Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoActo IV


Escena Primera

 

Un salón de las habitaciones de la REINA.

 
 

La REINA. La DUQUESA DE OLIVARES. La PRINCESA DE ÉBOLI. La CONDESA DE FUENTES; otras damas.

 

REINA.-   (Levantándose; a la DUQUESA.)  No se encuentra la llave?... Pues entonces habrá que hacer pedazos la arquilla inmediatamente.  (Ve a la PRINCESA que se acerca a ella y le besa la mano.)  Bien venida, querida Princesa; me alegro de veros restablecida aunque estáis todavía muy pálida.

FUENTES.-   (Con malicia.)  Consecuencias de la pícara fiebre que ataca los nervios de tan rara manera... ¿Verdad, Princesa?

REINA.-  Mucho deseaba ir a veros, querida, pero no me atreví.

OLIVARES.-  No le ha faltado al menos compañía a la Princesa.

REINA.-  Lo creo muy bien; pero ¿qué tenéis? Tembláis, Princesa.

PRINCESA.-  Nada, nada absolutamente, señora, pero os pido permiso para retirarme...

REINA.-  Pretendéis ocultárnoslo, pero se ve que estáis peor de lo que decís; ha de fatigaros mucho permanecer en pie... Condesa, ayudadla a sentarse en este taburete.

PRINCESA.-  Estaré mejor al aire libre.  (Se va.) 

Imagen

REINA.-  Seguidla, Condesa... ¡Qué demudada está!  (Un paje entra y habla a la DUQUESA, quien se dirige a la REINA.) 

OLIVARES.-  Señora, el marqués de Posa que llega de orden del Rey.

REINA.-  Le aguardo.  (El paje sale y abre la puerta al MARQUÉS.) 



Escena II

 

Dichas. El MARQUÉS DE POSA, que dobla la rodilla delante la REINA, quien le hace seña de que se levante.

 

REINA.-  ¿Cuál es la orden de mi Rey? Puedo públicamente...

MARQUÉS.-  Debo hablar a solas con V. M.  (Las damas se alejan a una señal de la REINA.) 



Escena III

 

La REINA. El MARQUÉS DE POSA.

 

  REINA.-  (Sorprendida.)  ¡Cómo!... ¿Daré fe a mis ojos? ¿Vos enviado a mí por el Rey?

MARQUÉS.-  Si esto parece extraño a V. M., a mí no.

REINA.-  El mundo ha salido de su órbita... ¡Vos y él!... Confieso que...

MARQUÉS.-  Que parece raro; es muy posible, pero nuestros tiempos están destinados a producir cosas muy sorprendentes...

REINA.-  Más sorprendentes que éstas, con dificultad.

MARQUÉS.-  Supongamos que me he dejado por fin seducir y que me he cansado de mi papel de hombre original. Porque en verdad, ¿qué significa esta palabra? Quien desea ser útil a los hombres, debe ante todo mostrarse a ellos como su semejante; por tanto, ¿para qué el fastuoso traje del sectario?... Admitamos... ¿Habrá alguien tan exento de vanidad, que no pretenda ganar prosélitos para sus creencias? Admitamos que trabajo para colocar las mías en el trono...

REINA.-  ¡Ah! No, Marqués; no quisiera ni aun en broma, atribuiros semejante idea tan fuera de sazón... Vos no sois un soñador capaz de emprender una obra imposible.

MARQUÉS.-  Precisamente, a mi juicio, esta es la cuestión.

REINA.-  Lo más que podría imputaros, marqués, y no me sorprendería menos tratándose de vos, sería... sería...

MARQUÉS.-  Cierta doblez... acaso.

REINA.-  Cuando menos, cierto disimulo. Según todas las apariencias, el Rey no os ha encargado decirme lo que me diréis...

MARQUÉS.-  No.

REINA.-  Y yo os pregunto si una buena causa puede ennoblecer un medio reprensible. Vuestra noble altivez, excusadme esta duda, ¿puede prestarse a semejantes oficios? Apenas puedo creerlo...

MARQUÉS.-  Ni yo lo creería tampoco, si se tratara tan sólo de engañar al Rey; pero no es esta mi opinión, y pienso, por el contrario, servirle más lealmente esta vez, de lo que él mismo me ordena.

REINA.-  En esto os reconozco y me basta... ¿Qué hace?

MARQUÉS.-  ¿El Rey? Me parece que voy a quedar pronto vengado de vuestra severidad en juzgarme, pues por lo visto V. M. no tiene mucha prisa por saber lo que yo debo apresurarme a comunicarle; fuerza será, sin embargo, que me oiga. El Rey ruega a V. M. que no conceda audiencia hoy al embajador de Francia. He aquí mi comisión, y hela cumplida.

REINA.-  ¿A esto se reduce cuanto debíais decirme de su parte?

MARQUÉS.-  Al menos es lo que me autoriza a estar aquí.

REINA.-  Me resigno con gusto, marqués, a ignorar lo que para mí debe ser un secreto.

MARQUÉS.-  Así debe ser, señora. En verdad, que si no fuera V. M. quien es, me apresuraría a advertirla de algo, y a ponerla en guardia contra ciertas personas... pero con V. M. no es necesario, y el peligro puede rodearos sin que lo sepáis jamás... Estas pequeñeces no son dignas de perturbar el sueño de oro de un ángel, ni son tampoco las que aquí me conducen. El príncipe Carlos...

REINA.-  ¿Cómo le habéis dejado?

MARQUÉS.-  Como el único sabio de su tiempo, para quien es un crimen adorar la verdad, y tan dispuesto a morir por su amor, como el sabio a morir por ella. Pocas palabras he de deciros... pero en esta carta habla él.  (Da una carta a la REINA.) 

REINA.-   (Después de haberla leído.)  Dice que es preciso que me hable.

MARQUÉS.-  Y también lo digo yo.

REINA.-  ¿Y será más feliz porque vea con sus propios ojos que yo no lo soy?

MARQUÉS.-  No, pero se volverá más activo y resuelto.

REINA.-  ¿Cómo?

MARQUÉS.-  El Duque de Alba ha obtenido el gobierno de Flandes.

REINA.-  Eso me han dicho.

MARQUÉS.-  El Rey no se retracta nunca; le conocemos. Pero es verdad también que el Príncipe no puede continuar aquí; no puede ser de ningún modo, y Flandes no ha de ser sacrificada.

REINA.-  ¿Podéis impedirlo, Marqués?

MARQUÉS.-  Tal vez sí; el medio, quizás tan terrible como el peligro; osado, como la desesperación... pero no conozco otro.

REINA.-  Decídmelo.

MARQUÉS.-  Sólo a vos, a vos sola, me atrevo a descubrirlo, porque sólo de vos podría oírlo Carlos sin horror... El nombre que se le dará es realmente un poco duro...

REINA.-  Una rebelión.

MARQUÉS.-  Es fuerza que desobedezca al Rey y se dirija secretamente a Bruselas, donde los flamencos le aguardan con los brazos abiertos. Las Provincias-Unidas se levantarán a su señal, y el hijo del Rey comunicará fuerza a la buena causa: ¡tiemble al empuje de sus armas el trono español!... El padre le concederá en Bruselas lo que le rehúsa en Madrid.

REINA.-  ¿Hoy le habéis hablado, y esto es lo que queréis?

MARQUÉS.-  Precisamente; porque le hablé hoy.

REINA.-   (Pausa.)  El plan que me reveláis me espanta y me arrebata a la vez; creo que no vais descaminado. El proyecto es atrevido, y quizá por esto me place... Quiero meditarlo... ¿Lo conoce el Príncipe?

MARQUÉS.-   Mi intento era que lo oyese por primera vez de vuestros labios.

REINA.-  Sin duda alguna la idea es grande... Si la juventud del Príncipe...

MARQUÉS.-  No será obstáculo para la empresa, porque hallará allí un Egmont, un Orange; bravos soldados del emperador Carlos V, tan sabios en el consejo como temibles en el campo de batalla.

REINA.-   (Con viveza.)  Sí; la idea es grande y bella. Comprendo con viveza que el Príncipe debe disponerse a hacer algo, porque la posición que ocupa en Madrid me humilla por él. Le prometo el concurso de Francia y de Saboya. Soy de vuestra opinión, Marqués; es necesario que haga algo. Pero esta empresa exige dinero...

MARQUÉS.-  Está ya aprontado.

REINA.-  Conozco además un medio...

MARQUÉS.-  ¿Puedo desde luego darle a entender que le recibiréis?

REINA.-  Quiero meditarlo.

MARQUÉS.-  Carlos aguarda una respuesta, señora, y he prometido llevársela.  (Presenta a la REINA su libro de memorias.)  Bastarán por ahora dos líneas.

REINA.-   (Después de haber escrito.)  ¿Volveré a veros?

MARQUÉS.-  Cuantas veces me lo ordenéis.

REINA.-  ¿Cuántas veces lo ordene?... ¿Cómo me explicaré semejante libertad, Marqués?

MARQUÉS.-  Del modo más inocente que vuestro ingenio os sugiera. Disfruto de ella; esto basta a V. M.

REINA.-   (Interrumpiéndole.)  ¡Qué júbilo sería el mío, Marqués, si quedara aún a la libertad este refugio en Europa... y si fuera él quien lo conservase!... Contad con mi secreto interés.

MARQUÉS.-  ¡Ah! Ya sabía yo que aquí sería comprendido.  (La DUQUESA DE OLIVARES se presenta en el dintel de la puerta.) 

REINA.-   (Con frialdad, al MARQUÉS.)  Cuanto manda el Rey mi señor será respetado como ley. Id a asegurarle mi sumisión.  (A una señal de la REINA, el MARQUÉS se aleja.) 



Escena IV

 

Una galería.

 
 

D. CARLOS. El CONDE DE LERMA.

 

CARLOS.-  Aquí nadie vendrá a interrumpirnos. ¿Qué tenéis que decirme?

LERMA.-  V. A. tenía en la corte un amigo...

CARLOS.-   (Sorprendido.)  ¿Que yo no conocía? ¡Cómo! ¿Qué queréis decirme?

LERMA.-  Entonces debo pediros perdón de haber averiguado más de lo que debía saber... Tranquilícese, sin embargo, V. A. Conozco este secreto por conducto de una persona fiel; en una palabra, por mí mismo.

CARLOS.-  ¿A quién os referís?

LERMA.-  Al Marques de Posa.

CARLOS.-  ¡Y bien!

LERMA.-  Si por acaso sabía de V. A. más de lo que es permitido, como temo...

CARLOS.-  ¿Teméis?

LERMA.-  Ha estado a ver al Rey.

CARLOS.-  ¡Ah!

LERMA.-  La entrevista ha durado dos horas largas, y la conversación ha sido íntima.

CARLOS.-  ¿Verdad?

LERMA.-  No se trataba de asuntos baladíes.

CARLOS.-  Me lo figuro.

LERMA.-  He oído pronunciar vuestro nombre con frecuencia, Príncipe.

CARLOS.-  Supongo que esto no es una mala señal.

LERMA.-  Se ha hablado también de la Reina en la camara del Rey y de un modo enigmático.

CARLOS.-   (Retrocede atónito.)  ¡Conde de Lerma!

LERMA.-  Cuando el Marqués ha salido, he recibido la orden de permitirle la entrada sin previo anuncio.

CARLOS.-  Esto es realmente grave.

LERMA.-  Y sin ejemplo, Príncipe, que yo recuerde, desde que sirvo al Rey.

CARLOS.-  ¡Grave, realmente grave! ¿Y cómo decís se ha hablado de la Reina?

LERMA.-   (Retrocede.)  No, Príncipe, no; faltaría a mi deber...

CARLOS.-  Es singular; me decís una cosa y me ocultáis otra...

LERMA.-  La primera debía decírosla; la segunda pertenece al Rey.

CARLOS.-  Tenéis razón.

LERMA.-  He tenido siempre al Marqués por un caballero...

CARLOS.-  Le habéis juzgado bien.

LERMA.-  Toda virtud es sin mancha, hasta el momento de la prueba.

CARLOS.-  La suya es inmaculada, así antes como después.

LERMA.-  El favor de un gran Rey es digno de ser tenido en cuenta, y la más sólida virtud se ha dejado prender en el dorado anzuelo.

CARLOS.-  ¡Oh sí!

LERMA.-  Muchas veces es cordura revelar lo que no puede permanecer oculto.

CARLOS.-  Oh! Sí; de cuerdos es; pero vos mismo decís que habéis tenido siempre al Marqués por hombre honrado.

LERMA.-  Si lo es aún, mi sospecha no puede hacer de él un malvado, y vos, Príncipe, ganáis en ello doblemente.  (Va a salir.) 

CARLOS.-   (Le sigue y le aprieta la mano.)  Doble es mi ganancia, noble y digno caballero, porque gano un amigo, y no pierdo el que poseía.  (LERMA vase.)  



Escena V

 

El MARQUÉS DE POSA (que llega por la galería.) CARLOS.

 

MARQUÉS.-  ¡Carlos! ¡Carlos!

CARLOS.-  ¿Quién me llama?... ¡Ah! eres tú...- Muy bien; me voy al convento; ve a encontrarme pronto. (Hace que se va.)  

MARQUÉS.-  Aguarda... dos minutos...

CARLOS.-  Si nos sorprendieran...

MARQUÉS.-  No será; seré breve. La Reina...

CARLOS.-  ¿Has visto a mi padre?

MARQUÉS.-  Me mandó llamar. Sí.

CARLOS.-   (Con curiosidad.)  ¿Y bien?

MARQUÉS.-  Estamos arreglados; tú la hablarás.

CARLOS.-  ¿Y el Rey?... ¿Qué quiere el Rey?

MARQUÉS.-  Él... nada... Curiosidad de saber quién soy... oficiosidades de algunos amigos que no estaban encargados de semejante comisión... ¿Qué sé yo?.... Me ha ofrecido algunos servicios...

CARLOS.-  Que has rehusado...

MARQUÉS.-  Por supuesto.

CARLOS.-  Y en qué disposición de ánimo os habéis separado?

MARQUÉS.-  En muy buena disposición.

CARLOS.-  ¿No se trató de mí?

MARQUÉS.-  ¿De ti?... Sí; pero, en general...  (Saca su libro de memorias y lo entrega al PRÍNCIPE.)  Toma unas líneas de la Reina. Mañana sabré dónde y cómo...

CARLOS.-   (Leyendo con distracción, guarda el libro y va a salir.) - Me encontrarás, digo, en la Cartuja.

MARQUÉS.-  Aguarda... ¿Por qué apresurarte, si no viene nadie?

CARLOS.-   (Con afectada sonrisa.)  Parece que hemos trocado los papeles... Hoy gozas tú de sorprenderte seguridad.

MARQUÉS.-  ¿Hoy? ¿Por qué hoy?

CARLOS.-  ¿Y qué me escribe la Reina?

MARQUÉS.-  ¿No acabas de leerlo?

CARLOS.-  ¿Yo?... ¡Ah!... Sí.

MARQUÉS.-  ¿Qué tienes?... Qué te pasa?

CARLOS.-   (Vuelve a leer; con calor y arrebato.)  ¡Ángel divino! Sí; quiero ser, quiero ser digno de ti. El amor engrandece las grandes almas... Sea lo que quiera, no importa; obedezco cuando ordenas... Escribe que debo prepararme para una importante resolución: ¿qué quiere decir? ¿Lo sabes?

MARQUÉS.-  Y aunque lo supiera, Carlos, ¿estás dispuesto a oírla?

CARLOS.-  Te ofendí tal vez... Estaba distraído; perdóname, Rodrigo.

MARQUÉS.-  Estabas distraído; ¿y por qué?

CARLOS.-  Por... ni yo mismo lo sé; ¿puedo quedarme el libro de memorias?

