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Domingo Faustino Sarmiento: El orden republicano, 1852-1874

Natalio R. Botana





Las relaciones de Sarmiento con el vencedor de Caseros no tardaron en complicarse. Sarmiento veía en Urquiza un conservador a destiempo que, si bien quería establecer en el país una constitución de corte republicano y federal, estaba decidido a rehacer los viejos arreglos entre gobernadores de la ya derrotada confederación rosista. A Urquiza, por su parte, le costaba entender -y soportar- la pasión con que el ex boletinero embestía sin vueltas ni engaño a los gobernadores complicados con el viejo orden y firmantes luego del Pacto de San Nicolás («ese no hiere por la espalda», decía Urquiza de Sarmiento).

No hubo arreglo aunque sí dudas personales acerca de si convenía permanecer en Buenos Aires. Lo cierto es que Sarmiento emprendió el regreso a Chile por Río de Janeiro a fines de febrero de 1852. Montt ya era presidente y la familia estaba congregada en Yungay con su mujer, su madre, Dominguito y Ana Faustina, que había casado con el impresor Jules Belin y le daba sus primeros nietos. La situación en Chile no podía ser más favorable. Director del Monitor de las escuelas primarias y organizador de la primera red de bibliotecas populares, Sarmiento prosiguió allí su labor de publicista y dio a conocer en 1853 la Memoria enviada al Instituto Histórico de Francia sobre la situación de las repúblicas sudamericanas a mediados de siglo; pero ese ambiente y la invitación de Montt para obtener la nacionalidad chilena que rechazó, aumentaban su desazón y malestar psíquico. «No soporto hacer el Cincinato», confesó a Mitre ese mismo año. ¿Qué había pasado en un lapso tan breve?

Cuando la legislatura de Buenos Aires rechazó el Pacto de San Nicolás en junio de 1852, el territorio argentino quedó de nuevo fracturado. Caseros no fue en este sentido prolegómeno de un consenso asegurado por el interior y Buenos Aires, sino preámbulo de otra guerra civil. Este conflicto, jalonado durante nueve años por bloqueos y batallas, tuvo sin embargo un ingrediente desconocido en períodos anteriores porque dio cauce a un proceso constituyente. La contienda armada, dominante en el país durante más de treinta años, cambió pues de sentido. Entre 1853, en que se dictó la Constitución Nacional en Santa Fe, y 1860, en que Mitre como gobernador de Buenos Aires juró esa ley fundamental reformada por una convención representativa de todas las provincias, se desenvolvió una etapa caracterizada por el afán de predominio de los sectores involucrados y por las polémicas que buscaban discernir el significado y legitimidad de ese proyecto constitucional.

Sarmiento entró de lleno en este debate desde Chile enfrentando a su camarada de exilio Juan Bautista Alberdi. Juntos desataron sus pasiones en una controversia que sumó argumentos, publicaciones e invectivas. Alberdi respondió a la disidencia de Sarmiento con el régimen urquicista -expuesta en Campaña en el Ejército Grande...- en un folleto titulado Cartas sobre la prensa y la política militante en la República Argentina (llamadas también, por el lugar desde donde fueron escritas, Cartas quillotanas). Sarmiento replicó con Las ciento y una y Alberdi a su vez con Complicidad de la prensa en las guerras civiles de la República Argentina. Posteriormente, ya sancionada la Constitución de 1853, Sarmiento dio a conocer los Comentarios de la Constitución de la Confederación Argentina, que resumían con más serenidad las razones difundidas en ese acalorado debate.

Era obvio que Alberdi había tomado partido en favor de Urquiza, mientras Sarmiento todavía cavilaba acerca del camino a seguir. En cambio, no había ambigüedad alguna en las ideas constitucionales que Sarmiento esgrimía en contrapunto con Alberdi. Más centralizador y mucho más atento al pacto histórico de raigambre conservadora que trasuntaba la Constitución de Santa Fe, Alberdi tuvo que disputar con un Sarmiento resueltamente identificado con el constitucionalismo norteamericano. No era el Sarmiento del Facundo quien polemizaba con Alberdi sino el viajero entusiasmado con los Estados Unidos, aplicado expositor en este caso de los comentarios de Story y Marshall acerca de la Constitución de Filadelfia y sus enmiendas.

Esta perspectiva delineó un programa constitucional basado en un trasplante liso y llano de la jurisprudencia norteamericana. Como escribió en los Comentarios de la Constitución..., «la práctica norteamericana [debía ser] regla, y las decisiones de sus tribunales federales antecedentes y norma de los nuestros». El federalismo más puro, según la vertiente de la teoría constitucional desarrollada en los Estados Unidos, ocupaba entonces el primer lugar en la agenda pública frente al modelo de unificación del poder en torno a los presidentes y gobernadores que recomendaba Alberdi. Ante tanto espesor tradicionalista, típico de la visión política de Alberdi en aquellos años (y no de su pensamiento económico y social, sin duda más progresista), Sarmiento parecía ubicarse fuera de la historia, en un estado intermedio entre la imitación y la utopía.

Empero, no conviene adelantar conclusiones apresuradas. En el fondo Sarmiento se colocaba también en una posición estratégica que perseguía rediseñar el trazado de las provincias e impulsar un régimen electoral basado en los comicios uninominales por circunscripciones (temperamento que defendió hasta el fin de sus días). De todos estos nuevos resortes institucionales, el más importante era el municipio. En esos agrupamientos de individuos, casas y cosas en relación al suelo, donde se aprende a través del conocimiento práctico a ejercer la virtud del buen gobierno y «el bien o el mal es común» a los vecinos convertidos en ciudadanos, Sarmiento creyó encontrar la matriz del desarrollo democrático en la Argentina.

