en nuestro país, como en todas partes, es el mejor vocero, el único propagador de la fama. No se la tiene, muchas veces, en cuenta, pero en mi larga experiencia de la vida sé que quien la ha descuidado, ha caído necesariamente en el olvido, y que quien la cultivó, por ínfimo que fuese, ha llegado a las alturas, porque más tira un pelo de mujer que una yunta de bueyes -como dicen que dijo Rosas-, y porque, como no envidian a los hombres, ni los desdeñan, tienen para la mercancía de su agrado recomendaciones entusiastas que no pueden nunca tener los hombres para sus rivales...

Cuando volví a Buenos Aires, cumplidas las fúnebres ceremonias, reanudé mi vida de agitación.

Eulalia me hizo algunas observaciones: la descuidaba demasiado. Era cierto, pero no me inquietó. Me consideraba fuera de todo peligro, gracias a mis méritos físicos e intelectuales, pese a todos los ejemplos que en contrario me presentaban la historia, la tradición y la crónica escandalosa de nuestra época... Eulalia, tan fina, tan discreta, podría y debería ser una gran señora en el momento oportuno, que no había llegado todavía. ¿Cómo exhibirla con sus toscos padres? ¿Cómo fundar o refundar una aristocracia con los Rozsahegy a la rastra? Yo tenía fuerzas suficientes para imponer a Eulalia, pero no a Irma y a don Estanislao. Puede que pudiera; pero, en fin, ni yo mismo lo quería. Eulalia, a veces, parecía comprenderlo; otras, su ambición rompía todo lazo: pero era una ambición hacia mí, no hacia la sociedad, y esto me había desgraciado.

  —274→  

-María haría lo mismo, pero con todo derecho y toda probabilidad de triunfo -me decía yo-. Teresa podría intentarlo con éxito, porque, al fin, es de una vieja y respetable familia del país. Pero, justamente, Eulalia, que tiene la bondad de Teresa y la individualidad de María, es la única que no puede exigirme que la imponga a esta sociedad, por mezclada que esté, porque no he de llevarla a los «bailes de la Bolsa» u otros «peringundines», sino precisamente a los salones tradicionales que hoy están semicerrados, y donde sería muy posible que nos recibieran mal.

Mi tía Mónica, aquella excelente dama que había quedado soltera porque un médico, allá en su juventud, le cortó un músculo del cuello y la dejó para siempre con la cabeza bamboleante, como una perlática, mi madrina de casamiento, en fin, me ilustró el punto casi con tanta crueldad inhábil como la del cirujano que la mutilara, agostando su juventud, su gracia y su talento de mujer.

-Tenemos, sí -me dijo-, la aristocracia del dinero; pero es superficial, mientras no desaparecen los que lo han ganado directamente. Recuerda, Mauricio, el dicho de aquel extranjero en el Colón, al ver cuajada de diamantes nuestra más alta sociedad: «¡Muy hermoso, pero huele a bosta!» Todos somos descendientes de negociantes o estancieros; eso lo sabemos muy bien. Pero todo el mundo se esfuerza para hacerlo olvidar, y en tal caso, el que está más lejos de su abuelo pulpero, tendero, zapatero o criador, es el más aristócrata. Tú, con tu casamiento, has perdido dos o tres peldaños, porque el patán de tu suegro vive y se muestra demasiado... Es un «carcamán», y eso no se te perdona.

Mauricio Gómez Herrera, sin el «carcamán», sería como algunos de sus primos o sobrinos, que, sin dinero, y aunque puedan, por excepción, tener talento, no son sino pobres aspirantes o infelices descontentos, socialistas, anarquistas o cosa por el estilo...

-¡Qué mi tía Mónica!



  —275→  

ArribaAbajo- XI -

El juego, las mujeres, los paseos y la controversia chismográfica -he aquí cómo distribuyo mi vida desde que he dejado la política en segundo término, previendo lo que va a suceder-. Ni a tiros me hacen hablar ni escribir... Mi suegro me ha contado la historia de las anteriores crisis, sobre todo la que trajo la conversión al peso moneda corriente y el derrumbamiento del Banco Nacional.

-Haga una cosa. Si debe algo al Banco Nacional, trasládelo pronto al Banco garantido de su provincia; yo sé lo que le digo... Allí será más fácil arreglar...

Sin saber a qué podía corresponder aquel consejo, me apresuré a seguirlo, y al hacer esta permuta, que mi posición política me facilitó, supe que, con mi nombre o el de otros, debía nada menos que cerca de un millón de pesos nacionales. Aunque mis propiedades de Los Sunchos y las de la capital de la provincia y campos vecinos representaran entonces algo más de esa suma, me asusté, y fui a consultar a Rozsahegy, seguro de que se había equivocado y me había hecho cometer un desatino.

-Creo -le dije-, que siendo yo rico, y Eulalia también, Eulalia debe ayudarme a consolidar mi fortuna, tanto más cuanto que ella no pierde un centavo. En su nombre, pues, vengo a pedirle que sanee mis propiedades, pagando mi deuda al Banco de la provincia.

-Usted es muy muchacho -me replicó-. Yo no pago deudas de nadie que puede pagarlas. A Eulalia no le faltará nada, ni hoy ni nunca, y, por lo tanto, a usted, sobre todo si no sigue haciendo sonseras y jugando hasta la camisa. Y deje estar, ya le he dicho: nadie se ha de llevar sus tierras, mientras viva Rozsahegy.

-Debo cerca de un millón.

-Eso es una porquería. No hay un allegado al Presidente ni siquiera a un Gobernador de provincia que no deba otro tanto. ¿Y vos crés que los van a matar? ¡Se acabaría el país!... ¡Eh, nadie se muere de deudas!...

Y, paternal, agregó:

-Eulalia tendrá cuanto necesite. Vos podés seguir haciendo   —276→   negocios para tus «farras». Yo no me meto en eso. Pero, en el momento oportuno, ya sabré cómo ayudarte. ¡Eso sí!, no venda sus tierras, porque entonces ya no hay defensa.

-El «gringo» sabe lo que se pesca -pensé-, y lo mejor es hacer negocitos.

Era todavía, en sus últimos boqueos, el tiempo llamado de las «coimas». Ganar algún dinero no me costaba más trabajo que el de leer un memorándums presentado por algún postulante de concesión, y repetirlo en otra forma en el recinto de la Cámara. Estos memorándums solían estar bien hechos, lo que afirmaba mi reputación de orador enciclopedista, sin comprometerme como político. Podía hacérseme, por el mismo procedimiento, una competencia mortal, pero, pese a mi modestia, diré que yo presentaba aquello con elocuencia y con éxito, sobre todo porque entre los colegas habíamos establecido un convenio tácito, y nos dábamos mutua y alternativamente el voto.

Mis «bohemios» oficialistas y opositores no veían más que fuego, como dicen los franceses, y los primeros, obedeciendo a mi consigna, no me ponían nunca muy de relieve, mientras que los segundos, conquistados, cargaban la romana sobre otros, nunca sobre mí, y estaban (unos y otros) tanto más conformes conmigo cuanto que no me daban notoriedad. Los correligionarios hablaban de Mauricio con mesura y respeto; los opositores, dada mi insignificancia, cuando me nombraban solían -rara vez, -pero solían- deslizar una palabra amable junto a mi nombre. También es cierto que nunca me opuse a un sablazo, ni negué una recomendación, ni dejé de aparentar que buscaba un puesto, ni hablé mal sino de los caídos, ni hablé bien sino de los notorios y momentáneamente «indiscutibles». Y los cuentos y comentarios me llegaban.

