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En comunicación dirigida el 16 de diciembre de 1813, desde Valencia, al General Santiago Mariño, Libertador del Oriente del país, Bolívar expresa la necesidad que hay de unir los esfuerzos políticos y militares a fin de ganar la guerra y salvaguardar la libertad de todos


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Valencia, diciembre 16 de 1813

Al ciudadano General en Jefe de Oriente.

Tengo el honor de incluir a V. E., entre otros papeles, los Boletines números 25 y 26 que presentan todavía imperfectamente los resultados de la jornada de Araure27. Tres mil y más hombres del ejército español, muertos, prisioneros, o dispersos, pagan un tributo a la gloria de los triunfos de la República. Las varias relaciones de los prisioneros, comparadas posteriormente por el Coronel Villapol, Comandante de la ala derecha, producen de acuerdo, que el número de los enemigos pasaba de 3.700 hombres, de los cuales 1.400 eran de caballería, cuando aseguramos en el Boletín número 25 que era únicamente el de 3.500 por los informes recibidos antes en la misma Villa de Araure. Ellos eran superiores en el número y calidades de su caballería; nosotros, puede decirse, no teníamos artillería, excepto dos pedreros, cuando el enemigo hacía servir en la llanura diez piezas, las más de calibre de a cuatro. Antes de la derrota de nuestra vanguardia éramos superiores en la infantería; pero habiendo tomado todos los fusiles de ella, y armado con ellos a sus hastarios28, entramos en la acción general con una infantería inferior.

Sin embargo, el valor de nuestras tropas, haciéndolas sobreponerse a la cruel desgracia de la destrucción absoluta de la vanguardia, las hacía esperar con impaciencia el momento de empeñar el combate. Luego que se formó la línea de batalla avanzaron rápidamente y en el mejor orden, no obstante el estrago que les causaba el fuego de la artillería enemiga. Cuando estuvimos a tiro de fusil se ordenó por los Comandantes de División romper el fuego por descargas cerradas, lo que se verificó a son de ataque marchando nuestras tropas, y con una vivacidad que no hubieran tenido las más aguerridas europeas. Habiendo cargado al fin nuestra infantería a la bayoneta, se arrojó sobre la sólida línea de los españoles y la derrotó tan completamente, que apenas se ha salvado para Coro su General en Jefe Ceballos con veinte hombres que logró reunir.

La División del Coronel Villapol que del mismo campo de batalla fue destinada a atacar a Barquisimeto lo tomó sin resistencia e igualmente un cañón de a cuatro bien montado y algunos   —31→   fusiles. Allí se han encontrado también los oficiales heridos que tuvimos en la derrota que sufrimos delante de esta misma ciudad, y que habían quedado prisioneros. El pavor con que los españoles han abandonado todos los puntos que poseían, no los ha dejado pensar en estos valerosos, que sin duda destinaban a sufrir la muerte.

Supongo habrá recibido V. E. mis últimos oficios en que le doy parte de las invitaciones que dirigí a sus Comisionados Coronel Francisco Azcúe y Teniente Coronel Casimiro Isaba, para que viniesen a esta ciudad a llenar el interesante objeto a que V. E. los destinaba. Con fecha de 2 de noviembre me anuncian desde Maiquetía su regreso a esa Provincia llamados por ocurrencias de la primera atención. Occidente podía, por primer fruto de la victoria, entregarme con preferencia a tratar del gobierno más conveniente a Venezuela, y hacer cesar de una vez su precaria administración, y ese curso incierto e inconstante de las diferentes formas de gobierno que se han sucedido en la República, en fuerza de las circunstancias.

Los Comisionados, es verdad, me han incluido las instrucciones que les dio V. E., para que con arreglo a ellas trataran conmigo del gobierno que debía adoptarse. Permítame V. E. responderle con la franqueza militar que debo usar con V. E., que no me parece propio retardar el establecimiento de un centro del poder para todas las provincias de Venezuela. Me parece sí a propósito que haya dos departamentos militares de Oriente y de Occidente, al cargo de los jefes actuales, o de aquellos que elija el Gobierno Supremo de Venezuela, o sea el Presidente de los Estados. Las provincias deben ya elegir sus representantes para la Asamblea general, a la cual toca el nombramiento de este Presidente que ha de tener el mando supremo, tanto para las provincias del Oeste como del Este. Yo reitero de nuevo mis proposiciones, que me serán sagradas, de no conservar autoridad ninguna, aun aquella que me confieren los pueblos, y mucho menos la de Jefe Supremo del Estado. Lo he ofrecido en mis proclamas, y seré fiel a mis promesas. Excepto el honor de batirme en el campo contra los enemigos de mi país, en cualquier destino que se me conceda, no ambiciono otro de la generosidad del gobierno que se constituya.

Por premio de los sacrificios de V. E. y de las victorias con que han sido coronados, desearía que fuese el presidente de Venezuela; quien pudo restablecer la República en el Oriente   —32→   superando obstáculos que no hubiera vencido el heroísmo de los Generales más expertos, es, no hay duda, el más capaz de sostener la gloria de la nación, que con la cooperación de sus esfuerzos acaba de libertarse. Pero esta nación debe presentarse al mundo dignamente sometida a un gobierno central para que la represente para con los demás poderosos pueblos del mundo. Si constituimos dos poderes independientes, uno en el Oriente y otro en el Occidente, hacemos dos naciones distintas, que por su impotencia en sostener su representación de tales, y mucho más de figurar entre las otras, aparecerán ridículas. Apenas Venezuela unida con la Nueva Granada podría formar una nación, que inspire a las otras la decorosa consideración que le es debida. ¿Y podremos pretender dividirla en dos?... Nuestra seguridad y la reputación del gobierno independiente nos imponen al contrario el deber de hacer un cuerpo de nación con la Nueva Granada. Este es el voto ahora de los venezolanos y granadinos29, y en solicitud de esta unión tan interesante a ambas regiones, los valientes hijos de la Nueva Granada han venido a libertar a Venezuela.

Si unimos todo en una misma masa de nación, al paso que extinguimos el fomento de los disturbios, consolidamos más nuestras fuerzas y facilitamos la mutua cooperación de los pueblos a sostener su causa natural. Divididos, seremos más débiles, menos respetados de los enemigos y neutrales. La unión bajo un solo Gobierno Supremo hará nuestra fuerza y nos hará formidables a todos.

Dios, etc.

SIMÓN BOLÍVAR




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El 2 de enero de 1814 se celebró en el Convento de San Francisco de Caracas una Asamblea Popular ante la cual dio cuenta el Libertador de sus acciones como jefe militar y dirigente del Estado


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DISCURSOS PRONUNCIADOS POR EL LIBERTADOR EN LA ASAMBLEA CELEBRADA EN CARACAS EL DÍA 2 DE ENERO DE 1814 EN EL CONVENTO DE RELIGIOSOS FRANCISCANOS

Ciudadanos:

El odio a la tiranía me alejó de Venezuela, cuando vi mi patria por segunda vez encadenada; y desde los confines lejanos del Magdalena el amor a la libertad me ha conducido a ella, venciendo cuantos obstáculos se oponían a la marcha que encaminaba a redimir a mi país de los horrores y vejaciones de los españoles. Mis huestes seguidas por el triunfo, lo han ocupado todo, y han destruido el coloso enemigo. Vuestras cadenas han pasado a vuestros opresores; y la sangre española que tiñe el campo de batalla, ha vengado a vuestros compatriotas sacrificados.

Yo no os he dado la libertad. Vosotros la debéis a mis compañeros de armas. Contemplad sus nobles heridas, que aún vierten sangre; y llamad a vuestra memoria los que han perecido en los combates. Yo he tenido la gloria de dirigir su virtud militar. No ha sido el orgullo, ni la ambición del poder el que ha inspirado esta empresa. La libertad encendió en mi seno este fuego sagrado; y el cuadro de mis conciudadanos expirando en la afrenta de los suplicios, o gimiendo en las cadenas, me hizo empuñar la espada contra los enemigos. La justicia de la causa reunió bajo mis banderas los más valerosos soldados; y la providencia justa nos concedió la victoria.

Para salvaros de la anarquía y destruir los enemigos que intentaron sostener el partido de la opresión, fue que admití y conservé el poder soberano. Os he dado leyes; os he organizado una administración de justicia y de rentas; en fin os he dado un Gobierno.

Ciudadanos: yo no soy el soberano. Vuestros representantes deben hacer vuestras leyes; la hacienda nacional no es de quien os gobierna. Todos los depositarios de vuestros intereses deben demostraros el uso que han hecho de ellos. Juzgad con imparcialidad si he dirigido los elementos del poder a mi propia elevación, o si he hecho el sacrificio de mi vida, de mis sentimientos, de todos mis instantes por constituiros en nación, por aumentar vuestros recursos, o más bien por crearlos.

Anhelo por el momento de transmitir este poder a los representantes que debéis nombrar; y espero, ciudadanos, que me eximiréis   —34→   de un destino que alguno de vosotros podrá llenar dignamente, permitiéndome el honor a que únicamente aspiro, que es el de continuar combatiendo a vuestros enemigos; pues no envainaré jamás la espada mientras la libertad de mi patria no esté completamente asegurada.

Vuestras glorias adquiridas en la expulsión de vuestros opresores, se veían eclipsadas; vuestro honor se hallaba comprometido; vosotros lo habéis perdido, habiendo sucumbido bajo el yugo de los tiranos. Erais la víctima de una venganza cruel. Los intereses del Estado estaban en manos de bandidos. Decidid si vuestro honor se ha repuesto; si vuestras cadenas han sido despedazadas; si he exterminado vuestros enemigos; si os he administrado justicia; y si he organizado el erario de la República.

Os presento tres informes justificados de aquellos que han sido mis órganos para ejercer el poder supremo. Los tres Secretarios de Estado os harán ver si volvéis a aparecer sobre la escena del mundo, y que las naciones todas que ya os consideraban anonadados, vuelven a fijar su vista sobre vosotros, y a contemplar con admiración los esfuerzos que hacéis por conservar vuestra existencia; si estas mismas naciones podrán oponerse o proteger y reconocer vuestro pabellón nacional; si vuestros enemigos han sido destruidos tantas cuantas veces se han presentado contra los ejércitos de la República; si puesto a la cabeza de ellos, he defendido vuestros derechos sagrados; si he empleado vuestro erario en vuestra defensa; si he expedido reglamentos para economizarlo y aumentarlo; y aun en medio de los campos de batalla, y en el calor de los combates, he pensado en vosotros, y en echar los cimientos del edificio que os constituya una nación libre, feliz y respetable. Pronunciad en fin si los planes adoptados podrán hacer se eleve la República a la gloria y a la felicidad.

[Después de la lectura de los informes de los tres Secretarios de Estado y del discurso del gobernador político, doctor Cristóbal de Mendoza, el Libertador tomó la palabra y dijo]:

No he podido oír sin rubor, sin confusión llamarme héroe y tributarme tantas alabanzas. Exponer mi vida por la patria, es un deber, que han llenado vuestros hermanos en el campo de batalla; sacrificar todo a la Libertad, lo habéis hecho vosotros mismos, compatriotas generosos. Los sentimientos que elevan mi alma, exaltan también la vuestra. La providencia, y no mi heroísmo, ha operado los prodigios que admiráis.

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Luego que la demencia o la cobardía os entregaron a los tiranos, traté de alejarme de este país desgraciado. Yo vi al pérfido que os atraía a sus lazos, para dejaros prendidos en las cadenas. Fui testigo de los primeros sacrificios que dieron la alarma general. En mi indignación resolví perecer antes de despecho o de miseria en el último rincón del globo, que presenciar las violencias del déspota. Huí de la tiranía, no para ir a salvar mi vida, ni esconderla en la oscuridad, sino para exponerla en el campo de batalla, en busca de la gloria y de la Libertad. Cartagena, al abrigo de las banderas republicanas, fue elegida para mi asilo. Este pueblo virtuoso defendía por las armas sus derechos contra un ejército opresor que había ya puesto el yugo a casi todo el Estado. Algunos compatriotas nuestros y yo llegamos en el momento del conflicto, y cuando ya las tropas españolas se acercaban a la capital y le intimaron la rendición. Los esfuerzos de los caraqueños contribuyeron poderosamente a arrojar a los enemigos de todos los puntos. La sed de los combates, el deseo de vindicar los ultrajes de mis compatriotas me hicieron entonces alistar en aquellos ejércitos que consiguieron victorias señaladas. Nuevas expediciones se hicieron contra otras provincias. Ya en aquella época era yo en Cartagena coronel, inspector y consejero, y no obstante pedí servicio en calidad de simple voluntario bajo las órdenes del coronel Labatut que marchaba contra Santa Marta. Yo desprecié los grados y distinciones. Aspiraba a un destino más honroso: derramar mi sangre por la libertad de mi patria.

Fue entonces que indignas rivalidades me redujeron a la alternativa más dura. Si obedecía las órdenes del jefe, no me hallaba en ninguna ocasión de combatir; si seguía mi natural impulso, me lisonjeaba de tomar la fortaleza de Tenerife, una de las más inexpugnables que hay en la América meridional. Siendo vanas mis súplicas para obtener de aquél me confiase la dirección de esta empresa, elegí arrostrar todos los peligros y resultados, y emprendí el asalto del fuerte. Sus defensores le abandonaron a mis armas, que se apoderaron de él sin resistencia, cuando hubiera podido rechazar al mayor ejército. Cinco días marcados con victorias consecutivas, terminaron la guerra, y la provincia de Santa Marta fue ocupada después sin obstáculo alguno.

Tan felices sucesos me hicieron obtener del Gobierno de la Nueva Granada el mando de una expedición contra la provincia de Cúcuta y Pamplona. Nada pudo allí detener el ímpetu de los   —36→   soldados que mandaba. Vencieron y despedazaron a los enemigos en dondequiera que los encontraban, y esta provincia fue libertada.

En medio de estos triunfos, ansiaba sólo por aquellos que debieran dar la libertad a Venezuela; constante mira de todos mis conatos. Las dificultades no podían aterrarme; la grandeza de la empresa excitaba mi ardor. Las cadenas que arrastrabais, los ultrajes que recibíais, inflamaban más mi celo. Mis solicitudes al fin obtuvieron algunos soldados, y el permiso de poder hacer frente al poder de Monteverde. Marché entonces a la cabeza de ellas, y mis primeros pasos me hubieran desalentado si yo no hubiese preferido vuestra salud a la mía. La deserción fue continua, y mis tropas habían quedado reducidas a muy corto número cuando obtuve los primeros triunfos en el territorio de Venezuela.

Ejércitos grandes oprimían la República, y visteis, compatriotas, un puñado de soldados libertadores volar desde la Nueva Granada hasta esta capital venciéndolo todo, y restituyendo a Mérida, Trujillo, Barinas y Caracas a su primera dignidad política. Esta capital no necesitó de nuestras armas para ser libertada. Su patriotismo sublime no había decaído en un año de cadenas y vejaciones. Las tropas españolas huyeron de un pueblo desarmado, cuyo valor temían y cuya venganza merecían. Grande y noble en el seno mismo del oprobio, se ha cubierto de una mayor gloria en su nueva regeneración.

Compatriotas, vosotros me honráis con el ilustre título de Libertador. Los oficiales, los soldados del ejército, ved ahí los libertadores; ved ahí los que reclaman la gratitud nacional. Vosotros conocéis bien los autores de vuestra restauración: esos valerosos soldados; esos jefes impertérritos. El general Ribas, cuyo valor vivirá siempre en la memoria americana, junto con las jornadas gloriosas de Niquitao y Barquisimeto. El gran Girardot, el joven héroe que hizo aciaga con su pérdida la victoria de Bárbula; el mayor general Urdaneta, el más constante y sereno oficial del ejército. El intrépido D'Elhuyar, vencedor de Monteverde en las Trincheras. El bravo comandante Elías, pacificador del Tuy y libertador de Calabozo. El bizarro coronel Villapol, que desriscado30 en Vigirima, contuso y desfallecido, no perdió nada de su valor que tanto contribuyó a la victoria de Araure. El coronel   —37→   Palacios, que en una larga serie de encuentros terribles, soldado esforzado y jefe sereno, ha defendido con firme carácter la libertad de su patria. El mayor Manrique, que dejando sus soldados tendidos en el campo, se abrió paso por en medio de las filas enemigas, con sólo sus oficiales Planas, Monagas, Canelón, Luque, Fernández, Buroz y pocos más cuyos nombres no tengo presentes, y cuyo ímpetu y arrojo publican Niquitao, Barquisimeto, Bárbula, las Trincheras y Araure.