MARQUÉS.-  No, por ahora. Precisamente he venido a pedirte el tuyo.

CARLOS.-  ¿El mío? Y por qué?

MARQUÉS.-  Y cuantas fruslerías te pertenezcan además; no es conveniente caigan en manos de un tercero: cartas, fragmentos, trozos de papel, en una palabra tu cartera.

CARLOS.-  ¿Mas por qué?

MARQUÉS.-  Para prevenir todo accidente: ¿quién se halla al abrigo de un golpe de mano?... Nadie vendrá a buscarlos a mi casa... Dámela.

CARLOS.-   (Con inquietud.)  Sin embargo, es singular... ¿Por qué, así de repente, ésta?...

MARQUÉS.-  Tranquilízate por completo, porque ciertamente no me guía ninguna otra intención que precaver el peligro. No he pensado un momento que tú temieras entregármela.

CARLOS.-   (Le da su cartera.)  Guárdala bien.

MARQUÉS.-  Lo haré.

CARLOS.-   (Con intención.)  Rodrigo, mucho vale lo que te entrego.

MARQUÉS.-  Mucho menos de lo que tengo recibido de ti... Así, por ahora adiós, allí hablaremos...

 (Hace que se va.)  

CARLOS.-   (Lucha consigo mismo, y por fin le llama.)  Devuélveme estas cartas otra vez. Hay una entre ellas que me escribió desde Alcalá, cuando estaba gravemente enfermo, y la llevé siempre sobre mi corazón; es para mí cruel separarme de esta carta; déjame ésta... solamente ésta, y toma las restantes...  (Toma la carta y le devuelve la cartera.) 

MARQUÉS.-  Carlos, cedo a mi pesar, pues necesitaba precisamente ésta.

CARLOS.-  Adiós.  (Se aleja a paso lento, después se detiene al llegar a la puerta y le devuelve la carta.)  Tómala.  (Su mano tiembla, rompe a llorar, y se echa en los brazos del MARQUÉS, reclinando la cabeza sobre su pecho.)  Estas cartas no pueden caer en manos de mi padre, ¿verdad, Rodrigo?... No puede ser.  (Vase precipitadamente.) 



Escena VI

 

El MARQUÉS DE POSA.

 

MARQUÉS.-   (Atónito, le sigue con la mirada.)  ¿Será esto posible?... ¿Acaso no le he conocido enteramente todavía, y escapó a mi mirada este repliegue de su corazón? Desconfiará de su amigo?... No; yo le calumnio. ¿Qué me ha hecho para que le acuse de semejante flaqueza, yo que soy el más débil... y siento lo que le imputo? Quizás la sorpresa... Esto será sin duda, porque nunca pudo prever tan extraña resolución de mi parte. No puedo evitarte, Carlos, la pena que esto te causa, y debo todavía atormentar tu alma bondadosa. El Rey fía en la solidez del vaso, donde ha depositado su más íntimo secreto, y la confianza exige la gratitud... ¿Para qué cometer una indiscreción, cuando mi silencio no puede causarte pesar, y quizá te lo evita? ¿Para qué mostrar al que duerme la tempestuosa nube que se extiende sobre su cabeza?... Basta que la aleje de ti... Cuando despiertes, el cielo habrá recobrado su claridad.



Escena VII

 

Gabinete del REY.

 
 

El REY sentado en un sillón. Junto a él, la infanta CLARA-EUGENIA.

 

REY.-   (Después de profundo silencio.)  No; es sin embargo mi hija; ¡naturaleza no mentiría con tal exactitud! Sus azules ojos son los míos, y hallo mi propia imagen en cada una de sus facciones. ¡Hijo de mi amor! Sí; lo eres, te estrecho contra mi corazón, sangre de mi sangre!  (Se detiene de súbito conturbado.)  ¡Mi sangre!... ¿Y puedo temer algo peor? ¿Mis facciones no son también las suyas?  (Toma el medallón entre sus manos, y compara el retrato con su propia cara, reflejada en un espejo que tiene delante de él. Lo arroja luego, se levanta, y aparta a la niña.)  ¡Lejos, lejos de mí!... Me pierdo en semejante abismo...



Escena VIII

 

El CONDE DE LERMA. El REY.

 

LERMA.-  Señor, la Reina acaba de entrar en el salón.

REY.-  ¿Ahora?

LERMA.-  Y pide audiencia...

REY.-  ¿Pero ahora; ahora?... ¿En momento tan inusitado? No; ahora no puedo hablarla, no puedo hablarla.

LERMA.-  He aquí a Su Majestad en persona.  (Vase.) 



Escena IX

 

El REY, la REINA, la INFANTA.

 
 

(La INFANTA corre hacia su madre, y se coge a ella. La REINA cae de hinojos a los pies del REY, mudo y cortado.)

 

REINA.-  Esposo mío, y mi señor... Me veo obligada... a reclamar justicia al pie del trono.

REY.-  ¿Justicia?

REINA.-  Se me trata en esta corte con indignidad; mi arquilla ha sido forzada.

REY.-  ¿Cómo?

REINA.-  Y han desaparecido de ella objetos de alto precio para mí.

REY.-  ¿De alto precio para vos?

REINA.-  Por la interpretación que podría darles la temeridad de una persona mal informada...

REY.-  ¡La temeridad!... La interpretación!... Pero, alzad.

REINA.-  No será, antes que mi esposo se comprometa a emplear su real autoridad en darme satisfacción. De lo contrario me alejaré de una corte donde hallan refugio los que me roban.

REY.-  Levantaos pues... Esta actitud... Levantaos.

REINA.-   (Se levanta.) Desde luego sé que el culpable es persona de elevada jerarquía, porque había en la arquilla más de un millón en perlas y diamantes, y sólo ha tomado las cartas.

REY.-  Que, sin embargo, yo...

REINA.-  Perfectamente, esposo mío... Había cartas y un medallón del Príncipe.

REY.-  ¿De?...

REINA.-  Del Príncipe, vuestro hijo.

REY.-  ¿Dirigidas a vos?

REINA.-  A mí.

REY.-  ¿Del Príncipe, y me decís esto, a mí?

REINA.-  ¿Y por qué no a vos, señor?

REY.-  ¿Y con tal seguridad?

REINA.-  ¿Pero a qué se debe esta sorpresa? Creo que recordaréis todavía las cartas que D. Carlos me dirigió a Saint-Germain, con el consentimiento de ambas cortes. Si el retrato que las acompaña no iba comprendido en semejante permiso, y si sus esperanzas asaz precipitadas le arrastraron a dar ese atrevido paso, eso no intentaré decirlo; mas si hubo precipitación era muy excusable; y respondo por él, pues entonces no pudo pensar que se dirigía a su madre.  (El REY hace un gesto que ella advierte... )  ¿Qué es esto?... Qué tenéis?

INFANTA.-   (Jugando con el medallón que ha recogido del suelo, y presentándolo a su madre.)  Ah! Mirad, madre mía, qué bello retrato!

REINA.-  ¡Cómo!... Mi...  (Reconoce el medallón, y queda absorta. Ella y el REY se miran fijamente. Larga pausa.)  En verdad, señor, que el medio empleado para cerciorarse de la fidelidad de vuestra esposa, me parece muy noble, y muy digno de un Rey... ¿Puedo permitirme, sin embargo, una pregunta?

REY.-  Yo soy quien debo preguntar...

REINA.-  Al menos, la inocencia debe hallarse libre de mis sospechas, y por esto pregunto si el robo se debe a una orden vuestra.

REY.-  Sí.

REINA.-  Entonces no tengo que acusar ni compadecer a nadie más que a vos, cuya esposa no ha nacido para que se usen con ella semejantes procedimientos.

REY.-  Este lenguaje no es nuevo para mí, pero no me engañará, señora, segunda vez, como me engañó en el Real sitio. Conozco mejor a esta Reina de angelical pureza, que sabía defenderse con tanta dignidad.

REINA.-  ¿Qué significan estas palabras?

REY.-  En suma, señora, y sin reticencias: ¿es verdad que entonces no hablasteis a nadie a nadie... es verdad?

REINA.-  Hablé al Príncipe; sí.

REY.-  ¿Sí? Pues entonces, es claro... Es evidente... ¡Tanta audacia y tan poco celo por mi honor!

REINA.-  ¿El honor? Si estaba en peligro, temo que fuera un honor más estimable del que me fue conferido con la corona de Castilla.

REY.-  ¿Por qué me lo habéis negado?

REINA.-  Porque no estoy acostumbrada, señor, a sufrir un interrogatorio como si fuera delincuente, en presencia de la corte. Nunca negaré la verdad cuando me será pedida con bondad y cortesía, pero no fue este el proceder que usó el Rey conmigo en Aranjuez. ¿Por ventura la reunión de los grandes de España es el tribunal ante el que las reinas deben dar cuenta de sus acciones? Acordé al Príncipe la entrevista que me pidió con instancia, y se la acordé, señor, porque así lo quise, y no sufriré nunca que por el uso establecido, se mida el valor de mis actos cuando me parecen inocentes. Os oculté la verdad, porque no me pareció bien discutir este acto con el Rey, en presencia de la gente de Palacio.

REY.-  Habláis con mucha osadía, señora...

REINA.-  Y añadiré además... Porque, a mi ver, el Rey no trata al Príncipe con la justicia que se merece.

REY.-  ¿Que se merece?

REINA.-  Sí, ¿a qué ocultároslo, señor? Le estimo en mucho, y le amo como a mi más querido pariente, como a quien fue juzgado digno en otro tiempo de otro parentesco más próximo. No he podido avezarme a la idea de que debiera considerarle como a un extraño y más que otro alguno, precisamente porque me había sido más caro que otro alguno. Si vuestras máximas de Estado pueden crear lazos, cuando así lo juzgáis útil, les ha de ser más difícil romperlos... No quiero odiar a quien debo... Y en fin, ya que se me ha forzado a hablar, no quiero que la inclinación de mi ánimo sea por más tiempo enfrenada.

REY.-  Isabel, me habéis visto en momentos de flaqueza, y sin duda su recuerdo os inspira tanta audacia, fiando en el poder absoluto que habéis intentado ejercer sobre mí... Pero temed, con doble razón, que la misma causa de mi debilidad no sea la de mi furor.

REINA.-  ¿Qué crimen he cometido, pues?

REY.-   (Tomándole la mano.)  Si existe... ¿Y no ha de existir?... Si se ha llenado la medida de vuestras faltas y al menor soplo desborda, si soy engañado...  (Suelta la mano.)  Puedo dominar todavía esta última flaqueza; lo puedo y lo quiero... Entonces, ¡ay de mí y ay de vos, Isabel!

REINA.-  ¿Qué crimen he cometido, pues?

REY.-  Entonces habrá sangre.

REINA.-  ¡Que hayamos llegado a este extremo! Oh, Dios!

REY.-  Me desconozco a mí mismo... No respeto ninguna ley..., ningún escrúpulo de la naturaleza, ningún derecho de gentes.

REINA.-  ¡Cuánto compadezco a V. M.!

REY.-   (Fuera de sí.)  ¡Vos me compadecéis!... La piedad de una impúdica...

INFANTA.-   (Arrojándose asustada en los brazos de su madre.)  ¡El Rey se encoleriza y mi querida madre llora!  (El REY separa con violencia a la infanta de los brazos de su madre.) 

REINA.-   (Con dulzura y dignidad; con voz trémula.)  Sin embargo, debo preservar a esta niña de malos tratos... Ven conmigo, hija nuestro.  (La toma en brazos.)  Si el Rey te rechaza, yo haré que vengan de la otra parte de los Pirineos, protectores que defiendan nuestra causa.  (Hace que se va.) 

REY.-   (Perturbado.)  Señora...

REINA.-  No puedo soportar más... Esto es demasiado.  (Se adelanta hacia la puerta, pero se desmaya y cae con la niña.) 

REY.-   (Acudiendo asustado.)  ¡Dios mío! ¿Qué es esto?

INFANTA.-   (Gritando con espanto.)  ¡Ah! Mi madre ensangrentada!  (Sale corriendo.) 

REY.-   (Con ansiedad.)  ¡Qué horrible accidente! Sangre! ¿He merecido que me castigarais con tanta crueldad? Alzad, volved en vos, alzad... Vienen, nos sorprenderán... Alzad... ¿Será bien que este espectáculo sirva de pasto a la corte?... Habré de rogaros que os levantéis?

 

(La REINA se levanta apoyada en el brazo del REY.)

 

Imagen



Escena X

 

Dichos. El DUQUE DE ALBA y DOMINGO acuden asustados. Algunas damas les siguen.

 

REY.-  Conducid a la Reina a sus habitaciones; no se siente bien.  (La REINA vase acompañada de sus damas. ALBA y DOMINGO se acercan.) 

ALBA.-  ¡La Reina bañada en llanto y en sangre!

REY.-  ¿Esto sorprende a los demonios que me han traído a este punto?

ALBA y DOMINGO.-  ¿Nosotros?

REY.-  Que han venido a decirme lo bastante para infundirme la cólera, y no lo bastante para persuadirme.

ALBA.-  Hemos dado lo que poseíamos.

REY.-  Que el infierno os dé las gracias... Me arrepiento de cuanto hice... No era ciertamente el suyo el lenguaje de una conciencia culpable.

MARQUÉS.-   (Dentro.)  ¿Está visible el Rey?



Escena XI

 

Dichos. El MARQUES DE POSA.

 

REY.-   (Vivamente con movido, a su voz da alpinos pasos hacia el MARQUÉS.)  ¡Ah!... Es él! Bien venido, Marqués... Ahora, Duque, no necesito de vos. Dejadnos.  (ALBA y DOMINGO se miran con muda sorpresa y salen.) 



Escena XII

 

El REY. El MARQUÉS DE POSA.

 

MARQUÉS.-  Señor, duro ha de ser para un viejo guerrero que ha expuesto por vos su vida en veinte batallas, verse despedido de ese modo...

REY.-  A vos os toca pensar así, y a mí obrar como he obrado; lo que habéis sido para mí en algunas horas no lo fue él en toda su vida, y no quiero disimular el afecto que os tengo. El sello de mi real favor debe brillar de lejos en vuestra frente quiero que envidien al hombre que elegí por amigo.

MARQUÉS.-  ¿Aun cuando su oscura procedencia sea el único título que le ha granjeado este nombre?

REY.-  ¿Qué me traéis?

MARQUÉS.-  Al cruzar por el salón he oído un terrible rumor que me ha parecido increíble... Un vivo altercado... ¡Sangre!... La Reina

REY.-  ¿Veníais de allí?

MARQUÉS.-  Sentiré, en verdad, que este rumor sea cierto, que V. M. haya creído conveniente dejarse arrastrar... porque acabo de hacer importantes descubrimientos que mudan la situación de las cosas.

REY.-  Veamos.

MARQUÉS.-  He hallado ocasión de apoderarme de la cartera del Príncipe, con algunos papeles que yo creo podrían dar alguna luz...  (Entrega al REY la cartera de CARLOS.) 

REY.-   (Recorriéndola con curiosidad.)  Un escrito del Emperador mi padre.  (Lo lee, lo deja a un lado, y toma otros.)  El plano de una fortaleza..., pensamientos extraídos de Tácito... y qué más?  (Lee atentamente, ya en voz alta, ya en voz baja.)  «Esta llave... el gabinete del pabellón de la Reina...» ¿Qué es esto? «... allí, el amor será libre... deseos satisfechos... dulce recompensa...» ¡Satánica traición! Ahora la conozco, es ella; su letra...

MARQUÉS.-  ¿La letra de la Reina? Imposible...

REY.-  De la Princesa de Éboli...

MARQUÉS.-  Entonces es cierto lo que me ha confesado el paje Henares, que llevó la carta y la llave.

