Escena Primera
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Un salón de las habitaciones de
la REINA.
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La REINA. La DUQUESA DE OLIVARES. La PRINCESA
DE ÉBOLI. La CONDESA DE FUENTES; otras damas.
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REINA.-
(Levantándose; a la DUQUESA.) No se encuentra la
llave?... Pues entonces habrá que hacer pedazos la
arquilla inmediatamente. (Ve a la PRINCESA que se acerca
a ella y le besa la mano.) Bien venida, querida Princesa;
me alegro de veros restablecida aunque estáis todavía
muy pálida. |
FUENTES.-
(Con malicia.) Consecuencias
de la pícara fiebre que ataca los nervios de tan rara
manera... ¿Verdad, Princesa? |
REINA.-
Mucho deseaba ir a
veros, querida, pero no me atreví. |
OLIVARES.-
No
le ha faltado al menos compañía a la Princesa.
|
REINA.-
Lo creo muy bien; pero ¿qué tenéis?
Tembláis, Princesa. |
PRINCESA.-
Nada, nada absolutamente,
señora, pero os pido permiso para retirarme... |
REINA.-
Pretendéis ocultárnoslo, pero se ve que estáis
peor de lo que decís; ha de fatigaros mucho permanecer
en pie... Condesa, ayudadla a sentarse en este taburete.
|
PRINCESA.-
Estaré mejor al aire libre. (Se va.)
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REINA.-
Seguidla, Condesa... ¡Qué demudada está!
(Un paje entra y habla a la DUQUESA, quien se dirige a la
REINA.) |
OLIVARES.-
Señora, el marqués de Posa
que llega de orden del Rey. |
REINA.-
Le aguardo. (El paje
sale y abre la puerta al MARQUÉS.) |
Escena III
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La REINA. El MARQUÉS DE POSA.
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REINA.- (Sorprendida.)
¡Cómo!... ¿Daré fe a mis ojos? ¿Vos enviado
a mí por el Rey? |
MARQUÉS.-
Si esto parece
extraño a V. M., a mí no. |
REINA.-
El mundo
ha salido de su órbita... ¡Vos y él!... Confieso
que... |
MARQUÉS.-
Que parece raro; es muy posible,
pero nuestros tiempos están destinados a producir
cosas muy sorprendentes... |
REINA.-
Más sorprendentes
que éstas, con dificultad. |
MARQUÉS.-
Supongamos
que me he dejado por fin seducir y que me he cansado de mi
papel de hombre original. Porque en verdad, ¿qué significa
esta palabra? Quien desea ser útil a los hombres,
debe ante todo mostrarse a ellos como su semejante; por tanto,
¿para qué el fastuoso traje del sectario?... Admitamos...
¿Habrá alguien tan exento de vanidad, que no pretenda
ganar prosélitos para sus creencias? Admitamos que
trabajo para colocar las mías en el trono... |
REINA.-
¡Ah! No, Marqués; no quisiera ni aun en broma, atribuiros
semejante idea tan fuera de sazón... Vos no sois un
soñador capaz de emprender una obra imposible. |
MARQUÉS.-
Precisamente, a mi juicio, esta es la cuestión. |
REINA.-
Lo
más que podría imputaros, marqués, y
no me sorprendería menos tratándose de vos,
sería... sería... |
MARQUÉS.-
Cierta
doblez... acaso. |
REINA.-
Cuando menos, cierto disimulo.
Según todas las apariencias, el Rey no os ha encargado
decirme lo que me diréis... |
MARQUÉS.-
No.
|
REINA.-
Y yo os pregunto si una buena causa puede ennoblecer
un medio reprensible. Vuestra noble altivez, excusadme esta
duda, ¿puede prestarse a semejantes oficios? Apenas puedo
creerlo... |
MARQUÉS.-
Ni yo lo creería tampoco,
si se tratara tan sólo de engañar al Rey; pero
no es esta mi opinión, y pienso, por el contrario,
servirle más lealmente esta vez, de lo que él
mismo me ordena. |
REINA.-
En esto os reconozco y me basta...
¿Qué hace? |
MARQUÉS.-
¿El Rey? Me parece que
voy a quedar pronto vengado de vuestra severidad en juzgarme,
pues por lo visto V. M. no tiene mucha prisa por saber lo
que yo debo apresurarme a comunicarle; fuerza será,
sin embargo, que me oiga. El Rey ruega a V. M. que no conceda
audiencia hoy al embajador de Francia. He aquí mi
comisión, y hela cumplida. |
REINA.-
¿A esto se reduce
cuanto debíais decirme de su parte? |
MARQUÉS.-
Al menos es lo que me autoriza a estar aquí. |
REINA.-
Me resigno con gusto, marqués, a ignorar lo que para
mí debe ser un secreto. |
MARQUÉS.-
Así
debe ser, señora. En verdad, que si no fuera V. M.
quien es, me apresuraría a advertirla de algo, y a
ponerla en guardia contra ciertas personas... pero con V.
M. no es necesario, y el peligro puede rodearos sin que lo
sepáis jamás... Estas pequeñeces no
son dignas de perturbar el sueño de oro de un ángel,
ni son tampoco las que aquí me conducen. El príncipe
Carlos... |
REINA.-
¿Cómo le habéis dejado?
|
MARQUÉS.-
Como el único sabio de su tiempo,
para quien es un crimen adorar la verdad, y tan dispuesto
a morir por su amor, como el sabio a morir por ella. Pocas
palabras he de deciros... pero en esta carta habla él.
(Da una carta a la REINA.) |
REINA.-
(Después de haberla
leído.) Dice que es preciso que me hable. |
MARQUÉS.-
Y también lo digo yo. |
REINA.-
¿Y será más
feliz porque vea con sus propios ojos que yo no lo soy?
|
MARQUÉS.-
No, pero se volverá más activo
y resuelto. |
REINA.-
¿Cómo? |
MARQUÉS.-
El Duque
de Alba ha obtenido el gobierno de Flandes. |
REINA.-
Eso
me han dicho. |
MARQUÉS.-
El Rey no se retracta nunca;
le conocemos. Pero es verdad también que el Príncipe
no puede continuar aquí; no puede ser de ningún
modo, y Flandes no ha de ser sacrificada. |
REINA.-
¿Podéis
impedirlo, Marqués? |
MARQUÉS.-
Tal vez sí;
el medio, quizás tan terrible como el peligro; osado,
como la desesperación... pero no conozco otro. |
REINA.-
Decídmelo. |
MARQUÉS.-
Sólo a vos, a
vos sola, me atrevo a descubrirlo, porque sólo de
vos podría oírlo Carlos sin horror... El nombre
que se le dará es realmente un poco duro... |
REINA.-
Una rebelión. |
MARQUÉS.-
Es fuerza que desobedezca
al Rey y se dirija secretamente a Bruselas, donde los flamencos
le aguardan con los brazos abiertos. Las Provincias-Unidas
se levantarán a su señal, y el hijo del Rey
comunicará fuerza a la buena causa: ¡tiemble al empuje
de sus armas el trono español!... El padre le concederá
en Bruselas lo que le rehúsa en Madrid. |
REINA.-
¿Hoy
le habéis hablado, y esto es lo que queréis?
|
MARQUÉS.-
Precisamente; porque le hablé hoy.
|
REINA.-
(Pausa.) El plan que me reveláis me espanta
y me arrebata a la vez; creo que no vais descaminado. El
proyecto es atrevido, y quizá por esto me place...
Quiero meditarlo... ¿Lo conoce el Príncipe? |
MARQUÉS.-
Mi intento era que lo oyese por primera vez de vuestros labios.
|
REINA.-
Sin duda alguna la idea es grande... Si la juventud
del Príncipe... |
MARQUÉS.-
No será obstáculo
para la empresa, porque hallará allí un Egmont,
un Orange; bravos soldados del emperador Carlos V, tan sabios
en el consejo como temibles en el campo de batalla. |
REINA.-
(Con viveza.) Sí; la idea es grande y bella. Comprendo
con viveza que el Príncipe debe disponerse a hacer
algo, porque la posición que ocupa en Madrid me humilla
por él. Le prometo el concurso de Francia y de Saboya.
Soy de vuestra opinión, Marqués; es necesario
que haga algo. Pero esta empresa exige dinero... |
MARQUÉS.-
Está ya aprontado. |
REINA.-
Conozco además
un medio... |
MARQUÉS.-
¿Puedo desde luego darle a
entender que le recibiréis? |
REINA.-
Quiero meditarlo.
|
MARQUÉS.-
Carlos aguarda una respuesta, señora,
y he prometido llevársela. (Presenta a la REINA su
libro de memorias.) Bastarán por ahora dos líneas.
|
REINA.-
(Después de haber escrito.) ¿Volveré
a veros? |
MARQUÉS.-
Cuantas veces me lo ordenéis.
|
REINA.-
¿Cuántas veces lo ordene?... ¿Cómo
me explicaré semejante libertad, Marqués?
|
MARQUÉS.-
Del modo más inocente que vuestro
ingenio os sugiera. Disfruto de ella; esto basta a V. M.
|
REINA.-
(Interrumpiéndole.) ¡Qué júbilo
sería el mío, Marqués, si quedara aún
a la libertad este refugio en Europa... y si fuera él
quien lo conservase!... Contad con mi secreto interés.
|
MARQUÉS.-
¡Ah! Ya sabía yo que aquí
sería comprendido. (La DUQUESA DE OLIVARES se presenta
en el dintel de la puerta.) |
REINA.-
(Con frialdad, al MARQUÉS.)
Cuanto manda el Rey mi señor será respetado
como ley. Id a asegurarle mi sumisión. (A una señal
de la REINA, el MARQUÉS se aleja.) |
Escena IV
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|
Una
galería.
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D. CARLOS. El CONDE DE LERMA.
|
CARLOS.-
Aquí nadie vendrá a interrumpirnos. ¿Qué
tenéis que decirme? |
LERMA.-
V. A. tenía en
la corte un amigo... |
CARLOS.-
(Sorprendido.) ¿Que yo no
conocía? ¡Cómo! ¿Qué queréis
decirme? |
LERMA.-
Entonces debo pediros perdón de
haber averiguado más de lo que debía saber...
Tranquilícese, sin embargo, V. A. Conozco este secreto
por conducto de una persona fiel; en una palabra, por mí
mismo. |
CARLOS.-
¿A quién os referís? |
LERMA.-
Al Marques de Posa. |
CARLOS.-
¡Y bien! |
LERMA.-
Si por acaso
sabía de V. A. más de lo que es permitido,
como temo... |
CARLOS.-
¿Teméis? |
LERMA.-
Ha estado
a ver al Rey. |
CARLOS.-
¡Ah! |
LERMA.-
La entrevista ha durado
dos horas largas, y la conversación ha sido íntima. |
CARLOS.-
¿Verdad? |
LERMA.-
No se trataba de asuntos baladíes. |
CARLOS.-
Me lo figuro. |
LERMA.-
He oído pronunciar
vuestro nombre con frecuencia, Príncipe. |
CARLOS.-
Supongo que esto no es una mala señal. |
LERMA.-
Se
ha hablado también de la Reina en la camara del Rey
y de un modo enigmático. |
CARLOS.-
(Retrocede atónito.)
¡Conde de Lerma! |
LERMA.-
Cuando el Marqués ha salido,
he recibido la orden de permitirle la entrada sin previo
anuncio. |
CARLOS.-
Esto es realmente grave. |
LERMA.-
Y sin
ejemplo, Príncipe, que yo recuerde, desde que sirvo
al Rey. |
CARLOS.-
¡Grave, realmente grave! ¿Y cómo
decís se ha hablado de la Reina? |
LERMA.-
(Retrocede.)
No, Príncipe, no; faltaría a mi deber... |
CARLOS.-
Es singular; me decís una cosa y me ocultáis
otra... |
LERMA.-
La primera debía decírosla;
la segunda pertenece al Rey. |
CARLOS.-
Tenéis razón. |
LERMA.-
He tenido siempre al Marqués por un caballero... |
CARLOS.-
Le habéis juzgado bien. |
LERMA.-
Toda virtud
es sin mancha, hasta el momento de la prueba. |
CARLOS.-
La
suya es inmaculada, así antes como después. |
LERMA.-
El favor de un gran Rey es digno de ser tenido en
cuenta, y la más sólida virtud se ha dejado
prender en el dorado anzuelo. |
CARLOS.-
¡Oh sí! |
LERMA.-
Muchas veces es cordura revelar lo que no puede permanecer
oculto. |
CARLOS.-
Oh! Sí; de cuerdos es; pero vos
mismo decís que habéis tenido siempre al Marqués
por hombre honrado. |
LERMA.-
Si lo es aún, mi sospecha
no puede hacer de él un malvado, y vos, Príncipe,
ganáis en ello doblemente. (Va a salir.) |
CARLOS.-
(Le sigue y le aprieta la mano.) Doble es mi ganancia, noble
y digno caballero, porque gano un amigo, y no pierdo el que
poseía. (LERMA vase.) |
Escena V
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|
El MARQUÉS
DE POSA (que llega por la galería.) CARLOS.
|
MARQUÉS.-
¡Carlos! ¡Carlos! |
CARLOS.-
¿Quién me llama?... ¡Ah!
eres tú...- Muy bien; me voy al convento; ve a encontrarme
pronto. (Hace que se va.) |
MARQUÉS.-
Aguarda...
dos minutos... |
CARLOS.-
Si nos sorprendieran... |
MARQUÉS.-
No será; seré breve. La Reina... |
CARLOS.-
¿Has visto a mi padre? |
MARQUÉS.-
Me mandó
llamar. Sí. |
CARLOS.-
(Con curiosidad.) ¿Y bien? |
MARQUÉS.-
Estamos arreglados; tú la hablarás. |
CARLOS.-
¿Y el Rey?... ¿Qué quiere el Rey? |
MARQUÉS.-
Él... nada... Curiosidad de saber quién soy...
oficiosidades de algunos amigos que no estaban encargados
de semejante comisión... ¿Qué sé yo?....
Me ha ofrecido algunos servicios... |
CARLOS.-
Que has rehusado... |
MARQUÉS.-
Por supuesto. |
CARLOS.-
Y en qué
disposición de ánimo os habéis separado? |
MARQUÉS.-
En muy buena disposición. |
CARLOS.-
¿No se trató de mí? |
MARQUÉS.-
¿De ti?...