Yo no tenía talento, pero era, en cambio, bondadoso; no tenía ilustración, pero era inteligente y receptivo; no tenía moralidad, pero era muy tolerante para los defectos ajenos; no tenía carácter, pero era incapaz de hacer daño a una mosca; no era altruista, pero no dejaría a nadie sin comer por hartarme yo.

  —277→  

Virtudes negativas, pero, al fin, virtudes.

Pero, pasemos. Tal era mi acción, la única que me interesaba para mantenerme en la posición debida: frecuentando la sociedad, por lo que podía darme, gracias sobre todo a las mujeres, haciendo pequeños «negocios» para poder vivir sin comprometer mi fortuna y con ella mi libertad de acción; entregándome a veces al placer, en forma que la plebe dogmática encuentra excesiva; presentándome como un elegante y un gran señor, sin exageración -para no morirme de hastío en los momentos obligados de inercia-, aparecía yo como un protector nato de las letras y las artes, que no me importan un pito, era el ídolo de los salones, el pico de oro en la Cámara, el instrumento admirable y admirado del gobierno -a quien no servía-, y el hombre, en suma, capaz de ponerse, si quisiera, frente a frente de otro cualquiera, del más alto, del más popular, del más poderoso. Quédame esta fama, todavía; y si me queda es, precisamente, porque hasta ahora he rehuido el combate. Seré capaz de una acción decisiva, pero cuando la sienta de antemano decisiva, y todas las altiveces de la raza, todas las protestas de mis antepasados emancipadores, se reducen a la conquista del éxito. A los abuelos les obligaron a ser yunque, y yo quiero y siempre quise ser martillo, aprovechando para ello nuestras mismas cualidades, diversamente encaminadas.

Eulalia se había resignado al papel de amiga. A pesar de su familia era, para mí, como una decoración, gracias a su admirable don de gentes. La llevaba al teatro, a alguno de esos «salones» curiosos que perduraban en Buenos Aires como confuso rasgo de unión entre la antigua sociedad y la que iba a nacer más tarde, muy libres, muy rastacueros, pero, en fin, lo único que entonces había. Era muy solicitada y muy cortejada. A veces me pareció que las galanterías de algunos iban demasiado lejos, y que ella, sin embargo, las tomaba como moneda corriente. Pero no cuadra a Mauricio Gómez Herrera preocuparse de estos detalles, cuando cien cosas de mayor cuantía para sí y los suyos solicitan en todo instante su atención. Por otra parte, Eulalia era, ha sido y es fundamentalmente honesta -o así me ha parecido, ¡y eso basta!...

  —278→  

Y cuando, en aquel entonces, planteaba en parte estos problemas psicológicos, siempre se me evocaba la imagen de María Blanco, y siempre refería las acciones de Eulalia a las que ella hubiera realizado. Y aunque Eulalia actuase como María Blanco hubiera podido actuar, siempre encontraba una superioridad en María, quién sabe por qué atávica preocupación, olvidando que mi mujer era toda una señora. Rozsahegy, Blanco: todo estribaba aquí: cuestión de pronunciación.

María, entretanto, estaba en Buenos Aires, y no se preocupaba para nada de mí. Llevaba, seguramente, una vida análoga a la de Teresa, y dedicaba a Vázquez o a su deber, todo su tiempo y todo su pensamiento. No se la veía jamás en parte alguna. Vázquez deseaba hacer un viaje a Europa. Quería completar su educación y ver de cerca, en la realidad, lo que le habían mostrado los libros, sintiéndose capaz de ser útil a su tierra, no porque fuera a aprender más en el extranjero, sino por la mayor autoridad que una permanencia en el Viejo Mundo le daría. Imitando burlescamente aquello de Calderón de que «porque no sepas que sé que sabes flaquezas mías», observaba que, para ser eficaz, es preciso que los demás «sepan que uno sabe», o lo supongan, que es lo mismo.

Una tarde, comentando la crónica del Congreso de los diarios de oposición, en la que se me trataba muy bien, llegué a decirle que despreciaba resueltamente a todos los escritorzuelos, y que, cuando mucho, los toleraba. El romántico de Vázquez me contestó, animadamente:

-¿Los toleras? ¡Pero, tonto! ¿No ves que ellos son los únicos que hacen algo y que tienen el derecho de «tolerar»? ¡El más insignificante tiene mayores probabilidades que tú y que yo, de ser admirado y venerado por los que vienen!... Pobre consuelo, dirás. Pero es que ellos cobran su paga mental por adelantado, y no la descuentan para poder enorgullecerse aun más de sí mismos... Están bien convencidos de ser lo que son, mientras que nosotros no sabemos lo que somos.

-¿Qué significa?

  —279→  

-Ellos pueden oponerse a las circunstancias, nosotros las estudiamos para seguirlas.

-Haces juegos de palabras, y nada más.

-Me alegro de que lo tomes así.

Yo creía y creo todavía en la existencia de lo que se llama «hombres superiores», y en que son los que señalan rumbos a las sociedades y los pueblos. Y mientras escribo estas líneas, leo un discurso de Roosevelt, pronunciado en Bruselas, panegirizando la medianía. Es una adulación electoral, como las de nuestros discursos de provincia, en que alabamos a los labradores y los ganaderos, como a las más altas y fuertes columnas de la sociedad y de la inteligencia...

Otras cosas me distrajeron. El gobierno estaba cada vez más preocupado con la situación, especialmente en su parte económica. Una especie de bancarrota amenazaba al país, y los ministros de Hacienda se sucedían haciendo desatinos cada vez mayores. Para detener el alza del oro, el gobierno vendió todo lo que tenía, que fue inmediatamente absorbido por los banqueros, y emigró. Sin haber detenido la subida, lejos de eso, tuvo necesidad de metálico en crecida cantidad para amortizar empréstitos y pagar intereses, y debió comprarlo a precios inverosímiles. Corrió la voz de graves irregularidades en los Bancos, y en la capital se respiraba un ambiente de desconcierto que olía a revolución. Lo que supo Rozsahegy meses antes lo sabía todo el mundo ya. Mi suegro me llamó entonces, con urgencia.

-¿Has hecho lo que dije?

-No sé a qué se refiere.

-Hacer trasladar toda tu deuda al Banco garantido de tu provincia.

-Sí.

-¿A cuánto asciende?

-Con algunos intereses acumulados, ya le dije, a cerca de un millón de pesos.

-¿Con tu sola firma?

-La mayor parte. Hay unos doscientos cincuenta mil pesos, cuyas letras no he firmado yo. Pero se sabe...

-Eso no importa. Déjese estar. No se apure. No haga   —280→   caso de nada. Sobre todo, no venda... Ahora viene el temporal y hay que tener mucha sangre fría, mucha...

-¿Usted también cree en la revolución? -dije, irónico.

Me miró con aire socarrón, sonriéndole los ojillos de cerdo.

-Yo más que nadie -contestó-. Esto no puede seguir así.

Comprendí que sabía más de lo que quería decir, y traté de sondearlo.

-Estoy seguro de que hasta ha dado dinero...

