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Don Felipe el Prudente

Novela histórica


José María de Andueza






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Capítulo I

Dos hombres honradísimos


Así tocaba á su término la primera mitad del siglo décimo sesto, cuando Cárlos primero de España y quinto de Alemania, acosado sin tregua por la rivalidad de su esforzado competidor Francisco, emperador de los franceses, concibió el temerario proyecto de atacar á éste en el corazón de los mismos estados, cuya posesión contaba ya como segura. Con cinco ejércitos formidables había invadido la Francia los dominios del héroe de Tunez y los de su aliado el duque de Saboya; el tesoro de Castilla se hallaba exhausto, y era necesaria una resolución magnánima para conjurar tan recia tempestad. El infatigable Cárlos nunca vacilaba ante el peligro: reunió en Monzon las Cortes de Aragon y Cataluña, y estas juraron al principe D. Felipe, otorgando al mismo tiempo al emperador un subsidio de quinientos mil ducados. Las de Valencia imitaron tan patriótica conducta, poniendo á disposicion del monarca un cuantioso donativo; y el rey de Portugal, cuya hija doña María acababa de casarse en Almería con D. Felipe, por poderes, aprontó para la proyectada espedicion otra crecida suma de dinero. Estos recursos, y la alianza ofensiva y defensiva que formó Cárlos con Enrique octavo de Inglaterra, lo animaron en su pensamiento de trasladarse a Alemania, con el objeto de abrir en persona aquella célebre campaña de diez años, la última de su gloriosa vida, coronada por brillantes triunfos y apenas oscurecida ligeramente por algunos reveses, que le asestó la fortuna, Deidad caprichosa, parecida á las mugeres, que alhagan á los mozos y abandonan á los viejos.

No hemos podido indicar con menos palabras a nuestros lectores la época en que dan principio los acontecimientos que vamos á narrarles: ahora es preciso que condesciendan en acompañarnos á las inmediaciones de un antiguo alcázar cuadrilongo, enclavado en el riñon de Castilla, no léjos del famoso monasterio de la Espina y estramuros de una poblacion, cuyo nombre, hoy olvidado, o muy poco conocido, figura sin embargo en nuestra historia desde el siglo décimo cuarto.

Era una fresca mañana de abril del año de gracia 1545: dos hombres, guerrero el uno, a juzgar por los arreos que lo cubrian, y villano el otro, segun daba á entender su humilde y asendereado trage, departian amigablemente, sentados en el césped, que servia de mullida alfombra á la falda de la eminencia, sobre la cual se hallaba situado el alcázar de Villagarcía de Campos. Acababan, de tocar á maitines en el monasterio de la Espina y el castillo feudal se destacaba sobre la colina, semejante á un fantasma, que se despoja de las negras vestiduras de la noche. En el dia es una fortaleza abandonada; ha seguido la mala suerte de, la monarquía española, y apenas puede reconocer el viagero entre sus ruinas, algunos restos de su pasado poderío. Y con todo, cuenta entre sus señores ilustre prosapia y su fundacion se remonta á los primeros tiempos de la restauracion asturiana. Propiedad mas adelante de la reina doña Maria, muger de D. Alfonso el onceno é hija de D. Alfonso el sesto de Portugal, lo entregó aquella señora en tenencia á Gutierrez Gonzalez de Quijada, y luego á la abadesa y convento de Santa María la Real de Valladolid. Andando el tiempo, hizo en su testamento don Juan primero merced de la villa y del alcázar al mencionado Gutierrez Gonzalez de Quijada, desde cuya época no volvió á salir del señorío de la familia de los Quijadas, hasta que faltando la sucesion directa de la misma, se posesionó de ambos la casa de Docampo, oriunda de Galicia, aunque establecida en Zamora. Corrieron una en pos de otra las desgracias de la monarquía, y fiel la vetusta fortaleza á los recuerdos consagrados por sus severas tradiciones, pasó de decadencia en decadencia, de los Docampos á los Villamizares, y desde los Villamizares á los Villazices, ó condes de Peñaflor, para sepultar por último su anterior importancia bajo el dominio de los nobles Valdecalzanas.

Pero ¿quién se atreve hoy á recordar sin rubor las descripciones que del castillo de Villagarcía ha leido en antiguos y empolvados cronicones? ¿Dónde están aquellos murallones imponentes, que desmoronados hoy por la injuria del tiempo, ostentan sin embargo algunos trozos de cuarenta piés de elevacion, sin que en ellos se descubran las primeras troneras? Sobre esos trozos arruinados se estendia una doble línea de tan importantes defensas; la de la parte mas baja, establecida á cincuenta piés de la base del alcázar, estaba destinada á la rnosquetería; la superior, cuya altura nos es imposible conjeturar, servía para los disparos de piezas gruesas en toda su estension. Tampoco se conserva resto alguno de los almenares ni matacanes de sus plataformas, aunque todavía flanquean su frente principal dos torres cuadradas de imponente apariencia, destrozadas en muchas partes hasta el pié de los murallones. El ancho foso, que aislaba la fortaleza, se halla completamente, cegado, y al ferrado puente levadizo, que daba paso a su entrada por la cortina del S. O., y que solo ofrece señales de existencia en los enormes ganchos de las cadenas dispuestos sobre el arco del porton, ha sucedido un miserable puentecillo de piedra. Como si no fuera bastante ultraje para tan venerables ruinas el injusto olvido, no ha faltado quien añada el escarnio á su desventura.

Los, dos hombres que platicaban en la pendiente ladera de Villagarcía examinaban, al parecer, la situacion de los negocios públicos, salpicando de vez en cuando su diálogo con razonamientos y conjeturas acerca de otros asuntos privados que, no por serlo, deben parecer menos interesantes á nuestros lectores. Nuestra conciencia de historiadores nos obliga á enterarles de una conversacion, que tal vez no será inútil, para que vengan en conocimiento de otros sucesos mas importantes.

El menos orgulloso de los dos políticos del siglo décimo sesto, aquel á quien hemos calificado de villano, era un joven como de diez y ocho á veinte años, fornido, de corta estatura, en una palabra, el tipo de lo que los navarros entienden por un hombre bajo, rechoncho y cuadrado. Tenia ojos negros de un brillo estraordinario, y los jugaba con admirable viveza y donosura, como para revelar á los demás la refinada malicia de su alma: por lo demás, y como él mismo aseguraba, nunca se mordia la lengua; de modo que hablaba a roso y belloso sin temer al rey ni á la santa Inquisicion, era incapaz de guardar un secreto y andaba siempre á caza de noticias, buenas o malas, á fin de recrearse con el placer de referirlas al primero que le deparaba á mano su fortuna. Vestia corto y estrecho saco de paño pardo, ceñido, á la cintura por tosca correa de cuero en bruto con hevilla de metal, calzon de lo mismo, polainas de pie de lobo basta media pantorrilla y zapatos abiertos en forma de sandalias, completando todo su ajuar una especie de montera ó caperuza de piel de nútria, que lo cubria la cabeza hasta la parte inferior de las orejas, un escapularía de la Vírgen de Monserrate, que llevaba pendiente del cuello y un grueso y nudoso garrote de encina, colocado á la sazon entre sus cruzadas piernas.

El otro personage aparentaba tener mas trastienda y conocimiento del mundo que su compañero. Cuando se le dirigia alguna pregunta acerca de su edad, contestaba con orgullo que habia venido al mundo el mismo año, en que el gran gobernador y santo cardenal Jimenez de Cisneros emprendió y llevó á cabo á sus propias espensas la conquista de Oran; y como ya desde entonces, a pesar de lo reciente del suceso, empezaba á agitarse entre el vulgo la duda de si aconteció tan memorable triunfo en el año de 1509, como hoy aseguran sesudos cronistas, ó si en el de 1516, como sostienen asimismo algunos modernos compendiadores, resultaba de la respuesta del taimado guerrero castellano, que unos le daban buenamente treinta Y. seis años de vida, al paso que otros no sentian el menor escrúpulo al creer que solo frisaba en los veinte y nueve. Hacíale no obstante traicion con liarta frecuencia su memoria, pues cuando relataba sus pasadas glorias militares, hablaba del asalto y saqueo de Roma por las tropas del duque de Borbon y de la muerte de este caudillo, como de hechos que habia presenciado y en los que tuvo no pequeña parte; de aquí deducia el malicioso villano de los brillantes ojos negros, que su interlocutor, fuese por vanidad pueril o por otros motivos que él no alcanzaba, habia dado en la flor de suprimir siete ú ocho años en su partida de bautismo. Por lo demás, era excelente camarada, complaciente, servicial, aficionado al mosto y á las buenas mozas, de ancha conciencia y de razonables puños: un amigo podia contar con él en apurados lances, pero los malos hábitos que habia contraido en el pillaje de la ciudad eterna le impedian, sin duda a mirar con poco escrúpulo los bienes agenos, supuesto que no perdonaba ocasion de apropiárselos contra la voluntad de sus dueños. Precisamente debia preocuparle algun proyecto de esta especie en aquella deliciosa mañana de abril de 1545, por cuanto las primeras palabras que pronunció, ó al menos, las primeras que podemos transmitir á nuestros lectores, fueron estas.

-Asegúrote, amigo Juan, y así Dios y Nuestra Señora de Monserrate te amparen y defiendan, que en esa pícara madriguera no hace mas que pudrirse, un hombre honrado. De mí sé decir que no he nacido para estar mano sobre mano paseándome por la plataforma del castillo, y que si el cielo no lo remedia, voy á morir muy pronto de puro fastidio.

El bueno de Juan miró de reojo al soldado, castañeteó con los dedos y murmuró sonriéndose:

-Esa no pega.

-¿Conque no crees que voy á dar mi alma á una legion de familiares, repuso el otro, si no me sacan de aquí?

-No, mientras te vea atravesar, a guisa de ladron, todas las noches el patio grande de la fortaleza, en busca de la hermosa Beatriz.

-Que si quieres, y llámenle tonto, esclamó el guerrero soltando la carcajada. ¿Quién te ha dado esas noticias?

-La ociosidad aguza el ingenio, y como por la misericordia divina, estamos de holganza hasta que vuelva mi señor el alcaide...

-Estoy en autos; has seguido mis pasos y despues de sorprender mis amorosas locuras...

-Y algunos besos, aplicados con estrépito en las sabrosas mejillas de la susodicha Beatriz.

-¿Eso mas? Ya voy esperimentando, querido Juan de Mesa, que eres mozo de provecho, y ya que la charla ayuda á matar el tiempo, voy á descubrirte cómo y cuando me enamoré de esa muchacha.

-Que me place: ya sabe el señor Diego Martinez que soy hombre capaz de guardar un secreto, y que por todo el oro del mundo...

-Mucho hay que hablar en cuanto a eso: pero doy muy poca importancia á mis galantes aventuras, y puedes divulgarlas á tu sabor, con tal que nada quites ni añadas á la verdad.

-Eso no; antes me vea empalado por judío.

-Basta y escúchame bien. Habrá poco mas de tres meses... justamente, el dia de los Santos Reyes; por cierto que nevaba á mas y mejor... Pues, como iba diciendo, ese mismo dia 6 de Enero aconteció que salí del castillo á las ocho de la mañana para llevar un recado de mi señora doña Magdalena al monasterio de la Espina. ¿Y qué te figuras que encontró al llegar á él, despues de haberme empapado en agua y nieve hasta los huesos? Nada menos que una brillante comitiva de ilustres damas y nobles caballeros, cuajados de oro y de terciopelo desde las orejas hasta los piés. Allí estaban, orando delante del altar mayor el conde de Melito D. Diego Hurtado de Mendoza y su muger doña Catalina de Silva, el apuesto caballero D. Ruy Gomez de Silva, que tanto dá en qué pensar á las hermosuras de la córte, si no mienten lenguas, el Viejo marqués de Los Velez, el consejero D. Pedro Fajardo, el marqués de la Fabara, el conde de Cifuentes, la condesa de Barajas, la marquesa de Aguilar y ¿qué se yo cuantos mas personages? Por supuesto, con la correspondiente añadidura de mayordomos, pages, escuderos, damas de honor, doncellas y criadas de mano.

-Te quedarias con la boca abierta.

-Nada de eso; he visto cosas mas estupendas en Aquisgran y en Ratisbona; aquello es boato, amigo Juan, y no han presenciado los nacidos aparato de tanto bulto corno el que ofreció la majestad de nuestro invencible emperador y rey el dia de su coronacion en Alemania; de esto hace ya unos veinte y cinco años y sucedió en la época de la guerra de las Comunidades de Castilla.

-Buena memoria tienes, observó el villano, para acordarte de todo eso, porque debias ser muy jóven entonces... pero prosigue tu relato del monasterio de la Espina.

Mordióse los lábios Diego Martinez, porque la cuestion de fecha s, presentada indirectamente por su interlocutor, le habia cogido de medio á medio: no tardó sin embargo en adquirir su habitual aplomo, y haciendo como si nada hubiese oido, continuó de esta manera:

-Así que yo ví aquello, dije á mi cola: no hay duda, compadre Diego de que aquí puedes alcanzar algun provecho: las altas y poderosas señoras son fruta prohibida para un pobre diablo, que solo ha traido á su pais honra y miseria; pero tal vez encuentres entro la gente de escalera abajo alguna pelinegra, que se prende de tu porte marcial. Y diciendo y haciendo, adelantéme hasta las gradas del altar mayor, mezclándome con la servidumbre femenina y dando de codo con gallardia y desembarazo á los impertinentes escuderos. Mi osadía obtuvo todo el efecto que anhelaba; cierta criadita de la condesa de Barajas fijó sus ojos en los mios; aproveché la ocasion y los puse en blanco, embidando la partida; ella no se hizo de rogar y quiso el resto con una sonrisa. Hubo despues lo de acercarme a ella, lo de saber que era huérfana de padre y madre, lo de ofrecerla mi proteccion y descansado servicio en Villagarcía, lo de confesarme que no podia tolerar por mas tiempo las impertinencias y caprichos de la señora condesa, y por último lo de concertarnos, ella para desertar de la casa de Barajas, y yo para presentarla y recomendarla en este castillo como parienta mia. Evacuada despues la comision que me habia llevado al monasterio, tuve otra entrevista con mi hermosa Beatriz, y en ella me descubrió que toda aquella magnificencia desplegada por los mas encopetados magnates del reino, en uno de los mas crudos y terribles dias del invierno, tenia por objeto ofrecer á la Madre de Dios y á su santísimo hijo, en aquel Santuario, que pasaba por milagroso, la persona de doña Ana de Mendoza de La-Cerda, de edad de cinco años, hija única de los esclarecidos condes de Melito, por la merced que les habia concedido el cielo de salvarla de una peligrosísima enfermedad. Añadióme que despues del mediodía debia ponerse en marcha toda la comitiva para Valladolid, y que si por mi parte estaba resuelto á libertarla de la penosa servidumbre de la condesa de Barajas, no teníamos tiempo que perder. Mi respuesta fué animarle á que se preparase en el término de media hora: transcurrida ésta, situéme con una acémila, que pedí de gracia en el monasterio, en la primera encrucijada del bosque, adonde á poco rato llegó Beatriz llevando un cofrecito de preciosas joyas y como, unos doscientos ducados en oro. Ya ves, querido, que mi espedicion no era enteramente desgraciada. Apoderéme del dinero y del cofrecillo, suponiendo desde luego que la condesa de Barajas podria tener algun derecho para reclamarlos, coloqué en la acémila á mi resuelta enamorada, y sin mirar hacia atrás, nos encaminamos á ese bendito castillo, al cual sin embargo no llegamos hasta la noche, por la sencilla razon de que fueron muy repetidas nuestras distracciones y paradas durante la travesía.

-Curiosísima y entretenida es por demas la historia del principio de tus amores, dijo Juan de Mesa, luego que su amigo hubo concluido de hablar, y solo me falta saber...

-¿El fin de la aventura? Habas contadas: como el señor D. Luis Quijada, mayordomo del rey y alcaide de Villagarcía estaba á la sazon, lo mismo que ahora, en Alemania, forjé una historia de parentesco para su noble esposa doña Magdalena de Ulloa, y esta señora admitió desde luego á su servicio á mi amada Beatriz.

-¿Y los doscientos ducados?

-Muy pocos quedan ya: los demás... pregúntaselo á las francachelas que he tenido en Valladolid y en Medina de tres meses á esta parte. En cuanto á las joyas del cofrecillo, no se han tocado aun, porque están reservadas para mejor ocasion.

-¿Y no recelas que mi señora doña Magdalena, matrona tan severa como prudente, descubra que la has engañado, y te obligue á tomar por muger á la que hasta ahora todos tienen por prima hermana tuya?

-Si lo descubre, será por tu medio; si pretende que me case con Beatriz... ¡qué diablos! Ancha es Castilla y buscaremos otro escondite.

-Y en ese escondite, por ignorado que esté, sabrá encontrarte nuestro alcaide D. Luis Quijada, cuando vuelva con el rey.

-Allá lo veremos y sonará lo que fuere: entretanto démonos la mejor vida que podamos, pues de lo contrario no contarémos muchos abriles en esta bicoca. ¡Ah! Y apropósito de buena vida ¿qué nuevas trajo anoche el mensajero Miguel de la córte?

-Todavia no he podido traslucirlas, pero han de ser por precision importantes, porque el mozo estuvo encerrado mas de dos horas con la Señora del castillo, y cuando salió de su cámara, ni una sola palabra respondió á las repetidas preguntas que le hicimos.

-De modo que no sabes si la importancia de las tales noticias, ó algunas otras razones mas poderosas le impidieron que os hablase.

-Por mi quebranta-huesos, que no te comprendo, dijo Juan con estrañeza y acariciando el garrote que tenia entre las piernas.

-Ven acá, y el diablo confunda tu estupidez, repuso Diego, algun tanto amostazado, porque queria que su compañero hubiese adivinado el sentido de sus palabras, sin verse precisado á esplicarlas. ¿No acabas de asegurar que Miguel del Bosque, ese bribonzuelo que nunca pierde de vista á doña Magdalena, permaneció anoche dos horas encerrado con ella en su misma cámara?

-Lo he asegurado: ¿y qué?

-Vamos, Juan de Mesa, eres la criatura mas imbécil de estos reinos y señoríos. ¿Son por ventura las nobles damas de nuestro tiempo de distinto barro que las de la corte de D. Enrique, á quien llamamos el Impotente?

-¡Cómo! ¿Supones que la honradísima esposa de mi Señor don Luis Quijada...

-¡Quieres callar y no mentar aquí nombres que para nada necesitamos! Yo no supongo; yo solo digo lo que dirá cualquiera, que no tenga el entendimiento en las suelas de sus zapatos. Y si no, veamos. ¿Qué piensas que diria yo á los criados de una muger asi, fuese la mas encopetada de la tierra, que me viesen salir de su estancia, despues de dos horas de plática? ¿No conoces, menguado, que mis palabras tendrian toda la apariencia de una disculpa y que los otros se reirian de ellas?

-Calla, calla por los cuatro Santos Evangelistas, esclamó el villano empuñando con fuerza su nudoso palo y poniéndose en pié de un salto, como impelido por un resorte. Si supiera que se ha cometido tan feo desacato contra la honra de mi Señor...

-¿Qué harias?

-Aplastaria la cabeza de, Miguel del Bosque contra las losas del patio principal del alcázar.