Al año siguiente, en 1854, Sarmiento fue elegido diputado a la legislatura del Estado de Buenos Aires (tal la denominación que se había dado la provincia separada en una constitución dictada ese mismo año) y rechazó la designación de diputado por Tucumán en el Congreso con asiento en Paraná. Intentó entrar al país por San Juan y por fin, en 1855, pudo regresar a Buenos Aires por Mendoza y Santa Fe.

La decisión fue terminante: Sarmiento tomó partido en la guerra civil al lado de Mitre. Llegó por segunda vez a un Buenos Aires, según él, mucho más igualitario y abierto que Santiago de Chile, tomó posesión de la ciudad y descubrió en el delta del Paraná un paisaje que invadió su imaginación, nacida en tierra seca, con verde y con agua. En aquellos años, la política de Buenos Aires, dueña de los recursos fiscales de la aduana y de un banco emisor, se desplegó en una atmósfera de incipiente republicanismo. El lenguaje republicano, cuyo rastro era también visible en la etapa rosista, impregnó con nuevos bríos la retórica y los discursos; la prensa escrita sirvió de vehículo para exponer argumentos y organizar facciones de diverso linaje. Ese teatro en cierto modo contradictorio, entre belicoso y pacífico, a mitad aventurero y a mitad constructivo, ofreció a Sarmiento una escenografía adecuada para hacer valer su presencia.

Asumió de inmediato la dirección de El Nacional, un hogar periodístico que conservará durante muchos años, publicó una memoria sobre Educación común presentada al Consejo Universitario de Chile, complementaria de Educación popular, trajinó con la responsabilidad del gobierno y recorrió el espinel de las funciones legislativas y ejecutivas. Sarmiento acumuló cargos: fue diputado, senador, concejal de la ciudad, jefe del Departamento de Escuelas, convencional en la convención examinadora de la Constitución nacional y en la convención que de inmediato se reunió en Santa Fe, y ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores del Estado de Buenos Aires.

En medio de esta actividad, Sarmiento siguió calibrando un estilo que ya había puesto a prueba durante su experiencia en Chile. A la pasión polémica que lo arrastraba a participar en cuanto enfrentamiento periodístico se presentaba, sumó un agudo sentido político para transar y pactar coaliciones circunstanciales. Usó con tal propósito el periodismo y las funciones en el gobierno o en la legislatura, pero reorientó esos recursos políticos hacia metas más progresistas que las que había entrevisto en la república portaliana. Con este horizonte en mira, Sarmiento defendió la ciudadanía en el plano institucional, la educación pública en el orden cultural y la transformación agraria en el campo social.

A la manera de un catecismo de instrucción básica, Sarmiento propuso, en la Memoria enviada al Instituto Histórico de Francia, esta combinación posible entre el republicanismo clásico, anclado en la vita activa del ciudadano, y el republicanismo liberal basado en los derechos individuales y el régimen representativo: «El hombre. -¿Cómo es ciudadano? La tierra. -¿Cómo es distribuida? La sociedad. -¿Cómo se educa y se eleva? La Constitución. -¿Cómo es defendida contra las violaciones? Los derechos. -¿Cuáles son superiores a la voluntad humana y, por tanto, no materia de legislación?».

La idea de ciudadanía estaba vinculada con el fuerte componente de extranjeros que tenía Buenos Aires. En las antípodas de Alberdi, Sarmiento juzgaba que la república estaría renga de una pata mientras esa masa de habitantes no adquiriese carta de ciudadanía y no sostuviera, si fuese preciso con armas en la mano, la comunidad política que la había acogido. Pretendía con ello crear «una amalgama íntima entre los descendientes de los colonos antiguos y los nuevos arribantes». En los hechos esta prédica tuvo resultados ambiguos que, como veremos más adelante, se prolongaron hasta el ocaso de su carrera pública: el extranjero intervenía en la vida política por medio de manifestaciones, desfiles, grupos de interés y expresiones periodísticas, pero era mucho más remiso para tomar carta de ciudadanía y participar en el régimen representativo.

Tan seductores como los anteriores fueron para él los proyectos de transformación agraria. En este punto Sarmiento fue un discípulo lejano de Jefferson, guiado por la convicción de que la agricultura estaba entrañablemente ligada con la civilización republicana. El oficio de agricultor conformaba la reserva de virtud más genuina para abastecer una república con bienes materiales y espirituales, para colmar ese espacio con abundancia de productos y con ciudadanos autosuficientes. En el Plata, éste era una suerte de mundo feliz en prospectiva al cual hostigaba el pasado criollo de la barbarie ganadera. Insolente y atrasada, «la industria pastoril del ganado semoviente» impedía la radicación del habitante en el suelo y con ello la formación de municipios. Sarmiento se consideraba un agricultor y no soportaba al hacendado pampeano. Un día le dijo a un estanciero: «toda su respetabilidad la debe a la procreación espontánea de los toros alzados de su estancia».