Compatriotas: yo no he venido a oprimiros con mis armas vencedoras; he venido a traeros el imperio de las leyes; he venido con el designio de conservaros vuestros sagrados derechos. No es el despotismo militar el que puede hacer la felicidad de un pueblo, ni el mando que obtengo puede convenir jamás, sino temporariamente a la República. Un soldado feliz no adquiere ningún derecho para mandar a su patria. No es el árbitro de las leyes ni del Gobierno; es el defensor de su libertad. Sus glorias deben confundirse con las de la República; y su ambición debe quedar satisfecha al hacer la felicidad de su país. He defendido vigorosamente vuestros intereses en el campo del honor, y os protesto los sostendré hasta el último período de mi vida. Vuestra dignidad, vuestras glorias serán siempre caras a mi corazón; mas el peso de la autoridad me agobia. Yo os suplico me eximáis de una carga superior a mis fuerzas. Elegid vuestros representantes, vuestros magistrados, un gobierno justo; y contad con que las armas que han salvado la República protegerán siempre la libertad y la gloria nacional de Venezuela.

[A continuación, pronunciaron sendos discursos el Presidente de la Municipalidad, Juan Antonio Rodríguez Domínguez, y Domingo Alzuru. Luego, contestó el Libertador:]

Los oradores han hablado por el pueblo; el ciudadano Alzuru ha hablado por mí. Sus sentimientos deben elevar todas las almas republicanas. ¡Ciudadanos! en vano os esforzáis por que continúe ilimitadamente en el ejercicio de la autoridad que poseo. Las asambleas populares no pueden reunirse en toda Venezuela sin peligro. Lo conozco, compatriotas; y yo me someteré, a mi pesar, a recibir la ley que las circunstancias me dictan, siendo solamente hasta que cese este peligro el depositario de la autoridad suprema. Pero más allá, ningún poder humano hará que yo empuñe el cetro despótico que la necesidad pone ahora en mis manos. Os protesto no oprimiros con él; y también, que pasará a vuestros representantes en el momento que pueda convocarlos.

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No usurparé una autoridad que no me toca; yo os declaro, pueblos, ¡que ninguno puede poseer vuestra soberanía, sino violenta e ilegítimamente! Huid del país donde uno solo ejerza todos los poderes: es un país de esclavos. Vosotros me tituláis el Libertador de la República, yo nunca seré el opresor. Mis sentimientos han estado en la más terrible lucha con mi autoridad. ¡Compatriotas! creedme que este sacrificio me es más doloroso que la pérdida de la vida.

Confieso que ansío impacientemente por el momento de renunciar a la autoridad. Entonces espero que me eximáis de todo, excepto de combatir por vosotros. Para el supremo poder hay ilustres ciudadanos, que más que yo merecen vuestros sufragios. El general Mariño, libertador del Oriente, ved ahí un bien digno jefe de dirigir vuestros destinos.

¡Compatriotas! He hecho todo por la gloria de mi patria. Permitid que haga algo por la mía. No abandonaré, sin embargo, el timón del Estado, sino cuando la paz reine en la República.

Os suplico no creáis que mi moderación es para alucinaros, y para llegar por este medio a la tiranía. Mis protestas, os juro, son las más sinceras. Yo no soy como Sila, que cubrió de luto y de sangre a su patria; pero quiero imitar al dictador de Roma, en el desprendimiento con que abdicando el supremo poder, volvió a la vida privada y se sometió en todo al reino de las leyes.

No soy un Pisístrato, que con finas supercherías pretende arrancar vuestros sufragios afectando una pérfida moderación, indigna de un republicano, y más indigna aún de un defensor de la patria. Soy un simple ciudadano, que prefiero siempre la libertad, la gloria y la dicha de mis conciudadanos, a mi propio engrandecimiento. Aceptad, pues, las más puras expresiones de mi gratitud, por la espontánea aclamación que habéis hecho titulándome vuestro dictador, protestándoos al separarme de vosotros, que la voluntad general del pueblo será para mí, siempre, la suprema ley; que ella será mi guía en el curso de mi conducta, como el objeto de mis conatos será vuestra gloria y vuestra libertad.




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Comunicación del Libertador fechada en Caracas el 10 de junio de 1814, dirigida al Ministro de Relaciones Exteriores de la Gran Bretaña, en protesta por la ofensa infligida en la isla de San Thomas a los agentes diplomáticos de Venezuela


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Palacio de Gobierno de Caracas, 10 de junio de 1814. 4º

Excmo. Señor Ministro de Relaciones Exteriores del Gobierno de S. M. B.

Excmo. Señor:

Buscando en la presente revolución de la América el objeto de los pueblos en hacerla, han sido estos dos: Sacudir el yugo español, y amistad y comercio con la Gran Bretaña. Venezuela al mismo tiempo hace transportar lejos de sus playas a los gobernantes que la oprimían, y envía Diputados para presentar al Gobierno de la Gran Bretaña sus votos por obtener su amistad y las más estrechas relaciones. El nuevo Gobierno, aún en la embriaguez de aquellos primeros días de libertad, concede exclusivamente en favor de la Gran Bretaña una rebaja de derechos para su comercio, prueba irrecusable de la sinceridad de las miras de Venezuela.

Tiene, pues, V. E. la resolución de América expresada en sus dos primeros actos, sacudir el yugo español, y amistad y comercio con la Gran Bretaña. El mismo carácter distingue la misma revolución que se ha propagado en las demás regiones de la América. Todas han hecho ver que reconocen sus verdaderos intereses en esta separación de la España y en esta amistad con la Inglaterra. La primera medida es dictada por la naturaleza, la justicia, el honor y el propio interés; aspiramos a la segunda confiados en la generosidad de la Nación Británica, en el augusto carácter de su Gobierno y los recíprocos intereses de uno y otro pueblo.

La Gran Bretaña debe, pues, estar demasiado satisfecha de los pueblos de la América que por la misma libertad no han formado votos, sin formarlos al mismo tiempo por obtener su amistad. Ella parece que debe ser sensible a testimonios tan manifiestos; testimonios que apoyados por la justicia aun cuando no hablara el propio interés, comprometen el honor de una Nación noble y grande a auxiliar poderosamente nuestros esfuerzos.

Esto es lo que debe esperarse de un gobierno cuyo resorte es el honor, cuyo objeto es la gloria de hacer la felicidad del mundo, y reponer a los pueblos de América en sus derechos. Venezuela,   —40→   Excmo. Señor, y toda la América del Sur lo esperan sin desconfianza ninguna del Gobierno de Su Majestad Británica. Entretanto un Gobernador de la isla de San Thomas31, adonde llegaron los Comisionados de Venezuela, mostrándole que pasaban a esa Corte a tratar con el Gobierno de S. M. B., son expulsados por esta misma razón de aquella Colonia, con una violencia increíble, sin prestar oídos a las representaciones que le hicieron, obligándoles a salir en un bote a alcanzar un buque que se había hecho a la vela. Era un buque de Venezuela que se vio también obligado a enarbolar el pabellón español; pues el Gobernador Maclean ordenó que si enarbolaba el pabellón venezolano se le hiciese fuego de las baterías de los Castillos de la Isla.

Una afrenta tal, si no tocara al Gobierno mismo de S. M. B. lavarla, nos hubiera empeñado a vengar el insulto, según lo exigía nuestro honor tan altamente vulnerado; pues ha faltado a su Gobierno el jefe de la Colonia, no respetando una misión cerca de los Ministros de S.M.B. Los emisarios de una nación enemiga son recibidos para oír sus proposiciones; y los que expulsó el Gobernador de San Thomas lo eran de un país donde individuos de San Thomas y multitud de súbditos ingleses están establecidos, donde los buques de guerra y mercantes hallan los más francos auxilios y cuanto desean y está en nuestro poder concederles.

El Gobernador de San Thomas no se contentó solamente con la expulsión de los comisionados, sino que añadió toda la precipitación, toda la violencia, todo el escándalo que pudiera haberse empleado con enemigos y dio órdenes para hacer fuego a nuestro buque con el pabellón venezolano. Mas los buques de San Thomas entran en los puertos en que está enarbolado ese mismo pabellón venezolano que él ultrajó y hubiera hostilizado. Me vi por lo tanto obligado a cerrar los puertos de Venezuela para los buques de San Thomas, mientras que el actual Gobernador no varíe de su conducta hostil.

Esta es la misma sentencia que yo reclamo del Gobierno de S. M. B. por reparación de un atentado tan enorme. El honor de la nación lo pide tan fuertemente como el de Venezuela, para con la cual su conducta liberal ha sido hasta ahora del todo contraria. Sería de desear que ella hiciese conocer que el acto del Gobernador de San Thomas no es suyo; que se ha ejecutado   —41→   contra las órdenes del Gobierno Supremo, y que por lo tanto se admita en la Colonia el pabellón de Venezuela. Si, como parece indubitable, es del honor de la Gran Bretaña dar estos pasos en nuestro favor, es de su honor lavar la mancha que ha echado sobre su generosidad y equidad el Gobernador de San Thomas.

Apoyada en el derecho de las gentes32, Venezuela reclama también reparaciones que parece justo debe el Gobierno de S.M.B. a las leyes generales del mundo político, aquellas que son las más sagradas de todas y que han sido más violentamente holladas por el Gobernador de San Thomas. Los intereses de la Inglaterra parece que lo exigen también; pues estos intereses fundados sobre el comercio, que a su vez se funda sobre amistad y recíprocas relaciones, se entorpecería, se acabaría, si adoptando este acto de hostilidad la nación entera, por no reparare, nos viéramos obligados a tomar antes los partidos más desesperados, hasta arruinarnos, que no a deshonrarnos, sufriendo, sin vengarle, un ultraje tan degradante.

Tengo el honor de ser con la más alta consideración, Excmo. Señor, de V. E. atento y adicto servidor, q. b. s. m.

SIMÓN BOLÍVAR




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En otro de sus grandes documentos públicos, el Manifiesto dado en Carúpano -puerto del Oriente de Venezuela- el 7 de setiembre de 1814, Bolívar analiza las causas que han conducido a la pérdida de la Segunda República de Venezuela


SIMÓN BOLÍVAR,
Libertador de Venezuela y General en jefe de sus ejércitos

A sus conciudadanos.

Ciudadanos:

Infeliz del magistrado que autor de las calamidades o de los crímenes de su patria se ve forzado a defenderse ante el tribunal   —42→   del pueblo de las acusaciones que sus conciudadanos dirigen contra su conducta; pero es dichosísimo aquel que corriendo por entre los escollos de la guerra, de la política y de las desgracias públicas, preserva su honor intacto y se presenta inocente a exigir de sus propios compañeros de infortunio una recta decisión sobre su inculpabilidad.

Yo he sido elegido por la suerte de las armas para quebrantar vuestras cadenas, como también he sido, digámoslo así, el instrumento de que se ha valido la providencia para colmar la medida de vuestras aflicciones. Sí, yo os he traído la paz y la libertad, pero en pos de estos inestimables bienes han venido conmigo la guerra y la esclavitud. La victoria conducida por la justicia fue siempre nuestra guía hasta las ruinas de la ilustre capital de Caracas, que arrancamos de manos de sus opresores. Los guerreros granadinos no marchitaron jamás sus laureles mientras combatieron contra los dominadores de Venezuela, y los soldados caraqueños fueron coronados con igual fortuna contra los fieros españoles que intentaron de nuevo subyugarnos. Si el destino inconstante hizo alternar la victoria entre los enemigos y nosotros, fue sólo en favor de pueblos americanos que una inconcebible demencia hizo tomar las armas para destruir a sus libertadores y restituir el cetro a sus tiranos. Así, parece que el cielo para nuestra humillación y nuestra gloria ha permitido que nuestros vencedores sean nuestros hermanos y que nuestros hermanos únicamente triunfen de nosotros. El Ejército Libertador exterminó las bandas enemigas, pero no ha podido ni debido exterminar unos pueblos por cuya dicha ha lidiado en centenares de combates. No es justo destruir los hombres que no quieren ser libres, ni es libertad la que se goza bajo el imperio de las armas contra la opinión de seres fanáticos cuya depravación de espíritu les hace amar las cadenas como los vínculos sociales.

No os lamentéis, pues, sino de vuestros compatriotas que instigados por los furores de la discordia os han sumergido en ese piélago de calamidades, cuyo aspecto sólo hace estremecer a la naturaleza, y que seria tan horroroso como imposible pintaros. Vuestros hermanos y no los españoles han desgarrado vuestro seno, derramado vuestra sangre, incendiado vuestros hogares, y os han condenado a la expatriación. Vuestros clamores deben dirigirse contra esos ciegos esclavos que pretenden ligaros a las cadenas que ellos mismos arrastran; y no os indignéis contra los mártires que fervorosos defensores de vuestra libertad han prodigado   —43→   su sangre en todos los campos, han arrostrado todos los peligros y se han olvidado de sí mismos por salvaros de la muerte o de la ignominia. Sed justos en vuestro dolor, como es justa la causa que lo produce. Que vuestros tormentos no os enajenen, ciudadanos, hasta el punto de considerar a vuestros protectores y amigos como cómplices de crímenes imaginarios, de intención, o de omisión. Los directores de vuestros destinos no menos que sus cooperadores, no han tenido otro designio que el de adquirir una perpetua felicidad para vosotros, que fuese para ellos una gloria inmortal. Mas, si los sucesos no han correspondido a sus miras, y si desastres sin ejemplo han frustrado empresa tan laudable, no ha sido por efecto de ineptitud o cobardía; ha sido, sí, la inevitable consecuencia de un proyecto agigantado, superior a todas las fuerzas humanas. La destrucción de un gobierno, cuyo origen se pierde en la obscuridad de los tiempos; la subversión de principios establecidos; la mutación de costumbres; el trastorno de la opinión, y el establecimiento en fin de la libertad en un país de esclavos, es una obra tan imposible de ejecutar súbitamente, que está fuera del alcance de todo poder humano; por manera que nuestra excusa de no haber obtenido lo que hemos deseado, es inherente a la causa que seguimos, porque así como la justicia justifica la audacia de haberla emprendido, la imposibilidad de su adquisición califica la insuficiencia de los medios. Es laudable, es noble y sublime, vindicar la naturaleza ultrajada por la tiranía; nada es comparable a la grandeza de este acto y aun cuando la desolación y la muerte sean el premio de tan glorioso intento, no hay razón para condenarlo, porque no es lo asequible lo que se debe hacer, sino aquello que el derecho nos autoriza.

En vano esfuerzos inauditos han logrado innumerables victorias, compradas al caro precio de la sangre de nuestros heroicos soldados. Un corto número de sucesos por parte de nuestros contrarios, ha desplomado el edificio de nuestra gloria, estando la masa de los pueblos descarriada por el fanatismo religioso y seducida por el incentivo de la anarquía devoradora. A la antorcha de la libertad, que nosotros hemos presentado a la América como la guía y el objeto de nuestros conatos, han opuesto nuestros enemigos el hacha incendiaria de la discordia, de la devastación y el grande estímulo de la usurpación de los honores y de la fortuna a hombres envilecidos por el yugo de la servidumbre y embrutecidos por la doctrina de la superstición. ¿Cómo podría   —44→   preponderar la simple teoría de la filosofía política, sin otros apoyos que la verdad y la naturaleza, contra el vicio armado con el desenfreno de la licencia, sin más límites que su alcance y convertido de repente por un prestigio religioso en virtud política y en caridad cristiana? No, no son los hombres vulgares los que pueden calcular el eminente valor del reino de la libertad, para que lo prefieran a la ciega ambición y a la vil codicia. De la decisión de esta importante cuestión ha dependido nuestra suerte; ella estaba en manos de nuestros compatriotas que pervertidos han fallado contra nosotros; de resto todo lo demás ha sido consiguiente a una determinación más deshonrosa que fatal, y que debe ser más lamentable por su esencia que por sus resultados.