REY.-   (Tomando la mano al MARQUÉS, víctima de violenta agitación.)  Conozco, Marqués, que me hallo en terribles manos. Esta mujer... Quiero confesároslo... Esta mujer ha forzado la arquilla de la Reina, y ha sido la primera en advertirme... ¿Quién podría decir lo que sabe su confesor sobre esto? He sido engañado infamemente!

MARQUÉS.-  En este caso sería aun un accidente feliz el...

REY.-  Marqués, Marqués, empiezo a temer que me he portado con la Reina con excesiva ligereza.

MARQUÉS.-  Si la Reina y el Príncipe han mantenido secretas relaciones, serán sin duda de otro género del que se les imputa. Tengo por cierto que fue la Reina quien concibió el pensamiento de que el Príncipe partiera para Flandes.

REY.-  Así lo he creído siempre.

MARQUÉS.-  La Reina es ambiciosa... Diré más todavía... Con pena ha visto frustrarse sus orgullosas esperanzas, y su alejamiento de toda participación en el poder; en semejante estado, la juventud ardiente del Príncipe se ha ofrecido a sus ojos como instrumento de sus vastos proyectos... Su corazón... Dudo que pueda amar...

REY.-  Nada me dan que temer los hábiles proyectos de su política.

MARQUÉS.-  ¿Es amada? ¿Hemos de temer algo por parte del Príncipe?... He aquí lo que me parece digno de examen... y creo que sería necesario vigilarle rigurosamente.

REY.-  Me respondéis de él...

MARQUÉS.-   (Después de un momento de reflexión.)  Si V. M. me juzga capaz de cumplir esta misión, debo suplicarle que le deje enteramente y sin restricciones a mi cargo.

REY.-  Consiento en ello.

MARQUÉS.-  O al menos que ningún auxiliar, sea cual fuere su título, no se entrometa en las medidas que yo juzgue necesarias.

REY.-  Ninguno; os lo prometo. Sois mi ángel bueno... ¡Cuánta gratitud os debo por lo que acabáis de comunicarme!  (A LERMA que acaba de entrar.)  ¿Cómo habéis dejado a la Reina?

LERMA.-  Fatigada todavía de su desmayo...  (Mira con desconfianza al MARQUÉS y vase.) 

MARQUÉS.-   (Después de una pausa.)  Me parece necesaria una precaución. Temo que el Príncipe sea advertido... Como cuenta con tantos amigos adictos, y tal vez con alguna relación con los rebeldes de Gante... El temor podría llevarle a tomar alguna resolución desesperada, y sería de opinión que buscáramos un medio para prevenir inmediatamente esta catástrofe.

REY.-  Tenéis mucha razón... Pero cuál?

MARQUÉS.-  Una orden secreta que V. M. me entregase y de la cual me serviría en el momento del peligro.  (El REY reflexiona.)  Por ahora sería un secreto de Estado, hasta que...

REY.-   (Se dirige a una mesa y escribe una orden de arresto.) El reino está en juego... La urgencia del peligro disculpa el uso de extraordinarios medios... Tomad, Marqués... Es inútil que os recomiende obréis con las consideraciones debidas.

MARQUÉS.-   (Tomando la orden.)  Señor, sólo en un caso extremo...

REY.-   (Apoyando la mano en su espalda.)  Id, Marqués, y devolved la paz a mi corazón, la tranquilidad a mis noches.  (Se van por opuesto lado.) 



Escena XIII

 

Una galería.

 
 

CARLOS llega vivamente agitado. El CONDE DE LERMA sale a su encuentro.

 

CARLOS.-  Os buscaba.

LERMA.-  También yo a vos.

CARLOS.-  ¿Es verdad, Dios mío, es verdad?...

LERMA.-  ¿Qué?

CARLOS.-  ¿Que la amenazó con un puñal y se la llevaron bañada en sangre a sus habitaciones?... ¿Debo creerlo?... ¿Es verdad?...

LERMA.-  No; se ha desmayado, y se lastimó al caer; nada más.

CARLOS.-  ¿No hay ningún peligro?... Por vuestro honor, Conde...

LERMA.-  Ninguno corre la Reina, pero sí vos.

CARLOS.-  No corre ninguno mi madre: entonces demos gracias al cielo. Había llegado a mi noticia un espantoso rumor; decían que el Rey se había enfurecido contra la madre y la niña, de resultas de la revelación de un secreto.

LERMA.-  Tal vez esto sea verdad.

CARLOS.-  ¿Verdad?... ¿Cómo?...

LERMA.-  Príncipe, hoy mismo os he dado un consejo que habéis menospreciado; aprovechad mejor el segundo.

CARLOS.-  ¿Cómo?...

LERMA.-  Si no me engaño, Príncipe, he visto hace algunos días en vuestras manos una cartera azul celeste, bordada de oro.

CARLOS.-   (Desconcertado.)  Sí, una parecida tenía... ¿y qué?

LERMA.-  Me parece que adorna la cubierta un medallón rodeado de perlas...

CARLOS.-  Efectivamente.

LERMA.-  Cuando hace un rato entré inesperadamente en el gabinete del Rey, he creído ver esta cartera en sus manos, y el Marqués de Posa estaba junto a él...

CARLOS.-   (Con viveza después de un instante de silencio y de sorpresa.)  ¡Esto no es verdad!

LERMA.-   (Ofendido.) ... Entonces, soy un impostor.

CARLOS.-    (Mirándole fijamente.)  Lo sois...

LERMA.-  ¡Por vida!... Os perdono.

  CARLOS.  (Paseándose agitado; se detiene delante de él.)  ¿Qué mal te ha hecho, qué mal te ha hecho nuestra inocente unión, para que emplees en destruirla esta infernal actividad?

LERMA.-  Príncipe, respeto vuestro pesar, que os hace injusto.

CARLOS.-  ¡Dios mío!... Presérvame de la duda.

LERMA.-  Recuerdo también las propias palabras del Rey: «Cuánta gratitud os debo -decía en el instante en que entré- por las noticias que me has comunicado.»

CARLOS.-  ¡Basta!... ¡Basta!

LERMA.-  El Duque de Alba ha caído en desgracia; el gran sello tomado al príncipe Ruy Gómez y confiado al Marqués...

CARLOS.-   (Absorto en sus reflexiones.)  ¡Y no me ha dicho nada!... ¡Por qué no me ha dicho nada!

LERMA.-  La corte le mira con sorpresa como un ministro omnipotente, como un favorito absoluto.

CARLOS.-  Y me amaba..., me amaba como a sí propio; lo sé... Hartas pruebas me ha dado de ello... ¿Pero acaso la patria y millones de hombres no han de serle más caros que un solo individuo? Su alma era demasiado vasta para un solo amigo, y la dicha de Carlos harto insignificante para su amor! ¿Me ha sacrificado a su virtud, y le culparé por eso? Sí; es cierto; ahora es cierto; le he perdido...  (Vuelve y oculta el rostro.) 

LERMA.-   (Después de un momento de silencio.)  Mi buen Príncipe, ¿qué puedo hacer por vos?

CARLOS.-   (Sin mirarle.)  ¡Entregarse al Rey y hacerme traición!

LERMA.-  ¿Y aguardaréis lo que vendrá?

CARLOS.-   (Se apoya en la balaustrada, y mira fijamente a lo lejos.)  ¡Le he perdido!... Me ha abandonado por completo.

LERMA.-   (Se acerca a él con emoción e interés.)  ¿No queréis cuidar de vuestra salvación?

CARLOS.-  ¡Mi salvación... excelente amigo!

LERMA.-  Fuera de esto, ¿no hay alguien por quien debéis temblar más que por vos?

CARLOS.-  Por Dios, ¿qué me recordáis? Mi madre; la carta que él ha recibido de mis manos, que no quería dejarle, y que le dejé.  (Se pasea sin dirección y retorciendo los brazos.)  Ella no ha merecido esto, y debía evitárselo. ¿Verdad, Lerma, que debía hacerlo?  (Con súbita resolución.)  Voy al encuentro de la Reina, porque es necesario que la advierta, que la prepare... Lerma, querido Lerma, ¿a quién enviaría.? ¡No tengo a nadie!... ¡Oh! Sí... Un amigo... Después de éste, ya no me quedará nada que perder.

LERMA.-   (Le sigue; llamándole.)  ¡Príncipe!... ¿A dónde vais?  (Vase.) 



Escena XIV

 

La REINA. ALBA. DOMINGO.

 

ALBA.-  Si nos permitís, gran Reina...

REINA.-  ¿Qué puedo hacer en vuestro favor?

DOMINGO.-  El sincero celo que nos inspira la augusta persona de Vuestra Real Majestad, nos impide guardar silencio sobre un suceso que amenaza la seguridad de la Reina.

ALBA.-  Nos apresuramos a paralizar con oportuno aviso la trama organizada contra vos...

DOMINGO.-  Y ofrecer a V. M. nuestro servicio y nuestro celo.

REINA.-   (Mirándoles con sorpresa.)  Reverendo Padre, noble Duque, me sorprendéis ciertamente. No esperaba semejante adhesión de Domingo y el Duque, pero sé cómo debo apreciarla. Me habláis de una trama que me amenaza: ¿puedo saber quién...

ALBA.-  Os rogamos que desconfiéis del Marqués de Posa encargado de los asuntos secretos del Rey.

REINA.-  Sé con placer la feliz elección del Rey, pues hace mucho tiempo que me hablan del Marqués de Posa como de un hombre excelente y de talento distinguido. Jamás el favor real se halló en mejores manos.

DOMINGO.-  ¿En mejores manos?... Nosotros estamos mejor informados.

ALBA.-  Sabemos, hace algún tiempo, el empleo de este hombre.

REINA.-  ¡Cómo! ¿Cuál sería pues?... Despertáis mi curiosidad...

DOMINGO.-  ¿Hace mucho tiempo que V. M. no ha registrado su arquilla?

REINA.-  ¡Cómo!

DOMINGO.-  ¿Y no ha perdido algo precioso?

REINA.-  ¡Qué!... Toda la corte sabe que he perdido... ¿Pero el Marqués de Posa qué tiene que ver con esto?

ALBA.-  Mucho, señora, porque faltan también al Príncipe importantes papeles que hay quien ha visto esta mañana en manos del Rey, cuando el caballero celebraba con él una audiencia secreta.

REINA.-   (Después de reflexionar.)  Esto es singular... ¡Por el cielo!... Extraordinario. Hallo en él un enemigo inesperado, y por compensación dos amigos que no recuerdo lo hayan sido nunca...  (Fijando en ellos una mirada penetrante.)  Porque en verdad, debo confesar que estaba dispuesta a perdonaros vuestra mala obra cerca del Rey.

ALBA.-  ¿A nosotros?

REINA.-  A vosotros.

DOMINGO, ALBA.-   ¿A nosotros?

REINA.-   (Fijando en ellos su mirada.)  ¡Cuánto me alegro de hallarme a salvo de mi precipitación! Pues sin lo que me decís, había resuelto rogar hoy mismo al Rey, que hiciera comparecerá mi presencia a mis acusadores. Ahora las cosas se hallan en mejor estado; puedo invocar el testimonio del Duque de Alba.

ALBA.-  ¿Mi testimonio?... ¿Habláis seriamente?

REINA.-  ¿Por qué no?

DOMINGO.-  Así imposibilitaréis los buenos oficios que podríamos prestaros en secreto...

REINA.-  ¿En secreto?  (Con altivez.)  Deseo saber, Duque de Alba, qué ha de confiaros a vos, o a vos, Padre, la esposa de vuestro Rey, que su esposo deba ignorar... ¿Soy inocente o culpable?

DOMINGO.-  ¡Qué pregunta!

ALBA.-  ¿Pero si el Rey no fuese justo?... ¿Si al menos, en este momento, no lo fuese?

REINA.-  En este caso, aguardaré que lo sea. ¡Feliz aquel que para entonces sólo espera ganar!  (Les saluda y se retira. Los dos cortesanos se van por otra puerta.) 



Escena XV

 

Habitaciones de la PRINCESA DE ÉBOLI.

 
 

La PRINCESA. Luego CARLOS.

 

 

PRINCESA.-  ¿Será verdad esta rara noticia que ocupa ya toda la corte?

CARLOS.-   (Entra.)  No os asustéis, Princesa; voy a ser tierno como un niño.

PRINCESA.-  Príncipe... Esta sorpresa...

CARLOS.-  ¿Estáis ofendida todavía?

PRINCESA.- Príncipe...

CARLOS.-   (Con voz apremiante.)  ¿Estáis ofendida todavía? Os ruego que me lo digáis.

PRINCESA.-  ¿Qué es esto? Parece que olvidáis Príncipe... ¿Qué buscáis junto a mí?

CARLOS.-   (Tomándole la mano con viveza.)  Puedes por ventura odiar eternamente, doncella... ¿El amor ofendido no perdona jamás?

PRINCESA.-   (Intentando desasirse.)  ¿Qué me recordáis, Príncipe?

CARLOS.-  Tu bondad y mi ingratitud. ¡Ay de mí! Sé bien que te he ofendido cruelmente, que he desgarrado tu tierno corazón, que arranqué lágrimas a tus ojos de ángel... ¡Ah! No vengo todavía a expresarte mi arrepentimiento.

PRINCESA.-  Príncipe, dejadme... Yo...

CARLOS.-  Vengo porque eres una amable doncella y tengo fe en la bondad y belleza de tu alma. Ves, ves, no tengo otro amigo en el mundo que tú, tú sola. Fuiste una vez tan bondadosa para conmigo que no puedo suponer permanezcas inflexible, ni que me odies eternamente.

PRINCESA.-   (Vuelve el rostro.)  ¡Basta!... Ni una palabra más, en nombre del cielo, Príncipe.

CARLOS.-  Déjame recordar aquellos días felices, déjame recordar tu amor, tu amor, doncella, del que me mostré indigno. Déjame ahora, que haga valer lo que era para ti, lo que los sueños de tu corazón me prestaban. Por última vez, por última vez, mírame como si fuera el de entonces, y sacrifica a esta imagen lo que nunca podrás sacrificar a mí propio.

PRINCESA.-  ¡Oh, Carlos! Cuán cruelmente jugáis conmigo!

CARLOS.-  Sé superior a tu sexo; haz lo que ninguna mujer ha hecho antes que tú, ni hará después de ti. ¿Te pido algo inaudito? Haz que pueda hablar a mi madre; te lo pido de hinojos.  (Se arrodilla delante de ella.) 



Escena XVI

 

Dichos. El MARQUÉS DE POSA que entra precipitadamente, seguido de dos oficiales de la Guardia Real.

 

MARQUÉS.-   (Fuera de sí, se precipita entre los dos.)  ¿Qué ha confesado? No le creáis...

CARLOS.-   (De rodillas todavía y levantando la voz.)  Por lo más sagrado...

MARQUÉS.-   (Interrumpiéndole con violencia.)  Delira... No escuchéis a este insensato...

CARLOS.-   (Con voz más apremiante.)  Va en ello la vida. Llevadme a su presencia.

MARQUÉS.-   (Aparte a la PRINCESA con energía.)  Sois muerta, si le escucháis.  (A uno de los OFICIALES.)  Conde de Córdoba, en nombre del Rey  (le enseña la orden)  el Príncipe es vuestro prisionero.  (CARLOS queda inmóvil, como herido del rayo. La PRINCESA lanza un grito de terror, y pretende huir. Los OFICIALES mudos de sorpresa. Larga pausa. El MARQUÉS, trémulo, se esfuerza en serenarse: al k.)  Os ruego que me entreguéis vuestra espada. Princesa, aguardad. (Al oficial.) Me respondéis con vuestra cabeza de que el Príncipe no hablará con nadie, con nadie absolutamente, ni aun con vos (Dice algunas palabras al oído del oficial; luego volviéndose.) Voy inmediatamente a dar al Rey cuenta de lo ocurrido.  (A CARLOS.)  Y a vos también; aguardadme. Príncipe, dentro de una hora.