-¡Ésas son cuentas mías! -exclamó riendo más que antes-. La verdad es que cualquier cosa, ¿entiende?, cualquier cosa es mejor que prolongar esta situación. Hay que liquidar. Esto es un loquero sin nombre; ya no hay desatino que no se haga, y se ha tocado demasiado a lo hondo del bolsillo de la gente.

-La revolución no triunfará. No hará más que consolidar el gobierno.

-Puede que no triunfe. Hasta es casi seguro, porque la harán gentes muy distintas. Pero el gobierno no podrá consolidarse, sino en calidad de gobierno; es decir, quedando como es, pero variando de hombres y de procederes.

-¡Qué curioso!

-Será lo que te parezca. Pero, ¿quieres un consejo, Mauricio, para completar los otros, que son salvadores?

-Venga el consejo.

-«Andate» de Buenos Aires. Eulalia está delicada, el invierno amenaza ser crudo. Llévatela a un rincón del Norte, o Río de Janeiro, si prefieres la ciudad al campo, y espera los sucesos.

-No puedo. Tengo compromisos. Por mucho que justificara mi ausencia, sería una deserción. Me quedaré aquí, a pie firme.

-¡Compromete su porvenir!

-No crea, viejito. Tengo uñas para salir del paso. Ya verá. ¡Y nadie podrá decir nunca que Mauricio Gómez Herrera es un traidor ni un cobarde!



  —281→  

ArribaAbajo- XII -

La revolución estalló, porque al pueblo no le quedaba un centavo ni crédito con qué sustituirlo. Yo era ya, oportunamente, en aquel momento, una «persona formal» porque había logrado que nadie se ocupara de mí. Y en la difícil emergencia, me dije:

-Hay que prepararse a echar piel nueva. Callemos como muertos y veamos venir. Yo no hago nada malo. La política es una serie de accidentes en los que uno debe «poder ser útil o utilizable», y demostrarlo, aunque sea de un modo pasivo. La sociedad dice: Sé rico, ten influencia, y triunfarás. La religión actual dice lo mismo, exigiendo, como la sociedad, que se le guarden las formas. Yo soy rico, o mejor dicho, tengo todas las probabilidades y todas las apariencias de tal. Soy rico por mi mujer, y rico por mí mismo, si es cierto lo que dice Rozsahegy. Tengo talento o, lo que quizá sea preferible, el don de saber vivir. La cuestión es no destruirse a los treinta y cinco años. Este período ha sido un gran gastador de jóvenes. Todavía puedo ser un hombre nuevo, y muchos de nuestros próceres no habían despuntado aún a los cuarenta años. ¿Quién me dice?...

Pero quise cerrar con broche de oro este largo capítulo de mi vida, mostrándome fiel, si no a mis principios, a mis amistades y vinculaciones, y en cuanto estalló la revolución fui de los primeros en rodear al Presidente, mientras que los sublevados, contemporizadores, se encerraban en la plaza del parque y formaban cantones en los alrededores dedicándose a matar vigilantes para satisfacer una necesidad de venganza contra la autoridad o sus símbolos.

-Es un motín militar -me dijo el Presidente, dándome un instante de atención, en medio de la turba azorada de palaciegos que le rodeaba-. Pero el ejército fiel no tardará en reducir a los revoltosos.

-Es mi convicción -dije-. Y si puedo ser útil en algo... Ya sabe usted que se debe contar conmigo.

-¡Gracias! ¡Ya sé, ya sé!...

Otros lo rodeaban, acaparando su atención, y mareándolo por completo. Él veía la montaña que se le venía encima,   —282→   pero demostraba entereza y confianza. No era el pusilánime que sus enemigos han querido presentar: iluso, sí, como lo probaron más tarde las circunstancias, dando razón a mi suegro; pero quizá no hubiera sido tan iluso, si aquellos que lo rodeaban hubiesen tenido un poco más de sentido común y un poco menos de adulonería. En suma, los dados estaban tirados, y era preciso mostrarse buen jugador, sin cobardías ni desplantes. Es lo que hizo, pues no habló de ir a ponerse personalmente al frente de sus tropas, ni tampoco de huir como una rata de una casa incendiada. Pensé que se amoldaba, como yo, a las circunstancias que lo habían llevado tan alto, y que sabría esperar otras, en caso de derrota.

No era esta tranquilidad patrimonio de todos. Pepe Serna, por ejemplo, gritaba jurando que había de poner a raya a los revoltosos y darles en seguida una fiera lección, sin suponer por un momento, en su inconsciencia, que aquello se caía a pedazos. Otros, al contrario, se agarraban la cabeza, como si el cataclismo que presenciaban fuera el anuncio del Juicio Final. Recuerdo un juez que, tragando saliva para parecer completamente tranquilo, preguntaba de grupo en grupo, después de una torpe entrada en materia, un «a propósito» tirado por los cabellos:

-¿Cree usted que si la revolución triunfa habrá juicios políticos? Nuestra historia revolucionaria los repugna, y, generalmente, la más amplia amnistía...

No le hacían caso, como diciéndole «ve a hacerte ahorcar en otra parte», y, en efecto, sólo años más tarde cayó como un vulgar pillastre, en un asunto de aprovechamiento de ajenas falsificaciones...

El hombre que más me interesaba era el presunto candidato a Presidente de la República. Pasó varias veces frente a mí, dueño de sí mismo, habiendo medido ya todas las posibilidades que se le presentaban, porque tenía talento. Era el que jugaba más fuerte en la partida, y hubiera pagado por saber el desarrollo de sus pensamientos íntimos, pero aunque reinara entre nosotros cierta antigua y aparente intimidad, no era aquél el momento de pedirle una confesión sincera.

  —283→  

-¿Qué me dice de todo esto, doctor? -le pregunté, sin embargo, estrechándole la mano.

-Que la revolución está vencida, nada más. Es una revolución inerte...

Pero sus ojos negros se perdían, mirando en lo futuro quién sabe qué ostracismos, y en su cara pálida, de un tono amarillento, encuadrada por la barba castaño oscuro y el abundante cabello lacio de músico, había una expresión ascética de angustia aceptada. ¿Veíase ya, en lo porvenir, chivo emisario de todos los pecados de aquel fugaz momento histórico? Después de mí, aquél era el personaje que más simpatía me inspiraba; pero dominé mi sentimentalismo, y dejé en mi interior toda manifestación comprometedora, pensando: Si tú también ves las cosas tan mal paradas, hijito, ¿qué quieres que le haga yo? No puedo ser más papista que el Papa...

Mi estudiada mesura en aquellas circunstancias me condujo adonde debía conducirme. El Presidente estaba demasiado obcecado para ocuparse de mí sino como yo quería: bastaba saber que yo no lo había abandonado, nada más. Los seguros de triunfar me encontraban demasiado tibio para enredarme en sus ensueños... Los temerosos de la derrota me veían demasiado partidario de la situación para invitarme a buscar otra cosa... Los sensatos pensaban, probablemente, como yo... De modo que fui una entidad al propio tiempo apreciable y desdeñable para todos: que era lo que se quería demostrar.

Volví todos los días a presentarme al Presidente, hasta que la revolución, viéndose vencida, capituló. Entonces, me retiré a mi casa. Sólo había sufrido una que otra pulla, sobre mi inactividad.

-Aquí no estamos en mi provincia -repliqué-, y esto es una cuestión militar. No quiero hacer de mosca de fábula, y complicar la cosa so pretexto de simplificarla. Que el que manda me mande, y yo obedeceré.