Es una estupidez maligna atribuir a los hombres públicos las vicisitudes que el orden de las cosas produce en los Estados, no estando en la esfera de las facultades de un general o magistrado contener en un momento de turbulencia, de choque y de divergencia de opiniones el torrente de las pasiones humanas, que agitadas por el movimiento de las revoluciones se aumentan en razón de la fuerza que las resiste. Y aun cuando graves errores o pasiones violentas en los jefes causen frecuentes perjuicios a la República, estos mismos perjuicios deben, sin embargo, apreciarse con equidad y buscar su origen en las causas primitivas de todos los infortunios: la fragilidad de nuestra especie y el imperio de la suerte en todos los acontecimientos. El hombre es el débil juguete de la fortuna, sobre la cual suele calcular con fundamento muchas veces, sin poder contar con ella jamás, porque nuestra esfera no está en contactó con la suya, de un orden muy superior a la nuestra. Pretender que la política y la guerra marchen al grado de nuestros proyectos, obrando a tientas con sola la pureza de nuestras intenciones, y auxiliados por los limitados medios que están a nuestro arbitrio, es querer lograr los efectos de un poder divino por resortes humanos.

Yo, muy distante de tener la loca presunción de conceptuarme inculpable de la catástrofe de mi Patria, sufro, al contrario, el profundo pesar de creerme el instrumento infausto de sus espantosas miserias; pero soy inocente porque mi conciencia no ha participado nunca del error voluntario de la malicia, aunque por otra parte haya obrado mal y sin acierto. La convicción de mi inocencia me la persuade mi corazón, y este testimonio es para mí el más auténtico, bien que parezca un orgulloso delirio. He   —45→   aquí la causa porque desdeñando responder a cada una de las acusaciones que de buena o mala fe se me puedan hacer, reservo este acto de justicia, que mi propia vindicta exige, para ejecutarlo ante un tribunal de sabios, que juzgarán con rectitud y ciencia de mi conducta en mi misión a Venezuela. Del Supremo Congreso de la Nueva Granada hablo, de este augusto cuerpo que me ha enviado con sus tropas a auxiliaros como lo han hecho heroicamente hasta expirar todas en el campo del honor. Es justo y necesario que mi vida pública se examine con esmero y se juzgue con imparcialidad. Es justo y necesario que yo satisfaga a quienes haya ofendido, y que se me indemnice de los cargos erróneos a que no he sido acreedor. Este gran juicio debe ser pronunciado por el soberano a quien he servido; yo os aseguro que será tan solemne cuanto sea posible, y que mis hechos serán comprobados por documentos irrefragables. Entonces sabréis si he sido indigno de vuestra confianza, o si merezco el nombre de Libertador. Yo os juro, amados compatriotas, que este augusto título que vuestra gratitud me tributó cuando os vine a arrancar las cadenas, no será vano. Yo os juro que libertador o muerto, mereceré siempre el honor que me habéis hecho, sin que haya potestad humana sobre la tierra que detenga el curso que me he propuesto seguir hasta volver segundamente a libertaros, por la senda del occidente, regada con tanta sangre y adornada de tantos laureles. Esperad, compatriotas, al noble, al virtuoso pueblo granadino que volará ansioso de recoger nuevos trofeos, a prestaros nuevos auxilios y a traeros de nuevo la libertad, si antes vuestro valor no la adquiriere. Sí, sí, vuestras virtudes solas son capaces de combatir con suceso contra esa multitud de frenéticos que desconocen su propio interés y honor; pues jamás la libertad ha sido subyugada por la tiranía. No comparéis vuestras fuerzas físicas con las enemigas, porque no es comparable el espíritu con la materia. Vosotros sois hombres, ellos son bestias, vosotros sois libres, ellos esclavos. Combatid, pues, y venceréis. Dios concede la victoria a la constancia.

Carúpano, septiembre 7 de 1814. 4º

BOLÍVAR



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ArribaAbajo- 15 -

Después de haber logrado como jefe militar que Cundinamarca se una a las demás Provincias de la Nueva Granada (Colombia), el Libertador pronuncia en Bogotá, el 23 de enero de 1815, el discurso de instalación del gobierno de las Provincias Unidas en aquella ciudad


Excmo. Señor Presidente de la Unión:

Por dos veces el desplomo de la República de Venezuela, mi patria, me ha obligado a buscar un asilo en la Nueva Granada, que por dos veces he contribuido a salvar. Cuando en la primera guerra civil, en medio del tumulto de la anarquía y del espanto de una cruel invasión, que por todas partes amenazaba a estos estados, tuve la dicha de presentarme entre mis hermanos, les pagué con mis servicios su hospitalidad.

Al presente, las nuevas catástrofes de Venezuela me conducen aquí, y encuentro el interior otra vez dañado con la divergencia. V. E. me hace el honor de destinarme a pacificar a Cundinamarca33 disidente, y la paz sucede a la división. ¡Terrible! ¡Terrible división! pero disculpable... Permítame V. E. remontarme al origen lamentable de esta calamidad.

Creado el Nuevo Mundo bajo el fatal imperio de la servidumbre, no ha podido arrancarse las cadenas sin despedazar sus miembros; consecuencia inevitable de los vicios de la servilidad y de los errores de una ignorancia tanto más tenaz cuanto que es hija de la superstición más fanática que ha cubierto de oprobio al linaje humano. La tiranía y la inquisición habían degradado a la clase de los brutos a los americanos, y a los hijos de los conquistadores, que les trajeron estos funestos presentes. Así ¿qué razón ilustrada, qué virtud política, qué moral pura podríamos hallar entre nosotros para romper el cetro de la opresión y sustituir de repente el de las leyes, que debían establecer los derechos e imponer los deberes a los ciudadanos en la nueva república? El hábito a la obediencia, sin examen, había entorpecido de tal manera nuestro espíritu, que no era posible descubriésemos la verdad ni encontrásemos el bien. Ceder a la fuerza fue siempre nuestro solo deber; como el crimen mayor buscar la   —47→   justicia y conocer los derechos de la naturaleza y de los hombres. Especular sobre las ciencias, calcular sobre lo útil y practicar la virtud eran atentados de lesa tiranía, más fáciles de cometer que de obtener su perdón. La mancilla, la expatriación y la muerte seguían con frecuencia a los talentos, que los ilustres desgraciados solían adquirir para su ruina, no obstante el cúmulo de obstáculos que oponían a las luces los dominadores de este hemisferio.

Jamás, señor, jamás nación del mundo, dotada inmensamente de extensión, riqueza y población ha experimentado el ignominioso pupilaje de tres siglos, pasados en una absoluta abstracción, privada del comercio del universo, de la contemplación de la política, y sumergida en un caos de tinieblas. Todos los pueblos de la tierra se han gobernado por si mismos con despotismo o con libertad; sistemas más o menos justos han regido a las grandes sociedades; pero siempre por sus ciudadanos, refundiendo el bien o el mal en ellos mismos. La gloria o el deshonor ha refluido sobre sus hijos; mas nosotros ¿hemos dirigido los destinos de nuestra patria? La esclavitud misma ¿ha sido ejercida por nosotros? Ni aun el ser instrumentos de la opresión nos ha sido concedido. Todo era extranjero en este suelo. Religión, leyes, costumbres, alimentos, vestidos, eran de Europa, y nada debíamos ni aun imitar. Como seres pasivos, nuestro destino se limitaba a llevar dócilmente el freno que con violencia y rigor manejaban nuestros dueños. Igualados a las bestias salvajes, la irresistible fuerza de la naturaleza no más ha sido capaz de reponernos en la esfera de los hombres; y aunque todavía débiles en razón, hemos ya dado principio a los ensayos de la carrera a que somos predestinados.

Sí, Excmo. Señor, hemos subido a representar en el teatro político la grande escena que nos corresponde, como poseedores de la mitad del mundo. Un vasto campo se presenta delante de nosotros, que nos convida a ocuparnos de nuestros intereses; y bien que nuestros primeros pasos hayan sido tan trémulos como los de un infante, la rigurosa escuela de los trágicos sucesos ha afirmado nuestra marcha habiendo aprendido con las caídas, dónde están los abismos, y con los naufragios, dónde están los escollos. Nuestra empresa ha sido a tientas, porque éramos ciegos; los golpes nos han abierto los ojos; y con la experiencia y con la vista que hemos adquirido ¿por qué no hemos de salvar los   —48→   peligros de la guerra y de la política, y alcanzar la libertad y la gloria que nos esperan por galardón de nuestros sacrificios? Estos no han podido ser evitables, porque para el logro del triunfo siempre ha sido indispensable pasar por la senda de los sacrificios. La América entera está teñida con la sangre americana. ¡Ella era necesaria para lavar una mancha tan envejecida! Es la primera que se vierte con honor en este desgraciado continente, siempre teatro de desolaciones, pero nunca de libertad. México, Venezuela, Nueva Granada, Quito, Chile, Buenos Aires y el Perú presentan heroicos espectáculos de triunfos; por todas partes corre en el Nuevo Mundo la sangre de sus hijos, y ahora sí por la libertad, único objeto digno del sacrificio de la vida de los hombres. Por la libertad, digo, está erizada de armas la tierra, que poco ha sufría el reposo de los esclavos; y si desastres horrorosos han afligido las más bellas provincias y aun repúblicas enteras, ha sido por culpa nuestra y no por el poder de nuestros enemigos.

Nuestra impericia, Excmo. Señor, en todos los departamentos del Gobierno ha agotado nuestros elementos y aumentado considerablemente los recursos precarios de nuestros enemigos, que prevaliéndose de nuestras faltas han sembrado la semilla venenosa de nuestra discordia, para anonadar estas regiones que han perdido la esperanza de poseer. Ellos han aniquilado la raza de los primeros habitadores para sustituir la suya y dominarla... Ahora hacen perecer hasta lo inanimado, porque en la impotencia de conquistar, ejercen su maleficencia innata de destruir. Pretenden convertir la América en desierto y soledad; se han propuesto nuestro exterminio, pero sin exponer su salud, porque sus armas son las viles pasiones, que nos han trasmitido por herencia, la cruel ambición, la miserable codicia, las preocupaciones religiosas y las errores políticos. De este modo, sin aventurar ellos su suerte, deciden de la nuestra.

A pesar de tan mortíferos enemigos, contemplamos la bella república de Buenos Aires, subyugando al reino del Perú; México preponderante contra los tiranos; Chile triunfante; el oriente de Venezuela libre, y la Nueva Granada tranquila, unida y en actitud amenazadora.

Hoy V. E. pone el complemento a sus ímprobos trabajos, instalando en esta capital el gobierno paternal de la Nueva Granada, y recibiendo por recompensa de su constancia, rectitud y sabiduría, las bendiciones de los pueblos, que deben a V. E. la paz doméstica y la seguridad externa.

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Por la justicia de los principios que V. E. ha adoptado, y por la moderación de una conducta sin mancha, V. E. no ha vencido, ha ganado a sus enemigos internos, que han experimentado más beneficios de sus contrarios, que esperanzas tenían en sus amigos. Deseaban éstos componer una república aislada en medio de otras muchas, que veían con horror una separación, que dividiendo el corazón del resto del cuerpo, le da muerte a todo. V. E. colma los votos de sus enemigos, haciéndolos entrar en la gran familia, que ligada con los vínculos fraternales, es más fuerte que nuestros opresores.

V. E. ha dirigido sus fuerzas y miras en todos sentidos: el norte es reforzado por la división del general Urdaneta; Casanare espera los socorros que lleva el comandante Lara; Popayán se verá auxiliar superabundantemente: Santa Marta y Maracaibo serán libertadas por el soberbio ejército de venezolanos y granadinos que V. E. me ha hecho el honor de confiar. Este ejército pasará con una mano bienhechora rompiendo cuantos hierros opriman con su peso y oprobio a todos los americanos que haya en el norte y sur de la América meridional. Yo lo juro por el honor que adorna a los libertadores de la Nueva Granada y Venezuela; y ofrezco a V. E. mi vida, como el último tributo de mi gratitud, o hacer tremolar las banderas granadinas hasta los más remotos confines de la tiranía. Mientras tanto V. E. se presenta a la faz del mundo en la majestuosa actitud de una nación respetable por la solidez de su constitución, que formando, de todas las partes antes dislocadas, un cuerpo político, pueda ser reconocido como tal por los estados extranjeros, que no debieron tratar con esta república, que era un monstruo, por carecer de fuerza la autoridad legítima, como de legitimidad el poder efectivo de las provincias. Representadas éstas por sí mismas, eran hermanas divididas que no componían una familia.

Aunque mi celo importuno me ha extraviado en este discurso, que sólo debía ser inaugural, continuaré todavía mi falta atreviéndome a añadir: que el establecimiento de los tribunales supremos, que sin interpretar las leyes, y sometiéndose ciegamente a ellas en la distribución de la justicia, aseguran el honor, la vida y la fortuna de los ciudadanos, me lisonjeo, será uno de los más bellos monumentos que V. E. erigirá a su gloria. La justicia es la reina de las virtudes republicanas, y con ella se sostienen la igualdad y la libertad que son las columnas de este edificio.

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La organización del erario nacional, que exige de los ciudadanos una mínima parte de su fortuna privada para aumentar la pública, que alimenta a la sociedad entera, ocupa en el ánimo de V. E. un lugar muy preeminente; porque sin rentas no hay ejércitos, y sin ejércitos perece el honor, al cual hemos consagrado ya innumerables sacrificios, por conservarlo en el esplendor que le han adquirido la vida de tantos mártires y la privación de tantos bienes.

Pero la opinión pública, Excmo. Señor, es el objeto más sagrado que llama la alta atención de V. E.; ella ha menester la protección de un gobierno ilustrado, que conoce que la opinión es la fuente de los más importantes acontecimientos. Por la opinión ha preservado Atenas su libertad de la Asia entera. Por la opinión, los compañeros de Rómulo conquistaron el universo; y por la opinión influye Inglaterra en todos los gobiernos, dominando con el tridente de Neptuno la inmensa extensión de los mares.

Persuadamos a los pueblos que el cielo nos ha dado la libertad para la conservación de la virtud y la obtención de la patria de los justos. Que esta mitad del globo pertenece a quien Dios hizo nacer en su suelo, y no a los tránsfugas trasatlánticos, que por escapar de los golpes de la tiranía vienen a establecerla sobre nuestras ruinas. Hagamos que el amor ligue con un lazo universal a los hijos del hemisferio de Colón, y que el odio, la venganza y la guerra se alejen de nuestro seno y se lleven a las fronteras a emplearlos contra quienes únicamente son justos, a saber, contra los tiranos.

Excmo. Señor: la guerra civil ha terminado; sobre ella se ha elevado la paz doméstica; los ciudadanos reposan tranquilos bajo los auspicios de un gobierno justo y legal y nuestros enemigos tiemblan.




ArribaAbajo- 16 -

En carta escrita desde Mompox el 9 de febrero de 1815 a su amigo el Letrado Pedro Gual -quien se hallaba en la plaza fortificada de Cartagena-, el Libertador se refiere a los males producidos por las guerras civiles y se muestra dispuesta a reconciliarse con su adversario, el Brigadier Manuel del Castillo, quien le impedía entrar a Cartagena


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Mompox, 9 de febrero de 1815. - 5º

[Al ciudadano Pedro Gual.]