-Siempre quiebra la soga por lo mas delgado, murmuró Diego Martinez, añadiendo luego en voz alta: -Puede ser que yo esté muy equivocado y que Miguel sea el amante mas inocente y menos temible del mundo, asi como que ningun desaguisado amenace al limpio honor del ausente y confiado esposo: mas dime por tu vida, si se necesitan dos horas de encierro con una dama, para enterarla de las novedades que han ocurrido en la córte. ¿Qué diablos ha podido suceder en Valladolid para tanto misterio?

Iba ya Juan de Mesa á encolerizarse por segunda vez, acosado por las observaciones de Diego, cuando dirigiendo la vista por casualidad hacia el castillo, vio ondear en la mas alta de sus torres una bandera negra.

-¡Que es eso! dijo con asombro. ¡Qué sucede en el alcázar!

-Entremos en él y saldremos de dudas, le contestó su amigo.

-¡Si será esa la respuesta que no quiso Miguel darnos anoche!

-De todos modos no olvides lo que voy á decirte antes que dejemos este sitio: es una advertencia saludable, que acaso te será muy útil algun dia. Los dos hemos cometido ciertos pecadillos, que no perdonará seguramente el alcaide de Villagarcía, si llega á saberlos: yo, por ejemplo, tengo sobre mi conciencia la superchería del parentesco con Beatriz, sus amores y sobre todo los doscientos ducados y las riquísimas joyas de la condesa de Barajas; por tu parte, tampoco debes vivir muy tranquilo, porque te acusan, entre otras cosas que el tiempo puede sacar á luz, los dos garrotazos que diste á aquel pobre ermitaño, que enterramos entre los dos allá abajo, junto á las últimas empalizadas del castillo.

-Ya te dije quien era y que...

-Nadie te disputa que no tuvieras razon para hacer con él lo que hiciste, pero lo cierto es que quedó hecho, y que si llega á olfatearlo el Señor D. Luis Quijada, toda tu razon y tu buen derecho no le quitarán el vivísimo deseo de colgarte de una almena.

-¿Y tu advertencia saludable?

-Héla aquí. El mejor medio de desarmar á un enemigo temible es sorprender algun secreto que te importe guardar. Ahora bien: no seria del todo imposible que la ilustre matrona doña Magdalena de Ulloa llegase á entender alguna cosa de nuestras fechorías, y si esto acontece, ya debes presumir que nos darán sin tardanza el merecido premio: á los dos, pues, nos interesa estar prevenidos y escudarnos con arma poderosa. Es asi que entre la castísima esposa del Señor D. Luis Quijada y el escudero Miguel del Bosque hay un secreto...

-Discurres como un inquisidor.

-Y que podemos probar, cuando fuére necesario, que han estado dos horas juntos y encerrados, por la noche en la cámara de...

-No prosigas, Diego; ya veo que he obrado mal al encolerizarme contra el pobre Miguel.

-No hay duda, Juan, no hay duda, porque de todo se saca provecho en este mundo. Sepamos ahora qué es lo que significa ese guiñapo negro que han puesto en aquella torre.

Estiró Diego las piernas al decir esto y se levantó con gran calma, como sintiendo que una novedad cualquiera lo obligase á abandonar el blando asiento de cesped, y ambos echaron á andar dirigiéndose al alcázar; el soldado haciendo comentarios sobre el partido ventajoso que le seria dado sacar de la situacion en que se hallaba, y Juan de Mesa pidiendo al cielo de todo corazon que no llegase el caso de tener que acusar á su Señora, ni de romper el espinazo á su buen amigo Miguel del Bosque.




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Capítulo II

En que se prueba que el príncipe D. Felipe no hacía mas que llorar


La enlutada bandera, que estendia sus pliegues al viento en la torre mas alta de Villagarcía, anunciaba á los moradores de la poblacion una triste nueva. La infanta doña Maria, esposa del príncipe D. Felipe, que gobernaba en España durante la ausencia de su padre D. Cárlos, acababa de dar á este un nieto, pagando con la vida su ventura materna. La corte estaba de duelo y se habian mandado suspender las grandes fiestas y regocijos, con que todas las ciudades se disponian á celebrar el nacimiento del príncipe Cárlos, añadiéndose á la tristeza general que esparció tan infausto acontecimiento, el disgusto y zozobra de los ánimos, en vista de los últimos sucesos de la guerra de Italia. No era ya un misterio en Valladolid que el duque de Euguien habia atacado la importante plaza de Carignano en el Piamonte, despues de haber destruido en Cirinola al marqués del Vasto, haciendo en sus tropas tal destrozo, que este general perdió en el campo de batalla mas de doce mil hombres entre españoles, italianos y alemanes. La angustia y el desaliento se veian retratados en todos los semblantes; formábanse en el Campo Grande corrillos de gente ociosa, para condolerse de las calamidades públicas, y en las puertas de los templos y en las calles se hacian votos por la pronta vuelta del rey-emperador, á quien los noticieros suponian, cuando menos, en la misma situacion en que habian contemplado á Francisco primero de Francia, despues de la memorable victoria de Pavía. Las tiendas de los mercaderes se habian cerrado en señal de luto, el pueblo daba de mano á sus quehaceres y diversiones; todo en fin se aunaba en desconsolador concierto, para desmentir aquel antiguo dicho de los paisanos del famoso Pedro Ansurez: Villa por Villa, Valladolid en Castilla.

Tales eran las noticias que Miguel del Bosque, escudero de don Luis Quijada, habia llevado á su Señora; la bandera negra era la espresion del sentimiento, que la guardadora del alcázar de Villagarcía tributaba á la justísima afficcion del príncipe D. Felipe.

Si echamos una rápida ojeada por vetustos pergaminos conservados en el precioso archivo de Simancas, nos convenceremos de que la Pintia de los Voscos á Vacceos distaba mucho de ser lo que, andando el tiempo, fué el Valle-de-Olid ó de Lid de los Arevacos y Carpetanos, y muchísimo de figurar lo que figuró, cuando el rey D. Ordoño II de Leon tuvo por conveniente tomar á los árabes dicha poblacion en el año de 920, despues de reñidísima lucha. Tampoco en esta época alcanzó las ventajas que obtuvo de D. Alfonso VI en 1081, cuando este monarca la cedió en juro de heredad al magnífico y magnánimo conde D. Pedro Angurez, que se dedicó á engrandecerla, y á continuar en ella las obras emprendidas por el otro conde D Rodrigo Gonzalez Giron, de órden del rey de Castilla. Y al fin aconteció en Valladolid, despues de su preponderancia, lo que en los vastísimos dominios con que la católica Isabel primera, abrillantó las preciosísimas perlas de su corona: el génio de Colon descubrió el Nuevo Mundo; su cuerpo yace en un rincon de la Catedral de la Habana y el Nuevo Mundo se llama América, porque otro navegante le dió su nombre. Así en una capilla que existe en la nave del Evangelio de la catedral de Valladolid se conserva el sepulcro del conde Ansurez, al paso que las armas de la ciudad son Tres Girones pajizos en campo de gules, y en el timbre una corona con ocho castillos.

Mas sea de esto lo que fuere, y ya que no hemos tomado la pluma para enderezar entuertos de antiguos caballeros tratados con injusticia, debemos dejar consignado que, entre los grandes edificios de la córte de Castilla, descollaba como el mas colosal, como la obra unas atrevida de arquitectura, el que luego se tituló convento de San Benito y es en el dia una fortaleza sin objeto, aunque provista de grandes fosos, bien defendidas murallas y sus indispensables puentes levadizos. En aquel vastísimo palacio de inmensos corredores y de fuertísimas paredes descansaba á mediados del siglo décimo sexto el gobierno de los dilatados dominios españoles; y descansaba de todo punto el dia en que hemos visto á Juan de Mesa y Diego Martinez platicando á su sabor sobre el cesped, junto al alcázar de Villagarcía; porque, al decir de los mejor informados entre los que de noticias respiraban, el príncipe D. Felipe, inconsolable por la pérdida de su amada esposa doña Maria, y abrumado con el peso de las fatales desgracias de nuestras armas en Italia, habia caido en una especie de ensimismamiento, que le vedaba atenderá los negocios. El pueblo le compadecia y no osaba murmurar de su abandono, si bien anhelaba conocer la suerte que habia cabido á la persona del invicto emperador y á las conquistas hechas por sus armas en el territorio germánico. La oposicion que en aquella época y otras no menos gloriosas se hacia á los poderes públicos, era demasiado circunspecta y patriótica, para que se tradujese en quejas y mucho menos en motines: ademas, amaban los españoles al príncipe D. Felipe, porque era hijo de Cárlos, es decir, del monarca severo, pero justo, que miraba á sus súbditos como á hijos, y que nunca perdonó á los estranjeros la menor injuria ó atentado contra la hidalga nacion, á cuyo frente lo habia colocado la Providencia.

Hallábanse el mismo dia que hemos apuntado, junto al alfeizar de una ventana del palacio, tres magnates de la córte de Castilla, y la paso que aguardaban, al parecer, alguna órden que les permitiese penetrar en los aposentos interiores, examinaban con curiosidad, no tanto los primores del salon verdaderamente régio en que acababan de reunirse, como la actitud de los corrillos que formaba el pueblo delante del edificio. Despues de un silencio bastante prolongado, durante el cual pudo cada uno de aquellos personages convencerse, de que no se trataba de conjurar tempestades políticas, como las que veinte y cinco años atrás habian puesto en fermentacion á las principales ciudades del reino, el de mas edad dijo á los otros:

-Terrible golpe ha sido este, caballeros, porque la princesa doña Maria era el alma del gobierno de D. Felipe.

-¿Lo creeis así? preguntó al que habia hablado el que lo seguia en edad.

-Estoy ciertísimo de ello, respondió el primero, y tanto que, no bien sepa nuestro buen rey D. Cárlos la causa que hoy nos hace vestir de luto, se apresurará á dar la vuelta á España.

-Poquísima confianza os inspira segun eso el príncipe D. Felipe, Señor D. Gonzalo, repuso el segundo, y eso es mas de estrañar en vos que en otro alguno, ya que en todas partes os haceis lenguas de su acertada direccion en los negocios del Estado.

-Añadid, señor de Requesens, replicó D. Gonzalo sonriéndose, que el rey D Cárlos me ha colmado de mercedes y lo habreis dicho todo. Veo que no me habeis comprendido: nuestro muy amado príncipe D. Felipe acaba de perder una esposa que formaba todas sus delicias, y esta desgracia debe anonadar su espíritu y contener los impulsos de su voluntad: el monarca está ausente, sin que sepamos á punto fijo su paradero ni el de sus tropas, despues de la derrota sufrida por el marqués del Vasto, y... ved, señores; el pueblo participa de nuestra misma ansiedad, porque ¿qué lo queda al príncipe, muerta doña Maria, cautivo acaso el gran Cárlos y perdidas tal vez sus magníficas conquistas?

-Lo quedan aun su corazon y su cabeza, contestó con prontitud el mas jóven de los tres caballeros, que hasta entonces no habia despegado los lábios.

-Acabais de, espresar fielmente y con dos solas palabras mí íntimo pensamiento, Señor Ruy Gornez de Silva, observó cortesmente D. Gonzalo: el corazon y la cabeza son dos cosas preciosas, que hacen al hombre llevar á término arriesgadísimas empresas; nuestro príncipe no ha cumplido todavia veinte y cinco años y llegará á ser un gran Monarca; pero hablamos del tiempo presente y de las dificultades que por todas partes se presentan para atender á las necesidades del momento, y para conjurar las desgracias que nos amagan.

No bien hubo pronunciado estas últimas razones el anciano caballero, cuando abriéndose de par en par las dos hojas de la puerta del fondo del salon, dieron paso á la persona del cardenal Espinosa. Los tres magnates abandonaron al punto la ventana, adelantándose hacia el prelado. Echóles éste gravemente su bendicion y les dijo:

-El príncipe os aguarda para celebrar consejo, señores.

-¡Tan pronto! murmuró D. Gonzalo.

-Ya lo veis, repuso D. Luis de Requesens y Zúñiga.

-En efecto, observó D. Ruy Gomez de Silva; parece que está ya en accion la cabeza; ya veremos luego qué es lo que hace el corazon.

El cardenal Espinosa saludó á los caballeros y volvió á entrar delante de ellos en la cámara de D. Felipe.

Era este príncipe de menos que mediana estatura, endeble de piernas, de pocas carnes, velludo y de voz gruesa é imponente. Cuando se presentaron en su estancia los tres magnates leia unos despachos, que dejó sobre su mesa, para mirar de hito en hito á los que llegaban. Saludóles poco despues con afabilidad y tristeza y ordenándoles tomar asiento, les dijo:

-Huélgome mucho, caballeros, de haber sabido que os hallabais tan inmediatos á mi persona en ese salon, pues de esta manera no se hará esperar demasiado el parecer que habeis de darme sobre varios negocios de gran monta. Mi secretario D. Gonzalo Perez, tengo que cornunicaros una buena nueva, y felicítome por ello, porque al menos habrá hoy alguna alma contenta y satisfecha en la córte.

-Esa nueva, señor, por grande y alegre que sea, respondió don Gonzalo, no tendrá la virtud de hacerme sentir con menos fuerza y amargura las penas de mi príncipe.

-Habia olvidado y olvidáis vos tambien que os he llamado á todos para que me deis consejos, ajas no para que os aflijais conmigo, replicó D. Felipe. Señor cardenal, hacedme merced de leer en alta voz esas comunicaciones del marqués del Vasto.

Hízolo así el prelado, y los tres magnates quedaron oficialmente enterados de nuestros desastres en Carignano y Cirinola.

-Ninguna noticia tengo del emperador mi augusto padre, añadió el príncipe. ¿Qué pensáis que debe hacerse en tan apurado trance, señor de Requesens?

-Levantar sin perder momento un ejército de cincuenta mil hombres y atacar al emperador Francisco I en sus propios estados, contestó sin detenerse D. Luis. Debemos invadir desde luego la Lorena y poner sitio á la plaza de San Dicier, para que el Rey nuestro Señor pueda correrse al Piamonte y restablecer allí el imperio de sus victoriosas armas, en tanto que el enemigo atiende á la defensa de su territorio.

Miróle el príncipe atentamente por largo espacio, como si intentase penetrar sus mas ocultos pensamientos, y le dijo despues de aquel molesto exámen:

-Habláis como hombre de guerra, esforzado y decidido.

Y volviéndose luego hacia D. Ruy Gomez de Silva, añadió:

-Háganos conocer su opinion en tan árduo empeño el príncipe de Éboli.

-No estoy muy distante de pensar como el Señor de Requesens, respondió este; pero será menester que esos cincuenta mil hombres, antes de atacar al emperador de Francia, refuercen el ejército de nuestro rey D. Cárlos. Tengo tambien por seguro que en España no necesitamos fuerzas, contando, como contamos, al frente de los negocios con un príncipe, que trabaja en pró de la causa pública, cuando todos le juzgan sumido en el mas acerbo dolor.

-¿Eso dicen?

-No lo dicen, Señor: es el pensamiento unánime de un pueblo que ama á V. A.

-Basta. Díganos ahora su parecer el secretario de mi augusto padre y mio.

Don Gonzalo Perez se alzó de su asiento, clavó su mirada en la penetrante de D. Felipe y pronunció con decidido acento estas palabras.

-Señor, mi parecer es esperar.

Sonrióse el príncipe y levantándose dio por terminado el consejo: los tres magnates se despidieron de S. A., que permaneció solo en la cámara con el cardenal Espinosa y el pueblo siguió condoliéndose en el Campo Grande y en las calles y plazuelas, de la amargura y tristeza de su querido príncipe, á quien el dolor impedia tomar resoluciones decisivas, que enderezasen el mal sesgo de los públicos negocios.

-¿Conque creen que de nada me cuido porque he perdido á la princesa doña Maria? esclamó D. Felipe, cerrando la puerta de la estancia. Nada me habíais dicho de eso, señor Cardenal.

-Don Ruy Gomez de Silva ha exagerado la especie, contestó el Cardenal, y hubiera debido contentarse con decir...

-Don Ruy Gomez me, ha hecho un servicio de gran cuenta, poniendo en mi noticia de una manera indirecta las murmuraciones del pueblo: y por Dios Santo, que ese dolor inmenso que siente mi corazon os parecerá increible, cuando sepáis los trabajos que mi imaginacion ha revuelto en veinte y cuatro horas. Ahí teneis ese legajo, prosiguió D. Felipe señalando á Espinosa un monton de papeles que habia sobre la mesa: he contestado de mi puño y letra á todas las dudas presentadas por los gobernadores de las provincias, he dispuesto que se me pasen consultas sobre todos los asuntos de la competencia de los tribunales, y establecido las bases de una administracion equitativa, que con el tiempo dará buenos frutos. He hecho mas, señor Cardenal; he estudiado sobre el terreno las operaciones del ejército enemigo que persigue al marqués del Vasto, y os aseguro que estoy tranquilo.

-¿Tranquilo, Señor?

-De todo punto. He aquí la carta que escribo á mi augusto padre el emperador, aconsejándole que en vez de proseguir la guerra sin descanso, aproveche la primera coyuntura favorable para convocar una dicta en Wormes ó Ratisbona.

-¿Con qué objeto?

-Con el de tratar de los negocios de la religion y de las hostilidades contra el gran turco. Los príncipes protestantes de Alemania se ligarán sin perder tiempo, y esto liará que las tropas del Papa penetren en aquellos estados.

-¡Ah! Ahora comprendo...

-Que mi plan se reduce á ahorrar en la contienda del imperio germánico sangre española; á impedir, por la cooperacion de la Iglesia, los progresos de la heregía, y á contener la audacia de Francisco en sus empresas contra nuestros ejércitos. La presencia de un cuerpo de tropas del Papa amenazando á Ausgburgo, deja libre, á mi augusto padre para remediar el desastre de Cirinola, y me evita el cruel sentimiento de enviar cincuenta mil españoles mas al sacrificio.

Al espresarse de este modo el joven príncipe, ninguna señal de interior satisfaccion revelaba su impasible semblante; era sin embargo evidente que su corazon palpitaba con violencia, porque volvió á sentarse, despues de estrechar las manos de Espinosa entre las suyas.

-V. A. necesita entregarse al descanso, dijo el Cardenal, para volver con nuevo empeño á tan importantes tareas.

-Aquí duermo y aquí trabajo, murmuró el príncipe sonriéndose y dando dos golpecitos con la mano en uno de los brazos del sillon. Conviene sin embargo, añadió con la mayor naturalidad, que nadie se entere de mis entretenimientos sobre los negocios del Estado, porque los mismos que ahora se quejan ó murmuran de mi escesivo dolor, dirán, si llegan á saber en qué me ocupo, que busco distracciones á mi pena. Cuidad entretanto, señor Cardenal de remitir esa epístola á nuestro muy amado emperador y esos otros despachos á los gobernadores de las provincias. ¡Ah! llevad tambien un escrito que por ahí debe andar, y entregádselo al secretario D. Gonzalo Perez, que se holgará mucho al leerlo es el diploma que mi augusto padre le envia, legitimando á un su hijo llamado Antonio, que á lo sumo cuenta cuatro años de edad.

El Cardenal ordenó los diferentes papeles que acababa de indicarle D. Felipe, hizo á éste una profunda reverencia y, se retíro: al atravesar el salon, encontró á varios cortesanos que le detuvieron para informarse de la salud del príncipe; pero Espinosa, sin detenerse, movió la cabeza á derecha é izquierda diciéndoles:

-Estamos muy mal, si Dios no pone mano en esto: en aquella cámara no hay mas que lágrimas y suspiros.

-Y con todo, necesitamos otra cosa, señor Cardenal, replicó uno de aquellos señores con impaciencia. Muy santo y muy laudable es llorar por los muertos, pero los que están al frente de un Estado deben atender á la felicidad de los vivos.

