Escena II
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El REY.
CARLOS.
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CARLOS.-
(Se dirige al REY y se precipita a sus
plantas vivamente conmovido.) ¡Padre mío! Recobro
a mi padre; ¡mil gracias por semejante favor! Vuestra mano...
padre mío! ¡Oh, día de ventura! ¡Mucho tiempo
ha que se rehusaba al hijo tan dulce beso! ¿Por qué
padre mío, me habéis alejado por tanto tiempo
de vuestro corazón? ¿Qué hice para ello? |
REY.-
Príncipe, debieras ignorar semejantes artificios.
Excúsalos, porque no gusto de ellos. |
CARLOS.-
(Levantándose.)
Lo esperaba; paréceme oír a vuestros cortesanos.
¡Por el cielo, padre mío! No siempre dice verdad un
sacerdote, ni las hechuras de un sacerdote. Mi corazón
no está pervertido, padre mío: en el ardor
de mi sangre consiste toda mi maldad, y mi juventud es mi
pecado. No estoy pervertido, creedlo, y aunque los impulsos
violentos de mi corazón hacen traición a mi
naturaleza, mi corazón es bueno. |
REY.-
Sé
que tu corazón es puro como tu plegaria. |
CARLOS.-
Ahora o nunca; estamos solos; ha desaparecido entre el padre
y el hijo el antemural de la etiqueta. Ahora o nunca. Celeste
rayo de esperanza brilla en el fondo de mi alma, henchida
de suave presentimiento, y el cielo entero con sus coros
de ángeles se inclina sobre mí... El mismo
Dios tres veces santo contempla gozoso esta augusta y conmovedora
escena... ¡Reconciliémonos, padre mío! (Cae
a sus pies.) |
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REY.-
Déjame; ¡levántate!
|
CARLOS.-
¡Reconciliémonos! |
REY.-
(Desembarazándose
de él.) Esta comedia va pareciéndome harto
insolente... |
CARLOS.-
¡Una insolencia, el amor de vuestro
hijo! |
REY.-
¡Lágrimas!... ¡Indigno espectáculo!...
Sal de mi presencia... |
CARLOS.-
Hoy o nunca... ¡Reconciliación,
padre mío! |
REY.-
¡Sal de mi presencia! Volvieras
de un combate cubierto de humillación, mis brazos
se abrirían para recibirte; pero en semejante estado
te rechazo. Sólo la mancha de una vileza puede lavarse
en tan vergonzosa fuente; quien no se avergüenza del
arrepentimiento, jamás lo excusará. |
CARLOS.-
Pero ¿qué hombre es este? ¿Cómo pudo extraviarse
entre los demás, este ser extraño a la humanidad?
El eterno testimonio de la humanidad son las lágrimas;
él tiene los ojos enjutos. En verdad que no es hijo
de mujer... ¡Oh! Mientras es tiempo todavía, dejad
que vuestros ojos aprendan a verter lágrimas, si no
queréis invocarlas en vano, en un momento cruel.
|
REY.-
¿Crees por ventura que con tan bellas frases, harás
bambolear la penosa duda de tu padre? |
CARLOS.-
¿La duda?
Si quiero anonadarla; si quiero hacer mío tu corazón
de padre, con toda la fuerza de mi alma, hasta destruir la
duda, muro de granito. ¿Qué son los que me han arrebatado
la gracia de mi padre? ¿Qué ha podido ofrecerle el
monje a cambio de su hijo? ¿Qué compensación
le da Alba, por una vida sin hijo? ¿Acaso deseáis
ser amado? Brota de mi corazón corriente de amor más
viva y fresca, que en estas siniestras y perturbadas almas,
abiertas sólo al oro de Felipe. |
REY.-
Detente, temerario.
Te atreves a injuriar a mis servidores predilectos, que debes
honrar... |
CARLOS.-
¡Nunca!... Conozco cuánto puedo.
Lo que hace el de Alba, Carlos es capaz de hacerlo, y aun
más. ¿Qué le importa a un mercenario, el reino
que no será jamás suyo? ¿Qué le importa
que encanezcan vuestros cabellos? Vuestro Carlos os hubiera
amado... Me aterroriza la idea de hallarme solo, aislado
en el trono. |
REY.-
(Conmovido por estas palabras, queda pensativo
y ensimismado; después de un instante de silencio.)
¡Estoy solo! |
CARLOS.-
(Con vivacidad y calor, acercándose
a él.) Lo estuvisteis. Cese vuestro desdén
y os amaré como un niño, os amaré con
ardor; sólo os pido que ceséis de aborrecerme.
¡Cuán dulce y seductor ha de ser, sentirse honrado
por un alma noble, saber que nuestro júbilo anima
otro semblante, que nuestra ansiedad agita otro pecho, que
nuestras penas bañan en lágrimas otros ojos!
¡Cuánta gloria para un padre en recorrer de nuevo
la florida senda de la juventud, del brazo de su amado hijo,
y en renovar con él el sueño de la vida! Tierna
y grande tarea la de inmortalizarse por la virtud de un hijo,
y derramar el bien a través de los siglos. Sembrar
lo que un hijo cosechará; recoger lo que puede serle
provechoso; presentir la grandeza de su reconocimiento y
gratitud. ¡Ah, padre mío! ¡Vuestros monjes, harto
prudentes, callan sobre este paraíso terrenal! |
REY.-
(Con alguna emoción.) ¡Oh, hijo mío! ¡Hijo
mío! Tú mismo pronuncias tu sentencia, cuando
pintas con tan encantadoras frases una felicidad que nunca
me has concedido... |
CARLOS.-
¡Júzguelo Dios! Vos
mismo me habéis alejado de vuestro corazón
y de vuestro gobierno, y hasta ahora con visible injusticia.
Pues, ¿qué he sido yo en España, príncipe
heredero de España, sino un extranjero, un prisionero
en esta tierra de la cual seré un día soberano?
¡Cuántas veces, padre mío, bajé los
ojos de vergüenza, recibiendo las noticias del palacio
de Aranjuez por boca de los embajadores extranjeros o leyendo
las gacetas! |
REY.-
Aún hierve en tus venas la sangre
ardiente de la juventud, y sólo sabrías destruir.
|
CARLOS.-
Pues bien, padre mío; ocupadme en destruir,
puesto que mi sangre hierve... Tengo ya veinte y tres años,
y aún no hice nada para la inmortalidad. Despierto
y conozco cuanto puedo. Mi vocación para reinar me
arranca de mi sueño como un acreedor, y el tiempo
perdido pesa sobre mí como deuda sagrada. Llegó
para mí el solemne momento en que debo dar cuenta
de tan precioso depósito. La historia del mundo, y
la fama de mis abuelos, y la sonora trompeta de la gloria
me llaman. Llegó para mí el instante de franquear
las gloriosas fronteras del honor. ¿Puedo formular la súplica
que me ha conducido aquí? |
REY.-
¿Todavía una
súplica? Habla. |
CARLOS.-
Cunde la sublevación
en Brabante a un punto que aterra, y la contumacia de los
rebeldes exige sabia y vigorosa resistencia. Para dominarlos,
el Duque, investido por su Rey de poder absoluto, debe llevar
a Flandes su ejército. ¡Gloriosa misión que
contendría a vuestro hijo para conducirle al templo
de la gloria! Confiadme, ¡oh Rey! Confiadme este ejército.
Cuento con la adhesión de los flamencos, y respondo
con mi vida de su fidelidad. |
REY.-
Hablas como un soñador.
Esta empresa requiere un hombre y no un niño... |
CARLOS.-
Requiere un hombre, padre mío, y precisamente el de
Alba no lo ha sido nunca. |
REY.-
Sólo por el terror
puede dominarse la revuelta; la clemencia sería locura...
Tu alma es débil, hijo mío, y el Duque en cambio
es temido. Renuncia a tu pretensión. |
CARLOS.-
Enviadme
a Flandes con el ejército; confiad en esta alma débil.
Al solo nombre del hijo de Rey precediendo a nuestras banderas,
será conquistado un país que sólo sabrán
devastar los verdugos del Duque de Alba. Os lo pido de rodillas;
es la primera gracia que os suplico, padre mío; confiadme
Flandes. |
REY.-
(Clavando en su hijo una mirada penetrante.) ¡Y confiaré al propio tiempo mi mejor ejército
a tu ambición, el puñal al asesino! |
CARLOS.-
¡Oh, Dios!... No he adelantado un paso! Este es el fruto
de tan solemne instante, por tanto tiempo deseado. (Después
de un momento de reflexión y con tono solemne pero
suave.) Respondedme con más dulzura, y no me alejéis
así de vuestro lado: sentiría dejaros después
de tan tristes palabras, y con el corazón oprimido.
Tratadme con más bondad; os expongo mi más
apremiante deseo, mi última tentativa, tentativa que
inspira la desesperación. Porque no puedo, no puedo
soportar con mi firmeza humana, que me lo rehuséis
todo, absolutamente todo. Os dejo ahora sin haber sido comprendido;
engañado en mis caros proyectos. Vuestro Duque de
Alba y vuestro Domingo reinarán victoriosamente, después
que vuestro hijo ha llorado, hundida la frente en el polvo.
