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Don Alberto Lista. La educación de la juventud. El antiguo sistema. Las nuevas ideas. El régimen actual

La España del siglo XIX. Colección de Conferencias históricas, curso de 1885-86. 15.ª Conferencia

Eduardo Benot y Rodríguez





Señoras:

Señores1:

Tengo el honor de presentaros la imagen de uno do los hombres más eminentes de la generación pasada y que más ha influido en la marcha y dirección del país: el Sr. D. Alberto Lista y Aragón.

Voy a deciros lo que sé del origen de este busto. A poco de haber fallecido el Sr. D. Alberto Lista, sus facciones perdieron la deformidad cadavérica; y sus amigos, discípulos y admiradores que rodeaban el lecho mortuorio, tuvieron la feliz idea de hacer sacar en yeso aquella cabeza veneranda y venerada. Tengo entendido que de la matriz se sacaron tres reproducciones, y una de ellas ha estado durante una generación exornando la escalera principal del colegio de San Felipe Neri, de Cádiz, fundado por D. Alberto Lista en 1838, y que yo he tenido la honra de dirigir desde 1852 a 1868. De aquel yeso primitivo procede este busto en bronce, que yo, reverentemente ofrezco a este Ateneo Científico, Literario y Artístico; porque siendo yo ya viejo, y estando probablemente próximo mi fin, según lo que me veo minado de achaques y de enfermedades, conviene que esta reliquia de varón tan insigne se conserve en el seno de una corporación científica, destinada a vivir vida secular. (Aplausos.)

Me parece que os habéis apresurado en aplaudir. Temeroso yo de que mi yeso desapareciese algún día, por la fragilidad de su materia, pensé desde hace muchos reproducirlo en bronce; pero siempre mi pensamiento se quedaba en propósito por multitud de causas que no es del caso enumerar; hasta que ya, habrá como cosa de tres meses, decidí llevar mi idea a cabo; y, al efecto, entré en tratos con mi amigo el fundidor Sr. D. Ignacio Arias, cuya pericia y habilidad constan a este Ateneo, por ser él quien fundió los tres medallones en bronce que adornan la fachada de este edificio. Cuando el Ateneo me dispensó la alta honra de elegirme para esta conferencia, el busto no estaba aún fundido; pero, habiéndose enterado mi amigo el Sr. Arias de que yo pensaba destinarlo a esta corporación, se apresuró a fundirlo; y, después de ejecutada la obra con la perfección que veis, se ha negado decididamente a recibir el premio debido a su habilidad y a sus conocimientos en el difícil arte de la fundición estatuaria; que el Sr. Arias, si no es rico en bienes de fortuna, es un Creso en sentimientos generosos y en consideración hacia las corporaciones científicas y hacia los varones ilustres, honra de la patria.

Ya veis pues, que, si hay algo que agradecerme, es únicamente la intención; pero que, si hay algo que aplaudir, los aplausos deben ser para el artista que pone a disposición de este Ateneo su talento y sus aleaciones. Los aplausos todos para él; para el artista de corazón. (Aplausos.)



Aquí tenéis la imagen del Sr. D. Alberto Lista. (Señalando al busto.) Quizá no me he expresado bien. Estas son sin duda sus facciones; pero no su fisonomía, porque lo característico de la fisonomía de D. Alberto Lista estaba en su expresión. Ante todo, en su expresión incomparable de bondad. Luego, D. Alberto Lista se transfiguraba hablando, y entonces estas facciones transparentaban la hermosura de aquella inteligencia poderosa. D. Alberto Lista no era alto, pero en cátedra se crecía de tal modo, que a veces parecía un gigante. Su accionar era decoroso; y semejante al de los grandes actores, en ser mera indicación de que pueden mucho más. Era miope, muy miope, y no gastaba nunca anteojos; de manera que, cuando hablaba, su vista no se fijaba en ningún individuo ni en ningún grupo de su auditorio; por lo cual su oratoria parecía el verbo de la ciencia impersonal. Su palabra, en que principalmente estaba el encanto de todo cuanto decía, poseía cualidades al parecer incompatibles con ese encanto: su voz era reposada, a veces lenta, pero siempre facilísima y facunda, como si el profesor se hubiese propuesto de intento hablar siempre despacio para ser siempre perfectamente comprendido. Su recitación era maravilla, porque apoyaba poderosamente las sílabas constitutivas de los versos; en los endecasílabos de primera clase, la sexta y la décima; en los de segunda clase, la cuarta, la octava y la décima, y en los octosílabos la séptima; por manera que con semejante modo de recitar, la rima sonaba como un clarín, oída de su boca2. A veces marcaba el ritmo de los versos con un leve movimiento de algún pie. Y, sea que D. Alberto Lista explicase, sea que encantara a sus oyentes con los ríos de su erudición o sus cataratas de ejemplos, no bien el sabio profesor desataba los raudales de su elocuencia incomparable, cuando parecía que el salón se llenaba de una atmósfera de veneración y de respeto y la impresión de su palabra se conocía inmediatamente en el silencio de la atención con que todos escuchaban. ¡Qué fascinación aquella! ¡Qué poder el de aquel viejo venerable que sabía imprimir todo cuanto decía en la memoria de sus oyentes, no percutiéndoles la inteligencia con frases de efecto, sino con la fuerza silenciosa del tornillo que penetra en la convicción! (Muy bien).

