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ArribaAbajoActo II

 

El Palacio Real de Madrid.

 

Escena Primera

 

El REY FELIPE, sentado en su trono. El DUQUE DE ALBA, a alguna distancia del Rey y cubierto. CARLOS.

 

CARLOS.-  El Estado es antes que yo. Carlos cede el paso al ministro, que habla en nombre de España... Yo soy el hijo de la casa.  (Se retira haciendo una reverencia.) 

REY.-  El Duque aguarda, y el Príncipe puede hablar.

CARLOS.-    (Dirigiéndose al DUQUE.)  Debo, pues, a vuestra magnanimidad el favor de hablar al Rey. Harto sabéis que un hijo puede hallarse en el caso de confiar a su padre algo que un tercero no debe oír, y como no he de quitaros al Rey, sólo pido que me dejéis con mi padre por este momento.

REY.-  El Duque se halla aquí en calidad de amigo mío.

CARLOS.-  ¿He merecido, por mi parte, considerarle también como tal?

REY.-  Obraríais cuerdamente mereciéndolo, pues no gusto de los hijos que pretenden elegir mejor sus amigos que su padre.

CARLOS.-  No sé cómo la caballeresca altivez del Duque de Alba puede soportar semejante escena. ¡Por vida mía! Ni por una corona quisiera representar este papel de importuno que se interpone entre el padre y el hijo sin ser llamado, y aquí se planta, conociendo su nulidad.

REY.-   (Se levanta y dirige a su hijo una mirada de cólera.)  Salid, Duque.  (Éste se va por donde ha entrado el PRÍNCIPE, pero el REY le indica otra puerta.)  No... En el gabinete, hasta que yo os llame.



Escena II

 

El REY. CARLOS.

 

CARLOS.-   (Se dirige al REY y se precipita a sus plantas vivamente conmovido.)  ¡Padre mío! Recobro a mi padre; ¡mil gracias por semejante favor! Vuestra mano... padre mío! ¡Oh, día de ventura! ¡Mucho tiempo ha que se rehusaba al hijo tan dulce beso! ¿Por qué padre mío, me habéis alejado por tanto tiempo de vuestro corazón? ¿Qué hice para ello?

REY.-  Príncipe, debieras ignorar semejantes artificios. Excúsalos, porque no gusto de ellos.

CARLOS.-   (Levantándose.)  Lo esperaba; paréceme oír a vuestros cortesanos. ¡Por el cielo, padre mío! No siempre dice verdad un sacerdote, ni las hechuras de un sacerdote. Mi corazón no está pervertido, padre mío: en el ardor de mi sangre consiste toda mi maldad, y mi juventud es mi pecado. No estoy pervertido, creedlo, y aunque los impulsos violentos de mi corazón hacen traición a mi naturaleza, mi corazón es bueno.

REY.-  Sé que tu corazón es puro como tu plegaria.

CARLOS.-  Ahora o nunca; estamos solos; ha desaparecido entre el padre y el hijo el antemural de la etiqueta. Ahora o nunca. Celeste rayo de esperanza brilla en el fondo de mi alma, henchida de suave presentimiento, y el cielo entero con sus coros de ángeles se inclina sobre mí... El mismo Dios tres veces santo contempla gozoso esta augusta y conmovedora escena... ¡Reconciliémonos, padre mío!  (Cae a sus pies.) 

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REY.-  Déjame; ¡levántate!

CARLOS.-  ¡Reconciliémonos!

REY.-   (Desembarazándose de él.)  Esta comedia va pareciéndome harto insolente...

CARLOS.-  ¡Una insolencia, el amor de vuestro hijo!

REY.-  ¡Lágrimas!... ¡Indigno espectáculo!... Sal de mi presencia...

CARLOS.-  Hoy o nunca... ¡Reconciliación, padre mío!

REY.-  ¡Sal de mi presencia! Volvieras de un combate cubierto de humillación, mis brazos se abrirían para recibirte; pero en semejante estado te rechazo. Sólo la mancha de una vileza puede lavarse en tan vergonzosa fuente; quien no se avergüenza del arrepentimiento, jamás lo excusará.

CARLOS.-  Pero ¿qué hombre es este? ¿Cómo pudo extraviarse entre los demás, este ser extraño a la humanidad? El eterno testimonio de la humanidad son las lágrimas; él tiene los ojos enjutos. En verdad que no es hijo de mujer... ¡Oh! Mientras es tiempo todavía, dejad que vuestros ojos aprendan a verter lágrimas, si no queréis invocarlas en vano, en un momento cruel.

REY.-  ¿Crees por ventura que con tan bellas frases, harás bambolear la penosa duda de tu padre?

CARLOS.-  ¿La duda? Si quiero anonadarla; si quiero hacer mío tu corazón de padre, con toda la fuerza de mi alma, hasta destruir la duda, muro de granito. ¿Qué son los que me han arrebatado la gracia de mi padre? ¿Qué ha podido ofrecerle el monje a cambio de su hijo? ¿Qué compensación le da Alba, por una vida sin hijo? ¿Acaso deseáis ser amado? Brota de mi corazón corriente de amor más viva y fresca, que en estas siniestras y perturbadas almas, abiertas sólo al oro de Felipe.

REY.-  Detente, temerario. Te atreves a injuriar a mis servidores predilectos, que debes honrar...

CARLOS.-  ¡Nunca!... Conozco cuánto puedo. Lo que hace el de Alba, Carlos es capaz de hacerlo, y aun más. ¿Qué le importa a un mercenario, el reino que no será jamás suyo? ¿Qué le importa que encanezcan vuestros cabellos? Vuestro Carlos os hubiera amado... Me aterroriza la idea de hallarme solo, aislado en el trono.

REY.-   (Conmovido por estas palabras, queda pensativo y ensimismado; después de un instante de silencio.)  ¡Estoy solo!

CARLOS.-   (Con vivacidad y calor, acercándose a él.)  Lo estuvisteis. Cese vuestro desdén y os amaré como un niño, os amaré con ardor; sólo os pido que ceséis de aborrecerme. ¡Cuán dulce y seductor ha de ser, sentirse honrado por un alma noble, saber que nuestro júbilo anima otro semblante, que nuestra ansiedad agita otro pecho, que nuestras penas bañan en lágrimas otros ojos! ¡Cuánta gloria para un padre en recorrer de nuevo la florida senda de la juventud, del brazo de su amado hijo, y en renovar con él el sueño de la vida! Tierna y grande tarea la de inmortalizarse por la virtud de un hijo, y derramar el bien a través de los siglos. Sembrar lo que un hijo cosechará; recoger lo que puede serle provechoso; presentir la grandeza de su reconocimiento y gratitud. ¡Ah, padre mío! ¡Vuestros monjes, harto prudentes, callan sobre este paraíso terrenal!

REY.-   (Con alguna emoción.)  ¡Oh, hijo mío! ¡Hijo mío! Tú mismo pronuncias tu sentencia, cuando pintas con tan encantadoras frases una felicidad que nunca me has concedido...

CARLOS.-  ¡Júzguelo Dios! Vos mismo me habéis alejado de vuestro corazón y de vuestro gobierno, y hasta ahora con visible injusticia. Pues, ¿qué he sido yo en España, príncipe heredero de España, sino un extranjero, un prisionero en esta tierra de la cual seré un día soberano? ¡Cuántas veces, padre mío, bajé los ojos de vergüenza, recibiendo las noticias del palacio de Aranjuez por boca de los embajadores extranjeros o leyendo las gacetas!

REY.-  Aún hierve en tus venas la sangre ardiente de la juventud, y sólo sabrías destruir.

CARLOS.-  Pues bien, padre mío; ocupadme en destruir, puesto que mi sangre hierve... Tengo ya veinte y tres años, y aún no hice nada para la inmortalidad. Despierto y conozco cuanto puedo. Mi vocación para reinar me arranca de mi sueño como un acreedor, y el tiempo perdido pesa sobre mí como deuda sagrada. Llegó para mí el solemne momento en que debo dar cuenta de tan precioso depósito. La historia del mundo, y la fama de mis abuelos, y la sonora trompeta de la gloria me llaman. Llegó para mí el instante de franquear las gloriosas fronteras del honor. ¿Puedo formular la súplica que me ha conducido aquí?

REY.-  ¿Todavía una súplica? Habla.

CARLOS.-  Cunde la sublevación en Brabante a un punto que aterra, y la contumacia de los rebeldes exige sabia y vigorosa resistencia. Para dominarlos, el Duque, investido por su Rey de poder absoluto, debe llevar a Flandes su ejército. ¡Gloriosa misión que contendría a vuestro hijo para conducirle al templo de la gloria! Confiadme, ¡oh Rey! Confiadme este ejército. Cuento con la adhesión de los flamencos, y respondo con mi vida de su fidelidad.

REY.-  Hablas como un soñador. Esta empresa requiere un hombre y no un niño...

CARLOS.-  Requiere un hombre, padre mío, y precisamente el de Alba no lo ha sido nunca.

REY.-  Sólo por el terror puede dominarse la revuelta; la clemencia sería locura... Tu alma es débil, hijo mío, y el Duque en cambio es temido. Renuncia a tu pretensión.

CARLOS.-  Enviadme a Flandes con el ejército; confiad en esta alma débil. Al solo nombre del hijo de Rey precediendo a nuestras banderas, será conquistado un país que sólo sabrán devastar los verdugos del Duque de Alba. Os lo pido de rodillas; es la primera gracia que os suplico, padre mío; confiadme Flandes.

REY.-   (Clavando en su hijo una mirada penetrante.) ¡Y confiaré al propio tiempo mi mejor ejército a tu ambición, el puñal al asesino!

CARLOS.-  ¡Oh, Dios!... No he adelantado un paso! Este es el fruto de tan solemne instante, por tanto tiempo deseado.  (Después de un momento de reflexión y con tono solemne pero suave.)  Respondedme con más dulzura, y no me alejéis así de vuestro lado: sentiría dejaros después de tan tristes palabras, y con el corazón oprimido. Tratadme con más bondad; os expongo mi más apremiante deseo, mi última tentativa, tentativa que inspira la desesperación. Porque no puedo, no puedo soportar con mi firmeza humana, que me lo rehuséis todo, absolutamente todo. Os dejo ahora sin haber sido comprendido; engañado en mis caros proyectos. Vuestro Duque de Alba y vuestro Domingo reinarán victoriosamente, después que vuestro hijo ha llorado, hundida la frente en el polvo. Allí estaba la temblorosa turba de los cortesanos, y de los grandes, y el pálido cortejo de los monjes, cuando me habéis concedido solemnemente esta audiencia; no me humildes, no me hiráis mortalmente, padre mío; no me sacarifiquéis de un modo ignominioso a la turba insolente de la corte. No se diga que mientras los extraños rebosan en favores, nada puede obtener Cárlos con sus súplicas. Probad que queréis honrarme enviándome a Flandes con el ejército.