 

(CARLOS se deja conducir sin manifestar sentimiento alguno pero al pasar junto al MARQUÉS le dirige una mirada moribunda, y éste oculta el rostro. La PRINCESA intenta huir, y el MARQUÉS la detiene por un brazo.)

 


Escena XVII

 

La PRINCESA. El MARQUÉS DE POSA.

 

PRINCESA.-  ¡En nombre del cielo, Marqués, dejadme salir de aquí!

MARQUÉS.-   (Severo y terrible.)  ¿Qué te ha dicho, desdichada?

PRINCESA.-  Nada, dejadme; nada...

MARQUÉS.-   (Deteniéndola con fuerza.)  ¿Qué has sabido?... No tienes por donde escapar, y no lo contarás a nadie en el mundo...

PRINCESA.-   (Mirándole con espanto.) ¡Dios mío!... ¿Qué intentáis? ¿Queréis matarme?

MARQUÉS.-   (Sacando un puñal.)  En efecto, tentaciones me dan... Despacha.

PRINCESA.-  ¡Yo! Yo! ¡Misericordia divina! ¿Qué he hecho yo?

MARQUÉS.-   (Alzando los ojos al cielo, y poniendo la punta del puñal en el pecho de la PRINCESA.)  Es tiempo todavía; el veneno no ha salido de sus labios... Rompo el vaso y todo sigue en el mismo estado... Entre la suerte de España y la vida de una mujer...  (Permanece en esta actitud, y parece vacilar.) 

PRINCESA.-   (Cayendo a sus pies, y mirándole fijamente.)  Sea; ¿qué aguardáis? No pido consideración alguna... No he merecido la muerte, y quiero morir.

MARQUÉS.-   (Deja caer lentamente su brazo, después de un instante de reflexión.)  ¡Oh!... Sería vil y bárbaro... No, no, gracias al cielo, queda otro medio todavía.  (Deja caer el puñal y se va rápidamente. La PRINCESA sale por otra puerta.) 



Escena XVIII

 

Una habitación de la REINA.

 

REINA.-   (A la CONDESA DE FUENTES.- ¡Qué tumulto en Palacio!... Cada rumor, Condesa, me sobresalta hoy; id a ver qué sucede, y volved a decírmelo.  (La CONDESA DE FUENTES sale, y la PRINCESA DE ÉBOLI entra precipitadamente.) 



Escena XIX

 

La REINA. La PRINCESA DE ÉBOLI.

 

PRINCESA.-   (Sin aliento, pálida y desencajada, cae de hinojos a los pies de la REINA.)  Señora... Socorro... Está preso...

REINA.-  ¿Quién?

PRINCESA.-  El Marqués de Posa le ha detenido por orden del Rey.

REINA.-  ¿Pero quién, quién?

PRINCESA.-  El Príncipe.

REINA.-  ¿Estás loca?

PRINCESA.-  Se lo llevan al instante.

REINA.-  ¿Y quién le prendió?

PRINCESA.-  El Marqués de Posa.

REINA.-  ¡Oh!... Entonces, demos gracias a Dios, si el Marqués lo ha detenido.

PRINCESA.-  Lo decís con tanta calma y frialdad... ¡Oh! Dios... ¿No presentís, no sabéis?...

REINA.-  ¿Por qué le han preso?... Sin duda por una locura propia de la violencia de su carácter...

PRINCESA.-  No, no; estoy mejor informada yo; no, señora... Una acción infame, diabólica... No hay salvación para él; morirá.

REINA.-  ¿Morirá?

PRINCESA.-  Y yo le habré asesinado.

REINA.-  ¡Morirá! Insensata!... ¿Lo crees?

PRINCESA.-  ¡Y por qué, por qué morirá! ¡Ah! Si hubiese previsto que las cosas habían de llegar a este extremo...

REINA.-   (Tomándole la mano con bondad.)  Princesa, no estáis en vos; serenaos, y contadme con más calma lo que sabéis, y no presentéis a mi imaginación estas tristes imágenes... ¿Qué ha pasado?

PRINCESA.-  Sí, señora; no uséis conmigo esta bondad y sublime confianza, porque atormentan mi conciencia como una llama del infierno. No soy digna de alzar hasta vuestra gloria mi indigna mirada. Aplastad a la miserable que se arrastra a vuestros pies, oprimida por el arrepentimiento, la vergüenza, el desprecio de sí misma.

REINA.-  ¡Desdichada! ¡Desdichada!... ¿Qué tenéis que decirme?

PRINCESA.-  Ángel de luz, santa mujer, ignoráis, no sospecháis siquiera a qué demonio habéis sonreído con bondad... Aprended hoy a conocerla... Yo soy... yo... quien os ha robado...

REINA.-  ¿Vos?

PRINCESA.-  Y quien ha entregado estas cartas al Rey.

REINA.-  ¿Vos?

PRINCESA.-  Y quien ha tenido la audacia de acusaros.

REINA.-  Vos, vos habéis podido...

PRINCESA.-  La venganza..., el amor..., la rabia... Os odiaba y amaba al Príncipe...

REINA.-  ¿Y por qué le amabais?

PRINCESA.-  Se lo había confesado, y no me había correspondido...

REINA.-   (Pausa.)  ¡Oh! Ahora me lo explico todo... Alzad... Le amabais... Os he perdonado... Todo está olvidado... Alzad.  (Le tiende la mano.) 

PRINCESA.-  No, fáltame todavía una confesión terrible. No, gran Reina, antes que...

REINA.-   (Atenta.)  ¿Qué debo oír todavía? Hablad...

PRINCESA.-  El Rey... Una sedación... ¡Oh! Volvéis los ojos... Leo sobre vuestro rostro mi condenación... El crimen de que os acusaba, yo lo he cometido...

 

(Oprime contra el suelo su rostro inflamado. La REINA se va. Profundo silencio. La DUQUESA DE OLIVARES sale unos minutos después del gabinete en donde ha entrado la REINA, y encuentra a la PRINCESA en la misma situación. Se acerca a ella en silencio. Al ruido de sus pasos, la PRINCESA se levanta, como en delirio, viéndose abandonada de la REINA.)

 


Escena XX

 

La PRINCESA DE ÉBOLI. La DUQUESA DE OLIVARES.

 

PRINCESA.-  ¡Dios mío!... ¡Me ha abandonado! ¡Esto es hecho!

OLIVARES.-   (Acercándose a ella.)  Princesa de Éboli...

PRINCESA.-  Sé, Duquesa, por que venís. La Reina os envía para anunciarme mi sentencia... Decid pronto...

OLIVARES.-  Su Majestad me ordena recobrar de vos vuestra cruz y vuestra llave...

PRINCESA.-   (Saca de su seno una cruz de oro y la entrega a la DUQUESA.)  ¿Me será permitido besar por última vez la mano a la mejor de las reinas?

OLIVARES.-  En el convento de Santa María os dirán qué se habrá decidido con respecto a vos.

PRINCESA.-   (Rompiendo a llorar.)  ¡No volveré a ver a la Reina!

OLIVARES.-   (La abraza, volviendo el rostro.)  ¡Sed feliz!

Imagen

 

(Vase precipitadamente. La PRINCESA la sigue hasta la puerta del gabinete, que se cierra detrás de la DUQUESA. Permanece algunos minutos muda e inmóvil y de rodillas delante de esta puerta; después se levanta y se va, velado el rostro.)

 


Escena XXI

 

La REINA. El MARQUÉS DE POSA.

 

REINA.-  Heos aquí, por fin, Marqués; gracias a Dios...

MARQUÉS.-   (Pálido, desencajado y con voz trémula se adelanta y hace una profunda reverencia.)  ¿V. M. se halla sola? ¿Nadie puede oírnos desde la habitación contigua?

REINA.-  ¡Nadie!... ¿Por qué?... ¿Qué me traéis?  (Le mira con más atención y retrocede con espanto.)  ¡Qué demudado! ¿A qué se debe? Me hacéis temblar, Marqués; vuestras facciones descompuestas llevan el sello de la muerte...

MARQUÉS.-  Probablemente ya sabéis...

REINA.-  Que Carlos ha sido preso, y precisamente por vos..., añaden... ¿Es verdad?... No quise fiarme, sobre esta noticia, de nadie más que de vos...

MARQUÉS.-  Verdad.

REINA.-  ¿Por vos?

MARQUÉS.-  Por mí.

REINA.-   (Mirándole, dudosa.)  Respeto vuestra conducta aunque no la comprendo; pero perdonad esta vez la inquietud de una mujer: temo que arriesgáis mucho en este terrible juego.

MARQUÉS.-  ¡Y he perdido!

REINA.-  ¡Santo cielo!

MARQUÉS.-  Tranquilizaos, señora, porque están tomadas todas las medidas para su salvación; sólo yo estoy perdido...

REINA.-  ¡Qué oigo, Dios mío!

MARQUÉS.-  ¿Quién me mandaba fiarlo todo a un solo dado y jugar temerariamente sin contar con el cielo?... ¿Quién tomaría a su cargo empuñar el pesado gobernalle del destino, sin saberlo todo? ¡Oh!... ¡Es justo! Mas, ¿por qué hablar de mi ahora? El momento es precioso, precioso como la vida de un hombre... ¡Quién sabe si la mano avara del juez supremo me cuenta ahora las últimas gotas de la existencia!...

REINA.-  ¡La mano del Juez! ¡Qué tono tan solemne! No comprendo qué significan estas palabras, pero me espantan...

MARQUÉS.-  Está salvado, y no importa a qué precio, pero solo por hoy; dispone de breves momentos y debe saber ahorrarlos... Es necesario que salga de Madrid esta misma noche.

REINA.-  ¿Esta misma noche?

MARQUÉS.-  Están hechos los preparativos, y hallará los caballos de posta a la puerta del convento que servía de refugio a nuestra amistad, de algún tiempo a esta parte. Aquí os entrego en letras de cambio todo lo que debía a la fortuna en este mundo; añadid lo que falte. Muchas cosas guarda mi corazón todavía para mi Carlos, que mi Carlos no debiera ignorar, pero tal vez me falte tiempo para hablar de ellas con él, y como vos le hablareis esta noche, me dirijo a vos.

REINA.-  En nombre de mi esposo, explicaos más claramente, Marqués... No me habléis por medio de terribles enigmas... ¿Qué ha pasado?

MARQUÉS.-  Tengo que hacer una importante declaración, y la depongo en vuestras manos. He gozado de una dicha, a pocos concedida; la de amar al hijo de un rey; mi corazón, dedicado a uno solo, abarcaba en él el mundo entero, y en el alma de mi Carlos me fingía un paraíso para millones de seres... ¡Oh! ¡Cuán bellos eran mis sueños!... Pero ha querido la Providencia interrumpir mi empresa antes de tiempo, y bien pronto le faltará a su Rodrigo; el amigo cede el puesto a la amante. Aquí, sobre este sagrado altar, sobre el corazón de su Reina, depongo mi último y precioso legado; y aquí lo encontrará cuando yo no exista.  (Vuelve el rostro, las lágrimas sofocan su voz.) 

REINA.-  ¡Este es el lenguaje de un moribundo!... Espero que sólo el delirio... ¿Qué sentido oculto encierran vuestras palabras?

MARQUÉS.-   (Intenta serenarse y continúa con más firme acento.)  Decid al Príncipe que recuerdo el juramento que hicimos al partir la hostia en nuestros días de entusiasmo. Por mi parte lo he cumplido, y le he sido fiel hasta la muerte, y ahora toca a él cumplir el suyo.

REINA.-  ¿Hasta la muerte?

MARQUÉS.-  Decidle que lo cumpla. El sueño que forjamos, el sueño audaz de un nuevo estado, la divina concepción de la amistad puede realizarse todavía, y él debe dar el primer golpe de escoplo a esta ruda piedra; poco importa que lleve a cabo la empresa o que sucumba sin conseguirla; no por eso deje de trabajar en ella. Quizá dentro algunos siglos la Providencia colocará sobre un trono otro Príncipe como él, e infundirá mi propio entusiasmo a su nuevo favorito. Decidle que cuando llegue a hombre, respete los sueños de su juventud, y no permita posarse sobre su corazón, tierna y divina flor, el gusano mortal de la razón tan elogiada... que no se deje engañar cuando la sabiduría de la tierra maldiga el entusiasmo, este hijo del cielo; otra vez se lo dije.

REINA.-  Pero, Marqués... ¿A qué conduce?...

MARQUÉS.-  Decidle que deposito en su alma la felicidad de los hombres... que, próximo a morir, exijo de él... le exijo... tengo derecho a ello... De mí dependía traer la luz de una nueva aurora sobre sus reinos; el Rey me entregaba su corazón; me llamaba su hijo. Soy el guarda-sellos, y el Duque de Alba ya no es nada...  (Se detiene contemplando a la REINA. Pausa.)  ¡Lloráis!... ¡Oh! Alma noble! ¡Vuestras lágrimas son de júbilo! Pero está ya decidido: Carlos o yo. La elección fue pronta y terrible. Uno de ambos debía ser sacrificado, y he querido serlo yo; yo... antes que él... No pretendáis saber más.

REINA.-  Por fin empiezo a comprenderos; ¡desgraciado!... ¿Qué habéis hecho?

MARQUÉS.-  He perdido un par de horas de la tarde, para ganar un hermoso día de verano; abandono al Rey, porque ¿qué puedo ser para él?... No brota una sola flor para mí en este árido suelo. El destino de Europa se prepara en el pensamiento de mi noble amigo a quien lego la España... Entre tanto sufra hasta verter sangre bajo el yugo de Felipe... Pero ¡ay de él y ay de mí! Si debiese arrepentirme de mi acción, y hubiese abrazado el peor partido... ¡No! No! Conozco a mi Carlos... y esto no sucederá jamás; vos respondéis de ello, señora.  (Después de un momento de silencio.)  A mi vista germinó su amor por vos, y se arraigó en su alma la más desdichada pasión que existió jamás: entonces podía combatirla y no lo hice, antes la fomenté porque no la creía funesta, diga lo que quiera el mundo. No me arrepiento de ello, ni me remuerde por ello la conciencia, pues vi la vida donde todos veían la muerte, y en aquella llama sin esperanza, brillar en buen hora su dorado rayo. Quería conducirle a la perfección, elevarle a cuanto es bello y grandioso, y la humanidad me rehusaba una imagen, y mis labios acentos de elocuencia... Entonces le hablaba de vos, y mi mayor deseo consistía en darle a comprender su amor.

REINA.-  Marqués, vuestro amigo os preocupaba de tal modo que por él os olvidabais de mí... ¿Acaso me creéis exenta en absoluto de las flaquezas de la mujer, cuando intentáis convertirme en ángel, y darle por escudo la virtud? ¿No habíais reflexionado bastante a qué riesgos se expone nuestro corazón, si ennoblece la pasión con tales nombres?

MARQUÉS.-  A este riesgo se exponen, es cierto, todas las mujeres, excepto una sola, una sola; lo juro. ¿Podría avergonzaros el noble deseo de animar a la virtud heroica? ¿Qué importa al rey Felipe que la pintura de la Transfiguración de su Escorial inflame el deseo de la inmortalidad en el ánimo del pintor que la contempla? La suave armonía que duerme en las cuerdas de la lira ¿Pertenece acaso a su comprador, a su propietario, sordo tal vez? No; compró el derecho de romperla en pedazos, pero no el arte de arrancarle melodiosos sonidos, extasiándose con la música. La verdad guía al sabio; la belleza impera sobre los corazones sensibles y se pertenecen mutuamente. Ninguna preocupación vil podría arrancarme esta creencia. Así, prometedme que le amareis siempre y no caeréis en humillante abnegación por temor del qué dirán y por falso heroísmo... Prometedme amarle siempre y con verdadera constancia, señora; prometedlo en mi presencia...