De puro «jeffersoniana», la política agrícola era para el nuevo legislador la mejor palanca para desarrollar la propiedad privada de pequeñas y medianas parcelas. «No es sembrando patatas el gobierno en persona -escribió en El Nacional en 1856- que haría florecer la agricultura. Son las buenas leyes de la tierra las que dan patatas en abundancia». Estos principios cuajaron en 1857 en una ley de tierras, apoyada conjuntamente por Sarmiento, Mitre y Rufino de Elizalde en ambas cámaras de la Legislatura, que abolió la gleba que pesaba sobre tres mil colonos sometidos a los abusos del viejo sistema de enfiteusis en Chivilcoy. Se puso en marcha así una colonia agrícola que, en ese contorno estrecho en relación con la inmensidad de la pampa, insinuó un trayecto apetecible para Sarmiento. De inquilinos a propietarios, de propietarios a ciudadanos: la hipótesis de una frontera abierta cobraba realidad en modesta proporción.

Más compleja fue la batalla por la educación pública. Cuando Sarmiento asumió en 1856 el cargo de jefe del Departamento de Escuelas tenía bien en claro las grandes orientaciones que debía impartir a la política educativa. Las mismas habían sido expuestas en De la educación popular y Educación común y giraban en torno a varios ejes. La educación debía ser común y pública, igual para mujeres y varones, no necesariamente gratuita para los alumnos pudientes, y debía tener como objetivos la instrucción elemental, la formación cívica, la enseñanza práctica (agrícola, comercial, industrial) y el desarrollo de un sentido de la disciplina capaz de aventar crímenes y delitos.

Para realizar estos fines la política educativa descansaba en la centralización programática y en la descentralización financiera. El Estado asumía la conducción general, fijaba programas y nombraba inspectores, y el municipio levantaba y administraba escuelas sobre la base de un impuesto autónomo e intransferible.

El esquema, desarrollado a partir de 1858 en numerosos escritos de Anales de la educación común, era claro. Lo que no arrojaba tanta luz era el panorama educativo en Buenos Aires. Por lo pronto el cargo que ejercía Sarmiento sólo tenía jurisdicción en la campaña; en la ciudad, las escuelas de varones dependían del municipio y las de mujeres de la Sociedad de Beneficencia. El novel funcionario logró vencer al municipio y no alcanzó a doblegar a las damas de Buenos Aires, que recibían fondos públicos para impartir educación católica. Aunque aumentó sustancialmente el número de alumnos, su política de centralización quedó a medio camino. Sarmiento obtuvo recursos propios para edificación escolar (lo que dio como resultado la construcción de dos escuelas modelo, en Catedral al norte y Catedral al sur, ambas de régimen mixto) y fracasó en su empeño para asegurar financieramente la educación pública con autonomía presupuestaria.

Esta labor culminó en 1860. Mitre sucedió a Valentín Alsina como gobernador de Buenos Aires y Sarmiento ocupó, como hemos visto, la cartera de Gobierno y Relaciones Exteriores. Fue un año de concordia que no alcanzó a disipar el frente de la tormenta civil. Luego de la derrota que sufrió en Cepeda, Buenos Aires se avino a firmar el pacto de San José de Flores y a examinar la Constitución de 1853. Miembro de la comisión examinadora junto con Mitre y Vélez Sarsfield, la impronta autonomista de Sarmiento quedó reflejada en los artículos sometidos a reforma. La estructura normativa se acercó pues, como él quería, al molde norteamericano, pero la práctica y las costumbres imperantes se negaron tozudamente a plegarse a ese ideal. Sarmiento fue parte de esa relación oscura que se entabló entre dos extremos: el de los principios de legitimidad escritos en la ley fundamental y el de los mores de la violencia incorporados al comportamiento político.

La situación se deterioró aceleradamente debido a un hecho benéfico para la salud institucional. Contra numerosas sugerencias que pretendían hacer de él un caudillo populista ungido por reelecciones sucesivas, Urquiza cumplió su mandato constitucional de seis años y abandonó con decoro la presidencia. Tímidamente, las leyes comenzaron a diferenciarse de los hombres. Volcando su autoridad e influencia en la elección de las juntas de electores -que en comicios de segundo grado debían designar presidente por mayoría absoluta- Urquiza contribuyó a nombrar a Santiago Derqui, quien habría de gobernar hasta el año siguiente, en que Mitre condujo el ejército de Buenos Aires a la victoria en la batalla de Pavón.

Una de las causas que generó la nueva crisis estuvo localizada en la provincia de San Juan. Hundida en un hervidero de facciones asesinas, carcomida por una memoria de venganzas recíprocas, la elite sanjuanina se tiñó de sangre. En 1858, bajo el gobierno del liberal Manuel José Gómez, fue asesinado en la celda donde estaba detenido el viejo caudillo federal Benavídez; la comisión interventora que mandó Urquiza tomó prisionero al gobernador y lo reemplazó por el correntino José A. Virasoro; además, desterró al jefe liberal y amigo de juventud de Sarmiento, A. Aberastáin; los liberales no tardaron en responder, en noviembre de 1860, matando a Virasoro y colocando en el mando a Aberastáin; ya presidente, Derqui envió de interventor al puntano Juan Sáa, quien derrotó a Aberastáin en el combate de Pocito y luego lo fusiló. Este último hecho en la cadena de infortunios ocurrió a principios de 1861. Ocho meses más tarde chocaron los ejércitos en Pavón.

Mitre no vaciló en aprovechar esa victoria. Ejerció el poder ejecutivo hasta ser designado presidente constitucional en 1862 y envió sus ejércitos para revertir en su favor las situaciones provinciales. Sarmiento fue nombrado auditor del contingente que marchó hacia el noroeste. Su objetivo era San Juan. Se apartó así de Buenos Aires, marchó de vuelta hacia ese depósito lugareño de furiosos agravios, tensó el nervio más sensible que separa al amigo del enemigo y se internó resueltamente en el terreno de la represión. A principios de 1862 entró en la ciudad donde ya no estaban ni su madre, que había muerto hacía pocas semanas, ni Aberastáin.