Allí estaba la temblorosa turba de los cortesanos,
y de los grandes, y el pálido cortejo de los monjes,
cuando me habéis concedido solemnemente esta audiencia;
no me humildes, no me hiráis mortalmente, padre mío;
no me sacarifiquéis de un modo ignominioso a la turba
insolente de la corte. No se diga que mientras los extraños
rebosan en favores, nada puede obtener Cárlos con
sus súplicas. Probad que queréis honrarme enviándome
a Flandes con el ejército. |
REY.-
No repitas estas
palabras, si temes mi cólera. |
CARLOS.-
La arrostro
repitiendo mi súplica por tercera vez. Confiadme Flandes.
Debo abandonar España; me es forzoso; porque continuar
aquí es respirar bajo la mano del verdugo. El cielo
de Madrid oprime mi ánimo como la idea de un asesinato,
y sólo un pronto cambio de clima podría curarme.
Si me queréis salvar, enviadme a Flandes sin pérdida
de tiempo. |
REY.-
(Con afectada confianza.) Los enfermos
como tú, hijo mío, exigen solícitos
cuidados, y deben permanecer bajo la vigilancia del médico.
Seguirás en España y el Duque irá a
Flandes. |
CARLOS.-
(Fuera de sí.) ¡Ahora, protegedme,
ángeles míos! |
REY.-
Detente... ¿Qué
significa la expresión de tu rostro? |
CARLOS.-
(Con
voz temblorosa.) ¡Padre mío! ¿Esta decisión
es irrevocable? |
REY.-
Parte del Rey. |
CARLOS.-
He cumplido
con mi deber. (Vase vivamente agitado.) |
Escena IV
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Antesala de la habitación de
la REINA. D. CARLOS entra por la puerta del centro conversando
con un PAJE; los cortesanos se dispersan por las habitaciones
contiguas.
|
CARLOS.-
¿Una carta para mí? ¿Y para qué
esta llave? ¡Y ambas remitidas con tal misterio! Acércate.
¿De dónde has sacado esto? |
PAJE.-
Por lo que he visto,
la dama prefiere que se adivine quién es, antes que
ser nombrada. |
CARLOS.-
¿La dama? (Observa con más
detención al PAJE.) ¡Qué! ¡Cómo! ¿Quién
eres tú, pues? |
PAJE.-
Un paje de S. M. la Reina.
|
CARLOS.-
(Asustado va a él, y le pone la mano en los
labios.) Eres muerto! ¡Detente! Sé lo bastante. (Rompe
vivamente el sobre y se dirige a un rincón de la sala
para leer la carta. Durante este intervalo, el DUQUE DE ALBA
pasa sin que el PRÍNCIPE le vea y entra en la habitación
de la REINA. CARLOS tiembla y palidece, y se ruboriza a la
vez. Después de haber leído, sigue silencioso
por algun tiempo, fijos los ojos en la carta. Despues vuelve
a dirigirse al PAJE.) ¿Ella misma te ha dado esta carta?
|
PAJE.-
Por su propia mano. |
CARLOS.-
¿Ella misma te ha dado
esta carta? ¡Oh, no me engañes!... No he visto aún
una línea de su puño, y me veré obligado
a creerlo, si puedes jurarlo. Si mientes, confiésalo
con franqueza y no me engañes. |
PAJE.-
¡Engañaros
a vos! |
CARLOS.-
(Mira de nuevo la carta, después contempla
al PAJE dudoso; después de haber dado una vuelta por
la sala.) ¿Viven todavía tus padres, verdad? ¿Tu
padre sirve al Rey? ¿Es hijo de aquí? |
PAJE.-
Fue
muerto en San Quintín, siendo coronel de caballería
del Duque de Saboya. Se llamaba Alfonso, y era conde de Henares.
|
CARLOS.-
(Le toma la mano y fija en él una mirada
expresiva.) ¡El Rey te ha entregado esta carta! |
PAJE.-
(Inmutado.)
Príncipe, ¿acaso he merecido esta sospecha? |
CARLOS.-
(Lee.) «Esta llave abre las habitaciones que hay detrás
del pabellón de la Reina. La más retirada de
todas está junto a un gabinete donde no ha penetrado
jamás un espía; allí, el amor puede
expresar con toda libertad cuanto hasta ahora ha confiado
a simples señas. El tímido amante será
oído, y recompensada la modesta paciencia.» (Como
si despertara de un letargo.) No sueño, no deliro...
¡Es realmente ésta mi mano derecha, y ésta,
mi espada!... ¡Y estas son palabras escritas!... ¿Es verdad?
¡Es realidad!... Soy amado..., lo soy... Sí..., soy
amado... (Se pasea agitado a lo largo de la sala, sin aliento
y con los brazos extendidos.) |
PAJE.-
Venid, Príncipe;
yo os guiaré. |
CARLOS.-
Dejadme antes volver en mí.
¡Conmueve aún todo mi ser el estremecimiento de la
dicha! ¿Podía concebir tan osada esperanza? ¿Podía
ni siquiera soñarla? ¿Dónde hallar el hombre
que se acostumbrara tan pronto a la idea de convertirse en
dios? ¿Qué era, qué soy ahora? Otro cielo,
otro cielo brilla para mí... Me ama... |
PAJE.-
(Quiere
llevársele consigo.) Príncipe, Príncipe,
no es este el lugar... Olvidáis... |
CARLOS.-
(Sobrecogido
de súbito terror.) El Rey, mi padre... (Deja caer
sus brazos, mira en torno suyo con espanto, y empieza a serenarse.) Esto es espantoso. Sí; tienes razón, amigo
mío; te doy las gracias; no estaba en mí. ¡Que
me sea forzoso callar, ocultar en mi pecho tanta ventura...
Es horrible, horrible! (Toma el PAJE de la mano, y le lleva
aparte.) Lo que has visto, óyeme bien, y lo que no
has visto, debe ser encerrado en tu corazón como en
un ataud. Ahora ve; acudiré a la cita; ve; no conviene
que nos sorprendan aquí; ve. (El PAJE va a salir.)
Aguarda; oye. (El PAJE vuelve; CARLOS pone la mano en su
hombro y le dice mirándole severo.) Te llevas contigo
un terrible secreto, semejante a aquellos activos venenos
que rompen el vaso que los contiene. Domina la expresión
de tu rostro, y que no sepa nunca tu inteligencia lo que
oculta tu corazón; sé como el eco, que recibe
y repite el sonido, sin oír nada. Eres un niño;
selo siempre, y continúa jugando alegremente. ¡Muy
hábil y prudente se ha mostrado la que te eligió
por mensajero del amor! Seguramente no irá a buscar
el Rey, entre los niños, sus víboras. |
PAJE.-
Por mi parte, Príncipe, me enorgullezco de poseer
un secreto que no posee el Rey. |
CARLOS.-
Mancebo vanidoso,
esto precisamente debiera hacerte temblar. Si ocurre el encontrarnos,
acércate a mí con timidez y sumisión!
Cuidado con que la vanidad te impulse a dejar comprender
que el Príncipe te es favorable, porque tu mayor crimen,
hijo mío, sería el complacerme. Cuanto debas
decirme desde ahora, no me lo digas con palabras; no lo fíes
a tus labios; no sigan tus noticias la senda ordinaria de
los pensamientos; háblame con la mirada, por señas;
te comprenderé en un abrir y cerrar de ojos. El ambiente
que respiramos, la luz que nos rodea, estas mudas paredes;
todo está vendido a Felipe. Alguien viene. (La habitación
de la REINA se abre y sale el DUQUE DE ALBA.) Sal... Hasta
luego. |
PAJE.-
Príncipe, no equivoquéis la
habitación... (Vase.) |
CARLOS.-
El Duque... No; no;
la encontraré. |
Escena V
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D. CARLOS. El DUQUE
DE ALBA.
|
ALBA.-
(Colocándose delante del PRÍNCIPE.)
Una palabra, Príncipe. |
CARLOS.-
Perfectamente; está
bien... Otro rato. (Hace que se va.) |
ALBA.-
No es este,
en efecto, el lugar más a propósito para hablaros,
y tal vez plazca a V. A. concederme audiencia en su habitación.
|
CARLOS.-
¿Y por qué?... La audiencia puede verificarse
aquí; hablad pronto y con brevedad. |
ALBA.-
Me conduce
a V. A. antes que todo, la gratitud que le debo por la orden
que conoce. |
CARLOS.-
¿Gratitud... a mí? ¿Por qué
motivo me debe gratitud el Duque de Alba? |
ALBA.-
Apenas
ha salido V. A. del despacho del Rey, he recibido la orden
de salir para Bruselas. |
CARLOS.-
¿Para Bruselas? ¡Ah! |
ALBA.-
¿A quién sino a la favorable intervención de
V. A., podré atribuir?... |
CARLOS.-
¿A mí?...