REINA.-  Os prometo que mi corazón será siempre, para siempre, el único juez de mi amor...

MARQUÉS.-   (Retira su mano.)  Ahora, muero tranquilo... He concluido mi tarea.  (Saluda a la REINA y va a salir.) 

REINA.-   (Le sigue con la mirada.)  Os vais, Marqués, sin decirme si volveremos a vernos pronto.

MARQUÉS.-   (Vuelve sin mirarla.)  Ciertamente, volveremos a vernos...

REINA.-  Os he comprendido, Marqués, os he comprendido perfectamente. ¿Por qué habéis obrado así conmigo?

MARQUÉS.-  Él o yo.

REINA.-  No, no; os habéis arrojado a esta acción, que llamáis una grande acción, no lo neguéis; mucho tiempo ha que alimentabais este deseo... Poco os importa que se partan de dolor millares de corazones, con tal que vuestro orgullo quede satisfecho. ¡Oh!... Ahora... Ahora empiezo a conoceros; sólo habéis obrado así para ser admirado...

MARQUÉS.-   (Sorprendido. Aparte.)  ¡Esto no lo esperaba!...

REINA.-   (Pausa.)  Marqués, ¿no hay salvación posible?

MARQUÉS.-  Ninguna.

REINA.-  ¿Ninguna?... Pensadlo bien; ¿ni aun para mí?

MARQUÉS.-  Ni aun para vos.

REINA.-  No me conocéis bien todavía; tengo valor.

MARQUÉS.-  Lo sé.

REINA.-  ¿No hay salvación?

MARQUÉS.-  Ninguna.

REINA.-   (Se aparta ocultando el rostro.)  Salid; no estimo ya a hombre alguno.

MARQUÉS.-   (Víctima de violenta agitación se arroja a sus pies.)  Reina... ¡Oh! Dios... ¡La vida es, sin embargo, grata!...  (Se levanta y vase precipitadamente. La REINA entra en su gabinete.) 



Escena XXII

 

Un salón en las habitaciones del REY.

 
 

El DUQUE DE ALBA y DOMINGO se pasean en silencio. El CONDE DE LERMA sale del gabinete. Entra luego D. RAMÓN DE TAXIS.

 

LERMA.-  ¿No habéis visto todavía al Marqués?

ALBA.-  Todavía no.

 

(LERMA va a salir.)

 

TAXIS.-   (Adelantándose.)  Conde de Lerma, anunciadme...

LERMA.-  El Rey no está visible...

TAXIS.-  Decidle que conviene que le hable de un asunto muy importante para S. M.; despachad por que urge.

 

(LERMA entra en el gabinete.)

 

ALBA.-  Querido Taxis, ejercitad vuestra paciencia. No hablareis al Rey.

TAXIS.-  ¿Y por qué?

ALBA.-  Debierais haber tomado la precaución de pedir permiso al caballero de Posa, quien retiene en su poder al padre y al hijo.

TAXIS.-  ¿Al de Posa?... ¡Cómo!... Pues si precisamente de él he recibido esta carta.

ALBA.-  ¡Una carta!... ¿Qué carta?...

TAXIS.-  Una carta que debo enviar a Bruselas.

ALBA.-   (Atento.)  ¿A Bruselas?

TAXIS.-  Y la traigo al Rey.

ALBA.-  ¿A Bruselas? Habéis oído, capellán?... ¿A Bruselas?

DOMINGO.-  Esto es muy sospechoso...

TAXIS.-  ¡Con qué ansiedad, con qué turbación me la ha recomendado!

DOMINGO.-  ¡Con ansiedad!... ¡Ah!

ALBA.-  ¿A quién va dirigida?

TAXIS.-  Al Príncipe de Nassau y de Orange.

LERMA.-  ¿A Guillermo?... Esto es una traición, capellán.

DOMINGO.-  ¿Y puede ser otra cosa? Sí; realmente hay que entregar al instante esta carta al Rey. Acción meritoria la vuestra, la de cumplir tan estrictamente vuestras funciones.

TAXIS.-  Reverendo padre, sólo he cumplido con mi deber.

ALBA.-  Bien hecho.

LERMA.-   (Saliendo del gabinete; a TAXIS.)  El Rey quiere hablaros.  (TAXIS sale.)  ¿El Marqués no ha venido todavía?

DOMINGO.-  Le están buscando por todas partes.

ALBA.-  Cosa sorprendente y singular. El Príncipe es prisionero de Estado, y el Rey no sabe todavía por qué motivo.

DOMINGO.-  El Marqués no ha venido todavía a dar cuenta del suceso.

ALBA.-  ¿Cómo ha recibido el Rey la noticia?

LERMA.-  El Rey no ha dicho una palabra.

 

(Rumor dentro.)

 

ALBA.-  ¿Qué pasa?

 

(Silencio.)

 

TAXIS.-   (Saliendo del gabinete)  ¡Conde de Lerma!  (Los dos se van.) 

ALBA.-   (A DOMINGO ¡Qué va a pasar aquí!

DOMINGO.-  Este acento de terror..., esta carta interceptada... Duque, no espero nada bueno.

ALBA.-  Hace llamar a Lerma; sin duda no ignora que ambos nos hallamos en el salón.

DOMINGO.-  Ha pasado nuestra época.

ALBA.-  Ya no soy, pues, el hombre, ante el cual se abrían todas las puertas. ¡Cuánto ha cambiado todo! ¡Todo me es extraño aquí!

DOMINGO.-   (Se acerca lentamente a la puerta del gabinete y aplica el oído.)  ¡Oigamos!

ALBA.-   (Pausa.)  Reina profundo silencio; se oye su respiración.

DOMINGO.-  Las colgaduras apagan el sonido.

ALBA.-  Retirémonos; alguien viene.



Escena XXIII

 

Dichos. El PRÍNCIPE DE PARMA. Los DUQUES de FERIA y MEDINASIDONIA. Algunos Grandes.

 

 

PARMA.-  ¿Podremos hablar al Rey?

ALBA.-  No.

PARMA.-  ¿No? ¿Quién está con él?

FERIA.-  El Marqués de Posa, sin duda.

ALBA.-  En este instante le aguardan.

PARMA.-  Acabamos de llegar de Zaragoza, y hallamos la consternación en Madrid... ¿Será verdad?

DOMINGO.-  Sí, por desgracia.

FERIA.-  ¿Es verdad? ¿Fue detenido por aquel caballero de Malta?

ALBA.-  Así fue.

PARMA.-  ¿Y por qué?... Qué ha ocurrido?

ALBA.-  ¿Por qué? Nadie lo sabe sino el Rey y el Marqués de Posa.

PARMA.-  ¿Sin convocar las Cortes del reino?

FERIA.-  ¡Ay del que ha tomado parte en este crimen de Estado!

ALBA.-  ¡Ay de él! Repito yo.

MEDINASIDONIA.-  Y yo.

LOS DEMÁS.-   Y todos.

ALBA.-  ¿Quién quiere seguirme al gabinete?... Me arrodillaré a los pies del Rey.

LERMA.-   (Sale precipitadamente.)  ¿Duque de Alba?

DOMINGO.-  ¡Por fin, alabado sea Dios!  (ALBA entra en el gabinete.) 

LERMA.-   (Vivamente agitado.)  Si llega el caballero de Malta, que aguarde a que se le llame, porque el Rey no está solo ahora.

DOMINGO.-   (A LERMA, a quien rodean con viva curiosidad.)  ¿Conde?... ¿Qué ocurre?... ¡Estáis pálido como un muerto!

LERMA.-   (Intentando irse.)  ¡Caso diabólico!

PARMA y FERIA.-  ¿Qué?... ¿Qué?

MEDINA.-   ¿Qué hace el Rey?

DOMINGO.-  ¡Diabólico!... ¿Qué?

LERMA.-  El Rey ha llorado.

DOMINGO.-  ¡Ha llorado!

TODOS.-   (Con viva sorpresa.)  ¿El Rey ha llorado?  (Suena una campanilla en el gabinete. LERMA se va.) 

DOMINGO.-   (Intentando detenerle.)  Conde, una palabra..., excusad... Ha salido, y hétenos aquí mudos de terror...



Escena XXIV

 

La PRINCESA DE ÉBOLI. FERIA. MEDINASIDONIA. PARMA. DOMINGO y los demás Grandes.

 

PRINCESA.-   (Fuera de sí; presurosa.)  ¿Dónde está el Rey... dónde?... Quiero hablarle...  (A FERIA.)  Duque, llevadme a su presencia.

FERIA.-  El Rey está muy ocupado, y nadie puede verle.

PRINCESA.-  ¿Está firmando la terrible sentencia?... Está engañado; quiero probarle que está engañado.

DOMINGO.-   (La llama, haciéndole una seña.)  ¿Princesa de Éboli?

PRINCESA.-   (Dirigiéndose a él.)  ¡Ah! ¿Vos aquí, padre?... Me alegro, porque precisamente os necesito: me apoyareis.  (Coge su mano, y quiere conducirle al gabinete.) 

DOMINGO.-  ¡A mí! ¿Estáis loca, Princesa?

FERIA.-  Aguardad; el Rey no está ahora para oíros.

PRINCESA.-  Pues esfuerza que me oiga; que oiga la verdad, aunque fuera diez veces dios.

DOMINGO.-  Salid; salid; lo arriesgáis todo. Aguardad.

PRINCESA.-  Tiembla tú, miserable criatura, ante la cólera de tu ídolo; yo, no tengo nada que arriesgar.  (En el mismo instante en que va a entrar en el gabinete, sale de él el DUQUE DE ALBA.) 

ALBA.-   (Radiante de triunfo, corre hacia DOMINGO le abraza.)  Mandad que canten. un Tedeum en todas las iglesias; nuestra es la victoria.

DOMINGO.-  ¿Nuestra?

ALBA.-   (A DOMINGO y a los demás.)  Entrad ahora a ver al Rey, y os diré lo demás.





ArribaActo V


Escena Primera

 

Habitación del palacio del REY, que una verja de hierro separa de un patio donde los centinelas pasean a lo largo.

 
 

(CARLOS sentado delante de una mesa con la cabeza sobre los brazos como si durmiera. En el fondo algunos OFICIALES encerrados con él. El MARQUÉS DE POSA se adelanta sin que CARLOS le vea y habla en voz baja con los OFICIALES que se alejan inmediatamente. Se coloca delante de CARLOS y le contempla un rato en silencio y con tristeza. Por fin, hace un gesto que despierta al Príncipe. CARLOS se levanta, le ve y parece asustarse; le mira después fijamente y pasa la mano sobre su frente como si intentara recordar algo.)

 

MARQUÉS.-  Soy yo, Carlos.

CARLOS.-   (Dándole la mano.)  Vuelves todavía a verme. Bella acción por tu parte.

MARQUÉS.-  He pensado que aquí podrías necesitar un amigo.

CARLOS.-  ¿Verdad, has pensado esto? Mira, me das una alegría... una alegría indecible. Ya sabía bien que seguirías siendo bueno para conmigo.

MARQUÉS.-  Merezco que tengas de mí esta opinión.

CARLOS.-  ¿No es verdad? Veo que nos comprendemos todavía enteramente, y me place; estos miramientos, esta dulzura convienen a dos grandes almas como la tuya y la mía. Admitamos que una de mis pretensiones haya sido injusta y exagerada; no por esto me rehusarás lo que es justo. La virtud puede ser severa, pero nunca cruel, nunca inhumana. Mucho te ha costado, ¡oh, sí! me lo parece; sé cuánto ha padecido tu tierno corazón, mientras adornabas la víctima para llevarla al altar.

Imagen

MARQUÉS.-  Pero, Carlos, ¿qué te has figurado?

CARLOS.-  Tú realizarás lo que yo debía y no he podido realizar. Tú darás a los españoles la edad de oro, que en vano han esperado de mí. Porque yo, acabé; acabé para siempre... Tú lo has visto... Este amor terrible ha marchitado sin remedio las flores precoces de mi genio... He muerto para sus grandes esperanzas... La Providencia, o la casualidad, te han colocado cerca del Rey... Lo he pagado con mi secreto que te pertenece; tú puedes ser su ángel protector... ya que para mi no hay salvación posible, y quizá tampoco para España. Nada hay en todo eso que sea condenable, si no es mi loca ceguedad que me ha impedido ver que eres tan grande como tierno.

MARQUÉS.-  No; yo no había previsto nada de eso. Yo no había previsto que la generosidad de un amigo pudiese resultar más ingeniosa que mis prudentes combinaciones. Mi edificio se hunde. Había olvidado tu corazón.

CARLOS.-  Sin duda que si tú le hubieras evitado a ella semejante suerte, yo sintiera por ti inefable gratitud, pues no veo por qué no podía soportarla solo, y debía ser ella la segunda víctima. Pero basta sobre esto, no quiero dirigirte ninguno reproche. ¿Qué te importa la Reina? Como tú no la amas, claro que no debía preocuparse tu austera virtud de las pequeñas inquietudes de mi amor. Perdóname; he estado injusto.

MARQUÉS.-  Lo estás, pero no por este reproche; si mereciera uno, los merecería todos, y entonces no me verías así delante de ti.  (Saca una cartera.)  He aquí algunas cartas de las que me diste a guardar, tómalas.

CARLOS.-   (Mirando sorprendido y alternativamente, ora las cartas, ora al MARQUÉS.)  ¡Cómo!

MARQUÉS.-  Te las devuelvo, porque estarán más seguras en tus manos que en las mías.

CARLOS.-  ¿Qué es esto? Pues qué... ¿El Rey no las ha leído? ¿No le han sido presentadas?

MARQUÉS.-  ¿Estas cartas?

CARLOS.-  ¿Tú no se las has enseñado?

MARQUÉS.-  ¿Quién te ha dicho que yo le haya enseñado una sola?

CARLOS.-   (Estupefacto.)  ¡Es posible! El Conde de Lerma.

MARQUÉS.-  ¿Él te lo ha dicho? ¡Sí! Pues bien, todo está aclarado. ¡Quién podía preverlo!... Así, Lerma... No; este hombre no supo nunca mentir; esto será; las otras cartas están en poder del Rey.

CARLOS.-   (Le mira con mudo asombro.)  ¿Por qué me hallo, pues, aquí?

MARQUÉS.-  Por precaución, para el caso en que por segunda vez se te ocurriera elegir por confidente una Princesa de Éboli.

CARLOS.-   (Como si saliera de un sueño.)  ¡Oh! Por fin, ahora lo comprendo todo, todo se aclara para mí.

MARQUÉS.-   (Yendo hacia la puerta.) ¿Quién viene?



Escena II

 

Dichos. El DUQUE DE ALBA.

 

ALBA.-   (Se acerca respetuosamente al PRÍNCIPE, y durante toda la escena da la espalda al MARQUÉS.)  Príncipe, sois libre... El Rey me envía a anunciároslo.  (CARLOS mira al MARQUÉS con sorpresa; todos callan.)  Permitid al propio tiempo que me felicite de ser el primero que ha tenido el honor de...

CARLOS.-   (Observa a ambos con extraordinaria sorpresa; después de una breve pausa, dirigiéndose al DUQUE.)  He sido arrestado y soy puesto en libertad, sin saber por qué.

ALBA.-  Por un error, Príncipe, al cual según creo ha sido arrastrado el Rey por un impostor.

CARLOS.-  Pero yo me encuentro aquí, sin embargo, por orden del Rey.

ALBA.-  Sí; por un error de S. M.