Sí; pero, en general... (Saca su libro de memorias
y lo entrega al PRÍNCIPE.) Toma unas líneas
de la Reina. Mañana sabré dónde y cómo... |
CARLOS.-
(Leyendo con distracción, guarda el libro
y va a salir.) - Me encontrarás, digo, en la Cartuja. |
MARQUÉS.-
Aguarda... ¿Por qué apresurarte,
si no viene nadie? |
CARLOS.-
(Con afectada sonrisa.) Parece
que hemos trocado los papeles... Hoy gozas tú de sorprenderte
seguridad. |
MARQUÉS.-
¿Hoy? ¿Por qué hoy? |
CARLOS.-
¿Y qué me escribe la Reina? |
MARQUÉS.-
¿No acabas de leerlo? |
CARLOS.-
¿Yo?... ¡Ah!... Sí. |
MARQUÉS.-
¿Qué tienes?... Qué te pasa? |
CARLOS.-
(Vuelve a leer; con calor y arrebato.) ¡Ángel
divino! Sí; quiero ser, quiero ser digno de ti. El
amor engrandece las grandes almas... Sea lo que quiera, no
importa; obedezco cuando ordenas... Escribe que debo prepararme
para una importante resolución: ¿qué quiere
decir? ¿Lo sabes? |
MARQUÉS.-
Y aunque lo supiera,
Carlos, ¿estás dispuesto a oírla? |
CARLOS.-
Te ofendí tal vez... Estaba distraído; perdóname,
Rodrigo. |
MARQUÉS.-
Estabas distraído; ¿y por
qué? |
CARLOS.-
Por... ni yo mismo lo sé; ¿puedo
quedarme el libro de memorias? |
MARQUÉS.-
No, por
ahora. Precisamente he venido a pedirte el tuyo. |
CARLOS.-
¿El mío? Y por qué? |
MARQUÉS.-
Y cuantas
fruslerías te pertenezcan además; no es conveniente
caigan en manos de un tercero: cartas, fragmentos, trozos
de papel, en una palabra tu cartera. |
CARLOS.-
¿Mas por qué? |
MARQUÉS.-
Para prevenir todo accidente: ¿quién
se halla al abrigo de un golpe de mano?... Nadie vendrá
a buscarlos a mi casa... Dámela. |
CARLOS.-
(Con inquietud.) Sin embargo, es singular... ¿Por qué, así
de repente, ésta?... |
MARQUÉS.-
Tranquilízate
por completo, porque ciertamente no me guía ninguna
otra intención que precaver el peligro. No he pensado
un momento que tú temieras entregármela. |
CARLOS.-
(Le da su cartera.) Guárdala bien. |
MARQUÉS.-
Lo haré. |
CARLOS.-
(Con intención.) Rodrigo,
mucho vale lo que te entrego. |
MARQUÉS.-
Mucho menos
de lo que tengo recibido de ti... Así, por ahora adiós,
allí hablaremos... |
(Hace que se va.) |
CARLOS.-
(Lucha
consigo mismo, y por fin le llama.) Devuélveme estas
cartas otra vez. Hay una entre ellas que me escribió
desde Alcalá, cuando estaba gravemente enfermo, y
la llevé siempre sobre mi corazón; es para
mí cruel separarme de esta carta; déjame ésta...
solamente ésta, y toma las restantes... (Toma la carta
y le devuelve la cartera.) |
MARQUÉS.-
Carlos, cedo
a mi pesar, pues necesitaba precisamente ésta. |
CARLOS.-
Adiós. (Se aleja a paso lento, después se detiene
al llegar a la puerta y le devuelve la carta.) Tómala.
(Su mano tiembla, rompe a llorar, y se echa en los brazos
del MARQUÉS, reclinando la cabeza sobre su pecho.)
Estas cartas no pueden caer en manos de mi padre, ¿verdad,
Rodrigo?... No puede ser. (Vase precipitadamente.) |
Escena IX
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El REY, la REINA, la INFANTA.
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|
(La INFANTA corre hacia su madre, y se coge a ella. La REINA
cae de hinojos a los pies del REY, mudo y cortado.)
|
REINA.-
Esposo mío, y mi señor... Me veo obligada...
a reclamar justicia al pie del trono. |
REY.-
¿Justicia? |
REINA.-
Se me trata en esta corte con indignidad; mi arquilla
ha sido forzada. |
REY.-
¿Cómo? |
REINA.-
Y han desaparecido
de ella objetos de alto precio para mí. |
REY.-
¿De
alto precio para vos? |
REINA.-
Por la interpretación
que podría darles la temeridad de una persona mal
informada... |
REY.-
¡La temeridad!... La interpretación!...
Pero, alzad. |
REINA.-
No será, antes que mi esposo
se comprometa a emplear su real autoridad en darme satisfacción.
De lo contrario me alejaré de una corte donde hallan
refugio los que me roban. |
REY.-
Levantaos pues... Esta actitud...
Levantaos. |
REINA.-
(Se levanta.) Desde luego sé que
el culpable es persona de elevada jerarquía, porque
había en la arquilla más de un millón
en perlas y diamantes, y sólo ha tomado las cartas. |
REY.-
Que, sin embargo, yo... |
REINA.-
Perfectamente, esposo
mío... Había cartas y un medallón del
Príncipe. |
REY.-
¿De?... |
REINA.-
Del Príncipe,
vuestro hijo. |
REY.-
¿Dirigidas a vos? |
REINA.-
A mí. |
REY.-
¿Del Príncipe, y me decís esto, a mí? |
REINA.-
¿Y por qué no a vos, señor? |
REY.-
¿Y con tal seguridad? |
REINA.-
¿Pero a qué se debe
esta sorpresa? Creo que recordaréis todavía
las cartas que D. Carlos me dirigió a Saint-Germain,
con el consentimiento de ambas cortes. Si el retrato que
las acompaña no iba comprendido en semejante permiso,
y si sus esperanzas asaz precipitadas le arrastraron a dar
ese atrevido paso, eso no intentaré decirlo; mas si
hubo precipitación era muy excusable; y respondo por
él, pues entonces no pudo pensar que se dirigía
a su madre. (El REY hace un gesto que ella advierte... )
¿Qué es esto?... Qué tenéis? |
INFANTA.-
(Jugando con el medallón que ha recogido del suelo,
y presentándolo a su madre.) Ah! Mirad, madre mía,
qué bello retrato! |
REINA.-
¡Cómo!... Mi...
(Reconoce el medallón, y queda absorta. Ella y el
REY se miran fijamente. Larga pausa.) En verdad, señor,
que el medio empleado para cerciorarse de la fidelidad de
vuestra esposa, me parece muy noble, y muy digno de un Rey...
¿Puedo permitirme, sin embargo, una pregunta? |
REY.-
Yo soy
quien debo preguntar... |
REINA.-
Al menos, la inocencia debe
hallarse libre de mis sospechas, y por esto pregunto si el
robo se debe a una orden vuestra. |
REY.-
Sí. |
REINA.-
Entonces no tengo que acusar ni compadecer a nadie más
que a vos, cuya esposa no ha nacido para que se usen con
ella semejantes procedimientos. |
REY.-
Este lenguaje no es
nuevo para mí, pero no me engañará,
señora, segunda vez, como me engañó
en el Real sitio. Conozco mejor a esta Reina de angelical
pureza, que sabía defenderse con tanta dignidad. |
REINA.-
¿Qué significan estas palabras? |
REY.-
En
suma, señora, y sin reticencias: ¿es verdad que entonces
no hablasteis a nadie a nadie... es verdad? |
REINA.-
Hablé
al Príncipe; sí. |
REY.-
¿Sí? Pues entonces,
es claro... Es evidente... ¡Tanta audacia y tan poco celo
por mi honor! |
REINA.-
¿El honor? Si estaba en peligro, temo
que fuera un honor más estimable del que me fue conferido
con la corona de Castilla. |
REY.-
¿Por qué me lo habéis
negado? |
REINA.-
Porque no estoy acostumbrada, señor,
a sufrir un interrogatorio como si fuera delincuente, en
presencia de la corte. Nunca negaré la verdad cuando
me será pedida con bondad y cortesía, pero
no fue este el proceder que usó el Rey conmigo en
Aranjuez. ¿Por ventura la reunión de los grandes de
España es el tribunal ante el que las reinas deben
dar cuenta de sus acciones? Acordé al Príncipe
la entrevista que me pidió con instancia, y se la
acordé, señor, porque así lo quise,
y no sufriré nunca que por el uso establecido, se
mida el valor de mis actos cuando me parecen inocentes. Os
oculté la verdad, porque no me pareció bien
discutir este acto con el Rey, en presencia de la gente de
Palacio. |
REY.-
Habláis con mucha osadía, señora... |
REINA.-
Y añadiré además... Porque,
a mi ver, el Rey no trata al Príncipe con la justicia
que se merece. |
REY.-
¿Que se merece? |
REINA.-
Sí,
¿a qué ocultároslo, señor? Le estimo
en mucho, y le amo como a mi más querido pariente,
como a quien fue juzgado digno en otro tiempo de otro parentesco
más próximo. No he podido avezarme a la idea
de que debiera considerarle como a un extraño y más
que otro alguno, precisamente porque me había sido
más caro que otro alguno. Si vuestras máximas
de Estado pueden crear lazos, cuando así lo juzgáis
útil, les ha de ser más difícil romperlos...
No quiero odiar a quien debo... Y en fin, ya que se me ha
forzado a hablar, no quiero que la inclinación de
mi ánimo sea por más tiempo enfrenada. |
REY.-
Isabel, me habéis visto en momentos de flaqueza, y
sin duda su recuerdo os inspira tanta audacia, fiando en
el poder absoluto que habéis intentado ejercer sobre
mí... Pero temed, con doble razón, que la misma
causa de mi debilidad no sea la de mi furor. |
REINA.-
¿Qué
crimen he cometido, pues? |
REY.-
(Tomándole la mano.)
Si existe... ¿Y no ha de existir?... Si se ha llenado la
medida de vuestras faltas y al menor soplo desborda, si soy
engañado... (Suelta la mano.) Puedo dominar todavía
esta última flaqueza; lo puedo y lo quiero... Entonces,
¡ay de mí y ay de vos, Isabel! |
REINA.-
¿Qué
crimen he cometido, pues? |
REY.-
Entonces habrá sangre. |
REINA.-
¡Que hayamos llegado a este extremo! Oh, Dios! |
REY.-
Me desconozco a mí mismo... No respeto ninguna
ley..., ningún escrúpulo de la naturaleza,
ningún derecho de gentes. |
REINA.-
¡Cuánto
compadezco a V. M.! |
REY.-
(Fuera de sí.) ¡Vos me
compadecéis!... La piedad de una impúdica... |
INFANTA.-
(Arrojándose asustada en los brazos de su
madre.) ¡El Rey se encoleriza y mi querida madre llora!
(El REY separa con violencia a la infanta de los brazos de
su madre.) |
REINA.-
(Con dulzura y dignidad; con voz trémula.)
Sin embargo, debo preservar a esta niña de malos tratos...
Ven conmigo, hija nuestro. (La toma en brazos.) Si el Rey
te rechaza, yo haré que vengan de la otra parte de
los Pirineos, protectores que defiendan nuestra causa. (Hace
que se va.) |
REY.-
(Perturbado.) Señora... |
REINA.-
No puedo soportar más... Esto es demasiado. (Se adelanta
hacia la puerta, pero se desmaya y cae con la niña.) |
REY.-
(Acudiendo asustado.) ¡Dios mío! ¿Qué
es esto? |
INFANTA.-
(Gritando con espanto.) ¡Ah! Mi madre
ensangrentada! (Sale corriendo.) |
REY.-
(Con ansiedad.) ¡Qué
horrible accidente! Sangre! ¿He merecido que me castigarais
con tanta crueldad? Alzad, volved en vos, alzad... Vienen,
nos sorprenderán... Alzad... ¿Será bien que
este espectáculo sirva de pasto a la corte?... Habré
de rogaros que os levantéis? |
|
(La REINA se levanta
apoyada en el brazo del REY.)
|
|
Escena XII
|
|
El REY.
El MARQUÉS DE POSA.
|
MARQUÉS.-
Señor,
duro ha de ser para un viejo guerrero que ha expuesto por
vos su vida en veinte batallas, verse despedido de ese modo... |
REY.-
A vos os toca pensar así, y a mí obrar
como he obrado; lo que habéis sido para mí
en algunas horas no lo fue él en toda su vida, y no
quiero disimular el afecto que os tengo. El sello de mi real
favor debe brillar de lejos en vuestra frente quiero que
envidien al hombre que elegí por amigo. |
MARQUÉS.-
¿Aun cuando su oscura procedencia sea el único título
que le ha granjeado este nombre? |
REY.-
¿Qué me traéis? |
MARQUÉS.-
Al cruzar por el salón he oído
un terrible rumor que me ha parecido increíble...
Un vivo altercado... ¡Sangre!... La Reina |
REY.-
¿Veníais
de allí? |
MARQUÉS.-
Sentiré, en verdad,
que este rumor sea cierto, que V. M. haya creído conveniente
dejarse arrastrar... porque acabo de hacer importantes descubrimientos
que mudan la situación de las cosas. |
REY.-
Veamos. |
MARQUÉS.-
He hallado ocasión de apoderarme
de la cartera del Príncipe, con algunos papeles que
yo creo podrían dar alguna luz... (Entrega al REY
la cartera de CARLOS.) |
REY.-
(Recorriéndola con curiosidad.)
Un escrito del Emperador mi padre. (Lo lee, lo deja a un
lado, y toma otros.) El plano de una fortaleza..., pensamientos
extraídos de Tácito... y qué más?
(Lee atentamente, ya en voz alta, ya en voz baja.) «Esta
llave... el gabinete del pabellón de la Reina...»
¿Qué es esto? «... allí, el amor será
libre... deseos satisfechos... dulce recompensa...» ¡Satánica
traición! Ahora la conozco, es ella; su letra... |
MARQUÉS.-
¿La letra de la Reina? Imposible... |
REY.-
De la
Princesa de Éboli... |
MARQUÉS.-
Entonces es
cierto lo que me ha confesado el paje Henares, que llevó
la carta y la llave. |
REY.-
(Tomando la mano al MARQUÉS,
víctima de violenta agitación.) Conozco, Marqués,
que me hallo en terribles manos. Esta mujer... Quiero confesároslo...
Esta mujer ha forzado la arquilla de la Reina, y ha sido
la primera en advertirme... ¿Quién podría decir
lo que sabe su confesor sobre esto? He sido engañado
infamemente! |
MARQUÉS.-
En este caso sería
aun un accidente feliz el... |
REY.-
Marqués, Marqués,
empiezo a temer que me he portado con la Reina con excesiva
ligereza. |
MARQUÉS.-
Si la Reina y el Príncipe
han mantenido secretas relaciones, serán sin duda
de otro género del que se les imputa. Tengo por cierto
que fue la Reina quien concibió el pensamiento de
que el Príncipe partiera para Flandes. |
REY.-
Así
lo he creído siempre. |
MARQUÉS.-
La Reina es
ambiciosa... Diré más todavía... Con
pena ha visto frustrarse sus orgullosas esperanzas, y su
alejamiento de toda participación en el poder; en
semejante estado, la juventud ardiente del Príncipe
se ha ofrecido a sus ojos como instrumento de sus vastos
proyectos... Su corazón... Dudo que pueda amar... |
REY.-
Nada me dan que temer los hábiles proyectos
de su política. |
MARQUÉS.-
¿Es amada? ¿Hemos
de temer algo por parte del Príncipe?... He aquí
lo que me parece digno de examen... y creo que sería
necesario vigilarle rigurosamente. |
REY.-
Me respondéis
de él... |
MARQUÉS.-
(Después de un momento
de reflexión.) Si V. M. me juzga capaz de cumplir
esta misión, debo suplicarle que le deje enteramente
y sin restricciones a mi cargo. |
REY.-
Consiento en ello. |
MARQUÉS.-
O al menos que ningún auxiliar,
sea cual fuere su título, no se entrometa en las medidas
que yo juzgue necesarias. |
REY.-
Ninguno; os lo prometo.
