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Domingo Faustino Sarmiento: Educación y exilio, 1811-1852

Natalio R. Botana





A medida que la experiencia histórica más reciente se va acumulando sobre aquel momento fundador de nuestra república, la política del conocimiento resplandece con luz propia. Para Sarmiento, la política del conocimiento debía ser partera de una sociedad del conocimiento. Tan fuerte fue este designio, a lo largo de su vida, que el poder y la libertad hacen las veces de medios privilegiados para alcanzar aquella meta. La sociedad del conocimiento se destacaba de este modo en el horizonte histórico como la gran utopía del porvenir. Pues el vínculo entre conocimiento, desarrollo material y libertades republicanas, por más duros y hostiles que fuesen los obstáculos a superar, abría las puertas para entrar resueltamente en un mundo nuevo. En una palabra: sin el conocimiento que pone en marcha en todos los ciudadanos el resorte de la creatividad, el progreso sería una idea vana, carente de significado humano. Ese mundo nuevo, cuyos destellos Sarmiento entreveía desde la oscuridad de nuestras discordias civiles, prefiguró el contrastante destino de la humanidad en los siglos XIX y XX: la guerra y las nuevas formas de despotismo, el duro esfuerzo por instaurar, según la bella expresión de Hannah Arendt, «el derecho a tener derechos», y el no menos ciclópeo trabajo de ofrecer a cada individuo y a la sociedad entera la ciencia y conciencia de sí mismos.

Domingo Faustino Sarmiento nació en San Juan el 15 de febrero de 1811, «el noveno mes después del 25 de mayo de 1810», como escribió años más tarde. En 1850, recordó Sarmiento a San Juan como «un lugar pequeño entre las agrestes faldas de la cordillera que tiemblan y braman en los raptos de su salvaje ternura». Aldea de tres mil almas, el San Juan del primer año de la Revolución conservaba los rasgos del antiguo régimen colonial. Como en un medallón, ese pueblo de casas de adobe y calles polvorientas reproducía en su seno la sociedad estamental que España había instalado en América.

Sin la magnificencia de México o Lima, y sin mostrar tampoco el tímido boato que se insinuaba en Buenos Aires o en Santiago de Chile, San Juan albergaba no obstante una estructura de distinciones y privilegios. La sociedad escindida entre la gente principal y el pueblo llano, la frugalidad de las costumbres, la estrechez urbana y la penuria de medios, quedaban de este modo en evidencia. Pero, eso sí, las propias exigencias de esa geografía introdujeron en San Juan la cultura agrícola.

Por otra parte, esa sociedad tradicional atesoraba la pureza de una manera de hablar que se transmitía espontáneamente en el hogar doméstico. Estas fueron las primeras impresiones del pequeño Domingo Faustino envueltas por el eco del pasado: su condición señorial en la pobreza, su linaje de conquistadores, colonizadores y cabildantes, la agricultura y la familia, feliz partera de lo que luego será su arma más poderosa: el lenguaje.

Describió Sarmiento con ternura la casa donde vivió hasta convertirla en un hogar digno de las virtudes antiguas: austeridad, trabajo, disciplina cordial. La familia, por su lado, le sirvió de guía para encontrar ejemplos, algunos manifiestos y otros ocultos. En el escenario de la infancia el primer plano está ocupado por su madre, Paula Albarracín, modelo de una existencia construida sobre el deber y el cuidado de las tradiciones; atrás, en un ambiente más tormentoso, estaba su padre, José Clemente Sarmiento, inconstante heredero de las zozobras revolucionarias, sin oficio ni profesión, imbuido de una locura patriótica probada en la cuesta de Chacabuco y en los entreveros de la guerra civil.

Orden doméstico y turbulencia pública. Sus parientes, entre los cuales sobresalían los ilustrados Domingo y José de Oro, le abrieron las puertas de la educación, a lo que muy pronto se sumó la oportunidad de asistir a una Escuela de la Patria instalada en San Juan al calor de los días de Mayo. Esto acontecía en 1816, el año de la Independencia, cuando el sanjuanino Narciso Laprida presidía el Congreso de Tucumán.

