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Capítulo XXXIX

El combate de los alguaciles, y las primeras lágrimas de Diego Martinez


A pesar del encono de Mateo Vazquez y del empeño que ya empezaba á manifestar el Rey contra Antonio Perez, no se podia perseguir á éste como autor de la muerte de Escovedo, porque faltaban pruebas en su daño: pero su incansable enemigo se habia propuesto perderle á todo trance, y solo esperaba la llegada de Miguel del Bosque, para dirigirle un golpe mortal. Miguel sin embargo, no debia llegar á la córte, tomo saben perfectamente nuestros lectores, y Vazquez sospechó que habia sido burlado, aunque ignoraba el terrible recurso á que se habia apelado para impedir la comparecencia de aquel irrecusable testigo. Resuelto pues á obtener la prueba que necesitaba, no sosegó un instante en sus maquinaciones, y tanto y con tanto ahinco trabajó, que hizo ver claramente al Rey, la conveniencia de que Perez entregase las órdenes secretas y las cartas que de él habia recibido, sobre el asesinato del Secretario de D. Juan de Austria, lo cual se lograria fácilmente, prendiendo á su muger y á sus hijos. Así se hizo en efecto, y doña Juana Coello quedó arrestada en su casa, hasta que pusiese en manos de los enemigos de su esposo los mencionados documentos.

Era una noche tempestuosa del mes de diciembre. Los guardianes de doña Juana se habian retirado al aposento en que solian descansar; los hijos del desgraciado Secretario del Rey, dormian profundamente; todo estaba tranquilo y silencioso en aquella triste morada, cuando llamaron con precaucion á la puerta de la calle. La esforzada matrona, que en aquellos momentos pedia al cielo misericordia y amparo contra las grandes penalidades que afligian su angustiado corazon, se levantó del reclinatorio en que oraba, acercóse á una ventana, la abrió muy despacio,y rigistró la calle en medio de la oscuridad, con ansiosas miradas. No tardó en distinguir dos bultos junto á la puerta de su casa, y sin duda también uno de estos reparó en ella, porque separándose de su compañero y mirando hácia arriba, dijo con mesurado acento:

-Cualquiera que seais, hacedme la merced de decir al señor Antonio Perez, que ha llegado á la córte su buen servidor Roque de Almagro.

Al oir este nombre, se estremeció doña Juana; mas no perdió su serenidad y contestó al punto:

-Aguardad.

En seguida cerró la ventana, y cogiendo el velon que iluminaba la estancia, salió de esta de puntillas y bajó al zaguan. Un instante después entraban en él Diego Martinez y Juan de Mesa.

-Chut... silencio, les dijo la matrona.

-¿Qué teneis, señora? preguntó el soldado aturdido. ¿Dónde están vuestros criados, que os dejan bajar de ese modo, para que abrais á unos pobres viajeros como nosotros?

-Los criados... casi todos han desaparecido, respondió suspirando doña Juana: me quedan dos guardianes, que me ha puesto la generosidad del Rey.

-¡Presa! ¿Pues y el señor Antonio Perez?

-En la fortaleza de Turruégano.

-¡Ira de Dios! ¿Conque venimos tarde?

-No alceis la voz; pueden oiros...

-Es verdad... no es hora tampoco de esclamaciones. ¿En qué sitio de la casa habeis aposentado á esos hombres?

-En la estancia de atrás.

-¿Estais segura de que se hallan en ella en este instante?

-Sí, y aun presumo que dormidos, porque han cenado bien y bebido mas.

-¿Qué te parece amigo Juan?

-Que esos guardianes son muy estúpidos, observó el matador de Miguel del Bosque, y que custodian mal á mi señora doña Juana.

-De modo que podemos reirnos de su vigilancia, repuso Diego: algo semejante á eso pensaba yo ahora mismo.

-¿Qué intentais? murmuró temblando doña Juana.

-Una cosa muy puesta en razon; sacaros á vos y á vuestros hijos de vuestra casa y conduciros á Aragon.

-Imposible: mi esposo pagaría demasiado cara mi fuga; podeis sin embargo prestarle un servicio de la mayor importancia.

-Hablad, señora, porque venimos dispuestos á todo.

-Seguidme con mucho tiento.

Doña Juana guió entónces á nuestros aventureros á la habitacion que solia ocupar Antonio Perez, y señalándoles dos baules que en ella habia, les dijo:

-Ahí está lo que se busca; ahí existen las cartas y las órdenes que el Rey dirigió á Perez, mandándole que hiciese lo que hizo como buen vasallo. También encontraremos la consulta del marqués de Los-Velez, sobre aquel tristísimo asunto.

Y abriendo los baules, añadió con el júbilo que lo inspiraba la idea de salvar á su marido:

-Cojed esas pruebas, guardadlas en vuestro poder y huid con ellas á Aragon.

-Vengan al punto, replicó Diego Martinez, mas para buscarlas, necesitamos vivir sin zozobra y guardar antes á vuestros guardianes.

Dicho esto se salió de la habitacion y dirigiéndose, como práctico que era en todas las de la casa, á la que ocupaban los dos alguaciles del alcalde de corte Alvaro García de Toledo, encargados de no permitir la comunicacion de doña Juana con persona alguna, la cerró por la parte esterior, dejándolos presos en ella, y se guardó la llave. Cuando volvió al lado de la matrona, encontró á esta examinando los papeles de los baules, y á Juan de Mesa con el oído pegado á los cristales de la ventana, que daba á la calle.

Mas de dos horas duró la operacion del rebusco, y terminada que fué, los dos amigos se repartieron los importantes documentos, cuyo secuestro hubiera dejado infaliblemente sin defensa á Antonio Perez, y juraron á su esposa no perdonar medio ni diligencia para sacarle del aprieto en que se veia. En seguida se despidieron de ella y ya se hallaban muy cerca de la escalera, cuando hirió sus ojos un vivo resplandor que, al parecer, partia del zaguan. Al mismo tiempo llegaron hasta sus oidos algunas voces susurradas con misterio y alarmados por tan inesperada novedad, se detuvieron para dar aviso á doña Juana de lo que ocurría: esta recordó entonces que al recibir á Diego Martinez y á su acompañante se habia dejado entornada la puerta de salida á la calle, circunstancia que indujo á los últimos á figurarse que, tal vez algunos hombres desalmados, conociendo que en aquella casa podrían hallar buen botin, se habían metido de rondon en el zaguan, con el propósito de saquearla. Nuestros dos valientes no temian habérselas con gente de malas mañas, por lo que después de tranquilizar á la matrona, avanzaron resueltamente hácia la escalera, espada en mano. Al mismo tiempo la subian cuatro hombres, capitaneados por otro que llevaba en la mano izquierda un farol encendido, y que al sentir los pasos de los otros, preguntó con imperioso acento:

-¿Quien baja?

-El diablo y su cuadrilla, le contestó Diego precipitándose sobre él y haciéndole rodar mas de una docena de escalones.

La escena quedó á oscuras de repente, porque el farol se rompió, apagándose la luz. Los que subian desenvainaron por instinto sus aceros, y no osando valerse de ellos en medio de las tinieblas, por no acometerse los unos á los otros, empezaron á lanzar horribles maldiciones y á pedir favor en nombre del Rey. Diego Martinez y Juan de Mesa, que conservaban toda su sangre fria, acometieron con rábia á sus enemigos, repartiendo á derecha e izquieda sendos tajos y reveses, y avanzando siempre para abrirse paso. Llegaron por fin al zaguan, en tanto que los, otros subían muertos de miedo, pues creian habérselas con algun ejército de condenados, y sin detenerse un instante se echaron á la calle. Esta se hallaba desierta, por lo que, envainandosus espadas los dos amigos, apretaron el paso y se dirigieron á la hostería que los servia de puerto de refugio, y en la cual se había jugado á la suerte la estocada de Juan Escovedo.

Mientras ellos se ponian en salvo, los dos alguaciles que custodiaban á doña Juana Coello despertaron al infernal estrépito, que armaban los cinco hombresque acababan de subir: saltaron al punto de sus lechos, vistiéronse á toda prisa y corrieron á abrir la puerta del aposento. Mas ¡cuál fué su asómbro cuando se vieron encerrados! Desde luego imaginaron alguna traicion tramada por los amigos y secauces de Perez para libertar á doña Juana, y conociendo que si se llevaba á efecto, iban á incurrir ellos en una grave responsabilidad, que seguramente no les perdonaría el Rey, empezaron á dar grandes voces y golpes á la puerta, apellidando justicia y amenazando matar á todo el mundo. Aquel nuevo tumulto llamó la atencion de los que habian subido, cuyo gefe les dijo:

-Aquí están los que han hecho armas contra nosotros; ya son nuestros.

Y dirigiéndose á los encerrados alguaciles, añadió:

-Abrid con mil demonios, menguados, y rendios con armas y bagages, si no quereis morir.

-Abrid vosotros, infames traidores, gritó uno de aquellos, para que os demos vuestro merecido.

El gefe de los cuatro acometadores hizo saltar con la punta de su daga la cerradura de la puerta, y esta se abrió con estrépito. Los dos alguaciles se precipitaron furiosamente sobre los de la parte de afuera: estos se mantuvieron firmes procurando cerrarles el paso, pero como les rodeaba por todos lados densísima oscuridad, peleaban á la ventura sin saber á punto fijo el número de sus contrarios. Los gritos se sucedian á las corridas, las corridas á las estocadas, las estocadas á los juramentos y maldiciones, llegando hasta tal punto la confusion y la batalla de tan infernal escena, que ninguno de los comprometinos en ella acertaba á comprender, si atacaba á un contrario o á un amigo.

Doña Juana habia huido á su estancia y la cerró por dentro: asomóse después á la ventana, vió que dos hombres salian del portal, y examinaban la calle, desapareciendo de ella á los pocos momentos, supuso que eran los dos leales y valientes servidores de Antonio Perez, y observando por el estruendo que llegaba hasta sus oidos, que la zambra proseguia dentro de su casa, apagó la luz y se retiró al aposento interior, en que dormian sosegadamente sus hijos y sus dos criadas.

Hora es ya de que nuestros lectores conozcan la causa de aquella estraña irrupcion de los cinco hombres en la pacífica morada del secretario del Rey.

Mateo Vazquez, su implacable perseguidor, tenia muy buenos espías en la corte, y uno de ellos, apostado constantemente en una esquina de la calle del Cordon ó de los Azotados, fue á póner en su noticia, que dos hombres sospechosos se habían detenido al pie de las ventanas de Antonio Perez, cuya puerta se les acababa de abrir. Oir esto y disponer que los primeros alguaciles que pudo tener á mano fuesen á registrar la casa en nombre del Rey, fué para él deliberacion de cinco minutos: pero los cinco representantes de la Real justicia no tenian los mismos motivos de encono contra el desgraciado valido, que Mateo Vazquez, y opinaron prudentemente que, pues parecia que se habian abierto aquella noche las cataratas del cielo, tanto montaba registrar la casa en cuestion dos horas antes, como dos horas despues. Aguardaron pues á que cesase el diluvio, que caia sobre Madrid, y cuando creyeron que ya podian atravesar, sin peligro de ahogarse, las inmundas callejuelas y derrumbaderos peligrosos de la gran villa, volaron al cumplimiento de su comision. Ya hemos visto que los traidores que buscaban habian hecho una retirada heróica, y que engañados por las voces de los dos alguaciles encerrados, merced á la provisora trastienda de Diego Martinez, se habia trabado á oscuras, entre unos y otros, la mas desesperada refriega, que se conoce en los fastos alguacilecos de España.

El cansancio y sobre todo la falta de batalladores puso fin á sus estragos: dos combatientes, impulsados por un mismo pensamiento y hartos de repartir, á la suerte, cuchilladas mortales, corrieron por fin á la escalera: entónces cesó de todo punto la tremenda refriega. Aquellos hombres salieron juntos á la calle, huyeron de ella, como si una legion de negros familiares les fuera pisando los talones, y no pararon hasta dar con el primer farol encendido. Entónces, á la luz vacilante y opaca de aquel cascajo de hoja de lata, mas apropósito para proyectar sus sombras sobre el asesino, que para dirigir los pasos del hombre honrado, se examinaron y se reconocieron.

-¡Cómo es esto! exclamó uno de ellos: tú no ibas con nosotros al registro de la morada del señor Antonio Perez.

-Ni tú eres mi compañero, contestó el otro, encargado como yo de la guarda de doña Juana Coello.

-¿Qué se han hecho mis cuatro amigos? repuso el primero.

-¿Y el que estaba conmigo dentro de la casa? añadió el segundo.

-Gracias á Dios, he sacado el pellejo sano y salvo.

-Y yo tambien.

-Precisamente hay algo de brujería en lo que ha pasado.

-Es que yo no sé lo que ha pasado; solo puedo afirmar, que tú y los tuyos nos habeis acometido.

-Ya; porque para nosotros érais los dos traidores que buscábamos.

-¡Ah! ¿Conque buscábais traidores?

-Se entiende. ¿Quién os encerró en aquel aposento?

-Hombre... pues es verdad... ¿quién nos encerró? ¿No fuisteis vosotros?

-Nosotros os abrimos, haciendo saltar la cerradura.

-También es verdad, y de ello deduzco que nos encerraron otras personas.

-¿Por qué tú y tu compañero nos acometisteis en la escalera?

-¡Virgen Santísima! ¿Nosotros?

-¿Pues quién?

-¿Qué se yo? Nosotros dormíamos tranquilamente y...

-No hay remedio; repito que ha habido brujería. Vamos á dar cuenta de todo al señor Mateo Vazquez.

A la mañana siguiente pasó el alcalde de corte García de Toledo á casa de doña Juana, y procedió á un registro de todas las habitaciones: en una de ellas, teatro de la sangrienta lid de la noche anterior, se encontraron cinco cadáveres de cinco alguaciles, y aunque los dos, que habian quedado con vida juraron que todos habian muerto bien y lealmente en defensa de la justicia del Rey, este dispuso que doña Juana Coello fuese tratada con mayor rigor, amenazándola con encierro perpétuo á pan y agua, si no entregaba los documentos que podian justificar á Perez.

Doña Juana, obedeciendo una orden de este, escrita con su propia sangre, y segura de que todos los papeles importantes estaban en poder de Juan de Mesa y de Diego Martinez, entregó cerrados y sellados los dos baules al confesor de D. Felipe: Fray Diego de Chaves, sin embargo, se negó á abrirlos y embió las llaves al Rey.17 Y como no se examinaron desde luego aquellos preciosos depósitos, no solo consiguió la noble matrona que se la dejase en completa libertad, después de haberse desprendido de ellos, sino también que sú esposo, á cuya salud sentaba muy mal la estrecha reclusion en el castillo de Turruégano, fuese trasladado á la aposentado en la casa del cardenal Cisneros, que todavía, subsiste en la calle del Sacramento, con vuelta á la plazuela llamada de la Villa.

Diego Martinez supo tan satisfactoria nueva con indecible júbilo, y en tanto que llegaba á la corte el secretario del Rey, dió á Juan de Mesa las instrucciones convenientes para que, dirigiéndose hácia Burgos, sacase de grado ó por fuerza del monasterio de las Huelgas á la princesa de Éboli y la condujese inmediatamente á Ara gon. Partió el villano llevándose una de las yeguas herradas al revés, decidido á desempeñar fielmente su comision, por arriesgada que fuese, y el soldado permaneció en Madrid con la otra, para dedicarse con empeño al proyecto que tenia formado de sacar á Beatriz de las garras de la Inquisicion.

Tres dias despues de la descomunal batalla de los alguaciles y á la caida de la tarde, entraba en el imponente recinto del Santo Oficio, un religioso agoviado por la edad, y cuyos trémulos pasos y blanca barba le daban todas las apariencias de un santo. Introducido respetuosamente por un familiar en la sala de audiencias, pidió hablar al señor Inquisidor Mayor, o al que hiciese sus veces, por ser negocio de conciencia el que allí le llevaba, y tan urgente, que no permitia la mas pequeña demora. Avisado el presidente del tribunal, ordenó que el religioso fuese conducido á la estancia en que él se hallaba, por lo que le fue preciso atravesar dos ó tres corredores oscuros, y rozarse en aquella tenebrosa incursion con varias sombras silenciosas, que cruzaban por su lado y desaparecian, sin que pudiese averiguar por donde. Despues de dejar á sus espaldas cuatro salas colgadas de negro, el familiar abrió la puerta de una, que estaba iluminada por la luz de cuatro velas verdes de cera, y le dejó sitio para que se adelantase, retirándose acto contínuo. Una mesa grande, sobre la cual ardían las velas en pesados candeleros de bronce, un Inquisidor que estaba escribiendo, media docena de sitiales, un enorme Crucifijo y algunos cuadros, entre los cuales sobresalia un Santo Domingo de cuerpo entero, fueron los primeros objetos que llamaron la atencion del fraile. El Inquisidor, sin interrumpir su trabajo, le señaló con la mano izquierda un sitial, pero él, á pesar de los achaques, propios de la vejez, que lo abrumaban y del cansancio que padecia, permanecio en pie, correspondiendo á aquella invitacion muda con una grave y profunda reverencia. El Inquisidor concluyó su trabajo, dejó la pluma en el tintero y dirigiéndose al religioso, despues de examinarle con escrupolosa atencion, le dijo:

-Vuestra Reverencia, segun me han informado, tiene que consultar al Santo Tribunal de la Fé acerca de un caso gravísimo. ¿Se trata de alguna duda sobre los misterios de la religion?