Mi querido Gual:

He recibido las dos apreciables de Vd. que han puesto en mis manos mi amigo Tomás Montilla y nuestro antiguo vicario el Padre Castro. Por ellas veo, con la mayor satisfacción, que el ciego espíritu de la guerra civil no ha extraviado a Vd. de la amistad con que siempre me ha favorecido; y que desea ser el instrumento de una cordial conciliación. También he sido instruido, por los portadores de estas cartas, de la conducta que Vd. ha observado en medio de las turbulencias que agitaron esa ciudad en todo el mes pasado, la cual, según parece, ha sido conforme a las circunstancias que alternativamente favorecieron a ambos partidos. Mi opinión es que, en tales casos, el error o la fuerza de las pasiones no deja acertar a los hombres a tomar el camino más recto; sino que, por el contrario, en las agitaciones ninguno conserva el puesto que le pertenece y, menos aun, el todo de su carácter propio. Para juzgar de las revoluciones y de sus actores, es menester observarlos muy de cerca y juzgarlos de muy lejos; extremos que no pueden conciliarse, ni por el corto período de tiempo que ha transcurrido, ni por los personajes que han representado la escena en cuestión. El juicio no puede ser imparcial, y así todo lo que ahora se juzgue debe ser inexacto. De este modo pienso yo, mi querido amigo, y por lo tanto, ni los detractores de Vd. pueden perjudicarle, ni sus amigos justificarle hasta que no haya pasado la actual crisis; entonces Gual será el mismo que ha sido siempre.

Vd. me pregunta: «¿No podría yo ser el mediador para una conciliación que deseo ver cordialmente establecida?» Yo responderé con otra pregunta: ¿Podré yo posponer los intereses de mi patria a viles y violentas pasiones? ¿Podré yo dar oídos a la venganza y hacerme sordo a la voz de la razón? ¿Podré yo despreciar a un amigo que me ofrece la amistad de un enemigo? No, no, no, querido Gual.

Yo sigo la carrera gloriosa de las armas sólo por obtener el honor que ellas dan; por libertar a mi patria; y por merecer las bendiciones de los pueblos. Ahora, pues, ¿cómo he de desear yo marchitar los laureles que me concede la fortuna en el campo   —52→   de batalla, por dejarme arrastrar, como una mujer, por pasiones verdaderamente femeninas? No digo con el Brigadier Castillo que sigue nuestra causa, sino con Fernando VII que la combate, me reconciliaría yo por la libertad de la república. Ofrezco a Vd., bajo mi palabra de honor, que si el Brigadier Castillo desea mi amistad, puede Vd. presentársela; y que, por gaje de mi sinceridad, desde luego, me prestaré a una comunicación oficial o confidencial, que deba hacerse pública, en que estampemos solemnemente que el error de siniestros informes y el efecto de algunas pasiones injustas, o cálculos divergentes, han sido causa de esas escandalosas injurias que mutuamente hemos recibido. En una palabra, que él haga todo lo que dependa de su parte por satisfacerme, que yo haré lo mismo por la mía. No necesito encarecer a Vd. el candor de mi carácter y la franqueza de estos sentimientos, que si no los abrigase mi corazón, no los expresaría, porque soy demasiado fuerte para degradarme a engañar.

Confieso altamente que he sentido, como debo, la desgracia de los Piñérez, tanto por sus cualidades políticas como por la gratitud que debo a sus generosos servicios hacia mí. Como Simón Bolívar protesto que cualquiera que sea mi asilo, ése será el de los Piñérez; como magistrado o general no me comprometo a nada, porque al gobierno toca decidir de la suerte de los ciudadanos; pero si me comprometo a no tomar jamás partido alguno, por vindicar a aquellos desgraciados amigos.

Hago a Vd. una súplica, sea como magistrado, sea como particular: haga Vd. que D'Elhuyar y otros cualesquiera que estén presos con él, por su causa, se pongan en libertad. En las guerras civiles es política el ser generosos, porque la venganza progresivamente se aumenta. Tenga presente Vd., Gual, esta máxima.

Montilla se ha quedado porque desea estar en mi compañía, y mi edecán Kent pondrá en manos de Vd. ésta, cuya contestación espero por su conducto.

A Dios, etc.

SIMÓN BOLÍVAR




ArribaAbajo- 17 -

Desde su exilio en la isla de Jamaica el Libertador se dirige al Presidente de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, señalándole los peligros que podrían correr las libertades de Hispanoamérica si Napoleón, a raíz de su derrota en Waterloo, es bien recibido en esta parte del Continente. Kingston, 22 de agosto de 1815


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Kingston, 22 de agosto de 1815

Excmo. Señor Presidente de las Provincias Unidas de Nueva Granada.

En este día han llegado de Inglaterra papeles públicos que anuncian la ocupación de París el 8 del próximo pasado julio por los ejércitos aliados contra la Francia; la restauración de Luis XVIII a su trono, y la evasión de Napoleón Bonaparte.

La suerte del mundo se ha decidido en Waterloo34. La Europa ha quedado libre por esta inmortal batalla, y sus consecuencias pueden ser más importantes que cuantas han figurado en los anales del Universo, sobre todo con respecto a la América, que va a ver transportar a su seno el tremendo teatro de la guerra que por más de veinte años ha afligido a la Europa. Si es verdad que Bonaparte ha escapado de Francia, como se asegura, para venir a buscar un asilo en América, cualquiera que sea su elección, ese país será destruido con su presencia. Con él vendrá el odio de los ingleses a su tiranía; el celo de la Europa hacia la América; los ejércitos de todas las naciones seguirán sus huellas; y la América entera, si es necesario, será bloqueada por las escuadras británicas.

Si Napoleón es bien recibido por la América del Norte, ésta será combatida por toda la Europa, y, por consecuencia, Bonaparte intentará poner de su parte a los independientes de México, sus vecinos. Si es la América del Sur la herida del rayo, por la llegada de Bonaparte, ¡desgraciados de nosotros, para siempre, si nuestra patria lo acoge con amistad! Su espíritu de conquista es insaciable: él ha segado la flor de la juventud europea en los campos de batalla para llenar sus ambiciosos proyectos; iguales designios lo conducirán al Nuevo Mundo, esperando, sin duda, aprovecharse de las discordias que dividen a la América para entronizarse en este grande imperio, aunque para ello haya de correr el resto de la sangre que queda en nuestras venas, como   —54→   si la América no fuese ya harto desgraciada, harto aniquilada con la guerra de exterminio que le hace la España.

Señor Excmo.: si el último golpe que puede recibir nuestro infeliz país viene a suceder, quiero decir, si Bonaparte arriba a nuestras costas, sea cual fuere su fuerza, sea cual fuere la política que se proponga seguir, nuestra elección no debe ser dudosa: debemos combatir a Bonaparte como al precursor de mayores calamidades que las que sufrimos. Yo creo de mi deber indicar a V. E., que en el estado presente de las cosas, para evitar todo evento infausto por mala inteligencia de parte de nuestros enemigos o neutros, y por otras muchas causas que no pueden ocultarse a la alta penetración de V. E., parece absolutamente indispensable que el gobierno tome todas las medidas de precaución que sean conducentes a impedir que Bonaparte o sus agentes penetren pública o privadamente en nuestras provincias y puertos. Es también una medida de igual urgencia hacer una declaratoria positiva y terminante que prevenga toda sospecha con respecto a los enemigos de la Francia, que podrán pensar que la América es bastante necia para ligarse con un tránsfuga, y protegerlo para que restablezca su tiranía en unos países que están combatiendo por la libertad y lo han sacrificado todo por obtenerla.

De la buena o mala conducta que tengan nuestros gobiernos americanos en esta extraordinaria crisis, depende el resultado final de nuestra causa. No puedo persuadirme que haya independientes tan enemigos de su país que abracen el partido de Bonaparte; pero si alguno cometiere esta imprudencia, no será seguido por los pueblos, y si lo fuere, la España será socorrida como lo ha sido Luis XVIII. Por el contrario, es casi cierto que la Inglaterra nos favorecerá con su poder, si nos declaramos contra su implacable enemigo, quien, si solicita un asilo no es para vivir pacíficamente, sino para emplear el resto de su existencia combatiendo contra sus vencedores.

Dígnese V. E. aceptar con indulgencia estas obvias observaciones.

Tengo el honor de ser, con la más alta consideración, de V. E. humilde y obediente servidor.

Dios guarde a V. E. muchos años.

Excmo. señor.

SIMÓN BOLÍVAR



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ArribaAbajo- 18 -

La «Carta de Jamaica», escrita por Bolívar -Un Americano Meridional- en Kingston el 6 de setiembre de 1815. En ella, el Libertador analiza el presente de la América Hispana a la luz del pasado, e indica las grandes líneas previsibles del porvenir


CONTESTACIÓN DE UN AMERICANO MERIDIONAL A UN CABALLERO DE ESTA ISLA [HENRY CULLEN]

Kingston, 6 de setiembre de 1815

Me apresuro a contestar la carta de 29 del mes pasado que Vd. me hizo el honor de dirigirme y que yo recibí con la mayor satisfacción.

Sensible, como debo, al interés que Vd. ha querido mostrar por la suerte de mi patria, afligiéndose con ella por los tormentos que padece, desde su descubrimiento hasta estos últimos períodos por parte de sus destructores los españoles, no siento menos el comprometimiento en que me ponen las solícitas demandas que Vd. me hace sobre los objetos más importantes de la política americana. Así, me encuentro en un conflicto, entre el deseo de corresponder a la confianza con que Vd. me favorece y el impedimento de satisfacerla, tanto por la falta de documentos y libros cuanto por los limitados conocimientos que poseo de un país tan inmenso, variado y desconocido como el Nuevo Mundo.

En mi opinión es imposible responder a las preguntas con que Vd. me ha honrado. El mismo barón Humboldt, con su universalidad de conocimientos teóricos y prácticos, apenas lo haría con exactitud, porque aunque una parte de la estadística y revolución de América es conocida, me atrevo a asegurar que la mayor parte está cubierta de tinieblas y, por consecuencia, sólo se pueden ofrecer conjeturas más o menos aproximadas, sobre todo en lo relativo a la suerte futura y a los verdaderos proyectos de los americanos; pues cuantas combinaciones suministra la historia de las naciones, de otras tantas es susceptible la nuestra por su posición física, por las vicisitudes de la guerra y por los cálculos de la política.

Como me conceptúo obligado a prestar atención a la apreciable carta de Vd., no menos que a sus filantrópicas miras, me   —56→   animo a dirigirle estas líneas, en las cuales ciertamente no hallará Vd. las ideas luminosas que desea, mas sí las ingenuas expresiones de mis pensamientos.

«Tres siglos ha -dice Vd.- que empezaron las barbaridades que los españoles cometieron en el grande hemisferio de Colón». Barbaridades que la presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la perversidad humana; y jamás serían creídas por los críticos modernos si constantes y repetidos documentos no testificasen estas infaustas verdades. El filantrópico obispo de Chiapas, el apóstol de la América, Las Casas, ha dejado a la posteridad una breve relación de ellas, extractadas de las sumarias que siguieron en Sevilla a los conquistadores, con el testimonio de cuantas personas respetables había entonces en el Nuevo Mundo, y con los procesos mismos que los tiranos se hicieron entre sí, como consta por los más sublimes historiadores de aquel tiempo. Todos los imparciales han hecho justicia al celo, verdad y virtudes de aquel amigo de la humanidad, que con tanto fervor y firmeza denunció ante su gobierno y contemporáneos los actos más horrorosos de un frenesí sanguinario.

¡Con cuánta emoción de gratitud leo el pasaje de la carta de Vd. en que me dice que espera que «los sucesos que siguieron entonces a las armas españolas acompañen ahora a las de sus contrarios, los muy oprimidos americanos meridionales»! Yo tomo esta esperanza por una predicción, si la justicia decide las contiendas de los hombres. El suceso coronará nuestros esfuerzos porque el destino de la América se ha fijado irrevocablemente; el lazo que la unía a la España está cortado; la opinión era toda su fuerza; por ella se estrechaban mutuamente las partes de aquella inmensa monarquía; lo que antes las enlazaba, ya las divide; más grande es el odio que nos ha inspirado la Península, que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes que reconciliar los espíritus de ambos países. El hábito a la obediencia; un comercio de intereses, de luces, de religión; una recíproca benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza nos venía de España. De aquí nacía un principio de adhesión que parecía eterno, no obstante que la conducta de nuestros dominadores relajaba esta simpatía, o, por mejor decir, este apego forzado por el imperio de la dominación. Al presente sucede lo contrario: la muerte, el deshonor, cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos; todo lo sufrimos de esa desnaturalizada   —57→   madrastra. El velo se ha rasgado, ya hemos visto la luz y se nos quiere volver a las tinieblas; se han roto las cadenas; ya hemos sido libres y nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos. Por lo tanto, la América combate con despecho, y rara vez la desesperación no ha arrastrado tras sí la victoria.

Porque los sucesos hayan sido parciales y alternados, no debemos desconfiar de la fortuna. En unas partes triunfan los independientes mientras que los tiranos en lugares diferentes obtienen sus ventajas, y ¿cuál es el resultado final? ¿no está el Nuevo Mundo entero, conmovido y armado para su defensa? Echemos una ojeada y observaremos una lucha simultánea en la inmensa extensión de este hemisferio.

El belicoso estado de las provincias del Río de la Plata ha purgado su territorio y conducido sus armas vencedoras al Alto Perú35 conmoviendo a Arequipa e inquietando a los realistas de Lima. Cerca de un millón de habitantes disfruta allí de su libertad.

El reino de Chile, poblado de 800.000 almas, está lidiando contra sus enemigos que pretenden dominarlo; pero en vano, porque los que antes pusieron un término a sus conquistas, los indómitos y libres araucanos, son sus vecinos y compatriotas; y su ejemplo sublime es suficiente para probarles que el pueblo que ama su independencia por fin la logra.

El virreinato del Perú, cuya población asciende a millón y medio de habitantes, es sin duda el más sumiso y al que más sacrificios se le han arrancado para la causa del Rey; y bien que sean vanas las relaciones concernientes a aquella porción de América, es indudable que ni está tranquila, ni es capaz de oponerse al torrente que amenaza a las más de sus provincias.

La Nueva Granada que es, por decirlo así, el corazón de la América, obedece a un gobierno general, exceptuando el reino de Quito, que con la mayor dificultad contienen sus enemigos por ser fuertemente adicto a la causa de su patria, y las provincias de Panamá y Santa Marta que sufren, no sin dolor, la tiranía de sus señores. Dos millones y medio de habitantes están repartidos en aquel territorio, que actualmente defienden contra el ejército español bajo el general Morillo, que es verosímil sucumba delante de la inexpugnable plaza de Cartagena. Mas si la tomare será a costa de grandes pérdidas, y desde luego carecerá de fuerzas   —58→   bastantes para subyugar a los morigerados y bravos moradores del interior.

En cuanto a la heroica y desdichada Venezuela, sus acontecimientos han sido tan rápidos, y sus devastaciones tales, que casi la han reducido a una absoluta indigencia y a una solead espantosa; no obstante que era uno de los más bellos países de cuantos hacían el orgullo de la América. Sus tiranos gobiernan un desierto; y sólo oprimen a tristes restos que, escapados de la muerte, alimentan una precaria existencia; algunas mujeres, niños y ancianos son los que quedan. Los más de los hombres han perecido por no ser esclavos, y los que viven, combaten con furor en los campos y en los pueblos internos, hasta expirar o arrojar al mar a los que, insaciables de sangre y de crímenes, rivalizan con los primeros monstruos que hicieron desaparecer de la América a su raza primitiva. Cerca de un millón de habitantes se contaba en Venezuela; y, sin exageración, se puede asegurar que una cuarta parte ha sido sacrificada por la tierra36, la espada, el hambre, la peste, las peregrinaciones; excepto el terremoto, todo resultado de la guerra.