La revolución cayó y con ella, de rechazo, cuatro días después, el Presidente de la República, contra quien se ensañaron el populacho, la juventud inconsciente y algunos de los que le habían arrastrado a los peores extremos, para   —284→   demostrar que no tenían participación en la culpa. Y así se fue, entre el vocerío, un jefe que quizá no tuvo más culpa que confiar demasiado en las fuerzas del país y en la lealtad de sus amigos -esto fuera de los otros defectos que pudiera tener y de los otros errores que hubiera cometido-. A mí no me toca acusarlo, y debo decir que no cargué la romana sobre él cuando lo vi caído, porque... porque no me pareció un ademán elegante.

Eulalia, que no había encontrado mal mi aparente fidelidad, me dijo al fin:

-Creo que han hecho bien en derrocarlo.

-Me parece lo mismo.

-Pero lo ayudabas...

-Era mi deber.

-Me gusta eso que dices -y su mirada me perdonó muchas cosas.

Yo pensé en María, y reproduje el diálogo que podríamos haber mantenido los dos en las mismas circunstancias:

-¿Obedecías a tu deber o a tu interés?

Protesta violenta de mi parte.

-En fin, tú debías comprender que el gobierno no marchaba, como se ha dicho en el mismo Congreso que tendría que cambiarse antes de aplaudir el «nuevo orden de cosas», que no existe. Ayudarlo era ayudar tu interés, no tus principios.

-¿Principios? ¡Tú lo has dicho! En estos pueblos adolescentes hay que mantener a todo trance... «el principio de autoridad».

Y la discusión no hubiera podido terminar nunca, mientras que con Eulalia tuvo el más grato de los desenlaces: sentirse amado y admirado por una mujer nada vulgar, es siempre el mejor de los desenlaces, cuando éste se desarrolla e n una casa con todo el confort moderno, y donde no falta ni lo superfluo siquiera.

Y en la nuestra no faltaba. Rozsahegy daba a Eulalia cuanto podía necesitar. Yo tenía mi dieta, y como al despilfarro de los años anteriores había sucedido una modestia franciscana, porque muchos lo habían perdido todo y otros trataban de ocultarlo todo, aquello y la poca renta que me   —285→   llegaba de Los Sunchos y de la provincia (el sueldecito de marras), me bastaban y aun sobraban para vivir bien, frecuentar el club, jugar mi amena partida de poker, y hacer nuevas deudas, no muy graves, dada la modestia de los tiempos. Lo único que solía molestarme (¡oh, en idea solamente!), era mi compromiso con los Bancos, o, más bien dicho, con el Banco Provincial.

Llegó la hora en que las autoridades se ocuparían de liquidar y de imponer la liquidación.

Esta vez mi suegro no me llamó, sino que fue a verme.

-Has de darme un poder general para administrar tus bienes...

-¡Oh, don Estanislao! Bien puedo hacerlo yo, como hasta aquí.

-No, no es lo mismo. Usted es muy sonso. Y además se necesita dinero contante.

Le di el poder. Hizo maravillas. Descartó cuantas letras estaban firmadas por testaferros, disminuyendo así notablemente mi deuda. Cedió a los Bancos, en pago, las tierras y propiedades de dudoso porvenir, y adelantándome, en suma, unos ciento cincuenta mil pesos, me hizo propietario de un millón por la parte baja.

-Estos ciento cincuenta mil pesos, que me han servido para pagar certificados de depósito (la plata de los unos para los otros, ¡siempre así!, pero plata anónima), los va a recuperar duplicando como ganancia lo que importaba la deuda. Dentro de pocos años usted tendrá dos o tres millones.

El pobre Vázquez vendía, entretanto, todos sus bienes para pagar a sus acreedores, porque no tenía un liquidador como Rozsahegy. La baja de los precios era tal, que, valiendo una fortuna, mi suegro los adquirió por sesenta mil pesos, prometiéndome cederlos a Eulalia por el mismo precio en cuanto yo quisiera, por medio de una escritura privada. Y me dijo:

-Te «quecabas» que yo no daba dote a Eulalia. Aquí «tenés» tres millones, por lo menos... Y no hay que apurarse. Si no «hacés» locuras, lo que «ganás» y lo que   —286→   le doy a tu mujer, bastará suficiente... Ahora... cuando yo me «muero», es otra cosa.

Pero ni siquiera deseo que se muera mi suegro, pese a la herencia incalculable. La fortuna de don Estanislao ha sido más fortuna para mí, precisamente porque nunca la he tenido al alcance de mi mano, cuando todo el mundo la cree «mía». El crédito es inagotable...




ArribaAbajo- XIII -

Vázquez, como muchos otros, quedó completamente arruinado, y ahora me consta que no pudo pagar a todos sus acreedores, sino algún tiempo más tarde, y eso, gracias a mí, después de haber sufrido las consecuencias de su imprevisión o de no tener un suegro como el mío, sino, apenas, como el ingenuo don Evaristo Blanco, hidalgo provincial, incapaz de negocios.

Fue a verme, y recordándome el viejo préstamo me preguntó cómo andaba de dinero.

-Mal -le dije-. Con estas cosas, los pesos andan a caballo. Tenemos apenas lo estrictamente necesario. Hay que capear el temporal.

-Naturalmente -replicó, pensativo-. Por disminuir una desgracia no hay que hacer mayores dos desgracias. A mí eso no me empeora...

Y se fue.

En aquel momento yo no tenía veinte mil pesos disponibles, sino pidiéndoselos a Rozsahegy; y no era cosa de abusar de mi suegro, que se había portado tan admirablemente conmigo, sobre todo cuando sólo a él podía acudir para mis pequeñas necesidades de juego y otras análogas. No era Vázquez una querida por quien pudiera yo hacer un disparate, ni Vázquez tenía, tampoco, exigencias que me pusieran fuera de mí. Por el contrario, habló tranquilamente y se fue, y aquí no ha pasado nada.

Entretanto, la situación política era la misma, o mejor para mí. Todo el mundo se había reconciliado, y los mismos hombres gobernábamos, con sordina, pero gobernábamos.   —287→   Mi actitud antes, durante y después de la revolución se consideraba, no un milagro de equilibrio, como lo era realmente, sino una prueba irrefutable de mis altas dotes de estadista. En antesalas de la Cámara, en la Casa Rosada, en las redacciones de los diarios, comenzó a hablarse en broma de mis probabilidades de ser ministro a la primera vacante. Tomelo a broma, me hice tan modesto, tan pequeño, que las burlas fueron poco a poco perdiendo su acritud y displicencia y llegaron a hacer ver como posible una cosa a la que, desde luego, estaba acostumbrado ya el oído de la mayoría.

Mi carrera empezaba, o, mejor dicho, estaba terminada.

Se habló una vez, en serio, de «ministrarme», y hubo quien fuera a proponérmelo. Era años más tarde de los sucesos que acabo de narrar, seguía yo, por fuerza de inercia, siendo diputado de mi provincia, pero la situación me pareció harto ambigua, con un Presidente honestísimo, pero inseguro y burgués, y no me resolví a apuntalarlo, y a hacer un pasaje de ave migratoria por el Ministerio. Resentidos aún por la crisis financiera, los negocios no habían tomado empuje, y yo, muy rico, no era rico todavía, aunque viviera como tal, y no me era permitido meterme en las honduras de ministro sin repetición, es decir, de ministro de dos meses, muerto para siempre como futuro ministro. Rechacé la oferta, diciendo que mejor servía al gobierno desde abajo que desde arriba.