CARLOS.-  Lo siento mucho, pero si el Rey comete un error, al Rey en persona toca repararlo.  (Busca la mirada del MARQUÉS, y se muestra altivo con el Duque.)  Aquí me llaman el hijo de Felipe II, y la calumnia y la curiosidad han clavado en mi sus ojos; lo que S. M. ha hecho por deber, no quiero que se atribuya a su clemencia, y estoy dispuesto por otra parte a presentarme ante el tribunal de las Cortes... No quiero recibir mi espada de estas manos.

ALBA.-  El Rey no retardará la satisfacción de los justos deseos de V. A., y si me lo permitís os llevaré hasta él.

CARLOS.-  Me quedo aquí hasta que el Rey o Madrid me saquen de esta prisión. Llevadle esta respuesta.  (ALBA se va, y se le ve detenerse en el patio y dar órdenes.) 



Escena III

 

CARLOS. El MARQUÉS DE POSA.

 

CARLOS.-   (Después de haber salido el DUQUE, se dirige al MARQUÉS manifestando curiosidad y sorpresa.)  Dime ¿qué quiere decir esto? ¿No eres ya ministro?

MARQUÉS.-  Ya ves que he dejado de serlo.  (Dirigiéndose a él con profunda emoción.)  ¡Oh, Carlos! Todo se ha cumplido; todo se ha conseguido; todo ha terminado. Bendito sea el supremo poder que ha permitido que se consiguiera.

CARLOS.-  Conseguido... ¿Qué? No comprendo lo que dices.

MARQUÉS.-   (Asiéndole la mano.)  Estás salvado, Carlos... Eres libre... Y yo...  (Se detiene.) 

CARLOS.-  ¿Y tú?

MARQUÉS.-  Yo... Yo... Te oprimo contra mi corazón; por la primera vez de mi vida tengo perfecto derecho a ello, derecho comprado a costa de cuanto amo. ¡Oh, Carlos! ¡Cuán grande y tierno es este momento! Estoy satisfecho de mí.

CARLOS.-  ¡Qué súbita mudanza en tus facciones! Nunca te había visto así, anhelante tu pecho, henchido de orgullo, fulgurando tus ojos.

MARQUÉS.-  Debemos despedirnos, Carlos. No temas, se hombre. Prométeme, Carlos, que sea lo que quiera lo que sepas, no aumentarás la pena que me causa esta separación, con inmoderado dolor, indigno de un alma grande. En muchos años no me verás, Carlos... Los insensatos dicen nunca.  (CARLOS retira su mano y fija en él los ojos sin responderle.)  Sé hombre; he confiado mucho en ti, y no he temido pasar contigo las siniestras horas que llaman postreras; confieso, por el contrario, que me regocijo de ello. Carlos... ven, sentémonos, me siento débil y fatigado.  (Se sienta junta a CARLOS que sigue estupefacto, y se deja conducir involuntariamente junto a él.)  ¿Dónde estás? ¿No me respondes? Seré breve. Al día siguiente de habernos visto por última vez en la Cartuja, el Rey me hizo llamar, y tú sabes, y sabe Madrid, el resultado de la entrevista. Pero lo que tú no sabes es que le habían revelado tus secretos, y tus cartas, halladas en la arquilla de la Reina, deponían contra ti; lo supe de sus propios labios; fui su confidente.  (Se detiene aguardando la respuesta de CARLOS que persiste en su silencio.)  Sí, Carlos, hice traición a mi fe con los labios; yo mismo dirigí la trama para perderte. Los hechos hablaban muy alto y era tarde para justificarte; restábame tan sólo asociarme a su venganza, y me convertí en tu enemigo para servirte mejor. ¿No me escuchas?

CARLOS.-  Te escucho: continúa, continúa...

MARQUÉS.-  Hasta aquí yo era inocente, pero bien pronto descubrieron mis planes los desusados resplandores del favor del Rey, y llegó hasta ti el rumor de lo que ocurría, como había previsto. Fascinado por falso cariño, cegado por mi orgullosa presunción, quería terminar sin ti la osada empresa, y ocultaba a tu amistad mi peligroso secreto. Cometí una gran imprudencia, una falta grave; lo sé. Abrigaba una loca confianza: perdona; hubiera sido fundada, si la eterna firmeza de tu amistad...  (Pausa, CARLOS pasa de la estupefacción a una violenta agitación.)  Sucedió lo que temía. Te hicieron temblar, suponiendo imaginarios peligros... La Reina bañada en su propia sangre... retumbando en palacio un grito de terror..., el desgraciado celo de Lerma..., en fin, mi inconcebible silencio, todo agita y sobrecoge tu corazón... Vacilas... Me crees perdido... Demasiado noble, sin embargo, para dudar de la lealtad de tu amigo, decoras su caída con el nombre de grandeza, y sólo te atreves a llamarle infiel cuando puedes honrarle por su infidelidad. Abandonado de tu único amigo, te arrojas en los brazos de la Princesa de Éboli... ¡Desdichado! En los brazos del demonio; porque ella fue quien te hizo traición.  (CARLOS se levanta.)  Te vi correr hacia ella; te seguí llevado de fatal presentimiento que cruza por mi alma; era ya tarde, estabas a sus pies, la confesión iba a salir de tus labios... No había salvación para ti...

CARLOS.-  No, no; estaba conmovida. Te engañas, estaba conmovida.

MARQUÉS.-  Entonces mis sentidos se perturban... Nada... Ni una salida... Ningún socorro en la tierra. La desesperación me convierte en una furia, en una bestia feroz, y amenazo con el puñal el pecho de una mujer. Pero aquí brilla a mis ojos un rayo de luz; ¡si engañara al Rey! ¡Si pudiese pasar yo por culpable! Poco importa que esto sea verosímil o no; para él basta; para el rey Felipe, el mal es siempre verosímil. Sea, probaré; tal vez un rayo hiriendo súbitamente al tirano, le hará tambalear. ¿Qué puedo desear más? Reflexionaré, y Carlos tendrá tiempo para huir a Brabante.

CARLOS.-  ¿Y lo hubieras llevado a cabo?

MARQUÉS.-  Inmediatamente escribí a Guillermo de Orange, diciéndole que amo a la Reina y que, burlando la desconfianza del Rey con las falsas sospechas que pesan sobre ti, hallé por medio del mismo Felipe el modo de acercarme libremente a su esposa. Añadía además: Temo ser descubierto, pues Carlos ha conocido mi pasión y recurrió a la Princesa de Éboli, sin duda para que advirtiera a la Reina que yo le había mandado prender, y ahora quería huir a Bruselas, viéndolo todo perdido... Esta carta...

CARLOS.-   (Interrumpiéndole con espanto.)  ¿Y has confiado esta carta al correo? ¿Olvidas que las cartas para Brabante y Flandes...

MARQUÉS.-  Van a manos del Rey... Por lo que veo, Taxis ha cumplido la orden.

CARLOS.-  ¡Dios mío! ¡Soy perdido!

MARQUÉS.-  ¿Tú? ¿Y por qué tú?

CARLOS.-  ¡Desgraciado! Y tú conmigo. Mi padre no perdonará jamás esta monstruosa impostura. No la perdonará jamás...

MARQUÉS.-  ¡Impostura! Tú no adviertes... observa una cosa: ¿quién le dirá que es una impostura?

CARLOS.-   (Mirándole fijamente.)  ¿Quién? Y tú lo preguntas. Yo mismo.  (Hace que se va.) 

MARQUÉS.-  Eres un insensato; aguarda.

CARLOS.-  ¡Aparta! ¡Aparta! ¡En nombre del cielo! No me detengas; entre tanto, él prepara ya sus verdugos.

MARQUÉS.-  El tiempo es más precioso pues, porque tenemos mucho que decirnos todavía.

CARLOS.-  ¡Qué! Antes que él haya...  (Intenta irse, el MARQUÉS le coge por un brazo y le mira con expresión.) 

MARQUÉS.-  Oye... Carlos... ¿Me apresuré yo de este modo, mostré tan escrupulosa sensibilidad, cuando siendo niños vertiste tu sangre por mí?

CARLOS.-   (Inmóvil y vivamente admirado.)  ¡Oh! ¡Providencia divina!

MARQUÉS.-  Consérvate para Flandes. Reinar es tu destino; morir por ti, el mío.

CARLOS.-   (Cogiéndole la mano con profunda emoción.)  ¡No! ¡No! No podrás resistir... ¡No podrás resistir a tal grandeza! Quiero conducirte a él, tu brazo en el mío, vamos a su encuentro. Padre mío, le diré; he aquí lo que un amigo ha hecho por su amigo, y esta acción le conmoverá. Créeme, mi padre no es inhumano. Si esta acción le conmoverá, brotará de sus ojos generoso llanto y te perdonará a ti y a mí.  (Suena un tiro de arcabuz a través de la verja. CARLOS se estremece.)  ¡Ah! ¿A quién va dirigido?

MARQUÉS.-  A mí, creo.  (Cae.) 

CARLOS.-   (Cayendo junto a él, lanzando un grito de dolor.)  ¡Oh, misericordia celeste!

MARQUÉS.-   (Con voz agonizante.)  Muy diligente es el Rey... Esperaba que tardaría más... Piensa en tu seguridad... Oye..., en tu seguridad... Tu madre lo sabe todo... No puedo más...

 

(CARLOS sigue como muerto junto al MARQUÉS. Después de algunos instantes sale el REY acompañado de los grandes y retrocede ante semejante espectáculo. Silencio general y profundo. Los Grandes forman semicírculo alrededor del REY y de su hijo y miran alternativamente a uno y otro. CARLOS no da señales de vida y el REY le contempla mudo y pensativo.)

 


Escena IV

 

El REY. CARLOS. Los DUQUES DE ALBA. FERIA. MEDINASIDONIA. El PRÍNCIPE DE PARMA. El CONDE DE LERMA. DOMINGO y Grandes de España.

 

REY.-   (Con bondad.) Tu súplica ha sido atendida, hijo mío, y vengo yo mismo aquí con todos los grandes de España a anunciarte la libertad.  (CARLOS mira en torno suyo como si saliera de un sueño, dirigiendo alternativamente la mirada al REY y al muerto sin responder.)  Recibe tu espada; se ha obrado con excesiva precipitación.  (Se acerca a él, le tiende la mano y ayuda a levantarle.)  Mi hijo no está en su lugar; levántate y ven a los brazos de tu padre.

CARLOS.-   (Se apoya distraído en el brazo del REY, pero de repente vuelve en sí, se detiene y clava en él su mirada.)  No puedo abrazarte; traes contigo el hedor del asesinato.  (Le rechaza; todos los grandes se turban.)  No; no os espantéis; he sido ungido con el óleo del Señor y no debéis temer nada, porque no pondré la mano sobre él. Mirad esta marca de fuego sobre su frente; Dios le ha marcado.

REY.-   (Volviéndose para irse.)  Seguidme, caballeros.

CARLOS.-  ¿A dónde? No saldréis de aquí.  (Le detiene con fuerza. Inadvertidamente pone la mano en la espada que el REY le traía y la desenvaina.) 

REY.-  ¡Desenvainas la espada contra tu padre!

LOS GRANDES.-   (Sacando la suya.)  ¡Regicida!

CARLOS.-   (Cogiendo al REY con una mano y con la espada desnuda en la otra.)  Envainad vuestras espadas. ¿Que queréis? ¿Os figuráis acaso que deliro? No deliro, no. Si así fuera, haríais mal en recordarme que su vida depende de la punta de esta espada. Os lo ruego, alejaos, que el estado en que me encuentro merece respeto. Retiraos pues, porque cuanto he de tratar con el Rey nada tiene que ver con vuestros deberes de vasallos. Mirad tan sólo cómo sus dedos gotean sangre, mirad, ¿veis? ¡Oh! ¿Veis a este lado? Ved lo que ha hecho ese hombre, hábil por excelencia.

REY.-   (A los grandes que le cercan con inquietud.)  Retiraos, ¿por qué tembláis? ¿No somos por ventura padre e hijo? Quiero ver a qué vergonzosa acción la naturaleza...

Imagen

CARLOS.-  ¡La naturaleza! La desconozco. Este asesinato es ya la sentencia definitiva y los lazos de la humanidad se han roto para siempre; pues si tú mismo, señor, los has roto en tu reino, ¿cómo puedo respetar lo que tú desprecias? ¡Mirad, mirad; hasta hoy no se había cometido todavía un asesinato! ¿No hay Dios por ventura? ¡Qué! ¿Los reyes pueden trastornar su creación? ¿No hay Dios, repito? Desde que las madres conciben, no ha existido un solo hombre, uno solo que haya merecido menos la muerte.... ¿Sabes tú lo que has hecho? No; él no lo sabe, él no sabe que ha privado al mundo de una existencia más importante, más noble, más preciosa que la suya y todas las de su siglo.

REY.-   (Con ternura.)  Si obré con precipitación, ¿corresponde a ti, a ti por quién lo hice, el pedirme cuentas?

CARLOS.-  ¡Cómo! ¿Es posible? ¿Vos no adivináis lo que era para mí este hombre que ha muerto? ¡Decidselo!... Venid en ayuda de su ciencia suprema para explicarle este enigma. Este hombre era mi amigo... ¿Y sabéis por quién ha muerto? Pues ha muerto por mí.

REY.-  ¡Ah, lo presentía!

CARLOS.-  Perdóname, sombra ensangrentada, si profano este misterio ante tales oyentes. Sucumba a su vergüenza este gran conocedor de los hombres viendo burlada su malicia de anciano por la penetración de un joven. Sí, señor, éramos hermanos; hermanos unidos con más noble lazo del que forma la naturaleza; el amor llenó el espacio de su vida: y su noble, su bella muerte, sólo se debió al amor que me tenía. Adicto me fue mientras os engrandeció con su estimación; mientras su elocuencia se mofaba de vuestro inmenso orgullo. Creíais dominarle, y erais el dócil instrumento de sus sublimes proyectos. Mi prisión es la obra de su prudente amistad, y para salvarme, escribió la carta al Príncipe de Orange... Era la primera mentira de su vida. Para salvarme se arrojó a la muerte y la sufrió por mí. Le concedíais vuestro favor y ha muerto por mí. Le entregabais vuestro corazón y vuestra amistad, y el cetro real era en sus manos un juguete; lo arrojó, y ha muerto por mí.  (El REY permanece inmóvil y con los ojos bajos; los Grandes le miran con sorpresa y espanto.)  ¿Era esto posible? ¿Podíais creer en tan grosera farsa? ¡Cuán poco debía de estimaros, cuando os tendía tan grosero lazo! ¡Osasteis solicitar su amistad y cedisteis a tan ligera prueba! ¡Oh, no, no! No era un hombre para vos. Nada poseía para vos. Bien lo sabía, cuando os desdeñó con todas vuestras coronas. Esta lira delicada debía quebrarse entre vuestras manos de hierro, y no podíais hacer con él otra cosa que matarle.

ALBA.-   (Que no ha apartado los ojos del REY, y observa con visible inquietud que está demudado, se acerca a él con temor.)  Señor, no guardéis este silencio de muerte; tended en torno la mirada y habladnos.

CARLOS.-  No le erais indiferente; de mucho tiempo se interesaba por vos, y tal vez desterrado, os hubiera podido hacer feliz. Su corazón era bastante rico para satisfaceros con sus sobrantes, y una chispa de su genio os hubiera convertido en un dios... Os habéis despojado vos mismo y me habéis despojado a mí. ¿Dónde hallareis un alma como la suya para reemplazarla?  (Profundo silencio; algunos Grandes vuelven los ojos y otros se cubren el rostro con las capas.)  Vosotros, vosotros que estáis aquí reunidos, mudos de horror y admiración, no condenéis al hijo que habla con tal lenguaje a su padre y a su Rey. Miradle; ha muerto por mí. Si guardáis lágrimas aún, si no corre por vuestras venas bronce derretido en vez de sangre, mirad y no me condenéis.  (Dirigiéndose al REY con más moderación y calma.)  Tal vez aguardáis cómo acabará esta monstruosa aventura. Tomad mi espada; sois de nuevo mi Rey. Os figuráis que he de temblar ante vuestra venganza. Matadme, como habéis muerto al hombre más noble de la tierra... Soy culpable; lo sé... ¡Ni que me importa ya la vida! Renuncio a cuanto me aguarda en el mundo. Buscad un hijo entre los extranjeros... Aquí están mis reinos.