En Nueva España37 había en 1808, según nos refiere el barón de Humboldt, 7.800.000 almas con inclusión de Guatemala38. Desde aquella época, la insurrección que ha agitado a casi todas sus provincias ha hecho disminuir sensiblemente aquel cómputo, que parece exacto; pues más de un millón de hombres ha perecido, como lo podrá Vd. ver en la exposición de Mr. Walton, que describe con fidelidad los sanguinarios crímenes cometidos en aquel opulento imperio. Allí la lucha se mantiene a fuerza de sacrificios humanos y de todas especies, pues nada ahorran los españoles con tal que logren someter a los que han tenido la desgracia de nacer en este suelo, que parece destinado a empaparse con la sangre de sus hijos. A pesar de todo, los mexicanos serán libres porque han abrazado el partido de la patria, con la resolución de vengar a sus antepasados o seguirlos al sepulcro. Ya ellos dicen con Raynal: llegó el tiempo, en fin, de pagar a los españoles suplicios con suplicios y de ahogar esa raza de exterminadores en su sangre o en el mar.

Las islas de Puerto Rico y Cuba que, entre ambas, pueden formar una población de 700 a 800.000 almas, son las que más   —59→   tranquilamente poseen los españoles, porque están fuera del contacto de los independientes. Mas ¿no son americanos estos insulares? ¿No son vejados? ¿No desean su bienestar?

Este cuadro representa una escala militar de 2.000 leguas de longitud y 900 de latitud en su mayor extensión, en que 16 millones de americanos defienden sus derechos o están oprimidos por la nación española, que aunque fue, en algún tiempo, el más vasto imperio del mundo, sus restos son ahora impotentes para dominar el nuevo hemisferio y hasta para mantenerse en el antiguo. ¿Y la Europa civilizada, comerciante y amante de la libertad, permite que una vieja serpiente, por sólo satisfacer su saña envenenada, devore la más bella parte de nuestro globo? ¡Qué! ¿Está la Europa sorda al clamor de su propio interés? ¿No tiene ya ojos para ver la justicia? ¿Tanto se ha endurecido, para ser de este modo insensible? Estas cuestiones, cuanto más lo medito, más me confunden; llego a pensar que se aspira a que desaparezca la América; pero es imposible, porque toda la Europa no es España. ¡Qué demencia la de nuestra enemiga, pretender reconquistar la América, sin marina, sin tesoro y casi sin soldados! pues los que tiene, apenas son bastantes para retener a su propio pueblo en una violenta obediencia y defenderse de sus vecinos. Por otra parte, ¿podrá esta nación hacer el comercio exclusivo de la mitad del mundo, sin manufacturas, sin producciones territoriales, sin artes, sin ciencias, sin política? Lograda que fuese esta loca empresa; y suponiendo más aún, lograda la pacificación, los hijos de los actuales americanos, unidos con los de los europeos reconquistadores, ¿no volverían a formar dentro de veinte años los mismos patrióticos designios que ahora se están combatiendo?

La Europa haría un bien a la España en disuadirla de su obstinada temeridad; porque a lo menos se ahorraría los gastos que expende y la sangre que derrama; a fin de que, fijando su atención en sus propios recintos, fundase su prosperidad y poder sobre bases más sólidas que las de inciertas conquistas, un comercio precario y exacciones violentas en pueblos remotos, enemigos y poderosos. La Europa misma, por miras de sana política, debería haber preparado y ejecutado el proyecto de la independencia americana; no sólo porque el equilibrio del mundo así lo exige; sino porque éste es el medio legítimo y seguro de adquirirse establecimientos ultramarinos de comercio. La Europa que no se halla agitada por las violentas pasiones de la venganza, ambición   —60→   y codicia, como la España, parece que estaba autorizada por todas las leyes de la equidad e ilustrada sobre sus bien entendidos intereses.

Cuantos escritores han tratado la materia se acuerdan de esta parte. En consecuencia, nosotros esperábamos con razón que todas las naciones cultas se apresurarían a auxiliarnos, para que adquiriésemos un bien cuyas ventajas son recíprocas a entrambos hemisferios. Sin embargo, ¡cuán frustradas esperanzas! No sólo los europeos, pero hasta nuestros hermanos del norte se han mantenido inmóviles espectadores de esta contienda, que por su esencia es la más justa, y por sus resultados la más bella e importante de cuantas se han suscitado en los siglos antiguos y modernos, porque ¿hasta dónde se puede calcular la trascendencia de la libertad del hemisferio de Colón?

«La felonía con que Bonaparte -dice Vd.- prendió a Carlos IV y a Fernando VII, reyes de esta nación, que tres siglos aprisionó con traición a dos monarcas de la América meridional, es un acto muy manifiesto de la retribución divina, y al mismo tiempo una prueba de que Dios sostiene la justa causa de los americanos y les concederá su independencia».

Parece que Vd. quiere aludir al monarca de México Montezuma, preso por Cortés y muerto, según Herrera, por él mismo, aunque Solís dice que por el pueblo; y a Atahualpa, Inca del Perú, destruido por Francisco Pizarro y Diego de Almagro. Existe tal diferencia entre la suerte de los reyes españoles y de los reyes americanos, que no admite comparación; los primeros son tratados con dignidad, conservados, y al fin recobran su libertad y trono; mientras que los últimos sufren tormentos inauditos y los vilipendios más vergonzosos. Si a Guatimozin, sucesor de Montezuma, se le trata como emperador y le ponen la corona, fue por irrisión y no por respeto; para que experimentase este escarnio antes que las torturas. Iguales a la suerte de este monarca fueron las del rey de Michoacán, Catzontzin; el Zipa de Bogotá y cuantos toquís, incas, zipas, ulmenes, caciques y demás dignidades indianas sucumbieron al poder español. El suceso de Fernando VII es más semejante al que tuvo lugar en Chile en 1535, con el ulmen de Copiapó, entonces reinante en aquella comarca. El español Almagro pretextó, como Bonaparte, tomar partido por la causa del legítimo soberano y, en consecuencia, llama al usurpador, como Fernando lo era en España; aparenta restituir al legítimo a sus estados, y termina por encadenar y   —61→   echar a las llamas al infeliz ulmen, sin querer ni aun oír su defensa. Este es el ejemplo de Fernando VII con su usurpador. Los reyes europeos sólo padecen destierro; el ulmen de Chile termina su vida de un modo atroz.

«Después de algunos meses -añade Vd.- he hecho muchas reflexiones sobre la situación de los americanos y sus esperanzas futuras; tomo grande interés en sus sucesos, pero me faltan muchos informes relativos a su estado actual y a lo que ellos aspiran; deseo infinitamente saber la política de cada provincia, como también su población, si desean repúblicas o monarquías, si formarán una gran república o una gran monarquía. Toda noticia de esta especie que Vd. pueda darme, o indicarme las fuentes a que debo ocurrir, la estimaré como un favor muy particular».

Siempre las almas generosas se interesan en la suerte de un pueblo que se esmera por recobrar los derechos con que el Creador y la naturaleza lo han dotado; y es necesario estar bien fascinado por el error o por las pasiones para no abrigar esta noble sensación: Vd. ha pensado en mi país y se interesa por él; este acto de benevolencia me inspira el más vivo reconocimiento.

He dicho la población que se calcula por datos más o menos exactos, que mil circunstancias hacen fallidos sin que sea fácil remediar esta inexactitud, porque los más de los moradores tienen habitaciones campestres y muchas veces errantes, siendo labradores, pastores, nómades, perdidos en medio de los espesos e inmensos bosques, llanuras solitarias y aisladas entre lagos y ríos caudalosos. ¿Quién será capaz de formar una estadística completa de semejantes comarcas? Además los tributos que pagan los indígenas; las penalidades de los esclavos; las primicias, diezmos y derechos que pesan sobre los labradores y otros accidentes alejan de sus hogares a los pobres americanos. Esto es sin hacer mención de la guerra de exterminio que ya ha segado cerca de un octavo de la población y ha ahuyentado una gran parte; pues entonces las dificultades son insuperables y el empadronamiento vendrá a reducirse a la mitad del verdadero censo.

Todavía es más difícil presentir la suerte futura del Nuevo Mundo, establecer principios sobre su política y casi profetizar la naturaleza del gobierno que llegará a adoptar. Toda idea relativa al porvenir de este país me parece aventurada. ¿Se pudo prever cuando el género humano se hallaba en su infancia, rodeado de tanta incertidumbre, ignorancia y error, cuál sería el   —62→   régimen que abrazaría para su conservación? ¿Quién se habría atrevido a decir: tal nación será república o monarquía, ésta será pequeña, aquélla grande? En mi concepto, ésta es la imagen de nuestra situación. Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil. Yo considero el estado actual de la América, como cuando desplomado el Imperio Romano cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus intereses y situación o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o corporaciones; con esta notable diferencia, que aquellos miembros dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los sucesos; mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles: en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del país y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallamos en el caso más extraordinario y complicado; no obstante que es una especie de adivinación indicar cuál será el resultado de la línea de política que la América siga, me atrevo a aventurar algunas conjeturas, que, desde luego, caracterizo de arbitrarias, dictadas por un deseo racional y no por un raciocinio probable.

La posición de los moradores del hemisferio americano ha sido, por siglos, puramente pasiva: su existencia política era nula. Nosotros estábamos en un grado todavía más bajo de la servidumbre, y por lo mismo con más dificultad para elevarnos al goce de la libertad. Permítame Vd. estas consideraciones para establecer la cuestión. Los estados son esclavos por la naturaleza de su constitución o por el abuso de ella. Luego un pueblo es esclavo cuando el gobierno, por su esencia o por sus vicios, huella y usurpa los derechos del ciudadano o súbdito. Aplicando estos principios, hallaremos que la América no sólo estaba privada de su libertad sino también de la tiranía activa y dominante. Me explicaré. En las administraciones absolutas no se reconocen límites en el ejercicio de las facultades gubernativas: la voluntad del gran sultán, kan, bey y demás soberanos despóticos es la ley suprema y ésta es casi arbitrariamente ejecutada por los bajaes, kanes y sátrapas subalternos de la Turquía y Persia, que   —63→   tienen organizada una opresión de que participan los súbditos en razón de la autoridad que se les confía. A ellos está encargada la administración civil, militar y política, de rentas y la religión. Pero al fin son persas los jefes de Ispahan, son turcos los visires del Gran Señor, son tártaros los sultanes de la Tartaria. La China no envía a buscar mandatarios militares y letrados al país de Gengis Kan, que la conquistó, a pesar de que los actuales chinos son descendientes directos de los subyugados por los ascendientes de los presentes tártaros.

¡Cuán diferente era entre nosotros! Se nos vejaba con una conducta que además de privarnos de los derechos que nos correspondían, nos dejaba en una especie de infancia permanente con respecto a las transacciones públicas. Si hubiésemos siquiera manejado nuestros asuntos domésticos en nuestra administración interior, conoceríamos el curso de los negocios públicos y su mecanismo, y gozaríamos también de la consideración personal que impone a los ojos del pueblo cierto respeto maquinal que es tan necesario conservar en las revoluciones. He aquí por qué he dicho que estábamos privados hasta de la tiranía activa, pues que no nos era permitido ejercer sus funciones.

Los americanos, en el sistema español que está en vigor, y quizá con mayor fuerza que nunca, no ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo, y cuando más, el de simples consumidores; y aun esta parte coartada con restricciones chocantes: tales son las prohibiciones del cultivo de frutos de Europa, el estanco de las producciones que el Rey monopoliza, el impedimento de las fábricas que la misma Península no posee, los privilegios exclusivos del comercio hasta de los objetos de primera necesidad, las trabas entre provincias y provincias americanas, para que no se traten, entiendan, ni negocien; en fin, ¿quiere Vd. saber cuál es nuestro destino? Los campos para cultivar el añil, la grana, el café, la caña, el cacao y el algodón, las llanuras solitarias para criar ganados, los desiertos para cazar las bestias feroces, las entrañas de la tierra para excavar el oro que no puede saciar a esa nación avarienta.

Tan negativo era nuestro estado que no encuentro semejante en ninguna otra asociación civilizada, por más que recorro la serie de las edades y la política de todas las naciones. Pretender que un país tan felizmente constituido, extenso, rico y populoso, sea meramente pasivo, ¿no es un ultraje y una violación de los derechos de la humanidad?

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Estábamos como acabo de exponer, abstraídos, y digámoslo así, ausentes del universo en cuanto es relativo a la ciencia del gobierno y administración del estado. Jamás éramos virreyes ni gobernadores, sino por causas muy extraordinarias; arzobispos y obispos pocas veces; diplomáticos nunca; militares, sólo en calidad de subalternos; nobles, sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados, ni financistas y casi ni aun comerciantes: todo en contravención directa de nuestras instituciones.

El emperador Carlos y formó un pacto con los descubridores, conquistadores y pobladores de América, que como dice Guerra39, es nuestro contrato social. Los reyes de España convinieron solemnemente con ellos que lo ejecutasen por su cuenta y riesgo, prohibiéndoseles hacerlo a costa de la real hacienda, y por esta razón se les concedía que fuesen señores de la tierra, que organizasen la administración y ejerciesen la judicatura en apelación, con otras muchas exenciones y privilegios que sería prolijo detallar. El Rey se comprometió a no enajenar jamás las provincias americanas, como que a él no tocaba otra jurisdicción que la del alto dominio, siendo una especie de propiedad feudal la que allí tenían los conquistadores para sí y sus descendientes. Al mismo tiempo existen leyes expresas que favorecen casi exclusivamente a los naturales del país originarios de España en cuanto a los empleos civiles, eclesiásticos y de rentas. Por manera que, con una violación manifiesta de las leyes y de los pactos subsistentes, se han visto despojar aquellos naturales de la autoridad constitucional que les daba su código.

De cuanto he referido será fácil colegir que la América no estaba preparada para desprenderse de la metrópoli, como súbitamente sucedió, por el efecto de las ilegítimas cesiones de Bayona y por la inicua guerra que la Regencia nos declaró, sin derecho alguno para ello, no sólo por la falta de justicia, sino también de legitimidad. Sobre la naturaleza de los gobiernos españoles, sus decretos conminatorios y hostiles, y el curso entero de su desesperada conducta hay escritos, del mayor mérito, en el periódico «El Español» cuyo autor es el señor Blanco40; y estando allí esta parte de nuestra historia muy bien tratada, me limito a indicarlo.

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Los americanos han subido de repente y sin los conocimientos previos, y, lo que es más sensible, sin la práctica de los negocios públicos, a representar en la escena del mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados, administradores del erario, diplomáticos, generales y cuantas autoridades supremas y subalternas forman la jerarquía de un estado organizado con regularidad.

Cuando las águilas francesas sólo respetaron los muros de la ciudad de Cádiz, y con su vuelo arrollaron los frágiles gobiernos de la Península, entonces quedamos en la orfandad. Ya antes habíamos sido entregados a la merced de un usurpador extranjero; después, lisonjeados con la justicia que se nos debía y con esperanzas halagüeñas siempre burladas; por último, inciertos sobre nuestro destino futuro, y amenazados por la anarquía, a causa de la falta de un gobierno legítimo, justo y liberal, nos precipitamos en el caos de la revolución. En el primer momento sólo se cuidó de proveer a la seguridad interior, contra los enemigos que encerraba nuestro seno. Luego se extendió a la seguridad exterior; se establecieron autoridades que sustituimos a las que acabábamos de deponer, encargadas de dirigir el curso de nuestra revolución, y de aprovechar la coyuntura feliz en que nos fuese posible fundar un gobierno constitucional, digno del presente siglo y adecuado a nuestra situación.

Todos los nuevos gobiernos marcaron sus primeros pasos con el establecimiento de juntas populares. Estas formaron en seguida reglamentos para la convocación de congresos que produjeron alteraciones importantes. Venezuela erigió un gobierno democrático y federal, declarando previamente los derechos del hombre, manteniendo el equilibrio de los poderes y estatuyendo leyes generales en favor de la libertad civil, de imprenta y otras; finalmente se constituyó un gobierno independiente. La Nueva Granada siguió con uniformidad los establecimientos políticos y cuantas reformas hizo Venezuela, poniendo por base fundamental de su constitución el sistema federal más exagerado que jamás existió; recientemente se ha mejorado con respecto al poder ejecutivo general, que ha obtenido cuantas atribuciones le corresponden. Según entiendo, Buenos Aires y Chile han seguido esta misma línea de operaciones; pero como nos hallamos a tanta distancia, los documentos son tan raros y las noticias tan inexactas, no me animaré ni aun a bosquejar el cuadro de sus transacciones.