Regresó pues, a los 50 años, al «estrecho, oscuro y pobre recinto de su provincia» dispuesto a mandar. Se lo proclamó gobernador interino y luego titular. Proyectó empresas mineras, echó cimientos de futuros edificios y escuelas, organizó un ejército provincial, incurrió en déficit, despertó al comienzo entusiasmo y al cabo hostilidad. A la postre, en los dos años que duró esa experiencia en Cuyo, no tuvo más obsesión que la guerra y el fantasma de la montonera. Y en verdad, su viejo conocido Ángel Vicente Peñaloza, a quien una vez recibió afectuosamente en la cordillera del lado chileno con lo que quedaba del ejército de Gregorio Aráoz de Lamadrid, tenía algo de espectral, de aparecido envuelto en un incurable anacronismo. El Chacho Peñaloza, quince años más viejo que Sarmiento, seguía desafiando a Buenos Aires. Lo había hecho contra Rosas en el bando unitario y ahora lo hacía contra Mitre en el bando federal. Se movía con rapidez entre La Rioja y San Luis, levantaba grupos adictos en Cuyo y atacaba en Córdoba. Tenía un modo de acción preestatal: combatía, obtenía triunfos circunstanciales y luego ofrecía la paz.

Mitre juzgaba que había que combatir a Peñaloza con acciones de policía; Sarmiento, en cambio, propuso una guerra de exterminio: «Si Sandes va -se refiere a uno de los oficiales del ejército en operaciones en carta dirigida a Mitre en marzo de 1863-, déjelo ir; si mata gente cállese la boca: son animales bípedos de tan perversa condición que no sé qué se obtenga con tratarlos mejor». Ascendido a coronel y director de la guerra, Sarmiento se revistió con los atributos de quien se sabe digno de ser temido. Aplicó el estado de sitio dentro de la jurisdicción provincial (lo que le valió una larga polémica con Guillermo Rawson, ministro del Interior de Mitre, que defendía la competencia exclusiva del gobierno nacional para dictar esta medida de excepción) y recibió con honores en San Juan al mayor Pablo Irrazábal, que asesinó con un lanzazo y decapitó al Chacho en Olta, un caserío donde el caudillo se había refugiado después de ser derrotado en Caucete y Bajo del Gigante (Sarmiento sin embargo, que había dejado la conducción de la guerra, no ordenó ni fue responsable directo de esa matanza inútil).

Cuestionado por el mismo Mitre por su modo de actuar y de proclamar a los cuatro vientos la razón y justificación de cuanto estaba haciendo, Sarmiento renunció a la gobernación en 1864 y aceptó una misión diplomática en Chile, Perú y Estados Unidos. Concluía para él el primer acto de un proceso de 20 años que culminaría en 1880: el traumático concurso de acontecimientos que, sobre el suelo de la guerra civil, tenía por objeto edificar el Estado. Esta contradicción no pudo ser resuelta del todo. La república moderna -la forma de gobierno que la Constitución había fijado- exigía poner freno a las pasiones e intereses por medio del gobierno limitado: la guerra, en cambio, producto de la dispersión del poder en un territorio extenso dominado por ejércitos privados traía aparejada una reacción centralizada que, de ser exitosa, imponía el orden republicano por coacción y no por consentimiento.

¿Cómo extraer de esa tradición de violencia el rostro benigno de un gobierno animado por la deliberación y el sentimiento subjetivo de la seguridad individual? Esta fue la pregunta que atormentó a Sarmiento. «Necesitamos fundar gobiernos y no hemos dado este ejemplo aún -escribió a Nicolás Avellaneda en 1865-. Hace medio siglo que vamos marchando con la sangre en los tobillos para ser libres y dejar a nuestros hijos la seguridad y la quietud».

Con estos dilemas a cuestas Sarmiento llegó por segunda vez a los Estados Unidos como ministro plenipotenciario y enviado extraordinario de la Argentina. Desembarcó en Nueva York el 15 de mayo de 1865, un mes después del asesinato de Lincoln en Washington y de la rendición de Robert E. Lee ante Ulises Grant en Appomatox. Los Estados Unidos también habían sufrido el rigor de la guerra civil; y esa victoria contundente de los ejércitos de la Unión apoyada en armas y tecnologías militares como jamás se habían visto, ofrecía a Sarmiento otro espectáculo no menos relevante. Si veinte años atrás los Estados Unidos le sirvieron de modelo para contemplar las bondades de una república igualitaria y progresista, ahora esa misma civilización mostraba su fortaleza para derrotar a los estados rebeldes del sur y limpiar esos territorios del estigma de la esclavitud.

En ese ambiente de republicanismo militante y guerrero, Abraham Lincoln sucedía a Benjamín Franklin en la galería de los arquetipos. Sarmiento fue testigo de las últimas manifestaciones de aquel poderío. Presenció la revista de los 200000 soldados que formaban el ejército de la Unión, «un río de hombres, caballos, cañones y fusiles», pisó la tierra de las batallas y recorrió las ciudades destruidas por el fuego de la artillería. La medida propugnada por Lincoln de suprimir el habeas corpus en tiempos de guerra, le vino como anillo al dedo para justificar sus ideas sobre la implantación del estado de sitio en la Argentina. En 1866 escribió a su amigo José Posse: «Necesito que vengas para engrosar la falange de los de mi estirpe: republicanos con gobierno, estado de sitio y libertad provincial».