Las fulguraciones más felices de la elocuencia de D. Alberto Lista, quizá no habrían arrancado nunca las explosiones de aplausos que acompañan a la elocuencia tribunicia; pero el aplauso de lo que decía duraba indefinidamente; pues todavía, al cabo de cincuenta años, vibra en cuantos tuvimos la fortuna de escucharle. Y en fin, ¡qué riqueza, qué derroche de frases, máximas y sentencias enteramente suyas, derramadas como lluvia sobre sus auditorios, regularmente de muchachos! ¡Oh, que no pudiera yo mencionarlas todas! He aquí algunas: «Se dice que Shakspeare tiene defectos. ¡Defectos!... En las obras del genio lo primero es el genio». -«Se afanan los preceptistas por disculpar las que llaman extravagancias de Quevedo. Pero ¿Quevedo los hace reír? Pues quien hace reír tiene razón». No recuerdo de quién dijo una vez: «¿Exagera? Pues no es genio». -«Si odiáis no os sentéis a escribir, porque el odio es un consejero de perdición»... Y, como estas, miles, todas originales y todas propias de este ilustre profesor.

No, no es esta su fisonomía (Volviendo a señalar al busto.), son sus facciones; pero a un examen atento no se puede ocultar que por estas facciones ha pasado la mano de la muerte. Las flores artificiales son a veces de una perfección desesperante: son imprescindibles a falta de cosa mejor; pero ¡ay! que en las flores artificiales no existe nunca la transparencia de color de las flores que en la realidad viven, y, sobre todo, no se encuentran nunca circundadas de la atmósfera de aromas con que las llores vivas hechizan y embriagan. (Aplausos.)



Voy ahora, señores, a deciros algo sobre la biografía del Sr. D. Alberto Lista. Su vida es una variante de una historia muy vieja y muy sabida: la de un genio nacido en la oscuridad y en las privaciones, y muerto en vejez tranquila, la frente rodeada de un nimbo de gloria, sin un enemigo, y honrado por la estimación universal.

D. Alberto lista y Aragón nació en Sevilla, barrio de Triana, calle de la O, el día 15 de Octubre de 1775: el mismo día en que nació Virgilio, su poeta favorito; coincidencia que D. Alberto se complacía en hacer notar con una infantil satisfacción. Sus padres, D. Francisco y doña Paula, vivían estrechamente con el producto de unos telares de seda que tenían, y también el niño Alberto fue tejedor de seda durante los primeros años de su infancia; y después, cuando las necesidades del hogar paterno lo exigían por no haber otros medios de allegar recursos. D. Alberto Lista murió el 5 de Octubre de 1848, en la casa núm. 17 de la calle de Cervantes en Sevilla: vivió, por consiguiente, casi setenta y tres años. El claustro de doctores de la Universidad, de toga y de birrete, salió a recibir el cadáver del antiguo tejedor, lo condujo con fúnebre pompa a la catedral; allí se celebraron honras solemnes; y desde la catedral fue el cuerpo conducido a las bóvedas de la iglesia de la Universidad, donde yacen aún los restos del matemático profundo, sabio humanista, polemista invencible, periodista sin hiel, insigne poeta, historiador eruditísimo, crítico, filólogo, publicista, predicador, maestro incomparable! porque todas estas cosas fue D. Alberto Lista en grado eminentísimo; que hombre de aptitudes más generales es muy difícil de encontrar.

La precocidad intelectual del niño Lista apenas se concibe. Notad que antes os he dicho que Lista sólo fue tejedor durante los primeros años de su infancia; porque a la edad de trece años ¡trece años! fue nombrado por la Sociedad Económica Sevillana de Amigos del País, profesor sustituto de matemáticas de la cátedra de esta asignatura, que costeaba aquella Sociedad; ¡nombramiento singularísimo en los fastos del profesorado, quizás único en la historia, y prueba irrecusable de una precocidad matemática verdaderamente fenomenal!

Mas no creáis que este nombramiento convirtió al niño en hombre, porque Lista fue famoso por su afición a jugar, enredar y alborotar con los otros muchachos de su edad en las calles contiguas al taller paterno; y, precisamente en conmemoración de esta circunstancia, cuando ya D. Alberto había pasado por el apogeo de su gloria, el ayuntamiento de Sevilla bautizó con el nombre de calle de Alberto Lista, aquella que más había presenciado los juegos infantiles del serio profesor de la Sociedad Económica: porque ¡eso sí! nadie ganaba en formalidad al niño Lista cuando se trataba de explicar su asignatura.

Tampoco las matemáticas le estorbaron el que representase en teatros caseros, dicen que con una habilidad superior a sus años, papeles de Lope y de Calderón.

En 1798 le nombró el rey profesor de matemáticas de la escuela de San Telmo, y con el producto del sueldo de su cátedra pudo atender con cierta holgura a las necesidades de su familia que era numerosa; y, sobre todo, sostener a su madre queridísima: el padre faltaba a la sazón. En 1803 se hizo Lista sacerdote; y el claustro de doctores de la Universidad de Sevilla le nombró en 1808 catedrático de la clase de retórica de la misma Universidad.

Pero se me ha olvidado deciros que mientras el niño Lista era tejedor y profesor de matemáticas en la clase de la Sociedad Económica, y alborotador insigne de su barrio, estudiaba en la Universidad latín y filosofía (luego estudió teología); y que su memoria era tan portentosa que, no bien había dado una hoja de su Virgilio la arrancaba y la rompía para saber con más facilidad donde se había quedado en clase; pues lo que una vez había aprendido, quedaba indeleblemente esculpido en su recuerdo.