Lo que me sonreía era una legación, y volví a este viejo sueño, diciéndome: «En Europa, no en América, como antes». Pero el competidor nato salió otra vez a mi encuentro. Vázquez pretendía, precisamente, la única legación de alguna importancia a que entonces se podía aspirar. Vázquez ha sido siempre mi bestia negra, pero no le envidio ninguno de sus triunfos, aunque me alegre de algunas de sus derrotas... sin quererlo mal, por eso.

-Un ministerio nacional... Pues una legación es todavía más fácil de conseguir. Todo es cosa de saber aprovechar la circunstancia para pedirla. ¡Y la aprovecharé, como hay Dios!

  —288→  

Acababa de pensar esto, cuando me anunciaron una visita, pasándome un pedazo de cartón, ajado y sucio:

MIGUEL DE LA ESPADA

PERIODISTA

Lo hice entrar, y desde la puerta me dijo:

-No viene a verte de la Espada, sino del Sable. Hace dos meses que estoy muriéndome de hambre en la capital, y he venido a verte cincuenta veces, por lo menos. ¡Así está mi última tarjeta, Mauricio!

Y viendo que su entrada en materia no me hacía maldita la gracia, cambió inmediatamente de tono, y añadió:

-Los años pasan trayendo para unos felicidades, para otros desdichas. Yo no he sabido conducirme, y ahora, que envejezco, me encuentro más abajo que el betún, precisamente, por falta de conducta. No acuso a nadie de ingratitud, sino a mí mismo de insensatez. He servido a muchos, pero por la dádiva, como las mujerzuelas que no recuerdan después a quiénes quisieron... Hoy me hallo en la derrota, como dijo tan amargamente mi paisano Calderón en circunstancias no menos trágicas: «El traidor no es menester, siendo la traición pasada».

Su cara me decía su historia de decepciones, pobre vocero de todas las pasiones y todos los caprichos, juguete de los hombres, más que de las circunstancias, y sus ojos, de mirada amistosa y humilde de perro pícaro, me recordaban la historia de Los Sunchos y de la capital de provincia. Mi situación me obligaba a tratarlo de alto abajo; un resto de juventud me hizo acercarme a él, golpearle el hombro y preguntarle:

-¡Vamos! ¿Qué quieres?

-¡Comer! -gritó con desesperación bufonesca-. ¡Comer todos los días o por lo menos, tres veces por semana!

-Aquí come todo el mundo.

Con el índice sobre la nariz, dijo, sentenciosamente:

-¡Eso dicen todos los que comen!

-¿Qué haces?

-Desde hace dos meses soy secretario de una sociedad de socorros mutuos, fundada por un pillastre que se socorre   —289→   a sí mismo. No veo un cuarto. Con mi mujer y mis hijos vivimos en un departamento de la calle Corrientes, que es una cueva de águilas, no ya de ratas. ¡Haz algo por mí!

-Todo lo posible. Aquí tienes cincuenta pesos.

-No era eso. En fin. Después vendrá lo otro.

No paré mientes en lo que me decía, preocupado por una asociación de ideas:

-¿Vive don Claudio? -le pregunté.

-Y doña Gertrudis, naturalmente. Es curioso: son los dos patriarcas de la ciudad, y a nadie se respeta tanto. Hablan, los pobres viejos, maravillas de ti, pero terminan siempre diciendo: «¡Dios lo traerá al buen camino!», lo que significa que todavía no has llegado a su grado de perfección.

-¡Ah, canalla!

-¡Gracias, en nombre de don Claudio!

Se sentó. Calló un instante, mientras yo lo miraba sonriendo. Después, reanudó la charla:

-Soy un fracasado, Mauricio, y me atengo a todas las consecuencias de esto. No tenía dedos para organista, por ser gallego, ¡bueno, está bien! Pero no soy tonto, y tengo algún talento, sin muchas pretensiones, tú ya lo sabes. Cincuenta pesos son cincuenta pesos... suma respetable, sobre todo para mí, que hace cinco minutos no tenía un centavo ni de dónde descolgarlo... Pero dentro de diez días o de dos horas, me volveré a encontrar en la misma situación... Para salvarme, no hay más que esto: tómame a tu servicio; yo seré tu secretario, tu comisionista, tu amanuense, tu perro... En tu situación, necesitas quien te ayude en lo fundamental, porque tienes todo tu tiempo ocupado en lo superfluo. Yo te buscaré los datos que necesites, redactaré tus informes, escribiré tus cartas, compondré tus discursos, y...

Se interrumpió al ver mi mal gesto, y cambiando otra vez de tono, dijo, como un Marcos de Obregón:

-No hay hombre sin hombre, don Mauricio Gómez Herrera. Yo no reclamo, yo no pido nada. Yo suplico tan sólo mi derecho a vivir, aunque cigarra sin arte. Empiezo a ser viejo, y un gran señor como don Mauricio debe comprender   —290→   que estas palabras son decisivas, aunque vengan de un pobre hombre como yo. Es triste que...

-Ven a verme mañana -contesté, divertido-. Hablaremos mañana.

Fue hasta la puerta, volvió, y, modestamente, dijo:

-Suprimiré toda familiaridad. «Yo también sé» cuánto molesta la familiaridad intempestiva...

Y haciendo un grande y picaresco saludo, ya en la puerta, murmuró:

-Puesto que se me permite... hasta mañana.




ArribaAbajo- XIV -

Ridículos los escritos de de la Espada, buenos para un diario de provincia, pero trasnochados en Buenos Aires. Le indiqué otros asuntos para que me buscara datos y me extractara libros, y se desempeñó con un celo tal, que poco a poco fue convirtiéndose en mi secretario. Un secretario modelo, ya sin ambición, pronto a ejecutar cuanto yo le mandaba, sin hacer objeciones ni permitirse el atrevimiento de pensar.

-He aquí un hombre -me dije más de una vez- que obedece como yo a las circunstancias. ¿Por qué a mí me va tan bien y a él tan mal?

Y concluí que ocupábamos nuestras posiciones respectivas, bien equilibradas en la relatividad de las cosas.

Me sirvió mucho, poniendo sobre todo en orden mi correspondencia harto descuidada, y dándome algunos de esos consejos que uno no adopta, pero que siempre sirven de punto de referencia para saber cómo piensan los demás. Es una calumnia la afirmación de que él ha hecho casi la totalidad de mis trabajos de diez años a esta parte; pero, en cambio, es verdad que me ayudó mucho siempre, y que entre los pocos escritos míos en que no tomó participación, figuran precisamente éstos a modo de Memorias caprichosas. En cuanto a sus consejos, dos tengo que agradecerle infinito, porque -aunque no los siguiera exactamente- contribuyeron a resolver dos graves situaciones de mi vida,   —291→   los dos últimos episodios que por ahora he de contar, y rápidamente, porque ya la pluma se me cae de las manos.

Vázquez y yo deseábamos la misma cosa desde hacía mucho, pero uno y otro tropezábamos con la misma dificultad: la mala voluntad del gobierno, disfrazada bajo una enorme cantidad de pretextos plausibles, como, por ejemplo, la de que no éramos diplomáticos de carrera, y no cabía en lo posible postergar a los viejos ministros para darnos un puesto superior (a él o a mí), como si esto no se hubiera hecho toda la vida y no fuera a seguir haciéndose por los siglos de los siglos.