Sarmiento vivió en plenitud esos años en los Estados Unidos. Con el mismo entusiasmo que había despertado en él su anterior experiencia norteamericana, recorrió el país con minucia, visitó establecimientos agrícolas e industriales, escuelas y universidades, conoció científicos y filósofos, a Gould en Cambridge y a Emerson en Concord, y hasta obtuvo un doctorado honoris causa por la universidad de Michigan en Ann Arbor para compensar sus frustraciones académicas en Chile y Argentina. Leyó con fruición las páginas de On Civil Liberty de Francis Lieber -una interpretación más centralista de las libertades americanas que la que años atrás le había proporcionado Tocqueville-, escribió Las escuelas: base de la prosperidad y de la república en los Estados Unidos (la edición de 1866 permaneció un año abandonada en un galpón de la aduana en Buenos Aires) y fundó en 1867 la revista Ambas Américas, de la que se publicaron cuatro números.

Sarmiento compartió estas experiencias e impresiones con mujeres (siempre, al paso de infidelidades y fracasos -el de su matrimonio fue el más ostensible-, la amistad y los amores se desgranaron juntos en su vida). Tuvo correspondencia con Aurelia Vélez y Juana Manso, despertó el afecto de Mary Ann, viuda de quien fuera su mentor pedagógico, traductora del Facundo al inglés y anfitriona de sus encuentros con intelectuales en Massachusetts, y disfrutó de la compañía de Ida Wickersham «la mujer más mujer que he conocido». Ese era, como escribió en 1868 en un diario íntimo dedicado a Aurelia Vélez, «el árbol de las afecciones» que se conservaba «en plena y abundante florescencia».

Entre tanta cosecha otoñal recibió una noticia trágica. En la región de los grandes ríos que confluían en el Plata, en el mismo teatro que reflejaron las páginas de Argirópolis, se desencadenó en 1865 la guerra de la Triple Alianza de Argentina, Brasil y Uruguay contra el Paraguay de Francisco Solano López. Sarmiento prestó su apoyo a la empresa y tuvo que enfrentar la opinión contraria del gobierno de los Estados Unidos. Fue una larga contienda de cinco años, donde ocurrieron cargas frontales de infantería bajo un diluvio devastador de metralla. En una de ellas, de cara a la fortaleza paraguaya de Curupaytí, murió desangrado por un casco de bomba su hijo Dominguito. Las alegorías del republicanismo clásico de quien sacrifica su vida por la patria, empleadas a menudo por Sarmiento como recurso retórico, entraron aquí en contacto desgarrante con la relación entre padre e hijo. Desde 1862, cuando adolescente de diecisiete años, Dominguito lo visitó en San Juan, dejaron de verse y escribirse: cada uno -recordó Sarmiento en la biografía que le dedicó en 1886 para exorcizar el dolor y la culpa- siguió «su destino por rumbos opuestos».

Durante su estadía en los Estados Unidos, Sarmiento no cejó en su empeño por alcanzar la presidencia de la república. Ese era un objetivo que jamás ocultó. A la distancia, estas ambiciones restringidas por la lealtad que los protagonistas prestaban a la Constitución nacional recién sancionada, permiten entender mejor el significado de la legitimidad constitucional en aquella Argentina primitiva; una brecha de cordura que se abría paso entre la guerra y las pasiones en conflicto. Como ya hemos visto, Urquiza fue el primero en respetar el principio de la no reelección inmediata del presidente en ejercicio; más tarde, Mitre repetirá el mismo gesto sin vacilación alguna, al término de su mandato de seis años.

Ni el poder acumulado por Urquiza en el régimen de Paraná, ni el crítico desarrollo de la guerra de la Triple Alianza donde estaba seriamente comprometido el naciente gobierno constitucional, impidieron los procesos sucesorios. Menos aún, tampoco estas circunstancias sirvieron de excusa para justificar un golpe de mano capaz de rehabilitar el sistema de reelecciones indefinidas y mando vitalicio de la confederación rosista.

El panorama político que el país presentaba al cabo de la presidencia de Mitre se resumía en dos grandes capítulos. Por un lado, la dirigencia porteña se dividió en dos grupos en respuesta a la decisión de Mitre de colocar a la ciudad de Buenos Aires y aledaños bajo el control exclusivo del gobierno nacional. La cuestión capital -como se la llamó desde entonces- fue el centro de una dura controversia que recién pudo saldarse en 1880. En 1863, la propuesta nacionalista de Mitre fue derrotada en la legislatura de Buenos Aires. Comenzó así un período durante el cual el Poder Ejecutivo de la Nación no tuvo jurisdicción directa sobre la ciudad en que residía y desde la cual gobernaba. El orador que se plantó frente a los designios de Mitre en aquellas jornadas fue Adolfo Alsina. Hijo de Valentín Alsina, por tanto de indiscutible linaje unitario, Adolfo Alsina lideró una corriente autonomista, celosa de las prerrogativas porteñas frente al gobierno nacional, que sin embargo buscó acuerdos y alianzas con fuerzas emergentes en el resto de las provincias.

El otro capítulo daba cuenta, precisamente, de los cambios que tenían lugar en la vasta extensión del interior argentino. Durante los años cruentos en que participó Sarmiento, y que prosiguieron en el curso de la guerra de la Triple Alianza con los levantamientos de Felipe Varela en La Rioja, prácticamente todas las provincias sufrieron los efectos de la intervención federal prevista en el artículo 6.º de la Constitución. No obstante, tres excepciones resistían esta novedosa presencia del Estado Nacional; Buenos Aires, Entre Ríos, donde se había recluido Urquiza, y Santiago del Estero, dominada aún por un clan familiar -el de los hermanos Taboada- que actuaba en el centro del país como aliado del presidente Mitre.