-No, padre Inquisidor, sino de una confesion que se se me hizo hace ya muchos años en el monasterio de la Espina, respondió el fraile.

-¿Quién fué el penitente?

-Una muger, que hoy se halla presa por delito de heregía, en las cárceles del Santo Oficio.

-¿Su nombre?

-Beatriz de Frias.

-¿Se refiere esa confesion al crímen de que se la acusa?

-Se refiere á un asesinato cometido en la persona de un virtuoso hermitaño.

-¿Cómo sabe Vuestra Reverencia que Beatriz de Frias está encerrada en la Inquisicion?

-Lo he oido decir á un criado de la señora princesa de Éboli, que estaba presente cuando la prendieron.

-Decia Vuestra Reverencia que la confesion de esa muger...

-Voy á esplicar á Vuestra Paternidad mi pensamiento. Si esa muger, si esa Beatriz de Frias, que por tanto tiempo ha vivido sin temor de Dios, ha declarado lo que sabe acerca de la muerte del hermitaño, mi venida es inútil; pues si Dios no ha hecho un milagro tocándola en el corazon, si no ha permitido su divina Providencia en sus inescrutables juicios, que ella declare, para castigarla mas y mas por su obcecacion impía, en tal caso mis exhortaciones y el recuerdo del crimen que me confesó en el convento de la Espina, con la pintura de los horribles pormenores que lo acompañaron, harán tal vez que se arrepienta y que ponga en noticia del Santo Tribunal lo que éste ignore de tan tristísimo secreto.

-El celo de Vuestra Reverencia por la gloria de Dios no quedará sin premio. Esa muger es una herege convicta, porque desde el dia en que llegó á esta santa casa, no ha hecho mas que maldecir de su suerte, lo cual es lo mismo que rebelarse contra el Dios de las misericordias. El Tribunal de la Fé admite desde luego á Vuestra Reverencia como testigo contra Beatriz de Frias,para que de este modo tenga mayor fuerza la declaración.

-Vuestra Paternidad no olvide que lo importante para el descubrimiento de la verdad no es mi declaracion, sino la de esa endiablada muger: mientras ella niegue...

-¿Qué importa? Tenemos el tormento.

-Pero el tormento no os revelará los cómplices que ella tuvo en aquel execrable crímen. ¿No es mejor que declare, haciéndola creer que yo puedo declarar lo que ella me confesó, y que sufra despues las penas merecidas por su impenitencia? Reflexiónelo bien Vuestra Paternidad, porque de esta suerte mañana, hoy mismo acaso, si es que existen y se hospedan en la córte, podrán dormir en los calabozos de la Santa Inquisicion los desalmados autores de la muerte del hermitaño.

-¿Y si se obstina, como hasta ahora, en no decir lo que sabe?

-Mucho lo dudo; mas si tal cosa sucediese, yo pediria las licencias necesarias para revelar al Santo Oficio el tenor de la confesion de Beatriz?

-¿Jura Vuestra Reverencia por Dios y por los Santos Evangelios que hará lo que dice?

-Si juro.

-¿Cómo se llama Vuestra Reverencia?

-Todos me conocen por el Padre Roque de Almagro.

-Ahora mismo verá Vuestra Reverencia á Beatriz de Frias. Despues proseguirémos nuestra plática en la sala grande del Tribunal.

El Inquisidor se levantó, hizo resonar un timbre y al punto se presentaron dos familiares, á quienes habló en voz baja. El Padre Almagro, aunque con mucho trabajo, siguió pausadamente á aquellos hombres, que le condujeron por un laberinto de corredores y de puertas, al parecer interminable, hasta que por fin se detuvieron debajo de una bóveda oscura. Uno de los familiares descorrió tres cerrojos, uno tras otro, de una estrecha puertecilla practicada en el muro de aquella especie de húmedo y lúgubre subterráneo, y dijo al religioso:

-Vuestra Reverencia puede entrar.

-¿Y qué debo hacer para salir? le preguntó el Padre Roque, que era hombre muy precavido.

-En el rincon de la izquierda de este calabozo hay otra puerta, y esta es la llave, respondió el familiar, dándole una que sacó del bolsillo.

-¿Adónde conduce esta puerta?

-Rectamente á la sala grande del Tribunal, por un pasadizo tan oscuro como los demás que hemos atravesado.

El fraile entró en el calabozo y sus conductores, después de cerrar la puerta y echar los tres cerrojos, se marcharon. Cuando el ruido de sus pasos hizo comprender al primero que se hallaban á razonable distancia, sacó de la manga de su hábito una linterna, yesca, piedra, eslabon, y una pajuela: dos minutos despues tenia luz y examinaban sus atónitos ojos aquel sepulcro, á fin de cerciorarse de que no se ocultaba en él algun espía. Era un cuadrilongo de quince piés de largo por nueve de ancho, que no recibia por parte alguna la menor claridad, y cuyo único respiradero, era una abertura enrejada de pie y medio en cuadro, practicada en la parte mas alta del muro de la izquierda, que formaba por el esterior la pared derecha de uno de los corredores tenebrosos de aquel trético recinto. Las paredes presentaban á la vista de nuestro religioso algunos letreros escritos con sangre y no pocas manchas que la humedad habia dilatado, y cuyo color indefinible le horrorizó más de rabia que de espanto: los únicos muebles de tan hedionda mansion consistian en un banco roto, una cubeta de pino con agua y un miserable jergon de paja húmeda, sobre el cual yacía la infortunada Beatriz.

-Hija mia, murmuró el Padre Almagro acercándose á ella, luego que estuvo seguro de que se encontraba solo en el calabozo: la divina Providencia no te desampara, supuesto que todavia te quedan amigos en el mundo.

Beatriz hizo un movimiento, porque el sonido de aquella voz penetró sin duda hasta su alma; pero dijo al mismo tiempo melancólicamente:

-Imposible... ¿Cómo ha de ser él? Me engañan mis deseos...

-Nada hay imposible para Dios, hija mia, repuso el fraile, que temia darse á conocer demasiado pronto. Su omnipotencia ha formado hombres, cuya voluntad es de-hierro. ¿No conoces á alguno, Beatriz?

-¡Diego!... ¡Diego! exclamó la infeliz sollozando.

-Calla... no me nombres así... repuso el soldado aplicando la mano derecha á la boca de su amada, para impedir que gritase: acuérdate de que aquí soy el Padre Roque de Almagro y de que vengo á salvarte.

-¡A salvarme!... No... no... á verme morir; á recibir mi último suspiro.

-De nada desesperes, Beatriz, porque aun puedes ser dichosa. Mira: en ese rincon hay una puerta y yo tengo la llave; es verdad que conduce á la sala del tribunal, pero no importa; desde el tribunal se sale á la calle y en ella estaremos los dos antes de media hora, aunque tenga que pegar fuego á la Inquisicion y hacer un Auto de Fé con todos los inquisidores. Levántate... sígueme... ¿No tienes confianza en mi?

-Solo en Dios, querido Diego, solo en Dios, á quien pido me perdone los grandes pecados que he cometido.

-¡Beatriz!... ¡Beatriz!... El arrepentimiento es una cosa muy santa y muy buena; yo tambien me arrepentiré algun dia, si Dios. no lo dispone de otro modo para mi condenacion; pero el tiempo vuela, y es preciso que salgamos de aquí á todo trance. Ven... huyamos...

-Déjame morir en paz. ¿No ves que no puedo moverme... que me va faltando el aliento?

Diego sobrecogido, anhelante, con una angustia mortal en el corazon, hincó una rodilla en tierra y acercó la linterna al rostro de Beatriz. Estaba lívido; sus ojos apagados no tenian movimiento; brotaba de los poros de su frente un helado sudor; sus lábios secós murmuraban tal vez misteriosas palabras de contricion sincera: todo anunciaba que el alma de la pobre muger se preparaba á abandonar en breve aquel cuerpo aniquilado por los padecimientos.

-Háblame, Beatriz, dijo el soldado con desgarrador acento. ¿Qué sientes? ¿Dónde está tu mal? ¡Oh! Yo te sacaré de aquí en mis brazos, y me abriré camino á puñaladas.

-¡Mi mal! balbuceó la desventurada. ¡El tormento!... ¡Los cordeles!... ¡Las cuñas!...

-¡Tigres! gritó el veterano, rugiendo como una pantera., ¡La han asesinado!... ¡La han puesto en la tortura!...

-Dos veces, suspiró Beatriz casi imperceptiblemente.

Diego pegó su rostro contra el suelo y lloró amargamente de desesperacion. Aquellas eran las prinieras lágrimas que habia derramado en su vida. Beatriz hizo un esfuerzo supremo; levantó un poco la cabeza, juntó las manos convulsivamente en actitud de orar, y esclamó:

-¡Diego!... ¡Diego!... ¡Dios mio!... ¡Vírgen Santísima! tened piedad y misericordia de mí.

Estas fueron sus últimas palabras. Diego se levantó; sus ojos estaban secos y sus párpados enrojecidos como ascuas ardiendo; las primeras lágrimas de su vida se los habian abrasado. Cerró piadosamente los de su amada, colocó en sus manos el crucifijo, que llevaba pendiente del cordon de su hábito, y dirigiéndose á la puerta del rincon de la izquierda, que le habia indicado el familiar, la abrió y salió con la linterna encendida al oscuro pasadizo, que conducia á la sala grande del tribunal de la Inquisicion.

Mas ¡cuál fue su asombro al encontrar allí, á cuatro pasos de la puerta que acababa de entornar, á un familiar del Santo Oficio! Al punto conoció que estaba perdido irremisiblemente, si aquel hombre le habia espiado, como lo daba á entender su presencia en aquel sitio, por cuya razon no vaciló en tomar una resolucion heróica. Pasó rápidamente por su lado, como si no lo hubiese visto, ó como si se hallase acostumbrado á semejantes apariciones; mas no bien le tuvo entro su persona y la puerta del calabozo de Beatriz, cuando volvió sobre sus pasos y levantó la linterna para reconocerle el rostro. Al punto retrocedió exclamando:

-¡Damian!... ¡Damian aquí!

El familiar avanzó hácia el soldado, y dijo sonriéndose con malicia:

-¿Cómo es que Vuestra Reverencia sabe mi nombre?

-¡Pues qué! ¿No habéis adivinado el mio? le preguntó Diego.

-Jamás he visto á Vuestra Reverencia hasta ahora, pero esperaba...

-¿Qué?

-La salida de Vuestra Reverencia de ese calabozo.

-¿Con qué objeto?

-Con el de conducir á Vuestra Reverencia á la sala del tribunal. Esa es la orden que he recibido del Padre Inquisidor presidente.

-Padre Damian, la muger que yace en ese encierro acaba de espirar.

-No lo estraño; se le ha aplicado dos veces el tormento en ocho dias; pocos escapan de esa prueba.

-¿Pero no conocíais á esa muger?

-No: solo el tribunal sabe los nombres de los presos, y el registro en que se apuntan es un libro secreto. ¿Ignoráis que la curiosidad se castiga en esta casa con las penas mas terribles?

-¿Habeis oido mi conversacion con esa muger?

-Tampoco; mas no ocultaré que han llegado hasta mi ciertas palabras...

-¿Y esas palabras?...

-Me han hecho sospechar que Vuestra Reverencia no es lo que parece.

-Padre Damian, os creo y me entrego á vuestra prudencia para que me procureis la salida de este infierno, sin pasar por la sala grande del tribunal. Esa infeliz muger, que á estas horas es un cadáver, se llainaba Beatriz de Frias...

-Beatriz... Beatriz de Frias... ha dicho Vuestra Reverencia...

-Sí; Beatriz, vuestra amiga Beatriz, la doncella de la princesa de Éboli.

-¡Jesus!... ¡Jesus!... ¡Es posible!... ¡La pobre Beatriz en la Inquisicion!... ¡Y sin saberlo yo hasta ahora! Si dicen que la que ocupa ese calabozo es una herege convicta.

-Si estaba convicta, ¿por qué lo han dado tormento? ¿Por qué la han hecho morir á fuerza de martirios?

Al paso que pronunciaba el soldado estas palabras, se desató la blanca y poblada barba postiza que le cubria mas de la mitad del rostro, y alumbrándose con la linterna, añadió en voz baja:

-¿Me conoceis ahora, padre Damian?

Este examinó mentalmente á su interlocutor y empezó á temblar, porque acababa de acudir á su memoria un vago recuerdo.

-¡Cómo! prosiguió el fingido fraile. ¿Ya no os acordáis de Diego el veterano, del primo de Beatriz?

-¡Señor!... ¡Señor!... ¡Misericordia! gritó el pobre Damian, cayendo de rodillas. ¡El alma del condenado que se llevó Satanás en aquella funesta noche!... ¿Qué me quieres?... ¿Qué te hice yo en este mundo, para que así vengas desde el otro á atormentar mi espiritu?... Vade retro... Por la señal de la santa cruz... Si buscas misas, yo te diré todas las que necesiten tus pecados, porque ya he recibido las sagradas órdenes... Vete... vete...

-Sosegaos, padre Damian, repuso Diego con impaciencia, y pensad que no hay tiempo que perder. Yo no soy ánima del Purgatorio ni cosa que lo valga: tampoco me llevó el Demonio, cuando vuestro pavor os hizo correr sin manteo por todas las calles de la corte; tocadme, si os place, y os convencereis de que aquí, á vuestro lado, teneis al mismísimo Diego en carne y hueso, como visteis la primera vez.

-¡Qué! ¿No desaparecísteis en aquella callejuela entre las garras del enemigo malo? se atrevió á decir el acongojado familiar.

-Allí no hubo mas enemigo que vuestro miedo, padre Dmian, le replicó Diego. Ea; levantaos y sacadme de esta horrible mansion de asesinos.

-¡Misericordia!... Si no os llevó el demonio en cuerpo y alma, no tardará en hacerlo por vuestras blasfemias.

-Ese es otro cantar, que Satanás y yo entonarémos algun dia á estocadas. Vamos, padre Damian, no me hagais perder los estribos, porque á malas soy peor que el mismo demonio.

Levantóse Damian, aunque no enteramente tranquilo, en tanto que el soldado volvia á juntarse la barba, y murmuró con acento compungido:

-Con tal que seais realmente Diego y no su sombra, disponed de este miserable pecador.

-Así me gusta, respondió el veterano. Guiadme hasta la puerta de salida y no os pesará.

-Tenemos que entrar primero en la sala grande, observó Damian.

-No me acomoda ese arreglo, porque razones particulares me obligan á huir del sitio en que me aguarda el Inquisidor Presidente.

-No hay otro camino.

-Pensadlo bien, padre Damian. ¿Veis esta daga?

Y le enseñó la que llevaba oculta debajo del hábito.

-Ahora caigo... murmuró el familiar, convencido por aquel irresistible argumento... seguidme.

Y echó á andar á lo largo del pasadizo.

-Poco á poco, dijo Diego agarrándole por el brazo; marcharémos juntos, para que yo no tropiece en esas tinieblas; y ahora tened muy presente, padre Damian, lo que voy á advertiros. Si me sacais sano y salvo á la calle, contad con un bolsillo de buenos ducados; si me conducis al poder de los Inquisidores, contad con una buena puñalada en el corazon.

El padre Damian, cuyas intenciones mas bien eran hostiles que favorables al soldado, reflexionó un momento, mas al fin se decidió por el bolsillo. Condujo al amante de Beatriz rectamente por el pasadizo, y antes de llegar á su estremo, esto es, á la puerta de la sala grande del tribunal, se detuvo delante de otra mas pequeña, practicada en el muro de la derecha, cuya longitud seguian, y dió tres golpes en ella, al paso que Diego empuñó la daga, movimiento que no se escapó á la atencion del familiar. La puerta se abrió, y un dependiente de la Inquisicion se descubrió con respeto al ver á nuestro venerable Fray Roque de Almagro. Pasó este, siempre asido á su acompanante, y ambos entraron en otro pasadizo mas ancho y no tan oscuro como el que acababan de dejar, por lo que Diego apagó su linterna, seguro de que se hallaban cerca de la salida. En efecto, al fin de aquel pasadizo habia otra puerta, que empujó Damian, y se encontraron en el portal de aquella tenebrosa morada.

-Seguid adelante sin chistar hasta el convento de Santo Domingo, le dijo Diego, si no quereis morir: allí os cumpliré puntualmente mi palabra.

Los esbirros del Santo Oficio, que al amor de la lumbre de un enorme brasero, entretenian sus horas de ócio en el zaguan de la casa, se levantaron para hacer reverencia al religioso: este les echó su bendicion sin soltar á Damian, en cuyo brazo parecia apoyarse como para seguir sus vacilantes pasos. Así salieron los dos á la calle y tomando hacia la izquierda, bajaron la que hoy se llama cuesta de Santo Domingo, y cerca ya de este monasterio, sacó Diego un bolsillo y lo puso en manos de Damian, alejándose de él precipitadamente. El familiar examinó las monedas una á una, y seguro de que su buena ley no permiticia que se convirtiesen en carbones encendidos, como dádiva del diablo, las guardó encojiéndose de hombros.