Pedro tenía dos elementos a su favor y en su contra al propio tiempo: era empeñoso y necesitaba de ese puesto para salvarse de la miseria. Yo soy tenaz, también, aunque tengo ahora, en la madurez, la virtud de no demostrarlo, pero, en cambio, no necesito realmente de nada. Cualquier cosa que ambicione para mi brillo personal, puedo pedirla «para servir al país», y aceptarla luego en condiciones inaceptables para los demás, con la simple diferencia de que luego le he de sacar ventajas inesperadas, como tantos que reciben «gratificaciones» por trabajos completamente desinteresados, al parecer, en un principio...

Pero esta vez mis cálculos salieron errados o poco menos. Las probabilidades de Vázquez subieron un día a términos tales que su nombramiento era inminente.

Por indiscreción, lamenté esto delante de de la Espada, que, mirándome de hito en hito, murmuró:

-Yo lo mataría con cuchillo de palo.

-¿Dónde está ese cuchillo?

-¡En lo que debe!

-¡Bah!

-¡Un momento, un momento! -replicó-. ¿Cuánto daría usted por anularlo?

-¡Diez, veinte, cincuenta mil pesos! -exclamé-. ¡Es un punto de partida tan hermoso!...

-No se necesita tanto.

-¿Cómo así?

-Radnitz tiene, desde hace mucho, letras protestadas de Vázquez, por un valor de veinte o veinticinco mil pesos,   —292→   que no ejecuta, confiando en su porvenir inmediato. En cuanto vea un negocio lo hace saltar.

-¿Qué hombre es ese Radnitz?

-Tiene un Banquito y hace comercio de obras de arte. En el Banquito presta liberalmente al uno por ciento mensual, que resulta el cinco o el diez, porque hay que comprar acciones...

-Estás muy enterado.

-Te diré. Cuando vine a Buenos Aires todavía tenía relaciones y cierto aspecto. Necesitando dinero, me presentaron a Radnitz, que me prestó quinientos pesos, obligándome a tomar dos acciones de cien pesos de su Banco, y a firmar una letra de setecientos.

-¿Sin garantía?

-¡Casi! Al mismo tiempo, como fianza, me constituí depositario de mis propios muebles, valuados en setecientos pesos.

-¿Los tenías?

-No. Era para renovar la cárcel por deudas. Si no pagaba los setecientos pesos, yo resultaría «depositario infiel» e iría a la cárcel por abuso de confianza...

-¿De modo que se puede contar con él?

-En absoluto. Dame cinco mil pesos y arreglo el negocio.

-No. ¡Eso me parece bajo! -exclamé.

Pero aquella misma tarde encontré a Radnitz en una de sus exposiciones de pinturas y le dije que «había Bancos, etc.», que bastaría una denuncia para que este sistema usurario se viniera abajo. Luego hablé de los cuadros, que él exponía, después de haberlos comprado en Europa con ayuda de su mujer, diciendo que el gobierno debería comprar dos o tres. Y al despedirme lamenté que Vázquez no fuera a ser nombrado ministro, «porque hay alguien en el gobierno que se opone con todas sus fuerzas, y que aprovechará -con mucha razón-, cualquier pretexto para desmonetizarlo».

Radnitz no dijo palabra, pero me estrechó la mano significativamente. Al otro día le vi en los pasillos de la Cámara,   —293→   muy correcto, muy elegante. Después de algunas maniobras, se me acercó.

-He venido a ver a... Es un amigo del ministro de Instrucción y deseaba saber si comprarán dos cuadros de la Exposición de la calle de Florida para el gobierno. Me han dicho que se interesaba mucho, y como yo también los deseo, no quiero ponerme en pugna con tal competidor como el gobierno...

-Y no lo haga, Radnitz, porque estoy convencido de que los comprarán. Me lo han dicho hace un momento. Lo único que usted conseguiría es hacer que los cuadros suban demasiado, si se venden en remate. En fin, allá usted...

Hizo como que se iba, y agregó en tono confidencial:

-He estado en la Bolsa. Lo del banquero y las garantías me parece una exageración. O será uno de esos pequeños prestamistas de tres al cuarto...

-¡Sin duda!...

-¡A propósito! ¿Sabe el escándalo? A Pedro Vázquez acaban de demandarle ante el juez del crimen por depositario infiel y abuso de confianza. Parece que, en circunstancias difíciles, ha hecho cosas que... que no estaban bien...

No hice que le compraran los cuadros y de ello me felicito, porque es un hombre infecto. Creo, también, que el cuento del Banco bastaba y sobraba. Además, se le pagarían sus créditos.

Llegué tarde a casa a la hora de comer. Cuando tomaba el café, con Eulalia, en el hall, antes de irme al club, me anunciaron a Vázquez.

-Vienes a tiempo de tomar una taza de café, pero tengo que salir en seguida -le dije, rehuyendo toda explicación delante de mi mujer.

Pero Pedro estaba demasiado agitado para callarse.

-¿Tienes dinero disponible? -me dijo, tomando el café a grandes sorbos-. Me encuentro en una circunstancia embarazosa.

-Algún dinero tengo. ¿Cuánto necesitas?

-Veinte mil pesos.

Di un salto en la silla. Después me tranquilicé.

  —294→  

-Tanto no -dije-. Apenas ochocientos o mil. Pero, dentro de ocho o quince días...

-Ahora mismo.

-Es una fatalidad.

-Recuerda que yo no te hice objeciones, y que tú me prometiste, cuando te presté igual suma...

-Que todavía no te he pagado. ¿Me lo echas en cara? ¡No! Siempre están a tu disposición. Sólo que en este momento...

Eulalia se levantó y nos dejó solos.

-¿De veras? ¿No podrías conseguir?... Se trata de un asunto de honor más grave que el tuyo, una deuda descuidada, que unos viles usureros hacen revivir ahora. Lo peor es que lo han llevado a los Tribunales, para echarme la cuerda al cuello, y que si la cosa trasciende no me nombrarán ministro en Europa... ¡Si hubieran tardado quince días! ¡Es una maldición!

-Veré a mis amigos en el club.

-¡Sí, Mauricio! Es tremendo lo que me pasa. Alguien ha ido a tratar de impedir que salga la noticia en los diarios, pero si esta situación se prolonga, estoy reventado para toda la siega...

Salimos juntos.

-Es fácil. Voy a buscar el dinero.

-¿Te veré esta noche? ¿Dónde?

-A las dos, en el Círculo. O, mejor, mañana, temprano, en casa... Veinte mil... No te aflijas... No es una montaña.

Se fue consolado y no me acordé de él hasta la hora de levantarme, a la una del día siguiente. Eulalia me aguardaba en el comedor.

-Vázquez ha venido ya tres veces -me dijo.

-Como si no hubiera venido.

-¿Por qué?

-Porque no he podido conseguirle el dinero.

-Pero yo sí.

-¿Cómo? ¿Los veinte mil?

-Aquí están. Papá me los ha prestado.

-Es decir que has ido...

  —295→  

-¡Te veía tan perplejo!...

¡Oh, admirable inocencia! Le di un beso en la frente, guardé los veinte mil, y ordené que hicieran pasar a Vázquez a mi despacho, en cuanto volviera a presentarse.

Entró.

-¿Has conseguido?

-Sí, y no.

-¿Cómo?