Esta combinación entre un federalismo hegemónico impuesto por la fuerza de las armas y los restos que aún sobrevivían del viejo autonomismo confederativo, configuraba una relación de fuerzas que poco favorecía el predominio de alguna corriente en particular. En este contexto plural, donde sobresalían los liderazgos de Urquiza, Alsina y Mitre, hay que ubicar las elecciones que consagraron a Sarmiento presidente de los argentinos. Fue un trámite complejo y pacífico. Sarmiento no fue un candidato ungido, como Urquiza y Mitre, por una victoria en el campo de batalla, sino una figura más entre varios pretendientes. Lo beneficiaron ese equilibrio del poder, su mejor aliado, y la actitud prescindente de Mitre, quien en una carta de noviembre de 1867, escrita en el campamento de Tuyú Cué en Paraguay, se negó a volcar su influencia en el comicio (no sin antes expresar su mala opinión acerca de Urquiza y Alsina) y se comprometió a respetar «la libre elección de presidente en las mejores condiciones posibles».

Sarmiento tuvo apoyos propios y agentes de fuste: el diario alsinista La Tribuna, que lanzó su nombre al ruedo en 1867, Lucio V. Mansilla y Arredondo, que manejaron la adhesión de algunos cuerpos de ejército, Manuel Ocampo, Dalmacio Vélez Sarsfield, su hija Aurelia, eficaz corresponsal y confidente, los amigos políticos de la región de Cuyo y políticos ascendentes del interior afincados en Buenos Aires como Nicolás Avellaneda. A ellos sumó Sarmiento el uso estratégico de la lejanía y la imagen de prestigio que había adquirido en el exterior: a principios de 1867, el American Journal of Education lo señaló como posible presidente y una publicación suiza lo incluyó en una lista de hombres de Estado, vivos y muertos, que se habían destacado en el curso del siglo.

El 12 de abril de 1868 se designaron electores de presidente y vicepresidente. Tal como se esperaba, el recuento preliminar no arrojó ninguna mayoría clara: Sarmiento se afirmó en Mendoza, San Juan y San Luis (28 electores); Rufino de Elizalde, uno de los candidatos hacia el cual podían inclinarse las simpatías de Mitre, arrastró a Santiago del Estero, Tucumán y Catamarca (32 electores); Urquiza obtuvo la confianza de Entre Ríos, Santa Fe y Salta (26 electores); y Adolfo Alsina retuvo exclusivamente a Buenos Aires (28 electores).

Esta distribución de electores dio más empuje a un proceso de negociación. Dado el resultado parejo que colocaba en pie de igualdad a los candidatos más fuertes, la transacción gravitó naturalmente. Con la vía expedita por Mitre, quien pese a las censuras vertidas no impuso ningún veto, se acordó un pacto entre Sarmiento y Alsina para integrar una fórmula con probabilidad de éxito en el colegio electoral. Aunque no representó del todo las pretensiones de Alsina, más proclive a entenderse con Urquiza, el arreglo atrajo a provincias al principio indecisas como Córdoba, La Rioja y Jujuy, y dibujó el perfil de una coalición entre Buenos Aires y un sector de las provincias del interior. Cuando el Congreso realizó el 16 de agosto el escrutinio definitivo de los votos emitidos, Sarmiento había obtenido una mayoría de 79 electores para presidente y Alsina de 82 para vicepresidente.

Sarmiento dejó los Estados Unidos antes de conocer el escrutinio definitivo del Congreso y llegó a Buenos Aires el 30 de agosto. De inmediato dio a conocer sus ideas y programa. Dijo que «las escuelas son la democracia» y que «necesitamos hacer de toda la República una escuela». Visitó Chivilcoy, el lugar donde en diez años había germinado una genuina transformación agraria, y el 3 de octubre prometió a sus conciudadanos «hacer cien Chivilcoy en los seis años de mi gobierno, y con tierras para cada padre de familia, con escuelas para sus hijos».

Días antes se había desvinculado de la masonería argentina (a ella pertenecía con los más altos grados junto con Urquiza y Mitre) para «tranquilizar a los timoratos que ven en nuestra institución una amenaza a las creencias religiosas» y para garantizar que ninguna lealtad particular condicionara su compromiso de defender a rajatabla la libertad de conciencia. En un párrafo central de ese discurso, Sarmiento adujo que «el gobierno civil se ha instituido para asegurar el libre desarrollo de las facultades humanas, para dar tiempo a que la razón pública se desenvuelva y corrija sus errores a fin de que la utopía de hoy sea la realidad de mañana. Si, por tanto -continuaba-, hay una minoría de la población, y digo más, un solo hombre que difiera honrada y sinceramente del sentimiento de la mayoría, el derecho lo protege, con tal de que no pretenda violar las leyes, sino modificarlas, modificando la opinión de los encargados constitucionalmente de hacerlas, pues en fin, para la protección de sus pensamientos, se ha construido el edificio de la Constitución nacional».