-No hableis en tan descompuesto tono, señor D. Pedro Fajardo, repuso el Cardenal en voz baja y prosiguiendo su camino; pudieran escucharos y esto perjudicaria mucho á vuestra ambicion.

El cardenal Espinosa, joven á la sazon, era uno de los mas hábiles políticos de su tiempo. Hombre recto, de costumbres austeras y de una probidad intachable, habia logrado conquistar la confianza del emperador Cárlos V quien, apreciando en su justo valor sus no comunes dotes de gobierno, se lo recomendó eficazmente al príncipe D. Felipe, como consejero de gran valla, durante su ausencia. Pero D. Felipe, que valiéndonos de un dicho asaz vulgar, aunque gráfico para revelar de una plumada su talento, fué uno de los gobernantes que mas largo han cazado en este mundo, conoció en breve que el nuevo consejero, intachable como sacerdote y como particular, seguía las inspiraciones de Guillermo de Croy, arzobispo de Toledo, que estaba al frente de la parcialidad de los flamencos, cuya rapacidad fué uno de los mas poderosos motivos del alzamiento de los Comuneros de Castilla. Así pues, como el príncipe no pensaba del mismo modo que el rey, en cuanto á la provision de los grandes cargos del Estado, miraba con prevencion al arzobispo Guillermo, y solo se valla del cardenal Espinosa con repugnancia y por no disgustar á su invicto padre. No se ocultaban á la sagaz penetración del consejero las disposiciones de D. Felipe, por lo que se dedicó afanosamente á ganar su voluntad por medio del estudio de su carácter, y al cabo lo consiguió con grandes ventajas para la española monarquía.

Pocas horas habian transcurrido desde que D. Gonzalo Perez recibió el despacho que legitimaba á su hijo, cuando fué llamado por el príncipe, á quien encontró leyendo por tercera ó cuarta vez nuevas comunicaciones, que acababan de llegarle. Al ver al secretario, le alargó la mano diciéndo:

-Vuestro consejo era sábio; debiamos esperar, y pésame en el alma la carta que hoy mismo he escrito al emperador mi padre.

-Segun eso. V. A. ha recibido satisfactorias nuevas... se atrevió á preguntar D. -Gonzalo.

-Todas las pérdidas de Italia se han reparado y... ¡cosa increible! El emperador ha hecho precisamente todo lo que nos ha propuesto hoy mismo D. Luis de Requesens.

-¡Cómo, Señor!

-Nomas, ni menos: ha atacado á Francisco en sus mismos Estados; ha invadido la Lorena y ha puesto sitio á San Dicier.

-Eso es admirable.

-Mas crecerá vuestro asombro, cuando sepáis el número de tropas con que ha acometido la empresa. Leed, D. Gonzalo, leed.

Don Felipe dió un despacho al secretario y éste exclamó despues de haberlo recorrido con la vista:

-¡Cincuenta mil hombres!

-Cincuenta mil, repitió el príncipe.

-Pero es precisamente la fuerza que D. Luis aconsejaba.

-¿Qué pensáis de todo esto? Habladme sin rebozo.

-Que D. Luis de Requesens y Zúñiga es un gran militar, un hombre honrado y un súbdito fiel del emperador.

-Qué D. Luis de Requesens y Zúñiga es un traidor y un malvado, gritó un hombre que acababa de entrar en la cámara por la puerta del salen.

Don Gonzalo dio dos pasos atrás, pero el príncipe permaneció impasible y dijo al recien llegado:

-Habeis acusado á uno de los mas intrépidos generales del emperador mi augusto padre, y vuestra alta dignidad de Arzobispo de Toledo no os releva de la obligacion, en que estáis, de presentar pruebas terminantes de vuestro dicho.

-Aquí están, respondió Guillermo de Croy, entregando á D. Felipe un papel doblado.

-Enteraos de eso, D. Gonzalo, repuso el último, pasando el papel al secretario.

Hízolo así éste con mucho detenimiento y dijo en seguida:

-En esta carta se asegura que D. Luis de Requesens y Zúñiga tiene conocimiento de todo el plan concebido por el emperador para invadir la Lorena y atacar á San Dicier.

-Respondedme en conciencia, señor Arzobispo, pronunció el príncipe con solemne acento. ¿Teneis noticia de lo que hoy mismo se ha tratado en consejo, al cual ha asistido el cardenal Espinosa?

-Puedo afirmar á V. A. que es la primera vez que oigo hablar de la celebracion de ese consejo.

-¿Lo juraríais sobre los santos Evangelios?

-Señor, sí; lo juraré, si V. A. lo manda.

-¿Y dónde están la traicion y la maldad de D. Luis, dando de barato que con efecto no ignore los proyectos del emperador don Cárlos?

-En su silencio para con V. A.

-¿Cómo sabeis que lo ha guardado?

-Lo sé, porque el pueblo nada ha traslucido de esos nobles intentos del guerrero emperador; lo sé porque el pueblo sigue desasosegado é inquieto, y porque V. A. no reservaría para sí solo la satisfaccion y el contento de tan importantes nuevas, despues de habernos participado las tristes y desconsoladoras que ha recibido de Italia.

Inmóvil y pensativo quedó el príncipe al escuchar los argumentos del Arzobispo, cuyas contundentes razones parecian incontestables. D. Gonzalo estaba como aterrado, pues costábale mucho trabajo imaginar que Requesens hubiese intentado captarse la confianza de D. Felipe, por medio de consejos y planes que no eran suyos y que estaban ya puestos en práctica. No solo era esto atentar á la gloria del emperador D. Cárlos sino hacer alarde á los ojos del príncipe de un tacto militar y de una esperiencia que no existian; cosas ambas que se hermanaban muy mal con el pundonor y reconocida fidelidad de D. Luis. Observando al fin que se prolongaba demasiado la profunda meditacion en que habia caido D. Felipe, rompió el silencio murmurando:

-Aquí hay algun misterio que no acierto á comprender, pero si V. A. me da su permiso...

-¿Cuál es vuestro propósito? le preguntó el Príncipe.

-Interrogar á Requesens, Señor.

-Bueno es el pensamiento, mas no ha de ser aquí sino en Villagarcía; conducidle vos mismo sin estrépito á ese alcázar, y pedid en mi nombre á la noble esposa de D. Luis Quijada que lo guarde en él.

-V. A. le prende sin oirle...

-Don Gonzalo, haced sin demora lo que os mando, que á nadie pesará de ello. ¡Ah! Leedme el nombre de la persona que firma esa acusacion.

-Juan Vazquez, secretario del duque de Alba.

-¿Cuándo la habeis recibido, señorArzobispo?

-No hace todavía una hora.

-Lo cual prueba que la ha traido el mismo espreso, portador de los despachos de mi augusto padre.

-Así deberá ser, señor.

-Está bien; en todo se hará justicia.

Estas fueron las últimas palabras que pronunció D. Felipe, pero al mismo tiempo echó una mirada penetrante, rápida y significativa al secretario. Éste la comprendió corno muy avezado que estaba á adivinar por un solo gesto los mas íntimos pensamientos de su amo y salió de la cámara seguido de Guillermo de Croy. Al bajar la escalera de palacio dijo éste último á D. Gonzalo:

-Poned á buen recaudo á D. Luis, no sea que se fugue, en cuyo caso dará mucho que sentir al príncipe.

-No hayais miedo de que tal haga, replicóle el secretario; por lo demás, señor Arzobispo, confiad en que no se torcerá la vara de la justicia.

Aquella misma tarde se dirigian hacia el castillo de Villagarcía tres personas: á dos de ellas conocen ya nuestros lectores; la otra era el espreso que habia traído al príncipe D. Felipe los recientes despachos del emperador su padre.




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Capítulo III

El correo de Alemania


La parte interior del alcázar de Villagarcía formaba singular contraste con las belicosas obras que lo hacian tan temible, y desde luego se echaba de ver el lujo y delicado esmero, con que su alcaide habia atendido á la comodidad y al regalo. Atravesando el patio principal ó plaza de armas, habia al opuesto estremo una espaciosa escalera de piedra, que conducia á los primeros aposentos. Ocupaban estos el remate de una galeria casi oscura, á causa de la escasísima luz que en ella penetraba, por la desproporcionada elevacion de las ventanas y lujosos vidrios de dolores, y en la cual se paseaban dos ó tres criados de confianza, esperando tal vez algunas órdenes para los puestos de la fortaleza. Una puerta de grandes proporciones, que en esto se diferenciaba de otras muchas, practicadas á lo largo del corredor, daba á conocer la habitacion, á que daba paso, estaba destinada para las personas mas encopetadas del castillo.

Y así debia ser en efecto, porque aquella estancia era magnífica y demostraba el esquisito gusto de sus moradores. Adornaban las paredes, cubriéndolas de alto abajo, floreados tapices de Damasco, de los cuales pendian á trechos, en dorados clavos, algunos mal acabados retratos de D. Enrique el Doliente, de D. Juan II el Débil, de Enrique IV el Impotente y de los católicos monarcas D. Fernando y doña Isabel, descollando sobre todos un lienzo que representaba al gran cardenal Jimenez de Cisneros, en el acto de enseñar desde un balcon el almirante de Castilla, al duque del Infantado y al conde de Benavente la artillería que tenia á sus órdenes: al pié del lienzo se leian estas palabras: -«Hé ahí los poderes que me ha conferido el rey Nuestro Señor, para gobernar en su nombre.» Sobre un entarimado incrustado de piedras blancas y azules decoraban los costados de la habitacion ricas alfombras, que ostentaban, bordados en sedas y con bastante propiedad, todos los lances, azares y peligros de una cacería, formando gracioso juego con los toscos sillones de madera de encina, sobrecargados de figuras y cubiertos de seda carmesí de Utrecht. Por último, una disforme araba de plata maciza, en la que ardian todas las noches siete bugías, despidiendo azulada luz y deliciosa fragancia, colgaba de un artesonado matizado de guirnaldas sobre fondo claro, y una mesa, de mármol de Calatrao, de color negro con venas rojas, ocupaba el testero de la sala.

En ella se hallaba la muy ilustre castellana doña Magdalena de Ulloa, leyendo con avidez unas cartas que Miguel del Bosque habia llevado de Valladolid y en las cuales le aseguraba su esposo el alcaide, que pronto tendria la felicidad de estrecharla en sus brazos, cuando fueron á decirla que el superior de los monges del monasterio de la Espina pedia vénia para entrar en el castillo. Concedióla de buen grado doña Magdalena, y ordenó que fuese agasajado cual merecia por la fama de su virtud. Un cuarto de hora despues se encontraba el fraile delante de la señora de Villagarcía.

Era un hombre como de cincuenta años, seco, macilento, alto y encorbado; sus ojos hundidos, casi redondos y en continuo movimiento comunicaban á su rostro la apariencia del de un gato montés, confirmando esta semejanza una frente estrecha deprimida, oculta en parte, por la capucha. Ni un solo cabello crecia en su cabeza, pero caíale hasta el pecho una blanca barba, semejante á la que vemos en los bustos de los primitivos patriarcas de Israel, y llevaba los piés embutidos en gruesas sandalias que entorpecían sus pasos, cuya accion dependía al parecer de la fuerza que les comunicaba el grueso palo de enebro, que apretaba convulsivamente entre sus arrugados dedos.

-Sentaos, padre mio, le dijo la castellana con amable dulzura; descansad á vuestro sabor y comunicadme después el objeto de vuestra venida.

-Hija mia, respondió el monge con acento cavernoso, vuestros caritativos sirvientes han querido agasajarme, porque ignoran que el negocio que me trae es de vida ó muerte.

-¡Qué decis! exclamó asustada doña Magdalena: hablad por Dios.

-Lo que voy á revelaros es un secreto de confesion.

-¡Ah!... ¿Y podéis hacerlo?

-He martirizado mis carnes, hija mía, con la disciplina y con el ayuno pidiendo al cielo una inspiracion, y hace ocho dias que desgarra mis carnes un apretado cilicio con agudas puntas de hierro. Dios, solo Dios sabe los tormentos que mi alma padece, desde que un pecador contrito me reveló en el confesonario del convento de la Espina el terrible misterio que voy á declararos.

-Pero repito mi pregunta, padre mio. ¿Podéis faltar al secreto confiado á vuestro ministerio santo en el altar de la penitencia?

-No; no puedo en conciencia; mas decidime ¿debo consentir que el esposo engañe á la esposa y que el hijo adulterino entre en la casa de la matrona honrada?

-Por fin, murmuró la castellana, reponiéndose de la turbacion que le habian causado las primeras palabras del fraile: ya veo que no venis á anunciarme ningun asesinato.

-Si eso fuera, no hubiera salido del monasterio. ¿Teneis en mas por ventura la vida de un hombre que el deshonor de una familia?

-¡Oh! No, no, padre mio, pero... ¿qué parte me toca de vuestros anuncios? ¿Me importa tal vez ese secreto?

-!Si os interesa! ¿Pues á quién sino á vos, hija mia?

-¡Cómo! ¡Acaso mi esposo D. Luis Quijada, el mas pundonoroso caballero de Castilla!...

-Vuestro esposo el señor D. Luis Quijada olvida las obligaciones que os debe, y se entrega en Alemania á los desórdenes. Hace un año que conoció en Ratisbona á una dama de singular belleza, con la cual ha vivido con ilícito trato, y acaso no tardeis en tener la prueba á la vista, supuesto que el noble alcaide de Villagarcía y mayordomo del César, sé dispone para volver á España con el fruto de sus amores.

-Cesad, padre mio, cesad, gritó doña Magdalena desesperada y fuera de sí, porque acabáis de atravesarme el corazon. Nunca creí que debajo de ese sagrado hábito se anidase tanta crueldad.

-He luchado, hija mia, he luchado conmigo mismo largas noches, antes de resolverme á daros esta fatal noticia.

-¿Y qué tengo yo que ver con vuestros escrúpulos? Hubiéraisme dejado con mi ignorancia, y no que así acabáis de destruir para siempre mi ventura.

-¿Qué queréis, hija mia? Llevadlo con paciencia en cuanto á los sentimientos del alma, y aprovechaos del aviso para poner en salvo vuestros bienes, si ya no queréis que mañana pasen á manos de un advenedizo, estraño á vuestra sangre.

-Supuesto que tal es vuestro parecer, dadme tiempo para que yo me recobre y vea de proveer en este asunto como mejor cumpla á mis afectos y decoro, y decidme ahora, si os place, el nombre del penitente que os ha confesado tan agradable nueva.

-Lo ignoro á fé mia: solo sé que hará un mes que vino á Castilla, después de haber servido en las tropas reales que manda el duque de Saboya.

-¿Y no habeis imaginado siquiera que puede ser un impostor?

-Os he dicho que pronto os convencereis de la verdad. Ojalá resulte lo que decís, hija mia: ojalá que los timbres de la casa de Quijada no se vean manchados con la hedionda barra de los bastardos: con gusto daria el corto tiempo que me resta de existencia porque tal borron no hubiese caido en ellos. Ya veis, doña Magdalena, que, mi único fin en este negocio ha sido mirar por el honor de vuestro esclarecido linage.

-No importa, padre mio, debisteis aseguraros de que vuestro penitente no os engañaba.

-¿Y cómo, señora? El mismo dia de su confesion desapareció del convento y no he vuelto á verle.

-¿Ni habeis averiguado su paradero?

-Creo que sí.

-¡Ah!

-De mis informes resulta que desde el monasterio de la Espina se dirigió á este alcázar, donde, segun me aseguró tenia que ajustar ciertas cuentas. Desde entonces no ha vuelto á pasar por el camino del convento: ¿me comprendeis hija mia? por el único camino que tenia para ausentarse de estas tierras.

-¿Qué creeis pues?

-Que el penitente á quien dí la absolucion por sus pecados el dia 2 de Marzo se encuentra entre los servidores de vuestro castillo, ó que ha muerto en él: en este último caso, requiescat in pace.

-Si acontece lo primero, no será difícil encontrarle, contando con que recordeis sus facciones.

-Su persona ha quedado grabada profundamente en mi memoria, y no olvidaré en mucho tiempo su porte y andar desembarazado, á pesar del ropon de hermitaño que lo cubria.

-Hoy mismo examinareis detenidamente á todos mis criados y hombres de guerra; mandaré que se reunan en la sala de armas al toque de oraciones, y al paso que nos dirigís en el piadoso rezo por las almas de los que no existen...

-Entiendo, hija mia, entiendo, y no estraño vuestro afan en tan grave asunto. Dios os dé fortaleza en la adversidad.

-Me la dará, padre mio, me la dará, porque yo imploraré de veras á ese árbrito supremo de todas las misericordias. Os equivocais empero al pensar que solo ocupa mi mente la idea de mi esposo y señor Luis Quijada: vuestras palabras acerca del paradero de vuestro desconocido penitente excitan fuertemente mis sospechas, y nunca olvidaré que, al partir para Alemania el noble alcaide de Villagarcía, me dejó depositaria de su jurisdiccion, con el cargo de administrar en su nombre recta justicia.

-Yo es ayudaré, doña Magdalena, yo os ayudaré en lo que dependa de mi sagrado ministerio.

-Así lo espero y no me prometo poco de vuestra virtud y prudencia. Ahora, padre mio, es justo que descanseis, despues de reparar vuestras fuerzas.

Diciendo así doña Magdalena, cogió de un sitial un silbato de plata, que le servia regularmente para llamar á sus criados, lo acercó á sus lábios y sacó de él un sonido prolongado y agudo. Pocos minutos despues se presentó un escudero en la estancia de la castellana.

-Haz saber á Juan de Mesa, dijole esta á media voz, que aunque nuestro mayordomo Ramirez está enfermo desde ayer, necesitamos hoy abundante caza en la cocina del castillo; ya que hace sus veces, debe cuidar de que no falten sabrosos platos de perdices y conejos para el reverendo padre superior del santo monasterio de la Espina.

-El pobre Juan de Mesa se halla á estas horas asaz asustado, respondió el escudero inclinándose, lo cual no impedirá que, yo le comunique puntualmente vuestras órdenes.

-¿Pues qué azar ha tenido ese mozo? preguntó la castellana con interés.

-Parece que el mastin del muy reverendo padre ha tomado demasiado cariño á nuestro Juan, en términos que desde que le ha olfateado, lo sigue como su sombra, clavando en él sus encarnizados ojos.

-En efecto, murmuró el padre; he traido conmigo al fiel Bravo, que siempre me acompaña en mis escursiones fuera del convento: es un buen amigo, que solo hace daño á los que lo ofenden.

-Así es, y todos le acariciamos y se muestra complacido, pero aborrece á Juan de Mesa, sin que adivinemos la razon.

-Alguna tendrá el noble animal para obrar de ese modo, hijo mio, porque Dios no ha dado inútilmente el instinto á los brutos. ¿Creeis, Señora, añadió bajando la voz y acercándose á doña Magdalena, que el tal Juan de Mesa sea mi penitente?

-Imposible, contestó la castellana, ese mozo hace mucho tiempo que está en Villagarcía, y mi esposo lo llevaba siempre á sus cacerias en el monte de Torozos.

-¿Y dices, hijo mio, prosiguió el monge volviéndose hacia el escudero, que Bravo sigue todos los pasos de Juan?

-Y tanto que el muchacho, no sabiendo ya á qué santo encomendarse, se ha encerrado en su cuarto, sin que por eso se vea libre, de zozobra, pues no podrá salir sin encontrarse en la puerta con su enemigo.

-Libertadle, de ese suplicio, padre mio, dijo la dama al fraile.