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Capítulo XL

El tormento y la fuga


Complicábanse entre tanto mas y mas los negocios de Flandes, ofreciendo á las armas españolas una série de triunfos y de penalidades sin cuento. Guillermo de Nasau, príncipe de Orange, acababa de morir asesinado, y su hijo Mauricio era demasiado jóven ó inesperto para luchar contra el duque de Parma. Viendo este caudillo que eran ineficaces sus medidas de conciliación para atraer á los confederados á la obediencia, movió sus tropas, haciendo que Malinas, Gante, Bruselas y casi todas las demás plazas del Brabante y de la Flandes se sometiesen al yugo de Castilla. Los Estados rebeldes conocieron que su resistencia sería inútil, sin el ausilio de alguna potencia estrangera, y por lo mismo solicitaron el de la reina Isabel de Inglaterra, que envió á Holanda á su favorito el conde de Leicester con fuerzas respetables, y puso á las órdenes de Francisco Drake una escuadra, la cual causó grandes estragos en la costa de Galicia y en las islas de Cabo Verde y de Canarias.

Don Felipe no podia permanecer indiferente, en vista de la conducta de la corte de Lóndres, y resuelto á castigar las repetidas traiciones de la reina Isabel, mandó equipar en Lisboa una poderosa armada, superior á cuantas habian surcado los mares, pues se componía de ciento y treinta buques con veinte mil hombres de desembarco. Esta escuadra, llamada La Invencible, se hizo á la vela mandada por el marqués de Santa Cruz-, aunque por fallecimiento de este, quedó muy pronto á las órdenes del duque de Medinasidonia: al doblar el cabo de Finisterre se vió combatida. por un fuerte temporal, que hizo en ella bastantes destrozos, pero que solo fue un débil anuncio de los que esperimentó poco tiempo despues en las costas de Holanda. Los elementos se conjuraron contra el heróico denuedo de nuestros marinos y soldados; una furiosa borrasca dispersó los buques, los desmanteló y muchos se estrellaron contra aquellas costas enemigas. En vano batallaron los esforzados españoles para contrarestar los terribles embates de las embravecidas olas; en vano se opusieron á los reiterados ataques de las escuadras combinadas de Holanda y de Inglaterra, que aprovechándose de tan horrible desastre, atacaron en detall á nuestros destrozados bajeles; la ruina de La Invencible fué completa, y los pocos buques que se salvaron del naufragio y del enemigo, huyendo por el norte de Escocia, llegaron á los puertos de España en estado tan miserable, que la corte, al saberlo, quedó sobrecogida de espanto. El Rey fué el único que conservó su serenidad al oir tan infausta nueva, y cuando el presidente del consejo de Castilla la puso temblando en su conocimiento, respondió aquellas memorables palabras, que ha consignado la historia:

-Yo no envié mi armada para que combatiese contra los elementos, sino contra los ingleses. Hágase en todo la voluntad de Dios.

Esta desgracia para nuestra patria coincidió con otros dos sucesos importantes, á saber, la muerte del célebre Alejandro Farnesio, duque de Parma, y la vuelta á Madrid de Antonio Perez, contra quien parecia que D. Felipe deseaba suavizar sus rigores, desde que su esposa doña Juana habia hecho entrega de los baules al confesor D. Diego de Chaves. No era así sin embargo, porque Mateo Vazquez esperaba que el Secretario, privado de sus documentos, no podria presentar pruebas que justificasen su obediencia al Rey en el proceso, mandado formar sobre, la muerte de Escobedo; que por lo mismo sería muy fácil condenarlo, por calumniador de su amo y Señor, y que con su suplicio, quedaria satisfecha la animosidad de cuantos aborrecian al antiguo favorito.

Para llevar á cabo el infame propósito de Vazquez, que dirigia todos los procedimientos, mostrándose á un mismo tiempo juez y parte en la causa, se proveyó á los pocos el auto siguiente:

«Aviendo hecho al Rey nuestro Señor relacion, que parecia aver sido Antonio Perez, en órden á la muerte del secretario Juan de Escovedo con voluntad y consentimiento de S. A., y que parecia conveniente que pareciesen este consentimiento, en el processo para descargo de Antonio Perez, y poderle conforme á esto absolver de todo, como era justo; y assimismo seria necessario se mostrassen las causas del, para que no se ofenda punto, de reputacion de S. A. y su gran christiandad; convino en que assi se hiciesse, y mandó que supiessen del dicho Antonio Perez las causas dichas, pues él era el que las sabia, y avia dado noticia á S. A., y la averiguacion y probanza que avia dellas»

A tan inícuo proceder, añadió Mateo Vazquez una precaución necesaria para no dejar al Rey en descubierto, y que en todo caso debia contribuir á asegurar el éxito de sus maquiavélicos planes. Así pues al pié del auto esterior, se leian estas palabras.

«Y en quanto, si se pondrian en el processo, ó no, (las causas que alegase Perez haber tenido para disponer la muerte de Escovedo) avissaria despues (el Rey) lo que fuesse su voluntad.»

Procedióse en seguida al registro y exámen de los papeles del Secretario, y la cólera del Rey contra éste volvió a despertarse con nueva y mas terrible fuerza, cuando supo que en ninguno de los dos baules se habia encontrado documento alguno, relativo al asesinato del valido de D. Juan de Austria. Mateo Vazquez no se descuidó en aprovecharse de la indignacion de D. Felipe, á quien pintó la conducta de Antonio Perez, como consecuencia de una trama calculada, con el objeto de infamar á su soberano ante las córtes de Europa, por medio de la publicacion de órdenes y cartas, que no habian parecido. El Rey, a pesar de todo, no quiso desmentir en tan apurado tránce, el dictado de Prudente que sus súbditos le daban, y entregó á Vazquez una órden escrita de su puño, y concebida en estos términos:

«Podreis decir á Antonio Perez de mi parte, y si fuera menester enseñadle este papel, que el sabe muy bien la noticia que yo tengo de aver él hecho matar á Escovedo, y las causas que me dijo, que avia para ello; y porque á mi satisfaccion y á la de mi consciencia conviene saber, si estas causas fueron, ó no, bastantes, y que yo le mando que las diga, y de particular razon dellas, y muestre, y haga verdad las que ansi me dixó, de que vós teneis noticia, porque yo os las he dicho particularmente, para que aviendo yo entendido las que assi os dixere, y razon de que os diere dello, mande ver lo que en todo le convendria hacer. Madrid etc. -Yo el Rey.

Al mismo tiempo se redobló la vigilancia sobre Antonio Perez, habiéndosele trasladado, como queda dicho, desde su casa de la calle del Cordon á la que construyó, á principios del siglo XVI el cardenal regente Fray Francisco Ximenez de Cisneros en la del Sacramento. Los alguaciles Erizo y Zamora recibieron órdenes estrechísimas de guardarle con todo rigor, sin permitirle hablar ni tener la menor comunicacion con persona alguna; ni aun ellos mismos debian dirigirle una sola palabra, bajo pena de la vida. Cuando le enseñaron el mandato escrito del Rey, comprendió que lo que se pretendia era que se acusase á sí mismo, dejando á salvo la responsabilidad de D. Felipe, que se habia guiado por la famosa consulta del marqués de los Velez, ó que en otro caso, presentase esta y los demás papeles, que obraban en poder de Diego Martinez y Juan de Mesa, segun le habia informado su esposa, para ocupárselos y condenarle por falsario y forjador de calumnias contra la persona del Monarca. Resuelto á no desprenderse de sus preciosas pruebas y á morir, si necesario fuese, dejándolas á su familia como una herencia de su venganza; contestó al presidente del Consejo que, salvo el acatamiento y reverencia que le merecian las palabras del Rey su Señor, nada tenia que decir tocante á la muerte de Juan Escovedo, en la cual no habia intervenido para nada. No se contentó con esto, sino que recusó ágriamente la competencia de Mateo Vazquez en aquella causa, por haber aceptado los poderes de la familia de Escovedo, lo cual le hacia aparecer, en concepto de todos los hombres imparciales, como un instigador apasionado y vengativo, á cuya voluntad se sometian tan escandalosos procedimientos.

Mateo Vazquez, no bien supo esta respuesta enérgica del valido destronado, aconsejó hipócritamente al Rey que, á fin de quitar todo pretesto á la maledicencia de los amigos de Perez, nombrase por acompañado en la causa á persona desinteresada y merecedora de que se le confiase tan delicado negocio. Pareció á D. Felipe muy puesto en razon el dictámen, y dió el encargo de activar el asunto al Licenciado Juan Gomez, de su cámara y consejero. Pero éste, que veía en Mateo Vazquez al sucesor de Antonio Perez en los favores y privanza del Rey, se prestó dócilmente en sus inspiraciones, como seguro camino para medrar, e insistió repetidas veces y siempre con mayor empeño, á fin de que el procesado declarase los motivos que habían ocasionado la muerte de Escovedo, y convenciese á la justicia de su necesidad y urgencia. Perez insistió en su negativa, asegurando que ninguna confesion sacarian de él, pues ignoraba todo lo que habia acontecido en aquel tristísimo asunto; mas como se queria á todo trance obtener de él las pruebas, cuyo paradero ignoraban sus enemigos, acordaron estos apelar á la fuerza, ya que de buen grado no podían alcanzar lo que apetecian. En su consecuencia dispuso Juan Gomez que los alguaciles Zamora y Erizo echasen á Perez una gran cadena de hierro y le pusiesen grillos, y aunque el infeliz Secretario, por medio de su esposa, pidió al Rey que se los quitasen, alegando que por el mal estado de su salud, no lo era posible soportarlos, fué desechada su súplica.

Desde entonces solo pensó doña Juana de Coello, en concertar con Diego Martinez el medio mas seguro de proporcionarle la fuga á Aragon, empresa temeraria en las circunstancias que le rodeaban, y que sin embargo se realizó, aunque no tan prontoque impidiese un doloroso acontecimiento, preparado por la perfidia de Mateo Vazquez contra la aborrecida víctima de su encono.

En efecto, pocos dias despues de haberse negado D. Felipe á los ruegos del Secretario para que le aliviasen del enorme peso de la cadena y de la sujecion de los grillos, se presentaron en la sala que le servía de encierro sus perseguidores Mateo Vazquez y Juan Gomez.

-Venimos, le dijo el último, á intimaros que respondáis á las preguntas que se os hagan, conformes á lo dispuesto por la órden del Rey nuestro Señor.

-Al Rey nuestro Señor, cuya voluntad reverencio como buen vasallo, contestó Perez, han informado mal los que se empeñan en que yo sé algo sobre la muerte de Juan Escovedo.

-Mirad, repuso el licenciado, que el mismo Rey asegura con su firma, que está enterado de que vos hicisteis matar á Escovedo, y de que lo disteis cuenta de las razones que para ello habia. Nadie pues ha dirigido á S. A. la menor acusacion contra vos.

-Si así es, replicó el Secretario, yo pido perdon con toda mi alma á las personas, de quienes habia sospechado.

-De ese modo descargais vuestra conciencia, y solo falta que declareis...

-Nada tengo que declarar; ya os lo he dicho muchas veces; aténgome pues á lo que siempre he sostenido.

-¿Y qué contestais á la seguridad, con que el Rey afirma vuestra participacion en aquel asesinato?

-Que es hombre, y que como tal puede engañarse.

-Por última vez os requiero, para que confeseis las causas que, en vuestro ánimo, hicieron necesaria y urgente la medida de matar al secretario de D. Juan de Austria, nombrando á las personas, que os ayudaron en el hecho.

-No os molesteis en pedirme un imposible; el Rey nuestro señor sabe perfectamente, ya que tan conocedor se muestra de tan grave negocio, que Juan Escovedo no murió por consejo mio. Decídselo así de mi parte, y que me cumpla lo que me tiene ofrecido, de no abandonarme nunca al resentimiento de mis contrarios.

-Señor Antonio Perez, ¿es esa vuestra única respuesta?

-¿Por qué lo dudais? Si otra tuviera que daros, hiciéralo desde el primer dia, sin dejárosla aguardar hasta hoy.

-Pongo en vuestra noticia que, si persistis negando, voy á poneros á cuestion de tormento.

-¿Imaginais por ventura que las confesiones arrancadas por el dolor contendrán la verdad? La carne es flaca, señor Juan Gomez, y hará todo cuanto dispongais de ella; pero el alma, ese espíritu, ese soplo de Dios, protestará contra una declaración que la naturaleza reprueba.

-No estoy aquí para empeñarme con vos en una controversia filosófica, sino para cumplir las órdenes del Rey. O declarad, ó preparaos á sufrir el tormento.

-Preparado estoy á todo. Dios me tendrá en cuenta, para descargo de mis culpas, lo que el verdugo me haga padecer.

Inmediatamente pasó Mateo Vazquez á una pieza inmediata, de la cual volvió á poco rato con el escribano Antonio Marquez y Diego Ruiz el verdugo, que en ella estaban esperando su aviso. Instado de nuevo el desdichado Perez para que confesase lo que de su boca se pretendia oir, y habiendo rehusado someterse á aquella exigencia, con una entereza que á todos dejó maravillados, fué puesto al tormento. Hé aquí cómo se verificó este, segun el relato oficial del Proceso manuscrito, llamado de los Archivos de negocios estrangeros, que se fulminó contra el secretario del Rey don Felipe II.

«Y luego incontinente, los dichos jueces (Vazquez y Gomez) dijeron, que quedando en su fuerza y vigor los indicios y probanzas, del suceso, y sin moverla ni alterarla en cosa alguna, solo para que declare lo que se le pide, le mandaron poner á cuestion de tormento; y si en el moriesse ó lesion de algun miembro le sucediesse, fuesse por su culpa y cargo; y dixó lo que dicho tiene, y que por dos cosas no podia pasar por el tormento; la una por ser hijodalgo, y la otra por el daño ó lesión que resultasse en su persona, atento á estar tullido de las largas prisiones y sufrimientos pasados. Y luego los dos señores le mandaron sacar los grillos y cadenas, y recibió juramento para que declare lo que se le pide; y por no delarar, le fué mandado desnudar en carnes por Diego Ruiz, berdugo, y solamente quedó con unos zaragüelles de Holanda. Y no estando presente el berdugo, fué tornadó á á percibir por los dichos jueces que declare todo aquello que se le manda, con apercibimiento de que se le daria tormento de persona y cordel. Y dixó: que respondia lo que tenia dicho. Y luego, estando presente la escalera y aparejos del tormento, por el dicho Ruiz, berdugo, le fueron cruzados los brazos al dicho Antonio Perez uno sobre el otro, y le fueron comenzando á dar una buelta de cordel en ellos, el cual dió grandes voces, diciendo:

-¡Jesus!... ¡Jesus!... Yo no tengo de decir nada, y he de morir en el tormento, y que no tengo de decir nada, sino morir.

Y dando grandes gritos, dixó:

-Hermano, que me matas.

Lo cual dixó muchas veces; y á esta sazon tenia dadas cuatro bueltas de cordel. Y fué tornado á requerir por los dichos señores, que declarase lo que se le mandaba, y dando grandes voces y gritos, dixó:

-Yo no tengo que decir. Que me mancan el brazo... Vive Dios que estoy manco del brazo y lo saben los médicos. Señor... por amor de Dios... que me mancan la mano... ¡Por Dios vivo, señor Diego Ruiz!... christiano es vuestra merced... Hermano... por amor de Dios... que me matas... que no tengo de decir mas.

Y fué tornado por los señores jueces á requerir que responda. Y no dixó mas que:

-Hermano, que me matas... señor Juan Gomez... Por las llagas de Dios, acábenme de una vez... Déxenme, que quanto quisieren diré... Por amor de Dios, hermano... que te apiades de mí18. Y luego dixó que le quitassen de como estaba y lo den una ropa, que el declarará: y esto fué teniendo ya ocho bueltas de cordel, y aviendo comenzado á declarar lo que adelante se dirá, y mandó al berdugo que se saliesse fuera de la pieza donde se daba el dicho tormento... Quedando á solas con el Licenciado Juan Gomez y yo el escribano...»

En efecto, Antonio Perez vencido por cruelísimos dolores, con el cuerpo destrozado y sin esperanza de salvarse del suplicio, se confesó autor del asesinato de Escovedo, añadiendo que se habia llevado á cabo por mandato espreso del Rey, en virtud de consulta informada por D. Pedro Fajardo, marqués de Los Velez.

Despues de la terrible escena del tormento, le asaltó una calentura que le tuvo postrado quince dias, durante los cuales se le representaba á todas horas con vivísimos colores la triste y funesta suerte que le habian deparado la perfidia de sus enemigos y la venganza implacable de un monarca, á quien tantas veces habia hecho traicion. Ya no podía engañarse; despues de la tortura le esperaba el cadalso, porque si presentaba pruebas escritas en apoyo de sus últimas declaraciones, le despojarian de ellas, para que fuese de todo punto imposible su justificacion, decididos como estaban, tanto el Rey como Mateo Vazquez á llevar las cosas hasta el último estremo. Tiempo era pues de que pensase en la fuga, si no queria morir en afrentoso patíbulo, pero, ¿cómo habia de lograrlo, cuando los esbirros que le guardaban no te perdian de vista?