REY.-  No repitas estas palabras, si temes mi cólera.

CARLOS.-  La arrostro repitiendo mi súplica por tercera vez. Confiadme Flandes. Debo abandonar España; me es forzoso; porque continuar aquí es respirar bajo la mano del verdugo. El cielo de Madrid oprime mi ánimo como la idea de un asesinato, y sólo un pronto cambio de clima podría curarme. Si me queréis salvar, enviadme a Flandes sin pérdida de tiempo.

REY.-   (Con afectada confianza.) Los enfermos como tú, hijo mío, exigen solícitos cuidados, y deben permanecer bajo la vigilancia del médico. Seguirás en España y el Duque irá a Flandes.

CARLOS.-   (Fuera de sí.)  ¡Ahora, protegedme, ángeles míos!

REY.-  Detente... ¿Qué significa la expresión de tu rostro?

CARLOS.-   (Con voz temblorosa.)  ¡Padre mío! ¿Esta decisión es irrevocable?

REY.-  Parte del Rey.

CARLOS.-  He cumplido con mi deber.  (Vase vivamente agitado.) 



Escena III

 

El REY queda abismado durante algunos instantes en profunda meditación: por fin da algunos pasos hacia el salón. ALBA se acerca turbado.

 

REY.-   Disponeos a salir para Bruselas a la primera orden.

ALBA.-  Todo está dispuesto, señor.

REY.-  Vuestros plenos poderes están ya sellados en mi gabinete. Despedíos de la Reina, y antes de partir, presentaos al Príncipe.

ALBA.-  Le he visto salir de aquí como un furioso. V. M. me parece también fuera de sí, y profundamente conmovido. Tal vez el tema de esta conversación...

REY.-   (Paseando a lo largo de la sala.)  El tema era el Duque de Alba.  (El REY se detiene y fija en él una mirada sombría.)  Puedo saber sin sorprenderme que Carlos odia a mis cortesanos, pero advierto con pena que los desprecia.  (ALBA palidece e intenta hablar.)  Ahora, ni una palabra. Os permito reconciliaros con el Príncipe.

ALBA.-  Señor.

REY.-  Decidme: ¿Quién fue el primero que me habló de los siniestros proyectos de mi hijo? Os escuché entonces sin oírle a él. Quiero aquilatar las pruebas, Duque. Desde hoy, Carlos vivirá más cerca de mi trono. Salid.

 

(El REY se retira a su gabinete. El DUQUE se va por otra puerta.)

 


Escena IV

 

Antesala de la habitación de la REINA. D. CARLOS entra por la puerta del centro conversando con un PAJE; los cortesanos se dispersan por las habitaciones contiguas.

 

CARLOS.-   ¿Una carta para mí? ¿Y para qué esta llave? ¡Y ambas remitidas con tal misterio! Acércate. ¿De dónde has sacado esto?

PAJE.-  Por lo que he visto, la dama prefiere que se adivine quién es, antes que ser nombrada.

CARLOS.-  ¿La dama?  (Observa con más detención al PAJE.)  ¡Qué! ¡Cómo! ¿Quién eres tú, pues?

PAJE.-  Un paje de S. M. la Reina.

CARLOS.-   (Asustado va a él, y le pone la mano en los labios.)  Eres muerto! ¡Detente! Sé lo bastante.  (Rompe vivamente el sobre y se dirige a un rincón de la sala para leer la carta. Durante este intervalo, el DUQUE DE ALBA pasa sin que el PRÍNCIPE le vea y entra en la habitación de la REINA. CARLOS tiembla y palidece, y se ruboriza a la vez. Después de haber leído, sigue silencioso por algun tiempo, fijos los ojos en la carta. Despues vuelve a dirigirse al PAJE.)  ¿Ella misma te ha dado esta carta?

PAJE.-  Por su propia mano.

CARLOS.-  ¿Ella misma te ha dado esta carta? ¡Oh, no me engañes!... No he visto aún una línea de su puño, y me veré obligado a creerlo, si puedes jurarlo. Si mientes, confiésalo con franqueza y no me engañes.

PAJE.-  ¡Engañaros a vos!

CARLOS.-   (Mira de nuevo la carta, después contempla al PAJE dudoso; después de haber dado una vuelta por la sala.)  ¿Viven todavía tus padres, verdad? ¿Tu padre sirve al Rey? ¿Es hijo de aquí?

PAJE.-  Fue muerto en San Quintín, siendo coronel de caballería del Duque de Saboya. Se llamaba Alfonso, y era conde de Henares.

CARLOS.-   (Le toma la mano y fija en él una mirada expresiva.)  ¡El Rey te ha entregado esta carta!

PAJE.-   (Inmutado.)  Príncipe, ¿acaso he merecido esta sospecha?

CARLOS.-   (Lee.)  «Esta llave abre las habitaciones que hay detrás del pabellón de la Reina. La más retirada de todas está junto a un gabinete donde no ha penetrado jamás un espía; allí, el amor puede expresar con toda libertad cuanto hasta ahora ha confiado a simples señas. El tímido amante será oído, y recompensada la modesta paciencia.»  (Como si despertara de un letargo.)  No sueño, no deliro... ¡Es realmente ésta mi mano derecha, y ésta, mi espada!... ¡Y estas son palabras escritas!... ¿Es verdad? ¡Es realidad!... Soy amado..., lo soy... Sí..., soy amado...  (Se pasea agitado a lo largo de la sala, sin aliento y con los brazos extendidos.) 

PAJE.-  Venid, Príncipe; yo os guiaré.

CARLOS.-  Dejadme antes volver en mí. ¡Conmueve aún todo mi ser el estremecimiento de la dicha! ¿Podía concebir tan osada esperanza? ¿Podía ni siquiera soñarla? ¿Dónde hallar el hombre que se acostumbrara tan pronto a la idea de convertirse en dios? ¿Qué era, qué soy ahora? Otro cielo, otro cielo brilla para mí... Me ama...

PAJE.-    (Quiere llevársele consigo.)  Príncipe, Príncipe, no es este el lugar... Olvidáis...

CARLOS.-   (Sobrecogido de súbito terror.)  El Rey, mi padre...  (Deja caer sus brazos, mira en torno suyo con espanto, y empieza a serenarse.) Esto es espantoso. Sí; tienes razón, amigo mío; te doy las gracias; no estaba en mí. ¡Que me sea forzoso callar, ocultar en mi pecho tanta ventura... Es horrible, horrible!  (Toma el PAJE de la mano, y le lleva aparte.) Lo que has visto, óyeme bien, y lo que no has visto, debe ser encerrado en tu corazón como en un ataud. Ahora ve; acudiré a la cita; ve; no conviene que nos sorprendan aquí; ve.  (El PAJE va a salir.)  Aguarda; oye.  (El PAJE vuelve; CARLOS pone la mano en su hombro y le dice mirándole severo.) Te llevas contigo un terrible secreto, semejante a aquellos activos venenos que rompen el vaso que los contiene. Domina la expresión de tu rostro, y que no sepa nunca tu inteligencia lo que oculta tu corazón; sé como el eco, que recibe y repite el sonido, sin oír nada. Eres un niño; selo siempre, y continúa jugando alegremente. ¡Muy hábil y prudente se ha mostrado la que te eligió por mensajero del amor! Seguramente no irá a buscar el Rey, entre los niños, sus víboras.

PAJE.-   Por mi parte, Príncipe, me enorgullezco de poseer un secreto que no posee el Rey.

CARLOS.-  Mancebo vanidoso, esto precisamente debiera hacerte temblar. Si ocurre el encontrarnos, acércate a mí con timidez y sumisión! Cuidado con que la vanidad te impulse a dejar comprender que el Príncipe te es favorable, porque tu mayor crimen, hijo mío, sería el complacerme. Cuanto debas decirme desde ahora, no me lo digas con palabras; no lo fíes a tus labios; no sigan tus noticias la senda ordinaria de los pensamientos; háblame con la mirada, por señas; te comprenderé en un abrir y cerrar de ojos. El ambiente que respiramos, la luz que nos rodea, estas mudas paredes; todo está vendido a Felipe. Alguien viene.  (La habitación de la REINA se abre y sale el DUQUE DE ALBA.)  Sal... Hasta luego.

PAJE.-  Príncipe, no equivoquéis la habitación...  (Vase.) 

CARLOS.-  El Duque... No; no; la encontraré.



Escena V

 

D. CARLOS. El DUQUE DE ALBA.

 

ALBA.-    (Colocándose delante del PRÍNCIPE.)  Una palabra, Príncipe.

CARLOS.-  Perfectamente; está bien... Otro rato.  (Hace que se va.) 

ALBA.-  No es este, en efecto, el lugar más a propósito para hablaros, y tal vez plazca a V. A. concederme audiencia en su habitación.

CARLOS.-  ¿Y por qué?... La audiencia puede verificarse aquí; hablad pronto y con brevedad.

ALBA.-  Me conduce a V. A. antes que todo, la gratitud que le debo por la orden que conoce.

CARLOS.-  ¿Gratitud... a mí? ¿Por qué motivo me debe gratitud el Duque de Alba?

ALBA.-  Apenas ha salido V. A. del despacho del Rey, he recibido la orden de salir para Bruselas.

CARLOS.-  ¿Para Bruselas? ¡Ah!

ALBA.-  ¿A quién sino a la favorable intervención de V. A., podré atribuir?...

CARLOS.-  ¿A mí?... No, por cierto, a mí. Partid, partid y que Dios os acompañe.

ALBA.-  ¿Ni una palabra más?... Me sorprende. ¿V. A. no tiene que darme algunas órdenes para Flandes?

CARLOS.-  ¡Qué más debo decir!... ¿Y por qué para Flandes?