-Bien, bien, vamos allá, repuso éste, haciendo al escudero una seña para que le guiase. Despues, como iluminado por un rayo de, luz, se detuvo, y al ver que el escudero salia de la estancia, dijo á doña Magdalena:

-Es preciso que el mastin pueda penetrar al toque de oraciones en la sala de armas.

-Obrad como quisiéreis, le contestó la matrona.

Y el fraile la saludó señalando al cielo con la mano.

No bien se vio sola, la castellana dé Villagarcía, cuando el reprimido dolor que destrozaba su alma, desde las primeras palabras que hirieron sus oidos con la infausta nueva de la infidelidad de su esposo, saltó el dique del orgullo y de la prudencia, que hasta entonces lo habian contenido, desbordándose con violencia en lágrimas y sollozos. Mesóse la infeliz sus hermosísimos cabellos, apretóse los puños, retorcióse las manos, blancas como el alabastro, y no pudiendo ya soportar el peso de tan honda pena, dio con su cuerpo sobre la alfombra de la cámara, rindiéndose á mortal desmayo. Dos horas estuvo allí privada de sentido, hasta que el sonido vibrante de una corneta la sacó de su letargo. Abrió los ojos, todavia anegados en llanto, miró hácia todas partes ruborizada, y convencida al fin de que ningun mortal habia presenciado el rudo estremo de su desesperacion, se levantó, serenó su semblante, arregló su tocado y abriendo un libro de devociones, esperó con aparente tranquilidad la visita, que el vigía de la fortaleza acababa de anunciarle.

No tardaron mucho en subir al alcázar los recien llegados: eran dos caballeros, seguidos de un hombre, al parecer, de clase inferior á la suya. Echaron pié á tierra y uno de ellos pidió ver á la guardadora del castillo, añadiendo que iba de orden del Príncipe gobernador del reino. Al oir esto, abriéronse todas las puertas, y enterada del caso doña Magdalena, salió hasta la galería á recibir al mensajero de su señor, en quién nuestros lectores habrán reconocido, sin mas señas, al secretario D. Gonzalo Perez, asi como en las dos personas que le acompañaban, al general de Cárlos V. Don Luis de Requesens y Zúñiga, y al correo portador de los despachos de Alemania.

-Señora, dijo el primero, á la esposa de Quijada, juego que entraron en la cámara: habéis de permitirme, antes que desempeñe la comision que para vos me ha dado nuestro augusto Príncipe, que me felicite y os dé el parabien por las satisfactorias nuevas, que sin duda habréis recibido de afuera: mi amigo, el señor alcaide de Villagarcía soporta, segun tengo entendido, con su acostumbrado valor y perseverancia las penalidades de la guerra, sin separarse un momento del lado del rey.

-Así es en verdad, señor secretario, y os quedo reconocida al contento que por ello me mostráis; os prometo que cuando escriba á Quijada, he de significarle la obligacion que, debe á vuestra cortesanía. Ahora enteradme, si gustais, de las órdenes de mi querido Príncipe, advirtiéndoos de antemano que serán ejecutadas como si el mismo Quijada estuviese aquí para hacerlas obedecer.

-Poco trabajo os costará ese empeño, mediando en el asunto la palabra de honor de D. Luis de Requesens.

-Palabra que de nuevo otorgo bajo mi fé de caballero, repuso este estendiendo su brazo derecho: nunca se dirá que por haber faltado á ella, empañó el mas leve disgusto la apacible serenidad de á una matrona tan ilustre, y tan acreedora á mi respeto y acatamiento, como la castellana de este alcázar.

Sonrióse melancólicamente doña Magdalena, al escuchar el galante cumplimiento de D. Luis, y preguntóle con tierna solicitud:

-¿Venís por ventura á llorar en estas tierras algun bien perdido, y habéis jurado no inquietar á las doncellas de mis dominios señoriales?

-Vengo preso, señora, de órden del Príncipe.

-¡Vos! ¡Ah! Ya comprendo: sois tal vez culpable por haber dado muerte en desafío...

-Me envian bajo vuestra custodia, por traidor.

-¡Oh! ¡Qué estáis diciendo, caballero! Un hombre tal que vos no comete tan negra felonía.

Pagó Requesens á la matrona con un profundo saludo la buena opinion que, acerca de sus sentimientos, acababa de manifestar, en tanto que añadía D. Gonzalo:

-El Príncipe me ha mandado que os entregue la persona de D. Luis de Requesens y Zúñiga, á quien podeis permitir razonable desahogo, una vez que me ha ofrecido no alejarse mas allá del bosque inmediato. Y al presente debo cumplir con vuestro preso cierto interrogatorio, que tambien se me ha prevenido, faltando solo saber cuál es la estancia en que...

-Aquí mismo, señor secretario, replicó la castellana levantándose de su sitial; de ese modo estaréis á vuestras anchuras, mientras doy las órdenes necesarias para hospedar á nuestro cautivo del modo que merece.

-Mirad, doña Magdalena que no he concluido con esto mi comision. El Príncipe D. Felipe ordena que guardeis encerrado en calabozo muy seguro á esa buena pieza. Y esto último lo dijo, señalando al Correo, que inmóvil junto á la puerta de la estancia, contemplaba á la castellana, sin apartar un instante la vista de su bellísimo rostro.

Miróle á su vez la dama y le hizo seña para que se adelantase, despues de lo cual, le preguntó:

-¿Cómo os llamais?

-Creo, señora, respondió aquel hombre con visibles muestras de turbacion, que mi nombre nada importa para que yo esté preso.

-Os equivocáis, replicó doña Magdalena: aquí se lleva un registro de todos los que entran, y de los que recobran la libertad.

-Pues bien; tened entendido que, al revelaros quien soy, es que entrego mi cabeza al verdugo; pero no he aprendido á servirme de la impostura, ni aun para salvar mi vida, y menos recurriré hoy á ella en presencia de una dama. Me llamo Mauricio, duque de Sajonia.

El asombro que esta declaracion causó á la castellana de Villagarcía y á los dos caballeros que con ella estaban, no puede espresarse con palabras. Requesens echó involuntariamente la mano al puño de la espada, y el secretario Perez dio un salto hacia atrás, como si lo hubiese mordido una serpiente. Estos estremos ninguna estrañeza causarán á nuestros lectores, cuando sepan que el elector de Sajonia fué desposeido de esta dignidad, é investido por ella en la dieta de Augsburgo por Cárlos V el duque Mauricio; que éste habia manifestado la mayor adhesion al emperador, al mismo tiempo que se entendia secretamente con sus implacables enemigos los luteranos, y que por último acababa de rebelarse contra su protector, aprovechando una tregua para pasar á España.

Doña Magdalena fué la primera que, cumpliendo con el deber que le imponia su cargo de guardadora del alcázar, tomó la resolucion que en tan difíciles circunstancias se hacía necesaria, por mas que repugnase á sus sentimientos.

-Sois, dijo al duque, un hombre, á quien el príncipe D. Felipe, mi señor, me manda custodiar, y voy á encerraros en la torre mas alta de esta fortaleza: el Príncipe dispondrá despues, lo que con vos haya de hacerse.

-No es muy difícil de adivinar, respondió Mauricio de con indiferencia: por lo demás, estoy á vuestras órdenes.

La castellana atravesó el salon y salió á la galería para tomar las disposiciones que requería el caso. Entre tanto permanecian pensativos D. Gonzalo y D. Luis, procurando adivinar el primero los motivos que habian traido á España al elector de Sajonia, y el segundo admirando interiormente la sangre fria de un personage, que no debia esperar merced de sus enemigos. Al fin el secretario se dirigió al duque diciéndole:

-Os requiero, en nombre del rey nuestro señor, para que respondais á mis preguntas.

-Preguntad cuanto os venga á las mientes, caballero, contestó Mauricio, que os juro por mi sangre no morderme la lengua.

-Declarad ante todo, si además de los despachos para el príncipe D. Felipe, habeis traído algun otro pliego.

-En efecto, he traido otro.

-¿Para el general D. Luis de Requesens?

-Bien sabe el general que no.

-¿Para quién pues?

-Para Monseñor Guillermo de Croy, arzobispo de Toledo.

-¿Quién os lo entregó?

-Es historia larga, caballeros, pero básteos saber para satisfaccion de vuestra curiosidad que yo necesitaba venir á la córte de Castilla, y que á pesar de haber cesado las hostilidades en los estados de Alemania, no podia esperar del emperador un salvo conducto. Importábame además no ser conocido aquí, y esto solo podia conseguirlo presentándome como un hombre oscuro: dudoso estaba acerca de la eleccion del disfraz que tomaria para atravesar el campamento de los Imperiales, cuando la fortuna se brindó á favorecerme. Mis puestos avanzados cogieron á un correo que traia pliegos para el príncipe D. Felipe y una carta para el arzobispo, y al punto me decidí: el correo quedó prisionero, y yo he venido en su lugar, imaginando que nada tendria que temer, si desempeñaba fielmente mi comisión.

-¿Conoceis el contenido, de los despachos del Rey?

-Si los hubiese abierto, á lo cual me daban derecho las leyes de la guerra, no hubiera podido entregarlos, y si no los entregaba, me esponia á andar en dimes y diretes con vuestros alguaciles.

-¿Tampoco podeis decir quién escribió la carta para Guillermo de Croy?

-No por cierto; la entregué como los despachos, pero en ella lo aseguraban, segun me manifestó, que se fiase de mí, es decir del correo, y me descubrió sin rebozo que la trama estaba bien urdida, y que pronto quedaria vengado el duque de Alba de un rival temible que tenia en la corte.

-¿Pronunció el nombre de ese rival?

-No; ni pretendí conocerlo; poco me interesaba esa intriga.

-¿A qué habeis venido á la corte?

-Ese es mi secreto, que solo revelaré al príncipe D. Felipe, en persona y sin testigos.

-¿Conoceis la suerte que os espera?

-Sé que moriré á manos del verdugo, ó por medio de un veneno.

-Duque Mauricio, si repetís por escrito cuanto acabáis de declarar, os doy mi palabra de que os oirá, corno deseáis, el Príncipe mi señor.

-¿Y por qué no, aun cuando no me oiga?

-Vuestras razones pueden salvar á un inocente.

-Tanto mejor; venga recado de escribir y acabemos pronto, porque llega ya á mis oidos el estrépito de los hombres de armas que deben conducirme á la torre mas alta de esta pajarera. Si lo teneis á bien, hacedme una merced.

-Hablad, y si está en mi mano...

-Decid á esa noble dama que la fiereza hace malísimo maridage con la hermosura, y que para ir á la torre, solo necesito un escudero que me enseñe el camino: mientras tanto, yo escribiré y el general Requesens ayudará á mi memoria, por si algo se me olvida apuntar de lo que antes dije.

El Secretario se dirigió á la galería, y el duque Mauricio, sentándose sin ceremonia en el sitial de doña Magdalena, sacó papel de un enorme cartapacio forrado de pergamino que habia sobre la mesa, y se puso á redactar su anterior declaracion verbal.

-Yo soy, díjole Requesens, luego que hubo concluido de escribir, el hombre acusado de alta traicion, á quien vuestra firma salvará la vida. Entre soldados son muy sagradas estas deudas: señor Elector de Sajonia, ya sabeis que desde hoy nada puedo negaros, que sea compatible con mi honor y mi fidelidad al soberano.

-Solo exijo de vos que inclineis el ánimo del Príncipe á que me proporcione un veneno activo, que ponga fin á mis dias; si me toca la mano del verdugo, moriré dos veces.

-No han llegado todavia las cosas á ese estremio.

-Pero llegarán, no lo dudeis, si no consigo hablar á D. Felipe; porque estoy resuelto á no confiar mi secreto á ningun otro mortal.

-¿Y si le habláis?

-Podrá acontecer que nos entendamos.

-Pues le hablaréis ó perderé yo la vida.

Acababa apenas Requesens de pronunciar estas palabras, cuando volvió á entrar D. Gonzalo Perez seguido del llavero principal del alcázar. El duque Mauricio le entregó entonces su declaracion escrita y firmada, y haciendo una seña al llavero para que fuese delante, se retiró de la estancia, dirigiéndose á la torre que la castellana le habia destinado. D. Gonzalo leyó detenidamente la relacion del Elector, hallóla conforme á lo que antes habia espuesto de palabra y encareció á D. Luis la necesidad en que se hallaba de partir sin demora para Valladolid, á fin de enterar al Príncipe de todo. Convino en ello el general, á quien desde aquel momento dio su amigo por libre, con la prudente reserva de aguardar las órdenes de D. Felipe para su vuelta á la córte,'y fuéronse los dos á buscar á doña Magdalena para poner en su noticia lo que habian acordado. Halláronla en animada conversacion con el padre Superior del monasterio de la Espina, á la estremidad del puente levadizo de la fortaleza, y detuviéronse razonable distancia para no interrumpir su plática. La castellana los divisó á poco rato, fué á su encuentro y despues de escuchar las poderosas razones que espuso el secretario para no permanecer aquella noche en Villagarcía, aprobó su deterrninacion, exigiendo empero que su marcha se verificase despues de la comida, con que queria agasajar á tan distinguidos huéspedes.

Así se hizo; el banquete fué silencioso y conforme en un todo á las leyes de la etiqueta que habia importado de Alemania á Castilla el emperador D. Cárlos. Media hora despues de terminado, cabalgaba con direccion á Valladolid el honradísimo secretario Gonzalo Perez; el general D Luis de Requesens y Zúñiga tomaba posesion del alojamiento que se le habia dispuesto en el alcázar; el venerable monge de la Espina rezaba el rosario paseándose por las almenas, y doña Magdalena de Ulloa derramaba á solas copioso y amargo llanto recordando las traiciones de su ausente esposo.




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Capítulo IV

El instinto de un perro, la astucia de un malvado y el dedo de Dios


Nuestros lectores no habrán echado seguramente en olvido á Diego Martinez, el amante raptor de la desenvuelta Beatriz, antigua criada de la condesa de Barajas. Si Juan de Mesa, al decir del escudero que acudió al llamamiento de doña Magdalena, durante el primer diálogo, que ésta tuvo con el fraile, no hallaba momento de reposo desde la llegada al castillo del terrible mastin, que á todas partes le seguia con tenaz perseverancia, la verdad nos obliga á asegurar que tampoco el héroe del saqueo de Roma se las habia todas consigo, y que andaba asaz mohino, preocupado y receloso de que la permanencia de D. Luis de Requesens en Villagarcía, aun cuando fuese en calidad de preso, le deparase una mala ventura. Y es el caso que en el primer capítulo de esta narracion, no hemos completado las noticias que tenemos acerca de tan interesante personage. Conviene, por lo tanto, saber, para que no cause admiracion el miedo que esperimentaba el buen guerrero, seductor de doncellas, que habia pertenecido á los tercios vencedores de Francisco Sforcia, cuando este tuvo que rendir el castillo de Milan; que despues entró á servir en el ejército del duque de Borbon; habiendo sido uno de los primeros en amotinarse por la falta de pagas contra los capitanes de las compañías y señaladamente contra Requesens, quien persiguió espada en mano á los revoltosos indisciplinados; y que por último, y á pesar de los esfuerzos del mismo jefe, se entregó, con otros muchos perdidos aventureros, á los mayores excesos en la capital del mundo cristiano, robando los vasos sagrados de sus templos y convirtiendo la ciudad en un teatro de sangrientas escenas de carniceria y desolacion. Despues de tan insignes proezas, desertó de sus banderas y regresó á Aragon, su patria, desde donde alistándose de nuevo en las tropas de Castilla, pasó á formar parte de la corta guarnicion del alcázar de Villagarcía.

En cuan Lo á Juan de Mesa, ya liemos visto que, para librarse de los amenazadores ojos de Bravo, habia recurrido al espediente de encerrarse, esperando que la permanencia de su terrible adversario no se prolongaria mucho en el castillo; pero transcurrieron, las horas y llegó la de la oracion, sin que el sañudo mastin abandonase la puerta del cuarto de aquel mozo, y este no tuvo mas remedio que abrirla, para cumplir una orden terminante de doña Magdalena, que lo mandaba presentarse en la sala de armas con todos los demás sirvientes y soldados del alcázar, á escepcion del vigia. El pobre diablo rogó entonces á dos de los primeros que no lo dejasen solo y espuesto á, alguna acometida del fiero animal; mas al ver ellos que este sacudia la cola y se preparaba á seguirles, se santiguaron, figurándose que era el diablo, y dejaron que-su compañero se las compusiese con él. El bueno de Juan se vió pues en la necesidad de dirigirse, muerto de miedo, á la sala de armas: al entrar en ella cobró algun aliento, imaginando que se prohibiria al perro la entrada en aquel recinto, pero frustósele esta esperanza, por cuanto Fortun, el escudero de mas confianza de la castellana, estaba instruido sin duda de lo que debia hacer, y dejó pasar libremente á Bravo al interior de la sala, en la cual se hallaban ya reunidos guerreros, doncellas y criados. á poco rato se presentaron doña Magdalena de Ulloa, el superior de los monges de la Espina y D. Luis de Requesens, haciendo cesar su llegada las conversaciones y comentarios, á que daban lugar entre aquella gente ociosa, las noticias que podria haber traido de la corte Miguel Bosque, así como la repentina aparicion en Villagarcía del fraile del cercano monasterio con su mastin, el tenaz empeño de este, de no separarse un punto de Juan de Mesa y la prision de uno de los mas valientes generales del rey. Colocáronse todos en dos filas á ambos costados del salon, dejando libre el de la puerta y ocupando el opuesto á ella la castellana con sus huéspedes, y así esperaron en profundo silencio la primera señal que anunciase el toque de oraciones. Observóse á muy poco tiempo por los actores de aquella escena muda, que el perro del monge abandonando de pronto á Juan de Mesa, junto al cual se habia formado, como si fuese uno de tantos domésticos de la fortaleza, atravesó rápidamente la sala, se detuvo á cuatro pasos de la fila de hombres que hacía frente á la suya, acercóse luego á un soldado, examinó atentamente su turbado rostro, olió su trage, y exhalando tres ahullidos lastimeros, que amedrentaron á los mas aninosos se volvió á su puesto. Aquel soldado era Diego Martinez.

-¿Habeis oido eso, señora? dijo Requesens en voz baja á doña Magdalena. Disponed que echen de aquí á ese hermoso animal, para que no interrumpa vuestra devocion.

-Dejadle, D. Luis, le contestó la dama, que no está aquí por falta de misterio.

-Creed, general, añadió el monge, que hoy ha conducido mis pasos á este alcázar el dedo de Dios.

-En efecto, voy sospechando que os interesa algun descubrimiento importante, repuso el primero; y sino... ved como tiembla aquel soldado... ¡Ah! Apostára á que he visto ese perillan en alguna otra parte: sí... no hay duda; lo conozco, mas no recuerdo bien en que tropas ha servido.

-Tengo oido decir que en las de Aragon, respondió doña Magdalena: el alcaide mi esposo lo trajo de Valladolid por haberle parecido hombre determinado. De todos modos, deseo que le examineis esta noche y no digais lo que saqueis en claro de su vida pasada.

-Así lo haré puntualmente por complaceros.