-Dentro de dos días los tendrás. Imposible andar más ligero ni aun tratándose de Bancos. Ven a verme el jueves; no; el miércoles por la tarde: haré que las cosas anden lo más rápidamente posible.

-Si no los tengo hoy, pueden perderme... Es un asunto de honor. Si llego a los Tribunales o a la prensa, aunque mi nombre quede a salvo, mi porvenir se va al demonio...

-Tranquilízate. En nuestra tierra no se hila tan delgado. Muchos han salido triunfantes de situaciones más difíciles y escabrosas.

-¡Ah, Mauricio! ¡Quiera Dios! ¡En fin! De todos mis amigos y de todos los que me deben servicios, tú eres el único a quien no he acudido en vano...

Ya en el hall, y cuando comenzaba a bajar la escalera, le dije:

-Pues, para abreviar tu expectativa, yo mismo iré a buscarte el miércoles, llevándote eso...

-¿Seguro?

-¡Y tan seguro!

De la Espada se puso al corriente de todo esto. Creo que corrió a los diarios que malquerían a Vázquez. El hecho es que, veladamente, algunos dieron aquella misma tarde la noticia de un grave escándalo en que estaba implicado un candidato a ministro plenipotenciario, añadiendo datos inequívocos de que se trataba de Vázquez. Sentí un movimiento de temor, de repugnancia o de arrepentimiento, recordando uno o dos dramas a que asistiera en mi vida y que provocaron el suicidio de algunos ilusos, pero me tranquilicé inmediatamente, porque no había hecho más que favorecer la lógica de los hechos, separando de ellos la parte romántica y, por lo tanto, enfermiza. ¿Quién llamaba a Eulalia?   —296→   Yo no tenía dinero... ¿Por qué imponerme que cambiara el rumbo de las circunstancias? Y además, yo estaba resuelto a pagar, y el honor de Vázquez siempre quedaba a salvo. El honor sí; pero, ¿y el puesto? ¡Vamos! ¡Como si el puesto no me correspondiera!

El Presidente era meticuloso y bastó aquel boceto de escándalo para que hiciera encarpetar la credencial de Vázquez, mezclado a un mal asunto de crédito de la época todavía execrada y no bastante maldecida.

El miércoles me presenté en casa de Vázquez y le di los veinte mil pesos.

-¡Aun con esto estoy arruinado! -sollozó.

-No creas. Ve a ver a mi suegro. Yo he hablado con él. Rozsahegy está seguro de recoger esas malhadadas letras con cinco o diez mil pesos cuando más. Es un chantage. No tengas escrúpulos.

-No lo haré. Me importa poco. Me voy al campo a trabajar. Es lo que me aconseja María.

¡María! Sentí de pronto el áspero deseo de verla, de hablar con ella, y prolongué la conversación con la esperanza de conseguirlo.

-Irse al campo es inútil sin capital, sin una estancia. ¿Qué harás?

-Poco me importa.

-Mi mérito es nulo.

-¿Por qué?

-Porque no puedo amoldarme a las circunstancias, ni servir a nadie, ni ser mi propio instrumento. Me sueño pintor, escultor, herrero, ebanista, y, en último caso, labrador o pastor. ¡Ah, Mauricio, si todo el mundo fuera como tú!...

¿Es amargo esto? No. La vida es la amarga. Uno tiene que ir abriéndose camino a costa de los otros por la fuerza, por la astucia o por ambas cosas a la vez.

Pero María me preocupaba tanto en aquel momento, que acabé por preguntar:

-¿Y tu señora?

-Está indispuesta. Desde que se inició este drama en que tú vienes a ser mi salvador, duda de todo el mundo, y ¡lo que son las mujeres!, ésta, tan inteligente, tan aguda, tan   —297→   fina, no quiere rendirse a la evidencia, y hasta sospecha de...

Se detuvo, como no queriendo decir la enormidad que adiviné, y que descubrí preguntando afirmativamente:

-De mí, ¿eh?

Y sin esperar la respuesta, le tendí la mano, efusivo y conmovido, murmurando:

-¡Qué le haremos! ¡No hay dicha ni desgracia completas en este mundo!




Arriba- XV -

Escribo estas Memorias en Europa, lo que quiere decir que obtuve la plenipotencia malamente ambicionada por Vázquez. Pero no fue sin sufrimientos. Apenas se comenzó a hablar de mi candidatura, un periodicucho efímero, de esos que suelen publicar los muchachos en los momentos de agitación, El Chispero, emprendió una feroz campaña contra mí, como si yo fuese el representante de toda una época de corrupción. No le hice caso hasta que habló malévolamente de la muerte de Camino, insinuando las peores suposiciones. Y aun así, no di importancia a aquellos dicterios, teniendo como tenía mi nombramiento en el bolsillo y mi paz perpetua asegurada, hasta el instante en que, al pie de uno de esos artículos, vi esta firma desconcertante: «Mauricio Rivas».

-¡Mauricio Rivas! ¿Qué quiere decir esto?

Llamé a de la Espada.

-¿Quién es este Rivas, este Mauricio Rivas que escribe en El Chispero? -pregunté.

-Debe ser un jovencito que empieza. Yo nunca he oído hablar de él.

-Hay que averiguar -dije aparentando indiferencia.

Y luego:

-Hay que averiguar hoy mismo. Me interesa.

-Lo haré.

Me interesaba el artículo por dos razones: porque era una violenta diatriba contra mí, para denigrarme como   —298→   ministro diplomático ante una corte europea, y porque estaba firmado con un nombre... con el nombre del hijo de Teresa.

El farsante, ese que, conociendo mi vida juvenil, me jugaba aquella pesada broma, iba a pasarlo mal. No es Mauricio Gómez Herrera de los que se dejan tocar impunemente las narices. Y, sobre todo, no me gustaba ese símbolo, traído de los cabellos, de la juventud consciente y sabia que pasa por encima de las ideas de los padres, para ir a la conquista de un porvenir románticamente soñado.

Busqué entre mis amigos y mis enemigos quién podía ser el autor de aquel artículo garboso, y se lo atribuí a Vázquez. Pero Vázquez estaba en Los Sunchos, con su María, como arrendatario de una estanzuela que había ido convirtiendo en granja, o si se quiere chacra, y me escribía de vez en cuando cartas llenas de amistad, seguramente a escondidas de su mujer.

-No es Vázquez. ¡Pero qué canalla! -exclamé, volviendo a empezar el artículo para darme cuenta exacta de sus detalles.

No. No podía ser un contemporáneo, porque sintetizaba demasiado. Uno de mis camaradas hubiera entrado en mayores detalles, no hubiera visto las cosas a bulto, hubiera cometido menos errores. Vean ustedes: aquí tengo el recorte, con su título y todo:

DIVERTIDAS AVENTURAS DEL NIETO DE JUAN MOREIRA

«Tan ignorante y tan dominador como el abuelo, nació en un rincón de provincia, y creció en él sin aprender otra cosa que el amor de su persona y la adoración de sus propios vicios.

»Nunca entendió ni aceptó cosa alguna de la ley, sino cuando le convino para sus intereses y pasiones.

»Es la síntesis de la respetable generación que nos gobierna; y media sociedad, si se viera en el espejo, se diría cuando pasa: 'Yo soy ése'.