Doña Juana sin embargo habia dispuesto y Diego Martinez aprobado un plan de evasion, que exigia parte de ambos y del mismo Antonio Perez tanto arrojo como serenidad y prudencia; mas como era indispensable aprovechar los momentos, el soldado empezó desde luego á ponerlo por obra.

Una mañana observó el preso que los dos guardianes, que acababan de entrar de servicio para la vigilancia de su persona, cuchicheaban con mucha animacion á la entrada del aposento que le servia de cárcel, en aquella misma casa del cardenal Cisneros, donde habia sufrido el suplicio del tormento. Aunque su fiebre habia desaparecido, no salia de la cama, porque el doctor Torres, médico de gran reputacion, á quien habian llamado para que le asistiese, y que estaba con doña Juana, sostenia que el enfermo necesitaba esmeradísimos cuidados, si habia de vivir. Desde su lecho pues oyó el último, que los esbirros se ocupaban al parecer en cosas que podian interesarle, porque llegaron hasta él estas palabras que pronunció uno de ellos:

-Acepto la partida; doscientos ducados cuando entre aquí doña Juana Coello, y trescientos mas cuando salga el señor Antonio Perez.

Este se agitó en su cama, y aun hizo ademán de levantarse; pero sus guardianes corrieron hácia él para impedirselo, y el mas alto y de mas edad de los dos, le dijo:

-Quedo, quedo por Dios, pues teneis tanta calentura como un condenado, y es muy fácil que al poner el pié en el suelo exhaleis el alma.

Miró el Secretario á aquel hombre; mas apenas hubo reconocido su rostro, lanzó un grito, exclamando:

-¡Diego Mar...!

No pudo concluir la palabra, porque el soldado le puso la mano en la boca, diciendo:

-Os presento á este honradísimo amigo, que vá á ayudarnos en un negocio de bastante dificultad.

-Pero, ¿qué es esto? preguntó Perez asombrado. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Por qué en vez de crueles y despiadados carceleros, encuentro hoy favorecedores en mi terrible infortunio?

-Eso consiste, le contestó Diego, en que no todos los dias son iguales. Yo por ejemplo, que hace años me vanagloriaba con el título de conquistador de la Italia, que despues he sido vuestro confidente, y que no ha muchos dias fuí fraile, soy ahora, por la gracia de Dios y por la recomendación de vuestro amigo el señor obispo de Córdoba, Presidente del consejo te Castilla... soy... adivinadlo, si sois capaz.

-Alguacil de uno de los alcaldes de corte, repuso el preso.

-Ni mas, ni menos, para sacaros de aquí.

-¿De qué modo?

-Todo está preparado. Mi señora doña Juana Coello ha alcanzado del Rey, por valimiento del doctor Torres, permiso para asistiros en vuestra dolorosa enfermedad. Reposad cuanto pudiereis durante el dia, porque esta noche tendreis que caminar mucho y aprisa. No tardará en llegar vuestra esposa, acompañada por uno de los alguaciles, que guardan la puerta de la calle: la órden es que cuando se retire de aquí, la custodie uno de nosotros dos, hasta su morada. ¿Habeis entendido ya de lo que se trata?

-No, por Dios santo...

-¡Eh! ¿Qué importa? observó el otro esbirro. Mi señora doña Juana Coello lo esplicará detenidamente al señor Antonio Perez: lo que nosotros debemos hacer es vólvernos á nuestro puesto, antes que suban y nos sorprendan aquí.

Pareció bien á Diego este prudente consejo, por lo que, dejando al preso entregado á sus reflexiones, se retiró con su compañero á la entrada de la sala. Media hora despues apareció doña Juana con un alguacil, que hizo entrega de su persona á los dos que custodiaban á Perez y desapareció al punto. La esforzada matrona se adelantó hácia el lecho de su esposo, despues de dirigir á Diego una espresiva mirada de gratitud; este comprendió aquella mirada, y de acuerdo con el otro esbirro, cerró la puerta de la sala.

Nadie supo lo que pasó en ella durante el dia, pero Diego contó á su compañero de vigilancia los doscientos ducados prometidos. Despues que cerró la noche, se abrió la puerta y salió del encierro una figura cubierta con negro manto, que dijo al traspasar el umbral:

-¿Quién de vosotros me acompaña?

-Andad, mi noble señora, que ya os sigo, contestó el soldado poniendo en manos del alguacil un bolsillo con tres cientos ducados.

-¿Están cabales? preguntó el esbirro.

-Cuéntalos, si no lo crees, repuso Diego.

-Nada de eso; me fio de tí y te deseo un buen viaje.

El veterano y la figura enlutada bajaron al portal, y lo atravesaron por medio de un enjambre de alguaciles apostados en él, medida que habia adoptado Mateo Vazquez, no tan solo para impedir toda comunicacion entre el preso y las personas que pudiesen valerle, sino tambien con la idea de trasladar al primero á cárcel mas segura y estrecha, tan pronto como para ello alcanzase el beneplácito del Rey.

Diego con su ad latere apretaron el paso y llegaron sin tropiezo á la que hoy es Plazuela de la villa, donde les esperaba un mozo con dos caballerías: entonces habló el soldado por la primera vez desde que salieron de la prision, diciendo:19

-Animo y confianza en Dios, señor Antonio Perez: aquí tenemos dos buenas yeguas herradas al revés, pues he reemplazado con otra la que el buen Juan de Mesa se llevo á tierra de Burgos, para cierta espedicion. Silencio y corramos, sin pensar mas que en huir de esta maldecida corte.

Antonio Perez abrazó estrechamente á Diego sin proferir una palabra: montaron ambos precipitadamente y corrieron treinta léguas, sin mas descansos que los precisos, para que las cabalgaduras no reventasen, y por fin llegaron al deseado reino de Aragon, en el cual podian respirar libremente, porque sus privilegios é independencia colocaban á nuestros fugitivos fuera del alcance de los tiros y persecuciones del irritado D. Felipe.

Al siguiente dia de la salida de Perez, se descubrió que su noble esposa le habia facilitado la evasion, vistiéndole con su propio trage y quedando presa en su lugar. Toda la corte celebró tan heroico rasgo de amor conyugal, porque desde que el Secretario habia perdido su privanza, no tenia envidiosos; mas no bien llegó á noticia del Rey, cuando dispuso que doña Juana Coello fuese encerrada en la cárcel pública con todos sus hijos, y que marchasen con toda diligencia correos á Calatayud, para que la justicia de esta ciudad se apoderase del profugo, antes de que consiguiese pasar el Ebro.




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Capítulo XLI

In pace


Aun cuarto de légua de Búrgos, celebre patria de D. Pedro el Cruel, de D. Enrique III el Doliente, de doña Leonor de Aragon, del famoso conde Fernan-Gonzalez, de Rodrigo Diaz de Vivar, terror de la morisma, y de los grandes Jueces Lain Calvo y Nuño Rasura, se levanta un imponente y magestuoso edificio, cuyo orígen se remonta á los primeros tiempos de la encarnizada contienda que, durante el reinado de Alfonso VIII de Leon, aunque III de Castilla, sostuvieron los Castros y los Laras. Dicho monarca, vencedor de Jacob Aben-Jucef el Miramamolin en la sangrienta jornada de las Navas de Tolosa, que tuvo lugar el dia 16 de julio de 1212, entró triunfante en Toledo, entre las aclamaciones del pueblo y del ejército, para disponer que se celebrase en su magnífica catedral una fiesta solemne, que desde entonces quedó instituida, con el nombre del Triunfo de la Cruz, á fin de eternizar la memoria de una victoria tan señalada.

La reina doña Leonor, hija de Enrique II de Inglaterra, habia hecho voto de edificar un monasterio, si Dios, compadecido del terrible desastre que acababan de sufrir las armas cristianas en la batalla de Alarcos, le dispensaba su poderoso auxilio contra los orgullosos infieles, en la nueva cruzada dirigida por el Papa Inocencio III á los valientes guerreros españoles, franceses, alemanes é italianos: el éxito mas completo coronó sus piadosas esperanzas y á su decidido empeño se debió que Alfonso VIII mandase erigir el célebre monasterio de Santa Maria la Real de las Huelgas cuya abadesa ha ejercido, hasta hace poco tiempo, con autoridad apostólica, la jurisdiccion eclesiástica sobre doce conventos, trece villas-cincuenta lugares, y sobre el antiguo hospital, que hoy se llama, del Rey, y se construyó inmediato al monasterio para asilo y descanso de romeros.

En una espaciosa celda, aunque demasiado estrecha para contener toda la amargura de su corazon, lloraba perdidas felicidades doña Ana de Mendoza, ilustre princesa de Éboli. La hija de los condes de Melito, la descendiente de los La-Cerdas, la orgullosa duquesa de Pastrana, embeleso y encanto, en otro tiempo, de la corte castellana, yacía encerrada entre las paredes de un convento, recordando los dias pasados y maldiciendo los presentes y desesperándose al pensar en los venideros. Su único deseo era morir ó sustraerse á la terrible cautividad á que se veía condenada; el pesar y la rábia, mas que los años, habian ajado su hermosura, y no teniendo que esperar nada de sus deudos, que la habian abandonado al resentimiento del Rey, por no esponerse ellos mismos á su enojo, queria al menos, antes de entregarse al último acto, con que imaginaba poner término á aquella situacion insufrible para su soberbia, tentar por sí misma todos los medios, que pudieran proporcionarle alguna esperanza de fuga. Ignoraba de todo punto los infortunios de Perez y de todo cuanto habia ocurrido en la corte, desde el dia fatal en que fué conducida á la fortaleza de Pinto por el conde de Chinchon y el marqués de la Favara; por consiguiente, procuró informarse de la madre abadesa de todo aquello que podia interesarla, aunque sin descubrir la menor curiosidad, antes bien dando á entender, que solo dictaba sus preguntas el caritativo deseo de saber noticias de sus parientes y amigos: para desorientar mas y mas á la superiora, solo le hablaba del obispo de Córdoba, presidente del Consejo de Castilla, del Arzobispo de Toledo, del conde de Cifuentes, de los duques del Infantado y de Medina Sidonia, y de otros magnates adictos al Rey, ó unidos á su propia familia por los vínculos de la sangre.

Pero la abadesa no se dejaba engañar fácilmente; conocia por esperiencia las seducciones del mundo, habia estudiado el carácter de la princesa de Éboli, y estaba segura de que esta era capaz, á poco que se la hostigase, de pegar fuego al monasterio de las Huelgas. Por lo mismo la trataba con una dulzura verdaderamente maternal, figurándose que doña Ana atribuiria sus condescendencias á los miramientos debidos á su clase y familia, en lo cual se equivocaba lastimosamente, porque la viuda de D. Ruy Gomez, habia llegado á comprender que se le tenía miedo, y esta seguridad era por sí sola una ventaja muy grande, que se proponia utilizar cuando llegase el caso.

El domingo de Ramos del año de gracia de 1591 se veía el suntuoso templo de Santa Maria la Real de las Huelgas lleno de forasteros. Multitud de peregrinos, de militares, de religiosos y de nobles señores de la antigua corte de Castilla, asistian con recogimiento á los divinos oficios, que se celebraban con una ostentacion y aparato, dignos del alto objeto á que iban dedicados. Las monjas presenciaban todas las ceremonias desde su enrejado coro y unian sus argentinas voces á los ecos sonoros del órgano, entonando el Benedictus qui venil, con tal espresion de júbilo, que el auditorio parecia arrobado; en tanto que un romero, cubierto con su ancho ropon y su esclavina sembrada de conchas y de imágenes del apóstol Santiago, y con su sombrero de anchas alas pendiente del nudoso palo de viage, que empuñaba su nervuda diestra, dirigia escrutadoras miradas al través de la doble reja, que separaba á las madres del público. Aquel peregrino tenia el rostro sembrado de manchas negras; mas en vez de recatarse para ocultarlas, á fin de no llamar hácia su persona la atencion de los fieles, complaciase por el contrario en ostentar su fealdad, como si abrigase el pensamiento, ó mas bien el deseo, de ser reconocido por alguna religiosa, supuesto que no separaba sus ojos de la ferrada celosía, junto á la cual se habia colocado desde el principio de la funcion.

Su voto quedó completamente satisfecho, suponiendo que fuese el que le hemos atribuido; porque casi al fin del Evangelio, al pronunciar el sacerdote que representaba al cronista San Mateo las palabras emisit spiritum, y cuando todos los asistentes á las sagradas ceremonias de la Pasion, inclusos los celebrantes y las esposas del Señor, se postraban en tierra, un papel en forma de rollo empujado con fuerza desde la parte interior del coro, fué á caer á los pies de aquel hombre singular. Al verlo se dibujó en sus lábios una satánica sonrisa de triunfo; lo cogió del suelo y antes que pudiesen observarse sus movimientos desapareció de la iglesia. Media hora despues se hallaba en el reducido albergue que habia encontrado en la ciudad, y leia y releia aquel papel misterioso, que solo contenia estas palabras.

«Juan, te he conocido y reclamo tu ayuda para recobrar mi libertad... A las doce de la noche, al pié de la segunda reja, que dá al camino del bosque.» ==Doña Ana.

-Está bien, murmuro Juan de Mesa, á quien desde luego habrán conocido nuestros lectores bajo el humilde trage de romero; pasarémos una mala noche, dos, tres, veinte y ciento, si es menester; pero sin descuidar nuestras precauciones, á fin de no caer en malas manos. El ropon y la esclavina me guardarán de salteadores y asesinos, y mi buen puñal de dos filos hará milagros con los que intenten prenderme en nombre del Rey, por robador de monjas. Con eso, con mi yegua y con el talego de escudos que me acompaña, tengo bastante para salir de todos mis apuros.

Despues de hacerse á sí mismo estas juiciosas reflexiones, pidió de almorzar, y concluido que hubo su abundante refrigerio, echose á dormir, porque tambien se acordó de que, cuando llegase la noche, tendría que caminar un cuarto de légua, amen de permanecer alerta debajo de las enrejadas ventanas del Real monasterio de las Huelgas.

La noche llegó por fin, y Juan de Mesa salió de la ciudad, caballero en su yegua; soplaba con fuerza el frio viento del norte, y la humedad que empapaba su rostro le hizo creer que, cuando cesase, se desataria á torrentes la tempestad. Esta circunstancia podia favorecer mucho el plan de fuga, que sin duda tendria ya formado la princesa de Éboli, pues no era creible que ningun ser racional se aventurase á cruzar por aquellos sitios con tiempo tan borrascoso y á horas tan poco favorables para la seguridad del viagero; alentado pues nuestro alférez de los tercios de Italia por la esperanza fundadísima que tenia, de no encontrar quien estorbase su proyecto, puso al trote la yegua, y en menos espacio del que pensaba, se halló junto á la fachada principal del gigantesco edificio, término de su caminata noct urna. Volviendo en seguida hacia la derecha, y costeando el monasterio, se dirigió hácia el bosque, que se estendia como una légua desde la misma orilla del camino, y no bien entró en él, por el ángulo que allí formaba uno de los muros laterales de Santa María la Real con el opuesto al de la fachada, cuando divisó la segunda reja que iba buscando. Al mismo tiempo que se detenia para cumplir el mandato de doña Ana de Mendoza, hirió sus oídos el sonido de una voz destemplada y bronca, y el viento le llevó las siguientes palabras, que parecian salir de la parte mas intrincada del bosque.

-¿Quién te asegura, Martin, que esa madre enviará desde Aragon lo que ofrece, porque la ayudemos á huir del monasterio?

Era evidente que las personas que hablaban eran dos; pero por mas que Juan de Mesa aguzó sus sentidos, no pudo pescar la contestacion que el llamado Martin había sin duda dirigido á su interlocutor. Tentado estuvo de penetrar en el bosque para descubrir, si la pregunta de éste tenia algun punto de contacto con el proyecto que allí le habia conducido.

-En todo caso, pensó como hombre que entendia el negocio, saldré de dudas y no dejaré curiosos á retaguardia.

Apeóse con el mayor sigilo para poner por obra su pensamiento, ató al primer árbol que le deparó la suerte la brida de la yegua y desnudando el puñal, se preparaba ya á perderse en la espesura, cuando dieron las doce en la torre del monasterio, y la campana grande del mismo empezó á tocar á maitines. Juan de Mesa no se movió pensando en la princesa de Éboli, á la que temia ver comprometida por la presencia de los hombres del bosque, pero habiendo observado que estos se, dirigian hacia él, sé previno para cuanto pudiera ocurrir.

-No nos ha engañado la madre, dijo uno de ellos; ahí esta nuestro peregrino.

-Alto ahí, quien quiera que seais, gritó Juan de Mesa, resuelto á jugar el todo por el todo.

-No levante tanto el gallo el buen romero, repuso el que hasta entonces no habia hablado, y díganos sencillamente, si es cierto que se le ha mandado situarse, á las doce en punto de esta pícara noche, al pié de la segunda reja.

-Antes de responder á esa pregunta, contestó el fingido peregrino, necesito conocer á quien me la dirige.

-Cosa muy puesta en razon; me llamo Gines y soy el jardinero del monasterio de Santa Maria la Real; este otro, que ves junto á mí, es mi hermano Martin.

-Sea en buen hora; aquí teneis á quien buscais, si es que buscais al hombre, que á las doce debe hallarse en este sitio.

-¿Tienes el encargo de acompañar á una religiosa hasta la frontera de Aragon?