Aquí llegaban nuestros principales personages de su diálogo, cuando resonó en la sala el tañido de una campana, al mismo tiempo que el eco de la corneta del vigia anunció á los habitantes del alcázar la hora de oraciones. Prosternóse doña Magdalena, cuyo ejemplo siguieron todos los que en la sala de armas estaban reunidos: el monge hizo la señal de la cruz, dirigió al cielo una fervorosa oracion en latin y dio principio al rezo vespertino. No podemos asegurar que la devocion fuese aquel dia sincera en el castillo, porque habia un objeto en el que se fijaban los pensamientos y las miradas de los asustados moradores, objeto impasible é impotente, que no apartaba un instante los ojos de Diego Martinez se desviaba seis dedos de Juan de Mesa; objeto que, á causa de tan viva insistencia, no podia menos que dar al traste con las ideas, que en aquellos momentos debian ocupar todas las imaginaciones.

Termináronse al fin las plegarias á la Madre de Dios; el fraile pronunció una exhortacion, encareciendo la práctica de las virtudes y de los deberes religiosos; anatematizó á los incrédulos y á los malos cristianos, conminándoles con los castigos de la Santa Inquisicion, y por último echó á sus oyentes la bendicion de la Iglesia. Ya se preparaban estos á desocupar la sala, cuando adelantándose doña Magdalena con altivo continente, pronunció estas palabras:

-Nadie se mueva de su puesto. Juan de Mesa, aquí.

Apoderóse del mozo un frio glacial y á duras penas pudo andar los pasos que le separaban del centro de la estancia. Bravo, fiel á la consigna que á sí mismo se habia dado, le siguió sin vacilar, situándose á su izquierda, como si estuviese preparado para responder al interrogatorio de la noble matrona.

-Esplícanos, dijo ésta al aturdido villano, la causa de que ese mastin te persiga hasta el punto de que te hayas encerrado voluntariamente por no verle.

-¡Ah señora!... balbuceó Juan tiritando de miedo; no la sé... no la sé: yo estaba allí... junto al puente... cuando ese maldecido perro llegó al alcázar, y entonces... es decir... desde el punto que me divisó, se vino á mí, para no soltarme un momento.

-Lo cual significa que te conoce.

-En efecto... es muy posible, señora; me habrá visto algunas veces en el convento de la Espina.

-O en otra parte, murmuró el monge, sacando de la manga de su hábito un pañuelo manchado de sangre, que enseñó á Requesens.

-Por Dios que no comprendo, dijole éste...

-Se trata, repuso el fraile, de descubrir al perpetrador de un crímen horrible.

-En tal caso, paréceme, observó, el primero, que son dos los delincuentes. Pero, ¿qué se ha hecho del soldado, que tanto temblaba cuando se lo acercó el perro?

Al oir el monge esta pregunta, miró hacia el sitio que antes ocupaba Diego Martinez y notó que efectivamente no estaba ya en él, circunstancia que puso sin perder momento en noticia de doña Magdalena. Esta dejó entonces á Juan de Mesa, y dirigiéndose á los hombres de armas llamó al amante de Beatriz: nadie contestó. Hizo en seguida una seña al escudero Fortun y supo por él que no habia atravesado alma viviente la puerta de la sala.

-Regístrese todo y entregadme ese hombre, esclamó la castellana con imperioso acento: os lo requiero en nombre del Rey.

Los soldados y sirvientes se arremolinaron y dieron principio á una pesquisa, que no produjo el menor resultado, por lo que imaginando el monge que el único que podia, en aquella coyuntura, dar alguna luz acerca del paradero de Diego, era Bravo, desplegó el pañuelo ensangrentado y lo puso delante de los ojos del mastin, con gran admiracion y susto de todos. El efecto de la prueba no se hizo esperar mucho tiempo: Bravo se abalanzó furioso al pañuelo, lanzando un ahullido tristísimo, lo cogió entro sus dientes y abriéndose paso corrió á la puerta y desapareció de la sala.

-Seguidle, gritó el monge á los criados; su instinto admirable nos revelará la verdad.

-Sigámosle tambien nosotros, añadió doña Magdalena.

Y echó á andar, acompañada de Requesens: al llegar á la puerta dijo á Fortun en voz baja:

-Echa los cerrojos y barras por la parte de afuera: este es por ahora el calabozo de Juan de Mesa.

El último que abandonó la sala de armas fué el superior del monasterio de la Ermita.

Juan de Mesa habia permanecido como petrificado por el espanto en el mismo sitio en que le dejára la castellana, sin poder darse una razon exacta de cuanto acababa de suceder. El silencio que reinaba en torno suyo le hizo al fin reconocer que se encontraba solo, y entonces recordó, como si sacudiese de su imaginacion las sombras de pesado sueño las preguntas de doña Magdalena, la desaparicion de Diego Martinez y el pañuelo fatal; lo restante habia desaparecido de su mente porque el ahullido del mastin le habia obligado á cerrar los ojos y nada mas habia visto ni oido. Pero una vez recobrado de su mortal zozobra, entró en cuentas consigo mismo y conoció que estaba perdido, si no lo sacaba algun milagro de tan terrible situacion, porque el perro del monge era un acusador tan poderoso, que á fuerza de perseverancia y de persecuciones conseguiria al cabo, por mas que él se resistiese, hacerle confesar su secreto, á fin de ahuyentará su cruel é implacable adversario. Este pensamiento le impulsó á dirigir la vista á su alrededor, seguro de que encontraria la fascinadora mirada de Bravo clavada en su rostro; mas ¡cuál fué su sorpresa al asegurarse de que ningun testigo leia á la sazon en el libro de su manchada conciencia! Pudo al fin respirar el pobre mozo; pudo moverse y sobre todo pensar en los medios á que le sería dado recurrir para salvarse.

Examinó desde luego todos los rincones de la sala; en ninguno de ellos vió al aborrecido mastin; corrió á la puerta y la halló cerrada; encaramóse á una ventana... trabajo inútil, porque sus cruzados barrotes de hierro eran demasiado gruesos, para que cediesen á los desesperados esfuerzos de un hombre. No habia pues esperanza para Juan de Mesa, y el desaliento sucedió bien pronto en su angustiado corazon al débil rayo de luz que habia creido ver brillar para él, al considerarse abandonado de todos á su suerte.

-¿Conque voy á morir por asesino? esclamó dolorosamente y dejándose caer, mas bien que sentándose en el suelo. ¡Maldito ermitaño! ¡Maldito dia aquel en que te hallé! ¿Quién fué el demonio, enemigo mortal de mi salvacion, que te inspiró la idea de venir á Castilla, para que nos encontrásemos los dos? Vivieras y murieras en Alemania, como habias jurado al marcharte, y de ese modo no me hubieras obligado á quitarte la vida. En fin, lo hecho, hecho se está, como dice Diego, á quien el cielo favorece mas que á mí... ¡Ah! gritó entonces dándose una palmada en la frente é incorporándose de pronto. ¡Qué famosa idea acaba de ocurrirme! Diego Martinez estaba aquí con los demás, y sin embargo se ha escapado sin saberse cómo ni por dónde; de seguro que no habrá sido por la puerta, porque le hubieran visto. Pues bien; no hay remedio: esta sala tiene otra salida que yo ignoro, pero necesito buscarla á todo trance, si quiero evitar la miserable suerte que me aguarda.

Y Juan de Mesa, con el ahinco y la rábia que comunica al corazon la certeza de una muerte próxima, se dirigió á los tapices que cubrian de alto á abajo las cuatro gruesas paredes de la sala, los fué levantando en todas direcciones y los palpó de trecho en trecho, esperando á cada paso encontrar una puerta secreta ó una abertura que pusiese fin á los tormentos de su alma. Pero el cielo, sordo á, sus quejas, nada le deparó de lo que tan desesperadamente buscaba: jadeando de fatiga, pálido y desencajado, por la penosa lucha que habian trabado en su pecho el deseo y la imposibilidad de huir; iba ya á tenderse otra vez en el suelo, renunciando á toda tentativa y rechinando los dientes con fuerza convulsiva, cuando una carcajada clara y sonora, que llegó á sus oidos, le heló toda la sangre en las venas. Abrió los ojos desmesuradamente, erizáronsele los cabellos, cubrió todos sus miembros un copioso sudor frio, y creyó llegada ya su última hora.

¡Quién eres!... preguntó al cabo con voz tan desfallecida, que solo el lúgubre silencio de aquella estancia podia hacerla tener por eco de humana criatura. ¡Quién eres, quo así vienes á turbar mi espiritu con tu diabólico regocijo! ¿Acaso el alma del pícaro renegado, á quien despaché al otro mundo, á pesar de su ropon de penitente? Supongo que no vendrás á pedirme misas, porque debes estar ardiendo en los profundísimos infiernos, y tengo oido que nadie sale de esa halagüeña mansion. No; no buscas sufragios, ya lo sé; quieres divertirte á mi costa, ó tal vez probar mi valor, para saber si podré mirar cara á cara al verdugo. Si es asi, vuelve, vuelve á las hogueras infernales y déjame en paz.

Otra carcajada mas fuerte que la primera fué la contestacion que obtuvieron las razones de Juan. Este dirigió la vista hácia la parte de la sala, de donde parecia haber salido aquel estrepitoso escarnio contra su mala estrella, y observó distintamente que se movia una de las muchas armaduras completas y colosales que decoraban las paredes de la sala. Hincó una rodilla en tierra, rezó mentalmente el credo y gritó como un loco:

-Perdon, perdon. Yo lo confesaré todo al monge del monasterio de la Espina.

-Ese será un medio infalible para-que te ahorquen mas pronto, lo contestó una voz que no lo era desconocida. Al mismo tiempo se agitó de nuevo la armadura que tanto había trastornado á Juan de Mesa, inspirándole el primer acto de arrepentimiento, y éste vió salir de ella... á su buen amigo Diego Martinez.

-¡Cómo!... esclamó santiguándose. ¿No eres Satanás, ni el renegado en persona?... ¡Diego!... el mismo Diego... Y animándose mas y mas, á medida que se cercioraba de que no le hacían traicion sus ojos, añadió adelantándose hácia su amigo:

-¿De dónde sales? ó mejor dicho ¿por dónde has entrado á esta maldita sala que Dios confunda?

-Habla mas bajo, porque si te oyen, no habrá esperanza de salvacion para nosotros, le contestó el soldado, limpiándose el sudor que le corría por el rostro.

-¡Hola! ¿Conque, segun eso, podrémos librar el pellejo...?

-Mucho han de estudiar para que dén con nosotros... se entiende, si haces lo que yo.

-¿A qué se reduce?

-A encajonarte vivo dentro de una de esas armaduras de los antepasados del señor D. Luis Quijada; ahí nadie te verá, aun cuando te busquen dos horas por toda la sala.

-¡Demonio!... pero ese recurso debe ser muy sofocante.

-No digo que no, pero es mucho peor habérnoslas con el endiablado mastin del fraile.

-De modo que si vienen para conducirme á...

-No tienes mas que elegir el caballero que te convenga de todos esos que vés; en seguida te metes, por detrás, dentro de su cuerpo, y cátate como en tu casa.

-¿Y de esa manera has burlado tú las pesquisas que se han hecho para cogerte?

-Ni mas ni menos. Al ver la confusion que reinaba en la sala, producida por el llamamiento que hizo doña Magdalena de tu persona, traté de aprovecharla; los soldados que estaban junto á mi se adelantaron tres pasos para oír mejor lo que te decía la noble castellana, y yo entonces, deslizándome con disimulo á lo largo del tapiz, alcancé la primera armadura que estaba á mi derecha y me embutí en ella, del mismo modo que se meteria el diablo en una pila de agua bendita, si se encontrase comprometido.

-Todo está, bien, amigo Diego, todo está bien, pero me ocurre una dificultad.

-¿Cuál es?

-Que si bien estamos seguros de que no nos echen el guante en nuestras madrigueras, tambien, si permanecemos en ellas mucho tiempo, vamos á correr el riesgo de morir de hambre.

-Otro peligro mayor nos amenaza.

-¡Qué dices!

-Sí; el de que traigan aquí al mastin para que nos olfatee, ó nos sorprendan por pura casualidad, lo cual no será muy divertido para nosotros.

-¿Y qué debemos-hacer?

-Nada, Juan, nada; estarnos quedos y oido alerta. Se me figura que es todavía demasiado temprano para que Dios me abandone, y me dice el corazon que he de salir bien de este íntrincado negocio.

Al decir esto Diego Martinez, se acercó á la puerta, por habérsele antojado que oia ruido de pasos y de voces, lo cual era cierto, por que muchas personas, hablando con animacion y con un apresuramiento desusado, se dirigían, al parecer, por las diferentes galerías del castillo á la plaza de armas.

-Ya están aquí, dijo á su compañero: pronto... pronto á convertirnos en yelmos, corazas y escarcelas.

Juan no se hizo repetir dos veces la saludable advertencia, é imitando al astuto soldado, desapareció en un abrir y cerrar de ojos, empotrándose en el interior de una holgadísima armadura.

No habia aun tomado aliento en su escondite, cuando se descorrieron los cerrojos de la puerta y entró en la sala Fortun el escudero, seguido de hombres de armas y criados, para llevarse á Juan de Mesa, en cumplimiento de una órden de su señora,. Hé aquí lo que había ocurrido desde que los habitantes del alcázar salieron precipitadamente de aquella misma estancia en seguimiento de Bravo.

El mastin, apretando entre sus mandíbulas el ensangrentado pañuelo, atravesó las galerías, el patio principal y las obras esteriores hasta el puente levadizo, que estaba á la sazon levantado; detúvose un instante ante esta dificultad, pero no tardó en tomar una resolucion, que dejó estupefactos á los que iban observando sus movimientos. Trepó á la muralla por la primera rampa que vió, y sin cuidarse de la anchura formidable del foso, ni de la profundidad de sus aguas, saltó la distancia que separaba el castillo del campo abierto, sin abandonar la presa que llevaba, y se encontró fuera del recinto amurallado. Los criados corrieron al puente, aflojaron las cadenas y se precipitaron en tropel para alcanzar el intrépido Bravo, que salvando cercas y vallados, con el admirable instinto providencial que la naturaleza ha concedido á su raza, los condujo, dando casi la vuelta al castillo, hasta sus últimas empalizadas. Cuando llegaron á ellas los sirvientes, hallaron al fatigado animal escarbando la tierra con sus manos. Al ver á la gente del castillo, suspendió su trabajo y se fué á su encuentro, exhalando lamentables ahullidos, que helaron á todos de espanto; y viendo que nadie se movía para ayudarle en la comenzada tarea, se abalanzó á los mas cercanos y comenzó á tirarles de la ropa y aun á desgarrársela, como para obligarlos á secundar sus intentos, yendo y viniendo desde un punto del campo, en que había dejado el pañuelo, hasta aquel en que se habían detenido los de la fortaleza, sin saber á que resolverse hasta la llegada de doña Magdalena.

Presentóse esta á poco rato en aquel sitio, acompañada de D. Luis de Requesens y del superior de la Espina, á quien la emocion y la esperanza habían dado fuerzas para tan fatigosa escursion. En tanto que el buen monge calmaba como mejor podía los arrebatos y la impaciencia de Bravo, varios criados se dirigieron al alcázar, por una poterna inmediata á la empalizada, y volvieron con hachones de viento, para iluminar aquellos alrededores, sobre los que estendía ya la noche su enlutado manto. Entonces dijo la castellana:

-Intimo á todos absoluto silencio; la Providencia nos ha traído sin duda á este sitio para el descubrimiento de un gran crimen, obedezcamos los decretos de la Providencia.

-Manos á la obra, hijos míos, añadió el monge señalando el sitio en que el mastin había depositado el pañuelo: removed esa tierra, destrozada ya por las uñas de este noble animal, y en él encontraréis pruebas irrecusables de lo que buscamos.

La gente del castillo no esperó á oír dos veces aquel mandato: los mas se arrojaron al suelo y empezaron á sacar tierra con sus mismas manos; algunos entraron en el alcázar para salir un momento despues con azadones y palas de hierro, y otros se encargaron, por consejo de Requesens, de cortar ramas de los árboles mas cercanos, para hacer unas parihuelas. No tardaron todos en sobrecogerse de espanto: un ahullido lastimoso de Bravo, anunció el término de aquella silenciosa faena, y los hombres que levantaban la tierra se apartaron despavoridos, porque al resplandor de los hachones acaban de descubrir un cadáver.

Acercóse el monge al hoyo poco profundo en que se hallaba, examinóle atentamente, murmuró entre dientes una oracion por el descanso de su alma y dijo a la castellana:

-Declaro delante de Dios y en presencia de cuantos me escuchan, que ese hombre es el mismo penitente, que me confesó sus culpas el día 2 de Marzo en el monasterio de la Espina. Mirad, Señora; todavia no ha consumido la tierra el ropon de ermitaño que le cubría, y del cual os he hablado: solo me resta añadir algunas palabras, para convencer al mas incrédulo de que nada se oculta en la tierra a los ojos de Dios. Hace seis días que salí del convento, con objeto de poner en conocimiento de la muy ilustre matrona doña Magdalena de Ulloa ciertas nuevas que ya no ignora; mas antes de penetrar en el alcázar, ocurrióme la idea de visitar sus alrededores, tanto para retardar una conferencia que nada podia tener de agradable, corno para recrear el ánimo en la contemplacion de las maravillas del Eterno. Llegué á esas empalizadas con la intencion de dar la vuelta al castillo, cuando de repente se detuvo asustado el mastin que siempre me acompaña. -¿Qué es eso Bravo? -díjele temiendo que hubiese olfateado algun mal encuentro para mí; mas el perro me respondió agachándose y alzando del suelo ese lienzo ensangrentado: en seguida dio tres ahullidos, corrió a este mismo sitio y comenzó á escarbar la tierra, dándome á entender con sus movimientos, que al pié de las murallas de los antiguos y fuertes torreones de Villagarcía existía oculto un misterio de sangre. Ya no quise ver aquel día á la noble señora de estos contornos; el descubrimiento de Bravo se enlazaba en mi mente con el recuerdo de las noticias que tanto podían interesarla. Volvíme pues al monasterio para meditar, para pedir al cielo que iluminase mi espiritu, y seguro al fin por sus divinas inspiraciones, de que mi presencia pondria en claro el paradero de mi penitente del 2 de Marzo, he venido hoy para encontrarle en el castillo vivo ó muerto. Mi mision ha concluido.

-Y ahora empieza la mia, repuso doña Magdalena con dignidad. Fortun, dirígete a la sala de armas con los hombres de armas que necesites y trae aquí á Juan de Mesa.

Fortun obedeció; pero ya hemos visto quo el villano acababa de convertirse en caballero armado de todas armas, cuando los que iban á-buscarle penetraron en la sala. Y como estos no le encontraron, por mas pesquisas que hicieron, tomaron el prudente partido de hacer saber á doña Magdalena que el diablo, cansado ya sin duda de las maldades del mozo, se lo habia llevado en cuerpo y alma, para que hiciese compañía a su dignísimo amigo Diego Martinez en las mansiones infernales. De este modo esplicaron desde entonces los moradores de Villagarcía la desaparicion de aquellos dos personages.

Se sacó pues el cadáver del ermitaño de la tierra y fué conducido en las parihuelas al castillo, á fin de darle religiosa y mas conveniente sepultura. Cumplido este piadoso deber; se registraron de nuevo las galerías, los patios, las murallas, en una palabra, todo cuánta inspiraba recelos de que pudiese dar asilo á un prófugo, y convencida por último la castellana de que los presuntos reos del crímen, que acababa de descubrirse, caerian al siguiente dia en su poder, rogó al superior de la Espina que no, saliese del alcázar hasta que esto se verificase, pues contaba con la eficaz coopercion de Bravo para averiguar su paradero. Mandó despues levantar el puente y que todos, á escepcion de los hombres de armas de servicio, se recogiesen, como todas las noches, despues de la cena.