ALBA.-  Pareciome hace poco que la suerte de este país reclamaba la propia presencia de D. Carlos.

CARLOS.-  ¿Cómo es esto?... ¡Ah! Sí; así fue, pero ahora todo me parece perfectamente, perfectamente; casi mejor.

ALBA.-  Os escucho con sorpresa.

CARLOS.-   (Con ironía.) Sois un gran general, ¿quién lo ignora? La misma envidia debe reconocerlo. Yo soy muy joven todavía; tal ha sido también la opinión del Rey. El Rey tiene razón; tiene razón por completo; lo veo ahora, y estoy satisfecho. Por tanto, hemos hablado bastante sobre esto, y os deseo un feliz viaje; no puedo, como veis, detenerme más, porque tengo mucho que hacer. Dejemos el resto para mañana, o para cuando vos queráis, o para cuando regreséis de Bruselas.

ALBA.-  ¿Cómo?

CARLOS.-   (Después de un momento de silencio, viendo que el DUQUE no ha salido todavía.) Salís de aquí en buena estación; atravesaréis el Milanesado, la Lorena, Alemania... Alemania, sí; precisamente era en Alemania; allí os conocen. Estamos en abril, mayo, junio, julio...; perfectamente; en agosto, a más tardar, estaréis en Bruselas... ¡Oh! No dudo que muy luego oiremos hablar de vuestras victorias; os haréis digno de nuestra bondadosa confianza.

ALBA.-   (Con acento intencionado.)  ¿Será tal vez con el reconocimiento de mi nulidad?

CARLOS.-   (Después de un momento de silencio, con altivez y dignidad.)  Sois susceptible, Duque, y con razón. Debo confesar que es poco generoso por mi parte usar contra vos, armas que no estáis en el caso de usar contra mí...

ALBA.-  ¿No estoy en este caso?

CARLOS.-   (Presentándole la mano y riendo.)  Lástima que me falte el tiempo para empeñar un noble combate con el Duque de Alba... Otra vez...

ALBA.-  Príncipe, ambos calculamos de diferente manera. Vos, por ejemplo, lo aplazáis para dentro veinte años, y yo me refiero a veinte años hace.

CARLOS.-  ¿Y bien, qué?

ALBA.-  Estoy pensando, cuántas noches trascurridas junto a vuestra madre, la Princesa de Portugal, hubiera dado el Monarca para atraer al servicio de la corona un brazo como el mío... No ignoraba el Rey cuánto más fácil es perpetuar la progenie que consolidar la monarquía, y que se provee más pronto de un rey al mundo, que de un mundo al Rey.

CARLOS.-  Es muy cierto, sin embargo, Duque, sin embargo...

ALBA.-  El Rey no ignoraba cuánta sangre de sus pueblos era preciso derramar, antes que un par de gotas de sangre hicieran de vos un rey.

CARLOS.-  Es muy cierto, vive Dios; y en dos palabras habéis formulado lo que el orgullo del mérito puede oponer al orgullo de la fortuna. Pero no veo la consecuencia, Duque...

ALBA.-  ¡Desdichado del príncipe que en la cuna se mofa de su nodriza! Muy grato le será sin duda descansar muellemente, y adormecerse en brazos de nuestras victorias. Sólo las perlas brillan en la corona, sin que se vean las heridas que han costado... Esta espada, Príncipe, impuso las leyes españolas a pueblos extranjeros, fulguró delante del pendón de la cruz y ha trazado sobre el continente sangrientos surcos, para sembrar en ellos la semilla de la fe. Dios era juez en el cielo; yo, en la tierra.

CARLOS.-  Dios o el diablo; lo mismo da. Harto sé que erais su brazo derecho... Os suplico que no hablemos más de eso... Quisiera evitar ciertos recuerdos... Respeto la elección de mi padre, porque mi padre necesita un Duque de Alba; precisamente esto es lo que no le envidio... Sois un grande hombre; sea; me inclino a creerlo; temo solamente que os hayáis anticipado algunos siglos en nacer... Un hombre como el Duque de Alba, debería venir allá en el momento de la consumación de los siglos, cuando la gigantesca audacia del crimen habrá agotado la paciencia del cielo, y la abundante cosecha de maldades, ya en sazón, requerirá un segador sin par... Entonces estaréis en vuestro centro. ¡Dios mío!... ¡Mi paraíso!... ¡Mi Flandes!... Pero es forzoso no pensar mas en ello..., ni una palabra más sobre esto... Dicen que os lleváis de aquí una porción de sentencias de muerte, firmadas de antemano... ¡Laudable precaución que evita para más tarde todo efugio! ¡Oh, padre mío! ¡Cuán mal he comprendido tus intenciones! Te acusaba porque me negaste un cargo en el que había de lucirse el Duque de Alba, cuando con esta negativa empezabas a darme una prueba de tu estimación.

ALBA.-  Príncipe..., estas palabras merecerían...

CARLOS.-   (Interrumpiéndole.)  ¡Qué!

ALBA.-  Pero vuestro título de hijo del Rey os sirve de escudo...

CARLOS.-   (Desenvainando su espada.)  Esto pide sangre... Vuestra espada, Duque...

ALBA.-   (Fríamente.)  ¿Contra quién?

CARLOS.-   (Cayendo sobre él.)  En guardia, u os atravieso el corazón...

ALBA.-  Puesto que es fuerza...  (Se baten.) 



Escena VI

 

La REINA. D. CARLOS. El DUQUE DE ALBA.

 

REINA.-   (Sale asustada de su habitación.)  ¡Desenvainados los aceros!  (Al Príncipe, con enfado y voz imperiosa.)  ¡Carlos!

CARLOS.-   (A quien la presencia de la REINA pone fuera de sí, deja caer su brazo, se queda inmóvil, y después corre a abrazar el DUQUE.)  ¡Hagamos las paces, Duque; sea olvidado todo!  (Se arroja a los pies de la REINA, después se levanta y sale muy agitado.) 

ALBA.-   (Inmóvil, no le pierde de vista.)  ¡Vive Dios! ¡Cosa más rara!

REINA.-   (Después de un instante de turbación e inquietud, avanza lentamente hacia su habitación; y en el dintel de la puerta, se vuelve.)  ¡Duque de Alba! (El DUQUE la sigue.)  

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Escena VIII

 

Gabinete de la PRINCESA DE ÉBOLI.

 
 

La PRINCESA caprichosamente vestida, pero con exquisito gusto, toca el laud, y canta. Luego el PAJE de la Reina.

 

PRINCESA.-   (Se levanta sobresaltada.)  ¡Él llega!

PAJE.-   (Corriendo.)  ¿Estáis sola? Me sorprende no encontrarle aquí, pero llegará sin duda al instante...

PRINCESA.-  ¿Vendrá?... ¿Consiente él?... Todo está resuelto...

PAJE.-  Viene detrás de mí... Noble Princesa, os ama, os ama, pero como nadie os amó; como no habéis sido amada nunca... ¡Qué escena he presenciado!...

PRINCESA.-   (Con impaciencia.)  Presto, di, ¿le has hablado? ¿Qué te ha dicho? ¿Qué cara ha puesto? ¿Qué ha dicho? ¿Se ha turbado? ¿Acertó con el nombre de la persona que le ha enviado la llave, o no? ¿Ha sospechado si era otra? ¡Por Dios! No me respondes palabra... ¡Estás como avergonzado! Nunca me has parecido tan torpe, tan tonto, tan insoportable...

PAJE.-   ¡Pero si no me dejáis hablar! Le he entregado la llave y el billete, y me ha parecido que se corría cuando le he dicho que era el enviado de una dama.

PRINCESA.-  ¡Qué se corría!... Muy bien, muy bien... Vaya; continúa...

PAJE.-  Quería decirle algo más, pero ha palidecido, me ha arrancado la carta de la mano, y lanzándome una mirada amenazadora, me ha dicho que lo sabía todo.

PRINCESA.-  ¡Que lo sabía todo! ¡Que lo sabía todo!... ¿Esto ha dicho?

PAJE.-  Me ha preguntado por tres o cuatro veces si vos misma me habíais realmente entregado esta carta.

PRINCESA.-  ¿Si era yo misma?... ¡Y ha pronunciado mi nombre!

PAJE.-  No; no ha pronunciado vuestro nombre.- Algunos espías, me ha dicho, podrían escucharme y contárselo todo al Rey.

PRINCESA.-   (Sorprendida.)  ¿Ha dicho esto?

PAJE.-  A quien le importaba mucho, ha añadido, tener noticia de aquella carta.

PRINCESA.-  ¿Al Rey? ¿Has oído bien? ¿Al Rey? ¿Ha pronunciado precisamente esta palabra?

PAJE.-  Sí; ha dicho que era un secreto peligroso, y me ha aconsejado que pusiera atención en lo que hablaba y en lo que hacía, a fin de que el Rey no conciba la menor sospecha.

PRINCESA.-   (Después de un momento de reflexión, muy sorprendida.)  Todo se acuerda perfectamente, y no puede ser sino que conoce esta aventura... ¡Es inconcebible! ¿Quién puede haberle revelado... Quién? Repito... ¿Quién puede ser, sino el amor, el amor de vista de lince... penetrante, profunda?... Pero continúa, continúa... ¿Ha leído el billete?

PAJE.-  El billete, decia él, le anunciaba una dicha que le hacía temblar y que no se hubiera atrevido a soñar nunca... Por desgracia el Duque ha entrado en la sala, y esto nos ha obligado...

PRINCESA.-   (Con acritud.)  ¿Qué tenía que hacer el Duque allí?... ¿Pero, dónde está?... ¿Por qué tarda, por qué no parece? ¿Ves cómo te han informado mal? Podría ser ya feliz, durante el rato que tú empleas en contarme que quiere serlo.

PAJE.-  Temo que el Duque...

PRINCESA.-  Otra vez el Duque... ¡Qué tiene que ver con esto! ¡Qué tiene que ver el valiente general con mi tranquila felicidad!... Podía plantarlo, o mandarle que se retirara. ¿Con quién no se obraría así en estos casos? ¡Oh!... Me parece que tu Príncipe ni comprende el amor, ni el corazón de las mujeres, ni sabe lo que son los minutos... Silencio; oigo pasos. Véte; es el Príncipe.  (El paje se va.)  Ve, ve. ¿Dónde está mi laud? Conviene que me sorprenda... Mi canto debe ser la señal...