En la década siguiente Sarmiento sufrió una frustración que lo marcaría por el resto de su vida. No pudo obtener una beca para estudiar en la ciudad de Rivadavia, en el Colegio de Ciencias Morales de Buenos Aires al que concurrió Alberdi. Desde ese momento siempre se consideró un autodidacta: «Yo soy -dijo a Benjamín Gould, el astrónomo norteamericano que trajo a la Argentina durante su presidencia para instalar el observatorio de Córdoba- uno de esos condenados a ser lego toda mi vida, no obstante que mi oficio es hacer enmiendas en las constituciones hechas por los doctores».

Entre tanto, luego del interregno del gobierno unitario de Salvador María del Carril, San Juan comenzaba a padecer los primeros espasmos de la anarquía abierta en el año veinte. En 1826 Sarmiento templó por primera vez su vocación de educador en un pueblito de San Luis, San Francisco del Monte, en compañía de su maestro José de Oro. Comenzó entonces a leer con voracidad y, en esa adolescencia ubicada entre la tierra agreste y el mostrador de una casa de comercio, tal vez haya experimentado Sarmiento dos cosas aún vivientes en sus recuerdos de vejez.

Primero, la curiosidad entusiasta, el apetito insaciable por aprender y enseñar. Sarmiento recorría biografías y descubría personajes: a Cicerón por medio de Middleton, a Franklin, a Paine, a Rousseau y a Feijóo, «Fue mi cuerda desde niño -escribió en 1887- el entusiasmo exhuberante y todavía se derrama en mi alma, no obstante los años, esta generosa espuma de la vieja cerveza».

Segunda experiencia: el hiriente impacto de lo que años después llamará la barbarie. La influencia de Juan Facundo Quiroga se hizo sentir en San Juan hacia 1827. En ese año Sarmiento presenció el espectáculo de esa nueva fuerza social entrando en son de conquista en la ciudad. Así, al menos, lo consigna este recuerdo de 1884:

«Habían montado en briosos corceles, tomados de los prados artificiales; y entonces usaban, para guarecerse en los llanos de los montes de garabato, enormes guardamontes, que son dos recios parapetos de cuero crudo, a fin de salvar sus piernas y aún la cabeza del contacto de sus espinas de dos cabezas, como dardo de flecha. El ruido de estos aparatos es imponente, y el encuentro y choque de muchos como el de escudos y armas en el combate. Los caballos briosos, y acaso más domesticados que sus caballeros, se espantaban de aquellos ruidos y encuentros extraños, y en calles sin empedrar, veíamos los espectadores avanzar una nube de denso polvo, preñada de rumores, de gritos, de blasfemias y carcajadas, apareciendo de vez en cuando caras más empolvadas aún, entre greñas y harapos y casi sin cuerpo, pues que los guardamontes les servían de ancha base, como si hubiera también querubines de demonios medio centauros. He aquí mi versión del camino de Damasco, de la libertad y de la civilización. Todo el mal de mi país se reveló de improviso entonces: ¡la Barbarie!».



En rigor, este fenómeno, acaso incontenible en ese momento, representaba a una de las tantas facciones que combatían por el predominio en el viejo teatro del Virreinato del Río de la Plata. La guerra civil parecía invalidarlo todo, hasta el punto de arrastrar consigo al propio Sarmiento que, hacia el fin de los años veinte, se incorporó a los ejércitos unitarios de Nicolás Vega y José María Paz. Esta experiencia fue tan entusiasta como las anteriores, porque si bien el Sarmiento de la vejez juzgaba la barbarie al modo de un historiador que observa un hecho del pasado, el Sarmiento cuarentón de Recuerdos de provincia, testigo más próximo de sus pasiones juveniles, presenta una pintura muy diferente: «Era el primero en las guerrillas y a medianoche el tiroteo lejano me hacía despertar, escabullirme y lanzarme por calles desconocidas, guiándome por los fogonazos hasta el teatro de la escaramuza, para gritar, para meter bulla y azuzar el tiroteo».