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Capítulo V

En que se evidencia que Diego Martinez y Juan de Mesa sabian cenar con apetito y batirse á oscuras


En el estremo de la oscura galeria, opuesto al que ocupaba la suntuosa cámara de doña Magdalena de Ulloa, habia una puerta, que daba paso al corredor en que estaban situados los retretes de sus doncellas. Cada una de estas tenia el suyo, y ninguna se cerraba por dentro, á fin de que pudiesen llegar á su conocimiento, sin detencion alguna, los recados y órdenes de su señora. Allí precisamente, á la entrada del corredor se hallaba la habitacion de Beatriz, moza resuelta y de desparpajo, si las habia, y capaz de trastornar con su coqueteria veinte cabezas mas sólidas que la de Diego Martinez. Con todo, debemos dejar consignado en honor de la verdad, que eran las doce de la noche, en que ocurrieron los acontecimientos que acabamos de referir, y aun no se habia acostado. Su desasosiego era evidente; iba y venia á lo largo de su cuarto, quedábase algunos momentos pensativa, asomábase otros á la ventana, que caía a la plataforma del alcázar, apretaba los puños y reprimia el llanto con todas sus fuerzas, por temor de que se oyesen sus sollozos, é intentasen sus compañeras de servicio averiguar la razon que los motivaba.

La razon está al alcance de nuestros lectores; su amante había desaparecido, y no era esto todo lo que tenia que sentir; su amante se había llevado probablemente el cofrecillo de alhajas, robado á su anterior ama la condesa. ¿Qué iba pues á ser de ella en Villagarcia, sin el decidido protector que lo había deparado su cariño? ¿Y cómo seria mirada en lo sucesivo por las demás doncellas y por la misma doña Magdalena la creida prima hermana de un hombre, acusado por todos los del castillo, como autor de un asesinato?

Beatriz había asistido al rezo de oraciones en la sala de armas y presenciado la terrible escena de Bravo con Diego Martinez, la mortal palidéz de este último y su evasion: desde entonces se perdía en mil conjeturas acerca de los medios de que el soldado se habría valido para evitar el castigo que le esperaba, y no pudiendo imaginar que lo hubiese logrado por medios naturales, sin ser visto ni sentido, concluía creyendo candidamente lo que los sirvientes aseguraban; esto es, que Diego Martinez se había evaporado por arte de Satanás y que estaba ardiendo en los infiernos.

Acosada la pobre é infortunada doncella por el temor supersticioso de su alma, por el recuerdo de un amor perdido y tan mal empleado, y aun mas, por el recelo de que, llegase á averiguar doña Magdalena la verdadera historia de sus relaciones con su supuesto primo hermano, no se había atrevido á acostarse, prefiriendo pasar, la noche en vela, entregada á sus cavilaciones. De pronto empezó á temblar, porque creyó haber oído pisadas en la galería; acercóse a la puerta del cuarto y conoció que no se había engañado; aquellos pasos se dirigían hacia el corredor. Iba ya á cerrar la puerta por dentro á pesar de las severas órdenes que lo prohibian, cuando dos hombres que acababan de llegar con el mayor silencio posible al estremo de la galería, penetraron en el corredor y un momento despues en el retrete de Beatriz. Uno de aquellos hombres; puso á esta la mano en la boca, para impedir que lanzase algun imprudente grito.

-Y ahora, dijo á la sobrecogida doncella, saca de tu dispensa particular, mi querida llorona, alguna cosa con que nos vuelva el espíritu al cuerpo, porque venimos muertos de hambre y de sed.

Beatriz le miró de hito, en hito, para cerciorarse de que, no era una vision del otro mundo el objeto que tenia delante de los ojos, cuando el otro añadió:

-¿Te figuras, hermosísima Beatriz, que somos dos ánimas del purgatorio? Pálpanos á tu sabor y te convencerás de que aquí hay carne y huesos; estos en abundancia verdaderamente, y aquella escasa, porque la horrible prision de que salimos nos iba convirtiendo en esqueletos.

-¡Ese tambien!... murmuró Beatriz con tembloroso acento, señalando al que acaba de hablar.

-Tambien ese, repuso el primero

-¡Ah Diego! No sé lo que vá á ser de nosotros.

-¡Ah, Beatriz! Fortalece un poco nuestros estómagos.

-Dime antes...

-Ni una palabra. He formado grandes proyectos, que el hambre vá borrando de mi imaginación.

Enteramente persuadida la moza de que el diablo no se habia llevado á Diego Martinez ni á Juan de Mesa, supuesto que estaban allí, á su vista en cuerpo y alma al parecer, y esplicándose de una manera que no acostumbran ciertamente los espíritus infernales, abrió una alhacena, sacó de ella pan, vino, un razonable trozo de cecina de venado, dos faisanes en salsa verde con ajos y cebollas, un enorme pedazo de pastel de palominos y algunas frutas, y lo puso todo á disposicion de los dos amigos. Abalanzáronse estos á las provisiones, como hombres condenados á una abstinencia forzosa de muchas horas, y devoraron en pocos minutos y en silencio á que la opípara cena, que les llegaba como llovida del cielo, saboreándola con sendos tragos, que restablecieron completamente el equilibrio de sus fuerzas. Pero como dos hombres, por mucho apetito que tengan, no pueden estar cenando eternamente, Juan y Diego enfrenaron el suyo despues de haber dado fin á los tesoros de la dispensa particular de Beatriz, a la que refirieron entonces el ingenioso ardid de que se habían valido en la sala de armas, para burlarse de la justicia de doña Magdalena.

-Hasta ahí lo comprendo perfectamente, díjoles la admirada doncella: pero ¿cómo ó por dónde habeis salido de la sala para llegar á mi aposento?

-Por la puerta, querida mia, por la puerta, repuso con gravedad Diego Martinez: has de saber que cuando volvió allá Fortun, acompañado de hombres de armas para buscar á Juan, segun creemos, á fin de proporcionarle encierro mas reducido, ó tal vez á quitarle la vida, que de esto no podemos responder, has de saber, repito, que se quedó patitieso, al cerciorarse de que habia volado su cautivo, y que se retiró con las orejas gachas seguido de sus hombres. Entonces cometió la mas insigne torpeza que cabe en escudero, y seguro estoy de que esta es la hora en que no la conoce. Convencido de que nada tenia ya que guardar en aquella sala ¿qué imaginas que hizo? Dejó la puerta como está siempre; abierta de par en par. Nosotros fuímos mas prudentes que él; unimos las dos hojas para platicar libremente, y decidir lo que mas nos importaba en aquel trance: es decir, que hemos permanecido en la sala de armas hasta que estuviesen dormidos cuantos habitan en el alcázar, y despues hemos venido á engullir tus sabrosísimos manjares.

-Pero... no podeis deteneros aquí, observó Beatriz, porque os cogerán sin remedio.

-Dios nos libre de semejante necedad, respondió Juan rascándose una oreja: ya quisiera verme á dos mil leguas de esta jaula.

-De eso se trata, y ahora mismo vamos á probar fortuna por última vez, añadió Diego.

-¿Qué es lo que piensas? le preguntó la moza, llena de angustia y de zozobra.

-Salir á campo raso y tomar las de Villadiego.

-¡Y yo!...

-Acabarás de una vez; demasiado sé que eres de buen temple.

-Es decir que me abandonas...

-Al contrario; te llevo conmigo y doy ese nuevo chasco á la señora de Villagarcía.

-Tu proyecto es una locura.

-¿Por qué?

-Porque está levantado el puente.

-Juan ¿qué te parece de esa dificultad?

-Gazmoñerías de mugeres. ¿Para qué necesitamos el puente, si tenemos la poterna? contestó el villano: mi parecer es que nos larguemos pronto, no sea que algun azar nos detenga en el castillo mas tiempo del que quisiéramos.

-¡Por la poterna! esclamó Beatriz horrorizada. No léjos de allí se ha encontrado...

-¿Qué? preguntaron los dos amigos á un tiempo.

-El cuerpo de un hermitaño.

-¡Demonio! murmuró Juan de Mesa; eso complica hasta cierto punto nuestro negocio.

-Nada, nada; ya estamos en salvo, le replicó Diego Martinez.¿Quién ha de figurarse que vamos á salir del alcázar, y á estas horas, atravesando las empalizadas? Ten presente una cosa; no hay sitio mas seguro para un viagero, que aquel en que acaba de cometerse ó descubirse un asesinato.

Esta sentencia del soldado decidió la cuestion. Beatriz por su parte, temerosa de las consecuencias que podia tener para ella en Villagarcía su intimidad con Diego, se decidió á acompañarle, y no tardó en hacer un lio de sus ropas. Su amante y Juan de Mesa sacaron del pecho aguzados puñales de que se habian provisto en la sala de armas, y los tres, andando de puntillas, se escurrieron del retrete al corredor y del corredor á la galería. Despues de haberla atravesado en toda su longitud, llegaron á la puerta de la estancia de doña Magdalena, y tomaron á la derecha para bajar al patio grande por la escalera principal. Aquel era el paso mas peligroso, porque tenian que presentarse al descubierto, esponiéndose á que algun centinela reparase en ellos desde la plataforma; pero la noche estaba afortunadamente como boca de lobo y ningun obstáculo tuvieron que vencer para penetrar, ó mejor dicho, para enterrarse en el estrecho subterráneo que desde el patio conducia, dando casi media vuelta al castillo, á la poterna que nuestros fugitivos buscaban. Dicho subterráneo se habia practicado entro la primera muralla interior y la plataforma, con el objeto de que sirviese para las salidas de la guarnicion en caso de sitio, y formaba varios recodos, ó especie de plazoletas, que hacian perder el camino al mas avisado, si no tenia conocimiento práctico de sus añagazas. Juan de Mesa rompia la marcha; seguíale Beatriz, é iba el último Diego Martinez, alentando á la asustada doncella y asegurándola que en breve se veria libre de cuidados.

-¿Habéis oido? preguntó el primero deteniéndose de pronto, como á unos treinta pasos antes de llegar á la salida de la poterna.

-No, respondió Diego acariciando la punta de su puñal. ¿Qué es ello?

-Un gruñido...

-¡Bah!

-Dígote que no doy un paso mas, por todas las almas que arden en el infierno.

-Y yo te afirmo que es necesario seguir adelante, porque de lo contrario estamos perdidos.

-¿Y sabes por ventura quién nos cierra el paso?

-Aunque sea el mismo Lucifer en persona.

-Peor, mil veces peor, amigo Diego; es la sombra del renegado...

-Los renegados no gruñen.

-Ya estoy, ya estoy; pero los espíritus pueden tomar todas las formas imaginables, y no sería estraño que ese viniese ahora del otro mundo en figura de perro.

-¡Perro dijiste!... Mucho me temo alguna mala pasada de la pícara suerte. ¿Sabes, Beatriz, si el monge del convento de la Espina duerme esta noche en el alcázar?

-En efecto, respondió la moza; todavia no se ha marchado.

Al mismo tiempo dio Juan un salto hacia atrás, porque otro gruñido mas fuerte que el anterior y que tambien llegó á los oidos de su compañero y de la doncella, le hizo temer por su vida.

-¡El es!... ¡El mastin del monasterio! pronunció el villano.

-Pocas palabras y al avío, repuso Diego adelantándose puñal en mano, en tanto que Beatriz, mas muerta que viva, se encomendaba á todos los santos del cielo, para que la sacasen de tan terrible aprieto.

-¿Qué intentas? le preguntó el primero.

-Haz lo que voy á decirte, si no quieres que perezcamos todos.

Hablaron en seguida los dos en voz baja, y un instante despues prosiguieron su camino, marchando ambos de frente y estrechamente unidos, no sin haber intimado á Beatriz que permaneciese quieta y silenciosa en el sitio á que acababan de llegar. Cortísima era ya la distancia que les separaba del campo abierto, cuando sintieron distintamente los pasos de un bulto que hácia ellos se dirigia; al mismo tiempo estendió el soldado el brazo izquierdo, levantándolo á la altura de su cabeza y presentando á su frente el lio de ropas de Beatriz; el bruto lanzó otro gruñido semejante á los primeros, abalanzándose con rabiosa furia á aquel objeto, pero Diego, sin darle tiempo para que reconociese su error, le introdujo con la mano derecha su puñal por la garganta, gritando á Juan de Mesa:

-Hiere.

El villano asestó su golpe en la oscuridad casi al propio tiempo que Diego, pero con tanta fuerza que el acero quedó clavado hasta el mango en el corazon del nocturno acometedor. Éste cayó al suelo como una masa, exhalando un doloroso ahullido, y quedó sin movimiento y sin vida.

-Victoria, dijo Diego, aunque á costa de mi cara; ven, Beatriz, toma tus guiñapos, que servirán para hacerme vendas, y huyamos de aquí, para que no nos sorprenda el dia en estos alrededores.

El aviso era prudente y no debía despreciarse. Apresuráronse pues á llegar á la poterna, la atravesaron y se vieron libres, porque el paso de las empalizadas no les ofrecia la menor dificultad. Tampoco tenian que temer por aquel lado la persecucion de los de la fortaleza, pues nunca se vigilaba, por lo mismo que era de todo punto imposible que un cuerpo de tropas enemigo se estacionase allí con máquinas de guerra y escalas para el asalto, sin pasar antes por el frente principal del alcázar. Nuestros fugitivos se guardaron bien de dar la vuelta á este, supuesto que lo esencial para ellos era alejarse del puente levadizo; asi pues se dirigieron rectamente al bosque, y allí vendó Beatriz una enorme herida, que las uñas del invisible y rabioso adversario del subterráneo habian abierto á Diego, rasgándole desde el nacimiento superior de la oreja izquierda hasta el medio de la barba. Concluida esta operacion, como mejor le fué dado á la doncella, pusiéronse de nuevo los tres en marcha, con el objeto de cortar el bosque por su parte mas angosta, pues de este modo podian hallarse, antes que amaneciese, en el camino de Valladolid. Todo les salió á medida de su deseo, por cuanto Diego que era hombre muy prevenido y siempre estaba preparado para todo evento, deseaba entrar en Medina y no en la córte, y lo consiguió sin que nada se lo estorbase. Aquel deseo era natural en un hombre que anhelaba darse buena vida, lo cual lo era imposible, si autos no sacaba de dicha villa el cofrecillo que la hermosa Beatriz había robado á la condesa de Barajas. El saqueador de Roma comprendió desde un principio, que aquel tesoro estaría muy espuesto en el alcázar de Villagarcía, y en una de sus escursiones á Medina, punto que lo agradaba para sus francachelas, y para matar el tédio del castillo, segun aseguraba, lo confió á cierta heredad en que vivía una lejana parienta suya, achacosa y ciega, enterrándolo sin que ésta lo sospechase, al pié de la mas ruinosa tapia del huerto. Allí pues fué á buscarlo, y allí lo encontró con gran contentamiento de Beatriz y de Juan de Mesa, á quien se prometió, en calidad de compañero inseparable de proezas é infortunios, una parte de la fortuna que el cofrecillo encerraba. Satisfechos pues los tres viajeros, emprendieron su ruta para la Mota del Marques; de la Mota pasaron á Madrid, de Madrid á Guadalajara, y una vez en camino de Aragon no se detuvieron hasta Zaragoza, en donde por fin respiraron á sus anchuras, persuadidos de que ya no tenían que recelar peligro alguno por parte de la justicia del Rey.

Serían como las ocho de la mañana del día que amaneció despues de su evasion, cuando el Superior del convento de la Espina y don Luis de Requesens entraron precipitadamente en la cámara de doña Magdalena de Ulloa.

-¿Qué noticias me traeis, señores? preguntóles ésta con tembloroso acento, que revelaba una noche de insomnio y de amargos padecimientos. ¿Están presos los delincuentes?

-Todo hace presumir que se hallan fuera del alcázar, respondió el general, pero tal vez no sea difícil tropezar con ellos. Si me dais vuestra licencia, dispondré una batida por el bosque, en tanto que nuestro reverendo padre os esplica...

-Hacedlo como gusteis, D. Luis, hacedlo, repuso la matrona, pues no quiero que se diga que, en ausencia de mi noble esposo, descuido el cumplimiento de mis deberes.

Marchóse Requesens y pocos minutos despues salió del castillo por el puente levadizo, al frente de los hombres de armas, internándose en el bosque, que Beatriz, Diego Martinez y Juan de Mesa habian atravesado seis ó siete horas antes.

Durante este tiempo decía el monge á la castellana de Villagarcía:

-Con arreglo á las últimas órdenes que anoche nos disteis, pareciónos á D. Luis y á mí, que no se lograría el objeto de nuestra vigilancia, si no poníamos junto á la poterna, único, punto, además del puente, para salir de la fortaleza, segun dijisteis, un centinela valiente á toda prueba. Nuestra eleccion tampoco podía ser dudosa, y recayó por consiguiente en mi fiel Bravo, capaz de habérselas con los dos bribones que buscámos. Yo mismo señalé al mastín el puesto que debia ocupar en el subterráneo, y seguro de que nadie lo atravesaria impunemente durante la noche en direccion al campo, me retiré con el general. Figuraos, hija mía, cuál habrá sido nuestro asombro, cuando al acudir, habrá una media hora, á la poterna, hemos encontrado á Bravo babado en su sangre y sin vida. Los infames han huido por allí y han armado alguna celada al perro.

-¿A qué hora, poco mas ó menos, preguntó doña Magdalena, colocásteis al pobre animal en el subterráneo?

-A eso de las once, respondió el fraile.

-Lo cual indica, observó la castellana, que los fugitivos salieron del alcázar hácia la media noche, ó tal vez mas tarde. Pero ¿en dónde se ocultaron hasta entonces?

-Preciso es, hija mía, averiguarlo, porque todo hace creer que han tenido cómplices.

No bien articuló el religioso estas palabras, cuando se abrió la puerta de la estancia y aparecieron en ella las doncellas de doña Magdalena, para noticiar á ésta que Beatriz se había fugado del alcázar, supuesto que en ninguna parte de él se la encontraba; añadiendo que en su retrete se veían los restos de un banquete nocturno y el ajuar en desórden.

-Ya está aclarado el misterio, padre mío, dijo la castellana al monge; Beatriz es prima hermanad del soldado Diego Martinez.

El fraile no respondió á esta observacion, contentándose con arquear las cejas en señal de incredulidad. De todos modos, tanto él corno doña Magdalena tuvieron que contentarse con la probable conjetura de que Beatriz había proporcionado á los dos bribones seguro asilo en su cuarto, durante las primeras horas de la noche. En cuanto á las ártes que aquellos pusieron en juego para escaparse de la sala de armas, el uno en presencia de tanta gente allí reunida, y el otro despues de encerrado en ella, secreto fué que nunca llegaron á penetrar los moradores del castillo.

Don Luis volvió de su espedicion al bosque, sin haber conseguido, otra cosa que fatigarse en vano; pero templo su disgusto un mensaje, que aquel mismo dia recibió doña Magdalena del príncipe don Felipe, para que dejase en libertad al valiente general de Cárlos V. Partió pues Requesens para Valladolid, no sin haber reiterado antes al duque Mauricio la promesa de una entrevista, á que éste daba gran importancia, y por su parte el Superior del monasterio de la Espina, á quien nada detenia ya en el alcázar, púsose en marcha para su retiro. La fortaleza volvió á su anterior sosiego; sus habitantes hablaron mucho al principio de la desenvuelta Beatriz, de los, crímenes atribuidos á Diego Martinez y á Juan de Mesa, del asesinado hermitaño y de la mala suerte del intrépido Bravo; pero el tiempo fué borrando estos recuerdos y la misma doña Magdalena, á fuerza de leer y releer las cariñosas epístolas de su ausente esposo, acabó por tranquilizar su espíritu, olvidando la infausta revelacion de los amores de D. Luis Quijada, hecha al monge por el infortunado penitente el dia 2 de marzo del año de gracia 1545.