Escena VIII

 

La PRINCESA. Poco después CARLOS. La PRINCESA se ha sentado sobre una otomana; toca el laúd.

 

CARLOS.-   (Entra precipitadamente, reconoce a la Princesa, y queda como herido del rayo.)  ¡Dios mío! ¿Dónde estoy?

PRINCESA.-   (Deja caer su laúd, y corre hacia él.)  ¡Ah! Príncipe Carlos... En verdad...

CARLOS.-  ¡Dónde estoy!... ¡Torpe equivocación!... He tomado una habitación por otra.

PRINCESA.-  ¡Cómo fija Carlos su atención en las habitaciones donde hay damas sin testigos!

CARLOS.-  Perdonadme, Princesa; he encontrado el primer salón abierto.

PRINCESA.-  ¡Es posible!... Paréceme, sin embargo, que lo había cerrado...

CARLOS.-  Os lo parece..., sólo os lo parece, pero sin duda os equivocáis... que quisiste cerrarlo; conforme, pero no lo estaba; seguramente que no lo estaba... Oigo tocar un laúd... ¿No era un laúd?  (Mira en torno suyo, dudoso.)  Sí; vedle allí todavía... y el laúd... Yo gusto de esta música con locura... Soy todo oídos, y sin saber lo que me pasa, me apresuro a entrar en ese gabinete para ver los bellos ojos de la amable cantatriz, cuyo celeste hechizo me ha arrebatado.

PRINCESA.-  Galante curiosidad que por lo que veo, ha desaparecido bien pronto.  (Después de un momento de silencio, con acento intencionado.)  ¡Oh! Estimo en mucho la modestia de quien para no ofender el pudor de una dama, se pierde en tales invenciones.

CARLOS.-   (Con confianza.)  Princesa, comprendo que agravo una situación que quisiera mejorar. Excusadme una tarea que no podría llevar a cabo cumplidamente. Buscabais sin duda en esta habitación un refugio contra la sociedad, y quieres, lejos de las miradas de los hombres, entregaros a los secretos deseos de vuestro corazón: yo llego aquí como importuno accidente que disipa vuestro sueño. Debo alejarme sin tardanza.  (Hace que se va.) 

PRINCESA.-   (Sorprendida y desconcertada, y serenándose luego.)  Príncipe, esto no me parece bien.

CARLOS.-  Princesa, comprendo lo que significa vuestra mirada en este gabinete... y respeto la turbación de la virtud... ¡Ay de aquel a quien alienta el rubor de una mujer! Cuando las mujeres tiemblan ante mí, se apodera de mí la timidez.

PRINCESA.-  ¡Es posible! Escrúpulo sin ejemplo en un joven y en un Príncipe. ¡Pues bien! Ahora debéis quedaros; os lo suplico... Semejante virtud disipa las inquietudes de una doncella... ¿Sabéis que vuestra súbita aparición me ha sorprendido a mitad de mi aria favorita?  (Le conduce junto al sofá, y toma su laúd.)  Príncipe Carlos, voy a tocar otra vez esta arieta; escucharla será vuestro castigo.

CARLOS.-   (Se sienta, no sin embarazo, junto a la PRINCESA.)  Castigo apetecible como mi falta. Por cierto que el canto me ha parecido tan bello y celestial, que le oiré con gusto tercera vez.

PRINCESA.-  ¡Cómo!... Lo habéis oído... Esto es horrible, Príncipe. Era, me parece, un canto de amor...

CARLOS.-  Y si no me engaño, de un amor feliz. ¡Linda letra para estos labios, pero sin duda más bella que verdadera!...

PRINCESA.-  ¿Qué verdadera?... Decís... Así, ¿vos dudáis?

CARLOS.-   (Con seriedad.) Dudo casi que Carlos y la Princesa de Éboli puedan jamás comprenderse tratándose de amor.  (La PRINCESA se sorprende, él la observa, y continúa como galanteándola.)  Porque, ¿cómo el que vea vuestras sonrosadas mejillas podrá creer que la pasión agita vuestro pecho? ¿La Princesa de Éboli puede correr el peligro de suspirar en vano y sin ser escuchada? Sólo conoce el amor quien ama sin esperanza.

PRINCESA.-   (Recobrando su alegría.)  ¡Oh! Callad, esto es espantoso. No parece que sea esta precisamente la desgracia que hoy os persigue, hoy menos que ningún otro día, buen Príncipe.  (Le toma la mano con ternura.)  No estáis muy alegre que digamos, por vida mía... Parece que sufrís mucho... ¿Es posible?... ¿Por qué sufrís, Príncipe?... ¿Vos, llamado a las delicias de este mundo, dotado de los presentes de pródiga naturaleza, nacido para aspirar a los goces de la vida vos, hijo de un gran Rey, que en vuestra cuna de Príncipe fuisteis además colmado de aquellos dones que eclipsan el mismo esplendor de vuestra elevada jerarquía; que en el riguroso tribunal de las mujeres las habéis fascinado... a ellas que sentencian sin apelación sobre el valor y la gloria de los hombres; vos, a quien basta una mirada para vencer, y que enardecéis con la propia frialdad...; cuyo amor daría el cielo y la dicha de los dioses...; el elegido por la naturaleza entre mil para colmaros de felicidad y de incomparables cualidades... Vos sufrís?... ¡Oh, Dios mío!... Tú que se lo prodigaste todo, ¿por qué le niegas ojos para ver sus triunfos?

CARLOS.-   (Que durante este rato ha permanecido absorto y distraído, vuelve en sí y se levanta súbitamente.)  Perfectamente; esto es incomparable, Princesa. Cantadme este trozo una vez más.

PRINCESA.-   (Mirándole sorprendida.)  Carlos, ¿en qué pensabais?

CARLOS.-   (Se levanta.)  ¡Ah! ¡Por el cielo! Vos me lo recordáis. A propósito; es preciso que vaya cuanto antes.

PRINCESA.-   (Deteniéndole.)  ¿Dónde?

CARLOS.-   (Con cruel ansiedad.)  A fuera, a respirar el aire libre. ¡Dejadme, Princesa! Paréceme que el mundo arde en llamas detrás de mí...

PRINCESA.-   (Deteniéndole con fuerza)  ¿Qué tenéis? ¿A qué se debe tan raro proceder?  (CARLOS se detiene y reflexiona; ella aprovecha este instante para atraerle al sofá.) . Tenéis necesidad de descanso, querido Carlos; estáis agitado. Sentaos cerca de mí, y alejad de vuestra mente esta negra pesadilla que engendra la fiebre. Si os preguntarais francamente, ¿conozco lo que oprime mi corazón? Si lo supierais, ¿no habrá entre los caballeros de esta corte y entre las damas, nadie que lo consuele, que lo comprenda, quiero decir, nadie que sea digno?...

CARLOS.-   (Distraído.)  Tal vez la Princesa de Éboli...

PRINCESA.-   (Con alegría y viveza.)  ¿Es cierto?

CARLOS.-  Dadme una carta, una recomendación para mi padre. Dádmela. Dicen que gozáis de mucha influencia.

PRINCESA.-  ¿Quién lo dice? ¡Ah! La duda selló tus labios.

CARLOS.-  Probablemente. La historia es ya pública; concebí de pronto el proyecto de ir a Brabante a ganar mis espuelas. Mi padre teme que el mando del ejército perjudique a mi voz.

PRINCESA.-  Carlos, os estáis mofando de mí. Confesadlo; queréis escaparme con estos movimientos de culebra. Miradme de hito en hito, hipócrita. Quien sólo sueña en caballerescas hazañas, ¿podría rebajarse a escamotear con avidez las cintas que las damas dejan caer? Y permitidme  (levanta ligeramente la gorguera de CARLOS y coge una cinta que estaba oculta) , y guardarlas con tal cuidado?

CARLOS.-   (Retrocediendo con sorpresa.)  Princesa, no; esto es demasiado; sin duda soy víctima de una traición. Es imposible engañaros; os entendéis con el demonio con los malos espíritus.

PRINCESA.-  Parece que os sorprende. Apostemos, Príncipe, que yo es recuerdo cosas... cosas... Probadlo; interrogadme. Si no han pasado inadvertidas para mí, ni vuestras genialidades, ni vuestro acento sofocado, ni vuestra sonrisa, desvanecida al instante para dar lugar a la gravedad, ni vuestros menores gestos y actitudes, juzgad si habré comprendido lo que queríais darme a comprender.

CARLOS.-  Esto es aventurar mucho, pero acepto la apuesta, Princesa. ¿Prometéis descubrir en mi corazón algo que ni yo mismo supe nunca que existiera?

PRINCESA.-   (Levemente ofendida y con gravedad.)  ¿Nunca, Príncipe?... Pensadlo mejor... Mirad que no os halláis en el gabinete de la Reina, donde es de rigor un poco de disimulo. Estáis turbado, y os ruborizáis de pronto. Realmente. ¿Quién podrá ser tan perspicaz y atrevido, y quien estará tan desocupado para espiar a Carlos, cuando Carlos se cree al abrigo de toda vigilancia? ¿Quién habrá podido notar que en el último baile dejó a la Reina, de quien era el acompañante, para dirigirse con premura a un grupo vecino y tender la mano a la Princesa de Éboli dejando a su real pareja? Distracción, Príncipe, que observó el mismo Rey, parecido en aquel instante.

CARLOS.-   (Con sonrisa irónica.)  ¿Hasta el Rey? En verdad, querida Princesa, que el caso no le debió parecer singular.

PRINCESA.-  Ni más ni menos que la escena de la capilla del castillo, que sin duda el mismo príncipe Carlos no recordará. Os hallabais a los pies de la Virgen, abismado en la oración, cuando de repente... ¿Qué culpa tuvisteis de ello?... Rozaron el pavimiento a vuestra espalda las colas de algunas damas. Héteme aquí que el heroico hijo del rey Felipe empieza a temblar como un hereje delante del Santo Oficio; espira la oración en sus pálidos labios y en el arrebato de la pasión... fue aquella, Príncipe, una comedia conmovedora... Cogisteis la santa y fría mano de la Virgen y cubristeis el mármol de ardientes besos.

CARLOS.-  Cometéis conmigo una injusticia, Princesa; fue devoción.