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Los sucesos de México han sido demasiado varios, complicados, rápidos y desgraciados para que se puedan seguir en el curso de su revolución. Carecemos, además, de documentos bastante instructivos, que nos hagan capaces de juzgarlos. Los independientes de México, por lo que sabemos, dieron principio a su insurrección en setiembre de 1810, y un año después ya tenían centralizado su gobierno en Zitácuaro e instalada allí una junta nacional, bajo los auspicios de Fernando VII, en cuyo nombre se ejercían las funciones gubernativas. Por los acontecimientos de la guerra, esta junta se trasladó a diferentes lugares, y es verosímil que se haya conservado hasta estos últimos momentos, con las modificaciones que los sucesos hayan exigido. Se dice que ha creado un generalísimo o dictador, que lo es el ilustre general Morelos; otros hablan del célebre general Rayón41; lo cierto es que uno de estos grandes hombres, o ambos separadamente, ejercen la autoridad suprema en aquel país; y recientemente ha aparecido una constitución para el régimen del estado. En marzo de 1812 el gobierno residente en Zultepec presentó un plan de paz y guerra al virrey de México, concebido con la más profunda sabiduría. En él se reclamó el derecho de gentes, estableciendo principios de una exactitud incontestable. Propuso la junta que la guerra se hiciese como entre hermanos y conciudadanos, pues que no debía ser más cruel que entre naciones extranjeras; que los derechos de gentes y de guerra, inviolables para los mismos infieles y bárbaros, debían serlo más para cristianos, sujetos a un soberano y a unas mismas leyes; que los prisioneros no fuesen tratados como reos de lesa majestad ni se degollasen los que rendían las armas, sino que se mantuviesen en rehenes para canjearlos; que no se entrase a sangre y fuego en las poblaciones pacificas, no las diezmasen ni quintasen para sacrificarlas; y concluye que, en caso de no admitirse este plan, se observarían rigurosamente las represalias. Esta negociación se trató con el más alto desprecio; no se dio respuesta a la junta nacional; las comunicaciones originales se quemaron públicamente en la plaza de México, por mano del verdugo, y la guerra de exterminio continuó por parte de los españoles con su furor acostumbrado, mientras que los mexicanos y las otras naciones americanas no la hacían ni aun a muerte con los prisioneros de guerra que fuesen españoles. Aquí se observa que por causas de conveniencia, se conservó la apariencia de sumisión al rey y aun a la constitución   —67→   de la monarquía. Parece que la junta nacional es absoluta en el ejercicio de las funciones legislativas, ejecutivas y judiciales, y el número de sus miembros muy limitado.

Los acontecimientos de la Tierra Firme nos han probado que las instituciones perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales. En Caracas el espíritu de partido tomó su origen en las sociedades, asambleas, y elecciones populares; y estos partidos nos tornaron a la esclavitud. Y así como Venezuela ha sido la república americana que más se ha adelantado en sus instituciones políticas, también ha sido el más claro ejemplo de la ineficacia de la forma democrática y federal para nuestros nacientes estados. En Nueva Granada las excesivas facultades de los gobiernos provinciales y la falta de centralización en el general, han conducido aquel precioso país al estado a que se ve reducido en el día. Por esta razón, sus débiles enemigos se han conservado, contra todas las probabilidades. En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina. Desgraciadamente estas cualidades parecen estar muy distantes de nosotros en el grado que se requiere; y por el contrario, estamos dominados de los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación como la española, que sólo ha sobresalido en fiereza, ambición, venganza y codicia.

«Es más difícil -dice Montesquieu- sacar un pueblo de la servidumbre, que subyugar uno libre». Esta verdad está comprobada por los anales de todos los tiempos, que nos muestran las más de las naciones libres sometidas al yugo y muy pocas de las esclavas recobrar su libertad. A pesar de este convencimiento, los meridionales de este continente han manifestado el conato de conseguir instituciones liberales y aun perfectas, sin duda, por efecto del instinto que tienen todos los hombres de aspirar a su mejor felicidad posible; la que se alcanza, infaliblemente, en las sociedades civiles, cuando ellas están fundadas sobre las bases de la justicia, de la libertad y de la igualdad. Pero ¿seremos nosotros capaces de mantener en su verdadero equilibrio la difícil carga de una república? ¿Se puede concebir que un pueblo recientemente desencadenado se lance a la esfera de la libertad sin que, como a Ícaro, se le deshagan las alas y recaiga en el abismo? Tal   —68→   prodigio es inconcebible, nunca visto. Por consiguiente, no hay un raciocinio verosímil que nos halague con esta esperanza.

Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo, y menos deseo una monarquía universal de América, porque este proyecto, sin ser útil, es también imposible. Los abusos que actualmente existen no se reformarían y nuestra regeneración sería infructuosa. Los estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del despotismo y la guerra. La metrópoli, por ejemplo, sería México, que es la única que puede serlo por su poder intrínseco, sin el cual no hay metrópoli. Supongamos que fuese el istmo de Panamá, punto céntrico para todos los extremos de este vasto continente, ¿no continuarían éstos en la languidez y aun en el desorden actual? Para que un solo gobierno dé vida, anime, ponga en acción todos los resortes de la prosperidad pública, corrija, ilustre y perfeccione al Nuevo Mundo, sería necesario que tuviese las facultades de un Dios, y cuando menos las luces y virtudes de todos los hombres.

El espíritu de partido que, al presente, agita a nuestros estados se encendería entonces con mayor encono, hallándose ausente la fuente del poder, que únicamente puede reprimirlo. Además los magnates de las capitales no sufrirían la preponderancia de los metropolitanos, a quienes considerarían como a otros tantos tiranos: sus celos llegarían hasta el punto de comparar a éstos con los odiosos españoles. En fin, una monarquía semejante sería un coloso disforme, que su propio peso desplomaría a la menor convulsión.

M. de Pradt ha dividido sabiamente a la América en quince a diecisiete estados independientes entre sí, gobernados por otros tantos monarcas. Estoy de acuerdo en cuanto a lo primero, pues la América comporta la creación de diecisiete naciones; en cuanto a lo segundo, aunque es más fácil conseguirlo, es menos útil, y así no soy de la opinión de las monarquías americanas. He aquí mis razones: el interés bien entendido de una república se circunscribe en la esfera de su conservación, prosperidad y gloria. No ejerciendo la libertad imperio, porque es precisamente su opuesto, ningún estímulo excita a los republicanos   —69→   a extender los términos de su nación, en detrimento de sus propios medios, con el único objeto de hacer participar a sus vecinos de una constitución liberal. Ningún derecho adquieren, ninguna ventaja sacan venciéndolos; a menos que los reduzcan a colonias, conquistas o aliados, siguiendo el ejemplo de Roma. Máximas y ejemplos tales, están en oposición directa con los principios de justicia de los sistemas republicanos; y aun diré más, en oposición manifiesta con los intereses de sus ciudadanos: porque un estado demasiado extenso en sí mismo o por sus dependencias, al cabo viene en decadencia y convierte su forma libre en otra tiránica; relaja los principios que deben conservarla y ocurre por último al despotismo. El distintivo de las pequeñas repúblicas es la permanencia, el de las grandes es vario; pero siempre se inclina al imperio. Casi todas las primeras han tenido una larga duración; de las segundas sólo Roma se mantuvo algunos siglos, pero fue porque era república la capital y no lo era el resto de sus dominios, que se gobernaban por leyes e instituciones diferentes.

Muy contraria es la política de un rey cuya inclinación constante se dirige al aumento de sus posesiones, riquezas y facultades: con razón, porque su autoridad crece con estas adquisiciones, tanto con respecto a sus vecinos como a sus propios vasallos, que temen en él un poder tan formidable cuanto es su imperio, que se conserva por medio de la guerra y de las conquistas. Por estas razones pienso que los americanos ansiosos de paz, ciencias, artes, comercio y agricultura, preferirían las repúblicas a los reinos; y me parece que estos deseos se conforman con las miras de la Europa.

No convengo en el sistema federal entre los populares y representativos, por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros; por igual razón rehúso la monarquía mixta de aristocracia y democracia, que tanta fortuna y esplendor ha procurado a la Inglaterra. No siéndonos posible lograr entre las repúblicas y monarquías lo más perfecto y acabado, evitemos caer en anarquías demagógicas, o en tiranías monócratas. Busquemos un medio entre extremos opuestos, que nos conducirían a los mismos escollos, a la infelicidad y al deshonor. Voy a arriesgar el resultado de mis cavilaciones sobre la suerte futura de la América: no la mejor sino la que sea más asequible.

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Por la naturaleza de las localidades, riquezas, poblaciones y carácter de los mexicanos, imagino que intentarán al principio establecer una república representativa, en la cual tenga grandes atribuciones el poder ejecutivo, concentrándolo en un individuo que si desempeña sus funciones con acierto y justicia, casi naturalmente vendrá a conservar su autoridad vitalicia. Si su incapacidad o violenta administración excita una conmoción popular que triunfe, este mismo poder ejecutivo quizás se difundirá en una asamblea. Si el partido preponderante es militar o aristocrático, exigirá probablemente una monarquía que al principio será limitada y constitucional, y después inevitablemente declinará en absoluta; pues debemos convenir en que nada hay más difícil en el orden político que la conservación de una monarquía mixta; y también es preciso convenir en que sólo un pueblo tan patriota como el inglés es capaz de contener la autoridad de un rey, y de sostener el espíritu de libertad bajo un cetro y una corona.

Los estados del istmo de Panamá hasta Guatemala formarán quizá una asociación. Esta magnífica posición entre los dos grandes mares podrá ser con el tiempo el emporio del universo; sus canales acortarán las distancias del mundo; estrecharán los lazos comerciales de Europa, América y Asia; traerán a tan feliz región los tributos de las cuatro partes del globo. ¡Acaso sólo allí podrá fijarse algún día la capital de la tierra como pretendió Constantino que fuese Bizancio la del antiguo hemisferio!

La Nueva Granada se unirá con Venezuela, si llegan a convenirse en formar una república central, cuya capital sea Maracaibo, o una nueva ciudad que, con el nombre de Las Casas, en honor de este héroe de la filantropía, se funde entre los confines de ambos países, en el soberbio puerto de Bahía-honda. Esta posición, aunque desconocida, es más ventajosa por todos respectos. Su acceso es fácil y su situación tan fuerte que puede hacerse inexpugnable. Posee un clima puro y saludable, un territorio tan propio para la agricultura como para la cría de ganado, y una grande abundancia de maderas de construcción. Los salvajes que la habitan serían civilizados y nuestras posesiones se aumentarían con la adquisición de la Goagira. Esta nación se llamaría Colombia como un tributo de justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio. Su gobierno podrá imitar al inglés; con la diferencia de que en lugar de un rey, habrá un poder ejecutivo electivo, cuando más vitalicio, y jamás hereditario, si se quiere república; una cámara o senado legislativo hereditario, que en las tempestades   —71→   políticas se interponga entre las olas populares y los rayos del gobierno, y un cuerpo legislativo, de libre elección, sin otras restricciones que las de la cámara baja de Inglaterra. Esta constitución participaría de todas las formas y yo deseo que no participe de todos los vicios. Como ésta es mi patria tengo un derecho incontestable para desearle lo que en mi opinión es mejor. Es muy posible que la Nueva Granada no convenga en el reconocimiento de un gobierno central, porque es en extremo adicta a la federación; y entonces formará, por sí sola, un estado que, si subsiste, podrá ser muy dichoso por sus grandes recursos de todo género.

Poco sabemos de las opiniones que prevalecen en Buenos Aires, Chile y el Perú; juzgando por lo que se transluce y por las apariencias, en Buenos Aires habrá un gobierno central, en que los militares se lleven la primacía por consecuencia de sus divisiones internas y guerras externas. Esta constitución degenerará necesariamente en una oligarquía, o una monocracia con más o menos restricciones, y cuya denominación nadie puede adivinar. Sería doloroso que tal cosa sucediese, porque aquellos habitantes son acreedores a la más espléndida gloria.

El reino de Chile está llamado por la naturaleza de su situación, por las costumbres inocentes y virtuosas de sus moradores, por el ejemplo de sus vecinos, los fieros republicanos del Arauco, a gozar de las bendiciones que derraman las justas y dulces leyes de una república. Si alguna permanece largo tiempo en América, me inclino a pensar que será la chilena. Jamás se ha extinguido allí el espíritu de libertad; los vicios de la Europa y del Asia llegarán tarde o nunca a corromper las costumbres de aquel extremo del universo. Su territorio es limitado; estará siempre fuera del contacto inficionado del resto de los hombres; no alterará sus leves, usos y prácticas; preservará su uniformidad en opiniones políticas y religiosas; en una palabra, Chile puede ser libre.

El Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal: oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad: se enfurece en los tumultos o se humilla en las cadenas.

Aunque estas reglas serían aplicables a toda la América, creo que con más justicia las merece Lima, por los conceptos que he expuesto y por la cooperación que ha prestado a sus señores   —72→   contra sus propios hermanos, los ilustres hijos de Quito, Chile y Buenos Aires. Es constante que en Lima no tolerarán los ricos la democracia, ni los esclavos y pardos libertos la aristocracia: los primeros preferirán la tiranía de uno solo, por no padecer las persecuciones tumultuarias y por establecer un orden siquiera pacífico. Mucho hará si consigue recobrar su independencia.

De todo lo expuesto, podemos deducir estas consecuencias: las provincias americanas se hallan lidiando por emanciparse; al fin obtendrán el suceso; algunas se constituirán de un modo regular en repúblicas federales y centrales; se fundarán monarquías casi inevitablemente en las grandes secciones, y algunas serán tan infelices que devorarán sus elementos ya en la actual ya en las futuras revoluciones, que una gran monarquía no será fácil consolidar, una gran república imposible.

Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse; mas no es posible, porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América. ¡Qué bello sería que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna época dichosa de nuestra regeneración; otra esperanza es infundada, semejante a la del abate St. Pierre42, que concibió el laudable delirio de reunir un congreso europeo para decidir de la suerte y de los intereses de aquellas naciones.

«Mutaciones importantes y felices -continúa Vd.- pueden ser frecuentemente producidas por efectos individuales». Los americanos meridionales tienen una tradición que dice que cuando Quetzalcoatl, el Hermes o Buda de la América del Sur, resignó su administración y los abandonó, les prometió que volvería después que los siglos desiguales hubiesen pasado, y que él restablecería su gobierno y renovaría su felicidad. ¿Esta tradición no   —73→   opera y excita una convicción de que muy pronto debe volver? ¿Concibe Vd. cuál será el efecto que producirá si un individuo, apareciendo entre ellos, demostrase los caracteres de Quetzalcoatl, el Buda del bosque, o Mercurio, del cual han hablado tanto las otras naciones? ¿No cree Vd. que esto inclinaría todas las partes? ¿No es la unión todo lo que se necesita para ponerlos en estado de expulsar a los españoles, sus tropas y los partidarios de la corrompida España para hacerlos capaces de establecer un imperio poderoso, con un gobierno libre y leyes benévolas?