Después de haber cantado en 1808 las glorias de Bailen y el triunfo de los ejércitos andaluces en una oda llena de estro y de ardientes sentimientos patrióticos, D. Alberto Lista se hizo afrancesado en 1810, poco después de la entrada de los invasores en Sevilla. Ponía en español las proclamas del mariscal Soult, y hasta admitió de este una media ración vacante entonces en la iglesia metropolitana. Por esto, cuando los franceses evacuaron la ciudad en 1812, tuvo que acompañarlos para no incurrir en las iras populares. Emigrado en Francia, conoció a Meléndez y a Moratín, emigrados como él y por la misma razón, por afrancesados; y se mantuvo en la Nación vecina dando lecciones de español y predicando en francés con muy mal acento: porque D. Alberto tuvo el raro capricho de estudiar las lenguas vivas como si fueran lenguas muertas descuidando indebidamente la pronunciación. Por lo que yo recuerdo de su manera de interpretar al gran Shakespeare (de quien era apasionadísimo) tengo para mí que pocos extranjeros habrán comprendido como D. Alberto Lista las bellezas del gran dramaturgo inglés; y, sin embargo, el conocido verso de Hamlet

To be or not to be: that is the question,



era pronunciado por D. Alberto

to bí or not to bí, tat is di cuéstion.



Pero no debo entretenerme en pormenores.

En 1817, pudo volver a España. Fundó un colegio en Pamplona que no tuvo éxito; se opuso a la cátedra de matemáticas de Bilbao que sostenía el consulado y la ganó.

Llegamos a la época de 1820 al 23 y entonces fue cuando se exteriorizó de una manera extraordinaria la actividad portentosa de D. Alberto Lista. Se estableció en Madrid; explicó diariamente en el Colegio de San Mateo geografía, historia, matemáticas y literatura: publicó sus poesías dedicadas a su amigo Albino, pastor protestante en Oxford, lo que prueba la gran tolerancia de D. Alberto en cuanto a ideas religiosas; publicó también su tratado de matemáticas, obra notabilísima, no sólo para la época, sino en absoluto: su tratado de trigonometría es todavía uno de los mejores; publicó su colección de hablistas españoles; redactó con Hermosilla y con Miñano el periódico El Censor, entonces publicación de gran resonancia, y que influyó bastante en los acontecimientos; y, por último, todavía le sobraron tiempo y ganas para desempeñar la clase de literatura de este Ateneo desde 1822 a 1823. Se vio obligado a emigrar de nuevo a Francia y allí publicó un periódico titulado La Estafeta de Bayona que le dio de comer mientras el gobierno permitió su entrada en nuestro país. Hizo también el suplemento a la historia de Mariana y tradujo la historia universal del conde de Segur. Vuelto de nuevo a España en 1833, fue propuesto para el obispado de Astorga, dignidad que dicen no admitió para que pudiera recaer en su amigo D. Félix Torres Arnat, traductor de la Biblia; lo que prueba la generosidad de carácter de D. Alberto Lista. De 1833 a 1837 fue director de la Gaceta de Madrid. Como os he dicho, en 1838 pasó a Cádiz, y fundó el Colegio de San Felipe Neri; y allí publicó en el periódico moderado El Tiempo, la serie admirable de artículos que luego coleccionados se reimprimieron con el título de Ensayos críticos y literarios. Se trasladó luego a Sevilla, y allí el gobierno le nombró catedrático de matemáticas sublimes, decano de la Facultad de Filosofía y canónigo de la catedral. Todavía siendo setentón tuvo fuerzas para escribir un epítome de la historia antigua.

Por último, debo deciros que perteneció a las Academias Española y de la Historia3.

Ya veis, señores, como D. Alberto Lista lo fue todo: matemático, humanista, poeta, historiador. Pero en nada sobresalió tanto como en sus cualidades de maestro. Y sobre este punto voy a leeros el juicio crítico del Sr. D. Eugenio de Ochoa, porque no quiero exponerme a decir mal, lo que ya está consignado soberanamente bien. Dice así:

«El don de la enseñanza era ingénito en Lista; como había nacido poeta, había nacido maestro; nunca era más feliz que cuando veía en torno suyo un numeroso auditorio de muchachos pendientes de sus palabras. Cátedras eran para él cualesquiera sitios en que tuviese oyentes; pues su conversación, siempre instructiva y amena, florida y sustanciosa, rica de recuerdos clásicos y de sólida doctrina, era como un curso continuado, ya de alta moral, ya de filosofía, historia o literatura. Era, en verdad, una escena hermosa y en la que había algo de la sencillez patriarcal, la que presentaba el sabio anciano, seguido en sus largas excursiones campestres de la inteligente y fiel falange de sus discípulos más queridos. Nuevo Sócrates (con cuyo perfil tradicional presentaba por cierto el suyo una viva semejanza), reproducía entre nosotros el majestuoso espectáculo de los pórticos de Atenas. Unas veces, en las claras noches de verano, nos llevaba a las alturas que rodean a Madrid, y nos iba explicando, sorprendiéndolas, por decirlo así, en la bóveda estrellada, las leyes del mecanismo celeste; otras veces, engolfándose en las cuestiones literarias, su tema favorito, desplegaba en ellas toda la frescura de una imaginación de veinte años, y a la par que nos instruía en los preceptos del arte, nos embelesaba con su elocuencia de oro. Frecuentemente, con el candor de la verdadera superioridad, citaba como ejemplo y autoridad sus propios versos.