PRINCESA.-  ¿Sí? Esto es otra cosa, Príncipe; entonces fue también por el temor de perder, que un día que Carlos jugaba con la Reina y conmigo, me hurtó mi guante con pasmosa habilidad.  (CARLOS se levanta turbado.)  Bien es verdad que un momento después, fue harto galante para arrojarlo sobre la mesa en lugar de una carta.

CARLOS.-  ¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¿Qué hice yo?

PRINCESA.-  Nada que debáis negar a mi juicio. Grande fue mi júbilo y mi sorpresa, cuando inesperadamente hallé un billete que habíais sabido ocultar en el guante. La más patética poesía que...

CARLOS.-   (Interrumpiéndola súbitamente.)  Versos nada más. Con frecuencia se desprenden de mi cerebro es tas ligeras burbujas que se desvanecen del modo que se forman. No hablemos más en esto.

PRINCESA.-   (Alejándose sorprendida y mirándole un instante.)  Lo he apurado todo; todas mis tentativas resbalan sobre este hombre extraño como sobre una serpiente.  (Calla durante breve rato.)  ¡Pero calle! Si todo se debiera a su extraordinario orgullo, que empleando la máscara de la timidez, pretendiera hacer más dulces sus placeres! Sí...  (Se acerca al PRÍNCIPE, y le mira perpleja.)  Príncipe, decidme por fin... Me hallo delante una puerta cerrada, encantada, que mis llaves no pueden abrir.

CARLOS.-  Lo mismo me pasa a mí con respecto a vos.

PRINCESA.-   (Se aparta de improviso, se pasea en silencio por el gabinete y parece preocupada con una idea importante. Por fin le dice, con acento grave y solemne.)  Bien, sea; es fuerza que me resuelva a hablar. Os hago juez de mi causa; sois leal, sois un hombre, en una palabra; sois príncipe y caballero; me arrojo en vuestros brazos: vos me salvaréis, y si me pierdo para siempre, lloraréis mi suerte.  (El PRÍNCIPE se acerca a ella con curiosidad, interes y sorpresa.)  Un insolente favorito del Rey, Ruy Gomez, conde de Silva, codicia mi mano. El Rey lo quiere y ya está acordada la venta. Soy vendida a su favorito.

CARLOS.-  Vendida y siempre vendida, y siempre por el renombrado traficante de España.

PRINCESA.-  No; antes, escuchadlo todo. No basta sacrificarme a la política, sino que se atenta a mi inocencia. Tomad; este escrito puede desenmascarar a este santo varón.  (Carlos toma el papel, pero su impaciencia no le permite leerlo y sigue escuchando a la PRINCESA.)  ¿Dónde encontraré, Príncipe, quien me salve? Hasta ahora mi orgullo ha protegido mi virtud, pero al fin...

CARLOS.-  Al fin habéis sucumbido; ¿habéis sucumbido? ¡No! No! ¡En nombre del cielo no!

PRINCESA.-   (Con nobleza y altivez.)  ¿Y por quién? Miserable juicio! ¡Cuán débiles son los despreocupados! Estimar los favores de una mujer, la dicha del amor, como mercancía de la cual puede disponerse siendo como es la única cosa que sólo se compra a cambio de sí misma. El amor es el único precio del amor; el diamante inestimable que quiero dar u ocultar eternamente, sin gozar jamas de él, como aquel rico mercader que insensible al oro de Rialto y desafiando a los reyes, arrojó su perla entre los tesoros del mar, no queriendo en su orgullo abandonarla por menos de su valor...

CARLOS.-  ¡Por Dios vivo! ¡Me gusta esta mujer!

PRINCESA.-  Poco me importa que me tilden de caprichosa o de vanidosa; yo no reparto mis placeres. Al único que escoja, le daré todo por todo, y una sola vez y para siempre. Mi amor hará tan sólo la felicidad de uno, pero esta felicidad será divina. La arrobadora armonía del ser humano..., el beso..., la dicha de la hora propicia, la magia celestial de la belleza, no son más que colores de un solo rayo, hojas de una misma flor, ¿y podría yo ¡insensata! marchitar una sola hoja del sonriente cáliz y profanar la majestad de la mujer, la obra maestra de Dios, para alegrar los últimos días de un disoluto?

CARLOS.-  ¡Me parece increíble! Cómo, ¡Madrid poseía semejante doncella, y yo no la conozco hasta hoy!

PRINCESA.-  Mucho tiempo haría que me hubiera retirado de la corte y del mundo para sepultarme en un claustro, si no existiera aún para mí un lazo único y omnipotente que me encadena a él... ¡Ay! Es una ilusión tal vez, pero tan preciosa para mí! Amo, y no soy correspondida.

CARLOS.-   (Acercándose a ella con fuego.)  Lo sois: es tan cierto como que hay un Dios en el cielo; lo juro. Lo sois y con amor indecible.

PRINCESA.-  ¿Me lo juráis? ¡Vos!... ¡Ah! Oigo la voz de mi ángel... Sí; si realmente lo juráis, Carlos, os creo y lo soy.

CARLOS.-   (La oprime entre sus brazos con ternura.)  Tierna y noble doncella, adorable criatura. Mis ojos, mis oídos, todo se arroba y admira delante de ti... ¿Quién que te haya conocido en su vida podrá envanecerse de no haber amado nunca? ¿Pero que vienes a hacer aquí, ángel hechicero, en la corte del rey Felipe, entre frailes, y bajo la dominación de los frailes? No se hizo este cielo para tales flores... Ellos podrían marchitarlas... podrían... ya lo creo. Mas, juro por mi vida que no será; te ciño con mis brazos, y en brazos te llevaré a través de los demonios y del infierno... Sí; ténme por tu salvador.

PRINCESA.-   (Con mirada amorosa.)  Oh! Carlos, ¡cuán mal os juzgaba! ¡Con qué largueza y maravilla recompensa vuestro noble corazón la fatiga que ha costado comprenderle! (Toma su mano e intenta besarla.) 

CARLOS.-   (Retirándola.)  Princesa, ¿qué os pasa?

PRINCESA.-   (Con gracia y dulzura, y mirando fijamente su mano.)  ¡Qué bella es! ¡Qué pródiga! Príncipe: esta mano tiene aún dos preciosos dones que entregar: una diadema, y el corazón de Carlos, y ambos tal vez a una mortal, a una sola: ¡presente demasiado grandioso quizá para una sola mortal!... Y qué, Príncipe, ¿si os decidierais a una partición? Las reinas suelen amar mal, porque la mujer que sabe amar no sabe reinar... Tanto mejor, Príncipe; repartiréis entre dos, semejantes dones, cuanto antes, cuanto antes. Tal vez lo habéis hecho ya; ¿lo habréis hecho realmente?... Tanto mejor... ¿Conozco yo a la afortunada?

CARLOS.-  Tú la conocerás; yo me descubriré a ti, inocente criatura sin mancha, la primera y la única de esta corte digna de conocer mi alma entera. Sí, no quiero negarlo... amo...

PRINCESA.-  ¡Ah, perverso! ¿Era tan difícil esta confesión! ¿No era también digna de piedad pareciéndote digna de amor?...

CARLOS.-   (Sobrecogido.)  ¿Qué? ¿Qué decís?

PRINCESA.-  ¡Jugar conmigo de este modo! En verdad, Príncipe, que no hacéis bien. ¡Y negar hasta la llave!

CARLOS.-  La llave! La llave!  (Después de reflexionar en silencio.)  Sí... esto era. Ahora lo advierto... ¡Oh, Dios mío!  (Se doblan sus rodillas y se apoya en una silla ocultando el rostro.) 

PRINCESA.-   (Después de un momento de silencio lanza un grito.)  Desdichada, ¿qué hice?

CARLOS.-   (Levantándose y con el más vivo dolor.)  ¡Caer tan bajo desde lo alto de mi cielo, es horrible!

PRINCESA.-   (Ocultando el rostro.)  ¡Dios mío, qué descubrimiento!

CARLOS.-   (De rodillas.)  No soy culpable, Princesa. La pasión... Un fatal error... Os juro que no soy culpable.

PRINCESA.-   (Rechazándole.)  ¡Salid de mi presencia en nombre del cielo!

CARLOS.-  Jamás... abandonaros en tan espantosa agitación...

PRINCESA.-   (Rechazándole con fuerza.)  Salid por piedad, por generosidad, si no queréis matarme. Odio vuestra presencia.  (CARLOS va a salir.)  Devolvedme mi carta y mi llave. ¿Dónde habéis metido la otra carta?

CARLOS.-  ¿La otra carta? ¿Cuál?

PRINCESA.-  La del Rey.

CARLOS.-   (Con espanto.)  ¿De quién?

PRINCESA.-  La que os entregué hace poco.

CARLOS.-  ¿Era del Rey? Y para quién? Para vos?

PRINCESA.-  ¡Cielos! ¡En qué embrollo me he metido! ¡La carta! dádmela; la quiero.

CARLOS.-  ¿La carta del Rey? Y para vos?

PRINCESA.-  ¡La carta! Por toda la corte celestial...

CARLOS.-  Esta carta que debía desenmascarar a cierto...

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PRINCESA.-   Yo muero; dádmela.

CARLOS.-  La carta...

PRINCESA.-   (Junta las manos con desesperación.)  ¡Insensata! ¡En qué peligro me he puesto!

CARLOS.-  La carta es del Rey. ¡Ah, Princesa! Esto muda el aspecto de las cosas.  (Con la carta en la mano y con satisfacción.)  Documento precioso, peligroso, inestimable que no podrían comprar todas las coronas de Felipe, asaz baladíes y de poco precio. Guardo esta carta.  (Vase.) 

PRINCESA.-   (Corre a su encuentro.)  ¡Dios mío! Estoy perdida...



Escena IX

 

PRINCESA, sola.

 
 

(Permanece un instante absorta y fuera de sí; después de haber salido él, corre hacia la puerta llamándole.)