Sarmiento era parte del juego; de un juego sin duda violento, que sin embargo estaba mediado por los intereses familiares envueltos en la lucha. La violencia desatada era una mezcla de guerra aristocrática entre las familias principales, condimentada con los nuevos actores que convocaban la Revolución y las guerras de la Independencia. Sarmiento vivió esos años prisionero de esa trama. Cruzó derrotado la cordillera, se estableció en Chile hasta 1836 (período en que nació su hija Ana Faustina) y regresó luego a San Juan con la aprobación del gobernador federal Nazario Benavídez. Despuntaba en el país de Cuyo el régimen de la confederación rosista, lo que no impidió que en menos de un lustro Sarmiento fundase el periódico El Zonda (del cual se publicaron seis números dirigidos a no más de cincuenta lectores), echara las bases de un pensionado católico de señoritas con plan de estudios y reglamento de disciplina y, gracias a la ayuda de Antonino Aberastáin y Manuel Quiroga Rosas, emprendiese con fruición la lectura del pensamiento francés de la Restauración y de la Monarquía de Julio.

Este fue un hallazgo crucial pues esos enfoques teóricos, nacidos del colapso de la Revolución y del primer Imperio en Francia, fijaron un punto de vista radicalmente innovador. El itinerario que va de François Guizot a Alexis de Tocqueville, de Victor Cousin a Lerminier, de los primeros historiadores de la Revolución a Lamartine y Louis Blanc, y de Saint-Simon a Pierre Leroux, se trasladó por las vueltas de las ideas a un espacio lejano y acaso semejante en un aspecto: la revolución, en efecto, abría un conflicto político y social que generaba nuevas explicaciones afincadas en la realidad sociológica.

Para Guizot, los principios que la revolución había enfrentado -la monarquía y la república- no sólo se entendían por representar formas de gobierno antagónicas, sino por expresar clases y movimientos sociales opuestos. Para Tocqueville, que prosiguió esta averiguación cuando viajó a los Estados Unidos y publicó el primer volumen de La democracia en América en 1835, la raíz última de la igualdad, principal emblema de la Revolución, no descansaba tan sólo en las normas jurídicas derivadas de las declaraciones de derechos, sino en la pasión dominante de una sociedad democrática en ascenso que dejaba atrás en la historia a la sociedad aristocrática.

Formas de gobierno y tipos de sociedad: con este bagaje adquirido en medio de la faena periodística, de la enseñanza y de la protesta pública unida a la conspiración contra Benavídez, Sarmiento volvió al exilio en Chile en 1840. Cruzó otra vez la cordillera y atribuyó erróneamente a Fortoul la sentencia on ne tue point les idées que escribió sobre una pared; pero de una cosa estaba seguro y de ello no se equivocaba: ya se veía a sí mismo como un hombre de ideas.

Cuando Sarmiento llegó a Santiago de Chile, en 1840, ya hacía casi diez años que funcionaba allí un régimen republicano impuesto por el grupo conservador o pelucón. Era el tiempo en que la «república portaliana» (denominada más tarde de este modo en homenaje a su impulsor, Diego Portales, asesinado en Quillota en 1837) entraba en un período de relativa estabilidad. El principio fundante de esta forma de gobierno era sin duda original: se trataba de una transacción con el pasado, de un prudente armisticio entre la libertad y el orden. En un escrito de 1822, Portales había recomendado para Chile un «gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes. Cuando se hayan moralizado -concluía- venga el gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos».