El ideal de una política al servicio del conocimiento humano está contenido en este texto: la política como conjunto de derechos que protegen el desarrollo de la conciencia individual y de la razón pública; la política como estímulo brindado a los ciudadanos por medio de la educación para que dialoguen y confronten sus puntos de vista sobre cosas comunes. Sarmiento tenía la convicción de que este era el núcleo esencial de su programa: derechos individuales, libertad de conciencia, educación, ciencia y cultura, civilización agrícola. Estos principios, provenientes de la vertiente ilustrada de una filosofía del progreso, convergían en una síntesis posible con los hallazgos materiales del fáustico siglo en que le tocaba vivir. El progreso no era pues para Sarmiento una entidad abstracta. Era una fuerza sujeta a la inteligencia humana que cobraba forma en escuelas, colegios, universidades, museos y observatorios, en el acceso masivo a la propiedad agrícola, en oleadas de inmigrantes que llegaban en busca del ascenso social, en el correo que sellaba con garantías inviolables la transmisión de la palabra escrita, en vapores que navegaban ríos interiores y se atrevían a surcar el océano, en ferrocarriles que atravesaban el antiguo desierto y en cables de telégrafos que achicaban distancias.

Sin embargo, el fantasma era siempre el mismo, pues otra dimensión de la política, cristalizada en la voluntad de aplicar con energía la fuerza del Estado frente a las rebeliones intestinas, acechaba a aquellas intenciones inaugurales. En ese punto de intersección entre su programa de gobierno y la servidumbre impuesta por la guerra, se ubicó la presidencia de Sarmiento.

Desde el instante mismo en que en medio de un tumulto recibió en el viejo Fuerte los emblemas del mando de manos de Mitre (tras reafirmar en su primer mensaje al Congreso que el gobierno estaba para «distribuir la mayor porción posible de felicidad sobre el mayor número posible de ciudadanos»), la guerra exigió sacrificio de vidas, consumió el gasto público y fue una continua fuente de endeudamiento. Una guerra que se volcaba fuera del país en los ríos y esteros del Paraguay, o amenazaba en las fronteras aún sin demarcar con Chile en el extremo sur, y, al mismo tiempo, asomaba dentro del territorio sobre las líneas que contenían las incursiones indígenas y en las provincias donde cundían rebeliones.

En todos estos casos, la presidencia de Sarmiento aplicó sin atenuantes el poder del Estado y robusteció la autoridad del gobierno nacional. La guerra de la Triple Alianza concluyó en abril de 1870, pero recién en 1872 Mitre pudo firmar la paz en la corte de Río de Janeiro. Ese mismo año las tropas de línea vencían en San Carlos a Calfucurá, cabeza de una estirpe de caciques que, según las circunstancias, hacían la guerra del malón o negociaban alianzas con el gobierno de turno, y Sarmiento fundaba la Escuela naval y organizaba una marina de guerra -de carácter fluvial más que marítimo- con buques blindados. Tres años antes, en 1869, había también fundado el Colegio Militar e importado material moderno: ametralladoras y fusiles Remington.

Sarmiento pudo probar la eficacia de esta acumulación de poder en las instituciones del Estado en dos oportunidades. En la primera, gracias a la presencia activa del ejército nacional en el centro y noroeste, redujo drásticamente el control e influencia que los hermanos Manuel y Antonio Taboada ejercían en Santiago del Estero y en varias provincias del norte.

La segunda prueba fue aún más dramática. Merced a una gestión de Vélez Sarsfield, que solucionó un complicado pleito en Corrientes, se produjo un acercamiento epistolar entre Urquiza y Sarmiento. En julio de 1869 Sarmiento agradeció a Urquiza el gorro y la bata que éste le había regalado para que pudiese dormir tranquilo, y le confesó que «llegados a la vejez, con la dura experiencia atesorada, y frotándose con las resistencias, por diversos motivos hemos aceptado un término medio posible entre ambos». Dos semanas después, Urquiza apuntó en una afectuosa respuesta que le parecía ver en esa carta «el dedo de la Providencia».

La reconciliación se selló a 18 años de Caseros, el 3 de febrero de 1870, cuando Sarmiento desembarcó en Concepción del Uruguay, recorrió el camino entre la ciudad y el palacio San José en medio de diez mil lanceros que le rindieron homenaje (muchos de ellos veteranos de la batalla), se abrazó con Urquiza y disfrutó de la hospitalidad de su anfitrión durante cuatro días. Sarmiento creía con fundamento que esta alianza consolidaba su autoridad. Las esperanzas, empero, duraron poco.

El 11 de abril del mismo año, al paso que cundía en Entre Ríos la rebelión de López Jordán, una partida entró a saco en el palacio San José y asesinó a balazos a Urquiza. Este trágico magnicidio provocó de inmediato la reacción del gobierno nacional. Sarmiento intervino la provincia de Entre Ríos ese mismo mes, declaró el estado de sitio y encomendó a Emilio Mitre la conducción de un ejército de ocho mil soldados aptos para combatir una caballería de 14000 hombres. El conflicto se prolongó durante un largo año y concluyó con la derrota de López Jordán en Naembé en enero de 1871. Refugiado en Brasil, el caudillo atacó de nuevo al cabo de dos años. En marzo de 1873 Sarmiento decretó una intervención en defensa del gobernador en funciones, sufrió en Buenos Aires un atentado posiblemente vinculado con estos hechos, se trasladó a Rosario en el mes de noviembre y probó personalmente el poder de fuego de las ametralladoras que empleaba el ejército. Frente a esta contundencia tecnológica, López Jordán cayó definitivamente en dos combates librados a fines de diciembre.