-¡A una religiosa! Dios me libre de andar en pleito con los señores del Santo Oficio.

-¿Pues á que has venido?

-A recibir instrucciones de una dama, que no ha pronunciado sus votos.

-Es igual. Esa dama va á salir del convento.

-¿De qué modo?

-No podemos esplicarlo, sin estar seguros de que se nos cumplirán las ofertas que se nos han hecho.

-Sean cuales fueren, contad con ellas.

-¿Quien nos las fia?

-Yo. ¿Cuánto os ha prometido esa dama?

-Mil ducados, que nos enviará desde Aragon.

-Nada de eso: yo os los contaré esta noche.

-Ese es otro cantar. Y pues hemos arreglado satisfactoriamente el negocio, procedamos por órden. Tú y Martin permaneceréis aquí sin chistar, mientras yo me dirijo por la huerta hácia la escalera interior del primer claustro. Cuando las religiosas, despues del rezo de maitines, se retiren del coro, oireis un silbido; estad alerta, porque será la señal de que ha llegado el momento decisivo, y poco tardaré en reunirme á vosotros.

Gines desapareció á lo largo del muro, á cuyo estremo se hallaba la puerta del jardin de las monjas, que se comunicaba con la huerta. Entre tanto que se alejaba, dijo Martin á Juan de Mesa:

-Supongo que esa buena cabalgadura, si he de atenerme á lo que no ha mucho manifestaste, es la portadora de los mil ducados, que debemos recibir mi hermano y yo por la velada de esta noche.

-En efecto, ahí están, respondió el alférez, y ademas habrá para beber, si todo sale á medida del deseo. Pero ¿qué es lo que se propone el bueno de Gines? ¿Arrebatar á esa dama en medio de la comunidad?

-¡Bah! repuso Martin: eso no sería muy difícil; pero mañana tendrias á tus alcances una legion de cuadrilleros. La dama, como tú dices, no saldrá del monasterio por la puerta.

-¿Pues por donde?

-Por la ventana; están ya limados los hierros y bajará perfectamente.

-¿Habeis contado con que conserve su serenidad en tan arriesgada tentativa?

-Es cuenta suya.

-¡Cómo! ¿No temeis que pierda la cabeza, ó que la zozobra la ocasione algun vértigo? ¿Y si se estrella?

-Yo solo sé que bajará por esa ventana, que está encima de nosotros: Ginés se ha entendido con ella y...

-No... no; esto no puede quedar así, esclamó Juan de Mesa, porque temo una desgracia.

Y al pronunciar estas palabras echo á correr hácia la puerta del jardin.

-¿Adonde vas? le preguntó Martin.

-A evitar que tu hermano realice tan descabellado proyecto, contestó el alférez sin detenerse.

-¡Y los mil ducados perdidos! ¡Y la propina! gritó el otro corriendo tras él.

Los dos llegaron casi al mismo tiempo al jardin; atravesáronlo precipitadamente, divisaron al otro estremo de la huerta la escalera que daba acceso á los claustros, treparon por ella y... ya profanaban la clausura, cuando resonó en el interior del monasterio un agudo silbido. Pocos segundos despues apareció el hermano de Martin, y al ver á este y al peregrino en disposicion de internarse en el convento, soltó una maldicion y les dijo:

-¡Infames! ¿Qué buscais en este sitio? La religiosa va á descolgarse... no perdamos un minuto.

-No, le gritó Juan de Mesa enfurecido, es preciso que no se descuelgue, porque vá á morir.

-Tú serás el que mueras tostado por la Inquisicion, si pasas adelante, repuso Ginés agarrando al alférez por un brazo y obligándole á retroceder.

Volaron los tres al sitio en que por la primera vez de su vida se habian reunido aquella noche. Juan de Mesa, con el alma entre los dientes, clavó sus miradas en la segunda reja, y al mismo tiempo tropezaron sus pies con una escala de cáñamo, que desde ella descendia al suelo.

-¿Es fuerte? preguntó á Ginés.

-La he trabajado yo mismo, le contestó Martin, y ya pueden echarle quintales de peso.

-¿Aguantará el de dos personas?

-Aunque sea el de seis, con tal que no se desprenda de arriba.

-De arriba no hay miedo, observó Gines, porque acabo de sujetarla como corresponde.

-Ea pues, repuso Juan de Mesa, aguantadla vosotros tirante, para que no bambolee y me destruya los sesos contra el muro, pues voy á subir.

Y haciendo la señal de la cruz, puso por obra lo que habia dicho, con una decision y arrojo que confundió á los dos hermanos. Estos agarraron el estremo de la escala y la sostuvieron en toda su tirantez, separándose un corto trecho del muro y formando con ella la figura de un plano inclinado; mas no pudieron menos de estrañar que su compañero, despues de haber trepado hasta la reja de la celda de doña Ana, permanecia junto á ella inmóvil. Por último, en lugar de ver salir á la dama, como esperaban de un instante á otro, vieron que Juan de Mesa, abandonando la escala penetró de pronto en la celda, arrojandose hacia arriba con un brusco movimiento. Despues nada pudieron observar, pero oyeron gritos, juramentos e imprecaciónes que les helaron de espanto, y que les probaban evidentemente que la fuga de la dama habia sido descubierta. Al cabo de un cuarto de hora, apareció de nuevo en la reja el intrépido Juan y gritó á los de abajo:

-Firme la escala.

-No hay cuidado, le respondió Martin disfrazando la voz.

El digno émulo de las glorias de Diego Martinez se deslizó entonces desde la ventana hasta el suelo con la ligereza de una ardilla, pero temblaba todo su cuerpo. Sin duda habia ocurrido en la celda de doña Ana de Mendoza alguna cosa terrible, porque Juan de Mesa, al poner los pies en tierra firme, sujetaba entre los dientes su puñal ensangrentado.

-¿Qué has hecho de la dama? murmuró Gines sobrecogido, observando que había bajado solo.

-Vuestros planes han fracasado completamente, repuso el alférez con ronco acento y escondiendo el puñal: huyamos...

-¿Hay pelígro para nosotros? le preguntó Martin.

-De muerte segura, si nos cogen.

-Pero ¿qué ha pasado allá arriba?

-Nada me pregunteis... nada pretendais averiguar... vosotros no teneis la culpa, ni... la Providencia lo ha dispuesto... ¡Pobre princesa de Éboli!

-¿Donde se halla ahora?

-¿Dónde?

-Sí

-En el in pace.

-¡Santo Dios! esclamaron los dos hermanos llenos de horror.

-Tomad... tomad... les dijo Juan de Mesa, poniendo en manos de Gines un bolsillo, que sacó del talego de oro que llevaba oculto entro los aparejos de la yegua: lo habeis ganado bien y fielmente. Encomendad á Dios el alma de la señora doña Ana de Mendoza y de La-Cerda, porque vá á espirar en el horrible subterráneo del Monasterio.

Estas fueron las últimas razones del peregrino: inmediatamente cabalgó en su yegua, y saliendo de la vereda del bosque, tomó el camino de Aragon.

Gines y Martin se alejaron tambien de aquellos sitios, y despues de consultarse en voz baja sobre lo que deberian hacer, determinaron continuar al servicio del monasterio como si nada supiesen de los proyectos de fuga fraguados por doña Ana, y esta resolucion le salvó de toda responsabilidad, porque nadie sospechó de ellos.

Hé aquí ahora lo que habia ocurrido.

Instruida la madre abadesa por una religiosa, de que la princesa de Éboli habia entablado comunicacion, por medio de un papel escrito, con el peregrino, que inmediato al coro asistió á los divinos oficios de la mañana, se propuso no perderla de vista. Doña Ana, sola en su celda, examinó detenidamente, y sin saber qué la espiaban por la cerradura de su puerta, la escala que le habia proporcionado el jardinero y con cuyo auxilio pensaba huir aquella misma noche. Desde aquel momento se contaron sus pasos y movimientos con tal perseverancia, que despues de terminados los maitines, y cuando la infeliz amante de Antonio Perez se dispónia á poner el pié en la escala, que durante el rezo de las religiosas en el coro, habia sujetado fuertemente Gines á dos gruesas y bien remetidas escarpias, se vió sorprendida por toda la comunidad, que entró precipitadamente en su celda con luces y llevando al frente á la abadesa. Doña Ana quiso resistirse y hablar, pero las monjas se arrojaron sobre ella lanzando á todos gritos y la maniataron. Aquel era precisamente el momento en que Juan de Mesa, por medio de und violenta sacudida entraba en la celda; pero al mismo tiempo se encontró frente á frente con el abad D. Gil de Fuentes y Herrero, que tenia su morada en el edificio, como director espiritual de las madres. Estas arrastraron á la Princesa fuera de la celda, á pesar de sus gritos, y cerraron la puerta por la parte esterior, dejando al abad sólo con el alférez en medio de la mas profunda oscuridad. El último entonces sacó su puñal y agarrando á D. Gil por el cuello, le dijo con rábia:

-Vais á morir si no me entregais esa dama.

-Matame, sacrílego infame, porque doña Ana de Mendoza no volverá á ver la luz del sol, murmuró el abad. Está condenada al in pace.

-Abrid la puerta, para que la arranque del poder de esas brujas, ó clavo mi puñal. en vuestro corazon.

-La princesa de Éboli morirá de hambre, yo lo he dispuesto.

Juan de Mesa fuera de sí, hundió el acero en el pecho del abad, apenas le oyó pronunciar estas palabras. D. Gil cayó en tierra desplomado sin exhalar un quejido, y su asesino se dirigió á la reja para huir por la escala, Ya sabemos lo demás.




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Capítulo XLII

Los dos motines populares del siglo XVI en Zaragoza


Los correos de D. Felipe llegaron tarde, para que D. Manuel Zapata, caballero de Calatayud y gentil-hombre de la boca del Rey, pudiese prender á Antonio Perez, pues éste se habia acojido ya, como á seguro asilo, al monasterio de dominicos de San Pedro Martir, desde el cual partió Diego Mantinez con toda diligencia á Zaragoza, para invocar en favor del prófugo el privilegio de los Manifestados, que con arreglo á los fueros Aragoneses debia someter su causa al tribunal supremo del Justicia Mayor de aquel reino. Aunque Zapata, auxiliado por el lugar-teniente del gobernador, que acudió al punto desde Zaragoza á Calatayud, se empeñó en sacar á Perez del convento á viva fuerza, no pudo conseguirlo, porque se presentó antes que aquella autoridad, el diputado del reino D. Juan de Luna, haron de Purroy, seguido de cincuenta arcabuceros, para colocarle bajo el amparo de las leyes Protectoras del Justicia. Diego Martinez, que le habia acompañado, sublevó al pueblo, que acudió invocando sus libertades, en apoyo del barón, y éste condujo entonces á Antonio Perez á la cárcel del Fuero de Zaragoza.

La constitucion política del antiguo reino de Aragon se diferenciaba tanto de las formas de gobierno de Castilla, que sus moradores se consideraban y eran en efecto independientes, á pesar de que reconocian la autoridad Superior de uno de los Monarcas mas absolutos que ha tenido España. Nadie ignora que los reyes de Castilla no podian llamarse reyes de Aragon, si antes no juraban solemnemente guardar y hacer guardar, los privilegios é inmunidades de aquel suelo libre, que había aprendido á sostener sus derechos, haciéndolos respetables y altamente provechosos para sus hijos. Así, cuando el soberano prestaba, con la cabeza descubierta, el juramento requerido ante el gran Justicia Mayor, este magistrado le dirigia aquellas significativas palabras, que las actas del archivo de Aragon han conservado en sus paginas: «Nos, que valemos tanto como vos, y todos juntos mas que vos, os hacemos nuestro rey y señor, con tal que nos guardeis nuestros fueros y libertades, y sinon, non.» En ellas quedaba consignado el principio de que, si el Rey violaba los privilegios de los Aragoneses, estos podian insureccionarse legalmente contra él, á la terrible voz de ¡Contrafuero! que ponia en conmocion á toda aquella tierra.

Por lo demás, ningun cuerpo grande ó pequeño de tropas podia penetrar en el territorio Aragonés, porque el país, por medio de Cortes compuestas de individuos del clero, de la primera nobleza, de la nobleza de segundo órden y de los hidalgos de las poblaciones, se custodiaba, se administraba y se juzgaba á si mismo, sin mas apelacion que el recurso de queja ante el Justicia Mayor, encargado de velar por los intereses generales y particulares, y de suspender todo procedimiento que no se ajustase estrictamente á las leyes.

Hallábase Antonio Perez en la cárcel llamada de la Manifestacion ó de la Libertad, cuando D. Iñigo de Mendoza, marqués de Almenara, encargado en Zaragoza de gestionar ciertas pretensiones encaminadas á estender la dominacion de D. Felipe, se presentó ante el tribunal del Justicia Mayor, pidiendo con arrogancia la entrega del preso, para que fuese conducido á Madrid. Don Juan de La Nuza, ilustre descendiente de la respetable familia, á la cual hacía ya ciento cuarenta y dos años, que el pueblo Aragonés habia confiado el encargo de dirigirle, desde que en el de mil cuatrocientos cincuenta, distinguió con tan señalada honra el rey del Alfonso el Magno al famoso D. Ferrer de La Nuza, ejercia á la sazon la suprema magistratura, y contestó á la demanda del marqués con la entereza propia de quien estaba en la obligacion de respetar y hacer que se respetasen los fueros del reino. Mediaran con este motivo ágrias contestaciones; mas tan luego como supo Mateo Vazquez, que todos los esfuerzos del comisionado se estrellaban ante el decidido y constante denuedo del Justicia Mayor, hizo publicar la sentencia que hacia tiempo habia fulminado secretamente contra Perez, y que se proponia presentar á la á probacion del Rey en ocasion propicia: esta ocasion habia llegado ya, y D. Felipe aprobó el inucuo fallo, suscrito por el Licenciado Juan Gomez y por un primo hermano del incansable perseguidor del amante de doña Ana. Hé aquí su contenido literal, segun aparece en el Proceso manuscrito.

«En la villa de Madrid, corte de nuestro Señor D. Phelipe segundo (que Dios guarde) a primero dia del mes julio del año de l 590: Visto por los Señores Rodrigo Vazquez de Arce, presidente del consejo de Hacienda y el Licenciado Juan Gomez del Consejo y camera, el proceso y causa de Antonio Perez, Secretario que fué del Despacho universal, dixeron, que por la culpa que de todo ello resulta, lo debian de condenar y le condenaban, pena de muerte natural de horca y a que primero sea arrastrado por las calles públicas en la forma acostumbrada, y despues, de muerto, le sea cortada la cabeza con un cuchillo de hierro y acero, y sea puesta en un lugar público, y corno qual peresciere a los dichos señores jueces, y del nadie sea osado á quitarla, so pena de muerte: condenaron le en perdimiento de todos sus bienes que aplicaron para la real camera y fisco, y para las costas personales y procesales, que por su causa se han hecho. Y así lo pronunciaron, mandaron y firmaron. == El Licenciado Rodrigo Vasquez.==El Licenciado Juan Gomez.»

En vista de este proceder, conoció Perez que era ya tiempo de justificarse sin guardar miramientos á nadie; por lo tanto escribió el célebre Memorial del hecho de su causa, y como comprobantes de cuanto en él referia, produjo ante el Justicia Mayor la famosa consulta del marques de Los Velez sobre el precepto de la muerte de Escovedo y las cartas de letra del Rey acerca del mismo asunto; documentos que, como ya sabemos, habia confiado doña Juana Coello á la fidelidad de Diego Martinez y de Juan de Mesa.

Reunidos estos dos grandes bribones en Zaragoza, despues de la malograda tentativa del último, para sacar á la princesa de Éboli del monasterio de Santa Maria la Real de las Huelgas, se habian conquistado el afecto del pueblo bajo, por el empeño con que sostenian públicamente los derechos de Antonio Perez, ligados de tal manera con las inmunidades de aquellos habitantes, que no se podia tocar á los primeros, sin destruir las segundas. El objeto del veterano era sublevar, si el Rey no se daba á partido, al reino de Aragon contra Castilla, conociendo perfectamente que no quedaria solo en la empresa, porque nobles y plebeyos estaban prontos á un rompimiento, si llegaban á peligrar en lo mas mínimo sus libertades. Diego pues y su amigo Juan, necesitaban el ardor de las masas contra la obediencia que debian al Rey, y al mismo tiempo observaban los pasos y seguian el hilo de las intrigas que D. Iñigo de Mendoza ponia en juegó, para apoderarse de la persona de Antonio Perez y entregarlo á la saña de sus mortales y encarnizados enemigos.