No, por cierto, a mí. Partid, partid y que Dios os
acompañe. |
ALBA.-
¿Ni una palabra más?... Me
sorprende. ¿V. A. no tiene que darme algunas órdenes
para Flandes? |
CARLOS.-
¡Qué más debo decir!...
¿Y por qué para Flandes? |
ALBA.-
Pareciome hace poco
que la suerte de este país reclamaba la propia presencia
de D. Carlos. |
CARLOS.-
¿Cómo es esto?... ¡Ah! Sí;
así fue, pero ahora todo me parece perfectamente,
perfectamente; casi mejor. |
ALBA.-
Os escucho con sorpresa.
|
CARLOS.-
(Con ironía.) Sois un gran general, ¿quién
lo ignora? La misma envidia debe reconocerlo. Yo soy muy
joven todavía; tal ha sido también la opinión
del Rey. El Rey tiene razón; tiene razón por
completo; lo veo ahora, y estoy satisfecho. Por tanto, hemos
hablado bastante sobre esto, y os deseo un feliz viaje; no
puedo, como veis, detenerme más, porque tengo mucho
que hacer. Dejemos el resto para mañana, o para cuando
vos queráis, o para cuando regreséis de Bruselas.
|
ALBA.-
¿Cómo? |
CARLOS.-
(Después de un momento
de silencio, viendo que el DUQUE no ha salido todavía.) Salís de aquí en buena estación; atravesaréis
el Milanesado, la Lorena, Alemania... Alemania, sí;
precisamente era en Alemania; allí os conocen. Estamos
en abril, mayo, junio, julio...; perfectamente; en agosto,
a más tardar, estaréis en Bruselas... ¡Oh!
No dudo que muy luego oiremos hablar de vuestras victorias;
os haréis digno de nuestra bondadosa confianza. |
ALBA.-
(Con acento intencionado.) ¿Será tal vez con el reconocimiento
de mi nulidad? |
CARLOS.-
(Después de un momento de
silencio, con altivez y dignidad.) Sois susceptible, Duque,
y con razón. Debo confesar que es poco generoso por
mi parte usar contra vos, armas que no estáis en el
caso de usar contra mí... |
ALBA.-
¿No estoy en este
caso? |
CARLOS.-
(Presentándole la mano y riendo.)
Lástima que me falte el tiempo para empeñar
un noble combate con el Duque de Alba... Otra vez... |
ALBA.-
Príncipe, ambos calculamos de diferente manera. Vos,
por ejemplo, lo aplazáis para dentro veinte años,
y yo me refiero a veinte años hace. |
CARLOS.-
¿Y bien,
qué? |
ALBA.-
Estoy pensando, cuántas noches
trascurridas junto a vuestra madre, la Princesa de Portugal,
hubiera dado el Monarca para atraer al servicio de la corona
un brazo como el mío... No ignoraba el Rey cuánto
más fácil es perpetuar la progenie que consolidar
la monarquía, y que se provee más pronto de
un rey al mundo, que de un mundo al Rey. |
CARLOS.-
Es muy
cierto, sin embargo, Duque, sin embargo... |
ALBA.-
El Rey
no ignoraba cuánta sangre de sus pueblos era preciso
derramar, antes que un par de gotas de sangre hicieran de
vos un rey. |
CARLOS.-
Es muy cierto, vive Dios; y en dos
palabras habéis formulado lo que el orgullo del mérito
puede oponer al orgullo de la fortuna. Pero no veo la consecuencia,
Duque... |
ALBA.-
¡Desdichado del príncipe que en la
cuna se mofa de su nodriza! Muy grato le será sin
duda descansar muellemente, y adormecerse en brazos de nuestras
victorias. Sólo las perlas brillan en la corona, sin
que se vean las heridas que han costado... Esta espada, Príncipe,
impuso las leyes españolas a pueblos extranjeros,
fulguró delante del pendón de la cruz y ha
trazado sobre el continente sangrientos surcos, para sembrar
en ellos la semilla de la fe. Dios era juez en el cielo;
yo, en la tierra. |
CARLOS.-
Dios o el diablo; lo mismo da.
Harto sé que erais su brazo derecho... Os suplico
que no hablemos más de eso... Quisiera evitar ciertos
recuerdos... Respeto la elección de mi padre, porque
mi padre necesita un Duque de Alba; precisamente esto es
lo que no le envidio... Sois un grande hombre; sea; me inclino
a creerlo; temo solamente que os hayáis anticipado
algunos siglos en nacer... Un hombre como el Duque de Alba,
debería venir allá en el momento de la consumación
de los siglos, cuando la gigantesca audacia del crimen habrá
agotado la paciencia del cielo, y la abundante cosecha de
maldades, ya en sazón, requerirá un segador
sin par... Entonces estaréis en vuestro centro. ¡Dios
mío!... ¡Mi paraíso!... ¡Mi Flandes!... Pero
es forzoso no pensar mas en ello..., ni una palabra más
sobre esto... Dicen que os lleváis de aquí
una porción de sentencias de muerte, firmadas de antemano...
¡Laudable precaución que evita para más tarde
todo efugio! ¡Oh, padre mío! ¡Cuán mal he comprendido
tus intenciones! Te acusaba porque me negaste un cargo en
el que había de lucirse el Duque de Alba, cuando con
esta negativa empezabas a darme una prueba de tu estimación.
|
ALBA.-
Príncipe..., estas palabras merecerían...
|
CARLOS.-
(Interrumpiéndole.) ¡Qué! |
ALBA.-
Pero vuestro título de hijo del Rey os sirve de escudo...
|
CARLOS.-
(Desenvainando su espada.) Esto pide sangre...
Vuestra espada, Duque... |
ALBA.-
(Fríamente.) ¿Contra
quién? |
CARLOS.-
(Cayendo sobre él.) En guardia,
u os atravieso el corazón... |
ALBA.-
Puesto que es
fuerza... (Se baten.) |
Escena VIII
|
|
Gabinete de la PRINCESA DE ÉBOLI.
|
|
La PRINCESA caprichosamente vestida, pero con exquisito gusto,
toca el laud, y canta. Luego el PAJE de la Reina.
|
PRINCESA.-
(Se levanta sobresaltada.) ¡Él llega! |
PAJE.-
(Corriendo.)
¿Estáis sola? Me sorprende no encontrarle aquí,
pero llegará sin duda al instante... |
PRINCESA.-
¿Vendrá?...
¿Consiente él?... Todo está resuelto... |
PAJE.-
Viene detrás de mí... Noble Princesa, os ama,
os ama, pero como nadie os amó; como no habéis
sido amada nunca... ¡Qué escena he presenciado!...
|
PRINCESA.-
(Con impaciencia.) Presto, di, ¿le has hablado?
¿Qué te ha dicho? ¿Qué cara ha puesto? ¿Qué
ha dicho? ¿Se ha turbado? ¿Acertó con el nombre de
la persona que le ha enviado la llave, o no? ¿Ha sospechado
si era otra? ¡Por Dios! No me respondes palabra... ¡Estás
como avergonzado! Nunca me has parecido tan torpe, tan tonto,
tan insoportable... |
PAJE.-
¡Pero si no me dejáis
hablar! Le he entregado la llave y el billete, y me ha parecido
que se corría cuando le he dicho que era el enviado
de una dama. |
PRINCESA.-
¡Qué se corría!...
Muy bien, muy bien... Vaya; continúa... |
PAJE.-
Quería
decirle algo más, pero ha palidecido, me ha arrancado
la carta de la mano, y lanzándome una mirada amenazadora,
me ha dicho que lo sabía todo. |
PRINCESA.-
¡Que lo
sabía todo! ¡Que lo sabía todo!... ¿Esto ha
dicho? |
PAJE.-
Me ha preguntado por tres o cuatro veces si
vos misma me habíais realmente entregado esta carta.
|
PRINCESA.-
¿Si era yo misma?... ¡Y ha pronunciado mi nombre!
|
PAJE.-
No; no ha pronunciado vuestro nombre.- Algunos espías,
me ha dicho, podrían escucharme y contárselo
todo al Rey. |
PRINCESA.-
(Sorprendida.) ¿Ha dicho esto?
|
PAJE.-
A quien le importaba mucho, ha añadido, tener
noticia de aquella carta. |
PRINCESA.-
¿Al Rey? ¿Has oído
bien? ¿Al Rey? ¿Ha pronunciado precisamente esta palabra?
|
PAJE.-
Sí; ha dicho que era un secreto peligroso,
y me ha aconsejado que pusiera atención en lo que
hablaba y en lo que hacía, a fin de que el Rey no
conciba la menor sospecha. |
PRINCESA.-
(Después de
un momento de reflexión, muy sorprendida.) Todo se
acuerda perfectamente, y no puede ser sino que conoce esta
aventura... ¡Es inconcebible! ¿Quién puede haberle
revelado... Quién? Repito... ¿Quién puede ser,
sino el amor, el amor de vista de lince... penetrante, profunda?...