Con esta última victoria la periferia de provincias que todavía restringían con ejércitos particulares la autoridad del gobierno nacional estaba seriamente desmantelada. Sólo quedaba Buenos Aires en tensa relación -ya veremos más adelante- con ese poder coercitivo ascendente y acaso irresistible: las armas públicas destruían lanzas privadas. Sarmiento acató con disciplina esta lógica de la formación del Estado que ya se había ensayado en otras latitudes; pero el saldo era doloroso. Con un agravante: en el verano de 1871 una epidemia de fiebre amarilla cobró 14000 víctimas en Buenos Aires. El éxodo de los pudientes (Sarmiento se trasladaba permanentemente en esos días desde y hacia Mercedes) convirtió a la ciudad en un sudario para los que menos tenían.

En este ambiente Sarmiento tuvo que poner en marcha su programa de gobierno. Hasta 1869 la Argentina era una sociedad en guerra, de contornos difusos, que ignoraba cuántos y quiénes la habitaban. En ese año, durante los días 15, 16 y 17 de setiembre, Sarmiento hizo levantar un censo general de población. Este trabajo, encomendado a Diego G. de la Fuente y supervisado por Vélez Sarsfield, fue el primer espejo que permitió a los argentinos tener una representación aproximada de lo que verdaderamente eran. El silencio de las cifras fue elocuente, tan elocuente como las palabras que a diario clamaban contra el atraso. En un territorio vacío vivían 1836490 habitantes mal distribuidos (la provincia de Buenos Aires ya tenía casi medio millón de habitantes). De esa masa el 5% constituía la población indígena y el 8% la población extranjera de origen europeo. Era una sociedad rural, mestiza y analfabeta (sólo el 30% del total se radicaba en ciudades y el 29% sabía leer y escribir) en la que 207673 familias habitaban ranchos de barro y paja, y 54760 casas de material más elaborado; una sociedad lacerada con 61424 viudas, 3000 inválidos y 87000 huérfanos, que sumaban un número potencial de 300000 ciudadanos aptos para votar, de los cuales apenas 50000 eran capaces de escribir su nombre en un registro electoral, y en la que asomaba a ras del suelo un conjunto insignificante de profesiones modernas con 2307 maestros y profesores, 458 médicos y 194 ingenieros (en contraste había 9602 militares, 1047 curanderos y 439 abogados).

Sarmiento designó un gabinete en el que sobresalían Dalmacio Vélez Sarsfield en el Ministerio del Interior y Nicolás Avellaneda en la cartera de Justicia, Culto e Instrucción Pública. La estabilidad de que gozaron los ministros ratificó una vez más el estilo con que Sarmiento encaraba la acción de gobierno: «el loco Sarmiento», cuyos rasgos exageraban decenas de caricaturas que él colgaba de las paredes de su casa en el Delta, se revelaba como un político flexible para compaginar puntos de vista y conservar a los colaboradores que había elegido.

Con ese sencillo aparato burocrático (la oficina del presidente contaba apenas con cuatro empleados) Sarmiento alcanzó a realizar sólo una parte de su programa. Sin el apoyo parlamentario que él consideraba imprescindible para avalar sus iniciativas, la administración desarrolló en lo que pudo una política de progreso sobre los ejes expuestos en sus primeros discursos. Sarmiento recibió el gobierno con 30000 alumnos en escuelas primarias y lo dejó con cien mil (en seis años se crearon 800 escuelas nuevas); fundó la Escuela Normal de Paraná para formar maestros y subsidió la organización de la Escuela Normal de preceptores en Concepción del Uruguay, ambas en 1869; contrató maestras y maestros norteamericanos; prosiguió la tarea iniciada por Mitre de levantar colegios nacionales en las capitales y ciudades de provincia, en La Rioja, Santa Fe, San Luis, Jujuy, Santiago del Estero, Corrientes y Rosario; hizo construir el Observatorio Astronómico de Córdoba cuya dirección recayó en su amigo, el norteamericano Benjamin Gould, y en esa ciudad organizó en 1871 una exposición industrial; trajo científicos alemanes y consiguió que se aprobara la ley de protección de bibliotecas populares.

La escuela, la ciencia y los libros comenzaron lentamente a echar raíces, pero los proyectos de transformación agraria fracasaron. La política de inmigración espontánea, que Urquiza y Mitre venían prohijando, tuvo mejor resultado (en seis años llegaron 280000 inmigrantes) y el éxito coronó la política de comunicaciones. En 1868 se distribuyeron cuatro millones de piezas postales y en 1874, 7787400. En 1868 había 573 km de vías férreas y en 1874, 1333 km. En seis años se tendieron 5000 km de líneas de telégrafo y en 1870 se inauguró el cable transoceánico. Se estableció el sistema métrico decimal, el registro Nacional de Estadística y el Boletín Oficial, y Vélez Sarsfield concluyó su monumental Código Civil -uno de los instrumentos de centralización jurídica más importantes de la Argentina- que fue aprobado por el Congreso a libro cerrado en 1869 y entró en vigor en 1871.

¿Qué Estado prevaleció al cabo? ¿Aquel que se imponía coercitivamente por la acción del ejército nacional, o el más benigno y pacífico representado por un colegio nacional, los tribunales de justicia que aplicaban nuevos códigos, y la oficina de correos? Poder, conocimiento y comunicación: el Estado sarmientino es un genio bifronte. Para financiar esta empresa multiforme hubo que endeudarse. El gobierno contrajo empréstitos para financiar la guerra y los proyectos de expansión ferroviaria que asumía directamente (el más importante fue por seis millones de libras), con lo cual la deuda consolidada doméstica y externa de más de 68400000 pesos fuertes superó el producto de un año de exportaciones. La escasez fiscal corrió pues en paralelo con el déficit que de año en año se acumulaba en la balanza comercial.





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