Este principio de legitimidad adaptado a las circunstancias se tradujo en un régimen mixto, entre autoritario y liberal, basado en una constitución escrita que se dictó en 1833, en la centralización administrativa, en la rotación de los presidentes en el ejercicio del poder ejecutivo con períodos de cinco años y una sola reelección, y en el estricto control que los gobiernos ejercían sobre el proceso electoral. Dos arbotantes sostenían este sistema sencillo: el carácter aparentemente representativo, popular y limitado de la soberanía, y el poder ejecutivo que se armaba, si la ocasión lo exigía, con el recurso del estado de sitio y de las facultades extraordinarias. Apoyados en este dispositivo institucional, tres presidentes se sucedieron pacíficamente durante tres decenios. En la década del treinta gobernó Joaquín Prieto, en la del cuarenta, Manuel Bulnes y en la del cincuenta, Manuel Montt.

En la ciudad de Santiago de Chile, que ya se empinaba sobre los 80 000 habitantes, Sarmiento comenzó a entender -y lo hizo muy rápido- el significado de una república con asiento en el poder institucionalizado y en el orden político que de dicho sistema derivaba. Los años de San Juan fueron para él la contracara de esta situación. La imagen del orden republicano estaba en los libros, en el espejo lejano de los Estados Unidos y en las bondades de la vida doméstica (que evocaban para él las virtudes de la Roma republicana), pero se apagaba irremediablemente en el terreno de lo público. En su lugar campeaba la guerra, partera de poderes fragmentarios, dispersos, que se encarnaban luego del combate en caudillos tan represores como paternalistas. Las provincias del Plata habían pactado bajo la égida de Rosas este régimen descentralizado, de rasgos feudales, que daba fe del origen etimológico de la palabra federación.

El poder institucionalizado, aunque severo y fuerte, era otra cosa que sobre todo permitía, o por lo menos consentía con mayor holgura, que las ideas y opiniones circularan en periódicos y hasta ocupasen un lugar preeminente en los estrados universitarios. En Chile había prensa escrita abundante en relación con San Juan, una universidad en donde el venezolano Andrés Bello había encontrado al fin su debida posición y ministros ilustrados dispuestos a desarrollar la instrucción primaria. El marco estaba pues trazado y sólo faltaba que Sarmiento entrara en él con su propio argumento. No tardó en hacerlo, sirviendo con fidelidad amistosa al ministro de Instrucción Pública del presidente Bulnes, Manuel Montt, entregando a manos llenas artículos periodísticos desde 1841 en numerosos diarios duraderos u ocasionales que a veces dirigía, incorporándose a la Facultad de Humanidades, conduciendo la Escuela Normal de Santiago y publicando varios textos pedagógicos, entre otros la Memoria sobre ortografía americana y el Método de lectura gradual.

En Chile estalló su talento periodístico. Un talento contradictorio que resonaba con notas de iracunda independencia mientras acataba las reglas sobreentendidas de un letrado al servicio de los poderes constituidos. Como en la república que lo había acogido, en Sarmiento convivían dos espíritus en pugna: cuando escribía era liberal; cuando actuaba y adhería a la política establecida era conservador. Pero esa convivencia plagada de tensiones no le impidió aprovechar cuanta oportunidad se presentaba para probar lanzas en el debate. Sarmiento esculpió a golpes de artículos su condición de polemista. Se presentó de este modo como un letrado de nuevo cuño para quien el arte del ataque al adversario se combinaba con la atención del observador que registra costumbres, experiencias comparadas y usos sociales. La sociedad chilena pasó por su criba, al paso de una seguidilla de polémicas que tocaron objetivos dispares. Disputó acerca del uso del lenguaje escrito con Andrés Bello escudándose en el anonimato, enfrentó a la Revista Católica y, naturalmente, disparó contra el régimen rosista que respondió a los dardos enviando a Chile la misión diplomática de Baldomero García (allí, como secretario de la misma, comenzó su larga carrera política Bernardo de Irigoyen). Sarmiento se había convertido en un combatiente del exilio, conocido y execrado en Buenos Aires, que se destacaba en la comunidad de «proscriptos de nuestra época», así él la llamaba, integrada por Nicolás Rodríguez Peña y Gregorio Las Heras, y por la generación más reciente representada, entre otros, por Vicente Fidel López, Bartolomé Mitre, Juan B. Alberdi y Carlos Tejedor.