Pero continúa, continúa... ¿Ha leído
el billete? |
PAJE.-
El billete, decia él, le anunciaba
una dicha que le hacía temblar y que no se hubiera
atrevido a soñar nunca... Por desgracia el Duque ha
entrado en la sala, y esto nos ha obligado... |
PRINCESA.-
(Con acritud.) ¿Qué tenía que hacer el Duque
allí?... ¿Pero, dónde está?... ¿Por
qué tarda, por qué no parece? ¿Ves cómo
te han informado mal? Podría ser ya feliz, durante
el rato que tú empleas en contarme que quiere serlo.
|
PAJE.-
Temo que el Duque... |
PRINCESA.-
Otra vez el Duque...
¡Qué tiene que ver con esto! ¡Qué tiene que
ver el valiente general con mi tranquila felicidad!... Podía
plantarlo, o mandarle que se retirara. ¿Con quién
no se obraría así en estos casos? ¡Oh!... Me
parece que tu Príncipe ni comprende el amor, ni el
corazón de las mujeres, ni sabe lo que son los minutos...
Silencio; oigo pasos. Véte; es el Príncipe.
(El paje se va.) Ve, ve. ¿Dónde está mi laud?
Conviene que me sorprenda... Mi canto debe ser la señal...
|
Escena VIII
|
|
La PRINCESA. Poco después CARLOS.
La PRINCESA se ha sentado sobre una otomana; toca el laúd.
|
CARLOS.-
(Entra precipitadamente, reconoce a la Princesa,
y queda como herido del rayo.) ¡Dios mío! ¿Dónde
estoy? |
PRINCESA.-
(Deja caer su laúd, y corre hacia él.)
¡Ah! Príncipe Carlos... En verdad... |
CARLOS.-
¡Dónde
estoy!... ¡Torpe equivocación!... He tomado una habitación
por otra. |
PRINCESA.-
¡Cómo fija Carlos su atención
en las habitaciones donde hay damas sin testigos! |
CARLOS.-
Perdonadme, Princesa; he encontrado el primer salón
abierto. |
PRINCESA.-
¡Es posible!... Paréceme, sin
embargo, que lo había cerrado... |
CARLOS.-
Os lo parece...,
sólo os lo parece, pero sin duda os equivocáis...
que quisiste cerrarlo; conforme, pero no lo estaba; seguramente
que no lo estaba... Oigo tocar un laúd... ¿No era
un laúd? (Mira en torno suyo, dudoso.) Sí;
vedle allí todavía... y el laúd... Yo
gusto de esta música con locura... Soy todo oídos,
y sin saber lo que me pasa, me apresuro a entrar en ese gabinete
para ver los bellos ojos de la amable cantatriz, cuyo celeste
hechizo me ha arrebatado. |
PRINCESA.-
Galante curiosidad
que por lo que veo, ha desaparecido bien pronto. (Después
de un momento de silencio, con acento intencionado.) ¡Oh!
Estimo en mucho la modestia de quien para no ofender el pudor
de una dama, se pierde en tales invenciones. |
CARLOS.-
(Con
confianza.) Princesa, comprendo que agravo una situación
que quisiera mejorar. Excusadme una tarea que no podría
llevar a cabo cumplidamente. Buscabais sin duda en esta habitación
un refugio contra la sociedad, y quieres, lejos de las miradas
de los hombres, entregaros a los secretos deseos de vuestro
corazón: yo llego aquí como importuno accidente
que disipa vuestro sueño. Debo alejarme sin tardanza.
(Hace que se va.) |
PRINCESA.-
(Sorprendida y desconcertada,
y serenándose luego.) Príncipe, esto no me
parece bien. |
CARLOS.-
Princesa, comprendo lo que significa
vuestra mirada en este gabinete... y respeto la turbación
de la virtud... ¡Ay de aquel a quien alienta el rubor de
una mujer! Cuando las mujeres tiemblan ante mí, se
apodera de mí la timidez. |
PRINCESA.-
¡Es posible!
Escrúpulo sin ejemplo en un joven y en un Príncipe.
¡Pues bien! Ahora debéis quedaros; os lo suplico...
Semejante virtud disipa las inquietudes de una doncella...
¿Sabéis que vuestra súbita aparición
me ha sorprendido a mitad de mi aria favorita? (Le conduce
junto al sofá, y toma su laúd.) Príncipe
Carlos, voy a tocar otra vez esta arieta; escucharla será
vuestro castigo. |
CARLOS.-
(Se sienta, no sin embarazo, junto
a la PRINCESA.) Castigo apetecible como mi falta. Por cierto
que el canto me ha parecido tan bello y celestial, que le
oiré con gusto tercera vez. |
PRINCESA.-
¡Cómo!...
Lo habéis oído... Esto es horrible, Príncipe.
Era, me parece, un canto de amor... |
CARLOS.-
Y si no me
engaño, de un amor feliz. ¡Linda letra para estos
labios, pero sin duda más bella que verdadera!...
|
PRINCESA.-
¿Qué verdadera?... Decís... Así,
¿vos dudáis? |
CARLOS.-
(Con seriedad.) Dudo casi que
Carlos y la Princesa de Éboli puedan jamás
comprenderse tratándose de amor. (La PRINCESA se sorprende,
él la observa, y continúa como galanteándola.)
Porque, ¿cómo el que vea vuestras sonrosadas mejillas
podrá creer que la pasión agita vuestro pecho?
¿La Princesa de Éboli puede correr el peligro de suspirar
en vano y sin ser escuchada? Sólo conoce el amor quien
ama sin esperanza. |
PRINCESA.-
(Recobrando su alegría.)
¡Oh! Callad, esto es espantoso. No parece que sea esta precisamente
la desgracia que hoy os persigue, hoy menos que ningún
otro día, buen Príncipe. (Le toma la mano con
ternura.) No estáis muy alegre que digamos, por vida
mía... Parece que sufrís mucho... ¿Es posible?...
¿Por qué sufrís, Príncipe?... ¿Vos,
llamado a las delicias de este mundo, dotado de los presentes
de pródiga naturaleza, nacido para aspirar a los goces
de la vida vos, hijo de un gran Rey, que en vuestra cuna
de Príncipe fuisteis además colmado de aquellos
dones que eclipsan el mismo esplendor de vuestra elevada
jerarquía; que en el riguroso tribunal de las mujeres
las habéis fascinado... a ellas que sentencian sin
apelación sobre el valor y la gloria de los hombres;
vos, a quien basta una mirada para vencer, y que enardecéis
con la propia frialdad...; cuyo amor daría el cielo
y la dicha de los dioses...; el elegido por la naturaleza
entre mil para colmaros de felicidad y de incomparables cualidades...
Vos sufrís?... ¡Oh, Dios mío!... Tú
que se lo prodigaste todo, ¿por qué le niegas ojos
para ver sus triunfos? |
CARLOS.-
(Que durante este rato ha
permanecido absorto y distraído, vuelve en sí
y se levanta súbitamente.) Perfectamente; esto es
incomparable, Princesa. Cantadme este trozo una vez más.
|
PRINCESA.-
(Mirándole sorprendida.) Carlos, ¿en qué
pensabais? |
CARLOS.-
(Se levanta.) ¡Ah! ¡Por el cielo! Vos
me lo recordáis. A propósito; es preciso que
vaya cuanto antes. |
PRINCESA.-
(Deteniéndole.) ¿Dónde?
|
CARLOS.-
(Con cruel ansiedad.) A fuera, a respirar el aire
libre. ¡Dejadme, Princesa! Paréceme que el mundo arde
en llamas detrás de mí... |
PRINCESA.-
(Deteniéndole
con fuerza) ¿Qué tenéis? ¿A qué se
debe tan raro proceder? (CARLOS se detiene y reflexiona;
ella aprovecha este instante para atraerle al sofá.) .
Tenéis necesidad de descanso, querido Carlos; estáis
agitado. Sentaos cerca de mí, y alejad de vuestra
mente esta negra pesadilla que engendra la fiebre. Si os
preguntarais francamente, ¿conozco lo que oprime mi corazón?
Si lo supierais, ¿no habrá entre los caballeros de
esta corte y entre las damas, nadie que lo consuele, que
lo comprenda, quiero decir, nadie que sea digno?... |
CARLOS.-
(Distraído.) Tal vez la Princesa de Éboli...
|
PRINCESA.-
(Con alegría y viveza.) ¿Es cierto? |
CARLOS.-
Dadme una carta, una recomendación para mi padre.