 

  ¡Príncipe! ¡Una palabra! ¡Príncipe! Oídme... Se aleja. ¿Esto más? Me desprecia. Héteme en un aislamiento horrible, rechazada, despreciada.  (Cae en un sillón; después de un momento de silencio.)  No; ¡pero sacrificada a una rival! Ama; no hay duda, puesto que él mismo lo ha confesado; ¿pero quién es esta mujer feliz? Por lo visto ama a quien no debiera, ya que teme ser descubierto y oculta su pasión al Rey. ¿Por qué al Rey que desearía verle enamorado? ¿O será tal vez que teme al padre? Cuando ha sabido los galanteos del Rey, su rostro se ha regocijado y parecia feliz y contento; ¿por qué su virtud severa no le ha censurado precisamente esto? De qué le aprovecha que el Rey, infiel a la Reina...  (Se detiene como sobrecogida por un pensamiento repentino, al propio tiempo saca de su seno la cinta que tomó a CARLOS, la mira y la reconoce al instante.)  ¡Oh, cuán insensata era! ¿Dónde tenía los ojos? Por fin se abren a la luz... se amaban, se amaban antes que el Rey la eligiese... El Príncipe nunca me ha visto sin ella; en ella pensaba, pues, mientras yo me creía amada tan inmensamente y con tal ardor; ¡ah! ¡Engaño sin ejemplo! ¡Y yo le revelé mi flaqueza!  (Pausa.)  ¿Amará sin esperanza, no puedo creerlo; un amor sin esperanza no habría resistido a esta lucha. No se sacrifica a este amor una dicha por la que suspira en vano el Rey más poderoso del orbe. ¡Qué ardiente era su beso y con qué ternura me oprimía sobre su palpitante corazón! La prueba era demasiado fuerte para su romancesca fidelidad, si no fuese premiada... Tomó la llave que creía recibir de la Reina, creyó en este paso de gigante; llega aquí, pues, pensando que la mujer de Felipe ha sido capaz de dejarse arrastrará tamaña resolución!... ¿Cómo, cómo hubiera podido creerlo, si graves pruebas no le hubiesen alentado? Esto es claro; fue oído y ella le ama; la muy santa se ha dejado enternecer. ¡Qué habilidosa! Yo misma temblaba en la presencia altanera y temible de esta virtud, y parecíame que un carácter superior se elevaba delante de mí, eclipsándome con sus esplendores; envidiaba a su belleza, su augusta serenidad, libre de todas las agitaciones de nuestra naturaleza mortal. ¡Y esta serenidad era sólo aparente! ¿Pretende quizás gustar de una noble dicha conservando hábilmente el exterior de una virtud sobrehumana y saboreando al propio tiempo las secretas delicias del vicio? En esto consiste su audacia; ¿conseguirá su hipócrita empeño, sin que lo impida la venganza por falta de un vengador? ¡No, por el cielo! Yo le adoraba, y esto pide venganza; el Rey conocerá esta bellaquería... ¡El Rey!  (Después de un momento de reflexión.)  Sí; este es el medio para que lo sepa.



Escena X

 

Una habitación del palacio del Rey.

 
 

El DUQUE DE ALBA. DOMINGO.

 

DOMINGO.-  ¿Qué queréis decirme?

ALBA.-  Debo comunicaros un descubrimiento importante que hice hoy, del cual quisiera poseer la clave.

DOMINGO.-  ¿Qué descubrimiento? ¿De qué se trata?

ALBA.-  El príncipe Carlos y yo nos hemos encontrado esta tarde en el salón de la Reina. Me había ofendido. Nos hemos acalorado y venido por fin a las armas, cruzando los aceros; oye este rumor la Reina y abre la puerta; se lanza entre ambos y dirige al Príncipe una mirada que expresaba confianza en su poder. A esta mirada, su brazo se detiene, se arroja a los míos, me estrecha con ardor, y desaparece.

DOMINGO.-   (Después de breve pausa.)  Esto da lugar a la sospecha y me recuerda algo, Duque... Confieso que de mucho tiempo a esta parte germina en mí un pensamiento de este género; sueño que rechazaba y no confié a nadie todavía. Porque hay puñales de doble filo, amigos dudosos y desconfío de ellos. Es difícil conocer a los hombres y más difícil penetrarlos. Las palabras que se nos escapan son confidentes irritados. Esta es la causa de que ocultara mi secreto, esperando la hora de revelarlo, porque es peligroso, Duque, prestar ciertos servicios a los reyes, y errar el tiro expone a ser herido de rechazo. Cuanto dijera podría jurarlo por la sagrada hostia, pero pesan más en la balanza un testigo ocular, una palabra sorprendida, un trozo de papel, que mis íntimas convicciones. Por desgracia nos hallamos en España.

ALBA.-  ¿Y por qué, por desgracia?

DOMINGO.-  En cualquier otra corte la pasión puede olvidarse, pero aquí se halla retenida por la severidad de las leyes. Difícil es que una reina ceda, ya lo creo... Mas por desgracia hasta que llegaremos a sorprenderla...

ALBA.-  Oídme todavía. Carlos ha visto hoy al Rey. La audiencia ha durado una hora. Solicitaba el gobierno de los Países-Bajos en alta voz y con tal vivacidad que le he oído desde el gabinete. Cuando le hallé junto a la puerta tenía los ojos enrojecidos por el llanto, y después cuando le he visto por la tarde, se me presenta con aire de triunfo. Me dice que se alegra de que el Rey me haya otorgado la preferencia, y que le da las gracias por ello. Las cosas han cambiado, añade, y vale más así. Él no ha sabido nunca disimular; ¿cómo explicar, pues, sus contradicciones? El Príncipe se alegra de ser pospuesto y el Rey me concede una gracia, con todas las apariencias de su cólera. ¿Qué debo creer? En verdad que esta nueva dignidad parece más un destierro que un favor.

DOMINGO.-  A este punto han llegado las cosas; ¿y será derribado en un instante lo que hemos construido a fuerza de tantos años? ¿Y permaneceréis tan sereno e impasible? Acaso no conocéis a este joven; ¿no prevéis que nos espera el día en que el Príncipe suba al trono? No soy ciertamente su enemigo. Otros cuidados turban mi reposo, que dicen al trono de Dios y a su Iglesia... El Príncipe... le conozco bien, he penetrado en su alma; el Príncipe alimenta un terrible proyecto, Duque; el proyecto de ser regente y abjurar nuestra santa religión. Su corazón arde por nuevas virtudes que se bastan orgullosas a sí mismas y no imploran ninguna creencia. El Príncipe piensa; su mente se enardece con extrañas ilusiones; honra al hombre; ¿será él, Duque, quien nos convenga por rey?

ALBA.-  Fantasmas y nada más. Sugestiones tal vez del orgullo juvenil, que aspira a representar su papel y no halla otro partido. Esto pasará cuando le llegue el turno de reinar.

DOMINGO.-  Lo dudo. Se siente orgulloso de su libertad y no está acostumbrado al yugo con que se somete a los otros. ¿Conviene un hombre así para nuestro trono? Su alma osada y gigantesca franqueará los límites de nuestra política. En vano intenté, por algún tiempo, enervar su altivo carácter con los placeres, pues ha resistido a esta prueba. Es terrible cosa un alma de su temple en un cuerpo como el suyo... Y en tanto, Felipe va a cumplir sesenta años.

ALBA.-   Muy lejos se extiende vuestra mirada.

DOMINGO.-  Él y la Reina son una sola persona. El veneno de la Reforma se ha infiltrado en su corazón, y aunque hasta ahora permanece oculto, bien pronto ganará terreno y alcanzará al trono. Conozco a esta Valois; temamos, pues, la venganza de esta secreta enemiga si Felipe se muestra débil. Pues la fortuna nos es todavía favorable, ganémosles por la mano, y envolvámosles a ambos en la misma red, dando aviso al Rey, hoy mismo, con pruebas o sin ellas; que si se conmueve, será ya bastante. Nosotros por nuestra parte no dudamos, y cuando la persuasión existe, no es difícil persuadir. Tampoco lo será descubrir algo más, si desde luego nos convencemos de que estamos obligados a ello.

ALBA.-  Falta todavía un punto importante... ¿Quién se encarga de informar al Rey?

DOMINGO.-  Ni vos, ni yo. Oíd lo que tengo preparado de mucho tiempo acá, exclusivamente atento a mis grandes proyectos, seguidos con tranquila paciencia. Nos falta para completar nuestra liga una persona y es la más importante. El Rey ama a la Princesa de Éboli, y yo mantengo esta pasión, propicia a mis deseos. Soy su emisario. Haré entrar a la Princesa en nuestro plan, y si mi trama sale bien, esta joven será nuestra aliada, nuestra reina. Ella misma me ha dado una cita en este salón... Todo lo espero..., ¿Quién sabe si una doncella española deshojará en una sola noche las flores de lis de los Valois?

ALBA.-  ¡Qué oigo! ¿Es cierto cuanto me decís? Me sorprende, vive Dios! Fraile... Yo te admiro. Hemos ganado la partida.

DOMINGO.-  Silencio... ¿Quién viene?... Es ella... Ella misma...

ALBA.-  Aguardaré en la habitación inmediata, y si...

DOMINGO.-  Perfectamente. Os llamaré.

 

(El DUQUE se va.)

 


Escena XI

 

La PRINCESA. DOMINGO.

 

DOMINGO.-  Estoy a vuestras órdenes, Princesa.

PRINCESA.-   (Después de haber mirado con curiosidad al DUQUE.)  ¿No estamos solos? Veo un testigo junto a vos.

DOMINGO.-  ¡Cómo!

PRINCESA.-  ¿Quién, pues, acaba de salir de aquí?

DOMINGO.-  El Duque de Alba, Princesa, quien pide permiso para hablaros después de mí.

PRINCESA.-  ¿El Duque de Alba? ¿Qué quiere? Qué puede querer? Vos sin duda me lo diréis.

DOMINGO.-  ¿Yo? ¿Y sabré antes a qué debo el honor de hallarme con la Princesa de Éboli, cuando me vi privado de él hace tanto tiempo?  (Después de un momento de silencio, aguardando su contestación.)  ¿Podré saber si alguna circunstancia os vuelve favorable a los deseos del Rey? ¿Podré esperar fundadamente que con mejor acuerdo aceptáis sus ofrecimientos rechazados tan sólo por capricho? Aguardo con ansia...

PRINCESA.-  ¿Disteis al Rey mi última respuesta?

DOMINGO.-  He diferido el instante de causarle esta mortal herida. Aún es tiempo, Princesa vos puedes evitarla.