La polémica fue para Sarmiento un campo de ensayo que no rehuía el análisis teórico en torno a lo social y a lo político, ni tampoco la percepción de una «historia profunda» (la expresión es de José Luis Romero) que descendía hacía los estratos más ignorados de una sociedad en mutación. Este saber nacido de la fusión literaria que se operaba entre piezas teóricas dispares, lecturas en montón e historias leídas o recibidas por tradición oral, se plasmó en un texto lanzado en 1845 desde las páginas de El Progreso en forma de folletín titulado Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga.

Para Sarmiento, Facundo fue «un libro extraño, sin pies ni cabeza, informe, verdadero fragmento de peñasco que se lanzan a la cabeza los titanes». Para sus contemporáneos, y para quienes siguieron su huella durante siglo y medio con propósito retórico o académico, Facundo fue una proeza literaria, histórica, política y sociológica. En 1845, Sarmiento padecía una «exasperación [que] tocó en el delirio», según dice en Recuerdos de provincia. Dos años antes había publicado Mi defensa para mostrar quién era y de dónde venía. Facundo significó entonces una doble catarsis: la del escritor que lidia con sus propios espectros, y la del hombre público que, como Michelet, interroga al enigma de la revolución. Por eso, cada entrega del folletín amojonó el viaje interior de sus ideas en dialogo con «las convulsiones» que desgarraban a su país.

El título de la obra planteó una interpretación dualista de la realidad que, según el criterio de la filosofía ecléctica expuesta al modo de Cousin y Guizot, debía resolverse en una síntesis superadora. Civilización y barbarie, es decir, dos mundos opuestos -el de las ciudades argentinas y el de la campaña hostil que las circunda- que, al ritmo de la revolución y de la guerra, se entrelazan y van creando nuevas realidades. La capacidad de este punto de vista para interpretar aquella primitiva circunstancia no radica tanto en la habilidad para trasladar el mito romántico de la barbarie al desierto argentino, sino en la sensibilidad para poner de manifiesto la presencia de unos actores ignorados y, a la vez, temibles. Ellos, los caudillos de la barbarie, impugnan la sociedad establecida del patriciado urbano. La revolución despierta pues una historia secreta: es, al cabo, la revelación del otro.

Si desagregamos sus componentes, en el relato de Sarmiento la revolución se desdobla en dos etapas. La primera es hija de las ciudades que heredaron el orden colonial; la segunda etapa, en cambio, sepulta esos ensayos de civilización y pone en movimiento a la sociedad rural. Los próceres de la Independencia y los legisladores unitarios figuran en la primera fase y los caudillos del talante de Quiroga en la segunda; ambos, entre exilio y asesinatos, serán destruidos por la tiranía urbana que Rosas instaura en Buenos Aires.

De este modo la prosa del Facundo, que había paseado al lector por la geografía, costumbres, tipos humanos y procesos sociales y políticos de aquella Argentina en formación, concluye con una paradoja: Rosas, en efecto, no hace más que repetir a orillas del Plata la vieja historia del despotismo animada por el terror recíproco y la administración del mal. Pero ese despotismo, «sistema, efecto y fin» de lo que para el caudillismo montonero era sólo instinto e iniciación, representa el rol de aquel que, practicando el vicio, genera sin quererlo la oportunidad de recrear alguna virtud.

Según consigna Sarmiento, «la autoridad se funda en el asentimiento indeliberado que una nación da a un hecho permanente». En la Argentina de 1845, ese «poderoso instrumento de la Providencia» que se llamaba Rosas había reducido todos los poderes, viejos y nuevos, a una unidad política antes inexistente. La unidad, el «asentimiento indeliberado» del que Chile ya daba muestras fehacientes, estaba pues en vías de producirse y sólo estaba de más el tirano; o como Sarmiento acaso hubiese leído en las páginas de El Federalista de la mano de Madison: para limitar el poder es necesario que el poder exista.