Dádmela. Dicen que gozáis de mucha influencia.
|
PRINCESA.-
¿Quién lo dice? ¡Ah! La duda selló
tus labios. |
CARLOS.-
Probablemente. La historia es ya pública;
concebí de pronto el proyecto de ir a Brabante a ganar
mis espuelas. Mi padre teme que el mando del ejército
perjudique a mi voz. |
PRINCESA.-
Carlos, os estáis
mofando de mí. Confesadlo; queréis escaparme
con estos movimientos de culebra. Miradme de hito en hito,
hipócrita. Quien sólo sueña en caballerescas
hazañas, ¿podría rebajarse a escamotear con
avidez las cintas que las damas dejan caer? Y permitidme
(levanta ligeramente la gorguera de CARLOS y coge una cinta
que estaba oculta) , y guardarlas con tal cuidado? |
CARLOS.-
(Retrocediendo con sorpresa.) Princesa, no; esto es demasiado;
sin duda soy víctima de una traición. Es imposible
engañaros; os entendéis con el demonio con
los malos espíritus. |
PRINCESA.-
Parece que os sorprende.
Apostemos, Príncipe, que yo es recuerdo cosas... cosas...
Probadlo; interrogadme. Si no han pasado inadvertidas para
mí, ni vuestras genialidades, ni vuestro acento sofocado,
ni vuestra sonrisa, desvanecida al instante para dar lugar
a la gravedad, ni vuestros menores gestos y actitudes, juzgad
si habré comprendido lo que queríais darme
a comprender. |
CARLOS.-
Esto es aventurar mucho, pero acepto
la apuesta, Princesa. ¿Prometéis descubrir en mi corazón
algo que ni yo mismo supe nunca que existiera? |
PRINCESA.-
(Levemente ofendida y con gravedad.) ¿Nunca, Príncipe?...
Pensadlo mejor... Mirad que no os halláis en el gabinete
de la Reina, donde es de rigor un poco de disimulo. Estáis
turbado, y os ruborizáis de pronto. Realmente. ¿Quién
podrá ser tan perspicaz y atrevido, y quien estará
tan desocupado para espiar a Carlos, cuando Carlos se cree
al abrigo de toda vigilancia? ¿Quién habrá
podido notar que en el último baile dejó a
la Reina, de quien era el acompañante, para dirigirse
con premura a un grupo vecino y tender la mano a la Princesa
de Éboli dejando a su real pareja? Distracción,
Príncipe, que observó el mismo Rey, parecido
en aquel instante. |
CARLOS.-
(Con sonrisa irónica.)
¿Hasta el Rey? En verdad, querida Princesa, que el caso no
le debió parecer singular. |
PRINCESA.-
Ni más
ni menos que la escena de la capilla del castillo, que sin
duda el mismo príncipe Carlos no recordará.
Os hallabais a los pies de la Virgen, abismado en la oración,
cuando de repente... ¿Qué culpa tuvisteis de ello?...
Rozaron el pavimiento a vuestra espalda las colas de algunas
damas. Héteme aquí que el heroico hijo del
rey Felipe empieza a temblar como un hereje delante del Santo
Oficio; espira la oración en sus pálidos labios
y en el arrebato de la pasión... fue aquella, Príncipe,
una comedia conmovedora... Cogisteis la santa y fría
mano de la Virgen y cubristeis el mármol de ardientes
besos. |
CARLOS.-
Cometéis conmigo una injusticia,
Princesa; fue devoción. |
PRINCESA.-
¿Sí? Esto
es otra cosa, Príncipe; entonces fue también
por el temor de perder, que un día que Carlos jugaba
con la Reina y conmigo, me hurtó mi guante con pasmosa
habilidad. (CARLOS se levanta turbado.) Bien es verdad que
un momento después, fue harto galante para arrojarlo
sobre la mesa en lugar de una carta. |
CARLOS.-
¡Oh, Dios
mío, Dios mío! ¿Qué hice yo? |
PRINCESA.-
Nada que debáis negar a mi juicio. Grande fue mi júbilo
y mi sorpresa, cuando inesperadamente hallé un billete
que habíais sabido ocultar en el guante. La más
patética poesía que... |
CARLOS.-
(Interrumpiéndola
súbitamente.) Versos nada más. Con frecuencia
se desprenden de mi cerebro es tas ligeras burbujas que se
desvanecen del modo que se forman. No hablemos más
en esto. |
PRINCESA.-
(Alejándose sorprendida y mirándole
un instante.) Lo he apurado todo; todas mis tentativas resbalan
sobre este hombre extraño como sobre una serpiente.
(Calla durante breve rato.) ¡Pero calle! Si todo se debiera
a su extraordinario orgullo, que empleando la máscara
de la timidez, pretendiera hacer más dulces sus placeres!
Sí... (Se acerca al PRÍNCIPE, y le mira perpleja.)
Príncipe, decidme por fin... Me hallo delante una
puerta cerrada, encantada, que mis llaves no pueden abrir.
|
CARLOS.-
Lo mismo me pasa a mí con respecto a vos.
|
PRINCESA.-
(Se aparta de improviso, se pasea en silencio
por el gabinete y parece preocupada con una idea importante.
Por fin le dice, con acento grave y solemne.) Bien, sea;
es fuerza que me resuelva a hablar. Os hago juez de mi causa;
sois leal, sois un hombre, en una palabra; sois príncipe
y caballero; me arrojo en vuestros brazos: vos me salvaréis,
y si me pierdo para siempre, lloraréis mi suerte.
(El PRÍNCIPE se acerca a ella con curiosidad, interes
y sorpresa.) Un insolente favorito del Rey, Ruy Gomez, conde
de Silva, codicia mi mano. El Rey lo quiere y ya está
acordada la venta. Soy vendida a su favorito. |
CARLOS.-
Vendida
y siempre vendida, y siempre por el renombrado traficante
de España. |
PRINCESA.-
No; antes, escuchadlo todo.
No basta sacrificarme a la política, sino que se atenta
a mi inocencia. Tomad; este escrito puede desenmascarar a
este santo varón. (Carlos toma el papel, pero su impaciencia
no le permite leerlo y sigue escuchando a la PRINCESA.) ¿Dónde
encontraré, Príncipe, quien me salve? Hasta
ahora mi orgullo ha protegido mi virtud, pero al fin...
|
CARLOS.-
Al fin habéis sucumbido; ¿habéis sucumbido?
¡No! No! ¡En nombre del cielo no! |
PRINCESA.-
(Con nobleza
y altivez.) ¿Y por quién? Miserable juicio! ¡Cuán
débiles son los despreocupados! Estimar los favores
de una mujer, la dicha del amor, como mercancía de
la cual puede disponerse siendo como es la única cosa
que sólo se compra a cambio de sí misma. El
amor es el único precio del amor; el diamante inestimable
que quiero dar u ocultar eternamente, sin gozar jamas de
él, como aquel rico mercader que insensible al oro
de Rialto y desafiando a los reyes, arrojó su perla
entre los tesoros del mar, no queriendo en su orgullo abandonarla
por menos de su valor... |
CARLOS.-
¡Por Dios vivo! ¡Me gusta
esta mujer! |
PRINCESA.-
Poco me importa que me tilden de
caprichosa o de vanidosa; yo no reparto mis placeres. Al
único que escoja, le daré todo por todo, y
una sola vez y para siempre. Mi amor hará tan sólo
la felicidad de uno, pero esta felicidad será divina.
La arrobadora armonía del ser humano..., el beso...,
la dicha de la hora propicia, la magia celestial de la belleza,
no son más que colores de un solo rayo, hojas de una
misma flor, ¿y podría yo ¡insensata! marchitar una
sola hoja del sonriente cáliz y profanar la majestad
de la mujer, la obra maestra de Dios, para alegrar los últimos
días de un disoluto? |
CARLOS.-
¡Me parece increíble!
Cómo, ¡Madrid poseía semejante doncella, y
yo no la conozco hasta hoy! |
PRINCESA.-
Mucho tiempo haría
que me hubiera retirado de la corte y del mundo para sepultarme
en un claustro, si no existiera aún para mí
un lazo único y omnipotente que me encadena a él...
¡Ay! Es una ilusión tal vez, pero tan preciosa para
mí! Amo, y no soy correspondida. |
CARLOS.-
(Acercándose
a ella con fuego.) Lo sois: es tan cierto como que hay un
Dios en el cielo; lo juro. Lo sois y con amor indecible.
|
PRINCESA.-
¿Me lo juráis? ¡Vos!... ¡Ah! Oigo la voz
de mi ángel... Sí; si realmente lo juráis,
Carlos, os creo y lo soy. |
CARLOS.-
(La oprime entre sus brazos
con ternura.) Tierna y noble doncella, adorable criatura.
Mis ojos, mis oídos, todo se arroba y admira delante
de ti... ¿Quién que te haya conocido en su vida podrá
envanecerse de no haber amado nunca? ¿Pero que vienes a hacer
aquí, ángel hechicero, en la corte del rey
Felipe, entre frailes, y bajo la dominación de los
frailes? No se hizo este cielo para tales flores... Ellos
podrían marchitarlas... podrían... ya lo creo.