PRINCESA.-  Anunciad al Rey que le aguardo.

DOMINGO.-  ¿Habláis con seriedad, Princesa?

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PRINCESA.-  Espero que no supondréis que me burlo. Pero me asustáis. Dios mío, ¿qué habré hecho yo, si vos mismo palidecéis al oírme?

DOMINGO.-  La sorpresa... Apenas puedo concebir!...

PRINCESA.-  Reverendo padre, vos no debéis concebirlo, y por todos los bienes de este mundo no quisiera que me hubieseis comprendido. A vos debe bastaros que sea así, y ahorraros el trabajo de inquirir quién produjo con su elocuencia semejante cambio. Añadiré para vuestro consuelo, que ni vos ni la Iglesia tenéis parte en mi falta, bien que vos mismo me hayáis demostrado que en ciertos casos la Iglesia sabe valerse, para elevados fines, hasta del cuerpo de una doncella. No, no es esto... Estas piadosas razones, reverendo padre, son para mí demasiado sublimes...

DOMINGO.-  Pues bien, Princesa; las abandono por superfluas.

PRINCESA.-  Decid de mi parte al Rey que no se engañe con respecto a mí por este paso, pues soy la misma que era; sólo ha mudado la situación de las cosas. Cuando rechacé indignada sus ofrecimientos, le creía el feliz esposo de la más bella Reina, y pensé que su fiel esposa merecía este sacrificio de mi parte. Sí, creí entonces... entonces... Pero ahora estoy mejor informada...

DOMINGO.-  Continuad, Princesa, continuad; veo que nos comprendemos.

PRINCESA.-  Basta. Está descubierta y no he de callarlo más. Su habilidosa farsa está descubierta. Al Rey, a la España entera, a mí, a todos nos ha engañado. Ama; sé que ella ama. Tengo pruebas que la harán temblar. El Rey es engañado; ¡que no lo sea sin tomar venganza! Yo le arrancaré esta máscara de resignación sublime y sobrehumana, y todos reconocerán la frente de la culpable. Será a costa de enorme sacrificio, pero me embriaga y es para mí un triunfo pensar que a ella no le costará menos.

DOMINGO.-  Todo está pues en sazón; permitidme que llame al Duque.  (Vase.) 

PRINCESA.-   (Sorprendida.)  ¿Qué significa esto?



Escena XII

 

La PRINCESA. DUQUE DE ALBA. DOMINGO.

 

DOMINGO.-  Nuestras noticias llegan tarde, Duque. La Princesa de Éboli nos descubre un secreto que debía saber precisamente de nuestros labios.

ALBA.-  Así, mi visita la sorprenderá menos. No me fío de mis propios ojos; sé que tales descubrimientos requieren ojos de mujer.

PRINCESA.-  ¿Habláis de descubrimientos?

DOMINGO.-  Deseamos saber, Princesa, a qué hora y en qué lugar...

PRINCESA.-  Pues bien; os aguardaré mañana a medio día. Tengo motivos para no ocultar por más tiempo este misterio culpable y no sustraerlo al conocimiento del Rey.

ALBA.-  Esto precisamente es lo que me conduce aquí. Es necesario que el Rey lo sepa desde luego y que lo sepa por vos, Princesa, por vos. ¿A quién creería más que a la severa y vigilante compañera de su esposa?

DOMINGO.-  A la que ejercerá sobre él autoridad sin límites, desde que así lo quiera...

ALBA.-  Yo soy enemigo declarado del Príncipe.

DOMINGO.-  Por enemigo suyo me tienen todos. La Princesa de Éboli es libre. Mientras nosotros estamos obligados a callar, a vos vuestro cargo os impone el deber de hablar. El Rey no podrá escaparnos. Vos daréis la señal y nosotros acabaremos la obra.

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ALBA.-  Mas todo esto debe cumplirse pronto, inmediatamente; porque los momentos son preciosos y yo puedo recibir a cada instante la orden de mi partida.

DOMINGO.-   (Después de un momento de reflexión, dirigiéndose a la PRINCESA.)  Si pudiéramos encontrar unas cartas... unas cartas cogidas al Príncipe, producirían gran efecto... Veamos... ¿No es verdad?... Sí; vos dormís, me parece, en el mismo cuarto de la Reina.

PRINCESA.-  Cerca de su cuarto... ¿Por qué decís esto?

DOMINGO.-  Si alguien que supiera forzar las cerraduras... ¿Habéis observado dónde acostumbra ella a dejar la llave de su arquilla?

PRINCESA.-   (Reflexionando.)  Esto podría conducirnos a algo. Sí; me parece que la llave podría hallarse.

DOMINGO.-  Las cartas exigen los oficios de un mensajero... El séquito de la Reina es numeroso. Si pudiéramos dar con la pista... El oro puede mucho...

ALBA.-  ¿Nadie conoce al Príncipe un confidente?

DOMINGO.-  No existe uno solo en todo Madrid, ni uno.

ALBA.-  Es raro.

DOMINGO.-  Podéis creerme. Desprecia a toda la corte; tengo pruebas de ello.

ALBA.- Pero ¿cómo? Ahora recuerdo que cuando he salido del salón de la Reina, el Príncipe hablaba misteriosamente con uno de sus pajes.

PRINCESA.-   (Interrumpiéndole con viveza.)  ¡No! Hablaban de otra cosa.

DOMINGO.-  ¿Podríamos saberlo? ¡No! Esta circunstancia es sospechosa.  (Al DUQUE.)  ¿Conocéis a este paje?

PRINCESA.-  ¡Niñerías! ¿Qué queréis que fuera? Basta; yo conozco esto; nos veremos antes de que hable al Rey... Entre tanto se descubrirán muchas cosas.

DOMINGO.-   (Llevándola aparte.)  ¿Y el Rey puede esperar?... Podré anunciarle, ¿verdad? ¿Podré decirle a qué hora serán colmados sus deseos? Podré...

PRINCESA.-  Dentro algunos días me fingiré enferma, y según el uso de esta corte, que no ignoráis, me separarán de la Reina y me quedaré en mi habitación.

DOMINGO.-  Perfectamente; hemos ganado la gran jugada. Desafío ahora a todas las reinas.

PRINCESA.-  Escuchad, me llaman, la Reina me llama; hasta luego.  (Vase.) 



Escena XIII

 

El DUQUE DE ALBA. DOMINGO.

 

DOMINGO.-    (Después de un momento de silencio y siguiendo con la mirada a la PRINCESA.)  Duque, con esta cara color de rosa y vuestras batallas...

ALBA.-  Y vuestro Dios, quiero desafiar al rayo que ha de herirnos.  (Vanse.) 



Escena XIV

 

Una Cartuja.

 
 

D. CARLOS. El PRIOR.

 

CARLOS.-    (Al PRIOR entrando.)  ¿Pues ha venido ya? Lo siento.

PRIOR.-  Tres veces desde esta mañana; se fue hace una hora.

CARLOS.-  Pero volverá; ¿no lo ha dicho?

PRIOR.-  Antes de medio día, lo ha prometido.

CARLOS.-   (Acercándose a una ventana y mirando los alrededores.)  Vuestro monasterio se halla muy distante del camino desde aquí se divisan todavía las torres de Madrid y corre al pie el Manzanares. Este sitio me place, todo es en él tranquilidad y misterio.

PRIOR.-  Como en la entrada de la otra vida.

CARLOS.-  Reverendo padre, confío a vuestra probidad lo más sagrado y precioso que poseo; nadie debe saber, ni sospechar siquiera, con quién he conversado aquí secretamente, pues tengo importantes razones para ocultar al mundo entero a quien aguardo. He aquí por qué elegí este convento donde estamos al abrigo de traiciones y sorpresas. ¿Recordáis lo que me habéis jurado?

PRIOR.-  Fiad en nosotros, señor. Las sospechas de los reyes no van a registrar las tumbas, y la curiosidad sólo aplica su oído a las puertas de la dicha y de la pasión. El mundo acaba al pie de estos muros.

CARLOS.-  ¿Pensáis tal vez que estas precauciones y ese temor ocultan una conciencia culpable?

PRIOR.-  Yo no pienso nada.

CARLOS.-  Os engañaríais, padre mío; os aseguro que os engañaríais. Mi secreto teme al hombre, pero no a Dios.

PRIOR.-  Hijo mío, esto nos preocupa muy poco. Este refugio está abierto así al crimen como a la inocencia, y sea cual fuere tu pensamiento, bueno o malo, justo o culpable, sólo tiene que ver contigo.

CARLOS.-   (Con calor.)  Lo que ocultamos no puede ofender a vuestro Dios; es por el contrario su obra, su obra más bella. Puedo revelároslo todo.

PRIOR.-  ¿Y con qué objeto? ¡Excusadlo, Príncipe! El mundo y sus instrumentos están ya de mucho tiempo empaquetados para el gran viaje. ¿Por qué abrir todavía el cofre, momentos antes de partir? ¡Basta tan poca cosa para la beatitud! La campana suena la hora del oficio; me voy a rezar.  (Vase.) 



Escena XV

 

D. CARLOS. El MARQUES DE POSA.

 

CARLOS.-  Por fin, por fin...

MARQUÉS.-  ¡Esto es poner a prueba la impaciencia de un amigo! Dos veces ha salido el sol y dos veces se ha puesto desde que se ha decidido el destino de Carlos, y hasta ahora no voy a saberlo... Habla; ¿os habéis reconciliado?

CARLOS.-  ¿Quién?

MARQUÉS.-  Tú y el rey Felipe. ¿Hay algo decidido con respecto a Flandes?

CARLOS.-  Que el Duque parte mañana; he aquí lo que se ha decidido.

MARQUÉS.-  Esto no puede ser, y no es, sin duda. Madrid entero sería engañado. Se dice que has obtenido una audiencia secreta. El Rey...

CARLOS.-  Permanece inflexible. Estamos separados para siempre, y más todavía de lo que estábamos.

MARQUÉS.-  ¿Tú no vas a Flandes?

CARLOS.-  No, no, no.

MARQUÉS.-  ¡Adiós mis esperanzas!

CARLOS.-  Dejemos esto a un lado. ¡Oh, Rodrigo! Desde que me dejaste ¡qué de impresiones! Ante todo reclamo tus consejos debo hablarla...

MARQUÉS.-  ¿A tu madre? No... ¿Y por qué?