Esta definición de la autoridad poco tenía que ver con la idea de que el poder legítimo descansa sobre un pacto entre ciudadanos libres. Sarmiento desechó esta vieja convención democrática tratando con sorna a los periódicos liberales que la defendían en Chile. El Facundo, en cambio, pretendía echar una base más realista que aquellos paradigmas expuestos por los unitarios en décadas anteriores. Debido a que la unificación del poder en la Argentina era fruto de un proceso histórico, la constitución liberal que debía adoptarse una vez derrotada la tiranía no giraba en el vacío ni tampoco podía sufrir los achaques de un insanable utopismo. Sentada la condición necesaria del poder, la Argentina estaba madura para recibir una política transformadora de su sociedad civil: he aquí el programa del Facundo.

Programa acaso incompleto. El paciente cuidado del ministro Montt con su asesor y amigo, ayudó a que Sarmiento emprendiese hacia fines del mismo año, en octubre de 1845, un viaje por Europa, África y América del Norte para estudiar por encargo del gobierno chileno los sistemas de educación y las políticas inmigratorias. Fue una ocasión propicia. Este viaje en busca de la realidad de una civilización presentida en sus lecturas e imaginación, puso a disposición de Sarmiento otro cartabón para medir la bondad de aquel programa.

Las observaciones de Sarmiento quedaron registradas en una serie de cartas. Reunidas más tarde en dos volúmenes publicados entre 1849 y 1851 (Viajes por Europa, África y América, 1845-1847), la crónica de sus andanzas recogió en primer lugar un juicio crítico dirigido a la política y sociedad de la vieja Europa, en Francia, España, Italia, Suiza y Prusia. Aunque buscó el reconocimiento literario del Facundo (el cual no tardó en llegar merced a una nota de la Revue des Deux Mondes), Sarmiento no pudo soportar la maltrecha legitimidad de esos regímenes que no lograban saldar el conflicto abierto hacia fines del siglo XVIII entre tradición y modernidad.

Francia asistía a la agonía del régimen censitario de la Monarquía de Julio, y para completar los desencantos, el gobierno de Guizot -su ahora lejano mentor- apoyaba a Rosas. España mostraba abiertamente penosos signos de declinación y las ciudades italianas eran un museo del pasado. Prusia sólo ofrecía una lección burocrática acerca de cómo administrar la educación pública, y Suiza desfiguraba el espíritu republicano con un particularismo pertinaz.

Ejemplar por muchos motivos, esa cultura europea estaba sin embargo cuestionada por la desigualdad. Una desigualdad paradójica que impulsaba a la población a buscar nuevos horizontes y emigrar, fecundando con ello otras civilizaciones emergentes. Sarmiento estaba sin duda insatisfecho; pero esa sed por encontrar el suplemento de progreso que a Europa le faltaba comenzó a saciarse una vez que tocó tierra en los Estados Unidos. Igual que Tocqueville, a quien pretendió emular en Facundo pero no encontró ni visitó en Francia, y a la vera de Cooper y Bancroft, la experiencia americana del norte se abría hacia un porvenir posible capaz de conjugar la libertad y la igualdad con la ciencia y la educación.

Ante todo, los Estados Unidos eran para Sarmiento una sociedad en movimiento, una república representativa cuya base popular no dejaba de ensancharse, que reproducía, pese a la lacra de la esclavitud, el primitivo convenio fundador de los peregrinos de Nueva Inglaterra. Estas formas contractuales, muy diferentes de los ensayos ilusorios que había criticado en Facundo, tenían asidero en la política y en la sociedad. Recreaban un asociacionismo cívico y social, desbrozaban territorios vírgenes, erigían municipios con iglesias, periódicos y escuelas, y organizaban empresas que ofrecían al público numerosos productos. Los Estados Unidos estaban surcados por vapores, ferrocarriles y la red invisible del mercado; la publicidad llevaba los productos del ingenio humano hasta el confín de un territorio, en el cual las poblaciones indígenas eran acorraladas o aniquiladas; y todo ese proceso espontáneo, de arrogante conquista de la naturaleza, estaba coronado por escuelas públicas, forjadas gracias a los beneficios de la legislación, que transmitían los principios básicos de la instrucción popular.