Mas, juro por mi vida que no será; te ciño
con mis brazos, y en brazos te llevaré a través
de los demonios y del infierno... Sí; ténme
por tu salvador. |
PRINCESA.-
(Con mirada amorosa.) Oh! Carlos,
¡cuán mal os juzgaba! ¡Con qué largueza y maravilla
recompensa vuestro noble corazón la fatiga que ha
costado comprenderle! (Toma su mano e intenta besarla.)
|
CARLOS.-
(Retirándola.) Princesa, ¿qué os pasa?
|
PRINCESA.-
(Con gracia y dulzura, y mirando fijamente su
mano.) ¡Qué bella es! ¡Qué pródiga!
Príncipe: esta mano tiene aún dos preciosos
dones que entregar: una diadema, y el corazón de Carlos,
y ambos tal vez a una mortal, a una sola: ¡presente demasiado
grandioso quizá para una sola mortal!... Y qué,
Príncipe, ¿si os decidierais a una partición?
Las reinas suelen amar mal, porque la mujer que sabe amar
no sabe reinar... Tanto mejor, Príncipe; repartiréis
entre dos, semejantes dones, cuanto antes, cuanto antes.
Tal vez lo habéis hecho ya; ¿lo habréis hecho
realmente?... Tanto mejor... ¿Conozco yo a la afortunada?
|
CARLOS.-
Tú la conocerás; yo me descubriré
a ti, inocente criatura sin mancha, la primera y la única
de esta corte digna de conocer mi alma entera. Sí,
no quiero negarlo... amo... |
PRINCESA.-
¡Ah, perverso! ¿Era
tan difícil esta confesión! ¿No era también
digna de piedad pareciéndote digna de amor?... |
CARLOS.-
(Sobrecogido.) ¿Qué? ¿Qué decís? |
PRINCESA.-
¡Jugar conmigo de este modo! En verdad, Príncipe,
que no hacéis bien. ¡Y negar hasta la llave! |
CARLOS.-
La llave! La llave! (Después de reflexionar en silencio.)
Sí... esto era. Ahora lo advierto... ¡Oh, Dios mío!
(Se doblan sus rodillas y se apoya en una silla ocultando
el rostro.) |
PRINCESA.-
(Después de un momento de silencio
lanza un grito.) Desdichada, ¿qué hice? |
CARLOS.-
(Levantándose y con el más vivo dolor.) ¡Caer
tan bajo desde lo alto de mi cielo, es horrible! |
PRINCESA.-
(Ocultando el rostro.) ¡Dios mío, qué descubrimiento!
|
CARLOS.-
(De rodillas.) No soy culpable, Princesa. La pasión...
Un fatal error... Os juro que no soy culpable. |
PRINCESA.-
(Rechazándole.) ¡Salid de mi presencia en nombre
del cielo! |
CARLOS.-
Jamás... abandonaros en tan espantosa
agitación... |
PRINCESA.-
(Rechazándole con fuerza.)
Salid por piedad, por generosidad, si no queréis matarme.
Odio vuestra presencia. (CARLOS va a salir.) Devolvedme mi
carta y mi llave. ¿Dónde habéis metido la otra
carta? |
CARLOS.-
¿La otra carta? ¿Cuál? |
PRINCESA.-
La del Rey. |
CARLOS.-
(Con espanto.) ¿De quién? |
PRINCESA.-
La que os entregué hace poco. |
CARLOS.-
¿Era del Rey?
Y para quién? Para vos? |
PRINCESA.-
¡Cielos! ¡En qué
embrollo me he metido! ¡La carta! dádmela; la quiero.
|
CARLOS.-
¿La carta del Rey? Y para vos? |
PRINCESA.-
¡La
carta! Por toda la corte celestial... |
CARLOS.-
Esta carta
que debía desenmascarar a cierto... |
|
PRINCESA.-
Yo muero; dádmela. |
CARLOS.-
La carta... |
PRINCESA.-
(Junta las manos con desesperación.) ¡Insensata!
¡En qué peligro me he puesto! |
CARLOS.-
La carta es
del Rey. ¡Ah, Princesa! Esto muda el aspecto de las cosas.
(Con la carta en la mano y con satisfacción.) Documento
precioso, peligroso, inestimable que no podrían comprar
todas las coronas de Felipe, asaz baladíes y de poco
precio. Guardo esta carta. (Vase.) |
PRINCESA.-
(Corre a su
encuentro.) ¡Dios mío! Estoy perdida... |
Escena X
|
|
Una habitación
del palacio del Rey.
|
|
El DUQUE DE ALBA. DOMINGO.
|
DOMINGO.-
¿Qué queréis decirme? |
ALBA.-
Debo comunicaros
un descubrimiento importante que hice hoy, del cual quisiera
poseer la clave. |
DOMINGO.-
¿Qué descubrimiento? ¿De
qué se trata? |
ALBA.-
El príncipe Carlos y
yo nos hemos encontrado esta tarde en el salón de
la Reina. Me había ofendido. Nos hemos acalorado y
venido por fin a las armas, cruzando los aceros; oye este
rumor la Reina y abre la puerta; se lanza entre ambos y dirige
al Príncipe una mirada que expresaba confianza en
su poder. A esta mirada, su brazo se detiene, se arroja a
los míos, me estrecha con ardor, y desaparece. |
DOMINGO.-
(Después de breve pausa.) Esto da lugar a la sospecha
y me recuerda algo, Duque... Confieso que de mucho tiempo
a esta parte germina en mí un pensamiento de este
género; sueño que rechazaba y no confié
a nadie todavía. Porque hay puñales de doble
filo, amigos dudosos y desconfío de ellos. Es difícil
conocer a los hombres y más difícil penetrarlos.
Las palabras que se nos escapan son confidentes irritados.
Esta es la causa de que ocultara mi secreto, esperando la
hora de revelarlo, porque es peligroso, Duque, prestar ciertos
servicios a los reyes, y errar el tiro expone a ser herido
de rechazo. Cuanto dijera podría jurarlo por la sagrada
hostia, pero pesan más en la balanza un testigo ocular,
una palabra sorprendida, un trozo de papel, que mis íntimas
convicciones. Por desgracia nos hallamos en España.
|
ALBA.-
¿Y por qué, por desgracia? |
DOMINGO.-
En cualquier
otra corte la pasión puede olvidarse, pero aquí
se halla retenida por la severidad de las leyes. Difícil
es que una reina ceda, ya lo creo... Mas por desgracia hasta
que llegaremos a sorprenderla... |
ALBA.-
Oídme todavía.
Carlos ha visto hoy al Rey. La audiencia ha durado una hora.
Solicitaba el gobierno de los Países-Bajos en alta
voz y con tal vivacidad que le he oído desde el gabinete.
Cuando le hallé junto a la puerta tenía los
ojos enrojecidos por el llanto, y después cuando le
he visto por la tarde, se me presenta con aire de triunfo.
Me dice que se alegra de que el Rey me haya otorgado la preferencia,
y que le da las gracias por ello. Las cosas han cambiado,
añade, y vale más así. Él no
ha sabido nunca disimular; ¿cómo explicar, pues, sus
contradicciones? El Príncipe se alegra de ser pospuesto
y el Rey me concede una gracia, con todas las apariencias
de su cólera. ¿Qué debo creer? En verdad que
esta nueva dignidad parece más un destierro que un
favor. |
DOMINGO.-
A este punto han llegado las cosas; ¿y
será derribado en un instante lo que hemos construido
a fuerza de tantos años? ¿Y permaneceréis tan
sereno e impasible? Acaso no conocéis a este joven;
¿no prevéis que nos espera el día en que el
Príncipe suba al trono? No soy ciertamente su enemigo.
Otros cuidados turban mi reposo, que dicen al trono de Dios
y a su Iglesia... El Príncipe... le conozco bien,
he penetrado en su alma; el Príncipe alimenta un terrible
proyecto, Duque; el proyecto de ser regente y abjurar nuestra
santa religión. Su corazón arde por nuevas
virtudes que se bastan orgullosas a sí mismas y no
imploran ninguna creencia. El Príncipe piensa; su
mente se enardece con extrañas ilusiones; honra al
hombre; ¿será él, Duque, quien nos convenga
por rey? |
ALBA.-
Fantasmas y nada más. Sugestiones
tal vez del orgullo juvenil, que aspira a representar su
papel y no halla otro partido. Esto pasará cuando
le llegue el turno de reinar. |
DOMINGO.-
Lo dudo. Se siente
orgulloso de su libertad y no está acostumbrado al
yugo con que se somete a los otros. ¿Conviene un hombre así
para nuestro trono? Su alma osada y gigantesca franqueará
los límites de nuestra política. En vano intenté,
por algún tiempo, enervar su altivo carácter
con los placeres, pues ha resistido a esta prueba. Es terrible
cosa un alma de su temple en un cuerpo como el suyo... Y
en tanto, Felipe va a cumplir sesenta años. |
ALBA.-
Muy lejos se extiende vuestra mirada. |
DOMINGO.-
Él
y la Reina son una sola persona. El veneno de la Reforma
se ha infiltrado en su corazón, y aunque hasta ahora
permanece oculto, bien pronto ganará terreno y alcanzará
al trono. Conozco a esta Valois; temamos, pues, la venganza
de esta secreta enemiga si Felipe se muestra débil.