Sois mi ángel bueno... ¡Cuánta gratitud os
debo por lo que acabáis de comunicarme! (A LERMA que
acaba de entrar.) ¿Cómo habéis dejado a la
Reina? |
LERMA.-
Fatigada todavía de su desmayo...
(Mira con desconfianza al MARQUÉS y vase.) |
MARQUÉS.-
(Después de una pausa.) Me parece necesaria una precaución.
Temo que el Príncipe sea advertido... Como cuenta
con tantos amigos adictos, y tal vez con alguna relación
con los rebeldes de Gante... El temor podría llevarle
a tomar alguna resolución desesperada, y sería
de opinión que buscáramos un medio para prevenir
inmediatamente esta catástrofe. |
REY.-
Tenéis
mucha razón... Pero cuál? |
MARQUÉS.-
Una orden secreta que V. M. me entregase y de la cual me
serviría en el momento del peligro. (El REY reflexiona.)
Por ahora sería un secreto de Estado, hasta que... |
REY.-
(Se dirige a una mesa y escribe una orden de arresto.) El reino está en juego... La urgencia del peligro
disculpa el uso de extraordinarios medios... Tomad, Marqués...
Es inútil que os recomiende obréis con las
consideraciones debidas. |
MARQUÉS.-
(Tomando la orden.)
Señor, sólo en un caso extremo... |
REY.-
(Apoyando
la mano en su espalda.) Id, Marqués, y devolved la
paz a mi corazón, la tranquilidad a mis noches. (Se
van por opuesto lado.) |
Escena XIII
|
|
Una galería.
|
|
CARLOS llega vivamente agitado. El CONDE DE LERMA sale
a su encuentro.
|
CARLOS.-
Os buscaba. |
LERMA.-
También
yo a vos. |
CARLOS.-
¿Es verdad, Dios mío, es verdad?... |
LERMA.-
¿Qué? |
CARLOS.-
¿Que la amenazó con
un puñal y se la llevaron bañada en sangre
a sus habitaciones?... ¿Debo creerlo?... ¿Es verdad?... |
LERMA.-
No; se ha desmayado, y se lastimó al caer;
nada más. |
CARLOS.-
¿No hay ningún peligro?...
Por vuestro honor, Conde... |
LERMA.-
Ninguno corre la Reina,
pero sí vos. |
CARLOS.-
No corre ninguno mi madre:
entonces demos gracias al cielo. Había llegado a mi
noticia un espantoso rumor; decían que el Rey se había
enfurecido contra la madre y la niña, de resultas
de la revelación de un secreto. |
LERMA.-
Tal vez esto
sea verdad. |
CARLOS.-
¿Verdad?... ¿Cómo?... |
LERMA.-
Príncipe, hoy mismo os he dado un consejo que habéis
menospreciado; aprovechad mejor el segundo. |
CARLOS.-
¿Cómo?... |
LERMA.-
Si no me engaño, Príncipe, he visto
hace algunos días en vuestras manos una cartera azul
celeste, bordada de oro. |
CARLOS.-
(Desconcertado.) Sí,
una parecida tenía... ¿y qué? |
LERMA.-
Me parece
que adorna la cubierta un medallón rodeado de perlas... |
CARLOS.-
Efectivamente. |
LERMA.-
Cuando hace un rato entré
inesperadamente en el gabinete del Rey, he creído
ver esta cartera en sus manos, y el Marqués de Posa
estaba junto a él... |
CARLOS.-
(Con viveza después
de un instante de silencio y de sorpresa.) ¡Esto no es verdad! |
LERMA.-
(Ofendido.) ... Entonces, soy un impostor. |
CARLOS.-
(Mirándole fijamente.) Lo sois... |
LERMA.-
¡Por vida!...
Os perdono. |
CARLOS. (Paseándose agitado; se detiene
delante de él.) ¿Qué mal te ha hecho, qué
mal te ha hecho nuestra inocente unión, para que emplees
en destruirla esta infernal actividad? |
LERMA.-
Príncipe,
respeto vuestro pesar, que os hace injusto. |
CARLOS.-
¡Dios
mío!... Presérvame de la duda. |
LERMA.-
Recuerdo
también las propias palabras del Rey: «Cuánta
gratitud os debo -decía en el instante en que entré-
por las noticias que me has comunicado.» |
CARLOS.-
¡Basta!...
¡Basta! |
LERMA.-
El Duque de Alba ha caído en desgracia;
el gran sello tomado al príncipe Ruy Gómez
y confiado al Marqués... |
CARLOS.-
(Absorto en sus
reflexiones.) ¡Y no me ha dicho nada!... ¡Por qué
no me ha dicho nada! |
LERMA.-
La corte le mira con sorpresa
como un ministro omnipotente, como un favorito absoluto. |
CARLOS.-
Y me amaba..., me amaba como a sí propio;
lo sé... Hartas pruebas me ha dado de ello... ¿Pero
acaso la patria y millones de hombres no han de serle más
caros que un solo individuo? Su alma era demasiado vasta
para un solo amigo, y la dicha de Carlos harto insignificante
para su amor! ¿Me ha sacrificado a su virtud, y le culparé
por eso? Sí; es cierto; ahora es cierto; le he perdido...
(Vuelve y oculta el rostro.) |
LERMA.-
(Después de un
momento de silencio.) Mi buen Príncipe, ¿qué
puedo hacer por vos? |
CARLOS.-
(Sin mirarle.) ¡Entregarse
al Rey y hacerme traición! |
LERMA.-
¿Y aguardaréis
lo que vendrá? |
CARLOS.-
(Se apoya en la balaustrada,
y mira fijamente a lo lejos.) ¡Le he perdido!... Me ha abandonado
por completo. |
LERMA.-
(Se acerca a él con emoción
e interés.) ¿No queréis cuidar de vuestra
salvación? |
CARLOS.-
¡Mi salvación... excelente
amigo! |
LERMA.-
Fuera de esto, ¿no hay alguien por quien
debéis temblar más que por vos? |
CARLOS.-
Por
Dios, ¿qué me recordáis? Mi madre; la carta
que él ha recibido de mis manos, que no quería
dejarle, y que le dejé. (Se pasea sin dirección
y retorciendo los brazos.) Ella no ha merecido esto, y debía
evitárselo. ¿Verdad, Lerma, que debía hacerlo?
(Con súbita resolución.) Voy al encuentro de
la Reina, porque es necesario que la advierta, que la prepare...
Lerma, querido Lerma, ¿a quién enviaría.? ¡No
tengo a nadie!... ¡Oh! Sí... Un amigo... Después
de éste, ya no me quedará nada que perder. |
LERMA.-
(Le sigue; llamándole.) ¡Príncipe!...
¿A dónde vais? (Vase.) |
Escena XIV
|
|
La REINA. ALBA.
DOMINGO.
|
|
ALBA.-
Si nos permitís, gran Reina... |
REINA.-
¿Qué puedo hacer en vuestro favor? |
DOMINGO.-
El sincero celo que nos inspira la augusta persona de Vuestra
Real Majestad, nos impide guardar silencio sobre un suceso
que amenaza la seguridad de la Reina. |
ALBA.-
Nos apresuramos
a paralizar con oportuno aviso la trama organizada contra
vos... |
DOMINGO.-
Y ofrecer a V. M. nuestro servicio y nuestro
celo. |
REINA.-
(Mirándoles con sorpresa.) Reverendo
Padre, noble Duque, me sorprendéis ciertamente. No
esperaba semejante adhesión de Domingo y el Duque,
pero sé cómo debo apreciarla. Me habláis
de una trama que me amenaza: ¿puedo saber quién... |
ALBA.-
Os rogamos que desconfiéis del Marqués
de Posa encargado de los asuntos secretos del Rey. |
REINA.-
Sé con placer la feliz elección del Rey, pues
hace mucho tiempo que me hablan del Marqués de Posa
como de un hombre excelente y de talento distinguido. Jamás
el favor real se halló en mejores manos. |
DOMINGO.-
¿En mejores manos?... Nosotros estamos mejor informados. |
ALBA.-
Sabemos, hace algún tiempo, el empleo de este
hombre. |
REINA.-
¡Cómo! ¿Cuál sería
pues?... Despertáis mi curiosidad... |
DOMINGO.-
¿Hace
mucho tiempo que V. M. no ha registrado su arquilla? |
REINA.-
¡Cómo! |
DOMINGO.-
¿Y no ha perdido algo precioso? |
REINA.-
¡Qué!... Toda la corte sabe que he perdido...
¿Pero el Marqués de Posa qué tiene que ver
con esto? |
ALBA.-
Mucho, señora, porque faltan también
al Príncipe importantes papeles que hay quien ha visto
esta mañana en manos del Rey, cuando el caballero
celebraba con él una audiencia secreta. |
REINA.-
(Después
de reflexionar.) Esto es singular... ¡Por el cielo!... Extraordinario.
Hallo en él un enemigo inesperado, y por compensación
dos amigos que no recuerdo lo hayan sido nunca... (Fijando
en ellos una mirada penetrante.) Porque en verdad, debo confesar
que estaba dispuesta a perdonaros vuestra mala obra cerca
del Rey. |
ALBA.-
¿A nosotros? |
REINA.-
A vosotros. |
DOMINGO,
ALBA.-
¿A nosotros? |
REINA.-
(Fijando en ellos su mirada.)
¡Cuánto me alegro de hallarme a salvo de mi precipitación!
Pues sin lo que me decís, había resuelto rogar
hoy mismo al Rey, que hiciera comparecerá mi presencia
a mis acusadores. Ahora las cosas se hallan en mejor estado;
puedo invocar el testimonio del Duque de Alba. |
ALBA.-
¿Mi
testimonio?... ¿Habláis seriamente? |
REINA.-
¿Por
qué no? |
DOMINGO.-
Así imposibilitaréis
los buenos oficios que podríamos prestaros en secreto... |
REINA.-
¿En secreto? (Con altivez.) Deseo saber, Duque de
Alba, qué ha de confiaros a vos, o a vos, Padre, la
esposa de vuestro Rey, que su esposo deba ignorar... ¿Soy
inocente o culpable? |
DOMINGO.-
¡Qué pregunta! |
ALBA.-
¿Pero si el Rey no fuese justo?... ¿Si al menos, en este
momento, no lo fuese? |
REINA.-
En este caso, aguardaré
que lo sea. ¡Feliz aquel que para entonces sólo espera
ganar! (Les saluda y se retira. Los dos cortesanos se van
por otra puerta.) |
Escena XV
|
|
Habitaciones de la PRINCESA
DE ÉBOLI.
|
|
La PRINCESA. Luego CARLOS.
|
|
PRINCESA.-
¿Será verdad esta rara noticia que ocupa ya toda la
corte? |
CARLOS.-
(Entra.) No os asustéis, Princesa;
voy a ser tierno como un niño. |
PRINCESA.-
Príncipe...
Esta sorpresa... |
CARLOS.-
¿Estáis ofendida todavía? |
PRINCESA.- Príncipe... |
CARLOS.-
(Con voz apremiante.)
¿Estáis ofendida todavía? Os ruego que me lo
digáis. |
PRINCESA.-
¿Qué es esto? Parece que
olvidáis Príncipe... ¿Qué buscáis
junto a mí? |
CARLOS.-
(Tomándole la mano con
viveza.) Puedes por ventura odiar eternamente, doncella...
¿El amor ofendido no perdona jamás? |
PRINCESA.-
(Intentando
desasirse.) ¿Qué me recordáis, Príncipe? |
CARLOS.-
Tu bondad y mi ingratitud. ¡Ay de mí! Sé
bien que te he ofendido cruelmente, que he desgarrado tu
tierno corazón, que arranqué lágrimas
a tus ojos de ángel... ¡Ah! No vengo todavía
a expresarte mi arrepentimiento. |
PRINCESA.-
Príncipe,
dejadme... Yo... |
CARLOS.-
Vengo porque eres una amable doncella
y tengo fe en la bondad y belleza de tu alma. Ves, ves, no
tengo otro amigo en el mundo que tú, tú sola.
Fuiste una vez tan bondadosa para conmigo que no puedo suponer
permanezcas inflexible, ni que me odies eternamente. |
PRINCESA.-
(Vuelve el rostro.) ¡Basta!... Ni una palabra más,
en nombre del cielo, Príncipe. |
CARLOS.-
Déjame
recordar aquellos días felices, déjame recordar
tu amor, tu amor, doncella, del que me mostré indigno.
Déjame ahora, que haga valer lo que era para ti, lo
que los sueños de tu corazón me prestaban.
Por última vez, por última vez, mírame
como si fuera el de entonces, y sacrifica a esta imagen lo
que nunca podrás sacrificar a mí propio. |
PRINCESA.-
¡Oh, Carlos! Cuán cruelmente jugáis conmigo! |
CARLOS.-
Sé superior a tu sexo; haz lo que ninguna
mujer ha hecho antes que tú, ni hará después
de ti. ¿Te pido algo inaudito? Haz que pueda hablar a mi
madre; te lo pido de hinojos. (Se arrodilla delante de ella.) |
Escena XIX
|
|
La REINA. La PRINCESA
DE ÉBOLI.
|
PRINCESA.-
(Sin aliento, pálida
y desencajada, cae de hinojos a los pies de la REINA.) Señora...
Socorro... Está preso... |
REINA.-
¿Quién? |
PRINCESA.-
El Marqués de Posa le ha detenido por orden
del Rey. |
REINA.-
¿Pero quién, quién? |
PRINCESA.-
El Príncipe. |
REINA.-
¿Estás loca? |
PRINCESA.-
Se lo llevan al instante. |
REINA.-
¿Y quién le prendió? |
PRINCESA.-
El Marqués de Posa. |
REINA.-
¡Oh!... Entonces,
demos gracias a Dios, si el Marqués lo ha detenido. |
PRINCESA.-
Lo decís con tanta calma y frialdad...
¡Oh! Dios... ¿No presentís, no sabéis?... |
REINA.-
¿Por qué le han preso?... Sin duda por una
locura propia de la violencia de su carácter... |
PRINCESA.-
No, no; estoy mejor informada yo; no, señora... Una
acción infame, diabólica... No hay salvación
para él; morirá. |
REINA.-
¿Morirá? |
PRINCESA.-
Y yo le habré asesinado. |
REINA.-
¡Morirá!