Los datos consignados con minucia se amalgamaban con la representación construida en su mente. Sarmiento descubrió en los Estados Unidos una cultura de pioneros y educadores como Horace Mann, en donde los principios teóricos del conocimiento rompían el encasillamiento propio de una sociedad aristocrática a la europea y distribuían a manos llenas racionalidad práctica, invenciones y utensilios tecnológicos. Se dejó deslumbrar por el tamaño de los hoteles, por la calidad de una monocorde manera de vestir, por la independencia de la mujer soltera y hasta soportó a diente firme una alimentación tan abundante como poco apetitosa (antes también lo había hecho en una Argelia sometida según él al feliz influjo del colonialismo). Sobre todo, ese «disparate» sin referencia conocida roturaba el camino convergente entre la república como forma de gobierno y la democracia como forma de sociedad.

De regreso a Chile, Sarmiento entregó en 1848 su informe al ministro del ramo (incorporado un año después al libro De la educación popular), en el cual, inspirado en Horace Mann y en la necesidad de establecer un impuesto al efecto, fijó la orientación educativa y cívica que debía tener la instrucción pública, y casó con Benita Agustina Martínez, viuda con un hijo a quien Sarmiento, posiblemente su padre, dio su apellido. Se instaló en la propiedad que esta señora tenía en Yungay, prosiguió la campaña contra Rosas, fundó el periódico La Crónica en apoyo a la candidatura presidencial de Montt (quién sería electo en 1851) y dio a conocer en 1850 dos obras que rematan sus años más creativos en materia intelectual. Recuerdos de provincia fue para él una suerte de resurrección de la memoria para defender su fama en el combate contra Rosas; Argirópolis o la capital de los Estados Confederados del Río de la Plata, editada sin nombre del autor, fue el primer ensayo de legislación en el que Sarmiento expuso en forma sistemática los objetivos a que debía tender una posible organización constitucional de los argentinos con la isla Martín García como capital. La constitución en ciernes debía respetar la historia, pactar la concordia interior en el vasto escenario de la cuenca del Plata, vaciarse en el molde federal de la Constitución norteamericana y favorecer la inmigración y la inversión de capitales.

¿Pudo acaso Sarmiento suponer, cuando escribió Argirópolis, que en muy poco tiempo la confederación rosista entraría en crisis? En 1851 había cumplido 40 años y ya representaba con creces su papel en Chile: pensaba y polemizaba sobre política, sociedad, historia y educación acodado a un régimen que, en última instancia, le resultaba ajeno. Al comienzo de ese año Sarmiento fundó otro periódico -Sudamérica- y defendió el naciente gobierno de Montt frente a una rebelión armada. Pero faltaba la oportunidad para lanzar su carrera hacia el poder en tierra argentina. La fortuna sopló en el mes de mayo con el pronunciamiento de Urquiza. No tardó en trasladarse al Plata junto con Mitre, y en noviembre se puso a disposición del gobernador de Entre Ríos en Gualeguaychú.

Durante un par de meses, hasta Caseros, fue boletinero del Ejército Grande con el grado de teniente coronel (tarea que recogió posteriormente en su libro de 1852 Campaña en el Ejército Grande Aliado de Sud América). Ostentaba en aquella canícula del litoral argentino, como escribió en ese libro, «una severidad de equipo estrictamente europea». Lo suyo, decía, era una «protesta contra el espíritu gauchesco»: usaba levita abotonada, quepis francés y pesada capa de goma por si caía algún chaparrón de verano. Con esas galas, que preanunciaban su intención de montar en la Argentina un ejército moderno, descubrió la pampa, cabalgó sobre ella, entró luego de Caseros en la casa de Rosas en Palermo y conoció Buenos Aires.





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