Pues la fortuna nos es todavía favorable, ganémosles
por la mano, y envolvámosles a ambos en la misma red,
dando aviso al Rey, hoy mismo, con pruebas o sin ellas; que
si se conmueve, será ya bastante. Nosotros por nuestra
parte no dudamos, y cuando la persuasión existe, no
es difícil persuadir. Tampoco lo será descubrir
algo más, si desde luego nos convencemos de que estamos
obligados a ello. |
ALBA.-
Falta todavía un punto importante...
¿Quién se encarga de informar al Rey? |
DOMINGO.-
Ni
vos, ni yo. Oíd lo que tengo preparado de mucho tiempo
acá, exclusivamente atento a mis grandes proyectos,
seguidos con tranquila paciencia. Nos falta para completar
nuestra liga una persona y es la más importante. El
Rey ama a la Princesa de Éboli, y yo mantengo esta
pasión, propicia a mis deseos. Soy su emisario. Haré
entrar a la Princesa en nuestro plan, y si mi trama sale
bien, esta joven será nuestra aliada, nuestra reina.
Ella misma me ha dado una cita en este salón... Todo
lo espero..., ¿Quién sabe si una doncella española
deshojará en una sola noche las flores de lis de los
Valois? |
ALBA.-
¡Qué oigo! ¿Es cierto cuanto me decís?
Me sorprende, vive Dios! Fraile... Yo te admiro. Hemos ganado
la partida. |
DOMINGO.-
Silencio... ¿Quién viene?...
Es ella... Ella misma... |
ALBA.-
Aguardaré en la habitación
inmediata, y si... |
DOMINGO.-
Perfectamente. Os llamaré.
|
|
(El DUQUE se va.)
|
Escena XII
|
|
La PRINCESA. DUQUE DE ALBA. DOMINGO.
|
DOMINGO.-
Nuestras noticias llegan tarde, Duque. La Princesa de Éboli
nos descubre un secreto que debía saber precisamente
de nuestros labios. |
ALBA.-
Así, mi visita la sorprenderá
menos. No me fío de mis propios ojos; sé que
tales descubrimientos requieren ojos de mujer. |
PRINCESA.-
¿Habláis de descubrimientos? |
DOMINGO.-
Deseamos saber,
Princesa, a qué hora y en qué lugar... |
PRINCESA.-
Pues bien; os aguardaré mañana a medio día.
Tengo motivos para no ocultar por más tiempo este
misterio culpable y no sustraerlo al conocimiento del Rey.
|
ALBA.-
Esto precisamente es lo que me conduce aquí.
Es necesario que el Rey lo sepa desde luego y que lo sepa
por vos, Princesa, por vos. ¿A quién creería
más que a la severa y vigilante compañera de
su esposa? |
DOMINGO.-
A la que ejercerá sobre él
autoridad sin límites, desde que así lo quiera...
|
ALBA.-
Yo soy enemigo declarado del Príncipe. |
DOMINGO.-
Por enemigo suyo me tienen todos. La Princesa de Éboli
es libre. Mientras nosotros estamos obligados a callar, a
vos vuestro cargo os impone el deber de hablar. El Rey no
podrá escaparnos. Vos daréis la señal
y nosotros acabaremos la obra. |
|
ALBA.-
Mas todo esto debe cumplirse pronto, inmediatamente; porque
los momentos son preciosos y yo puedo recibir a cada instante
la orden de mi partida. |
DOMINGO.-
(Después de un momento
de reflexión, dirigiéndose a la PRINCESA.)
Si pudiéramos encontrar unas cartas... unas cartas
cogidas al Príncipe, producirían gran efecto...
Veamos... ¿No es verdad?... Sí; vos dormís,
me parece, en el mismo cuarto de la Reina. |
PRINCESA.-
Cerca
de su cuarto... ¿Por qué decís esto? |
DOMINGO.-
Si alguien que supiera forzar las cerraduras... ¿Habéis
observado dónde acostumbra ella a dejar la llave de
su arquilla? |
PRINCESA.-
(Reflexionando.) Esto podría
conducirnos a algo. Sí; me parece que la llave podría
hallarse. |
DOMINGO.-
Las cartas exigen los oficios de un
mensajero... El séquito de la Reina es numeroso. Si
pudiéramos dar con la pista... El oro puede mucho...
|
ALBA.-
¿Nadie conoce al Príncipe un confidente? |
DOMINGO.-
No existe uno solo en todo Madrid, ni uno. |
ALBA.-
Es raro. |
DOMINGO.-
Podéis creerme. Desprecia a toda
la corte; tengo pruebas de ello. ALBA.- Pero ¿cómo?
Ahora recuerdo que cuando he salido del salón de la
Reina, el Príncipe hablaba misteriosamente con uno
de sus pajes. |
PRINCESA.-
(Interrumpiéndole con viveza.)
¡No! Hablaban de otra cosa. |
DOMINGO.-
¿Podríamos
saberlo? ¡No! Esta circunstancia es sospechosa. (Al DUQUE.)
¿Conocéis a este paje? |
PRINCESA.-
¡Niñerías!
¿Qué queréis que fuera? Basta; yo conozco esto;
nos veremos antes de que hable al Rey... Entre tanto se descubrirán
muchas cosas. |
DOMINGO.-
(Llevándola aparte.) ¿Y el
Rey puede esperar?... Podré anunciarle, ¿verdad? ¿Podré
decirle a qué hora serán colmados sus deseos?
Podré... |
PRINCESA.-
Dentro algunos días me
fingiré enferma, y según el uso de esta corte,
que no ignoráis, me separarán de la Reina y
me quedaré en mi habitación. |
DOMINGO.-
Perfectamente;
hemos ganado la gran jugada. Desafío ahora a todas
las reinas. |
PRINCESA.-
Escuchad, me llaman, la Reina me
llama; hasta luego. (Vase.) |
Escena XV
|
|
D. CARLOS. El MARQUES
DE POSA.
|
CARLOS.-
Por fin, por fin... |
MARQUÉS.-
¡Esto es poner a prueba la impaciencia de un amigo! Dos veces
ha salido el sol y dos veces se ha puesto desde que se ha
decidido el destino de Carlos, y hasta ahora no voy a saberlo...
Habla; ¿os habéis reconciliado? |
CARLOS.-
¿Quién?
|
MARQUÉS.-
Tú y el rey Felipe. ¿Hay algo decidido
con respecto a Flandes? |
CARLOS.-
Que el Duque parte mañana;
he aquí lo que se ha decidido. |
MARQUÉS.-
Esto
no puede ser, y no es, sin duda. Madrid entero sería
engañado. Se dice que has obtenido una audiencia secreta.
El Rey... |
CARLOS.-
Permanece inflexible. Estamos separados
para siempre, y más todavía de lo que estábamos.
|
MARQUÉS.-
¿Tú no vas a Flandes? |
CARLOS.-
No, no, no. |
MARQUÉS.-
¡Adiós mis esperanzas!
|
CARLOS.-
Dejemos esto a un lado. ¡Oh, Rodrigo! Desde que
me dejaste ¡qué de impresiones! Ante todo reclamo
tus consejos debo hablarla... |
MARQUÉS.-
¿A tu madre?
No... ¿Y por qué? |
CARLOS.-
Tengo alguna esperanza...
¿Palideces? Tranquilízate. Debo ser feliz y lo seré,
mas ya hablaremos de eso otro rato, y trata ahora de ver
cómo podré hablarla. |
MARQUÉS.-
¿Qué
significa esto? ¿En qué se funda este nuevo delirio?
|
CARLOS.-
No es sueño, por el Dios de los milagros;
es una realidad, una realidad. (Le enseña la carta
del REY a la PRINCESA DE ÉBOLI.) Realidad que se halla
en este importante papel. La Reina es libre, libre así
a los ojos del mundo como a los ojos del cielo. Lee, y cese
tu sorpresa. |
MARQUÉS.-
(Abriendo la carta.) Qué,
¿qué veo? ¿Y de la propia mano del Rey? (Después
de haberla leído.) ¿Y a quién se dirige esta
carta? |
CARLOS.-
A la Princesa de Éboli. Anteayer
un paje de la Reina me trajo una carta de letra desconocida
y una llave, indicándome un gabinete en el ala izquierda
del palacio habitado por la Reina, donde me esperaba una
dama a quien amo desde mucho tiempo. Obedezco inmediatamente
a esta indicación... |
MARQUÉS.-
¡Insensato!...
Acudes... |
CARLOS.-
No conozco la letra; sólo conozco
a una mujer a quien amo; ¿y quién sino ella podría
creerse amada de Carlos? Henchido de dulce embriaguez, vuelo
al lugar de la cita, y sírveme de guía un canto
celestial que sonaba en el interior de la habitación...