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Capítulo VI

Un político de diez y siete años á mediados del siglo decimosexto


Y hé aquí, que ahora nos hallamos de repente en 1556. La varita mágica del novelista produce estos milagros, y asi hace atravesar á sus lectores distancias inmensas con una plumada, como les obliga á dar por nulos todos los acontecimientos de medio siglo. Nosotros, sin prevalernos de las omnímodas facultades que nos competen, para enlazar, con arreglo á las leyes de nuestro capricho, las diferentes escenas de este drama, tenemos por conveniente suprimir en él un período de once años, lo cual ciertamente no es abusar de la condescendencia del público. Á pesar de tan sincera como espontánea declaracion, no queremos que se nos eche en cara la terrible acusacion de que dejamos á oscuras á los que esta historia lean, y por lo tanto vamos á decirles en cuatro palabras lo que habia ocurrido (que se relacione con nuestra narracion) desde que nos despedirnos del alcázar de Villagarcía, hasta el advenimiento de D. Felipe el Prudente al trono de España.

El gran competidor de Cárlos aquel rey caballero, que perdió todo menos el honor en la memorable batalla de Pavía, habia bajado al sepulcro. El duque Mauricio de Sajonia obtuvo del regente del reino D. Felipe una audiencia, solicitada en su favor con empeño por D. Luis de Requesens y por el secretario Gonzalo Perez: en ella propuso al Príncipe el tratado de Pasaw, y el Príncipe le concedió salvo conducto para que se avistase con el Emperador en Flandes, lo cual no tuvo efecto, porque el elector murió al llegar á sus estados, dos dias despues de la victoria que Cárlos obtuvo contra Alberto de Brandemburgo. D. Felipe se habia casado en segundas nupcias con Maria de Inglaterra, hija de Enrique VIII y de doña Catalina de Aragon, y por último acababa de ceñirse la corona de Flandes y Borgoña, que le cedió su padre con el gran maestrazgo de la órden del Toison de oro.

Algunas semanas despues, cansado el valiente Emperador de los caprichos de la fortuna, y decidido á abandonar completamente los negocios mundanos, abdicó tambien en favor de su hijo el príncipe D. Felipe la corona de España, reservándose únicamente una pension de cien mil escudos para las atenciones de su familia y para obras de beneficencia. Á su vuelta á Castilla, confirmó solemnemente en Valladolid la abdicacion que habla hecho en Flandes, y dirigiéndose á Estremadura, sepultó para siempre su ambicion y su grandeza en el monasterio de los Gerónimos de Yuste. Allí murió dos años despues, á la edad de cincuenta y ocho, seis meses y veinte y cinco dias.

De modo que ya no ignoran nuestros lectores los principales acontecimientos que habian tenido lugar en España antes de que comenzase su reinado el héroe de esta historia.

Entremos ahora en aquella cámara que ya conocemos del palacio de Valladolid, convertida despues en convento de San Benito, en la cual hemos asistido ya á un consejo, y veremos al nuevo monarca, ocupado en leer, como la vez primera, varios despachos que acababan de llevarle. Pero no estaba solo á la sazon, como cuando le presentaron despues del desastre de Cirinola el general Requesens, D. Ruy Gomez de Silva y su secretario Gonzalo Perez. Hallábanse en pié y á respetuosa distancia del Rey dos de aquellos personages, cuya suerte habia variado algun tanto, por cuanto el príncipe de Éboli era afortunado esposo, hacía ya tres años, de doña Ana de Mendoza de la Cerda, aquella niña que los condes de Melito llevaron con gran pompa y acompañamiento al monasterio de la Espina, el dia en que Beatriz dejó de ser doncella de la noble condesa de Barajas, y porque D. Luis de Requesens y Zúñiga, cuya lealtad y estensos conocimientos militares habia reconocido solemnemente D. Felipe, gozaba ya toda la confianza de este, á quien debia la alta dignidad de comendador mayor de Castilla. Quien faltaba en la cámara del rey era Gonzalo Perez, mas reemplazábale, al parecer, en sus funciones un joven como de diez y siete años, de amabilísimo carácter y apacibles modales, aunque delgado de carnes y algun tanto enfermizo. Á pesar de su corta edad y de su endeble constitucion física, revelaban sus miradas energía y audacia: habíase aficionado al estudio de las teorías de la política italiana, generalizadas en todos los estados europeos, y ellas habian comunicado á su alma una perseverancia asombrosa, que lo hacía mirar como cuestiones facilísimas de resolver los mas intrincados problemas de la diplomacia. Dotado de imaginacion viva y fecunda, era ya escritor elegante y elocuente, á la vez que muy versado en el despacho de los negocios, si bien no habia alcanzado aun el aplomo, el disimulo y la destreza, que tantas desgracias acumularon sobre su vida. Lo cierto es que sus discursos agradaban singularmente al monarca, quien conociendo desde luego el inmenso partido que podia sacar, para el gobierno del estado, de un hombre que entraba en la carrera pública con tan brillantes cualidades, alentaba su naciente ambicion, despues de haberse asegurado de su fidelidad Este joven que tanto prometia, y cuya desdichada suerte ha sido y es objeto en nuestros dias de investigaciones históricas, de encontrados juicios y de la mas tierna compasion, se llamaba Antonio Perez; era hijo natural del secretario Gonzalo Perez, fué legitimado por el emperador Cárlos V y llegó á ser el privado mas fiel y mas querido del rey D. Felipe.

Los historiadores, tanto nacionales como estranjeros, están y estarán probablemente en completo desacuerdo, hasta la consumacion de los siglos, respecto á la manera de juzgar á este monarca: los colores de sus paletas son tan diametralmente opuestos, que unos hacen de él un Salomon y otros un Tiberio. Quien asegura que era un político consumado, activo, inflexible, receloso, disimulado, vengativo y sobre todo suspicaz; quien consigna que el celo de la religion inspiraba todas sus resoluciones y que á ese celo posponía los mas dulces afectos del hombre y los deberes mas sagrados de la familia; este no se contenta con tan poco, y añade que era cruel y sanguinario por temperamento, que jamás perdonaba una injuria, que oia con deleite los alharidos de las víctimas que la Inquisicion inmolaba en sus autos de fé: aquel escribe... pero ¿á dónde vamos á parar? Nosotros, humildes novelistas, sin presuncion bastante para engolfarnos en las secretas averiguaciones que tanto trastornan los cerebros de las modernas inteligencias, nosotros, que hacemos mucho mas caso de la tradicion que de la historia escrita, nos guardaremos de decir lo que fué el rey D. Felipe, aunque nos consta de buena tinta que sus pueblos le apellidaron el Prudente; que supo restablecer en sus vastos dominios la armonia y el órden, no poco desquiciados; que administró recta justicia, reformó grandes abusos y escuchó siempre las quejas de sus súbditos, infundiendo temor á las leyes, respeto á la religion del país y acatamiento á la majestad régia..Por lo demás, su conducta en los sucesos que narramos suplirá el vacio de la autopsia moral de nuestra pluma.

Como ya hemos dicho, leia el rey unos despachos y el príncipe de Éboli y el comendador mayor de Castilla aguardaban en pié sus órdenes. En cuanto al jóven Antonio Perez, tenia fijas sus miradas en el severo rostro de su señor, como si intentase penetrar sus pensamientos. Esto, sin embargo, no era muy fácil, porque D. Felipe sabia ocultarlos, sin hacerse la menor violencia, cuando le importaba que no fuesen conocidos: á su vez poseia el don de adivinar las ideas de aquellos mismos que le examinaban. Fatigado, al fin, de la lectura que habia emprendido, ó no queriendo molestar por mas tiempo á sus tres fieles servidores con un silencio que iba haciéndose ya sobradamente pesado, separó los papeles y dijo á Requesens:

-¿Habéis visto hoy á la reina, comendador?

-He tenido esa honra, señor, contestó D. Luis.

-¿Y no os ha dicho que está celosa?

-Sí, señor; muy celosa del incesante trabajo de Vuestra Alteza.

-Pues vá á estarlo mucho mas, porque pienso ausentarme de ella, se entiende, añadió sonriéndose D. Felipe, si me dá su licencia para salir de España nuestro buen consejero D. Ruy Gomez de Silva.

-Señor, observó este con respeto; si el augusto padre de Vuestra Alteza no hubiese abandonado tantas veces nuestro suelo, tal vez no hubiera tenido motivos de quejarse de la fortuna, hasta el punto de acabar sus días en un tristísimo retiro.

-¿Qué decís á eso? preguntó el monarca á Antonio Perez.

-Señor, repuso el joven, cualquiera pensaría que á D. Ruy Gomez le sabe mal el que Vuestra Alteza sea rey de España.

Mordióse los lábios el príncipe de Éboli y lanzó al novel diplomático una mirada de basilisco. Antonio Perez la recibió con estóica serenidad y prosiguió diciendo:

-Mas como nadie puede suponer que se abrigue tan traidor pensamiento en el pecho de un servidor tan adicto á Vuestra Alteza, tengo para mí, señor, que el príncipe se opone á ese viage, porque tendrá que seguiros y abandonar á su jóven esposa.

Agradó mucho al rey el epigrama porque D. Ruy Gomez de Silva frisaba ya en los cincuenta años, al paso que doña Ana de Mendoza solo contaba diez y seis: pero deseando tranquilizar al primero, replicó sonriéndose:

-No hagais caso, príncipe, de las burlas de la juventud; el señor Antonio Perez llegará á vuestra edad, y verémos si entonces es tan dichoso como vos lo sois ahora.

Estas palabras proféticas de D. Felipe, y cuya terrible aplicacion ni él ni los que lo escuchaban podían sospechar que llegaria un dia á realizarse, cayeron como plomo derretido sobre el corazon del jóven. El rey observó que se habia puesto pálido; y pesaroso de haberle afligido, se apresuró á variar de conversacion.

-Habeis de saber, señores, dijo á sus cortesanos, que á pesar de la profunda veneracion con que acato á la Santa Sede y á nuestro santísimo padre Paulo IV, no he podido negarme á seguir el parecer de los teólogos y el de mi Consejo de Castilla para sostener, en Roma nuestros derechos. No sé si Dios me castigará, por haber dispuesto que el duque de Alba entre en los estados de la Iglesia, pero bien conoce la pureza de mis intenciones y que sí lo he hecho, ha sido lamentando la necesidad en que me ha puesto la silla apostólica, intentando en pleno Consistorio privar á la corona de España del reino de Nápoles. Por fin, nuestras tropas han llegado hasta las puertas de Roma y se ha propuesto á su general una suspension de armas de cuarenta dias, los cuales debemos aprovechar, supuesto que el duque de Guisa, al frente de veinte mil hombres, ha sitiado el castillo de Civitella y se entretiene con la esperanza de arrojarnos de Roma. ¿Adónde os parece que debemos ir?

-A Flandes, señor, respondió el comendador sin vacilar. Allí podrá Vuestra Alteza organizar, mejor que en otra parte, un respetable ejército, y con un auxilio de ocho ó diez mil ingleses conseguir brillantes triunfos.

-En otro tiempo os tuve, Requesens, por traidor, y hoy tambien os creeria tal, si hubiese yo comunicado á criatura humana mis proyectos. Imagino sin embargo que sois brujo, porque siempre adivinais. Hoy mismo parto para Flandes, señores, y en cuanto al refuerzo que el comendador juzga necesario, ya lo tengo pedido á Inglaterra. Durante mi ausencia proveerá á la administración del reino el Consejo de Castilla; D. Ruy Gomez de Silva mandará ejecutar sus acuerdos en nuestro nombre, y el señor Antonio Perez cuidará de la comunicacion de mis despachos al dicha Consejo, asi como de envíarme las consultas que este me hiciere. En cuanto á vos, comendador, deseo que no os separéis de mi, y por lo mismo os llevo á Flandes para aprovecharme de vuestras brujerias.

Aquella misma tarde se puso en marcha D. Felipe, á de Requesens y de cuatro criados, sin ostentacion ni preparativos: muchas ciudades del reino le creian muy tranquilo en Valladolid y saboreando la felicidad de ser rey, cuando ya se hallaba en Canibray, disponiendo aquellos valientes tercios que á las órdenes de Emanuel Filiberto, duque de Saboya, asombraron al mundo con sus proezas.

Aquella misma tarde tambien se entretenian en animada conversacion el nuevo secretario del rey, Antonio Perez y D. Ruy Gomez de Silva, paseándose al mismo tiempo á lo largo del vasto salon que procedia á la cámara de Su Alteza.

-Eso que me aseguráis, me parece increible, dijo el segundo parándose de pronto. No ignoro que el duque de Alba me aborrece, pero nada tiene que ver su ódio hácia mí con el empeño de separar á D. Luis del lado de D. Felipe.

-Requesens es hechura vuestra, observó el segundo.

-No hay duda, repuso el príncipe de Éboli.

-Ya lo veis; el duque de Alba corta las ramas para llegar al tronco.

-No llegará, os lo aseguro: poseo un secreto que puede trastornar todos sus planes y hundirle en el polvo.

-Si es así aprovechad el tiempo.

-¿Queréis ganar un buen amigo para siempre, señor Antonio Perez?

-Ya sé, D. Ruy, que sois muy capaz de serlo mio, desde el instante en que me conozcáis bien.

-Tal vez vuestro padre D. Gonzalo os diría...

-Mi padre me enseñó á respetaros, y pocos momentos antes de morir me aseguró que en vos hallarla un protector decidido.

-No os engañó, joven, no os engañó; solo que os habeis empeñado en hacer todo lo posible para que se cumpla su paternal deseo.

-Por Dios, príncipe, que no os entiendo.

-¿Conque no? ¿Pues no aprovecháis todas las ocasiones que se os presentan para zaherirme con vuestros punzantes sarcasmos? Hoy mismo y en presencia del rey ¿no me habéis puesto en ridículo, sacando á plaza, aunque indirectamente, mis años y los de doña Ana?

-¡Ah, príncipe! Si ese es mi gran delito á vuestros ojos, estoy pronto á cometerlo todos los dias.

-¡Cómo!

-¿Todavía no habeis caido en la cuenta?

-Esplicaos de una vez.

-Don Ruy Gomez de Silva, príncipe de Éboli, creed que por grandes que sean vuestros títulos y merecimientos, el rey no os perdonará jamás que seais mi amigo y mucho menos mi protector. ¿No habeis estudiado su carácter? El fondo de este es la desconfianza...

-Empezais á abrirme los ojos.

-¿No habéis notado que ninguna señal de impaciencia ni de frialdad anuncia de antemano el cambio de sus inclinaciones ó afectos? Quiere á su lado hombres que difieran en talento y miras, y cuyas ambiciones se neutralicen; por eso conserva y alienta á dos partidos rivales. La altivez del duque de Alba le incomoda, pero sabe que sus consejos se oponen á los vuestros y esto le obliga á tolerarle: si llega á sospechar que os soy adicto, ó que mi padre me confió á vuestra influencia, nos perderemos los dos. Tolerad, pues, mis chanzonetas, príncipe, y no os quedeis corto conmigo con las vuestras: hé aquí el secreto de vuestra privanza y el de mi fortuna.

Don Ruy Gomez estrechó afectuosamente entre sus dos manos la derecha del jóven y dijo á éste:

-Sois el mas hábil político de estos tiempos: sigamos así, ya que me habeis probado que conviene, y seamos rivales en público y amigos en secreto.

-Me habeis hablado, repuso Antonio Perez, de que poseeis armas poderosas contra el duque de Alba.

-Juzgad vos mismo. El arzobispo de Toledo recibió hace años una carta, en la que se acusaba de traidor á D. Luis de Requesens, suponiendo que vendia al enemigo los planes de campaña del emperador.

-Don Gonzalo mi padre puso preso al general de órden del Rey. Veo que estáis enterado del caso. En efecto; todo se conjuró para hacer creer que D. Luis había recibido noticias de los proyectos del César contra la Francia, porque su pericia militar le hizo concebir y esponer en consejo los mismos que acababan de realizarse por nuestras armas, en la Lorena.

-Tampoco ignoro que el duque Mauricio, disfrazado de correo, fue quien trajo á D. Felipe ciertos despachos, y quien declaró la inocencia de D. Luis.

-A quien el Rey nombró despues Comendador Mayor de Castilla para indemnizarlo del disgusto que le habia causado cuando era regente del reino. Apuesto con todo, á que no ha llegado á vuestra noticia el nombre del que dirigió la trama contra tan valiente soldado.

-Juan Vazquez.

-Perfectamente... ¿Y ese Juan Vazquez?

-Es el secretario del duque de Alba.

-Lo era, señor Antonio Perez, porque hace años que está en la eternidad.

-Pero dejaria en este mundo algunas pruebas contra el duque...

-Irrecusables, amigo mio, y yo las tengo.

-¡Ah!

-Es una historia algo triste, pero os la voy á referir.

-Podeis creer que no perderé una sílaba devuestro relato.

-El duque de Alba, á pesar de su carácter artificioso y maligno, es el primer general de la monarquia española, lo cual no le impide consagrar á los placeres y locuras del amor el tiempo que le deja libre del servicio de las armas. Habeis, pues, de saber que entre todas las hermosuras, que engalaban la córte de Valladolid, antes que D. Fernando Alvarez de Toledo se embarcase para la gran espedicion de Túnez, era la mas celebrada dona Magdalena de Ulloa, que acababa de dar su mano al honrado caballero D. Luis Quijada, muy querido del Emperador, despues su mayordomo, y hoy señor del alcázar de Villagarcía. El duque, á fuer de soldado emprendedor, intentó repetidos asaltos contra el recato de aquella dama, que había cautivado su pecho; pero la fotaleza se mantuvo inespugnable, y despues de infructuosos, aunque reñidos ataques, tuvo que abandonar el cerco el enamorado sitiador, para dirigirse á la costa de África. Mas no os figureis que renunció por eso á sus esperanzas, porque la imagen de doña Magdalena, le siguió á todas sus campañas. Para abreviar mi cuento, os diré que por último, que habrá como unos once años se hallaba el bueno del duque en Ratisbona con el emperador, y habiendo sorprendido no sé que relaciones amorosas entre D. Luis Quijada y una dama principal de Flandes llamada Bárbara Blomberg, concibió el diabólico plan de malquistar á la señora de Villagarcía con su esposo. Por aquel mismo tiempo ocurrió lo de la carta del secretario Juan Vazquez. Don Fernando Álvarez de Toledo queria perder á todo trance a Requesens, cuya influencia y grandes conocimientos militares le causaban enojos, y así fué que hizo escribir á Velazquez aquella malhadada epístola para el arzobispo de Toledo.

-¡Miserable trama! esclamó Antonio Perez. ¡Enredo indigno de tan alta persona!

-No fué esa su única torpeza, prosiguió el príncipe de Éboli: despues de haber despachado la carta con un correo que, como sabeis, cayó en poder del duque Mauricio de Sajonia, quiso el de Alba que el mismo Juan Vazquez pasase á España é informase á doña Magdalena de los devaneos de su esposo; al efecto le encargó que se avistase con el Padre superior del monasterio de la Espina, respetable varon que murió hace dos años en olor de santidad, de modo que el secretario llegó un mes poco mas ó menos antes que el elector á Castilla, y disfrazándose de hermitaño, declaró al monge, bajo secreto de confesion, aunque sin dudar del resultado de su estratagema, todas las noticias que su amo lo habia encargado. Admirad ahora, señor Antonio Perez, los arcanos de la Providencia. Poco despues de haber salido Juan Vazquez del convento de la Espina, fué asesinado en las inmediaciones del alcázar. ¿No sospecháis quien le seguia los pasos?