Insensata!... ¿Lo crees? |
PRINCESA.-
¡Y por qué, por
qué morirá! ¡Ah! Si hubiese previsto que las
cosas habían de llegar a este extremo... |
REINA.-
(Tomándole
la mano con bondad.) Princesa, no estáis en vos;
serenaos, y contadme con más calma lo que sabéis,
y no presentéis a mi imaginación estas tristes
imágenes... ¿Qué ha pasado? |
PRINCESA.-
Sí,
señora; no uséis conmigo esta bondad y sublime
confianza, porque atormentan mi conciencia como una llama
del infierno. No soy digna de alzar hasta vuestra gloria
mi indigna mirada. Aplastad a la miserable que se arrastra
a vuestros pies, oprimida por el arrepentimiento, la vergüenza,
el desprecio de sí misma. |
REINA.-
¡Desdichada! ¡Desdichada!...
¿Qué tenéis que decirme? |
PRINCESA.-
Ángel
de luz, santa mujer, ignoráis, no sospecháis
siquiera a qué demonio habéis sonreído
con bondad... Aprended hoy a conocerla... Yo soy... yo...
quien os ha robado... |
REINA.-
¿Vos? |
PRINCESA.-
Y quien
ha entregado estas cartas al Rey. |
REINA.-
¿Vos? |
PRINCESA.-
Y quien ha tenido la audacia de acusaros. |
REINA.-
Vos, vos
habéis podido... |
PRINCESA.-
La venganza..., el amor...,
la rabia... Os odiaba y amaba al Príncipe... |
REINA.-
¿Y por qué le amabais? |
PRINCESA.-
Se lo había
confesado, y no me había correspondido... |
REINA.-
(Pausa.) ¡Oh! Ahora me lo explico todo... Alzad... Le amabais...
Os he perdonado... Todo está olvidado... Alzad. (Le
tiende la mano.) |
PRINCESA.-
No, fáltame todavía
una confesión terrible. No, gran Reina, antes que... |
REINA.-
(Atenta.) ¿Qué debo oír todavía?
Hablad... |
PRINCESA.-
El Rey... Una sedación... ¡Oh!
Volvéis los ojos... Leo sobre vuestro rostro mi condenación...
El crimen de que os acusaba, yo lo he cometido... |
|
(Oprime
contra el suelo su rostro inflamado. La REINA se va. Profundo
silencio. La DUQUESA DE OLIVARES sale unos minutos después
del gabinete en donde ha entrado la REINA, y encuentra a
la PRINCESA en la misma situación. Se acerca a ella
en silencio. Al ruido de sus pasos, la PRINCESA se levanta,
como en delirio, viéndose abandonada de la REINA.)
|
Escena
XXI
|
|
La REINA. El MARQUÉS DE POSA.
|
REINA.-
Heos
aquí, por fin, Marqués; gracias a Dios... |
MARQUÉS.-
(Pálido, desencajado y con voz trémula
se adelanta y hace una profunda reverencia.) ¿V. M. se halla
sola? ¿Nadie puede oírnos desde la habitación
contigua? |
REINA.-
¡Nadie!... ¿Por qué?... ¿Qué
me traéis? (Le mira con más atención
y retrocede con espanto.) ¡Qué demudado! ¿A qué
se debe? Me hacéis temblar, Marqués; vuestras
facciones descompuestas llevan el sello de la muerte... |
MARQUÉS.-
Probablemente ya sabéis... |
REINA.-
Que Carlos ha sido preso, y precisamente por vos..., añaden...
¿Es verdad?... No quise fiarme, sobre esta noticia, de nadie
más que de vos... |
MARQUÉS.-
Verdad. |
REINA.-
¿Por vos? |
MARQUÉS.-
Por mí. |
REINA.-
(Mirándole,
dudosa.) Respeto vuestra conducta aunque no la comprendo;
pero perdonad esta vez la inquietud de una mujer: temo que
arriesgáis mucho en este terrible juego. |
MARQUÉS.-
¡Y he perdido! |
REINA.-
¡Santo cielo! |
MARQUÉS.-
Tranquilizaos,
señora, porque están tomadas todas las medidas
para su salvación; sólo yo estoy perdido... |
REINA.-
¡Qué oigo, Dios mío! |
MARQUÉS.-
¿Quién me mandaba fiarlo todo a un solo dado y jugar
temerariamente sin contar con el cielo?... ¿Quién
tomaría a su cargo empuñar el pesado gobernalle
del destino, sin saberlo todo? ¡Oh!... ¡Es justo! Mas, ¿por
qué hablar de mi ahora? El momento es precioso, precioso
como la vida de un hombre... ¡Quién sabe si la mano
avara del juez supremo me cuenta ahora las últimas
gotas de la existencia!... |
REINA.-
¡La mano del Juez! ¡Qué
tono tan solemne! No comprendo qué significan estas
palabras, pero me espantan... |
MARQUÉS.-
Está
salvado, y no importa a qué precio, pero solo por
hoy; dispone de breves momentos y debe saber ahorrarlos...
Es necesario que salga de Madrid esta misma noche. |
REINA.-
¿Esta misma noche? |
MARQUÉS.-
Están hechos
los preparativos, y hallará los caballos de posta
a la puerta del convento que servía de refugio a nuestra
amistad, de algún tiempo a esta parte. Aquí
os entrego en letras de cambio todo lo que debía a
la fortuna en este mundo; añadid lo que falte. Muchas
cosas guarda mi corazón todavía para mi Carlos,
que mi Carlos no debiera ignorar, pero tal vez me falte tiempo
para hablar de ellas con él, y como vos le hablareis
esta noche, me dirijo a vos. |
REINA.-
En nombre de mi esposo,
explicaos más claramente, Marqués... No me
habléis por medio de terribles enigmas... ¿Qué
ha pasado? |
MARQUÉS.-
Tengo que hacer una importante
declaración, y la depongo en vuestras manos. He gozado
de una dicha, a pocos concedida; la de amar al hijo de un
rey; mi corazón, dedicado a uno solo, abarcaba en
él el mundo entero, y en el alma de mi Carlos me fingía
un paraíso para millones de seres... ¡Oh! ¡Cuán
bellos eran mis sueños!... Pero ha querido la Providencia
interrumpir mi empresa antes de tiempo, y bien pronto le
faltará a su Rodrigo; el amigo cede el puesto a la
amante. Aquí, sobre este sagrado altar, sobre el corazón
de su Reina, depongo mi último y precioso legado;
y aquí lo encontrará cuando yo no exista. (Vuelve
el rostro, las lágrimas sofocan su voz.) |
REINA.-
¡Este es el lenguaje de un moribundo!... Espero que sólo
el delirio... ¿Qué sentido oculto encierran vuestras
palabras? |
MARQUÉS.-
(Intenta serenarse y continúa
con más firme acento.) Decid al Príncipe que
recuerdo el juramento que hicimos al partir la hostia en
nuestros días de entusiasmo. Por mi parte lo he cumplido,
y le he sido fiel hasta la muerte, y ahora toca a él
cumplir el suyo. |
REINA.-
¿Hasta la muerte? |
MARQUÉS.-
Decidle que lo cumpla. El sueño que forjamos, el sueño
audaz de un nuevo estado, la divina concepción de
la amistad puede realizarse todavía, y él debe
dar el primer golpe de escoplo a esta ruda piedra; poco importa
que lleve a cabo la empresa o que sucumba sin conseguirla;
no por eso deje de trabajar en ella. Quizá dentro
algunos siglos la Providencia colocará sobre un trono
otro Príncipe como él, e infundirá mi
propio entusiasmo a su nuevo favorito. Decidle que cuando
llegue a hombre, respete los sueños de su juventud,
y no permita posarse sobre su corazón, tierna y divina
flor, el gusano mortal de la razón tan elogiada...
que no se deje engañar cuando la sabiduría
de la tierra maldiga el entusiasmo, este hijo del cielo;
otra vez se lo dije. |
REINA.-
Pero, Marqués... ¿A
qué conduce?... |
MARQUÉS.-
Decidle que deposito
en su alma la felicidad de los hombres... que, próximo
a morir, exijo de él... le exijo... tengo derecho
a ello... De mí dependía traer la luz de una
nueva aurora sobre sus reinos; el Rey me entregaba su corazón;
me llamaba su hijo. Soy el guarda-sellos, y el Duque de Alba
ya no es nada... (Se detiene contemplando a la REINA. Pausa.)
¡Lloráis!... ¡Oh! Alma noble! ¡Vuestras lágrimas
son de júbilo! Pero está ya decidido: Carlos
o yo. La elección fue pronta y terrible. Uno de ambos
debía ser sacrificado, y he querido serlo yo; yo...
antes que él... No pretendáis saber más. |
REINA.-
Por fin empiezo a comprenderos; ¡desgraciado!...
¿Qué habéis hecho? |
MARQUÉS.-
He perdido
un par de horas de la tarde, para ganar un hermoso día
de verano; abandono al Rey, porque ¿qué puedo ser
para él?... No brota una sola flor para mí
en este árido suelo. El destino de Europa se prepara
en el pensamiento de mi noble amigo a quien lego la España...
Entre tanto sufra hasta verter sangre bajo el yugo de Felipe...
Pero ¡ay de él y ay de mí! Si debiese arrepentirme
de mi acción, y hubiese abrazado el peor partido...
¡No! No! Conozco a mi Carlos... y esto no sucederá
jamás; vos respondéis de ello, señora.
(Después de un momento de silencio.) A mi vista germinó
su amor por vos, y se arraigó en su alma la más
desdichada pasión que existió jamás:
entonces podía combatirla y no lo hice, antes la fomenté
porque no la creía funesta, diga lo que quiera el
mundo. No me arrepiento de ello, ni me remuerde por ello
la conciencia, pues vi la vida donde todos veían la
muerte, y en aquella llama sin esperanza, brillar en buen
hora su dorado rayo. Quería conducirle a la perfección,
elevarle a cuanto es bello y grandioso, y la humanidad me
rehusaba una imagen, y mis labios acentos de elocuencia...
Entonces le hablaba de vos, y mi mayor deseo consistía
en darle a comprender su amor. |
REINA.-
Marqués, vuestro
amigo os preocupaba de tal modo que por él os olvidabais
de mí... ¿Acaso me creéis exenta en absoluto
de las flaquezas de la mujer, cuando intentáis convertirme
en ángel, y darle por escudo la virtud? ¿No habíais
reflexionado bastante a qué riesgos se expone nuestro
corazón, si ennoblece la pasión con tales nombres? |
MARQUÉS.-
A este riesgo se exponen, es cierto, todas
las mujeres, excepto una sola, una sola; lo juro. ¿Podría
avergonzaros el noble deseo de animar a la virtud heroica?
¿Qué importa al rey Felipe que la pintura de la Transfiguración
de su Escorial inflame el deseo de la inmortalidad en el
ánimo del pintor que la contempla? La suave armonía
que duerme en las cuerdas de la lira ¿Pertenece acaso a su
comprador, a su propietario, sordo tal vez? No; compró
el derecho de romperla en pedazos, pero no el arte de arrancarle
melodiosos sonidos, extasiándose con la música.
La verdad guía al sabio; la belleza impera sobre los
corazones sensibles y se pertenecen mutuamente. Ninguna preocupación
vil podría arrancarme esta creencia. Así, prometedme
que le amareis siempre y no caeréis en humillante
abnegación por temor del qué dirán y
por falso heroísmo... Prometedme amarle siempre y
con verdadera constancia, señora; prometedlo en mi
presencia... |
REINA.-
Os prometo que mi corazón será
siempre, para siempre, el único juez de mi amor... |
MARQUÉS.-
(Retira su mano.) Ahora, muero tranquilo...
He concluido mi tarea. (Saluda a la REINA y va a salir.) |
REINA.-
(Le sigue con la mirada.) Os vais, Marqués,
sin decirme si volveremos a vernos pronto. |
MARQUÉS.-
(Vuelve sin mirarla.) Ciertamente, volveremos a vernos... |
REINA.-
Os he comprendido, Marqués, os he comprendido
perfectamente. ¿Por qué habéis obrado así
conmigo? |
MARQUÉS.-
Él o yo. |
REINA.-
No, no;
os habéis arrojado a esta acción, que llamáis
una grande acción, no lo neguéis; mucho tiempo
ha que alimentabais este deseo... Poco os importa que se
partan de dolor millares de corazones, con tal que vuestro
orgullo quede satisfecho. ¡Oh!... Ahora... Ahora empiezo
a conoceros; sólo habéis obrado así
para ser admirado... |
MARQUÉS.-
(Sorprendido. Aparte.)
¡Esto no lo esperaba!... |
REINA.-
(Pausa.) Marqués,
¿no hay salvación posible? |
MARQUÉS.-
Ninguna. |
REINA.-
¿Ninguna?... Pensadlo bien; ¿ni aun para mí? |
MARQUÉS.-
Ni aun para vos. |
REINA.-
No me conocéis
bien todavía; tengo valor. |
MARQUÉS.-
Lo sé. |
REINA.-
¿No hay salvación? |
MARQUÉS.-
Ninguna. |
REINA.-
(Se aparta ocultando el rostro.) Salid; no estimo
ya a hombre alguno. |
MARQUÉS.-
(Víctima de violenta
agitación se arroja a sus pies.) Reina... ¡Oh! Dios...
¡La vida es, sin embargo, grata!... (Se levanta y vase precipitadamente.
La REINA entra en su gabinete.) |
Escena XXII
|
|
Un salón
en las habitaciones del REY.
|
|
El DUQUE DE ALBA y DOMINGO
se pasean en silencio. El CONDE DE LERMA sale del gabinete.
Entra luego D. RAMÓN DE TAXIS.
|
LERMA.-
¿No habéis
visto todavía al Marqués? |
ALBA.-
Todavía
no. |
|
(LERMA va a salir.)
|
TAXIS.-
(Adelantándose.)
Conde de Lerma, anunciadme... |
LERMA.-
El Rey no está
visible... |
TAXIS.-
Decidle que conviene que le hable de
un asunto muy importante para S. M.; despachad por que urge. |
|
(LERMA entra en el gabinete.)
|
ALBA.-
Querido Taxis, ejercitad
vuestra paciencia. No hablareis al Rey. |
TAXIS.-
¿Y por qué? |
ALBA.-
Debierais haber tomado la precaución de pedir
permiso al caballero de Posa, quien retiene en su poder al
padre y al hijo. |
TAXIS.-
¿Al de Posa?... ¡Cómo!...