Su memoria era prodigiosa; muy rara vez, al analizar en sus lecciones los clásicos antiguos o los poetas modernos, o al recordar en la conversación algún pasaje de cualquiera de ellos, en especial de los dramáticos, necesitaba consultar el texto.

Lista es el hombre que ha ejercido mayor y más saludable influjo sobre nuestra época en España, y este es acaso su título más glorioso. Como matemático, como publicista, como literato, tiene rivales que le disputan la palma: como hombre de prestigio y de influencia sobre sus contemporáneos, no los tiene. Bajo este concepto, sobre todo, creemos que le está reservado un puesto muy alto en la historia de nuestros días. Ella dirá la parte que corresponde a Lista en el mérito de nuestros estadistas y de nuestros escritores de este siglo, todos o casi todos formados por él y amoldados a sus máximas, a sus opiniones y a su gusto.

No es dudoso que las opiniones del maestro ejercieron una influencia decisiva en el ánimo dócil de sus jóvenes alumnos, y a nuestro juicio, no tienen otro origen esas ideas de orden que, por lo general, hemos visto predominar en las cabezas de aquellos jóvenes que ya son hombres, y de los cuales hay muchos que han ocupado y ocupan en el día los primeros puestos del Estado. Por eso creemos que cuando se escriba con sana crítica la historia filosófica de nuestra época, se tomará muy en cuenta el influjo que sobre ella ha ejercido don Alberto Lista: un historiador sagaz verá en él, más que un poeta excelente, un director de ideas».



Este juicio crítico es de oro. Yo no lo había leído hasta hace muy pocos días rebuscando antecedentes para esta conferencia; y yo, que conocí al Sr. D. Alberto, os confieso que quedó maravillado de lo justo de estas apreciaciones. Ningún hombre, como profesor y sin haber pasado por las alturas del poder, ha ejercido influencia mayor en nuestro país.



A D. Alberto Lista se debe el renacimiento de nuestro genuino teatro nacional; y este habría sido punto que yo hubiera elegido para esta conferencia, a no haberlo ya tratado en este mismo Ateneo magistralmente el Sr. D. Antonio Cánovas del Castillo. D. Alberto Lista en sus explicaciones en 1822 y en 1836 en las cátedras de este Ateneo, restituyó su prestigio a la antigua dramática española, despreciada y hasta vilipendiada por nuestros literatos de fines del pasado siglo, que se decían nutridos en el llamado buen gusto francés. Sin D. Alberto Lista habría sido imposible el imponente centenario de Calderón: la semilla sembrada en 1836 era ya en 1880 árbol frondosísimo. Lista había formado la opinión.

Pero no he de extenderme más sobre este punto.



Dadme la enseñanza, decía Napoleón, y os cambio el mundo. Jóvenes de esta ilustrada generación: nunca podréis saber el cambio efectuado en la enseñanza por D. Alberto Lista mientras ignoréis lo que era la enseñanza cuando yo nací. Yo aprendí las primeras letras en la escuela mejor de Cádiz, donde sólo me enseñaron (es verdad que muy bien) a leer, escribir y contar. ¿Y sabéis por qué era esa escuela la mejor? porque en ella se enseñaba el carácter de letra inglesa y además los quebrados comunes y las fracciones decimales. ¡Oh! ¡Yo sabía decimales! y el bueno de mi maestro me exhibía como si yo fuera un prodigio. Las matemáticas y las lenguas vivas, es decir, francés e inglés (entonces las lenguas vivas no pasaban de estas dos), sólo podían aprenderse en las cátedras de estas asignaturas, costeadas por el consulado. Los dominicos y dos o tres dómines desdichados enseñaban latín, haciendo aprender de memoria a sus alumnos las listas esquilmantes de los pretéritos y supinos y el mascula sunt maribus de Nebrija; a lo que llamaban enseñar «El Arte». A aquellos benditos profesores no les era posible concebir que se supiera latín sin haber antes aprendido de memoria esas deplorables listas, ¡como si no fuera dable hablar español no habiendo aprendido antes de memoria, por ejemplo, la lista de los participios irregulares de nuestra lengua, arreglados por orden alfabético, u otro desatino semejante! ¿Geografía? ¿Historia? ¿Física? ¿Química? ¿Historia natural? ¡Oh! eso no había donde aprenderlo.

Este era el estado de la enseñanza en Cádiz, entonces indisputablemente la ciudad más culta de toda la Península, cuando el Sr. D. Alberto Lista fue a ella en 1838, a fundar el colegio de San Felipe Neri, donde inmediatamente estableció su plan de estudios, que comprendía latín, geografía, historia, matemáticas, retórica y poética, física, química, historia natural, psicología, lógica, moral, teodicea, francés, inglés, y todas las asignaturas necesarias para las carreras especiales, particularmente las del comercio. También había clases de escritura de adorno, de dibujo y de canto. Ya entonces estableció D. Alberto Lista el canto, hoy universalizado en toda Europa por razones estéticas e higiénicas. Los alemanes atribuyen al uso obligatorio del canto en los alumnos, la falta relativa de tísicos entre ellos. Había además en San Felipe clases de esgrima, de baile y de gimnasia y D. Alberto montó, muy poco después, cuatro, para la época, magníficos gabinetes de geografía, de física, de química y de historia natural.