El Justicia Mayor de Aragon absolvió al ultimo de toda culpa respecto el asesinato del secretario Juan Escovedo, y el marques de Almenara, viendo perdida la causa de D. Felipe en tan escandaloso asunto, formó el mas infame plan de venganza, que pudiera ocurrir á un vil adulador de su amo. Supo que Juan de Basante, profesor de gramática latina y griega, y Diego Bustamante, antiguo criado de la casa de Silva, visitaban con mucha frecuencia al preso y ganó la voluntad de ambos á fuerza de oro. Por este medio obtuvo contra el perseguido Secretario una denuncia de heregía, pues, aquellos hombres vendidos supusieron haberle oido palabras gravísimas contra la Religion y sus ministros, y las refirieron al Inquisidor Molina de Medrano. Al punto se le formó nuevo proceso, que se remitió á la Inquisicion general de Madrid; la Suprema entonces dió su censnra, calificando de heréticas todas las proposiciones que se habian sometido á su exámen, y el Inquisidor general D. Gaspar de Quiroga y los Licenciados D. Franciscó de Avila, D. Juan de Zúñiga y Gil de Quiñones resolvieron, que Antonio Perez fuese conducido á las cárceles secretas del Santo Oficio de Aragon. El correo, portador de este decreto, solo tardó dos dias desde Madrid hasta Zaragoza, y no bien lo recibieron los de esta ciudad, cuando fulminaron el siguiente acuerdo:

«Nos, los Inquisidores especialmente delegados por la autoridad apostólica contra la herética pravedad y apostasia en el reino de Aragon, comprendida la ciudad y obispado de Lérida, mandamos á vos, Alonso de Herrera y Guzman, alguacil deste Santo Oficio, que luego que recibays esta órden, vayays á essa ciudad de Zaragoza o á donde sea necesario, y prendays el cuerpo de Antonio Perez, secretario que fue del Rey nuestro señor, donde quiera que le hallaredes, aunque sea en yglesia o monasterio o otro lugar sagrado, fuerte, privilegiado; y assi preso y á buen recaudo le traed á las cárceles deste Santo Oficio, y le entregad al alcayde dellas, al qual mandamos lo reciba de vos por ante uno de los notarios del secreto... Dado en el palacio real de la Aljafería de la ciudad de Zaragoza.--Ldo. Molina de Medrano.--Dr. Antonio Morejon.--Ldo. Hurtado de Mendoza.»20

Presentáronse ocho familiares con el alguacil Alonso de Herrera en la cárcel de la Manifestacion, para apoderarse del preso; pero nada pudieron conseguir del alcaide, que se apoyaba con teson en las disposiciones terminantes de los fueros, y en vista de su resistencia enviaron los Inquisidores un mandato apremiante á D. Juan de La Nuza, para que hiciese cumplir su órden. El Justicia Mayor, de acuerdo con sus cinco tenientes, micer Gerónimo Chalez, micer Martin Baptista de La Nuza, micer Juan Gasco, micer Juan Francisco Torralba y micer Gerardo Claveria, dispuso, por no disgustar al marqués de Almenara con quien habia hablado del caso, la entrega del preso, y así se ejecutó, pasando Perez de la cárcel de la Libertad á la de la Aljafería, lo cual era lo mismo, ó acaso mucho peor para él, que caer bajo la terrible autoridad del Rey D. Felipe.

Pero no se tomaron tan secretamente estas disposiciones, que tardasen mucho tiempo en conocerlas Diego Martinez y Juan de Mesa. Al punto se pusieron en accion, y en tanto que el último reunia á sus parciales, cuyo número se aumentaba incesantemente con todos los descontentos, á quíenes el grito ¡Contrafuero! hacia que abandonasen sus mas sagradas ocupaciones, avisaba el primero á la nobleza y corria á la plaza del Mercado, en la cual se hallaba situada la cárcel de la Manifestacion. Acababan de llevarse á Antonio Perez, cuando el veterano llegó á ella sofocado y sin aliento: salióte al encuentro el alcaide, temiendo algun acontecimiento estraordinario, y le preguntó fingiendo serenidad:

-¿Qué se dice por los barrios? ¿Por qué correis así?

-Vais á saberlo, le contestó Diego, arrojando un voto redondo. Se dice en los barrios que sois un imbécil y un traidor á los fueros, por haber entregado la persona de Antonio Perez á esos judíos Inquisidores, y yo corro y correré mas, si Dios me ayuda, porque se me ha puesto en el magin tostar en su madriguera á todos los doctores, licenciados, notarios, familiares y alguaciles del Santo Oficio.

-¿Ignorais, cuerpo de mí, esclamó el alcaide, lo que me ha obligado á desprenderme del preso?

-El miedo á la hoguera; está entendido.

-Nada de eso, seo guapo, que yo soy demasiado aragonés para temer á los frailes de Castilla: pero tampoco quiero que se me acuse sin razon, y así, podeis publicar en voz muy alta, que he obrado en virtud de orden del Justicia Mayor.

-¡Del Justicia Mayor!

-Ni mas ni menos; solo de esa manera hubiera yo cedido el preso á los Inquisidores.

Diego Martinez quedo aterrado, porque presentia el suplicio inmediato de Antonio Perez, si el pueblo no protestaba contra las disposiciones de su primer magistrado. Decidido á echar el resto, iba á reunirse con Juan de Mesa para cerciorase de las fuerzas con que podian contar, cuando al retirarse de la plaza, vió que un grupo de nobles se dirigia en tumulto hácia el palacio del Justicia Mayor. Componíanlo D. Miguel Martínez de Luna, conde de Morata; D. Luis Jimenez de Urrea conde de Aranda; D. Juan de Luna, baron de Purroy; D. Martin Espés, baron de Laguna; D. Diego Fernandez de Heredia, baron de Bárboles y hermano del conde de Fuentes; D. Martin de La Nuza, baron de Biescas; D. Iban Coscon; D. Pedro Sesse; D. Pedro de Bolea y otros muchos magnates y señores, que se habian declarado hacía ya mucho tiempo en favor de Perez, porque habian conocido desde luego, que una vez acojido éste á los privilegios de Aragon, los ulteriores procediinientos del Rey contra su persona, solo podian tener por objeto declarar la guerra á aquellos mismos fueros, en que descansaban las instituciones del reino.

Supuso el soldado que los nobles iban á pedir á D. Juan de La Nuza la libertad del preso, y al punto imaginó con su natural travesura y perspicacia, que habia llegado el momento de hacer temblar al Rey de Castilla. En efecto; podia suceder que aquellos magnates consiguiesen lo que pretendian, y que Antonio Perez volviese á la cárcel de los Manifestados; mas no por eso dejaría de verse espuesto á ser llevado otra vez á los calabozos del Santo Oficio, tan pronto como el Rey declarase al Justicia Mayor ser esta su voluntad: era pues indispensable revestir la petición de los nobles de un aparato imponente; era preciso que la salida de Perez del palacio-sepulcro de la Aljafería no fuese una concesion, sino una victoria de los que sostenian las inmunidades aragonesas. Diego, pues, no perdió un instante; voló al sito en que sabia que le esperaba Juan de Mesa con dos mas decididos partidarios de su causa, y dando el grito de libertad, se puso decididamente á su cabeza. Al punto estalló por todos los barrios de la ciudad un furioso motin: los parciales de Castilla fueron perseguidos y maltratados, los nobles amenazaron al Justicia Mayor por la debilidad que habia mostrado en el hecho de disponer la entrega de Antonio Perez á los Inquisidores, y el marqués de Almenara tuvo que encerrarse en su palacio, al cual pegó fuego la multitud y derribó sus puertas, formando arietes al efecto con gruesas vigas. El pueblo pedia la libertad de Antonio Perez y el castigo de los infames que habian hecho traicion á los privilegios del reino, y D. Juan de La Nuza., conociendo que el único medio de aquietar los ánimos era quitarles todo protesto de revuelta, dispuso que D. Iñigo de Mendoza le siguiese en calidad de preso á la cárcel de la Manifestacion, por convenir así al servicio del Rey. Salió efectivamente el marques, acompañado del Justicia Mayor y del asesor Torralba, rodeándole ademas su Secretario, su mayordomo y otros individuos de su servidumbre, custodiados por los cinco tenientes del gran magistrado: al principio parecia como que los amotinados trataban de respetar la desgracia del magnate castellano, mas no bien llegó la comitiva al frente de la magnífica iglesia de la Seo, cuando apareciendo de pronto Diego Martinez al frente de las turbas y precipitándose furiosamente sobre el marqués, gritó con voz de trueno:

-¡Muera el traidor!... ¡Muera el renegado!... ¡Vivan nuestros fueros y libertades!

Esta fué la sañal de un espantoso tumulto. Diego hirió al marques, que no pudiendo sostenerse, hincó una rodilla en tierra; mas el rabioso veterano se habia propuesto no dejarle con vida y le asestó una terrible cuchillada en la cabeza, en tanto que su compañero Juan de Mesa, acaudillando á los mas alborotados, daba muerte á los demás caballeros del sequito de D. Iñigo. Este, contuso, ensangrentado, exánime, no pudo ser conducido á la Manifestacion por los caballeros aragoneses que la ampararon contra los sediciosos, y quedó depositado en la cárcel Vieja, que estaba inmediata á aquel sitio, y en la cual murió de las muchas heridas que habia recibido.

Dispersados ó muertos casi todos los castellanos, se dirigieron los revoltosos á la Aljafería, pidiendo á los Inquisidores con horribles alharidos la entrega de Antonio Perez, y habiéndose resistido el Tribunal del Santo Oficio á tan imperiosa demanda, D. Pedro de Sesse y Diegó Martinez hicieron llevar carretadas de leña y acercarlas al palacio, con el firme propósito de incendiarlo.

-Hipócritas desalmados, ministros de Satanás, que no de Dios, gritaba el veterano con todas sus fuerzas; poned en libertad á los presos, ó vais á morir abrasados, como haceis morir á los demás. Abrid las puertas y salgan todos los infelices, á quienes atormenta vuestra saña contra el género humano, ó preparaos para el suntuoso y solemne auto de Fé, que nos proponemos celebrar en vuestros cuerpos.

Y uniendo la acción á las palabras, cogió un tizon encendido y arrojandolo sobre un monton de paja y de leña, que el pueblo acababa de hacinar delante de la puerta principal de la Aljafería, añadio dirigiéndose á los mas inmediatos:

-Soplemos todos, para que las llamas doveren esa caverna de bandidos hambrientos de nuestra carne. ¡Abajo la Inquisicion!... ¡Libertad y fueros!...

La divina Providencia habia dispuesto en sus inescrutables juicios que triunfase la causa de Diego Martinez, sin que ésta alcanzase la indecible satisfaccion de saborearse con la victoria. En efecto; cuando lleno de ardor y de entusiasmo se adelantaba hacia la puerta del palacio de la Inquisicion, para atizar el voraz elemento que debia consumirla, se abrió una ventana enrejada del edificio, resonó un tiro de arcabuz y el veterano de Flandes y de Italia, el mas fiel y constante servidor de Antonio Perez, así en la prospera como en la adversa fortuna, recibió un balazo en la sien derecha, que le dejo cadáver, sin darle tiempo para proferir un quejido.

Horribles imprecaciones y blasfemias poblaron el aire; Juan de Mesa, rugiendo como un leon desesperadó, gritó venganza, y el pueblo, como movido por un solo resorte, se abalanzó á las puertas, las hizo pedazos, y sediento de sangre, penetró semejante á un torbellino, por los inmensos corredores de la Aljafería, esterminando porteros, esbirros, familiares ó Inquisidores. Todos los que no lograron ocultarse en los subterráneos secretos de aquella lúgubre mansion, perecieron asesinados; la muerte del impertérrito Diego Martinez, decidió el triunfo en favor de los amotinados de Zaragoza, y Antonio Perez salió del oscuro calabozo que ocupaba en la Inquisicion, á guisa de conquistador y desafiando todo el poder del Monarca de Castilla.

A pesar de esto, siguió el consejo de los caballeros aragonoses mas adictos á su causa, y para probar que nada temia de las leyes de aquel reino, contra las cuales no era su ánimo rebelarse, volvió á entrar voluntariamente en la cárcel de la Manifestacion, y escribió á D. Juan de La Nuza asegurándole que se sometia de buen grado á su tribunal, mas no así á los del Rey y mucho menos á la sanguinaria enemiga del Santo Oficio. El Justicia Mayor, que ya habia dado pruebas de debilidad durante el curso de tan deplorables sucesos, y que entonces se hallaba aquejado de la grave dolencia, que le condujo pocos dias despues al sepulcro, vió en la sumision de Perez un medio seguro para templar la ira del rey don Felipe y de apartar de su patria el rayo vengador que no dejaria de lanzar sobre ella, en cuanto se enterase de la abierta rebelion del pueblo contra todos los representantes de la autoridad. Trató pues secretamente con los principales magnates acerca de la conveniencia de que Perez volviese á las cárceles de la Inquisicion, antes que penetrase en el reino un ejército castellano, al cual sería imposible oponer la menor resistencia, y aquellos señores, asustados de su propia obra, ofrecieron aquietar al pueblo y hacer de modo, que éste no se mezclase de nuevo en las determinaciones acordadas, para llevar á cabo la trasladacion del preso.

Los sediciosos sin embargo, llegaron á entender estos manejos por medio de Juan de Mesa, á quien advirtió de todo el caballero D. Martin de La Nuza, despues de haber declarado al Justicia Mayor, que nunca consentiria en que se engañase al pueblo aragones. Consecuencia de la intriga que se habia urdido, para dejar mal parada la causa de los fueros, fué el nuevo motin que estalló en Zaragoza el día 21 de Setiembre de 1591. D. Martin de La Nuza, D. Diego de Heredia y D. Juan de Torrellas, observaban desde la casa de éste último, cuanto pudiera ocurrir delante de la cárcel de los Manifestados, mientras que Juan de Mesa, con buen golpe de gente animosa y resuelta, se habia apostado en el portal del palacio de Heredia, para acudir á donde fuese necesario. Precisamente, y á pesar de las mas enérgicas protestas de Antonio Perez, le estaban poniendo grillos, para llevarle con mayor seguridad á la Aljafería en el coche que al efecto le estaba esperando, cuando D. Martin de La Nuza, no pudiendo contener su impaciencia, se echo á la calle armado de una espada y rodela y llamó al pueblo en su ayuda: el pueblo acudió al punto atacando á las tropas que obstruian la entrada de la calle Mayor, de modo que el esforzado D. Martin, despues de ponerlas en precipitada fuga, desembocó por la puerta de Toledo en la plaza del Mercado. Al mismo tiempo acaudillaba Juan de Mesa, mosquete en mano, á los mas decididos alborotadores y habia atrevesado con ellos la calle de la Albarderia, apoderándose tambien de la plaza del Mercado, cuyo suelo regaron con su sangre los que la defendian. Las tropas se encontraron entonces entro dos fuegos y no tuvieron mas recurso que á pelar á la fuga para salvarse; lo mismo hicieron las autoridades, que habian acudido al sitio de la refriega y los esbirros y el teniente asesor, que se proponian guardar á Antonio Perez, solo tuvieron el tiempo preciso para escaparse por los tejados de la cárcel y de las casas inmediatas, hasta guarecerse en el palacio del Justicia Mayor.

Juan de Mesa y los suyos rompieron las puertas de la Manifestacion, sacaron á Perez en triunfo y lo dejaron en casa de D. Diego de Heredia. A la caida de la tarde, libre en fin, despues de tan largos y tan crueles padecimientos, montó á caballo el célebre exsecretario de D. Felipe II, y seguido de su fiel servidor y entre las aclamaciones y vivas de aquel pueblo generoso, que habia identificado con su defensa, la defensa de sus libertades, salió de la capital de Aragon por la puerta de Santa Engracia, dirigiéndose hácia el Pirineo, para refugiarse en los estados de Bearne, sometidos á la autoridad de la princesa Catalina, hermana de Enrique IV de Francia.

Varia é inconstante se le mostró la fortuna despues de su emigracion: sosteniéndose de una pension que le habia señalado dicho monarca francés, íntimo amigo y confidente del conde de Essex, que disponia á su capricho de la política de la Gran Bretaña, tomó una parte activa en todas las maquinaciones que los gobiernos de Europa urdieron contra el rey D. Felipe de Castilla, hasta el fallecimiento de este príncipe, y murió por ultimo en Paris abandonado y proscrito, sin haber alcanzado el consuelo de abrazar á su esposa y á sus hijos, que gimieron por muchos años en duro cautiverio, pagando con sus virtudes y su inocencia las culpas del esposo y del padre.




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Capítulo XLIII

El brazo justiciero del Rey, la gran fiesta del Santo Oficio y la voluntad de Dios


Quince dias despues de estos acontecimientos se reunia en Agreda, villa fronteriza de Aragon, un ejército castellano, cuyo mando confió D. Felipe á D. Alfonso de Vargas, general esperimentado y hombre duro de corazon, dándole el encargo de ocupar á Zaragoza y de castigar ejemplarmente á su nobleza. Tiempo hacia que el Rey aguardaba una ocasion propicia para destruir los fueros de aquel reino independiente y altivó, imitando en esto á sus predecesores. El emperador Cárlos V. arrancó á los castellanos sus libertades, desde el dia en que fueron vencidos los Comuneros en la batalla de Villalar, y si los aragoneses las conservaban, debian indudablemente esta ventaja á la fidelidad que habian guardado en todas ocasiones á su rey D. Fernando el Católico: por lo demas, la historia consigna aquellas célebres palabras de Isabel primera:

-«Mi mayor gusto será que los aragoneses se alboroten, porque así me darán ocasion para quitarles sus fueros».-Su biznieto D. Felipe heredó estas aspiraciones de la gran reina.