 

(Cae junto al cadáver del MARQUÉS y no toma parte alguna en el resto de la escena. Se oye con intervalos y a lo lejos rumor confuso de voces y tumulto. REINA profundo silencio en torno del REY, quien tiende una mirada a los Grandes sin que ellos se la devuelvan.)

 

REY.-  Nadie quiere responder; todos con los ojos clavados en el suelo y velado el rostro. Habéis pronunciado mi sentencia escrita para mí en vuestros mudos semblantes. Mis vasallos me han juzgado.

 

(Sigue el silencio, el tumulto se acerca y crece. Los Grandes murmuran entre sí y se hacen signos. El CONDE DE LERMA empuja suavemente al DUQUE DE ALBA.)

 

LERMA.-  Parece una asonada.

ALBA.-   (En voz baja.)  Lo temo.

LERMA.-  Se apresuran, llegan.



Escena V

 

Dichos. Un OFICIAL de guardias.

 

OFICIAL.-   (Entrando.)  ¡Un motín! ¿Dónde está el Rey?  (Se abre paso a través del grupo hasta llegar junto al REY.)  Madrid entero está levantado en armas, y las tropas y el pueblo enfurecidos, rodean el palacio. Dicen que el Príncipe Carlos se halla preso y su vida en peligro, y el pueblo quiere verle vivo o pegará fuego a Madrid.

LOS GRANDES.-   (Con agitación.)  Salvad, salvad al Rey.

ALBA.-   (Al REY que sigue sereno e inmóvil.)  Huid, señor, hay peligro; no sabemos todavía quién arma al pueblo...

REY.-   (Saliendo de su estupor alzando la frente se adelanta con majestad en medio de ellos.)  ¿Acaso mi trono subsiste todavía? ¿Soy todavía el Rey de esta nación? No, no lo soy ya. Lloráis, ¡cobardes! enternecidos por la voz de un niño, y sólo aguardáis la señal para abandonarme, víctima de la traición de los rebeldes.

ALBA.-  ¡Qué terrible pensamiento, señor!

REY.-  Id, id a prosternaros a las plantas de este Rey joven y floreciente; yo ya no soy más que un viejo sin fuerzas.

ALBA.-  A este punto han llegado las cosas; ¡españoles!

 (Todos se agrupan junto al REY y desenvainando las espadas se arrodillan ante él. CARLOS permanece solo y abandonado junto al cadáver del MARQUÉS.) 

REY.-   (Se arranca el manto y lo arroja lejos de sí.)  Cubridlo con las insignias reales y alzadlo sobre mi cadáver, hollado a vuestras plantas.  (Cae desmayado en brazos de LERMA y ALBA.) 

LERMA.-  ¡Socorro, Dios mío!

FERIA.-  ¡Qué catástrofe!

LERMA.-  Vuelve en sí.

ALBA.-   (Deja al REY en manos de LERMA y de FERIA.)  Llevadle a su lecho, mientras voy a devolver la paz a Madrid.

 

(Vase y los demás con el REY.)

 


Escena VI

 

CARLOS.

 
 

(Sigue junto al cadáver de POSA. Algunos instantes después, sale LUIS MERCADO, mira con precaución en torno suyo, y queda un rato silencioso detrás del PRÍNCIPE que no le ve.)

 

 

MERCADO.-  Vengo de parte de S. M. la Reina  (CARLOS vuelve los ojos sin responder) ; mi nombre es Mercado, y soy médico de S. M., ved mis credenciales.  (Enseña al PRÍNCIPE un anillo; CARLOS continúa en silencio.)  La Reina desea vivamente hablaros hoy mismo.... Asuntos importantes...

CARLOS.-  Ya no hay nada importante para mí en este mundo.

MERCADO.-  Ha de hablaros de una comisión que recibió del Marqués de Posa.

CARLOS.-   (Con viveza.)  ¡Ah! Voy en seguida.  (Hace que se va con él.) 

MERCADO.-  No ahora, Príncipe; es preciso aguardar a la noche; todos los caminos están ocupados y dobladas las guardias, de modo que es imposible entrar sin ser visto en esta parte del palacio; sería aventurarlo todo.

CARLOS.-  Pero...

MERCADO.-  Queda un medio todavía, Príncipe; la Reina ha pensado en él y os lo propone, pero es osado, extraño y arriesgado.

CARLOS.-  ¿Y es?

MERCADO.-  Vos sabéis que de mucho tiempo corre la tradición, de que a media noche, bajo las bóvedas subterráneas de este palacio, vaga la sombra del Emperador, vestido con un hábito de monje. El pueblo lo cree, y hasta los guardias ocupan su puesto atemorizados. Si estáis resuelto a serviros de este disfraz, podréis discurrir libremente por delante de los centinelas, y llegar a la habitación de la Reina, que os abrirá esta llave. El hábito religioso os garantiza todo inconveniente, pero debéis decidiros ahora. Hallaréis en vuestro cuarto el antifaz y el vestido necesario. Yo debo llevar inmediatamente la respuesta a la Reina.

CARLOS.-  ¿Y a qué hora?

MERCADO.-  A media noche.

CARLOS.-  Decidle que me aguarde.

 

 (Vase MERCADO.)  



Escena VII

 

CARLOS y el CONDE DE LERMA.

 

LERMA.-  Huid, Príncipe; el Rey está enfurecido contra vos, y atentará a vuestra libertad si no a vuestra vida... No me preguntéis nada más; he salido corriendo para preveniros; huid sin tardanza.

CARLOS.-  Me hallo en manos de Dios todopoderoso.

LERMA.-  Por lo que me ha dado a entender la Reina, debéis salir de Madrid hoy mismo, y partir para Bruselas; no lo retardéis; el motín favorece vuestra fuga; con tal intención la Reina lo ha promovido, y ahora no se atreverán a emplear la fuerza contra vos. En la Cartuja aguardan los caballos de posta, y por si fuerais atacado, tomad estas armas.  (Le da un puñal y pistolas.) 

CARLOS.-  Gracias, gracias, mil gracias, Conde de Lerma.

LERMA.-  Lo ocurrido hoy me ha conmovido hasta el fondo del alma. No creo que exista nunca un amigo tan tierno como vos. Los amantes de su patria lloran por vos; no me atrevo a decir más.

CARLOS.-  Conde de Lerma, quien ha muerto, os llamaba un noble corazón.

LERMA.-  Por última vez, Príncipe, llevad feliz viaje. Vendrán tiempos mejores, pero yo ya no existiré. Recibid mi homenaje.  (Se arrodilla.) 

CARLOS.-   (Muy conmovido, quiere abrazarle.)  No así, Conde, no así... Me enternecéis y no quisiera que me faltaran las fuerzas.

LERMA.-   (Besándole la mano con emoción.)  Rey de mis hijos, mis hijos ansiarán morir por vos... Yo no lo podré ya... Acordaos de mí en mis hijos... Volved a España para subir al trono del rey Felipe; sed hombre... También habéis aprendido a conocer el dolor... No concibáis proyecto alguno de venganza contra vuestro padre. No vertáis sangre, Príncipe... Felipe segundo forzó a vuestro abuelo a descender del trono, y este mismo Felipe tiembla hoy ante su propio hijo. Pensad en esto, Príncipe, y que Dios os acompañe.

 

(Vase apresuradamente. CARLOS va a salir también por el lado opuesto, pero se vuelve de súbito, se echa sobre el cadáver del MARQUÉS, y le oprime de nuevo entre sus brazos; después se retira también presuroso.)

 


Escena VIII

 

Un salón del REY. El DUQUE DE ALBA y el DUQUE DE FERIA.

 

ALBA.-  La villa está ya tranquila. ¿Cómo habéis dejado al Rey?

FERIA.-  En la más terrible disposición de ánimo que podáis imaginar... Se ha encerrado solo y no quiere ver a nadie, ocurra lo que ocurra. La traición del Marqués ha modificado súbitamente su carácter; está desconocido.

ALBA.-  Es preciso que le vea. Esta vez no puede detenerme consideración alguna, porque se acaba de descubrir algo muy importante.

FERIA.-  ¿Hay más?

ALBA.-  Mis guardias han sorprendido a un cartujo que se había deslizado misteriosamente en las habitaciones del Príncipe, y se hacía contar con sospechosa insistencia la muerte del Marqués de Posa. Ha sido preso e interrogado, y por temor a la muerte declaró que llevaba consigo documentos de la mayor importancia que había recibido del Marqués, con el encargo de entregarlos al Príncipe si no volvía a vérsele antes de ponerse el sol.

FERIA.-  ¿Y qué?

ALBA.-  Estos papeles anuncian que Carlos debe salir de Madrid antes del alba.

FERIA.-  ¿Qué?

ALBA.-  Dicen que en el puerto de Cádiz hallará dispuesta la nave que ha de conducirle a Flessingue y que los Países-Bajos aguardan tan sólo su presencia para sacudir el yugo de España.

FERIA.-  ¿Qué quiere decir esto?

ALBA.-  Otras cartas dicen que la flota de Solimán ha salido ya de Rodas para atacar, en virtud de un tratado, al Rey de España en el Mediterráneo.

FERIA.-  ¡Es posible!

ALBA.-  Estas cartas me han revelado con qué objeto este caballero de Malta haba emprendido últimamente sus viajes a través de Europa. Se trataba nada menos que de armar todas las potencias del Norte para defender la libertad de Flandes.

FERIA.-  Esta es su obra.

ALBA.-  Acompaña a estas cartas, en fin, un plan detallado de la guerra que debe separar para siempre los Países-Bajos de la monarquía española: nada se ha olvidado; cálculo de fuerzas y resistencia, cuadro completo de los recursos y poderío de la nación, máximas que deben seguirse, alianzas que deben contraerse. Es un proyecto diabólico, pero, en verdad, propio de un genio maravilloso.

FERIA.-  ¡Qué impenetrable conspirador!

ALBA.-  Se habla también en estas cartas, de una entrevista secreta que debían celebrar el Príncipe y su madre, esta misma noche antes de partir.

FERIA.-  ¡Cómo! ¿Hoy mismo?

ALBA.-  Esta noche. He dado las órdenes oportunas. Ya veis, pues, que el tiempo apremia; no hay momento que perder. Abrid la puerta del gabinete del Rey.

FERIA.-  No. Está absolutamente vedado.

ALBA.-  Pues bien; la abriré yo; la urgencia del peligro justifica la audacia.  (En el punto en que se adelanta hacia la puerta, ésta se abre y sale el REY.) 



Escena IX

 

El REY. Dichos.

 

   (Los Grandes, sorprendidos a su aspecto, se separan y le franquean respetuosamente el paso. Parece preocupado y abstraído. En sus facciones y su porte se notan aún los efectos del desmayo de la anterior escena. Se adelanta lentamente hacia los Grandes y fija en ellos la mirada como distraído. Luego se detiene pensativo, bajos los ojos y con agitación creciente.) 

REY.-  Devolvedme a ese muerto... Quiero recobrarlo.

DOMINGO.-   (En voz baja, al DUQUE DE ALBA.)  Habladle.

REY.-  Me desdeñaba y ha muerto... Quiero recobrarle... Quiero que tenga otra idea de mí.

ALBA.-   (Acercándose a él con temor.)  Señor...

REY.-  ¿Quién habla aquí?  (Recorre con la mirada el grupo.)  Sin duda, olvidasteis quién soy. ¡De rodillas! ¿Por qué no te arrodillas?... De rodillas a mis plantas, criatura. Soy todavía Rey y quiero contemplar el espectáculo del servilismo. ¿Acaso me abandonará todo, porque uno solo me ha menospreciado?

ALBA.-  No habléis más de él, señor; un nuevo enemigo más importante que éste surge en vuestro reino.

FERIA.-  ¡El príncipe Carlos!

REY.-  Tenia un amigo que ha muerto por él..., por él... Conmigo hubiera compartido un reino... ¡Desde qué altura me miraba!... ¡Ah, no se mira con tanta altivez de lo alto de un trono!... Claro, pues, que sabía lo que valía su conquista, y su dolor prueba cuánto ha perdido, pues no se llora así un bien pasajero... Por que viviera daría las Indias... ¡Oh poder el mío, que no consuelas, que ni siquiera puedes tender tu brazo más allá de la tumba y reparar la ligereza cometida con la vida de un hombre! ¡Los muertos no resucitan! ¡Quién se atreverá a decirme que soy feliz, si duerme en la tumba un hombre que me ha rehusado su estimación!... ¡Qué me importan los vivos! Un alma, un hombre libre surgió en todo un siglo, uno sólo, y me ha despreciado y ha muerto.

ALBA.-  Entonces, en vano vivimos nosotros. Descendamos al sepulcro, españoles; hasta en muerte nos roba el corazón del Rey...

REY.-   (Se sienta apoyando la frente en la mano.)  ¡Ah! ¡Hubiese muerto así por mí! porque yo le amaba... Le amaba mucho... como a un hijo, y con él, una nueva y más bella aurora despuntaba para mí. ¡Quién sabe lo que le tenía reservado! Era mi primer amor. Maldígame la Europa entera; tendrá razón en maldecirme, pero de él he merecido gratitud.

DOMINGO.-  ¿Por qué sortilegio?...

REY.-  ¡Y por quién ha hecho este sacrificio! Por un niño; por mi hijo... ¡Ah! No lo creeré jamás; un Posa no muere por un niño, ni la mezquina llama de la amistad llena su corazón. Su corazón palpita por la humanidad entera, por el mundo y las futuras razas. Para satisfacer esta afección poderosa, halla a su paso un trono y lo desdeña. No se habría perdonado semejante traición a la causa de la humanidad. No, le conozco mejor; no sacrificó Felipe a Carlos, sino un anciano a un joven, su discípulo. La estrella del padre, en el ocaso, no podía recompensar su empresa, y reservó sus fuerzas para la próxima aurora de la estrella del hijo. Claro, contaban con mi retiro...

ALBA.-  Lo cual veréis confirmado en estas cartas.

REY.-   (Levantándose.)  Y bien podía equivocarse, porque vivo todavía. Gracias, ¡oh naturaleza! Siento en mis nervios el vigor de la juventud. Le entregaré al ridículo. ¡Tendrán su virtud por el sueño de un caviloso y habrá muerto en opinión de loco! Aplaste en su caída a su amigo y a su siglo; veamos cómo prescindirán de mí. El mundo está todavía en mi poder por una noche y he de emplearla de modo que nadie, después de mí, durante diez generaciones, ha de cosechar nada de esta tierra abrasada. Me ha sacrificado a la humanidad, su ídolo; la humanidad pagará por él. Voy a empezar por su muñeco.  (Al DUQUE DE ALBA.)  ¿Qué decíais del Príncipe? Repetírmelo, ¿qué dicen estas cartas?

ALBA.-  Estas cartas, señor, encierran las últimas recomendaciones del Marqués de Posa al Príncipe Carlos.

REY.-   (Hojea los papeles y todos los Grandes le miran. Después de leídos los deja a un lado, y se pasea por la cámara.)  Llamad al Cardenal inquisidor y rogadle que me conceda una hora.  (Uno de los Grandes se va. El REY vuelve a hojear los papeles, continúa leyendo y los deja otra vez a un lado.)  Decís que esta noche...