Esto era en 1838, muchos años antes de que apareciesen los primeros planes de estudios de la enseñanza oficial. Y ya veis, señores del Ateneo, que los planes de estudios de la enseñanza oficial no eran otra cosa que el mismo de D. Alberto Lista, muy mermado, porque jamás en ningún instituto de España se han dado tantas enseñanzas como se daban en el colegio de San Felipe Neri de Cádiz: aún hoy en ninguna parte se da el canto, en muy pocos institutos hay clases de dibujo y de gimnasia, y son contados los institutos que poseen gabinetes, no ya a la altura de las ciencias experimentales en la actualidad, sino presentables siquiera, de geografía, de física y química y de historia natural. Y la enseñanza oficial tuvo que ser necesariamente la enseñanza de D. Alberto Lista, porque los primeros que redactaron los planes oficiales fueron discípulos del gran maestro, o personas influidas por ellos; y he aquí cómo la enseñanza oficial es la misma del Sr. Lista, perpetuada en nuestro país con todas sus ventajas y todos sus inconvenientes.



Y voy sobre este punto, que se me marcó por el señor Secretario de este Ateneo, a emitir algunas consideraciones.

D. Alberto Lista no tuvo nunca en cuenta sistemáticamente (advertid que digo «sistemáticamente» porque es claro que a aquella clara inteligencia no podía ocultarse en cada caso concreto ninguno de los extremos a que voy a referirme), Lista no tuvo en cuenta de un modo sistemático que la aparición de las facultades no es simultánea en el niño: ni en el hombre. Excelente alimento es el roast-beef, pero dando roast-beef a un recién nacido, se le causaría la muerte. Excelente estudio es el de las matemáticas; pero sólo cuando han aparecido en los jóvenes las facultades propias para ellas. Y tan es verdad lo que estoy diciendo, que hay una época en la vida de los niños en que es más fácil enseñarles experimentalmente en qué consiste, por ejemplo, la máquina de vapor, que filosóficamente la noción de nominativo. Con frecuencia se ven muchachos que saben sumar, restar, multiplicar y partir con seguridad y hasta con expedición, en una edad en que sería materialmente imposible hacerles comprender la razón de estas operaciones aritméticas.

Y no solamente no subordinó Lista su plan de estudios al orden sucesivo de aparición de las facultades intelectuales, sino que se resistía a creer que no todas las capacidades sirvieran para todo: que hay muchos alumnos prominentes para ciertos estudios, pero absolutamente incapaces para otros, -daltonianos de ideas, mucho más frecuentes que los daltonianos de colores.

Por esto D. Alberto quería que todos sus discípulos fuesen matemáticos y literatos. «Haced versos, nos decía; no para que seáis poetas, -en lo cual no habría inconveniente, -sino para que escribáis bien prosa: que no hay nadie que no pueda escribir bien prosa, en poniendo los medios para ello». ¡Como si los buenos prosistas no fuesen tan raros en el mundo como los buenos versificadores! ¿Cómo no advirtió D. Alberto Lista que los genios han sido casi siempre especialidades? Newton no fue poeta: Shakespeare no fue matemático: los Leonardo da Vinci constituyen una rarísima excepción.

Y es más: dada una especialísima aptitud, suele ser muy considerable la diferencia de fuerza intelectual de niño a niño; de hombre a hombre; que hay inteligencias muy vigorosas e inteligencias muy endebles. Y como Lista nunca reconoció, sistemáticamente, la realidad de las diferencias existentes entre las diversas personas dotadas de una misma aptitud, de aquí que jamás quisiera someter a sus alumnos, sistemáticamente, a distintos procedimientos ni a distinta disciplina, según la intensidad de las diversas aptitudes; mal que se ha perpetuado en la enseñanza con toda su gravedad. ¿Qué hace un profesor en una clase numerosa donde se encuentra con dos o tres sobresalientes; con tres o cuatro torpes, inenseñables; con unos cuantos que, sometidos a apropiada disciplina, podrían ser notables; y con la gran turba multa de los medianos? ¿Hace caminar la clase al paso de los sobresalientes? Pues no enseñará nada a los demás. ¿La hace caminar al paso de los torpes? Pues defraudará, a sabiendas, a todos sus alumnos de los tesoros del saber.

Por otra parte: Lista quería que las lenguas se estudiasen en las obras literarias, sin advertir que la arquitectura de las lenguas no tiene nada que ver con sus respectivas literaturas. Si yo os dijese que no hay español que no sepa español, enunciaría un concepto muy digno del honrado Perogrullo; pero, si yo os dijese que no hay español ninguno que conozca en toda su amplitud la inmensidad de la literatura española, quizá enunciaría una proposición paradójica, que exigiera cumplida demostración.

Dice Fernando de Herrera en su canción por la batalla de Lepanto:


«Y prometer osaron (los turcos) con sus manos
Encender nuestros fines y dar muerte
A nuestra juventud con hierro fuerte, etc.».

¡Hierro fuerte! ¿Es que acaso hay hierro suave? ¿Qué quiere decir eso de encender con las manos nuestros fines? ¿Serán muchos los españoles, no versados en literatura, que a la primera audición entiendan que lo que el poeta quiso decir, es que los turcos habían prometido poner fuego a nuestras fronteras y dar muerte a nuestra juventud con hierro inexorable?


«Hipogrifo violento,
Que corriste parejas con el viento:
¿Dónde, rayo sin llama,
Pájaro sin matiz, pez sin escama, etc.».

el conocido principio de La vida es sueño. Pero ¿quién es este Hipogrifo? ¿Este rayo sin llama? ¿Este pájaro sin matiz? ¿Este pez sin escama? ¿Serán muchos los españoles que entiendan desde luego que se trata de un caballo desbocado que se precipita desde lo alto de un monte?