El amago de una invasion puso en alarma al pueblo y á la nobleza de Zaragoza; todos se prepararon para la lucha y la diputacion permanente del reino declaró traidor al general Vargas y le condenó á muerte, si llegaba á pasar la frontera con sus tropas: pero ningun auxilio les llegó de Valencia ni de Cataluña, á pesar de los requerimientos que se hicieron á estas belicosas comarcas, con arreglo á convenios estipulados por los tres paises, para el caso en que fuese invadido cualquiera de ellos. Formóse no obstante en Aragon atropelladamente un ejército de resistencia á las órdenes de D. Juan de La Nuza, que acababa de ser nombrado Justicia Mayor por muerte de su padre, dándosele por maestro de campo al esforzado D. Martin de La Nuza, que tanta parte habia tenido en las últimas. sublevaciones. Únicamente Teruel y Albarracin se levantaron haciendo causa comun con Zaragoza, por lo que era fácil preveer el desastroso fin de una contienda, en que estaba empeñado el prestigio de la autoridad real, contra los escasos recursos de los pocos, que se habian comprometido á contrariarla.

Vargas entretanto avanzó al frente de doce mil infantes, dos mil hombres de caballeria ligera, llamada lambien de arcabuceros montados y numerosa y bien provista artillería. La diputacion permanente de Aragon mandó que se tocase la campana grande de La Seo en señal de rebato, D. Juan de La Nuza enarboló el estandarte de San Jorge y despues de revistar sus fuerzas, salió al encuentro del enemigo: mas no bien se hubo situado á distancia de tres leguas de este, cuando conoció la imprudencia que habia cometido, pretendiendo luchar en campo abierto con el reducido é indisciplinado tropel que le seguia, contra la aguerrida hueste de Castilla; y añadiendo á su primera falta otra mayor, abandonó su posicion, y en vez de retirarse á Zaragoza para defenderse allí con tenacidad, se marchó solo á uno de sus castillos, huyendo de la pelea y dejando á merced del general de D. Felipe no solo el estandarte de San Jorge, sino la misma cota con las armas de Aragon, que llevaba puesta.

Los sublevados, al verse sin gefes, pues el diputado del reino D. Juan de Luna y el Jurado de Zaragoza apelaron tambien á la fuga, se desbandaron y corrieron á la ciudad, en la cual entró Don Alfonso de Vargas sin que se le opusiese la menor resistencia, de modo que llevó á cabo la ocupacion del reino sin disparar un arcabuz. Su primer cuidado fue convocar á los diputados y asesores; pero estos, como si se encontrasen todavia en situacion de hacerse temer, oponiendo el escudo de sus hollados privilegios á la fuerza de las armas, se negaron á toda deliberacion, mientras permaneciesen en el territorio aragones las tropas estrangeras. Don Felipe entonces juzgó oportuno acelerar la ejecucion de sus planes y envió á Zaragoza al comisionado regio Gomez Velazquez, de la orden de Santiago, quien desde luego procedió á la prision del duque de Villa-Hermosa, descendiente de los antiguos reyes de Aragon, así como á la del Justicia Mayor D. Juan de La Nuza ya la del conde de Aranda.

Acto continuo y con la idea de atemorizar á todos, la venganza del Rey eligió por primera víctima al magnate que personificaba las glorias y la independencia de su patria. De nada sirvió á Don Juan de La Nuza la debilidad que había mostrado al frente del ejército de resistencia, y aunque no era él, sino su padre, quien ejercia la suprema magistratura de Aragon, cuando ocurrieron las revueltas ocasionadas por las persecuciones de Perez, se lo notificó que se preparase á morir.

-Eso es imposible, esclamó exasperado y dirigiéndose al comisionado Velazquez. ¿En dónde está mi proceso?

-En la rebelion de Zaragoza, le contestó el terrible ejecutor de la voluntad de D. Felipe.

-Pero ¿quién es el juez que ha pronunciado tan inícua sentencia? preguntó con alguna turbación el caballero.

-El mismo Rey, le dijo su impasible ejecutor.

-Leedmela, porque si no lo hiciereis, creeré que os valeis de su nombre para asesinarme.

Gomez Velazquez desdobló un papel que en la mano llevaba y leyó estas palabras:

«En recibiendo las presentes, prendereys á D. Juan de La Nuza, Justicia de aragon, y tan presto sepa yo de su muerte como de su prision: hareysle luego cortar la cabeza

-¿Qué significa tan estremado rigor? gritó D. Juan fuera de sí. Nadie puede ser mi juez ni condenarme, sino córtes enteras, rey y reino.

Inútiles fueron para el desventurado magnate estos tardios alardes de independencia, porque pocos momentos despues de aquella escena fue conducido desde el palacio de Vargas á la casa de Don Juan de Torres, y entregado con buena guarda á los Padres de la Compañia de Jesus, para que le auxiliasen y fortaleciesen, hasta sus últimos momentos. Aquella misma noche se levantó un patíbulo, en el centro de la plaza del Mercado, y según el documento auténtico que tenemos á la vista21 «á los 20 de Diciembre, á las diez de la mañana, estando apercibida, y junta mucha gente de caballeria y infanteria, y tomadas las calles, sacaron al último de los Justicias del reino de Aragon, vestido de luto, con unos grillos en los pies, y lo metieron en un coche, y dentro del los padres y frailes de la Compañia, que le ayudaban á bien morir. Lleváronle desde las casas de D. Juan de Torres, donde estaba preso, hasta la plaza del Mercado, donde estaba el cadabalso. Llegados y subidos en el cadahalso, despues de haber hablado con su confesor, y buelto á confesar, puesto de rodillas, le taparon los ojos con un tafetan, y le cortaron la cabeza... Le llevaron á enterrar al entierro de sus passados con grande sentimiento del reino de Aragon y ciudad de Zaragoza.»

Para que nada faltase en el imponente aparato, con que tuvo efecto aquella precipitada ejecucion, se fijó un poste sobre el tablado y en él un cartel que decia:

«Esta es la justicia que manda hacer el Rey nuestro señor á este cavallero por aver sido traidor y tomado las armas contra la autoridad de su rey y señor natural, saliendo contra él al campo con pendon, bandera y aparatos de guerra, y por alborotador y conmovedor desta ciudad y de las demas universidades deste reyno y de los reynos comarcanos desta corona de Aragon, so color de fingida libertad. Mandándole cortar la cabeza, y confiscar sus bienes, y derribar sus casas y castillos, y demas desto se le condena en las penas en derecho establecidas contra los tales».

Con La Nuza fué condenada á muerte y ajusticiada la justicia de Aragon, escribia Antonio Perez enérjicamente, y nosotros añadirémos, que su suplicio aterró á todo el reino y fué la señal de otras no menos sangrientas escenas. El duque de Villa-Hermosa, que no habia tenido parte en los disturbios de Zaragoza, fué decapitado en Burgos; el conde de Aranda evitó la misma suerte, muriendo en el encierro de la cárcel de Alaejos; los barones de Purroy y de Bárboles perdieron sus cabezas en la plaza pública de Zaragoza, y ademas condenó el tribunal del Rey á la pena de ser degollados al baron de Biescas D. Martín de La Nuza, que logró huir á Francia, á D. Martin de Bolea, baron de Sietamo, á D. Miguel de Gurrea, á D. Juan de Aragon, á D. Antonio Ferriz de Lizana, á Dionisio Perez de San Juan, á Francisco Ayerbe, á Juan de Mesa, y á otros muchos caballeros, labradores y vecinos de la capital de Aragon, cuyos castillos y casas se demolieron completamente.

No se limito á la severidad de D. Felipe el grande infortunio que pesó sobre la desgraciada Zaragoza, porque las crueldades de la Inquisicion dejaron muy atrás los rigores del gobierno. Trescientas setenta y cuatro personas se vieron citadas por el tribunal de la Fé, y de ellas cayeron ciento veinte y tres bajo su mano de hierro, por haberse fugado las demás. Los presos sentenciados á muerte de hoguera llegaron á setenta y nueve, y entre ellos figuraba tambien el nombre de Antonio Perez, á quien los Inquisidores Zamora, Velarde de la Concha, Reves y Moriz de Salazar hicieron falsamente descender de un tal Antonio Perez de Ariza, judio convertido y quemado en Calatayud, por el delio de haber judaizado despues de su conversion. El Santo Oficio declaró desde luego al ex-Secretario del Rey convicto de herege fugitivo y pertinaz, y de fautor y encubridor de hereges, lanzando contra él sentencia de excomunion mayor, y relajando su cuerpo, si pudiere ser habido, á la justicia y brazo seglar, para que se ejecutase en él la pena que merecia. «Y porque al presente, concluia la declaracion, la persona del dicho Antonio Perez ausente no puede ser habida, mandamos que en su lugar sea sacada al auto una estatua que la represente, con una corona de condenado y con un San Benito, que tenga de la una parte las insignias y figura de un condenado, y de la otra un letrero con su nombre: la cual estatua sea entregada á la justicia y brazo seglar, para que la mande quemar ó incinerar. Y declaramos por inhábiles y incapaces á los hijos y hijas del dicho Antonio Perez y á sus nietos por línea masculina para poder aver, tener y poseer dignidades beneficios y oficios así eclesiásticos como seglares que sean públicos ó de honra; y no poder traer sobre sí ni sus personas oro, plata ni perlas, piedras preciosas, corales, seda, chamelote, paño fino, ni andar á caballo, ni traer armas, ni ejercer ni usar de las cosas arbitrarias á los semejantes inhábiles prohibidas así por derecho comun como por leyes y pregmaticas destos reynos y instrucciones del Santo Oficio».

A las ocho de la mañana del dia 31 de Diciembre dió principio la ejecucion de la terrible sentencia; los setenta y nueve infelices, condenados á ser quemados vivos, fueron conducidos á la plaza del Mercado entre numerosa cohorte de familiares, corchetes y arcabuceros, cerrando la marcha la efigie de Antonio Perez con la coroza y el San Benito pintados de diablos y de llamas, entre las cuales se leia esta inscripcion: Antonio Perez. Fué Secretario del Rey nuestro Señor, natural de Monreal de Ariza; por herege convencido, fugitivo, relapso. Los alharidos de las víctimas llenaron de consternacion y espanto á la sobrecogida ciudad durante aquel horrible dia, de eterna memoria en los anales de Aragon, porque el tremendo auto de Fé, la sanguinaria y repugnante fiesta de los caníbales del Santo Oficio no terminó hasta las nueve de la noche.

La independencia Aragonesa yacía moribunda; los suplicios habian dominado la arrogancia de un pueblo altivo, digno de mejor suerte, y las cortes de Tarazona, convocadas por el Rey y presididas por D. Andres de Cabrera y Bobadilla arzobispo de Zaragoza, dieron el golpe de gracia á sus privilegios ó inmunidades. Los señorios que á un conservaban exenciones feudales quedaron desde entonces incorporados á los bienes de la corona, y convertido el palacio de la Aljafería en fuerte ciudadela, recibió tropas castellanas, para sostener en caso necesario á las autoridades y tribunales, que estableció en la poblacion sometida la absoluta voluntad de D. Felipe.

De este modo quedó incorporado el territorio Aragonés á la monarquia española.

Seis años despues de estos acontecimientos se ajustó la paz por el tratado de Vervins, que hicieron indispensable al Rey de Castilla sus grandes achaques y la situación enmarañada de los negocios europeos. La Francia recobró en consecuencia todas las plazas que los españoles habian conquistado en la Picardia, y los inolvidables tercios de la península ibérica, que habian hecho temblar á los ejércitos mas aguerridos del mundo, descansaron por algun tiempo de sus gloriosas fatigas. Enrique IV por su parte renunció todos los derechos que habia adquirido sobre Cambray, y este arreglo permitió á D. Felipe llevar á cabo el proyecto, que hacía tiempo habia formado, de transmitir la soberania de los Paises-Bajos y la del condado de Borgoña á su hija mayor doña Isabel, uniéndola en matrimonio con el archiduque Alberto.

Agraváronse deo pronto las dolencias del Rey, que ya contaba setenta y dos años de edad, y quiso antes de entrar en cuentas con la justicia del cielo, dejar arreglados todos sus negocios en la tierra, para no volver á pensar en ellos. Era á la sazon su favorito el marqués de Denia y con su conversacion se consolaba de las amarguras que el gobierno de sus vastos estados lo habia hecho devorar en silencio, por ocultar bajo la firmeza del monarca la debdidad del hombre.

-Duro he sido, dijo al marqués el dia 1 de Setiembre de 1598, duro en demasía con el secretario Antonio, y bendigo á Dios porque le proporcionó amparo fuera de estos reinos.

-Yo ruego á Vuestra Alteza que perdone á su familia, se atrevió á contestar el magnate, á quien siempre habian condolido mucho los infortunios del antiguo privado.

-Sí, repuso el Rey; perdonada queda desde hoy, para que Dios me perdone; en prueba de que asi lo mando, destituyo á su implacable enemigo Mateo Vazquez de la presidencia del Real Consejo de Castilla, que le concedí, porque atizó constantemente mis deseos de venganza, siendo mi voluntad que salga al punto de la corte y no pueda acercarse á ella en veinte leguas, ni en diez á la ciudad de Valladolid.

-Señor, los deseos de Vuestra alteza quedarán cumplidos; y en cuanto á Antonio Perez...

-En cuanto á Antonio Perez, ya dejo á mi hijo y sucesor el príncipe D. Felipe las instrucciones convenientes, para que se valga de sus grandes conocimientos diplomáticos y le emplee en Italia conforme al rango que á mi lado ocupó, pues su vuelta á España podria resucitar antiguas pretensiones de vasallos contra la corona, que ya terminaron felizmente, aunque con sobrada efusion de sangre. El señor Antonio Perez se perdió por una muger liviana, marqués, y... ya sabreis el castigo que esa muger recibió del cielo.

-He oido hablar vagamente de que intento fugarse del monasterio de las Huelgas.

-¿Nada mas llegó á vuestra noticia?

-Nada mas.

-Tened pues entendido que la abadesa y las religiosas de Santa María la Real sorprendieron á la princesa de Éboli en el acto de escaparse por la ventana de su celda, cuyas rejas habia limado, y la condenaron al in pace.

-¿Era por ventura profesa?

-No, y las madres del convento de las Huelgas darán cuenta á Dios de su muerte.

-¿Conque murió allí, Señor?

-De hambre, marqués... de hambre; así me lo escribió la abadesa, añadiendo, que en la celda de doña Ana de Mendoza encontraron muerto á puñaladas al abad del monasterio. Esto prueba que la Princesa tenia cómplices; pero ya solo nos resta hacer votos, por que Dios la haya perdonado el mucho mal que hizo en el mundo. El mayor de todos fué la perdición de Antonio Perez.

-Señor, ya que tan benigno y clemente se muestra Vuestra alteza para con ese hombre que tanto le ofendió, ¿no otorgará á su infortunada familia algun recurso con que pueda vivir?

-Quiero que á doña Juana Coello y Bozmediano, á ese modelo de esposas ultrajadas, á ese dechado de virtud y de amor conyugal, se le restituyan todos sus bienes y los de su marido; quiero que Mateo Rodrigo Vazquez devuelva á su hijo Gonzalo Perez veinte mil escudos, que tomó de una renta concedida por el papa Gregorio al dicho Gonzalo, y que se emplearon en persecuciones contra doña Juana; quiero ademas, y esta será una cláusula de mi testamento, que D. Felipe mi sucesor interponga todo su valimiento y si necesario fuere, su incontrastable voluntad, para que el tribunal del Santo Oficio de Aragon revoque la sentencia que subsiste contra Antonio Perez y su descendencia. ¿Creeis, marqués de Denia, que de este modo podrá alcanzar misericordia ante la justicia divina?

-No lo dudo, Señor: V. A. ha mirado siempre por la gloria de la santa Iglesia católica, y ha perseguido constantemente la heregía.

-Mis vasallos no me juzgarán así despues de mi muerte, que harto tarda en llegar, porque los dolores del cuerpo roban la resignacion del alma. Dirán que fuí cruel y sanguinario, que me recreaban los lamentos de las víctimas, sacrificadas por el fanatismo religioso, y que la guerra de Flandes dejó exhausta á España de hombres y de dinero. ¡Mis vasallos desconocerán lo que he sido en la tierra!

-Señor, la posteridad os hará justicia.

-¿Y sabrá la posteridad, que sin ese rigor contra los hereges, la secta de Lutero se hubiera enseñoreado ya de España? Sabrá que á cada nueva que me enviaba el Consejo de Sangre de Bruselas, se me estremecia dolorosamente mi corazon, y que yo, monarca poderoso de dos mundos, me arrastraba por el suelo de rodillas, macerando mi cuerpo y pidiendo al Altísimo que se apiadase de los flamencos y de mí? Sabrá que, sin mi constancia en sostener esa guerra contra los sublevados de las Provincias de la Confederacion, hubieran caido sobre España todos los ejércitos de Europa?

-Tranquilícese V. A. Señor, que bien lo ha menester.

-Tranquilo estoy, marqués, y espero sosegado la sentencia de mi suerte futura, porque mi conciencia me dice que he cumplido con las amargas obligaciones de rey, algo mejor que con los deberes de hombre. ¿Pero es hombre por ventura un rey? ¿No debe sacrificar su corazon y su vida á los altos fines que le impone la sabiduria de Dios? Faltas grandes he cometido; mas espero de la divina clemencia el perdon de todas. ¡Ah! ¿Se realizará mi esperanza? El porvenir... el porvenir... ese insondable abismo me aterra, porque al fin no soy mas que una pobre criatura, un miserable pecador, á quien el soplo de la muerte despojará pronto de toda su gradeza y poderío.