Pues si precisamente de él he recibido esta carta. |
ALBA.-
¡Una carta!... ¿Qué carta?... |
TAXIS.-
Una
carta que debo enviar a Bruselas. |
ALBA.-
(Atento.) ¿A Bruselas? |
TAXIS.-
Y la traigo al Rey. |
ALBA.-
¿A Bruselas? Habéis
oído, capellán?... ¿A Bruselas? |
DOMINGO.-
Esto es muy sospechoso... |
TAXIS.-
¡Con qué ansiedad,
con qué turbación me la ha recomendado! |
DOMINGO.-
¡Con ansiedad!... ¡Ah! |
ALBA.-
¿A quién va dirigida? |
TAXIS.-
Al Príncipe de Nassau y de Orange. |
LERMA.-
¿A Guillermo?... Esto es una traición, capellán. |
DOMINGO.-
¿Y puede ser otra cosa? Sí; realmente hay
que entregar al instante esta carta al Rey. Acción
meritoria la vuestra, la de cumplir tan estrictamente vuestras
funciones. |
TAXIS.-
Reverendo padre, sólo he cumplido
con mi deber. |
ALBA.-
Bien hecho. |
LERMA.-
(Saliendo del gabinete;
a TAXIS.) El Rey quiere hablaros. (TAXIS sale.) ¿El Marqués
no ha venido todavía? |
DOMINGO.-
Le están buscando
por todas partes. |
ALBA.-
Cosa sorprendente y singular. El
Príncipe es prisionero de Estado, y el Rey no sabe
todavía por qué motivo. |
DOMINGO.-
El Marqués
no ha venido todavía a dar cuenta del suceso. |
ALBA.-
¿Cómo ha recibido el Rey la noticia? |
LERMA.-
El Rey
no ha dicho una palabra. |
|
(Rumor dentro.)
|
ALBA.-
¿Qué
pasa? |
|
(Silencio.)
|
TAXIS.-
(Saliendo del gabinete) ¡Conde
de Lerma! (Los dos se van.) |
ALBA.-
(A DOMINGO) ¡Qué
va a pasar aquí! |
DOMINGO.-
Este acento de terror...,
esta carta interceptada... Duque, no espero nada bueno. |
ALBA.-
Hace llamar a Lerma; sin duda no ignora que ambos
nos hallamos en el salón. |
DOMINGO.-
Ha pasado nuestra
época. |
ALBA.-
Ya no soy, pues, el hombre, ante el
cual se abrían todas las puertas. ¡Cuánto ha
cambiado todo! ¡Todo me es extraño aquí! |
DOMINGO.-
(Se acerca lentamente a la puerta del gabinete y aplica el
oído.) ¡Oigamos! |
ALBA.-
(Pausa.) Reina profundo
silencio; se oye su respiración. |
DOMINGO.-
Las colgaduras
apagan el sonido. |
ALBA.-
Retirémonos; alguien viene. |
Escena XXIII
|
|
Dichos. El PRÍNCIPE DE PARMA.
Los DUQUES de FERIA y MEDINASIDONIA. Algunos Grandes.
|
|
PARMA.-
¿Podremos hablar al Rey? |
ALBA.-
No. |
PARMA.-
¿No?
¿Quién está con él? |
FERIA.-
El Marqués
de Posa, sin duda. |
ALBA.-
En este instante le aguardan. |
PARMA.-
Acabamos de llegar de Zaragoza, y hallamos la consternación
en Madrid... ¿Será verdad? |
DOMINGO.-
Sí, por
desgracia. |
FERIA.-
¿Es verdad? ¿Fue detenido por aquel caballero
de Malta? |
ALBA.-
Así fue. |
PARMA.-
¿Y por qué?...
Qué ha ocurrido? |
ALBA.-
¿Por qué? Nadie lo
sabe sino el Rey y el Marqués de Posa. |
PARMA.-
¿Sin
convocar las Cortes del reino? |
FERIA.-
¡Ay del que ha tomado
parte en este crimen de Estado! |
ALBA.-
¡Ay de él!
Repito yo. |
MEDINASIDONIA.-
Y yo. |
LOS DEMÁS.-
Y todos. |
ALBA.-
¿Quién quiere seguirme al gabinete?... Me
arrodillaré a los pies del Rey. |
LERMA.-
(Sale precipitadamente.)
¿Duque de Alba? |
DOMINGO.-
¡Por fin, alabado sea Dios! (ALBA
entra en el gabinete.) |
LERMA.-
(Vivamente agitado.) Si llega
el caballero de Malta, que aguarde a que se le llame, porque
el Rey no está solo ahora. |
DOMINGO.-
(A LERMA, a quien
rodean con viva curiosidad.) ¿Conde?... ¿Qué ocurre?...
¡Estáis pálido como un muerto! |
LERMA.-
(Intentando
irse.) ¡Caso diabólico! |
PARMA y FERIA.-
¿Qué?...
¿Qué? |
MEDINA.-
¿Qué hace el Rey? |
DOMINGO.-
¡Diabólico!... ¿Qué? |
LERMA.-
El Rey ha llorado. |
DOMINGO.-
¡Ha llorado! |
TODOS.-
(Con viva sorpresa.) ¿El
Rey ha llorado? (Suena una campanilla en el gabinete. LERMA
se va.) |
DOMINGO.-
(Intentando detenerle.) Conde, una palabra...,
excusad... Ha salido, y hétenos aquí mudos
de terror... |
Escena XXIV
|
|
La PRINCESA DE ÉBOLI.
FERIA. MEDINASIDONIA. PARMA. DOMINGO y los demás
Grandes.
|
|
PRINCESA.-
(Fuera de sí; presurosa.) ¿Dónde
está el Rey... dónde?... Quiero hablarle...
(A FERIA.) Duque, llevadme a su presencia. |
FERIA.-
El Rey
está muy ocupado, y nadie puede verle. |
PRINCESA.-
¿Está firmando la terrible sentencia?... Está
engañado; quiero probarle que está engañado. |
DOMINGO.-
(La llama, haciéndole una seña.)
¿Princesa de Éboli? |
PRINCESA.-
(Dirigiéndose
a él.) ¡Ah! ¿Vos aquí, padre?... Me alegro,
porque precisamente os necesito: me apoyareis. (Coge su mano,
y quiere conducirle al gabinete.) |
DOMINGO.-
¡A mí!
¿Estáis loca, Princesa? |
FERIA.-
Aguardad; el Rey
no está ahora para oíros. |
PRINCESA.-
Pues
esfuerza que me oiga; que oiga la verdad, aunque fuera diez
veces dios. |
DOMINGO.-
Salid; salid; lo arriesgáis
todo. Aguardad. |
PRINCESA.-
Tiembla tú, miserable
criatura, ante la cólera de tu ídolo; yo, no
tengo nada que arriesgar. (En el mismo instante en que va
a entrar en el gabinete, sale de él el DUQUE DE ALBA.) |
ALBA.-
(Radiante de triunfo, corre hacia DOMINGO le abraza.)
Mandad que canten. un Tedeum en todas las iglesias; nuestra
es la victoria. |
DOMINGO.-
¿Nuestra? |
ALBA.-
(A DOMINGO y
a los demás.) Entrad ahora a ver al Rey, y os diré
lo demás. |
Escena Primera
|
|
Habitación del palacio del REY,
que una verja de hierro separa de un patio donde los centinelas
pasean a lo largo.
|
|
(CARLOS sentado delante de una mesa con
la cabeza sobre los brazos como si durmiera. En el fondo
algunos OFICIALES encerrados con él. El MARQUÉS
DE POSA se adelanta sin que CARLOS le vea y habla en voz
baja con los OFICIALES que se alejan inmediatamente. Se coloca
delante de CARLOS y le contempla un rato en silencio y con
tristeza. Por fin, hace un gesto que despierta al Príncipe.
CARLOS se levanta, le ve y parece asustarse; le mira después
fijamente y pasa la mano sobre su frente como si intentara
recordar algo.)
|
MARQUÉS.-
Soy yo, Carlos. |
CARLOS.-
(Dándole la mano.) Vuelves todavía a verme.
Bella acción por tu parte. |
MARQUÉS.-
He pensado
que aquí podrías necesitar un amigo. |
CARLOS.-
¿Verdad, has pensado esto? Mira, me das una alegría...
una alegría indecible. Ya sabía bien que seguirías
siendo bueno para conmigo. |
MARQUÉS.-
Merezco que
tengas de mí esta opinión. |
CARLOS.-
¿No es
verdad? Veo que nos comprendemos todavía enteramente,
y me place; estos miramientos, esta dulzura convienen a dos
grandes almas como la tuya y la mía. Admitamos que
una de mis pretensiones haya sido injusta y exagerada; no
por esto me rehusarás lo que es justo. La virtud puede
ser severa, pero nunca cruel, nunca inhumana. Mucho te ha
costado, ¡oh, sí! me lo parece; sé cuánto
ha padecido tu tierno corazón, mientras adornabas
la víctima para llevarla al altar. |
|
MARQUÉS.-
Pero, Carlos, ¿qué te has figurado? |
CARLOS.-
Tú
realizarás lo que yo debía y no he podido realizar.
Tú darás a los españoles la edad de
oro, que en vano han esperado de mí. Porque yo, acabé;
acabé para siempre... Tú lo has visto... Este
amor terrible ha marchitado sin remedio las flores precoces
de mi genio... He muerto para sus grandes esperanzas... La
Providencia, o la casualidad, te han colocado cerca del Rey...
Lo he pagado con mi secreto que te pertenece; tú puedes
ser su ángel protector... ya que para mi no hay salvación
posible, y quizá tampoco para España. Nada
hay en todo eso que sea condenable, si no es mi loca ceguedad
que me ha impedido ver que eres tan grande como tierno. |
MARQUÉS.-
No; yo no había previsto nada de
eso. Yo no había previsto que la generosidad de un
amigo pudiese resultar más ingeniosa que mis prudentes
combinaciones. Mi edificio se hunde. Había olvidado
tu corazón. |
CARLOS.-
Sin duda que si tú le
hubieras evitado a ella semejante suerte, yo sintiera por
ti inefable gratitud, pues no veo por qué no podía
soportarla solo, y debía ser ella la segunda víctima.
Pero basta sobre esto, no quiero dirigirte ninguno reproche.
¿Qué te importa la Reina? Como tú no la amas,
claro que no debía preocuparse tu austera virtud de
las pequeñas inquietudes de mi amor. Perdóname;
he estado injusto. |
MARQUÉS.-
Lo estás, pero
no por este reproche; si mereciera uno, los merecería
todos, y entonces no me verías así delante
de ti. (Saca una cartera.) He aquí algunas cartas
de las que me diste a guardar, tómalas. |
CARLOS.-
(Mirando
sorprendido y alternativamente, ora las cartas, ora al MARQUÉS.)
¡Cómo! |
MARQUÉS.-
Te las devuelvo, porque estarán
más seguras en tus manos que en las mías. |
CARLOS.-
¿Qué es esto? Pues qué... ¿El Rey
no las ha leído? ¿No le han sido presentadas? |
MARQUÉS.-
¿Estas cartas? |
CARLOS.-
¿Tú no se las has enseñado? |
MARQUÉS.-
¿Quién te ha dicho que yo le haya
enseñado una sola? |
CARLOS.-
(Estupefacto.) ¡Es posible!
El Conde de Lerma. |
MARQUÉS.-
¿Él te lo ha
dicho? ¡Sí! Pues bien, todo está aclarado.
¡Quién podía preverlo!... Así, Lerma...
No; este hombre no supo nunca mentir; esto será; las
otras cartas están en poder del Rey. |
CARLOS.-
(Le
mira con mudo asombro.) ¿Por qué me hallo, pues,
aquí? |
MARQUÉS.-
Por precaución, para
el caso en que por segunda vez se te ocurriera elegir por
confidente una Princesa de Éboli. |
CARLOS.-
(Como si
saliera de un sueño.) ¡Oh! Por fin, ahora lo comprendo
todo, todo se aclara para mí. |
MARQUÉS.-
(Yendo
hacia la puerta.) ¿Quién viene? |
Escena III
|
|
CARLOS. El MARQUÉS
DE POSA.
|
|
CARLOS.-
(Después de haber salido el DUQUE,
se dirige al MARQUÉS manifestando curiosidad y sorpresa.)
Dime ¿qué quiere decir esto? ¿No eres ya ministro? |
MARQUÉS.-
Ya ves que he dejado de serlo. (Dirigiéndose
a él con profunda emoción.) ¡Oh, Carlos! Todo
se ha cumplido; todo se ha conseguido; todo ha terminado.
Bendito sea el supremo poder que ha permitido que se consiguiera. |
CARLOS.-
Conseguido... ¿Qué? No comprendo lo que
dices. |
MARQUÉS.-
(Asiéndole la mano.) Estás
salvado, Carlos... Eres libre... Y yo... (Se detiene.) |
CARLOS.-
¿Y tú? |
MARQUÉS.-
Yo... Yo... Te oprimo contra
mi corazón; por la primera vez de mi vida tengo perfecto
derecho a ello, derecho comprado a costa de cuanto amo. ¡Oh,
Carlos! ¡Cuán grande y tierno es este momento! Estoy
satisfecho de mí. |
CARLOS.-
¡Qué súbita
mudanza en tus facciones! Nunca te había visto así,
anhelante tu pecho, henchido de orgullo, fulgurando tus ojos. |
MARQUÉS.-
Debemos despedirnos, Carlos. No temas,
se hombre. Prométeme, Carlos, que sea lo que quiera
lo que sepas, no aumentarás la pena que me causa esta
separación, con inmoderado dolor, indigno de un alma
grande. En muchos años no me verás, Carlos...
Los insensatos dicen nunca. (CARLOS retira su mano y fija
en él los ojos sin responderle.) Sé hombre;
he confiado mucho en ti, y no he temido pasar contigo las
siniestras horas que llaman postreras; confieso, por el contrario,
que me regocijo de ello. Carlos... ven, sentémonos,
me siento débil y fatigado. (Se sienta junta a CARLOS
que sigue estupefacto, y se deja conducir involuntariamente
junto a él.) ¿Dónde estás? ¿No me respondes?
Seré breve. Al día siguiente de habernos visto
por última vez en la Cartuja, el Rey me hizo llamar,
y tú sabes, y sabe Madrid, el resultado de la entrevista.
Pero lo que tú no sabes es que le habían revelado
tus secretos, y tus cartas, halladas en la arquilla de la
Reina, deponían contra ti; lo supe de sus propios
labios; fui su confidente. (Se detiene aguardando la respuesta
de CARLOS que persiste en su silencio.) Sí, Carlos,
hice traición a mi fe con los labios; yo mismo dirigí
la trama para perderte. Los hechos hablaban muy alto y era
tarde para justificarte; restábame tan sólo
asociarme a su venganza, y me convertí en tu enemigo
para servirte mejor. ¿No me escuchas? |
CARLOS.-
Te escucho:
continúa, continúa... |
MARQUÉS.-
Hasta
aquí yo era inocente, pero bien pronto descubrieron
mis planes los desusados resplandores del favor del Rey,
y llegó hasta ti el rumor de lo que ocurría,
como había previsto. Fascinado por falso cariño,
cegado por mi orgullosa presunción, quería
terminar sin ti la osada empresa, y ocultaba a tu amistad
mi peligroso secreto. Cometí una gran imprudencia,
una falta grave; lo sé. Abrigaba una loca confianza:
perdona; hubiera sido fundada, si la eterna firmeza de tu
amistad... (Pausa, CARLOS pasa de la estupefacción
a una violenta agitación.) Sucedió lo que temía.