CARLOS.-  Tengo alguna esperanza... ¿Palideces? Tranquilízate. Debo ser feliz y lo seré, mas ya hablaremos de eso otro rato, y trata ahora de ver cómo podré hablarla.

MARQUÉS.-  ¿Qué significa esto? ¿En qué se funda este nuevo delirio?

CARLOS.-  No es sueño, por el Dios de los milagros; es una realidad, una realidad.  (Le enseña la carta del REY a la PRINCESA DE ÉBOLI.)  Realidad que se halla en este importante papel. La Reina es libre, libre así a los ojos del mundo como a los ojos del cielo. Lee, y cese tu sorpresa.

MARQUÉS.-   (Abriendo la carta.)  Qué, ¿qué veo? ¿Y de la propia mano del Rey?  (Después de haberla leído.)  ¿Y a quién se dirige esta carta?

CARLOS.-  A la Princesa de Éboli. Anteayer un paje de la Reina me trajo una carta de letra desconocida y una llave, indicándome un gabinete en el ala izquierda del palacio habitado por la Reina, donde me esperaba una dama a quien amo desde mucho tiempo. Obedezco inmediatamente a esta indicación...

MARQUÉS.-  ¡Insensato!... Acudes...

CARLOS.-  No conozco la letra; sólo conozco a una mujer a quien amo; ¿y quién sino ella podría creerse amada de Carlos? Henchido de dulce embriaguez, vuelo al lugar de la cita, y sírveme de guía un canto celestial que sonaba en el interior de la habitación... Abro la puerta... y veo... ¿a quién? ¡Juzga de mi terror!

MARQUÉS.-  ¡Oh!... Lo adivino todo.

CARLOS.-  Estaba perdido sin recurso, Rodrigo, si no doy en manos de un ángel... ¡Qué desdichada casualidad! Engañada por el imprudente lenguaje de mis ojos, se abandona a su tierno error, y créese ella el ídolo de mis miradas. Movida a compasión por mi secreto pesar, y llevada de su imprevisión y de la generosidad de su ánimo enternecido, quiere corresponder a mi amor, y como pareciera imponerme silencio el respeto, ella se atreve a romperle, y me abre su noble corazón.

MARQUÉS.-  ¿Y me cuentas esto con tanta calma?... La Princesa de Éboli ha penetrado tus intenciones; no me cabe duda de que conoce el íntimo secreto de tu amor. La has ofendido gravemente... e influye en el animo del Rey.

CARLOS.-   (Con confianza.)  Es virtuosa.

MARQUÉS.-  Lo es porque así conviene a su amor. No me fío de esta virtud; la conozco. ¡Cuán lejos se halla de aquel sentimiento ideal, que partiendo del alma como del suelo materno, se despliega con gracia y arrogancia, libremente y sin cultivo, coronándose de abundantes flores! Vástago extranjero, trasplantado de las regiones meridionales a más rudo clima, su inocencia proviene de la educación, de los principios recibidos, llámalo como quieras; es una inocencia adquirida, disputada por la astucia y a fuerza de combates a la sangre ardiente; depositada a buena cuenta en manos de Dios que la reclama y la paga juzga por ti mismo; ¿perdonará nunca la Princesa a una Reina, que un hombre haya desdeñado, el sacrificio de esta virtud penosamente alcanzada, por consagrar a la esposa de Felipe un amor sin esperanza?

CARLOS.-  ¿Tanto conoces a la Princesa?

MARQUÉS.-  No sé; apenas la he visto más de dos veces, pero déjame decirte una palabra. Me ha parecido que evitaba hábilmente todo compromiso y que sabía muy bien lo que valía su virtud. En cambio he visto la Reina, y ¡qué diferencia, Carlos, en cuanto he observado en ella! Ignorante, en su nativa y serena grandeza, así de la desenfadada frivolidad como de los preceptos dogmáticos del decoro, así distante de la osadía como del temor, camina con paso firme y heroico por la estrecha senda del bien, sin saber siquiera que excita un sentimiento de adoración, cuando apenas cuenta con la aprobación propia. En este retrato, ¿reconoces también, Carlos, a la de Éboli? La Princesa se ha mantenido firme porque amaba, y el amor era la condición primera de su virtud. Tú no la has recompensado, y sucumbirá.

CARLOS.-   (Con viveza.)  No, no. No, te repito.  (Se pasea con agitación.)  ¡Oh, Rodrigo! Si supieras cuán mal haces en arrebatar a tu Carlos la mayor felicidad, la fe en la virtud del corazón humano.

MARQUÉS.-  No merezco este reproche, amigo de mi alma, no, por Dios vivo, porque no era esto lo que intentaba. ¡Ah! La Princesa de Éboli! Aunque fuera un ángel y debiera prosternarme ante su virtud, no quisiera que poseyese tu secreto.

CARLOS.-  Observa cuán vano es tu temor. Ella sólo posee un prueba que la avergonzaría, ¿y sacrificará por ventura su honor a la triste satisfacción de vengarse?

MARQUÉS.-  Más de una se libró a la infamia para borrar un momento de vergüenza.

CARLOS.-   (Levantándose con viveza.)  ¡Oh! Estás muy duro, muy cruel con ella. Noble y altiva, la conozco y no la temo. En vano te esfuerzas en disipar mis esperanzas; he de hablar a mi madre.

MARQUÉS.-  ¿Ahora? ¿Y por qué?

CARLOS.-  No tengo ya que guardar ningún miramiento, y es fuerza que conozca mi suerte; haz lo posible para que pueda hablarla.

MARQUÉS.-  ¿Y quieres enseñarle esta carta? ¿Quieres enseñársela?

CARLOS.-  No me preguntes nada sobre esto... Busquemos sólo el medio de avistarme con ella.

MARQUÉS.-   (Con imperio.)  ¿Me has dicho que amabas a tu madre y quieres enseñarle esta carta?  (CARLOS baja los ojos y calla.)  Carlos, veo en tu semblante algo nuevo para mí, y que no había visto hasta ahora; apartas la mirada. ¿Será verdad? ¿Habrá acertado? Déjame ver.  (CARLOS le da la carta y el MARQUÉS la rasga en pedazos.) 

CARLOS.-  Cómo, ¿estás loco?  (Con emoción reprimida.)  Realmente, lo confieso; daba mucha importancia a esta carta.

MARQUÉS.-  Lo cual he creído reconocer, y por esto la rasgo.  (El MARQUÉS fija una mirada penetrante en el PRÍNCIPE, que a su vez le mira perplejo. Larga pausa.)  Habla. ¿Qué hay de común entre la profanación del lecho conyugal y tu amor? ¿Por ventura temía a Felipe? ¿Qué relación cabe establecer entre la violación de sus deberes y tus esperanzas? ¿Su falta se acuerda con tu amor? ¡Oh! Hasta ahora no te había conocido; hasta ahora ¡cuán mal había comprendido tu pasión!

CARLOS.-  Cómo, Rodrigo, ¿qué crees tú?

MARQUÉS.-  Me convenzo de que debo acostumbrarme a ello. Sí; antes no era así. Antes tu alma era ardiente y rica, y cabía un mundo en tu ancho seno: todo se ha desvanecido ante una pasión, ante el mezquino interés personal. Tu corazon ha muerto; no tienes ni una lágrima por la espantosa suerte de los Países-Bajos, ni una sola lágrima. ¡Oh, Carlos! ¡Cuán pobre y miserable te has vuelto, desde que sólo te amas a ti mismo!

CARLOS.-   (Se arroja en un sillón; calla un instante y solloza.)  Harto sé que ya no me estimas.

MARQUÉS.-  No digas esto, Carlos. Conozco la causa de tu extravío, debido a un sentimiento laudable. La Reina te pertenecía y te fue arrebatada por el Rey; hasta ahora dudabas modestamente de tus derechos, pensando si tal vez Felipe era digno de ella. Sólo en voz baja te atrevías a formular tu juicio, cuando he aquí que de repente una carta resuelve la cuestión. Con júbilo y orgullo reconoces que eres el más digno; ves convicta a la suerte de robo y tiranía, y triunfas con ser el ofendido, porque las almas grande se enorgullecen de sufrir injustamente. Y aquí empieza a extraviarse tu imaginación; satisfecho el orgullo, nació en tu corazon la esperanza. Ve si sabía yo que esta vez te habías comprendido mal a ti mismo.

CARLOS.-   (Conmovido.)  No, Rodrigo; mucho te engañas; mi pensamiento no era tan noble de mucho como pretendes hacerme creer...

MARQUÉS.-  ¡Tan poco te conocería! Mira, Carlos; cuando te extravías, busco siempre entre cien virtudes a cuál debo imputar la falta. Mas ahora nos comprendemos mejor. Pues quieres hablar a la Reina, tú le hablarás.

CARLOS.-   (Arrojándose en sus brazos.)  ¡Cómo me avergüenzo ante ti!

MARQUÉS.-  Te he dado mi palabra, confíame el resto. Un pensamiento extraño, osado, feliz, surge en mi imaginación. Carlos, tú lo oirás de más lindos labios. Me voy a ver a la Reina, y tal vez esta misma mañana habremos hallado una solución. Hasta entonces, no olvides, Carlos, que un proyecto concebido por una inteligencia elevada y reclamado por los sufrimientos de la humanidad, no debe abandonarse jamás, aunque mil veces fracasara... ¿Oyes? Acuérdate de Flandes...

CARLOS.-  Sí, Sí; cuanto me sea prescrito por ti y la virtud.

MARQUÉS.-   (Acercándose a una ventana.)  Llegó la hora; he allí tu comitiva. (Se abrazan.)   Ahora vuelves a ser príncipe y yo vasallo.

CARLOS.-  ¿Regresas a la villa?

MARQUÉS.-  Al instante.

CARLOS.-  Aguarda. Una palabra; iba a olvidar una nueva importantísima. El Rey es quien abre las cartas para Brabante; ponte sobre aviso porque sé que los correos del reino tienen órdenes secretas.

MARQUÉS.-  ¿Cómo lo has sabido?

CARLOS.-  Don Ramon de Taxis es amigo mío.

MARQUÉS.-   (Después de un momento de silencio.)  ¡Esto más! En adelante darán la vuelta por Alemania.

 

(Vanse en opuesta dirección.)