Abro la puerta... y veo... ¿a quién? ¡Juzga de mi
terror! |
MARQUÉS.-
¡Oh!... Lo adivino todo. |
CARLOS.-
Estaba perdido sin recurso, Rodrigo, si no doy en manos de
un ángel... ¡Qué desdichada casualidad! Engañada
por el imprudente lenguaje de mis ojos, se abandona a su
tierno error, y créese ella el ídolo de mis
miradas. Movida a compasión por mi secreto pesar,
y llevada de su imprevisión y de la generosidad de
su ánimo enternecido, quiere corresponder a mi amor,
y como pareciera imponerme silencio el respeto, ella se atreve
a romperle, y me abre su noble corazón. |
MARQUÉS.-
¿Y me cuentas esto con tanta calma?... La Princesa de Éboli
ha penetrado tus intenciones; no me cabe duda de que conoce
el íntimo secreto de tu amor. La has ofendido gravemente...
e influye en el animo del Rey. |
CARLOS.-
(Con confianza.)
Es virtuosa. |
MARQUÉS.-
Lo es porque así conviene
a su amor. No me fío de esta virtud; la conozco. ¡Cuán
lejos se halla de aquel sentimiento ideal, que partiendo
del alma como del suelo materno, se despliega con gracia
y arrogancia, libremente y sin cultivo, coronándose
de abundantes flores! Vástago extranjero, trasplantado
de las regiones meridionales a más rudo clima, su
inocencia proviene de la educación, de los principios
recibidos, llámalo como quieras; es una inocencia
adquirida, disputada por la astucia y a fuerza de combates
a la sangre ardiente; depositada a buena cuenta en manos
de Dios que la reclama y la paga juzga por ti mismo; ¿perdonará
nunca la Princesa a una Reina, que un hombre haya desdeñado,
el sacrificio de esta virtud penosamente alcanzada, por consagrar
a la esposa de Felipe un amor sin esperanza? |
CARLOS.-
¿Tanto
conoces a la Princesa? |
MARQUÉS.-
No sé; apenas
la he visto más de dos veces, pero déjame decirte
una palabra. Me ha parecido que evitaba hábilmente
todo compromiso y que sabía muy bien lo que valía
su virtud. En cambio he visto la Reina, y ¡qué diferencia,
Carlos, en cuanto he observado en ella! Ignorante, en su
nativa y serena grandeza, así de la desenfadada frivolidad
como de los preceptos dogmáticos del decoro, así
distante de la osadía como del temor, camina con paso
firme y heroico por la estrecha senda del bien, sin saber
siquiera que excita un sentimiento de adoración, cuando
apenas cuenta con la aprobación propia. En este retrato,
¿reconoces también, Carlos, a la de Éboli?
La Princesa se ha mantenido firme porque amaba, y el amor
era la condición primera de su virtud. Tú no
la has recompensado, y sucumbirá. |
CARLOS.-
(Con viveza.)
No, no. No, te repito. (Se pasea con agitación.) ¡Oh,
Rodrigo! Si supieras cuán mal haces en arrebatar a
tu Carlos la mayor felicidad, la fe en la virtud del corazón
humano. |
MARQUÉS.-
No merezco este reproche, amigo
de mi alma, no, por Dios vivo, porque no era esto lo que
intentaba. ¡Ah! La Princesa de Éboli! Aunque fuera
un ángel y debiera prosternarme ante su virtud, no
quisiera que poseyese tu secreto. |
CARLOS.-
Observa cuán
vano es tu temor. Ella sólo posee un prueba que la
avergonzaría, ¿y sacrificará por ventura su
honor a la triste satisfacción de vengarse? |
MARQUÉS.-
Más de una se libró a la infamia para borrar
un momento de vergüenza. |
CARLOS.-
(Levantándose
con viveza.) ¡Oh! Estás muy duro, muy cruel con ella.
Noble y altiva, la conozco y no la temo. En vano te esfuerzas
en disipar mis esperanzas; he de hablar a mi madre. |
MARQUÉS.-
¿Ahora? ¿Y por qué? |
CARLOS.-
No tengo ya que guardar
ningún miramiento, y es fuerza que conozca mi suerte;
haz lo posible para que pueda hablarla. |
MARQUÉS.-
¿Y quieres enseñarle esta carta? ¿Quieres enseñársela?
|
CARLOS.-
No me preguntes nada sobre esto... Busquemos sólo
el medio de avistarme con ella. |
MARQUÉS.-
(Con imperio.)
¿Me has dicho que amabas a tu madre y quieres enseñarle
esta carta? (CARLOS baja los ojos y calla.) Carlos, veo en
tu semblante algo nuevo para mí, y que no había
visto hasta ahora; apartas la mirada. ¿Será verdad?
¿Habrá acertado? Déjame ver. (CARLOS le da
la carta y el MARQUÉS la rasga en pedazos.) |
CARLOS.-
Cómo, ¿estás loco? (Con emoción reprimida.)
Realmente, lo confieso; daba mucha importancia a esta carta.
|
MARQUÉS.-
Lo cual he creído reconocer, y por
esto la rasgo. (El MARQUÉS fija una mirada penetrante
en el PRÍNCIPE, que a su vez le mira perplejo. Larga
pausa.) Habla. ¿Qué hay de común entre la profanación
del lecho conyugal y tu amor? ¿Por ventura temía a
Felipe? ¿Qué relación cabe establecer entre
la violación de sus deberes y tus esperanzas? ¿Su
falta se acuerda con tu amor? ¡Oh! Hasta ahora no te había
conocido; hasta ahora ¡cuán mal había comprendido
tu pasión! |
CARLOS.-
Cómo, Rodrigo, ¿qué
crees tú? |
MARQUÉS.-
Me convenzo de que debo
acostumbrarme a ello. Sí; antes no era así.
Antes tu alma era ardiente y rica, y cabía un mundo
en tu ancho seno: todo se ha desvanecido ante una pasión,
ante el mezquino interés personal. Tu corazon ha muerto;
no tienes ni una lágrima por la espantosa suerte de
los Países-Bajos, ni una sola lágrima. ¡Oh,
Carlos! ¡Cuán pobre y miserable te has vuelto, desde
que sólo te amas a ti mismo! |
CARLOS.-
(Se arroja en
un sillón; calla un instante y solloza.) Harto sé
que ya no me estimas. |
MARQUÉS.-
No digas esto, Carlos.
Conozco la causa de tu extravío, debido a un sentimiento
laudable. La Reina te pertenecía y te fue arrebatada
por el Rey; hasta ahora dudabas modestamente de tus derechos,
pensando si tal vez Felipe era digno de ella. Sólo
en voz baja te atrevías a formular tu juicio, cuando
he aquí que de repente una carta resuelve la cuestión.
Con júbilo y orgullo reconoces que eres el más
digno; ves convicta a la suerte de robo y tiranía,
y triunfas con ser el ofendido, porque las almas grande se
enorgullecen de sufrir injustamente. Y aquí empieza
a extraviarse tu imaginación; satisfecho el orgullo,
nació en tu corazon la esperanza. Ve si sabía
yo que esta vez te habías comprendido mal a ti mismo.
|
CARLOS.-
(Conmovido.) No, Rodrigo; mucho te engañas;
mi pensamiento no era tan noble de mucho como pretendes hacerme
creer... |
MARQUÉS.-
¡Tan poco te conocería!
Mira, Carlos; cuando te extravías, busco siempre entre
cien virtudes a cuál debo imputar la falta. Mas ahora
nos comprendemos mejor. Pues quieres hablar a la Reina, tú
le hablarás. |
CARLOS.-
(Arrojándose en sus brazos.)
¡Cómo me avergüenzo ante ti! |
MARQUÉS.-
Te he dado mi palabra, confíame el resto. Un pensamiento
extraño, osado, feliz, surge en mi imaginación.
Carlos, tú lo oirás de más lindos labios.
Me voy a ver a la Reina, y tal vez esta misma mañana
habremos hallado una solución. Hasta entonces, no
olvides, Carlos, que un proyecto concebido por una inteligencia
elevada y reclamado por los sufrimientos de la humanidad,
no debe abandonarse jamás, aunque mil veces fracasara...
¿Oyes? Acuérdate de Flandes... |
CARLOS.-
Sí,
Sí; cuanto me sea prescrito por ti y la virtud. |
MARQUÉS.-
(Acercándose a una ventana.) Llegó la hora;
he allí tu comitiva. (Se abrazan.) Ahora vuelves a
ser príncipe y yo vasallo. |
CARLOS.-
¿Regresas a la
villa? |
MARQUÉS.-
Al instante. |
CARLOS.-
Aguarda.
Una palabra; iba a olvidar una nueva importantísima.
El Rey es quien abre las cartas para Brabante; ponte sobre
aviso porque sé que los correos del reino tienen órdenes
secretas. |
MARQUÉS.-
¿Cómo lo has sabido?
|
CARLOS.-
Don Ramon de Taxis es amigo mío. |
MARQUÉS.-
(Después de un momento de silencio.) ¡Esto más!
En adelante darán la vuelta por Alemania. |
|
(Vanse
en opuesta dirección.)
|