Te hicieron temblar, suponiendo imaginarios peligros... La
Reina bañada en su propia sangre... retumbando en
palacio un grito de terror..., el desgraciado celo de Lerma...,
en fin, mi inconcebible silencio, todo agita y sobrecoge
tu corazón... Vacilas... Me crees perdido... Demasiado
noble, sin embargo, para dudar de la lealtad de tu amigo,
decoras su caída con el nombre de grandeza, y sólo
te atreves a llamarle infiel cuando puedes honrarle por su
infidelidad. Abandonado de tu único amigo, te arrojas
en los brazos de la Princesa de Éboli... ¡Desdichado!
En los brazos del demonio; porque ella fue quien te hizo
traición. (CARLOS se levanta.) Te vi correr hacia
ella; te seguí llevado de fatal presentimiento que
cruza por mi alma; era ya tarde, estabas a sus pies, la confesión
iba a salir de tus labios... No había salvación
para ti... |
CARLOS.-
No, no; estaba conmovida. Te engañas,
estaba conmovida. |
MARQUÉS.-
Entonces mis sentidos
se perturban... Nada... Ni una salida... Ningún socorro
en la tierra. La desesperación me convierte en una
furia, en una bestia feroz, y amenazo con el puñal
el pecho de una mujer. Pero aquí brilla a mis ojos
un rayo de luz; ¡si engañara al Rey! ¡Si pudiese pasar
yo por culpable! Poco importa que esto sea verosímil
o no; para él basta; para el rey Felipe, el mal es
siempre verosímil. Sea, probaré; tal vez un
rayo hiriendo súbitamente al tirano, le hará
tambalear. ¿Qué puedo desear más? Reflexionaré,
y Carlos tendrá tiempo para huir a Brabante. |
CARLOS.-
¿Y lo hubieras llevado a cabo? |
MARQUÉS.-
Inmediatamente
escribí a Guillermo de Orange, diciéndole que
amo a la Reina y que, burlando la desconfianza del Rey con
las falsas sospechas que pesan sobre ti, hallé por
medio del mismo Felipe el modo de acercarme libremente a
su esposa. Añadía además: Temo ser descubierto,
pues Carlos ha conocido mi pasión y recurrió
a la Princesa de Éboli, sin duda para que advirtiera
a la Reina que yo le había mandado prender, y ahora
quería huir a Bruselas, viéndolo todo perdido...
Esta carta... |
CARLOS.-
(Interrumpiéndole con espanto.)
¿Y has confiado esta carta al correo? ¿Olvidas que las cartas
para Brabante y Flandes... |
MARQUÉS.-
Van a manos
del Rey... Por lo que veo, Taxis ha cumplido la orden. |
CARLOS.-
¡Dios mío! ¡Soy perdido! |
MARQUÉS.-
¿Tú?
¿Y por qué tú? |
CARLOS.-
¡Desgraciado! Y tú
conmigo. Mi padre no perdonará jamás esta monstruosa
impostura. No la perdonará jamás... |
MARQUÉS.-
¡Impostura! Tú no adviertes... observa una cosa: ¿quién
le dirá que es una impostura? |
CARLOS.-
(Mirándole
fijamente.) ¿Quién? Y tú lo preguntas. Yo
mismo. (Hace que se va.) |
MARQUÉS.-
Eres un insensato;
aguarda. |
CARLOS.-
¡Aparta! ¡Aparta! ¡En nombre del cielo!
No me detengas; entre tanto, él prepara ya sus verdugos. |
MARQUÉS.-
El tiempo es más precioso pues,
porque tenemos mucho que decirnos todavía. |
CARLOS.-
¡Qué! Antes que él haya... (Intenta irse, el
MARQUÉS le coge por un brazo y le mira con expresión.) |
MARQUÉS.-
Oye... Carlos... ¿Me apresuré yo
de este modo, mostré tan escrupulosa sensibilidad,
cuando siendo niños vertiste tu sangre por mí? |
CARLOS.-
(Inmóvil y vivamente admirado.) ¡Oh! ¡Providencia
divina! |
MARQUÉS.-
Consérvate para Flandes.
Reinar es tu destino; morir por ti, el mío. |
CARLOS.-
(Cogiéndole la mano con profunda emoción.)
¡No! ¡No! No podrás resistir... ¡No podrás
resistir a tal grandeza! Quiero conducirte a él, tu
brazo en el mío, vamos a su encuentro. Padre mío,
le diré; he aquí lo que un amigo ha hecho por
su amigo, y esta acción le conmoverá. Créeme,
mi padre no es inhumano. Si esta acción le conmoverá,
brotará de sus ojos generoso llanto y te perdonará
a ti y a mí. (Suena un tiro de arcabuz a través
de la verja. CARLOS se estremece.) ¡Ah! ¿A quién va
dirigido? |
MARQUÉS.-
A mí, creo. (Cae.) |
CARLOS.-
(Cayendo junto a él, lanzando un grito de dolor.)
¡Oh, misericordia celeste! |
MARQUÉS.-
(Con voz agonizante.)
Muy diligente es el Rey... Esperaba que tardaría más...
Piensa en tu seguridad... Oye..., en tu seguridad... Tu madre
lo sabe todo... No puedo más... |
|
(CARLOS sigue como
muerto junto al MARQUÉS. Después de algunos
instantes sale el REY acompañado de los grandes y
retrocede ante semejante espectáculo. Silencio general
y profundo. Los Grandes forman semicírculo alrededor
del REY y de su hijo y miran alternativamente a uno y otro.
CARLOS no da señales de vida y el REY le contempla
mudo y pensativo.)
|
Escena IV
|
|
El REY. CARLOS. Los DUQUES
DE ALBA. FERIA. MEDINASIDONIA. El PRÍNCIPE
DE PARMA. El CONDE DE LERMA. DOMINGO y Grandes de España.
|
REY.-
(Con bondad.) Tu súplica ha sido atendida,
hijo mío, y vengo yo mismo aquí con todos los
grandes de España a anunciarte la libertad. (CARLOS
mira en torno suyo como si saliera de un sueño, dirigiendo
alternativamente la mirada al REY y al muerto sin responder.)
Recibe tu espada; se ha obrado con excesiva precipitación.
(Se acerca a él, le tiende la mano y ayuda a levantarle.)
Mi hijo no está en su lugar; levántate y ven
a los brazos de tu padre. |
CARLOS.-
(Se apoya distraído
en el brazo del REY, pero de repente vuelve en sí,
se detiene y clava en él su mirada.) No puedo abrazarte;
traes contigo el hedor del asesinato. (Le rechaza; todos
los grandes se turban.) No; no os espantéis; he sido
ungido con el óleo del Señor y no debéis
temer nada, porque no pondré la mano sobre él.
Mirad esta marca de fuego sobre su frente; Dios le ha marcado. |
REY.-
(Volviéndose para irse.) Seguidme, caballeros. |
CARLOS.-
¿A dónde? No saldréis de aquí.
(Le detiene con fuerza. Inadvertidamente pone la mano en
la espada que el REY le traía y la desenvaina.) |
REY.-
¡Desenvainas la espada contra tu padre! |
LOS GRANDES.-
(Sacando
la suya.) ¡Regicida! |
CARLOS.-
(Cogiendo al REY con una mano
y con la espada desnuda en la otra.) Envainad vuestras espadas.
¿Que queréis? ¿Os figuráis acaso que deliro?
No deliro, no. Si así fuera, haríais mal en
recordarme que su vida depende de la punta de esta espada.
Os lo ruego, alejaos, que el estado en que me encuentro merece
respeto. Retiraos pues, porque cuanto he de tratar con el
Rey nada tiene que ver con vuestros deberes de vasallos.
Mirad tan sólo cómo sus dedos gotean sangre,
mirad, ¿veis? ¡Oh! ¿Veis a este lado? Ved lo que ha hecho
ese hombre, hábil por excelencia. |
REY.-
(A los grandes
que le cercan con inquietud.) Retiraos, ¿por qué
tembláis? ¿No somos por ventura padre e hijo? Quiero
ver a qué vergonzosa acción la naturaleza... |
|
CARLOS.-
¡La naturaleza! La desconozco. Este asesinato
es ya la sentencia definitiva y los lazos de la humanidad
se han roto para siempre; pues si tú mismo, señor,
los has roto en tu reino, ¿cómo puedo respetar lo
que tú desprecias? ¡Mirad, mirad; hasta hoy no se
había cometido todavía un asesinato! ¿No hay
Dios por ventura? ¡Qué! ¿Los reyes pueden trastornar
su creación? ¿No hay Dios, repito? Desde que las madres
conciben, no ha existido un solo hombre, uno solo que haya
merecido menos la muerte.... ¿Sabes tú lo que has
hecho? No; él no lo sabe, él no sabe que ha
privado al mundo de una existencia más importante,
más noble, más preciosa que la suya y todas
las de su siglo. |
REY.-
(Con ternura.) Si obré con
precipitación, ¿corresponde a ti, a ti por quién
lo hice, el pedirme cuentas? |
CARLOS.-
¡Cómo! ¿Es
posible? ¿Vos no adivináis lo que era para mí
este hombre que ha muerto? ¡Decidselo!... Venid en ayuda
de su ciencia suprema para explicarle este enigma. Este hombre
era mi amigo... ¿Y sabéis por quién ha muerto?
Pues ha muerto por mí. |
REY.-
¡Ah, lo presentía! |
CARLOS.-
Perdóname, sombra ensangrentada, si profano
este misterio ante tales oyentes. Sucumba a su vergüenza
este gran conocedor de los hombres viendo burlada su malicia
de anciano por la penetración de un joven. Sí,
señor, éramos hermanos; hermanos unidos con
más noble lazo del que forma la naturaleza; el amor
llenó el espacio de su vida: y su noble, su bella
muerte, sólo se debió al amor que me tenía.
Adicto me fue mientras os engrandeció con su estimación;
mientras su elocuencia se mofaba de vuestro inmenso orgullo.
Creíais dominarle, y erais el dócil instrumento
de sus sublimes proyectos. Mi prisión es la obra de
su prudente amistad, y para salvarme, escribió la
carta al Príncipe de Orange... Era la primera mentira
de su vida. Para salvarme se arrojó a la muerte y
la sufrió por mí. Le concedíais vuestro
favor y ha muerto por mí. Le entregabais vuestro corazón
y vuestra amistad, y el cetro real era en sus manos un juguete;
lo arrojó, y ha muerto por mí. (El REY permanece
inmóvil y con los ojos bajos; los Grandes le miran
con sorpresa y espanto.) ¿Era esto posible? ¿Podíais
creer en tan grosera farsa? ¡Cuán poco debía
de estimaros, cuando os tendía tan grosero lazo! ¡Osasteis
solicitar su amistad y cedisteis a tan ligera prueba! ¡Oh,
no, no! No era un hombre para vos. Nada poseía para
vos. Bien lo sabía, cuando os desdeñó
con todas vuestras coronas. Esta lira delicada debía
quebrarse entre vuestras manos de hierro, y no podíais
hacer con él otra cosa que matarle. |
ALBA.-
(Que no
ha apartado los ojos del REY, y observa con visible inquietud
que está demudado, se acerca a él con temor.)
Señor, no guardéis este silencio de muerte;
tended en torno la mirada y habladnos. |
CARLOS.-
No le erais
indiferente; de mucho tiempo se interesaba por vos, y tal
vez desterrado, os hubiera podido hacer feliz. Su corazón
era bastante rico para satisfaceros con sus sobrantes, y
una chispa de su genio os hubiera convertido en un dios...
Os habéis despojado vos mismo y me habéis despojado
a mí. ¿Dónde hallareis un alma como la suya
para reemplazarla? (Profundo silencio; algunos Grandes vuelven
los ojos y otros se cubren el rostro con las capas.) Vosotros,
vosotros que estáis aquí reunidos, mudos de
horror y admiración, no condenéis al hijo que
habla con tal lenguaje a su padre y a su Rey. Miradle; ha
muerto por mí. Si guardáis lágrimas
aún, si no corre por vuestras venas bronce derretido
en vez de sangre, mirad y no me condenéis. (Dirigiéndose
al REY con más moderación y calma.) Tal vez
aguardáis cómo acabará esta monstruosa
aventura. Tomad mi espada; sois de nuevo mi Rey. Os figuráis
que he de temblar ante vuestra venganza. Matadme, como habéis
muerto al hombre más noble de la tierra... Soy culpable;
lo sé... ¡Ni que me importa ya la vida! Renuncio a
cuanto me aguarda en el mundo. Buscad un hijo entre los extranjeros...
Aquí están mis reinos. |
|
(Cae junto al cadáver
del MARQUÉS y no toma parte alguna en el resto de
la escena. Se oye con intervalos y a lo lejos rumor confuso
de voces y tumulto. REINA profundo silencio en torno del
REY, quien tiende una mirada a los Grandes sin que ellos
se la devuelvan.)
|
REY.-
Nadie quiere responder; todos con
los ojos clavados en el suelo y velado el rostro. Habéis
pronunciado mi sentencia escrita para mí en vuestros
mudos semblantes. Mis vasallos me han juzgado. |
|
(Sigue el
silencio, el tumulto se acerca y crece. Los Grandes murmuran
entre sí y se hacen signos. El CONDE DE LERMA empuja
suavemente al DUQUE DE ALBA.)
|
LERMA.-
Parece una asonada. |
ALBA.-
(En voz baja.) Lo temo. |
LERMA.-
Se apresuran, llegan. |
Escena V
|
|
Dichos. Un OFICIAL de guardias.
|
OFICIAL.-
(Entrando.) ¡Un motín! ¿Dónde está
el Rey? (Se abre paso a través del grupo hasta llegar
junto al REY.) Madrid entero está levantado en armas,
y las tropas y el pueblo enfurecidos, rodean el palacio.
Dicen que el Príncipe Carlos se halla preso y su vida
en peligro, y el pueblo quiere verle vivo o pegará
fuego a Madrid. |
LOS GRANDES.-
(Con agitación.) Salvad,
salvad al Rey. |
ALBA.-
(Al REY que sigue sereno e inmóvil.)
Huid, señor, hay peligro; no sabemos todavía
quién arma al pueblo... |
REY.-
(Saliendo de su estupor
alzando la frente se adelanta con majestad en medio de ellos.)
¿Acaso mi trono subsiste todavía? ¿Soy todavía
el Rey de esta nación? No, no lo soy ya. Lloráis,
¡cobardes! enternecidos por la voz de un niño, y sólo
aguardáis la señal para abandonarme, víctima
de la traición de los rebeldes. |
ALBA.-
¡Qué
terrible pensamiento, señor! |
REY.-
Id, id a prosternaros
a las plantas de este Rey joven y floreciente; yo ya no soy
más que un viejo sin fuerzas. |
ALBA.-
A este punto
han llegado las cosas; ¡españoles! |
(Todos se agrupan
junto al REY y desenvainando las espadas se arrodillan ante
él. CARLOS permanece solo y abandonado junto al cadáver
del MARQUÉS.) |
REY.-
(Se arranca el manto y lo arroja
lejos de sí.) Cubridlo con las insignias reales y
alzadlo sobre mi cadáver, hollado a vuestras plantas.