Pues esto que estoy diciendo no es privativo de la literatura española; es común a todas. El Paraíso perdido de Milton, está escrito en inglés y traducido al inglés; es decir, los magníficos versos del poema, por demasiado literarios y por ende incomprensibles para la generalidad de los ingleses, están traducidos al inglés en prosa vil para que todos los comprendan. Un rarísimo ejemplar de este todavía más raro engendro literario existe en la librería de un cariñoso amigo mío, socio de este Ateneo, y que también tuvo la dicha de oír las lecciones de Lista, como yo.

El plan de Lista, que en parte vino a ser el plan de estudios oficial, no es bueno más que para las inteligencias superiores, pero entraña defectos capitales en cuanto se trata de aplicarlo a la generalidad de los alumnos.

Ahora bien, ¿son estas deficiencias del plan de estudios, imputables al gran maestro?

Creo que sí.

Como Lista fue profesor de matemáticas a la edad de trece años, no podía concebir que hubiese muchacho de esa edad incapaz de estudiarlas con provecho: como él era general, se resistía a creer, a no ser en casos muy excepcionales, que no todos los alumnos son propios para todo: como sus fuerzas intelectuales eran las poderosas de los hombres superiores, no quería admitir que hay entendimientos raquíticos; y, como él había nacido poeta y matemático y orador y maestro... quería que todos fuesen como él.

Y he aquí por qué nunca vio que es imposible aprender en un curso geografía e historia; que no es lo mismo enseñar latín que literatura latina; que es ilógico enseñar retórica y poética a quien no sabe aún casi hablar ni expresar sus pensamientos; que es tan inútil enseñar lógica a los niños como enseñar a volar a quien carece de alas; que todo plan de estudios debe ajustarse al orden sucesivo de aparición de nuestras facultades; que hay que someter a los alumnos a distinta disciplina, según los grados de intensidad de sus diversas aptitudes, y que en toda enseñanza bien meditada, debe presentarse el fenómeno antes que la ley, el efecto antes que la causa, la idea antes que el signo; porque en educación es inmensamente más importante el desarrollo de las facultades que la adquisición de los conocimientos, y porque esta es la única manera, no sólo de no esquilmar las inteligencias con artificios rutinarios e irracionales, sinó de formar caracteres vigorosos y espíritus independientes que piensen por sí y hagan avanzar las artes, las ciencias y las industrias. (Aplausos.)



Y vamos ahora a otro punto de muy difícil solución.

Lista fue afrancesado.

También lo fueron Meléndez, Moratín, Burgos, Hermosilla, Reinoso y muchos más, todos reputados hoy como gloria de las letras españolas.

¿Debemos condenarlos? ¿Desde luego? Pero, ¿tendremos datos suficientes? ¿Podemos saber hoy qué fue lo que contagió hasta tal extremo a tantas inteligencias de primer orden?

Yo, ciudadano del mundo, deseo que los pueblos todos se den en paz las manos; yo sueño con la utopía (hoy irrealizable) de la paz universal: yo quiero la paz. Pero mientras haya pueblos hercúleos, hambrientos de botín en daño mío y de la independencia nacional, no he de entregar, cobarde y vil, a sus apetitos y ambiciones, casas, campos, ciudades, niños y mujeres; que no quiero ser inferior a las bestias irracionales que defienden a sus hembras y a sus hijos. Y entonces guerra, guerra furibunda contra el invasor; porque ya el mundo no es mi patria, lo es mi España, lo es la tierra donde están los hogares de mi raza; y de nuestros montes y de nuestras montañas, haré alcázares inexpugnables de la independencia nacional, y talaré nuestros campos más fecundos para que en ellos no encuentre el invasor techo ni abrigo; y envenenaré las fuentes de los ríos para que no tengan donde beber los caballos extranjeros; y no envainaré la espada hasta ver en los nuevos Atilas lo que deben ser todos los hombres de la civilización: ciudadanos del mundo. (Aplausos.)

¡Oh! ¿Qué os congeló el corazón, Lista, Meléndez, Hermosilla, Moratín! ¿Qué malditas ideas secaron en vuestros corazones los sentimientos indómitos de nuestra raza?

Yo creo, señores, en mi amor filial hacía hombres de tan reconocido mérito, que nosotros no podemos ni aun siquiera concebir lo que contagió aquellas inteligencias. Para condenarlas basta con el sentimiento patriótico; para disculparlas sería preciso que nosotros pudiésemos pensar como ellos pensaron; y esto nos es hoy imposible, porque las ideas de este siglo no son las ideas del pasado.

Hoy iluminan nuestras inteligencias las teorías de la evolución, de la unidad de las fuerzas físicas, y de la unidad de la materia: hoy nuestros esclavos se llaman vapor, electricidad y magnetismo; hoy nos burlamos y nos reímos todos de los dos tenebrosos déspotas de la antigüedad, el espacio y el tiempo: y sobre la política de los pueblos, las ideas del pasado siglo eran diametralmente opuestas a las ideas de este siglo grandioso, menos grande por haber hecho dibujar a la luz en la fotografía, haber aprisionado el sonido con el fonógrafo, haber menguado el espacio con la locomotora, haber prescindido del tiempo con el telégrafo y el teléfono; haber suprimido el dolor con el cloroformo; menos grande por todas estas maravillas que ya ha realizado y por las que le queden aún que realizar en las regiones ignotas o inexploradas aún de las ciencias naturales, que por haber consagrado los derechos imprescriptibles de la personalidad humana, y haber declarado que la guerra y la conquista son el escándalo y la infamia de nuestra civilización; porque cada pueblo es, y debe ser, el arbitro de sus destinos, y porque la guerra y la conquista no respetan, antes bien destruyen, lo que hay de más sagrado en la humanidad: el trabajo y el ahorro. (Aplausos.)