TAXIS.-  A las dos en punto la silla de posta debe hallarse delante de la Cartuja.

ALBA.-  Y mis enviados han visto llevar al convento algunos equipajes con las armas de la corona.

FERIA.-  Sumas considerables se han depositado en manos de algunos banqueros moros, para ser reintegradas en Bruselas.

REY.-  ¿Dónde habéis dejado al Príncipe?

ALBA.-  Junto al cadáver...

REY.-  ¿Hay todavía luz en la cámara de la Reina?

ALBA.-  Todo está tranquilo; ha despedido a sus damas más temprano que de costumbre, y la Duquesa de Arcas, que salió la última, la ha dejado durmiendo profundamente.

 (Un oficial de la guardia entra y habla en voz baja y aparte al DUQUE DE FERIA. Éste se dirige al de ALBA y otros le rodean sucesivamente, murmurando entre ellos.) 

FERIA, TAXIS, DOMINGO.-   ¡Es raro!

REY.-  ¿Qué hay?

FERIA.-  Una noticia, señor, apenas creíble.

DOMINGO.-  Dos soldados suizos que han abandonado al instante su puesto, dicen... Pero es ridículo repetirlo.

REY.-  Veamos.

ALBA.-  Que ha aparecido la sombra del Emperador en el ala izquierda del palacio y ha pasado por delante de ellos con grave y solemne continente. Los demás centinelas apostados a lo largo del pabellón confirman la noticia, y añaden que la aparición se habrá dirigido a las habitaciones de la Reina.

REY.-  ¿Y en qué forma han visto al Emperador?

OFICIAL.-  Con el hábito de jerónimo que llevó en sus postreros días en el monasterio de Yuste.

REY.-  Pues si iba con un hábito de religioso los guardias le habrán conocido en vida, porque sino, no atino cómo saben que es el Emperador.

OFICIAL.-  Por el cetro que llevaba en la mano.

DOMINGO.-  Cuenta la tradición que ya se le ha visto otra vez bajo esta forma.

REY.-  ¿Y nadie le ha hablado?

OFICIAL.-  Nadie se atrevió: los guardias se han puesto a rezar y le han dejado pasar con respeto.

REY.-  ¿Y la aparición se ha dirigido hacia las habitaciones de la Reina?

OFICIAL.-  Ha desaparecido en su vestíbulo.  (Silencio general.) 

REY.-   (Volviéndose con viveza.)  ¿Qué decís?

ALBA.-  Callamos todos, señor.

REY.-   (Después de un momento de reflexión al oficial.)  Poned a los guardias sobre las armas y cerrad todas las avenidas de este palacio. Me dan deseos de hablar a este fantasma.  (El oficial se va; se adelanta un paje.) 

PAJE.-  Señor, el Cardenal inquisidor.

REY.-   (A la comitiva.)  Dejadnos.

 

(El gran INQUISIDOR, anciano de noventa años y ciego, se adelanta apoyado en un bastón y conducido por dos frailes dominicos. Los Grandes se arrodillan a su paso y le tocan el hábito; les da la bendición y se van.)

 


Escena X

 

El REY y el GRAN INQUISIDOR.

 
 

(Larga Pausa.)

 

INQUISIDOR.-  ¿Estoy delante del Rey?

REY.-  Sí.

INQUISIDOR.-  No lo esperaba ya.

REY.-  Renuevo una escena de años pasados. El Príncipe Felipe pide otra vez consejo a su preceptor.

INQUISIDOR.-  Carlos, mi discípulo, vuestro augusto padre, no tuvo jamás necesidad de consejos.

REY.-  Era, pues, más feliz que yo. He cometido un asesinato, Cardenal, y he perdido para siempre el reposo...

INQUISIDOR.-  ¿Por qué habéis cometido este asesinato?

REY.-  Una tradición sin ejemplo...

INQUISIDOR.-  La conozco.

REY.-  ¿Qué sabéis? ¿Por quién?

INQUISIDOR.-  Sé desde muchos años lo mismo que vos.

REY.-   (Con sorpresa. )  ¿Conocéis ya a este hombre?

INQUISIDOR.-  Su vida, desde el principio al fin, se halla inscrita en los sagrados registros del Santo Oficio.

REY.-  ¿Y era libre?

INQUISIDOR.-  La cuerda al cabo de la cual volteaba, era larga, pero indestructible...

REY.-  Ha estado fuera de mis reinos.

INQUISIDOR.-  Donde quiera que estuviese, estaba yo también.

REY.-   (Paseándose con nuestras de descontento.)  Si se sabía en qué manos había caído, ¿por qué se ha descuidado la advertencia?

INQUISIDOR.-  Os haré la misma pregunta. ¿Por qué no os habéis informado de quién era, cuando os echasteis en sus brazos? Le habéis conocido y de una sola mirada habéis visto en él al hereje. ¿Quién os obligaba a ocultar esa víctima al Santo Oficio? ¿Acaso se nos burla? Si la majestad de los Reyes se rebaja hasta el recelo, si a espaldas de nuestro poder se confabula con nuestros más pérfidos enemigos, ¿qué será de nosotros? Si uno solo merece indulto, ¿con qué derecho se ha sacrificado a cien mil?

REY.-  También él ha sido sacrificado...

INQUISIDOR.-  No; ha sido asesinado... bajamente, criminalmente. La sangre que debía verterse para nuestra gloria y honor, porque este hombre nos pertenecía, ha sido vertida por mano de un asesino. ¿Quién os autorizó para atentar a los sagrados bienes de nuestra institución, cuando debía morir en nuestras manos? Dios le enviaba, según las necesidades de este siglo, para hacer patente el orgullo de la razón, confundiéndole en la vergüenza. Tal era el plan que yo concebí, y he aquí destruida ahora la obra de muchos años. Nos le habéis sustraída, y sólo os quedan manchas de sangre en las manos.

REY.-  La pasión me arrebató; perdonadme.

INQUISIDOR.-  ¡La pasión! ¿El Príncipe Felipe es quien me da tal respuesta? ¿Soy yo el único que ha envejecido? ¡La pasión!  (Mueve la cabeza en señal de descontento.)  Concede la libertad de conciencia a tus reinos si andas encadenado.

REY.-  Soy todavía novicio en estas materias. Ejercitad vuestra paciencia conmigo.

INQUISIDOR.-  No, no estoy contento de vos. ¡Hacer traición así a la historia de vuestro pasado! ¿Dónde estaba entonces Felipe cuya alma, inmutable como una estrella fija en el cielo, gira eternamente sobre sí misma? ¿Acaso se hundió a vuestra espalda todo el pasado? No parece sino que el mundo no era ya el mismo desde el momento que le tendíais la mano, y el veneno no era ya veneno, y desaparecía la línea de división entre el bien y el mal, entre la verdad y el error. ¿Qué es un propósito, qué es la firmeza y constancia de un hombre, si basta un minuto para que el plan seguido durante sesenta años, desaparezca como un capricho de mujer?

REY.-  Yo leía en sus ojos... Excusadme esta vuelta a la humanidad; os falta un medio de comunicación entre el mundo y vuestra alma: el sentido de la vista.

INQUISIDOR.-  ¿Qué necesidad teníais de este hombre? ¿Podía ofreceros acaso algo nuevo, algo a que no estuvieseis preparado? ¿Tanto desconocéis las nuevas y entusiastas teorías, tan poco habituado os halláis al pomposo lenguaje de los reformadores del mundo? Si unas cuantas palabras derriban por ensalmo el edificio de nuestras creencias, ¿cómo habéis podido firmar, os pregunto, la sentencia de muerte de miles de miserables que no habían hecho más para subir a la hoguera?

REY.-  Deseaba un hombre... Domingo.

INQUISIDOR.-  ¿Y por qué un hombre? Los hombres son para vos números, y nada más. ¿Me será preciso enseñar el arte del buen gobierno a mi encanecido discípulo? Aprenda el dios de la tierra a prescindir de lo que no se puede acordarle. Si suspiráis por una afección, reconocéis por ello que contáis en el mundo con iguales, y entonces no veo con qué derecho os declaráis superior a ellos.

REY.-   (Dejándose caer en un sillón.)  Soy un pobre hombre; lo reconozco. Exiges de una criatura lo que sólo es posible al Criador.

INQUISIDOR.-  No, señor; no se me engaña así. Leo en lo íntimo de vuestro corazón; queríais escaparnos. Os pesan las graves cadenas de nuestra institución y queríais ser libre y solo.  (Pausa.)  Hemos sido vengados. Dad gracias a la Iglesia que se contenta de castigaros como una madre. Se os ha permitido elegir ciegamente y habéis hallado en la elección castigo y enseñanza. Ahora volved a nuestros brazos. Si yo no hubiese comparecido hoy ante vos, ¡por Dios vivo! que mañana hubierais comparecido vos ante mí.

REY.-  No soporto semejante lenguaje, modérate, sacerdote; porque no lo soporto; no puedo oírte hablar en ese tono.

INQUISIDOR.-  ¿Por qué evocáis la sombra de Samuel? Dos reyes he dado al trono de España, y esperaba dejar mi obra sobre sólidos cimientos. Veo malogrado el fruto de mi vida; el mismo Felipe derriba el edificio. Y ahora, señor, ¿por qué he sido llamado? ¿Qué vengo a hacer aquí? No abrigo el propósito de repetir mi visita.

REY.-  Una obra todavía, la última, y podrás retirarte en paz. Olvidemos lo pasado, hagamos las paces... ¿Estamos reconciliados?...

INQUISIDOR.-  Si el Rey se inclina humildemente...

  REY..  (Después de breve pausa.)  Me hijo proyecta una revolución.

INQUISIDOR.-  ¿Y qué decidís?

REY.-  O todo, o nada.

INQUISIDOR.-  ¿Y qué entendéis por todo?

REY.-  Permitiré que huya, si no puedo matarle.

INQUISIDOR.-  ¡Y bien, señor!

REY.-  ¿Puedes tú infundirme una nueva creencia, que autorice el cruento asesinato de un hijo?

INQUISIDOR.-  Para aplacar la eterna justicia, el Hijo de Dios murió en la cruz.

REY.-  ¿Y quieres tú implantar esta opinión en la Europa entera?

INQUISIDOR.-  En donde quiera que la cruz sea venerada.

REY.-  Cometo un atentado contra la naturaleza. ¿Puedes imponer silencio a su voz poderosa?

INQUISIDOR.-  Ante los derechos de la fe, la voz de la naturaleza pierde su fuerza.

REY.-  Pongo en tus manos mis oficios de juez; ¿puedo abdicarlos enteramente?

INQUISIDOR.-  Entregádmelo.

REY.-  Es mi hijo único. ¡Para quién habré acopiado tantas cosas!

INQUISIDOR.-  Antes para la muerte que para la libertad.

REY.-  Estamos de acuerdo; ven.

INQUISIDOR.-  ¿Dónde?

REY.-  A recibir de mis manos la víctima.

 (Se lo lleva.)  



Escena XI

 

Habitación de la REINA.

 
 

CARLOS. La REINA; después el REY y su comitiva.

 

CARLOS.-   (Vestido con un hábito de fraile, con antifaz que se quita al entrar y una espada desnuda debajo del brazo. La REINA se adelanta con ropa de cámara, y una luz en la mano. CARLOS dobla ante ella la rodilla.)  ¡Isabel!

REINA.-   (Mirándole con tristeza.)  ¡Así volvemos a vernos!

CARLOS.-  ¡Así volvemos a vernos!  (Pausa.) 

REINA.-   (Esforzándose en serenarse.)  Alzad: no debemos, Carlos, enternecernos mutuamente, ni honrar a quien no existe, con impotentes lágrimas; guardémoslas para más leves penas... Se ha sacrificado por vos. Con su vida preciosa ha recobrado la vuestra. ¡Habrá vertido su sangre por una quimera! Yo misma he respondido de vos; y fiando en mi palabra, dio con júbilo el último suspiro. ¿Impediréis que la cumpla?

CARLOS.-   (Con entusiasmo.)  Erigiré a su memoria un mausoleo como no ha tenido ninguno rey... sobre sus cenizas florecerá el paraíso...

REINA.-  Así os quería; este era el gran pensamiento de su muerte y declaro que me eligió para ejecutar su última voluntad; yo velaré para que se cumpla este juramento. Poco antes de morir me confió otro legado, le di mi palabra... ¿Por qué debo callar? Me confió su Carlos... Quiero arrostrar el qué dirán; ceso de temblar ante los hombres y obraré una vez con la osadía de un amigo. Mi corazón hablará: él llamaba virtud nuestro amor, le creó, y mi corazón no quiere por más tiempo...

CARLOS.-  No continuéis, señora; he sido víctima de un prolongado y penoso sueño; he amado. Despierto ya; olvidemos lo pasado. He aquí mis cartas: quemad las mías y no temáis ningún arrebato por mi parte. Una llama pura alumbra mi ser; mi pasión es sepultada en la tumba y ningún deseo mortal compartirá de hoy más mi corazón.  (Pausa. Le toma la mano.)  He venido a daros mi último adiós. ¡Madre mía! Reconozco por fin que existe una felicidad más grande y envidiable que la de poseeros. Una sola noche ha dado impulso al perezoso curso de mis años, y me infundió en la primavera de mi vida la madurez de la virilidad; no me queda ya otra misión que la de recordarle.  (Se acerca a la REINA que oculta su rostro.)  ¿Nada me decís, madre mía?

REINA.-  No hagáis caso de mi llanto, Carlos... No puedo impedirlo, pero creed que os admiro.

CARLOS.-  Fuisteis la única confidente de nuestra unión, y por este título seguiréis siendo la persona más querida para mí en este mundo; no puedo concederos mi amistad, del modo que ayer no podía conceder mi amor a otra mujer; pero si la Providencia me sienta en el trono, la viuda del Rey será sagrada para mí.  (El REY acompañado del gran INQUISIDOR y de los Grandes, aparece en el fondo sin ser visto.)  Ahora voy a dejar a España; no volveré a ver a mi padre nunca más en esta vida; no le estimo ya; la naturaleza ha muerto en su seno; sed de nuevo su esposa, y puesto que ha perdido un hijo cumplid vuestros deberes. Yo corro a libertar del yugo del tirano a un pueblo oprimido. Madrid volverá a verme coronado o no me verá nunca más; y ahora, para esta larga separación, besad, madre mía, a vuestro hijo.  (La besa.) 

REINA.-  ¡Oh, Carlos! ¿Qué hacéis de mí? Fáltanme las fuerzas para elevarme a esta varonil grandeza, pero puedo comprenderos y admiraros.

CARLOS.-  ¿No soy ya fuerte, Isabel? Os tengo entre mis brazos y no flaqueo, cuando ayer todavía los mismos terrores de la muerte no hubieran podido arrancarme de aquí.  (Se separa.)  Esto es hecho; desafío al destino; os he tenido en mis brazos y no he flaqueado... ¡Silencio! ¿Habéis oído?  (Da la una.) 

REINA.-  Sólo oigo la terrible campana que suena la hora de nuestra separación.

CARLOS.-  Adiós, pues, madre mía. De Gante recibiréis mi primera carta, revelando el secreto de nuestras relaciones, pues quiero obrar desde ahora abiertamente con Felipe. No quiero que exista un solo secreto entre nosotros y no tenéis necesidad de temer las miradas del mundo: he aquí mi última mentira.

 (Va a ponerse la máscara; el REY se adelanta entre ellos.)  

REY.-  Sí; la última.  (La REINA cae desmayada.) 

CARLOS.-   (Corre a ella y la recibe en sus brazos.)  ¿Muerta? ¡Oh cielos!

REY.-   (Con calma y frialdad al gran INQUISIDOR.)  Cardenal, he cumplido mi tarea; cumplid la vuestra.

 (Vase.)