(Cae desmayado en brazos de LERMA y ALBA.) |
LERMA.-
¡Socorro,
Dios mío! |
FERIA.-
¡Qué catástrofe! |
LERMA.-
Vuelve en sí. |
ALBA.-
(Deja al REY en manos
de LERMA y de FERIA.) Llevadle a su lecho, mientras voy
a devolver la paz a Madrid. |
|
(Vase y los demás con
el REY.)
|
Escena VI
|
|
CARLOS.
|
|
(Sigue junto al cadáver
de POSA. Algunos instantes después, sale LUIS MERCADO,
mira con precaución en torno suyo, y queda un rato
silencioso detrás del PRÍNCIPE que no le ve.)
|
|
MERCADO.-
Vengo de parte de S. M. la Reina (CARLOS vuelve
los ojos sin responder) ; mi nombre es Mercado, y soy médico
de S. M., ved mis credenciales. (Enseña al PRÍNCIPE
un anillo; CARLOS continúa en silencio.) La Reina
desea vivamente hablaros hoy mismo.... Asuntos importantes... |
CARLOS.-
Ya no hay nada importante para mí en este
mundo. |
MERCADO.-
Ha de hablaros de una comisión que
recibió del Marqués de Posa. |
CARLOS.-
(Con
viveza.) ¡Ah! Voy en seguida. (Hace que se va con él.) |
MERCADO.-
No ahora, Príncipe; es preciso aguardar
a la noche; todos los caminos están ocupados y dobladas
las guardias, de modo que es imposible entrar sin ser visto
en esta parte del palacio; sería aventurarlo todo. |
CARLOS.-
Pero... |
MERCADO.-
Queda un medio todavía,
Príncipe; la Reina ha pensado en él y os lo
propone, pero es osado, extraño y arriesgado. |
CARLOS.-
¿Y es? |
MERCADO.-
Vos sabéis que de mucho tiempo corre
la tradición, de que a media noche, bajo las bóvedas
subterráneas de este palacio, vaga la sombra del Emperador,
vestido con un hábito de monje. El pueblo lo cree,
y hasta los guardias ocupan su puesto atemorizados. Si estáis
resuelto a serviros de este disfraz, podréis discurrir
libremente por delante de los centinelas, y llegar a la habitación
de la Reina, que os abrirá esta llave. El hábito
religioso os garantiza todo inconveniente, pero debéis
decidiros ahora. Hallaréis en vuestro cuarto el antifaz
y el vestido necesario. Yo debo llevar inmediatamente la
respuesta a la Reina. |
CARLOS.-
¿Y a qué hora? |
MERCADO.-
A media noche. |
CARLOS.-
Decidle que me aguarde. |
|
| (Vase MERCADO.)
|
Escena VII
|
|
CARLOS y el CONDE DE LERMA.
|
LERMA.-
Huid,
Príncipe; el Rey está enfurecido contra vos,
y atentará a vuestra libertad si no a vuestra vida...
No me preguntéis nada más; he salido corriendo
para preveniros; huid sin tardanza. |
CARLOS.-
Me hallo en
manos de Dios todopoderoso. |
LERMA.-
Por lo que me ha dado
a entender la Reina, debéis salir de Madrid hoy mismo,
y partir para Bruselas; no lo retardéis; el motín
favorece vuestra fuga; con tal intención la Reina
lo ha promovido, y ahora no se atreverán a emplear
la fuerza contra vos. En la Cartuja aguardan los caballos
de posta, y por si fuerais atacado, tomad estas armas. (Le
da un puñal y pistolas.) |
CARLOS.-
Gracias, gracias,
mil gracias, Conde de Lerma. |
LERMA.-
Lo ocurrido hoy me
ha conmovido hasta el fondo del alma. No creo que exista
nunca un amigo tan tierno como vos. Los amantes de su patria
lloran por vos; no me atrevo a decir más. |
CARLOS.-
Conde de Lerma, quien ha muerto, os llamaba un noble corazón. |
LERMA.-
Por última vez, Príncipe, llevad feliz
viaje. Vendrán tiempos mejores, pero yo ya no existiré.
Recibid mi homenaje. (Se arrodilla.) |
CARLOS.-
(Muy conmovido,
quiere abrazarle.) No así, Conde, no así...
Me enternecéis y no quisiera que me faltaran las fuerzas. |
LERMA.-
(Besándole la mano con emoción.) Rey
de mis hijos, mis hijos ansiarán morir por vos...
Yo no lo podré ya... Acordaos de mí en mis
hijos... Volved a España para subir al trono del rey
Felipe; sed hombre... También habéis aprendido
a conocer el dolor... No concibáis proyecto alguno
de venganza contra vuestro padre. No vertáis sangre,
Príncipe... Felipe segundo forzó a vuestro
abuelo a descender del trono, y este mismo Felipe tiembla
hoy ante su propio hijo. Pensad en esto, Príncipe,
y que Dios os acompañe. |
|
(Vase apresuradamente. CARLOS
va a salir también por el lado opuesto, pero se vuelve
de súbito, se echa sobre el cadáver del MARQUÉS,
y le oprime de nuevo entre sus brazos; después se
retira también presuroso.)
|
Escena VIII
|
|
Un salón
del REY. El DUQUE DE ALBA y el DUQUE DE FERIA.
|
ALBA.-
La villa está ya tranquila. ¿Cómo habéis
dejado al Rey? |
FERIA.-
En la más terrible disposición
de ánimo que podáis imaginar... Se ha encerrado
solo y no quiere ver a nadie, ocurra lo que ocurra. La traición
del Marqués ha modificado súbitamente su carácter;
está desconocido. |
ALBA.-
Es preciso que le vea. Esta
vez no puede detenerme consideración alguna, porque
se acaba de descubrir algo muy importante. |
FERIA.-
¿Hay
más? |
ALBA.-
Mis guardias han sorprendido a un cartujo
que se había deslizado misteriosamente en las habitaciones
del Príncipe, y se hacía contar con sospechosa
insistencia la muerte del Marqués de Posa. Ha sido
preso e interrogado, y por temor a la muerte declaró
que llevaba consigo documentos de la mayor importancia que
había recibido del Marqués, con el encargo
de entregarlos al Príncipe si no volvía a vérsele
antes de ponerse el sol. |
FERIA.-
¿Y qué? |
ALBA.-
Estos papeles anuncian que Carlos debe salir de Madrid antes
del alba. |
FERIA.-
¿Qué? |
ALBA.-
Dicen que en el puerto
de Cádiz hallará dispuesta la nave que ha de
conducirle a Flessingue y que los Países-Bajos aguardan
tan sólo su presencia para sacudir el yugo de España. |
FERIA.-
¿Qué quiere decir esto? |
ALBA.-
Otras cartas
dicen que la flota de Solimán ha salido ya de Rodas
para atacar, en virtud de un tratado, al Rey de España
en el Mediterráneo. |
FERIA.-
¡Es posible! |
ALBA.-
Estas cartas me han revelado con qué objeto este caballero
de Malta haba emprendido últimamente sus viajes a
través de Europa. Se trataba nada menos que de armar
todas las potencias del Norte para defender la libertad de
Flandes. |
FERIA.-
Esta es su obra. |
ALBA.-
Acompaña
a estas cartas, en fin, un plan detallado de la guerra que
debe separar para siempre los Países-Bajos de la monarquía
española: nada se ha olvidado; cálculo de fuerzas
y resistencia, cuadro completo de los recursos y poderío
de la nación, máximas que deben seguirse, alianzas
que deben contraerse. Es un proyecto diabólico, pero,
en verdad, propio de un genio maravilloso. |
FERIA.-
¡Qué
impenetrable conspirador! |
ALBA.-
Se habla también
en estas cartas, de una entrevista secreta que debían
celebrar el Príncipe y su madre, esta misma noche
antes de partir. |
FERIA.-
¡Cómo! ¿Hoy mismo? |
ALBA.-
Esta noche. He dado las órdenes oportunas. Ya veis,
pues, que el tiempo apremia; no hay momento que perder. Abrid
la puerta del gabinete del Rey. |
FERIA.-
No. Está
absolutamente vedado. |
ALBA.-
Pues bien; la abriré
yo; la urgencia del peligro justifica la audacia. (En el
punto en que se adelanta hacia la puerta, ésta se
abre y sale el REY.) |
Escena IX
|
El REY. Dichos.
(Los
Grandes, sorprendidos a su aspecto, se separan y le franquean
respetuosamente el paso. Parece preocupado y abstraído.
En sus facciones y su porte se notan aún los efectos
del desmayo de la anterior escena. Se adelanta lentamente
hacia los Grandes y fija en ellos la mirada como distraído.
Luego se detiene pensativo, bajos los ojos y con agitación
creciente.) |
REY.-
Devolvedme a ese muerto... Quiero recobrarlo. |
DOMINGO.-
(En voz baja, al DUQUE DE ALBA.) Habladle. |
REY.-
Me desdeñaba y ha muerto... Quiero recobrarle... Quiero
que tenga otra idea de mí. |
ALBA.-
(Acercándose
a él con temor.) Señor... |
REY.-
¿Quién
habla aquí? (Recorre con la mirada el grupo.) Sin
duda, olvidasteis quién soy. ¡De rodillas! ¿Por qué
no te arrodillas?... De rodillas a mis plantas, criatura.
Soy todavía Rey y quiero contemplar el espectáculo
del servilismo. ¿Acaso me abandonará todo, porque
uno solo me ha menospreciado? |
ALBA.-
No habléis más
de él, señor; un nuevo enemigo más importante
que éste surge en vuestro reino. |
FERIA.-
¡El príncipe
Carlos! |
REY.-
Tenia un amigo que ha muerto por él...,
por él... Conmigo hubiera compartido un reino... ¡Desde
qué altura me miraba!... ¡Ah, no se mira con tanta
altivez de lo alto de un trono!... Claro, pues, que sabía
lo que valía su conquista, y su dolor prueba cuánto
ha perdido, pues no se llora así un bien pasajero...
Por que viviera daría las Indias... ¡Oh poder el mío,
que no consuelas, que ni siquiera puedes tender tu brazo
más allá de la tumba y reparar la ligereza
cometida con la vida de un hombre! ¡Los muertos no resucitan!
¡Quién se atreverá a decirme que soy feliz,
si duerme en la tumba un hombre que me ha rehusado su estimación!...
¡Qué me importan los vivos! Un alma, un hombre libre
surgió en todo un siglo, uno sólo, y me ha
despreciado y ha muerto. |
ALBA.-
Entonces, en vano vivimos
nosotros. Descendamos al sepulcro, españoles; hasta
en muerte nos roba el corazón del Rey... |
REY.-
(Se
sienta apoyando la frente en la mano.) ¡Ah! ¡Hubiese muerto
así por mí! porque yo le amaba... Le amaba
mucho... como a un hijo, y con él, una nueva y más
bella aurora despuntaba para mí. ¡Quién sabe
lo que le tenía reservado! Era mi primer amor. Maldígame
la Europa entera; tendrá razón en maldecirme,
pero de él he merecido gratitud. |
DOMINGO.-
¿Por qué
sortilegio?... |
REY.-
¡Y por quién ha hecho este sacrificio!
Por un niño; por mi hijo... ¡Ah! No lo creeré
jamás; un Posa no muere por un niño, ni la
mezquina llama de la amistad llena su corazón. Su
corazón palpita por la humanidad entera, por el mundo
y las futuras razas. Para satisfacer esta afección
poderosa, halla a su paso un trono y lo desdeña. No
se habría perdonado semejante traición a la
causa de la humanidad. No, le conozco mejor; no sacrificó
Felipe a Carlos, sino un anciano a un joven, su discípulo.
La estrella del padre, en el ocaso, no podía recompensar
su empresa, y reservó sus fuerzas para la próxima
aurora de la estrella del hijo. Claro, contaban con mi retiro... |
ALBA.-
Lo cual veréis confirmado en estas cartas. |
REY.-
(Levantándose.) Y bien podía equivocarse,
porque vivo todavía. Gracias, ¡oh naturaleza! Siento
en mis nervios el vigor de la juventud. Le entregaré
al ridículo. ¡Tendrán su virtud por el sueño
de un caviloso y habrá muerto en opinión de
loco! Aplaste en su caída a su amigo y a su siglo;
veamos cómo prescindirán de mí. El mundo
está todavía en mi poder por una noche y he
de emplearla de modo que nadie, después de mí,
durante diez generaciones, ha de cosechar nada de esta tierra
abrasada. Me ha sacrificado a la humanidad, su ídolo;
la humanidad pagará por él. Voy a empezar por
su muñeco. (Al DUQUE DE ALBA.) ¿Qué decíais
del Príncipe? Repetírmelo, ¿qué dicen
estas cartas? |
ALBA.-
Estas cartas, señor, encierran
las últimas recomendaciones del Marqués de
Posa al Príncipe Carlos. |
REY.-
(Hojea los papeles
y todos los Grandes le miran. Después de leídos
los deja a un lado, y se pasea por la cámara.) Llamad
al Cardenal inquisidor y rogadle que me conceda una hora.