Gobernar es someter -decía Napoleón. -Gobernar es resistir, -dijo luego, a la restauración francesa la escuela moderada. -Gobernar es transigir, -dijeron los eclécticos. -Cúmplasela voluntad nacional, -dijeron los progresistas por boca de Espartero. -Gobernar es respetar los derechos inherentes a la personalidad humana, -dicen las escuelas democráticas. -Gobernar es respetar y garantir todos los derechos, así los inherentes a la personalidad humana, como los naturales de los seres colectivos, -dice la escuela federal.

Señores, entre caminar en tartana o devorar el espacio en tren expreso, ¿no es verdad que existe mucha mayor diferencia que entre las ideas políticas del siglo pasado y las del presente, entre el principio napoleónico de que «gobernar es someter» y el principio democrático de que «gobernar es respetar»?

Los que vieron malogrados por los horrores septembristas los principios de la revolución francesa, con la cual todos habían simpatizado, y vieron después someterse aquel caos a la espada victoriosa de un soldado de fortuna, ¿no es verdad que debieron persuadirse de que efectivamente «gobernar es someter»? Y, contemplando que al colosal poder de Napoleón todo se rendía, ¿no pudieron pensar honradamente y de buena fe, que el gobierno de quien sojuzgaba a su albedrío tronos y leyes, era el que más convenía a esta trabajada nación después de los motines de Aranjuez y de las ignominias de Godoy? Y si creyeron imposible el resistir, ¿no era buena política, la de someterse al invasor desde luego, granjearse así su voluntad, adquirir valimiento y emplearlo después en pro de la patria desvalida?

Señores, yo no prohíjo estos raciocinios: los rechazo; pero esto o algo así debió ser la obsesión de los afrancesados.

Además, la serie de triunfos no interrumpida del Imperio, los clarines victoriosos de la fama y las trompas lisonjeras del dios Éxito habían proclamado genio a Napoleón. Todavía en 1839 escribía el Sr. D. Alberto Lista que Napoleón había sido el hombre más grande de la edad moderna.

¡Genio Napoleón! Los genios en política vislumbran, antes que nadie, el ideal que alborea por oriente y el error vetusto que se pone por ocaso. No es genio resistir, sino demencia, demencia que cuesta muchas lágrimas; y el César francés, lince para herir en el corazón a los ejércitos enemigos, nunca tuvo la vista intelectual que penetra hondamente en lo futuro: sabía lo que cuesta en hombres un combate, pero ignoraba por completo lo que ocurría en la humanidad, y por eso no quiso ponerse a la vanguardia de la evolución moderna ni de las democracias triunfadoras.

¡Genio Napoleón! Las obras de los genios nunca mueren; nunca. Y, ¿qué resta en pie de las inepcias del Imperio? ¿Qué ha quedado? ¿La conquista de España? España despedazó las águilas de Francia. ¿La sumisión al Capitolio? Roma forma hoy parte integrante de la unidad de Italia. ¿El bloqueo continental? Inglaterra es actualmente el pueblo más poderoso del mundo. ¿El cesarismo militar? Francia es hoy república. ¿El ensanche político de Francia hasta las orillas del codiciado Rhin?

Prusia tiene puestos los pies sobre la Alsacia y la Lorena.

Señores; se trata de hechos: ¿Qué resta en pie de los triunfos de Napoleón? ¿Logró Napoleón detener el movimiento evolutivo de nuestro siglo? Lo viejo está minado por corrientes subterráneas, y lo nuevo está tomando por asalto el mundo.

No; no son genios los que pierden lastimosamente el tiempo queriendo levantar, contra lo que tiene irremisiblemente de venir, diques de resistencia con el polvo de lo viejo, sino los que se anticipan a su época abriendo cauces anchurosos a las aguas de la civilización.

Dos millones de jóvenes cayeron en las guerras de Napoleón para imponer la esclavitud en Europa: dos millones de blancos perecieron en la guerra de Lincoln para abolir la esclavitud en América. De los triunfos del capitán francés no queda nada: de los triunfos del leñador americano queda la libertad del negro; y he aquí por qué, si algún día hubiese un nombre de simbolizar la política generosa de este siglo, el siglo XIX no se llamaría el siglo de Napoleón sino el siglo de Lincoln: no el siglo del César sanguinario que profesaba el principio despótico de que gobernar es someter, sino el del humilde ciudadano que decía a todas las naciones de la tierra: «Cantad el cántico nuevo de la civilización. Gobernar es respetar: gobernar es garantir». (Aplausos.)



Señores, resumo. El Sr. D. Alberto Lista y Aragón fue uno de los hombres más importantes de la época pasada, uno de los que más han influido en los destinos de nuestro país, y es hoy y será siempre una gloria nacional. Y las deficiencias que yo he debido indicar reverentemente, -tan reverentemente como un hijo cariñoso puede hablar de las que juzgue faltas en su padre, -fueron hijas, las unas, de la política despótica de su tiempo; las otras, de la universalidad de sus grandes facultades.

¡Adiós, caro maestro! ¡Salve, muerto inmortal! (Aplausos.)

He dicho.