»Tuvo de su abuelo el atavismo al revés, y así como aquél peleó contra la partida, muchas veces sin razón, éste pelea siempre sin razón, con la partida, contra todo lo demás. Suprime sin ruido, hasta gobernadores, como el otro 'compadremente'   —299→   , facón en mano. Que Camino lo diga... Está llamado por eso a todos los triunfos, y no morirá clavado a una tapia por gentes de bien, sino clavando a las gentes de bien, moral o materialmente, en todas partes...

»Pero basta el prólogo y pasemos a sus aventuras.

»Heredó de su padre el caudillaje, y vistiendo la ropa del civilizado, fue, desde criatura, la esencia del gaucho y del compadrito, despojado con el chiripá y el poncho de todas las que pudieran parecer virtudes, conservando sólo cierto valor personal y un desprendimiento que no es sino la jactancia del ente que se cree superior, y se ensoberbece tanto más cuanto más grandes son las personas a quienes pueda o trate de humillar.

'Así, por ejemplo...'

Y seguía una larga serie de anécdotas, casi todas falsas -entre ellas el 'envenenamiento' de Camino-, pero tras de cuyas líneas se transparentaba claramente mi persona, para terminar diciendo:

»El que esto escribe no quiere mal al nieto de Juan Moreira, ni a don Mauricio Gómez Herrera, ni a... ¡tantos otros!; ¿para qué citar nombres? Pero cree que es sonada la hora de acabar con el gauchismo y el compadraje, de no rendir culto a esos fantasmas del pasado, de respetar la cultura en sus mejores formas, y de preferir el mérito modesto al exitismo a todo trance. Quizá se le crea exagerado, pero por el estudio que hará detenidamente de esta personalidad y de otras análogas, en sucesivos artículos, se verá que tiene razón de reclamar en nombre de la juventud, contra estos crímenes de lesa patria.

»¡Que el nieto de Juan Moreira nos represente en Europa! ¿Por qué no hacer, entonces, que nos gobierne Facundo, que era lo mismo que él?»

Y firmaba «Mauricio Rivas».

Que el artículo era contra mí, resultaba evidente de la línea aquélla: «El autor no quiere mal ni al nieto de Juan Moreira, ni a don Mauricio Gómez Herrera...»

El asunto me preocupó hondamente todo el día, pero no quise interrogar a de la Espada, aunque lo viera salir a la   —300→   calle y volver varias veces, con la cara larga, y esquivándome los ojos.

-¿Qué habrá? -me decía.

Por la tarde, cuando iba a retirarse, vaciló un rato, después se acercó a mí, y me llamó aparte, pues estaba, como siempre, rodeado de amigos.

-Es una desgracia -tartamudeó.

-¿Qué?

-El autor del artículo...

-¡Ah!

-Sí; es un jovencito de dieciocho a veinte años, que me parece...

-¿El hijo de Teresa?

-Tu hijo, sí.

-¡Tenía que suceder!... -exclamé haciendo un esfuerzo para reírme-. Pero esto no puede continuar así. ¿Dónde vive?

-No sé. Pero, tienes que hablarle...

-¿Dónde se le ve?

-Come todas las noches en una fonda de la calle Carabelas.

-¿En la cortada del Mercado del Plata?

-Eso es.

De todas las dificultades de mi vida, aquélla era la más nimia, porque de El Chispero nadie hacía el menor caso, pero ninguna me molestó ni me irritó más, haciéndome llegar a creer que de aquellas indiscreciones, de aquella diatriba, dependía todo mi porvenir... Tomé el sombrero y salí, dejando, como de costumbre, que las visitas se quedaran o se fueran, a su antojo, y comencé a pasearme por las calles más solitarias, pensando en lo que habría de hacer.

De pronto, me encontré en la calle Carabelas. Entré en la fonda indicada. Pregunté, después de pedir un café, que resultó infame decocción de porotos, si estaba allí don Mauricio...

-¿Qué don Mauricio?

-Rivas. Un jovencito que viene a comer.

  —301→  

-¿Uno que escribe «sobre» los diarios?

-Ése.

-Todavía no vino.

Esperé, domando los nervios.

Por fin, vi acercarse un jovencito que debía parecerse a mí, cuando hacía mis primeras armas en Los Sunchos. Llamé al mozo.

-¿Es ése?

-No. Ése es un amigo. Todos los que vienen se parecen...

A la media hora, él mismo me señaló un joven ojinegro, pelinegro, como Teresa, tímido en el andar y la expresión, como Teresa, pero con algo en la mirada, especie de resolución heroica y tierna a la vez.

-¿Es usted Mauricio Rivas?

-Servidor. ¿A quién tengo la honra?

-Habla usted con un hombre de quien acaba de decir que no lo quiere mal...

-No me doy cuenta -murmuró, sorprendido.

-¿Tiene usted dos minutos que dedicar a un desconocido? En tal caso, hágame el favor de sentarse...

Se sentó, tímido, contrastando con la violencia de su escrito.

-Impulsivo -pensé-. ¡Si yo soy el nieto, tú eres el biznieto de Juan Moreira!...

Eacute;l estaba cortado, esperando un acontecimiento que no sabía adivinar, ni siquiera sospechar.

-Tome un poco de vermouth.

-Bien.

-Mis compañeros me esperan para comer -agregó-. Desearía saber qué me vale este honor...

-He leído su artículo de El Chispero. Es notable, como vigor, pero me parece exagerado. Usted hará camino en el periodismo, y tengo razones para darle un consejo...

-¿Ah? -murmuró bebiendo un sorbo de vermouth.

-Es preciso que usted conozca más a fondo a las personas que ataca, y que no se haga un daño irreparable por impremeditación juvenil.

  —302→  

-Señor -me dijo, incorporándose, como para marcharse-, no pido, por el momento, cursos de literatura ni de periodismo...

-¡Muy bien contestado -exclamé, tomándolo acariciadoramente de un brazo-. Muy bien contestado, y si yo no fuera quien soy, no insistiría en aconsejarle.

-¿Y quién es usted? -preguntó con enojo.

-Yo soy Mauricio Gómez Herrera.

Se quedó boquiabierto. Yo continué, blandamente, con la serenidad que me daba mi experiencia segura de triunfar de toda aquella candidez:

-Y si usted hubiera consultado ese artículo con su mamá, con doña Teresa, no lo hubiera escrito nunca, o no lo hubiera publicado... Somos amigos... amigos íntimos con su mamá... desde la infancia... y después.

-Eso no impide...

-Pregúntele a ella...

-La razón se sobrepone a los efectos, y las épocas tienen sus exigencias.

-El deber no cambia.

-¿Quiere decir? -gritó.

-¡Silencio!

Me levanté, y dije reposadamente, mientras pagaba al mozo:

-Habla con Teresa, Mauricio.

Un rayo no lo hubiera inmovilizado más.

Al día siguiente busqué El Chispero; no traía el artículo anunciado. En cambio, por la tarde, recibí esta esquela, firmada T. R.:

«Tuvo usted razón, pero no sentimiento. La vida es suya. El pobre muchacho es otro, desde que sabe. Pero vivir matando debe ser una desgracia».

Vi algo horrible, y salí de mi despacho, dejando la esquela tirada en el suelo. Cuando me tranquilicé y volví, la quemé sin piedad, casi con rabia.

¡Vaya una tontería! ¡Suponer que, por vanas consideraciones sentimentales, uno ha de renunciar a sus grandes proyectos o dejarse manosear por quien quiera!...

Uccle-lez-Bruxelles, 9 diciembre 1910.