Pienso como Vd. que causas individuales pueden producir resultados generales; sobre todo en las revoluciones. Pero no es el héroe, gran profeta, o Dios del Anahuac, Quetzalcoatl el que es capaz de operar los prodigiosos beneficios que Vd. propone. Este personaje es apenas conocido del pueblo mexicano y no ventajosamente, porque tal es la suerte de los vencidos aunque sean dioses. Sólo los historiadores y literatos se han ocupado cuidadosamente en investigar su origen, verdadera o falsa misión, sus profecías y el término de su carrera. Se disputa si fue un apóstol de Cristo o bien pagano. Unos suponen que su nombre quiere decir Santo Tomás; otros que Culebra Emplumajada; y otros dicen que es el famoso profeta de Yucatán, Chilan-Cambal. En una palabra, los más de los autores mexicanos, polémicos e historiadores profanos, han tratado con más o menos extensión la cuestión sobre el verdadero carácter de Quetzalcoatl. El hecho es, según dice Acosta, que él estableció una religión cuyos ritos, dogmas y misterios tenían una admirable afinidad con la de Jesús, y que quizás es la más semejante a ella. No obstante esto, muchos escritores católicos han procurado alejar la idea de que este profeta fuese verdadero, sin querer reconocer en él a un Santo Tomás como lo afirman otros célebres autores. La opinión general es que Quetzalcoatl es un legislador divino entre los pueblos paganos del Anahuac, del cual era lugarteniente el gran Montezuma derivando de él su autoridad. De aquí se infiere que nuestros mexicanos no seguirían al gentil Quetzalcoatl, aunque apareciese bajo las formas más idénticas y favorables, pues que profesan una religión la más intolerante y exclusiva de las otras.

Felizmente los directores de la independencia de México se han aprovechado del fanatismo con el mejor acierto, proclamando a la famosa virgen de Guadalupe por reina de los patriotas, invocándola en todos los casos arduos y llevándola en sus banderas. Con esto el entusiasmo político ha formado una mezcla con la   —74→   religión, que ha producido un fervor vehemente por la sagrada causa de la libertad. La veneración de esta imagen en México es superior a la más exaltada que pudiera inspirar el más diestro profeta.

Seguramente la unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración. Sin embargo, nuestra división no es extraña, porque tal es el distintivo de las guerras civiles formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y reformadores. Los primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades establecidas; los últimos son siempre menos numerosos aunque más vehementes e ilustrados. De este modo la masa física se equilibra con la fuerza moral, y la contienda se prolonga siendo sus resultados muy inciertos. Por fortuna, entre nosotros, la masa ha seguido a la inteligencia.

Yo diré a Vd. lo que puede ponernos en actitud de expulsar a los españoles y de fundar un gobierno libre: es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos vendrá por prodigios divinos sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos. La América está encontrada entre sí, porque se halla abandonada de todas las naciones, aislada en medio del universo, sin relaciones diplomáticas ni auxilios militares, y combatida por la España, que posee más elementos para la guerra que cuantos nosotros furtivamente podemos adquirir.

Cuando los sucesos no están asegurados, cuando el estado es débil y cuando las empresas son remotas, todos los hombres vacilan, las opiniones se dividen, las pasiones las agitan y los enemigos las animan para triunfar por este fácil medio. Luego que seamos fuertes, bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su protección, se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los talentos que conducen a la gloria; entonces seguiremos la marcha majestuosa hacia las grandes prosperidades a que está destinada la América meridional; entonces las ciencias y las artes que nacieron en el Oriente y han ilustrado la Europa volarán a Colombia libre, que las convidará con un asilo.

Tales son, señor, las observaciones y pensamientos que tengo el honor de someter a Vd. para que los rectifique o deseche, según su mérito, suplicándole se persuada que me he atrevido a   —75→   exponerlos, más por no ser descortés, que porque me crea capaz de ilustrar a Vd. en la materia.

Soy de Vd. etc., etc., etc.

BOLÍVAR




ArribaAbajo- 19 -

Firmándolo con el seudónimo El Americano, Simón Bolívar redacta en Jamaica un artículo periodístico en el cual analiza la situación étnica y social de Hispanoamérica. Este ensayo, que no consta fuese publicado entonces, iba dirigido al Editor de la Gaceta Real de Jamaica, Alejandro Aikman, hijo. Fue redactado después del 28 de setiembre de 1815 y antes de diciembre de ese año


Kingston, después del 28 de setiembre de 1815

Señor Redactor o Editor de la «Gaceta Real de Jamaica».

Los más de los políticos europeos y americanos que han previsto la independencia del Nuevo Mundo han presentido que la mayor dificultad para obtenerla consiste en la diferencia de las castas que componen la población de este inmenso país. Yo me aventuro a examinar esta cuestión, aplicando reglas diferentes, deducidas de los conocimientos positivos y de la experiencia que nos ha suministrado el curso de nuestra revolución.

De quince a veinte millones de habitantes que se hallan esparcidos en este gran continente de naciones indígenas, africanas, españolas y razas cruzadas, la menor parte es ciertamente de blancos; pero también es cierto que ésta posee cualidades intelectuales que le dan una igualdad relativa y una influencia que parecerá supuesta a cuantos no hayan podido juzgar, por sí mismos, del carácter moral y de las circunstancias físicas, cuyo compuesto produce una opinión lo más favorable a la unión y armonía entre todos los habitantes; no obstante la desproporción numérica entre un color y otro.

Observemos que al presentarse los españoles en el Nuevo Mundo, los indios los consideraron como una especie de mortales superiores a los hombres; idea que no ha sido enteramente   —76→   borrada, habiéndose mantenido por los prestigios de la superstición, por el temor de la fuerza, la preponderancia de la fortuna, el ejercicio de la autoridad, la cultura del espíritu y cuantos accidentes pueden producir ventajas. Jamás éstos han podido ver a los blancos sino al través de una grande veneración, como seres favorecidos del cielo.

«El español americano -dice M. de Pons43- ha hecho a su esclavo compañero de su indolencia». En cierto respecto esta verdad ha sido origen de resultados felices. El colono español no oprime a su doméstico con trabajos excesivos; lo trata como a un compañero; lo educa en los principios de moral y de humanidad que prescribe la religión de Jesús. Como su dulzura es ilimitada, la ejerce en toda su extensión con aquella benevolencia que inspira una comunicación familiar. Él no está aguijoneado por los estímulos de la avaricia ni por los de la necesidad, que producen la ferocidad de carácter y la rigidez de principios, tan contrarios a la humanidad. El americano del sur vive a sus anchas en su país nativo; satisface sus necesidades y pasiones a poca costa. Montes de oro y de plata le proporcionan riquezas fáciles con que obtiene los objetos de la Europa. Campos fértiles, llanuras pobladas de animales, lagos y ríos caudalosos con ricas pesquerías lo alimentan superabundantemente, el clima no le exige vestidos y apenas habitaciones; en fin, puede existir aislado, subsistir de sí mismo y mantenerse independiente de los demás. Ninguna otra situación del mundo es semejante a ésta: toda la tierra está ya agotada por los hombres, la América sola apenas está encetada.

De aquí me es permitido colegir que, habiendo una especie de independencia individual en estos inmensos países, no es probable que las facciones de razas diversas lleguen a constituirse de tal modo que una de ellas logre anonadar a las otras. La misma extensión, la misma abundancia, la misma variedad de colores da cierta neutralidad a las pretensiones, que vienen a hacerse casi nulas.

El indio es de un carácter tan apacible que sólo desea el reposo y la soledad; no aspira ni aun a acaudillar su tribu, mucho menos a dominar las extrañas. Felizmente esta especie de hombres es la que menos reclama la preponderancia; aunque su número excede a la suma de los otros habitantes. Esta parte de   —77→   la población americana es una especie de barrera para contener a los otros partidos; ella no pretende la autoridad, porque ni la ambiciona ni se cree con aptitud para ejercerla, contentándose con su paz, su tierra y su familia. El indio es el amigo de todos, porque las leyes no lo habían desigualado y porque, para obtener todas las mismas dignidades de fortuna y de honor que conceden los gobiernos, no han menester de recurrir a otros medios que a los servicios y al saber; aspiraciones que ellos odian más que lo que pueden desear las gracias.

Así, pues, parece que debemos contar con la dulzura de mucho más de la mitad de la población, puesto que los indios y los blancos componen los tres quintos de la populación total, y si añadimos los mestizos que participan de la sangre de ambos, el aumento se hace más sensible y el temor de los colores se disminuye, por consecuencia.

El esclavo en la América española vegeta abandonado en las haciendas, gozando, por decirlo así, de su inacción, de la hacienda de su señor y de una gran parte de los bienes de la libertad; y como la religión le ha persuadido que es un deber sagrado servir, ha nacido y existido en esta dependencia doméstica, se considera en su estado natural como un miembro de la familia de su amo, a quien ama y respeta.

La experiencia nos ha mostrado que ni aun excitado por los estímulos más seductores, el siervo español no ha combatido contra su dueño [Sic]; y por el contrario, ha preferido muchas veces la servidumbre pacifica a la rebelión. Los jefes españoles de Venezuela, Boves, Morales, Rosete, Calzada y otros, siguiendo el ejemplo de Santo Domingo44, sin conocer las verdaderas causas de aquella revolución, se esforzaron en sublevar toda la gente de color, inclusive los esclavos, contra los blancos criollos, para establecer un sistema de desolación, bajo las banderas de Fernando VII. Todos fueron instados al pillaje, al asesinato de los blancos; les ofrecieron sus empleos y propiedades; los fascinaron con doctrinas supersticiosas en favor del partido español, y, a pesar de incentivos tan vehementes, aquellos incendiarios se vieron obligados a recurrir a la fuerza, estableciendo el principio: que los que no sirven en las armas del rey son traidores o desertores; y, en consecuencia, cuantos no se hallaban alistados en sus bandas de asesinos eran sacrificados, ellos, sus mujeres, hijos, y hasta las poblaciones enteras; porque a todos obligaban a seguir las banderas   —78→   del Rey. Después de tanta crueldad, de una parte, y tanta esperanza de otra, parecerá inconcebible que los esclavos rehusasen salir de sus haciendas, y cuando eran compelidos a ello, sin poderlo evitar, luego que les era posible, desertaban. La verdad de estos hechos se puede comprobar con otros que parecerán más extraordinarios.

Después de haber experimentado los españoles, en Venezuela, reveses multiplicados y terribles, lograron, por fin, reconquistarla. El ejército del general Morillo viene a reforzarlos y completa la subyugación de aquel país; parecía, pues, que el partido de los independientes era desesperado, como en efecto lo estaba; pero, por un suceso bien singular, se ha visto que los mismos soldados libertos y esclavos que tanto contribuyeron, aunque por fuerza, al triunfo de los realistas, se han vuelto al partido de los independientes que no habían ofrecido la libertad absoluta, como lo hicieron las guerrillas españolas. Los actuales defensores de la independencia son los mismos partidarios de Boves, unidos ya con los blancos criollos, que jamás han abandonado esta noble causa.

Estamos autorizados, pues, a creer que todos los hijos de la América española, de cualquier color o condición que sean, se profesan un afecto fraternal recíproco, que ninguna maquinación es capaz de alterar. Nos dirán que las guerras civiles prueban lo contrario. No, señor. Las contiendas domésticas de la América nunca se han originado de la diferencia de castas: ellas han nacido de la divergencia de las opiniones políticas y de la ambición particular de algunos hombres, como todas las que han afligido a las demás naciones. Todavía no se ha oído un grito de proscripción contra ningún color, estado o condición; excepto contra los españoles europeos, que tan acreedores son a la detestación universal. Hasta el presente se admira la más perfecta armonía entre los que han nacido en este suelo, por lo que respecta a nuestra cuestión; y no es de temerse que en lo futuro suceda lo contrario, porque para entonces el orden estará establecido, los gobiernos fortificados con las armas, la opinión, las relaciones extranjeras y la emigración europea y asiática, que necesariamente debe aumentar la población.

Balanceada como está la populación americana, ya por el número, ya por las circunstancias, ya, en fin, por el irresistible imperio del espíritu, ¿por qué razón no se han de establecer nuevos gobiernos en esta mitad del mundo? ¿En Atenas no eran   —79→   los esclavos cuatro veces más que los ciudadanos? ¿Los campos de Esparta no los cultivaban los elotas?45 ¿En todo el Oriente, en toda la África, en parte de Europa el número de los hombres libres no ha sido inferior al de los siervos? Obsérvese además la diferencia que existe entre los cautivos de la antigüedad y los miserables trabajadores de la América; aquéllos eran prisioneros de guerra, acostumbrados al manejo de las armas, mercaderes y navegantes ricos, filósofos profundamente instruidos, que conocían sus derechos y todos sufrían impacientes las cadenas. Los modernos son de una raza salvaje, mantenidos en su rusticidad por la profesión a que se les aplica y degradados a la esfera de los brutos.

Lo que es, en mi opinión, realmente temible es la indiferencia con que la Europa ha mirado hasta hoy la lucha de la justicia contra la opresión, por temor de aumentar la anarquía; ésta es una instigación contra el orden, la prosperidad y los brillantes destinos que esperan a la América. El abandono en que se nos ha dejado es el motivo que puede, en algún tiempo, desesperar al partido independiente, hasta hacerlo proclamar máximas demagógicas para atraerse la aura popular; esta indiferencia, repito, es una causa inmediata que puede producir la subversión y que sin duda forzará al partido débil en algunas partes de la América a adoptar medidas, las más perniciosas, pero las más necesarias para la salvación de los americanos que actualmente se hallan comprometidos en la defensa de su patria, contra una persecución desconocida en todo otro país que la América española. La desesperación no escoge los medios que la sacan del peligro.

EL AMERICANO




ArribaAbajo- 20 -

Manifiesto de Bolívar a los pueblos de Venezuela fechado en el Cuartel General de Guayana el 5 de agosto de 1817, con fuertes críticas a la conducta del General Manuel Piar


  —80→  

MANIFIESTO DEL JEFE SUPREMO A LOS PUEBLOS DE VENEZUELA

Ciudadanos:

La más grande aflicción que puede sobrevenir al ánimo de un magistrado es aquella que lo obliga a emplear la espada de la justicia contra un ciudadano que fue benemérito de la patria.

Yo denuncio a la faz de la nación el crimen más atroz que ha podido cometer un hombre contra la sociedad, el gobierno y la patria. El General Piar es el autor execrable de este fatal delito. Colmado de los honores supremos de la milicia, de la consideración pública y de la confianza del Gobierno, nada quedaba a este ciudadano a que aspirar sino a la gloria de titularse bienhechor de la República. ¡Con qué horror, pues, no oiréis que este hombre tan favorecido de la fortuna haya pretendido sumergiros en el piélago espantoso de la anarquía! Sí, venezolanos, el General Piar ha formado una conjuración destructora del sistema de igualdad, libertad e independencia. Pero no os admiréis de esta monstruosidad de parte de un hombre cuya vida ha sido un tejido de conspiraciones, crímenes y violencias. Nacido en un país extraño, de una madre que tampoco es venezolana, y de un padre canario, ningún sentimiento de amor ha podido recibir al nacer, menos aún en el curso de su educación.

Erguido46 el General Piar de pertenecer a una familia noble de Tenerife47, negaba desde sus primeros años ¡¡¡qué horrible escándalo!!!, negaba conocer el infeliz seno que había llevado este aborto en sus entrañas. Tan nefando en su desnaturalizada ingratitud, ultrajaba a la misma madre de quien había recibido la vida por sólo el motivo de no ser aquella respetable mujer, del color claro que él había heredado de su padre. Quien no supo amar, respetar y servir a los autores de sus días, no podía someterse al deber de ciudadano y menos aún al más riguroso de todos: al militar.

Llevado por el General Mariño a la costa de Güiria en los años pasados, fue destinado a Maturín bajo las órdenes del Comandante Bernardo Bermúdez, que fue víctima de sus primeros ensayos de conspiración. Apenas había llegado a Maturín cuando sublevándose contra su inmediato jefe, lo prendió e indefenso lo arrojó hacia la parte que ocupaba el enemigo para que fuese indignamente sacrificado por los crueles españoles. El desdichado   —81→   Bermúdez marcó con su muerte el primer fratricidio del ambicioso Piar.