-Melancólicos son esos pensamientos, Señor, no hable V. A. de morir...

-Al contrario, señor de Denia, al contrario; quiero hablar del próximo fin que me aguarda, porque estoy preparado á el hace tres años.

-¡Tres años!

-Nadie lo sabe y vos sois el primero que lo oye. Tres años hace que no es la gota el mayor de mis padecimientos físicos...

-¿Pues cuál es, Señor?

-La calentura lenta que me ha consumido poco á poco. Y siempre me habeis visto, sereno é impasible, trabajar sin descanso noche y dia, y dirigir todos los negocios como en los floridos tiempos de mi mocedad. Esta es tambien la obligacion de un Rey.

-Pero, Señor, es necesario atender Inmediatamente á V. A... Los médicos...

-Os lo prohibo, marqués; la Europa sabrá que he firmado moribundo el tratado de Vervins, cuando sepa mi muerte.

-Descanse al menos V. A., abandone esta estancia...

-En breve la dejaré, porque mis dias están contados, y tengo ya apartados de mi alma, todos los pensamientos de vivir. La muerte no me espanta, antes bien la aguardo como el término dichoso de mis afanes; asústame lo que hay despues de ella, y la cuenta estrechísima que he de dar á Dios, de todas las acciones de mi existencia.

Seis dias despues, el 13 de Setiembre, yacía postrado D. Felipe en el lecho, que iba á cambiar por el sepulcro. Hallábase á su lado el Príncipe heredero, y á respetuosa distancia contemplaban mudos y tristes los últimos instantes de aquel consumado político, D. Cristobal Moura, tesorero y guarda joyas del alcázar, D. Francisco Gomez de Sandoval y Rojas, marqués de Denia, que de favorito del padre iba á pasar á ser primer ministro de su hijo y duque de Lerma, el archiduque Alberto cardenal y arzobispo de Toledo, yerno del moribundo y otros grandes señores. El Rey tenia clavados los ojos en la puerta de la real estancia y á cada ruido que sentia, preguntaba:

-¿Es mi confesor?

A las doce llegaron los físicos y le dijeron que era preciso abrirle una llaga en la pierna izquierda, para que desahogase por ella los humores concentrados, y recibiese alivio en sus dolores acerbos.

-¿Me hará vivir mas esa operacion? preguntó D. Felipe con serenidad.

-Es posible que así suceda, señor, le contestó el archiduque, y Dios manda que atendamos á vuestra conservación.

-Vos sabeis todo eso, cardenal, repuso el Rey: resígnome á la voluntad del Todo-poderoso, aunque tengo por cosa cierta y segura que voy á morir.

La operacion fué larga y dolorosa, y D. Felipe, léjos de encontrar el menor lenitivo á sus tormentos, los padecia cada vez mas agudos; pero ni una sola queja exhalaban sus lábios, antes bien parecia que su alma se recreaba en tan martirizadora agonía. El Príncipe le preguntó, cuando le sajaban la pierna:

-¿Os duele mucho, señor?

-Hijo mio, le respondió el Monarca, mas me duelen mis pecados.

Y dando en seguida á sus palabras una entonación solemne, añadió:

-He querido, Príncipe, que os halleis aquí á esta hora, para que veais en lo que paran todas las grandezas y monarquias de este mundo. Ya veis como Dios me desnuda de la gloria y magestad de rey, para daros á vos esta investidura. Dentro de pocas horas me pondrán en una pobre mortaja, hijo mio... Ya se me cae de la cabeza la corona. y la muerte me la quita para dárosla á vos. Tiempo vendrá tambien en que esta corona se os caiga de vuestras sienes, como ahora se desprendo de las mias. Vos sois mancebo y... yo lo he sido... mis dias estaban contados y hoy terminan... Dios, solo Dios sabe la cuenta de los vuestros, que tambien se acabarán. Os recomiendo la guerra contra los infieles y la paz con la Francia.

Al llegar á este punto, acometió al Rey una congoja, y creyendo el Príncipe, heredero que todo habia concluido, dijo á D. Cristobal de Moura:

-Entregadme la llave dorada del retrete, en que están las joyas de la corona, ó mas bien, ponedla en manos del marqués de Denia.

-Señor, contestó el tesorero del alcázar con respetuosa firmeza, no lo haré mientras el Rey viva, si él no me lo manda.

A poco rato volvió en su acuerdo D. Felipe, y enterado de lo que acababa de ocurrir, miró á su hijo con tristeza, y ordenó á Moura que entregase la llave á quien muy pronto iba a ser su señor natural, y que le pidiese perdon.

Despues, viendo entrar en la cámara a su confesor Fray Diego de Chaves, se animó su rostro, y le dijo:

-Venid, padre mio, venid á sacarme de este mundo de amarguras y de desengaños. Sea todo en remision de mis enormes culpas.

Habló acto contínuo de la proximidad de su muerte, comparándola con el tránsito de la corte desde una miserable aldea á la capital mas suntuosa y espléndida, y oyó con fervoroso recogimiento las religiosas y sentidas exhortaciones de Fray Diego. A las tres de la tarde pidió con ahinco que le administrasen la extremauncion, y concluida esta imponente ceremonia, dijo al archiduque:

-Dareis á la infanta mi hija, la imágen de nuestra Señora, que veis pendiente de mi cuello. Me la regaló mi madre la emperatriz y la he traido conmigo por espacio de cincuenta años.

Y dirigiéndose á su confesor añadió:

-Me atareis las manos con una cuerda que suba hasta mi cuello y le dé vuelta, de modo que sostenga sobre mi pecho una cruz de madera; con ese crucifijo he de morir, pues con otro semejante murió el emperador mi padre y señor.

Estas fueron las últimas palabras que pronunció el rey D. Felipe II de Castilla, á quien la historia apellida El Prudente. Murió sosegadamente a las cinco menos cuarto de la tarde del mencionado dia 13 de setiembre de 1598 á la edad de setenta y dos años y en el cuarenta y dos de su reinado.






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Epílogo

No hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague


Mucho tiempo habia transcurrido desde que el débil y afeminado Felipe III habia puesto á disposicion de un privado incapaz la suerte de la trabajada monarquía española, cuando en una tempestuosa noche de diciembre, llamaron con fuerza a la puerta principal del solitario monasterio de la Espina. Los religiosos estaban á la sazon ocupados en sus devociones de comunidad, y el superior dijo á un lego octogenario, que se daba sendos golpes de pecho:

-¿No ha oido, hermano?

El lego se levantó y sin contestar una sola palabra se dirigió á la puerta con vacilante paso.

-¿Quién viene á interrumpir á estas horas nuestro recojimiento? preguntó autos de abrir.

-Un caballero estraviado, que se dirige al alcazar de Villagarcía, le respondieron desde afuera. La noche está tenebrosa y necesito un guia, á quien recompensaré con largueza.

El lego abrió murmurando:

-Si sois lo que decís, pasareis aquí la noche, y mañana, si Dios no dispone otra cosa, os acompañaré al castillo.

El personage, que encontró hospitalario abrigo en el monasterio de la Espina era un hombre de cincuenta años, alto, flaco, de noble porte y distinguidas maneras. El anciano lego, con la correspondiente vénia del superior, cuidó de su persona, ofreciéndole sabrosa cena y blanda cama, dejando que otro mas jóven se encargase de la cabalgadura, que hasta allí le habia conducido. A la siguiente mañana y apesar del helado viento que soplaba con espantosa furia, insistió el viagero en su idea de dirigirse á Villagarcía, y recordó al oficioso hermano la promesa que le habia hecho de enseñarle el camino.

-Ignoro, le dijo, por qué motivo deseo que no me dejeis partir solo; y aunque no se me oculta que obro con poca prudencia al proponeros esa escursion, pues os halláis en edad muy avanzada, y apesar de que no dejará de tener esta santa casa otro guia mas á propósito para la fatiga del camino, el corazon me asegura que nuestra compañía ha de ser hoy para mí de buen agüero.

-Dios lo haga, hermano, repuso el lego sonriéndose de una manera estraña; y en cuanto al camino y á mis años, no paseis la menor pena, porque aunque viejo, todavía estoy fuerte, y además conozco perfectamente todas las veredas en diez leguas á la redonda.

-¿Sois del pais? le preguntó el caballero.

-He vivido en él en mi mocedad.

-¿Y despues?

-En la corte, en Italia, en Aragon, en Francia... para venir á dejar mis huesos en este retiro.

-Yo tambien he disfrutado de los placeres de la corte y del favor del último Rey: al presente soy un desterrado.

-¡Ah! ¿Sois tal vez enemigo del duque de Lerma?

-No: mi desgracia fué obra de D. Felipe el segundo de Castilla.

-Otras muchas labró el rey Prudente.

-Es verdad, mas pongámonos en marcha, si lo teneis á bien.

Hiciéronlo así cabalgando el caballero desconocido en su buena mula, y el lego en otra mucho mas humilde y enjaezada como para recorrer las aldeas del contorno, en demanda y qüestacion de provisiones para el convento. Despues de haberse adelantado por la ladera del bosque y viéndose en campo raso, tomaron un sendero que serpenteaba entre la nieve, formando sobre ella una inmensa linea curva en diversas direcciones, aunque á trechos quedaba interrumpida por los hundimientos del terreno y los montones de nieve que la ocultaban á la vista. El lego, sin embargo, proseguia la caminata, seguro de no equivocarse, y su compañero no dudaba de que, en efecto, le habia deparado la suerte un excelente guia.

-Debeis haber frecuentado estos sitios muchas veces, le dijo al fin, reanudando el hilo de su anterior conversación.

-Muchísimas, caballero, aunque hace largos años que estuve en Villagarcía.

-¿Sabeis si todavia está esa fortaleza á cargo del alcaide don Mendo Quijada?

-¡Bah! ¿Pues no murió ese noble señor, combatiendo al lado del valeroso D. Juan de Austria?

-No; el que dió su vida por defender la de su esforzado pupilo fué el buen caballero D. Luis Quijada, tio carnal de D. Mendo.

-Vos debeis saber esas cosas mejor que un pobre lego, que está ya con un pié en el sepulcro: mas... ahora que me acuerdo ¿qué se hizo la ilustre matrona doña Magdalena de Ulloa, esposa del gran mayordomo y confidente del emperador D. Cárlos?

-El dia mismo de la fuga del secretario Antonio Perez á Zaragoza, renunció voluntariamente al mundo, retirándose al convento de religiosas de la Encarnacion de Madrid.

-¡Ah! ¿Y Antonio Perez?.

-Ha muerto en pais estraño, en la capital de Francia y está enterrado en el convento de los Celestinos. Su muger doña Juana Coello y sus hijos han conseguido que se les devuelvan todos los bienes secuestrados, y gozan ya de las preeminencias que corresponden á las familias ilustres de España, cómo si el antiguo ministro de Felipe II no hubiera sido un infame traidor y un asesino.

-¿Le odiabais?

-Motivos poderosos tengo para aborrecer á su familia.

En esto dieron vista nuestros entretenidos viajeros al alcazar de Villagarcía, al mismo tiempo que esclamaba el cortesano:

-¡Oh! Si el alferez Miguel del Bosque no hubiera perecido asesinado por sus amigos Juan de Mesa y Diego Martinez!

Sonrióse el lego y preguntó á su acompañante, mirándole de una manera diabólica:

-¿Qué hubiera pasado?

-No me veria hoy sin títulos y honores; no triunfarían doña Juana Coello y sus hijos.

-Pájaros de cuenta debieron ser esos bribones, que habéis nombrado.

-Fueron los asesinos del secretario Juan Escovedo.

-Oí hablar de ese lance en otro tiempo. ¿Qué fué de los tales?

-Ya os he dicho que á Miguel del Bosque le dieron sus dos cómplices de puñaladas, porque vino de Italia a declarar su crímen y el de Antonio Perez; Diego Martinez, el mas revoltoso y endemoniado de ellos, tuvo gran parte en la primera sublevacion de Zaragoza y murió en la refriega, y Juan de Mesa, que también anduvo en la danza y era un pícaro redomado y muy dañino, siguió la fortuna de Antonio Perez: ignoro su paradero desde la muerte del antiguo Secretario.

Subian entonces el caballero y el lego la falda de aquella eminencia, sobre la cual se hallaba situado el antiquísimo castillo, y en la que vimos sentados y departiendo amigablemente, al principio de nuestra historia, á Juan de Mesa y á Diego Martinez, de quienes los dos viageros acababan de hablar. Cuando iban á acercarse al puente levadizo, se detuvo de pronto el cortesano y dijo á su guia:

-Antes de entrar en la fortaleza, deseo visitar sus últimas empalizadas, y si podéis conducirme á ellas...

-¡Sus últimas empalizadas! repuso admirado el lego.

-Sí: quiero cumplir un voto que hace mucho tiempo ofrecí: paréceme que han de estar hácia la derecha.

-Ese es el camino mas corto.

Al pronunciar el lego estas palabras parecia como que temblaba sobre la mula; mas no queriendo descubrir su emocion, echó por la cerca inmediata al muro, á fin de dar la vuelta al castillo.

-¿Sabéis hermano, le preguntó el caballero espoleando á su cabalgadura, si en frente de las empalizadas que buscamos, hay una poterna, que da entrada al alcazar?

-¿Por qué me hablais de cosas que nunca ví? le contestó su guia con destemplado acento.

-Como conocéis las veredas de tal modo, que no parece sino que las teneis en la uña...

-Conozco las que conozco.

-Perdonadme si os he enojado, inadvertidamente, porque al pensar en esas empalizadas, que yo tampoco he visto en mi vida, se me oprime el corazon.

El lego caminaba receloso, mas ya no podia escusarse de seguir la cerca que rodeaba el alcazar, porque se esponia, retrocediendo, á descubrir algun secreto que sin duda le importaba mucho guardar. Resignóse pues interiormente á lo que la suerte le deparase, y prosiguió la marcha en silencio, aunque acosado por graves y muy sérios temores. Al cabo de un cuarto de hora llegaron por fin á las empalizadas, y adelantándose el caballero, se descubrió con respeto y esclamó enternecido.

-Hermano, doña Magdalena de Ulloa me dijo la verdad; allí está la poterna del castillo, y hé aquí la cruz de piedra que la noble matrona mandó colocar para memoria eterna de un infausto suceso.

Diciendo así, echó pie á tierra y se arrodilló con respeto delante de la cruz. Tentado estuvo el lego de aprovechar la ocasion y desaparecer picando á su mula, pero consideró que la del caballero era mas fornida y de mejores piernas; encontrábase además sobrecogido de terror y un temblor nervioso agitaba todos sus miembros, al examinar con espantados ojos aquellos sitios, que no le eran tan desconocidos, como poco antes habia dado á entender. El caballero se levantó, una vez terminadas las oraciones que tal vez habia dirigido al cielo por el eterno descanso de alguna persona querida, y se acercó al lego diciendo:

-¿No rezais, hermano, un padre nuestro por el alma del que aquí enterraron dos cobardes asesinos?

-¡Del que enterraron ahí! replicó dando diente con diente el gula y sin coordinar sus ideas. ¿Quién os asegura que debajo de esa cruz encontró el mastin del monasterio el cuerpo del hermitaño?

-¡Cómo! esclamó el primero examinando atentamente á su interloculor, cuyo rostro sembrado de manchas negras no le presentaba el menor indicio de lo que empezaba á sospechar. ¡El hermitaño habeis dicho! ¡Habeis hablado del mastin del convento de la Espina! ¿Quién sois?

-¡Oh! gritó el lego desesperado y dejándose caer de la mula. ¿Por qué me lo preguntais? ¿Por qué me habeis traido al horrible teatro de mi primer delito?

-¡Tú!... ¡Tú, miserable! repuso el cortesano con ira y sujetando al viejo entro sus brazos. ¡Tu nombre! ¡Tu nombre es lo que yo necesito!

-Dejadme... dejadme... he vivido sin verla muchos años... pero ahora... en este instante... la terrible sombra del hermitaño me persigue... me acosa... miradla... ahí está... junto á la cruz

-Sí... sí; quien quiera que seas... te maldice, porque sin duda tuviste participacion en el horrendo crímen, que recaerá entero sobre tu cabeza, ya que tus cómplices han muerto. ¿Sabes quién soy?

-Lo sé... lo sé... eres la sombra irritada de Juan Vazquez, del Secretario del duque de Alba.

-No, malvado; soy el hijo de aquel que aqui pereció vilmente asesinado... soy Mateo Rodrigo Vazquez, el eterno enemigo de Antonio Perez y de los suyos.

-¡Mateo Vazquez! murmuró el lego cayendo en tierra desplomadado. ¡Perdon para Juan de Mesa!

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El primer Auto de Fé que celebró la inquisicion de Madrid, despues del advenimiento al trono del rey D. Felipe III, fué el del asesino de Juan Vazquez. Le quemaron vivo cuando cumplia ochenta años, por la muerte que cometió á la edad de diez- y nueve. El sitio de la ejecucion fue el mismo en que hoy se vé la cruz de Puerta Cerrada.




 
 
FIN
 
 
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