(Uno de los Grandes se va. El REY vuelve a hojear los papeles,
continúa leyendo y los deja otra vez a un lado.) Decís
que esta noche... |
TAXIS.-
A las dos en punto la silla de
posta debe hallarse delante de la Cartuja. |
ALBA.-
Y mis
enviados han visto llevar al convento algunos equipajes con
las armas de la corona. |
FERIA.-
Sumas considerables se han
depositado en manos de algunos banqueros moros, para ser
reintegradas en Bruselas. |
REY.-
¿Dónde habéis
dejado al Príncipe? |
ALBA.-
Junto al cadáver... |
REY.-
¿Hay todavía luz en la cámara de la
Reina? |
ALBA.-
Todo está tranquilo; ha despedido a
sus damas más temprano que de costumbre, y la Duquesa
de Arcas, que salió la última, la ha dejado
durmiendo profundamente. |
(Un oficial de la guardia entra
y habla en voz baja y aparte al DUQUE DE FERIA. Éste
se dirige al de ALBA y otros le rodean sucesivamente, murmurando
entre ellos.) |
FERIA, TAXIS, DOMINGO.-
¡Es raro! |
REY.-
¿Qué
hay? |
FERIA.-
Una noticia, señor, apenas creíble. |
DOMINGO.-
Dos soldados suizos que han abandonado al instante
su puesto, dicen... Pero es ridículo repetirlo. |
REY.-
Veamos. |
ALBA.-
Que ha aparecido la sombra del Emperador
en el ala izquierda del palacio y ha pasado por delante de
ellos con grave y solemne continente. Los demás centinelas
apostados a lo largo del pabellón confirman la noticia,
y añaden que la aparición se habrá dirigido
a las habitaciones de la Reina. |
REY.-
¿Y en qué forma
han visto al Emperador? |
OFICIAL.-
Con el hábito de
jerónimo que llevó en sus postreros días
en el monasterio de Yuste. |
REY.-
Pues si iba con un hábito
de religioso los guardias le habrán conocido en vida,
porque sino, no atino cómo saben que es el Emperador. |
OFICIAL.-
Por el cetro que llevaba en la mano. |
DOMINGO.-
Cuenta la tradición que ya se le ha visto otra vez
bajo esta forma. |
REY.-
¿Y nadie le ha hablado? |
OFICIAL.-
Nadie se atrevió: los guardias se han puesto a rezar
y le han dejado pasar con respeto. |
REY.-
¿Y la aparición
se ha dirigido hacia las habitaciones de la Reina? |
OFICIAL.-
Ha desaparecido en su vestíbulo. (Silencio general.) |
REY.-
(Volviéndose con viveza.) ¿Qué decís? |
ALBA.-
Callamos todos, señor. |
REY.-
(Después
de un momento de reflexión al oficial.) Poned a los
guardias sobre las armas y cerrad todas las avenidas de este
palacio. Me dan deseos de hablar a este fantasma. (El oficial
se va; se adelanta un paje.) |
PAJE.-
Señor, el Cardenal
inquisidor. |
REY.-
(A la comitiva.) Dejadnos. |
|
(El gran INQUISIDOR,
anciano de noventa años y ciego, se adelanta apoyado
en un bastón y conducido por dos frailes dominicos.
Los Grandes se arrodillan a su paso y le tocan el hábito;
les da la bendición y se van.)
|
Escena X
|
|
El REY
y el GRAN INQUISIDOR.
|
|
(Larga Pausa.)
|
INQUISIDOR.-
¿Estoy
delante del Rey? |
REY.-
Sí. |
INQUISIDOR.-
No lo esperaba
ya. |
REY.-
Renuevo una escena de años pasados. El
Príncipe Felipe pide otra vez consejo a su preceptor. |
INQUISIDOR.-
Carlos, mi discípulo, vuestro augusto
padre, no tuvo jamás necesidad de consejos. |
REY.-
Era, pues, más feliz que yo. He cometido un asesinato,
Cardenal, y he perdido para siempre el reposo... |
INQUISIDOR.-
¿Por qué habéis cometido este asesinato? |
REY.-
Una tradición sin ejemplo... |
INQUISIDOR.-
La conozco. |
REY.-
¿Qué sabéis? ¿Por quién? |
INQUISIDOR.-
Sé desde muchos años lo mismo que vos. |
REY.-
(Con sorpresa. ) ¿Conocéis ya a este hombre? |
INQUISIDOR.-
Su vida, desde el principio al fin, se halla inscrita en
los sagrados registros del Santo Oficio. |
REY.-
¿Y era libre? |
INQUISIDOR.-
La cuerda al cabo de la cual volteaba, era
larga, pero indestructible... |
REY.-
Ha estado fuera de mis
reinos. |
INQUISIDOR.-
Donde quiera que estuviese, estaba
yo también. |
REY.-
(Paseándose con nuestras
de descontento.) Si se sabía en qué manos
había caído, ¿por qué se ha descuidado
la advertencia? |
INQUISIDOR.-
Os haré la misma pregunta.
¿Por qué no os habéis informado de quién
era, cuando os echasteis en sus brazos? Le habéis
conocido y de una sola mirada habéis visto en él
al hereje. ¿Quién os obligaba a ocultar esa víctima
al Santo Oficio? ¿Acaso se nos burla? Si la majestad de los
Reyes se rebaja hasta el recelo, si a espaldas de nuestro
poder se confabula con nuestros más pérfidos
enemigos, ¿qué será de nosotros? Si uno solo
merece indulto, ¿con qué derecho se ha sacrificado
a cien mil? |
REY.-
También él ha sido sacrificado... |
INQUISIDOR.-
No; ha sido asesinado... bajamente, criminalmente.
La sangre que debía verterse para nuestra gloria y
honor, porque este hombre nos pertenecía, ha sido
vertida por mano de un asesino. ¿Quién os autorizó
para atentar a los sagrados bienes de nuestra institución,
cuando debía morir en nuestras manos? Dios le enviaba,
según las necesidades de este siglo, para hacer patente
el orgullo de la razón, confundiéndole en la
vergüenza. Tal era el plan que yo concebí, y
he aquí destruida ahora la obra de muchos años.
Nos le habéis sustraída, y sólo os quedan
manchas de sangre en las manos. |
REY.-
La pasión me
arrebató; perdonadme. |
INQUISIDOR.-
¡La pasión!
¿El Príncipe Felipe es quien me da tal respuesta?
¿Soy yo el único que ha envejecido? ¡La pasión!
(Mueve la cabeza en señal de descontento.) Concede
la libertad de conciencia a tus reinos si andas encadenado. |
REY.-
Soy todavía novicio en estas materias. Ejercitad
vuestra paciencia conmigo. |
INQUISIDOR.-
No, no estoy contento
de vos. ¡Hacer traición así a la historia de
vuestro pasado! ¿Dónde estaba entonces Felipe cuya
alma, inmutable como una estrella fija en el cielo, gira
eternamente sobre sí misma? ¿Acaso se hundió
a vuestra espalda todo el pasado? No parece sino que el mundo
no era ya el mismo desde el momento que le tendíais
la mano, y el veneno no era ya veneno, y desaparecía
la línea de división entre el bien y el mal,
entre la verdad y el error. ¿Qué es un propósito,
qué es la firmeza y constancia de un hombre, si basta
un minuto para que el plan seguido durante sesenta años,
desaparezca como un capricho de mujer? |
REY.-
Yo leía
en sus ojos... Excusadme esta vuelta a la humanidad; os falta
un medio de comunicación entre el mundo y vuestra
alma: el sentido de la vista. |
INQUISIDOR.-
¿Qué necesidad
teníais de este hombre? ¿Podía ofreceros acaso
algo nuevo, algo a que no estuvieseis preparado? ¿Tanto desconocéis
las nuevas y entusiastas teorías, tan poco habituado
os halláis al pomposo lenguaje de los reformadores
del mundo? Si unas cuantas palabras derriban por ensalmo
el edificio de nuestras creencias, ¿cómo habéis
podido firmar, os pregunto, la sentencia de muerte de miles
de miserables que no habían hecho más para
subir a la hoguera? |
REY.-
Deseaba un hombre... Domingo. |
INQUISIDOR.-
¿Y por qué un hombre? Los hombres son
para vos números, y nada más. ¿Me será
preciso enseñar el arte del buen gobierno a mi encanecido
discípulo? Aprenda el dios de la tierra a prescindir
de lo que no se puede acordarle. Si suspiráis por
una afección, reconocéis por ello que contáis
en el mundo con iguales, y entonces no veo con qué
derecho os declaráis superior a ellos. |
REY.-
(Dejándose
caer en un sillón.) Soy un pobre hombre; lo reconozco.
Exiges de una criatura lo que sólo es posible al Criador. |
INQUISIDOR.-
No, señor; no se me engaña así.
Leo en lo íntimo de vuestro corazón; queríais
escaparnos. Os pesan las graves cadenas de nuestra institución
y queríais ser libre y solo. (Pausa.) Hemos sido vengados.
Dad gracias a la Iglesia que se contenta de castigaros como
una madre. Se os ha permitido elegir ciegamente y habéis
hallado en la elección castigo y enseñanza.
Ahora volved a nuestros brazos. Si yo no hubiese comparecido
hoy ante vos, ¡por Dios vivo! que mañana hubierais
comparecido vos ante mí. |
REY.-
No soporto semejante
lenguaje, modérate, sacerdote; porque no lo soporto;
no puedo oírte hablar en ese tono. |
INQUISIDOR.-
¿Por
qué evocáis la sombra de Samuel? Dos reyes
he dado al trono de España, y esperaba dejar mi obra
sobre sólidos cimientos. Veo malogrado el fruto de
mi vida; el mismo Felipe derriba el edificio. Y ahora, señor,
¿por qué he sido llamado? ¿Qué vengo a hacer
aquí? No abrigo el propósito de repetir mi
visita. |
REY.-
Una obra todavía, la última,
y podrás retirarte en paz. Olvidemos lo pasado, hagamos
las paces... ¿Estamos reconciliados?... |
INQUISIDOR.-
Si
el Rey se inclina humildemente... |
REY.. (Después de
breve pausa.) Me hijo proyecta una revolución. |
INQUISIDOR.-
¿Y qué decidís? |
REY.-
O todo, o nada. |
INQUISIDOR.-
¿Y qué entendéis por todo? |
REY.-
Permitiré
que huya, si no puedo matarle. |
INQUISIDOR.-
¡Y bien, señor! |
REY.-
¿Puedes tú infundirme una nueva creencia, que
autorice el cruento asesinato de un hijo? |
INQUISIDOR.-
Para
aplacar la eterna justicia, el Hijo de Dios murió
en la cruz. |
REY.-
¿Y quieres tú implantar esta opinión
en la Europa entera? |
INQUISIDOR.-
En donde quiera que la
cruz sea venerada. |
REY.-
Cometo un atentado contra la naturaleza.
¿Puedes imponer silencio a su voz poderosa? |
INQUISIDOR.-
Ante los derechos de la fe, la voz de la naturaleza pierde
su fuerza. |
REY.-
Pongo en tus manos mis oficios de juez;
¿puedo abdicarlos enteramente? |
INQUISIDOR.-
Entregádmelo. |
REY.-
Es mi hijo único. ¡Para quién habré
acopiado tantas cosas! |
INQUISIDOR.-
Antes para la muerte
que para la libertad. |
REY.-
Estamos de acuerdo; ven. |
INQUISIDOR.-
¿Dónde? |
REY.-
A recibir de mis manos la víctima. (Se lo lleva.) |
Escena XI
|
|
Habitación de la REINA.
|
CARLOS. La REINA; después el REY y su comitiva.
|
CARLOS.-
(Vestido con un hábito de fraile, con antifaz
que se quita al entrar y una espada desnuda debajo del brazo.
La REINA se adelanta con ropa de cámara, y una luz
en la mano. CARLOS dobla ante ella la rodilla.) ¡Isabel! |
REINA.-
(Mirándole con tristeza.) ¡Así volvemos
a vernos! |
CARLOS.-
¡Así volvemos a vernos! (Pausa.) |
REINA.-
(Esforzándose en serenarse.) Alzad: no debemos,
Carlos, enternecernos mutuamente, ni honrar a quien no existe,
con impotentes lágrimas; guardémoslas para
más leves penas... Se ha sacrificado por vos. Con
su vida preciosa ha recobrado la vuestra. ¡Habrá vertido
su sangre por una quimera! Yo misma he respondido de vos;
y fiando en mi palabra, dio con júbilo el último
suspiro. ¿Impediréis que la cumpla? |
CARLOS.-
(Con
entusiasmo.) Erigiré a su memoria un mausoleo como
no ha tenido ninguno rey... sobre sus cenizas florecerá
el paraíso... |
REINA.-
Así os quería;
este era el gran pensamiento de su muerte y declaro que me
eligió para ejecutar su última voluntad; yo
velaré para que se cumpla este juramento. Poco antes
de morir me confió otro legado, le di mi palabra...
¿Por qué debo callar? Me confió su Carlos...
Quiero arrostrar el qué dirán; ceso de temblar
ante los hombres y obraré una vez con la osadía
de un amigo. Mi corazón hablará: él
llamaba virtud nuestro amor, le creó, y mi corazón
no quiere por más tiempo... |
CARLOS.-
No continuéis,
señora; he sido víctima de un prolongado y
penoso sueño; he amado. Despierto ya; olvidemos lo
pasado. He aquí mis cartas: quemad las mías
y no temáis ningún arrebato por mi parte. Una
llama pura alumbra mi ser; mi pasión es sepultada
en la tumba y ningún deseo mortal compartirá
de hoy más mi corazón. (Pausa. Le toma la mano.)
He venido a daros mi último adiós. ¡Madre mía!
Reconozco por fin que existe una felicidad más grande
y envidiable que la de poseeros. Una sola noche ha dado impulso
al perezoso curso de mis años, y me infundió
en la primavera de mi vida la madurez de la virilidad; no
me queda ya otra misión que la de recordarle. (Se
acerca a la REINA que oculta su rostro.) ¿Nada me decís,
madre mía? |
REINA.-
No hagáis caso de mi llanto,
Carlos... No puedo impedirlo, pero creed que os admiro. |
CARLOS.-
Fuisteis la única confidente de nuestra unión,
y por este título seguiréis siendo la persona
más querida para mí en este mundo; no puedo
concederos mi amistad, del modo que ayer no podía
conceder mi amor a otra mujer; pero si la Providencia me
sienta en el trono, la viuda del Rey será sagrada
para mí. (El REY acompañado del gran INQUISIDOR
y de los Grandes, aparece en el fondo sin ser visto.) Ahora
voy a dejar a España; no volveré a ver a mi
padre nunca más en esta vida; no le estimo ya; la
naturaleza ha muerto en su seno; sed de nuevo su esposa,
y puesto que ha perdido un hijo cumplid vuestros deberes.
Yo corro a libertar del yugo del tirano a un pueblo oprimido.
Madrid volverá a verme coronado o no me verá
nunca más; y ahora, para esta larga separación,
besad, madre mía, a vuestro hijo. (La besa.) |
REINA.-
¡Oh, Carlos! ¿Qué hacéis de mí? Fáltanme
las fuerzas para elevarme a esta varonil grandeza, pero puedo
comprenderos y admiraros. |
CARLOS.-
¿No soy ya fuerte, Isabel?
Os tengo entre mis brazos y no flaqueo, cuando ayer todavía
los mismos terrores de la muerte no hubieran podido arrancarme
de aquí. (Se separa.) Esto es hecho; desafío
al destino; os he tenido en mis brazos y no he flaqueado...
¡Silencio! ¿Habéis oído? (Da la una.) |
REINA.-
Sólo oigo la terrible campana que suena la hora de
nuestra separación. |
CARLOS.-
Adiós, pues,
madre mía. De Gante recibiréis mi primera carta,
revelando el secreto de nuestras relaciones, pues quiero
obrar desde ahora abiertamente con Felipe. No quiero que
exista un solo secreto entre nosotros y no tenéis
necesidad de temer las miradas del mundo: he aquí
mi última mentira. |
(Va a ponerse la máscara;
el REY se adelanta entre ellos.) |
REY.-
Sí; la última.
(La REINA cae desmayada.) |
CARLOS.-
(Corre a ella y la recibe
en sus brazos.) ¿Muerta? ¡Oh cielos! |
REY.-
(Con calma y
frialdad al gran INQUISIDOR.) Cardenal, he cumplido mi tarea;
cumplid la vuestra. |
(Vase.) |