La inmortal ciudad de Maturín, que parecía estar destinada por la Providencia para ser la cuna del heroísmo venezolano, tuvo la gloria de vencer por tres veces, en otras tantas batallas, las bandas españolas de La Hoz y Monteverde. Los valerosos maturinenses, conducidos por su indomable espíritu y por un sentimiento irresistible de un patriotismo divino, elevaron su nombre al más alto grado de esplendor, dejando al de su intruso jefe en el seno de la obscuridad. La fama no fue injusta, pues supo distinguir el mérito de los soldados y la ingratitud del caudillo. Ni los rayos de la fortuna consiguieron ilustrar su espíritu en la carrera de la victoria. Maturín sepultó en sus llanuras tres ejércitos españoles, y Maturín quedó siempre expuesta a los mismos peligros que la amenazaban antes de sus triunfos. Tan estúpido era el jefe que la dirigía en sus operaciones militares.

El General Mariño, reconocido por jefe de la expedición de Oriente, fue a Maturín a inspeccionar aquellas valientes tropas. El General Piar, entonces ausente, había tramado antes de separarse un motín contra su jefe, que se habría logrado sin duda si el virtuoso General Rojas48 no hubiese cumplido con su deber en favor de la justicia y de la subordinación militar. La insurrección de Piar no tuvo efecto por la bella conducta del General Rojas.

En medio de las calamidades de la guerra, el italiano Bianchi se subleva contra las autoridades constituidas y se roba las últimas reliquias de la República. Logramos conducir a la Isla de Margarita a este infame pirata para hacernos justicia y aprovechar los únicos restos de nuestra expirante existencia. La fatalidad, entonces anexa a Venezuela, quiso que se hallase el General Piar en Margarita, donde no tenía mando y a donde había ido por salvar el fruto de sus depredaciones en Barcelona, y más aún por escapar de los peligros de la guerra que él hace sólo por enriquecerse a costa de la sangre de los infelices venezolanos. Una vez que ha hecho su botín, el valor le falta y la constancia le abandona. Díganlo los campos de Angostura y San Félix, donde su presencia fue tan nula como la del último tambor. El General Mariño y yo, jefes de la República, no pudimos desembarcar en Margarita porque el faccioso Piar se había apoderado de la fuerza y nos obligó a ponernos a la merced de un pirata más generoso   —82→   y más sumiso que él, aunque iguales en la rapacidad. Por entonces la patria sufrió todos los reveses que son notorios por la exclusiva traidora conducta de Piar.

De acuerdo con el General Ribas49 pensó en defender a Cumaná y aunque aquel General debía mandar por ser de mayor graduación sólo logró dividir la autoridad con Piar. Esta igualad no convenía aún a las miras ambiciosas de Piar, y desde luego conspiró contra su jefe y colega Ribas. Este, por evitar la guerra civil y quizás su propio exterminio, marchó a Maturín, y Cumaná fue la víctima de las pasiones de Piar. Su desdichada población pereció, como la emigración de Caracas y Barcelona, por obedecer a Piar que las forzó a encerrarse en aquella indefensa ciudad. ¡¡Víctimas desdichadas allí sepultadas!!, decid ¿quién os puso bajo la cuchilla de Boves?

Perdido el territorio que inútilmente Piar había pensado defender, se refugió en Güiria, donde mandaba el coronel Videau, quien tenía la autoridad suprema de aquel país por delegación del General Mariño. Aún no había pisado aquella ciudad cuando ya Piar intentaba destituir al jefe que la mandaba. Sus defensores, de acuerdo con Videau, se vieron obligados a expulsar a Piar para no ser envueltos en disensiones domésticas, a tiempo que el enemigo la estrechaba por todas partes. El objeto de Piar en aquel momento no era tanto defender a Güiria cuanto extraer los tesoros que había arrancado al General Ribas y habían sido hasta entonces religiosamente respetados, como vasos sagrados que pertenecían a las iglesias de Caracas. Mas Piar, tan avaro como sacrílego, intentaba convertir en su propio uso objetos consagrados a la Divinidad.

En la tercera época de la República el General Piar, a quien yo había perdonado todos sus atentados, viene conmigo a Carúpano. Allí a la faz de todos los extranjeros y nacionales dio el más escandaloso ejemplo de su venalidad. El descaro en robar los intereses de aquella ciudad ha sido tan público que nada se debe añadir para que sea manifiesto.

La División del General Gregor50, después de haber libertado a Barcelona, se somete a sus órdenes porque así lo exigía el orden de la milicia y porque él se jactaba de ser el primer apoyo del Gobierno. La batalla del Juncal, casi perdida por este General, fue un terrible desengaño para aquellos alucinados soldados que   —83→   creían tener en él un gran Capitán; pero su impericia y su cobardía se manifestaron allí de un modo incontestable. Ganada por el General Gregor y los otros subalternos que obraron arbitrariamente hallándose abandonados de su jefe y sin esperanzas de salvarse, ni aun siquiera se puso a la cabeza del ejército para perseguir los restos fugitivos, y el fruto de aquella victoria fue ninguno, como todas las que la fortuna le ha proporcionado.

La conducta del General Piar en esta provincia ha correspondido al curso de su vida: el más feroz despotismo ha sido su divisa. Mandar pasar por las armas a los jefes y oficiales más estimables; ponerlos en el afrentoso tormento de la soga; destituirlos sin autoridad y sin juicio. En fin, todos los actos del poder absoluto de un tirano.

Ninguna orden del Gobierno ejecutaba jamás: todas las miraba con el más ultrajante desprecio. Él se había abrogado las facultades de la autoridad suprema, y no se había proclamado por soberano de la República porque las fuerzas de su mando eran todavía demasiado débiles y la fortuna no le había sometido las ciudades de Guayana y Angostura.

En circunstancias tan urgentes yo vine al ejército para poner un término a su desenfrenado despotismo. El benemérito General Monagas, el Coronel Parejo, el Teniente Coronel Matos, el Teniente Coronel Infante, Subteniente Santarita, el cirujano Cervellón y el Secretario Melián, sin contar muchos otros que fueron ignominiosamente infamados, pueden deponer si el régimen del General Piar no es el de un sátrapa de Persia. ¡¡Cuántos horrores no hizo sufrir el General Piar a estos ilustres defensores de la República!! A mi presencia ha osado clavar un par de grillos, y sin juicio formal ha condenado a servir de soldado raso al Subteniente Arias. Espantado de tan atroz procedimiento, quise salvar la inocencia, las leyes y los derechos del ciudadano. Además, hice entender al General Piar que debía someterse a la autoridad del Gobierno y no obrar arbitrariamente como lo había hecho siempre. Este General, furioso como un frenético, medita entonces la subversión del Estado y la destrucción de sus hermanos. Para realizar tan negro designio pretexta enfermedad, pide encarecidamente un retiro temporal y toma un pasaporte para las colonias.

Calumniar al Gobierno de pretender cambiar la forma republicana en la tiránica; proclamar los principios odiosos de guerra de colores para destruir así la igualdad que desde el día glorioso   —84→   de nuestra insurrección hasta este momento ha sido nuestra base fundamental; instigar a la guerra civil; convidar a la anarquía; aconsejar el asesinato, el robo y el desorden, es en substancia lo que ha hecho Piar desde que obtuvo la licencia de retirarse del ejército que con tantas instancias había solicitado porque los medios estuvieran a su alcance.

Pruebas constantes e irrefragables de esta conjuración son las deposiciones de Generales, Comandantes, soldados y paisanos residentes en Angostura.

¿Qué pretende el General Piar en favor de los hombres de color? ¿la igualdad? No: ellos la tienen y la disfrutan en la más grande latitud que pueden desear. El General Piar mismo es una prueba irrevocable de esta igualdad. Su mérito es bien inferior a las recompensas que ha obtenido. Los más de los oficiales de Venezuela han combatido por la República más que Piar, y sin embargo ellos son subalternos, mientras que él está decorado del último grado de la milicia. Podríamos citar otros muchos generales, coroneles, comandantes y jefes de todas clases: pero no es justo mezclar los nombres de tan beneméritos ciudadanos con el de este monstruo.

El General Piar no desea la preponderancia de un color que él aborrece y que siempre ha despreciado como es constante por su conducta y documentos. El General Piar ha tenido como un timbre la genealogía de su padre, y ha llegado su impudencia hasta el punto de pretender no sólo ser noble sino aun descendiente de un Príncipe de Portugal (entre sus papeles existe este documento).

La imparcialidad del Gobierno de Venezuela ha sido siempre tal, desde que se estableció la República, que ningún ciudadano ha llegado a quejarse por injusticia hecha a él por el accidente de su cutis. Por el contrario, ¿cuáles han sido los principios del Congreso? ¿cuáles las leyes que ha publicado? ¿cuál la conducta de todos los magistrados de Venezuela? Antes de la revolución los blancos tenían opción a todos los destinos de la Monarquía, lograban la eminente dignidad de Ministros del Rey, y aun de Grandes de España. Por el talento, los méritos o la fortuna lo alcanzaban todo. Los pardos, degradados hasta la condición más humillante, estaban privados de todo. El estado santo del Sacerdocio les era prohibido: se podría decir que los españoles les habían cerrado hasta las puertas del cielo. La revolución les ha concedido todos los privilegios, todos los fueros, todas las ventajas.

  —85→  

¿Quiénes son los autores de esta revolución? ¿No son los blancos, los ricos, los títulos de Castilla y aun los jefes militares al servicio del Rey? ¿Qué principio han proclamado estos caudillos de la Revolución? Las actas del Gobierno de la República son monumentos eternos de justicia y liberalidad. ¿Qué ha reservado para sí la nobleza, el clero, la milicia? (Nada, nada, nada! Todo lo han renunciado en favor de la humanidad, de la naturaleza y de la justicia, que clamaban por la restauración de los sagrados derechos del hombre. Todo lo inicuo, todo lo bárbaro, todo lo odioso se ha abolido, y en su lugar tenemos la igualdad absoluta hasta en las costumbres domésticas. La libertad hasta de los esclavos, que antes formaban una propiedad de los mismos ciudadanos. La independencia en el más lato sentido de esta palabra substituida a cuantas dependencias antes nos encadenaban.

El General Piar, con su insensata y abominable conspiración, sólo ha pretendido una guerra de hermanos en que crueles asesinos degollasen al inocente niño, a la débil mujer, al trémulo anciano, por la inevitable causa de haber nacido de un color más o menos claro.

Venezolanos: ¿no os horrorizáis del cuadro sanguinario que os ofrece el nefando proyecto de Piar? Calificar de un delito el accidente casual que no se puede borrar ni evitar. El rostro, según Piar, es un delito y lleva consigo el decreto de vida o de muerte. Así ninguno sería inocente, pues que todos tienen un color que no se puede arrancar para substraerse de la mutua persecución.

Si jamás la guerra fratricida como lo desea Piar llegase a tener lugar en Venezuela, esta infeliz región no sería más que un vasto sepulcro donde irían a enterrarse en todas partes la virtud, la inocencia y el valor. El mundo horrorizado cargaría de execraciones a esta sanguinaria nación donde el furor sacrificaba a su saña todo lo que es sagrado aun para los mismos salvajes, la humildad y la naturaleza.

Pero no, venezolanos, vosotros no sufriréis que las últimas gotas de sangre que ha respetado el puñal de los asesinos de España, sean derramadas por vuestras propias manos. Vosotros sois incapaces de servir de instrumento a los furores de Piar. Vosotros lo conocéis, no ignoráis sus execrables designios, y vosotros, pues, lo perseguiréis, no sólo como un enemigo público, sino como un verdugo de su especie, sediento de su propia sangre.

El General Piar ha infringido las leyes, ha conspirado contra el sistema, ha desobedecido al gobierno, ha resistido la fuerza,   —86→   ha desertado del ejército y ha huido como un cobarde; así, pues, él se ha puesto fuera de la ley: su destrucción es un deber y su destructor un bienhechor.

Cuartel General de Guayana, agosto 5 de 1817. 7º.

BOLÍVAR




ArribaAbajo- 21 -

La Ley de Repartición de Bienes Nacionales entre los militares del Ejército Republicano, instrumento de proyección social dictado por el Libertador en Angostura el 10 de octubre de 1817


SIMÓN BOLÍVAR,

Jefe Supremo de la República, Capitán General de los Ejércitos de Venezuela y de Nueva Granada.

Considerando que el primer deber del Gobierno es recompensar los servicios de los virtuosos defensores de la República, que sacrificando generosamente sus vidas y propiedades por la libertad y felicidad de la patria, han sostenido y sostienen la desastrosa guerra de la Independencia, sin que ni ellos ni sus familiares tengan los medios de subsistencia; y considerando que existen en el territorio ocupado por las armas de la República, y en el que vamos a libertar, poseído hoy por los enemigos, multitud de propiedades de españoles y americanos realistas, que conforme al decreto y reglamento publicado en 3 de setiembre del presente año, deben secuestrarse y confiscarse, he venido en decretar y decreto lo siguiente:

ARTÍCULO 1º

Todos los bienes raíces e inmuebles, que con arreglo al citado decreto y reglamento, se han secuestrado y confiscado, o deben secuestrarse y confiscarse, y no se hayan enajenado ni puedan enajenarse a beneficio del erario nacional, serán repartidos y adjudicados a los generales, jefes, oficiales y soldados de la República, en los términos que abajo se expresarán.

  —87→  

ARTÍCULO 2º

Siendo los grados obtenidos en la campaña una prueba incontestable de los diferentes servicios hechos por cada uno de los individuos del ejército, la repartición de las propiedades, de que habla el Artículo antecedente, se hará con arreglo a ellos, a saber:

Al General en jefe 25.000 pesos
Al General de División 20.000 "
Al General de Brigada 15.000 "
Al Coronel 10.000 "
Al Teniente-Coronel 9.000 "
Al Mayor 8.000 "
Al Capitán 6.000 "
Al Teniente 4.000 "
Al Subteniente 3.000 "
Al Sargento primero y segundo 1.000 "
Al Cabo primero y segundo 700 "
Y al Soldado 500 "

ARTÍCULO 3º

Los oficiales, sargentos, cabos y soldados que obtuvieren ascensos posteriores a la repartición, tendrán derecho para reclamar el déficit que haya entre la cantidad que recibieron cuando ejercían el empleo anterior y la que les corresponde por el que últimamente se les hubiere conferido y ejerzan al tiempo de la última repartición.

ARTÍCULO 4º

Si hecho el cómputo del valor de las propiedades partibles, no alcanzare éste a cubrir todas las partes, el Gobierno ofrece suplir la falta con cualesquiera otros bienes nacionales y principalmente con las concesiones de terrenos baldíos.

ARTÍCULO 5º

Si antes o después de repartidas las propiedades, el Gobierno tuviere a bien premiar el valor, servicio o acción muy distinguida de un militar, podrá hacerlo cediéndole cualquiera de dichas propiedades, sin que en este caso esté obligado a consultar la graduación del agraciado ni la cantidad que se le concede.

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ARTÍCULO 6º

En el caso de que un militar haya merecido y alcanzado la gracia de que habla el Artículo precedente, no tendrá éste derecho a reclamar la parte que le asigna el Articulo 2º, si el valor de la propiedad que se le haya cedido es mayor del que se le señala a su grado.

ARTÍCULO 7º

Cuando las propiedades partibles sean de un valor más considerable que las cantidades asignadas a los diferentes grados, el Gobierno cuidará de que las particiones se hagan del modo más conforme a los intereses de todos, para lo cual podrán acomunarse o acompañarse muchos, y solicitar se les conceda tal finca.

ARTÍCULO 8º

La repartición se hará por una comisión especial, que se nombrará oportunamente, y que se sujetará para ello al reglamento que al intento se publicará.

ARTÍCULO 9º

El Gobierno se reserva la inmediata dirección de esta comisión.

Publíquese, comuníquese a quienes corresponda y diríjase copia al Estado Mayor para que se inserte en la orden del día, que se hará circular por todas las divisiones y cuerpos de ejército de la República para su satisfacción.

Dado, firmado de mi mano, sellado con el sello provisional de la República y refrendado por el infrascrito secretario del gobierno supremo en el cuartel general de Santo Tomás de la Nueva Guayana, a 10 de octubre de 1817.- 7º.

SIMÓN BOLÍVAR

J. G. Pérez

Secretario



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