Apéndice

Terminada la conferencia, me encontré agradabilísimamente residenciado, por dos amigos íntimos y de mi mayor cariño y predilección, en los alegres pasillos del Ateneo, tribunal amistoso donde, por lo que vi, se sujetan ajuicio contradictorio, lo mismo ahora que en 1861 cuando yo asistía habitualmente a las sesiones de la sabia corporación, las ideas, doctrinas y opiniones sostenidas en la cátedra.

El primero de mis dos amigos, sabio jurisconsulto, ex-ministro que tuvo la dicha envidiable de firmar el decreto de libertad de diez mil negros esclavos, y cuyo amor a la independencia patria llega hasta la intransigencia, me inculpó cariñosamente por no haber hecho constar, en honor de verdad y de justicia, que los afrancesados fueron liberales, enemigos de todo fanatismo, tolerantes y hombres animados, en cuanto era entonces posible, del espíritu nuevo de su tiempo. Contesté a mi amigo, reconociendo, hasta cierto punto, el cargo, y manifestándole que había pensado presentar esas cualidades como circunstancias atenuantes, no sólo en general, sino también en particular, respecto de aquellos hombres que, cual Miñano, nunca quisieron ser Josefinos, aunque siempre hicieron alarde de ser afrancesados en el sentido de haber querido ver planteadas en España las reformas políticas y administrativas prometidas por los invasores; pero que, al llegaren mi conferencia al lugar adecuado para introducir tales atenuaciones, me había repugnado el aducirlas hasta el extremo de hacérseme imposible presentar el amor a la libertad y a las reformas como ex-culpación del hecho execrable de prohijar la causa de los ejércitos invasores; pues, como observa con gran discreción otro queridísimo amigo mío, pudo buenamente haber en España quien simpatizara con los franceses hasta el famoso 2 de Mayo; pero luego, y, sobre todo, después del triunfo de Bailén, donde Andalucía demostró al mundo atónito que el Imperio no era invulnerable, no quedó a los españoles más recurso que la guerra, y la regeneración política que había de cubrir de gloria inmortal a las Cortes gaditanas.

El segundo de mis dos residenciantes, también jurisconsulto, a quien los altos puestos que ha desempeñado y desempeña con gran honra, tienen apartado de las letras, y sobre todo de la dramática en que de joven conquistó lauros gloriosísimos, discípulo de Lista, corno yo, y con quien me unen desde la niñez lazos de cordialísima amistad, jamás interrumpida ni empañada por la más ligera nube, me inculpó a su vez de amenguar exageradamente la importancia de Napoleón, y su influjo en las vías del progreso.

Yo, que siempre he odiado la política de la fuerza; yo, que no he comprendido jamás la conjuración del silencio de cuantos estaban llamados a denunciar virilmente los errores y los crímenes del Imperio; yo, que estoy convencido de que a esa pasiva conjuración se debe el que las falsas glorias de los Napoleonidas no hayan caído aún ruidosamente de su injusto pedestal, me contenté por toda defensa con leer el siguiente juicio crítico de Herbert Spencer, contenido en la Introducción a la Ciencia Social, pág. 168 de la traducción francesa, que el secretario del Ateneo, Sr. D. Augusto Charro-Hidalgo, tuvo la amabilidad de facilitarme en el acto a una indicación mía:

«Del caos sangriento de la revolución francesa salió (dice Herbert Spencer) un soldado, cuyo talento militar unido a su total carencia de reparos ni de escrúpulos, lo hizo General, Cónsul y Autócrata. Su falsía era excepcional: mentía siempre en sus despachos; jamás escribía una página de buena fe, y hasta daba lecciones de mentir a los demás. Demostraba amistad en el momento mismo de estar haciendo traición; atraía a sus adversarios con promesas de clemencia y enseguida los mandaba matar...

Para aterrorizar a los pueblos cometió actos de barbarie iguales a los cometidos por los sanguinarios emperadores de la antigüedad... y así, en Egipto, para vengar a cincuenta soldados suyos, decapitó a dos mil fellahs y arrojó sus cuerpos en el Nilo: en Jafa hizo matar a sangre fría la guarnición de dos mil quinientos hombres que se le había rendido. Sus mismos oficiales, a quienes no hay motivo para suponer exagerados en sus escrúpulos, miraban con pena tanta inhumanidad y hasta se resistieron a veces a ejecutar sus sanguinarias órdenes.

Los instintos del salvaje estaban apenas contenidos en este hombre por lo que tenemos costumbre de llamar sentido moral... Un día sacrificó con la mayor sangre fría hasta a sus propios soldados, ordenando sin escrúpulo ninguno un inútil combate de avanzada, sólo para dar a su querida el espectáculo de una refriega... ¡Qué cosa más natural en hombre semejante el que, además de sus innumerables traiciones y falta de buena fe respecto a las naciones extranjeras, hiciese también traición a su país, conculcando las instituciones libres nuevamente conquistadas, para sustituirles su execrable despotismo militar!...

Si se hace el balance general de los hombres que perdieron la vida por causa de las campañas de Napoleón... se llega hasta a dos millones, utilizando únicamente los cómputos más moderados. ¡Y tanta carnicería, tantos dolores, tanta devastación, sólo porque devoraba a un hombre el deseo irresistible de reinar despóticamente sobre todos los demás!

Los nombres de los principales actores del Terror (La Terreur) son, entre nosotros los ingleses, nombres execrables; ¡lo cual no quita que llamemos Grande a Napoleón, y que los ingleses le rindan reverente culto, yendo a quitarse el sombrero respetuosamente ante su tumba!».



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