-Empiezo á comprender el misterio de ese crimen.

-No se queria su muerte, sino que entregase la carta que él mismo habia escrito contra Requesens, la cual estaba entonces en poder del Elector disfrazado de correo: era preciso poseerla, pero el secretario se resistió resueltamente á darla y...

-Le hicisteis matar.

-¡Yo!

-¿Pues quién?

-Sospeché que él era la víctima, cuando D. Luis de Requesens, despues de su cautiverio de una noche en el alcázar, me refirió lo que allí habia ocurrido con los asesinos de un hermitaño.

-Pero las pruebas que poseeis,...

-Me fueron entregadas sin decirme que Juan Vazquez habia perecido. Hace mas de treinta años, señor Antonio Perez, que estoy mezclado en el manejo de los negocios, y no me hareis tan ciego ni tan falto de seso, que desconozca los ódios, las rivalidades y las envidias de los que hace mucho tiempo aspiran á gobernar el reino. Jamás me ha mirado el duque de Alba con buenos ojos y sé que está pronto á aprovechar la primera coyuntura para derribarme: por eso he opuesto la astucia y la prudencia á su orgullo y altanería; por eso he querido enterarme de sus secretos, para no tener que darle mas que un golpe certero. Siempre ha tenido á su lado un espía de Ruy Gomez de Silva, y hé aquí por qué Ruy Gomez de Silva supo los intentos de Juan Vazquez en su viage á Castilla. La detencion del correo y la venida del Elector fueron acasos que me favorecieron mas, porque yo buscaba una carta, y encontré apuntados en la cartera del secretario los proyectos amorosos del duque y los planes que fraguaba contra mí y contra los mios.

-Poco ha me dijisteis que soy el político mas hábil de estos tiempos, yo á mi vez os reconozco por el diplomático mas consumado de Europa.

-Con todo, amigo mio, tened presente una cosa que puede interesaros para mas adelante.

-¿Cuál es?

-Que los dos tenemos que aprender mucho de nuestro rey y señor D. Felipe el segundo.

-Si nos unimos estrechamente, echaremos por tierra á nuestros rivales en privanza.

-¡Pues qué! ¿No lo estamos ya? Os he confiado un secreto muy importante...

-Cuando yo tenga alguno que guardar, lo depositaré en vuestra prudencia. Entre tanto, no lo olvideis; es preciso que nos aborrezcamos de todo corazón.

-Y con toda el alma.

Al decir esto, volvió á estrechar con efusion el príncipe de Éboli la mano, del joven y saliendo del palacio, se dirigió á su morada lleno de satisfaccion, pues imaginaba que aun cuando él muriese, siempre dejaria al frente del partido que capitaneaba en la corte, un caudillo capaz de habérselas ventajosamente con el duque de Alba y con todas sus hechuras. Antonio le vio partir sonriéndose, y murmuró entro dientes:

-¡Pobre viejo! Se cree un sábio y me otorga su confianza, sin recelar que puedo venderle. ¡Oh! No haré tal por todos los tesoros de la tierra, mas tampoco conocerá el menor secreto mio, porque temo su locuacidad.

Hecho este propósito, salió del salon y llamando á un page de la Reina que encontró al paso, le advirtió que cuando Su Alteza le requiriese, no le llevasen recado á su posada y sí al convento de San Francisco. á él se encaminó sin detenerse y sin hacer caso de las demostraciones de respeto que le prodigaban, al atravesar las calles, todos cuantos sabian que aquel modesto jóven era el favorito del rey.




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Capítulo VII

En el cual se esplica como puede entrar un amante en casa de un marido celoso


Cuando Antonio Perez-significó claramente á D. Ruy Gomez de Silva que no tenia secretos que guardar, no le habló como verdadero amigo: existia uno que atormentaba su alma sin dejarle momentos de reposo y ciertamente no debemos culparle por su falta de franqueza para con el encumbrado protector que le habia legado su padre, porque dejando á un lado la razon que ya conocemos, el secreto de aquel joven era de tal naturaleza, que el Príncipe debia ser tambien la única persona, á quien jamás hubiera osado confiarlo. El protegido del príncipe de Éboli amaba perdidamente á doña Ana de Mendoza, cuya belleza y donosura eran el embeleso de la corte, y su desasosiego crecia de punto, por cuanto ignoraba el resultado de las gestiones que habia puesto en juego, para conquistar el corazon de la mas rica dama de Castilla. Por lo mismo que Ruy Gomez le prodigaba todo su afecto, temía que su venganza estallase con mayor furia, si llegaba á descubrir lo que á él tanto importaba ocultar de su perspicacia, y esto le obligaba á valerse de prudentes precauciones, que no le comprometiesen ni burlasen sus esperanzas.

Entre el príncipe de Éboli y su esposa mediaba la diferencia de treinta y cuatro años de edad, circunstancia favorable para las locas pretensiones de un joven, que solo contaba diez y siete. Otras habia así mismo que alentaban sus deseos.

Don Diego Hurtado de Mendoza y doña Catalina de Silva habian entregado la mano de su hija, cuando todavia era esta niña, no á un esposo amante, sino a un pariente de gran valimiento en la brillante corte de Cárlos V, á un mentor del heredero de la corona. Semejante union no podia ser dichosa, porque D. Ruy Gornez hablaba de tratados y negociaciones, cuando doña Ana solo pretendia jugar á las muñecas. Esta oposicion de gustos ó inclinaciones habia de aumentarse, por precision, andando el tiempo, hasta convertirse en alojamiento y hastío. Bien es verdad que la princesa de Éboli no jugaba ya á las muñecas, pero en cambio sabia que era hermosa y de ilustre sangre, que por este lado nada tenia que agradecer á su esposo, que el príncipe podia pasar por viejo a, su lado, y que en la córte habia mas de un apuesto galán que suspiraba por ella. Era pues doña Ana coqueta y orgullosa, lo cual, y especialmente lo primero, exasperaba en alto, grado á D. Ruy Gomez, que tenia fama de marido celoso y de cumplido caballero.

Era ya muy cerca del anochecer cuando Antonio Perez, embozado en su capa hasta los ojos, llegó al claustro del convenio de San Francisco. Un lego que se paseaba con las manos cruzadas sobre el pecho, aguardaba sin duda á nuestro jóven, porque al oir sus pisadas se detuvo, y despues de saludarlo humildemente le dijo:

-Mi comision queda cumplida.

-Perfectamente, hermano, le contestó Antonio Perez: ahora solo Dio falta saber qué semblante presenta el asunto.

-Muy risueño, si he de juzgar por el de la doncella, repuso el lego. Tomó los diez escudos con muestras de muchísimo contento y me prometió maravillas.

-Ya; pero ¿y la entrevista?

-Tambien ha dicho que acudirá á la cita que Vuestra Merced le ha señalado.

-No quiero saber mas, hermano, pero reciba estos cuatro escudos, únicos que me quedan hoy del dinero que he metido en el bolsillo, y vaya á verme á mi posada para que le gratifique mas generosamente.

-Me doy por bien pagado, señor Antonio Perez, y solo deseo que el príncipe D. Ruy Gomez de Silva no entienda que ando en estos tratos.

-¿Qué tiene que ver el Príncipe con los amores de una doncella de su casa?

El lego guardó los escudos en la manga de su hábito, castañeteó con los dedos en el aire y murmuró, entrando al mismo tiempo en la iglesia:

-¡Cómo que yo acabo de nacer, para figurarme que el señor Antonio Perez pica tan bajo!

El jóven no oyó ó fingió que no habia oido estas palabras y se retiró del claustro. Al entrar en su posada le dijeron que un escudero del príncipe de Éboli habia llevado una carta para él: estremecióse con esta nueva y cubrió todo su cuerpo un sudor frio, porque supuso que la doncella de doña Ana le habia hecho traicion, enterando á su amo de los ataques que estaba sufriendo la fortaleza de su honor: desvaneciéronse empero sus temores luego que, solo en su cuarto, abrió la carta de su protector, la cual estaba concebida de esta manera:

«Señor Antonio Perez: Siempre que vuestro juizio os aconseje que mireys bien por vuestra seguridad, lo podreis hazer, encargando el recaudo della á la persona que entiendo nombraros, como la mas ressuelta y apropósito para negozios graves. Y la dicha persona es un cierto aragonés, que tiene por nombre Juan de Mesa, y es mozo avispado y de chapa, y él os espantará de buen grado al enemigo que os estorbe. Esto que al presente os escribo completa mi relacion desta tarde de la historia del hermitaño. Y nada mas se me offrece dezyros, porque ny yo debo hazerlo, ny vos soys como de entendimiento para dejar de comprenderme.

Vuestro afectísimo, servidor y buen amigo

El de Silva»

¡Ira de Dios con el voceador! esclamó el jóven, no bien hubo terminado la lectura de tan estraña misiva. ¿Qué necesidad tenia yo de saber el nombre del asesino de Juan Vazquez? ¿Me hallo por ventura en el caso de deshacerme de alguno que me moleste? Está visto que el Príncipe no es hombre, en quien yo puedo depositar mi confianza, si no quiero ver pregonados mis secretos por todas las trompetas de la fama. De nada me sirve hoy este papel, añadió doblándolo y acercándolo á la llama de la bugía que ardía sobre la mesa; mas asaltóle otro pensamiento distinto, y separando la mano de la luz, murmuró sonriéndose: -¡Quién sabe si D. Ruy Gomez será mañana mi mas implacable enemigo! Si tal llega á suceder, no me valdrá poco la conservacion de esta prueba. Guardémosla, que la Providencia no la ha puesto inútilmente en mis manos.

Despues de tan maquiavélica reflexion, metió la carta del Príncipe entre sus papeles de familia y luego de haber cenado con regalo, se acostó pensando en doña Ana y en el brillante porvenir que le brindaba la fortuna.

Las diez serian de la siguiente mañana, cuando una mujer como de veinte y siete años, de sonrosadas mejillas, pelinegra y de ademan resuelto, se dirigía hacia la orilla del Pisuerga. De vez en cuando detenia el paso para mirar hacia atrás, como recelosa de que alguno la siguiese, y al pasar junto á las pocas personas que encontraba, escurríase con ligereza, semejante á una ánguila, clavando la vista en el suelo y esquivando el rostro, á fin de no ser conocida. Despues de mil vueltas y revueltas, que daban á entender lo mucho que la importaba ocultar su paseo, llegó á la márgen del rio y allí hizo alto, porque observó que un hombre embozado, hasta entonces entretenido en contemplar los caprichosos giros de las cristalinas aguas, echó á andar hácia ella. Aquel hombre era sin duda el que buscaba, porque le esperó sin dar muestra alguna de temor, y aun manifestó cierta impaciencia porque, á su parecer, tardaba en reunirsele, impaciencia que se tradujo por un gesto significativo, y un movimiento de cabeza. El embozado, por su parte, no se hallaba menos interesado en recatarse de los curiosos que la casualidad podia conducir á aquel sitio, y caminaba despacio para acercarse á la mujer tapada, porque queria dar á su encuentro con ella las apariencias de un caso imprevisto. Reuniéronse por último los dos á la entrada de un bosquecillo inmediato al rio, y el embozado fué el primero que rompió el silencio, diciendo á su compañera:

-Ya veo que no inintió el buen lego de San Francisco, y cuento por ganados los cuatro escudos que le dí.

-Es decir que dais por perdidos los diez que ayer me enviasteis, replicó la tapada.

-En prueba de lo contrario, aquí tienes otros diez, contestó aquel poniendo en manos de ésta la suma que decia.

-Sois un enamorado generoso, si los hay.

-Y tu una bribona que liarás cuanto yo quiera.

-¿Quién lo duda? Sabeis conquistar las voluntades de una manera...

-Tu fortuna corre de mi cuenta, si haces que doña Ana corresponda á mi amor.

-¿Por qué he de engañaros encareciendo mis servicios? Sabed que no es muy difícil lo que me pedís.

-¡Ah! ¡Cómo así!

-Por lo pronto estad cierto de que mi señora tiene grandísimos deseos de trataros, porque el estafermo D. Ruy Gomez, ha hablado de vos y os ha puesto en los cuernos de la luna.

-¡Qué hombre tan imbécil! ¡Y se cree un gran diplomático!

-¿Qué decís?

-Nada, nada; prosigue.

-Como habeis oído, doña Ana os recibiria en su casa con mil amores, pero no se atreve á solicitar del Príncipe vuestra entrada en ella, porque es celoso como un puerco-espin.

-Buen remedio; que salga doña Ana, avisándome de antemano, y podremos vernos en otra parte.

-Es el caso que eso... supone desde luego una cita amorosa.

-No la supone, sino que lo es.

-Mas primero conviene averiguar si ella os tiene aficion.

-¿Pues no has asegurado...?

-Que rabia por gozar el irresistible hechizo de vuestra conversacion.

-¿Me adulas?

-¡Bah! No por cierto. Y... ya veis; el desear oiros no es amaros.

-¿Y qué debemos hacer para que me oiga?

-Estoy pensando en ello desde ayer, y no parece sino que vuestros últimos diez escudos han acabado de aguzar mi ingenio, porque he dado en el hito.

-Eres una doncella de gran provecho para los amantes, y una calamidad desastrosa para los maridos.

-¿Qué quereis? Cuando son viejos y regañones... Ademas, abrigo un alma compasiva, y no puedo ver, sin que se me parta el corazon, los malos ratos que pasa mi pobre señora.

-¡Ah! ¿Conque el de Silva la hace sufrir?

-En primer lugar, haceos cargo de su figura; un arcon sobre dos postes retorcidos, que tal es su cuerpo y tales son sus piernas: en segundo lugar, aquellos brazos, que mas bien pueden llamarse aspas de molino de viento: y luego su génio, y su interminable charlar del Rey y de la guerra, y sus alifafes, y sobre todo sus cincuenta años que cumplió por San Juan. ¿Os parece que todas esas prendas reunidas son apropósito para cautivar á una niña de diez y seis abriles?

-Pero ¿quién diablos te ha enseñado tanta filosofía?

-¡Oh! He visto ya el mundo, aunque no soy tan vieja como el príncipe de Éboli mi señor, y he tenido un maestro que ni pintado.

-Bien: otro día me contarás tu historia, que debe ser materia entretenida. Lo que ahora me interesa es saber lo que te propones intentar en favor mio. Decias que tu sutil ingenio...

-En efecto: si quereis tener entrada segura en casa de D. Ruy Gomez, pasad esta tarde por debajo de sus balcones, cuando el Príncipe y mi señora estén asomados para tomar el fresco, segun acostumbran todos los días.

-¿Y qué mas?

-Eso es cuanto teneis que hacer; el resto me toca á mí.

-Basta; cumplirá lo que me encargas.

-Os advierto que en presencia de mi señor os hagais el santo, porque observará hasta el modo con que respirais: nada de requiebros á la Princesa, porque el bendito esposo tiene narices de perro perdiguero y huele los galanes á la distancia de dos leguas.

-Seguiré en todo tus consejos, pues eres mujer que lo entiendes. Separémonos ahora para volver á la ciudad, y si alguna noticia tienes que comunicarme, ó si yo te necesito, ya conoces al lego Damian.

-No os dejaré, señor Antonio Perez, ya que tan buena ocasion se me presenta, sin demandaros una gracia.

-Dála por concedida, si está en mi mano.

-Se trata de la colocacion de un pobre diablo; honrado eso sí, por cuatro costados y soldado valiente de los tercios de Flandes: es primo hermano mio y hombre ya maduro, con la añadidura de cristiano viejo, como lo fueron sus padres en tierra de Aragon. Supuesto que gozais de tanto favor en la corte, segun he oido asegurar á D. Ruy Gomez de Silva, poco trabajo os costará sacar para ese desgraciado pariente alguna cosa.

-Tus razones me recuerdan el pensamiento que tengo de establecer casa propia en la ciudad y que pronto necesitaré un mayordomo. Presénteseme ese veterano de las tropas imperiales, y cuidaré de su establecimiento.

La doncella de la Princesa dió las gracias con remilgada coqueteria á su joven protegido, y reiterándole el encargo de que no faltase al paseo de la tarde por la calle en que vivia D. Ruy Gomez, se separó de él dirigiéndose á la ciudad con las mismas precauciones y rodeos, que habia puesto en juego para acudir á la cita. Antonio Perez dió algunas vueltas por el campo, hasta que imaginando que su deber lo llamaba á donde pudiese saber si habian llegado despachos del Rey para el Consejo, entró tambien en Valladolid y se encaminó al palacio del gobierno.

Al entrar en el salon que ya conocen nuestros lectores, encontró al cardenal Espinosa, que acababa de salir de la cámara de la Reina y le preguntó por la salud de S. A.

-Los médicos aseguran que la indisposicion es leve, le contestó el prelado.

-¡Cómo! esclamó Antonio Perez; ignoraba que estuviese enferma.

-Mal de ausencia, jóven; la repentina marcha del Rey la tiene triste.

-Siéntolo á fé de leal servidor.

-Y paréceme que todos tendremos que sentir antes de mucho tiempo.

-Esas palabras, señor cardenal, encierran algun misterio.

-Misterio, que estoy pronto á publicar á todas horas, señor Antonio Perez; la Reina padece y su enfermedad es grave.

-¿Qué me anunciais?

-Que los médicos de Su Alteza son unos topos; que esa pobre mujer se agosta poco á poco en Castilla.

-¿Y el Rey?

-El Rey la ama tiernamente, y nada ha visto, porque ella le oculta sus crueles sufrimientos, agravados hoy con una separacion tan brusca. Doña Maria creyó que el monarca de Castilla era un caballero galante, cortesano; amigo de fiestas y de zambras, y se ha visto en los brazos de un gobernante severo, celoso de las prerogativas de su régia autoridad, y atento únicamente á conservar y á administrar con rigurosa justicia los vastos dominios que ha heredado.

-Digan lo que quieran los que le motejan de cruel y de hipócrita, acabáis de trazar el verdadero carácter del rey D. Felipe.

-Carácter opuesto al de la Reina.

-¿Y decís que su dolencia es grave?

-Como que no tiene cura.

-¿Qué nuevas me dais del príncipe D. Cárlos?

-Es niño que piensa demasiado para su edad. Hace muy poco me preguntó, si el Rey su padre se encamina á Flandes con el propósito de quemar hereges.

-Yo creo que el farsante Baltasar Cisneros le tiene vuelto el juicio.

-Lo que puedo aseguraros es que aborrece con toda su alma á D.-Ruy Gomez de Silva, su ayo, desde que ha llegado á entender que su mujer es jóven.

-¿Y qué le importa eso á él?

-Es un capricho que se le ha metido en la cabeza. Tambien jura que apenas vuelva á España el duque de Alba, ha de morir á sus manos, porque se ha constituido en verdugo de los Paises Bajos.

-¿No os figuráis que si el Rey llega á enterarse de todas esas cosas, arrugará el entrecejo?

-Podeis vivir persuadido de que no seré yo quien las ponga en su noticia.

-Obrareis en ello con mucha prudencia, señor Cardenal, porque ese joven visionario dará que hacer á su padre.

-Y tambien á la Inquisicion.

-¿Eso mas?

-Es un herege, á pesar de sus pocos años.

-Cuando vos que sois voto en materias de Religion, lo decís...

-Ya vereis, ya vereis los frutos que con el tiempo dará el arbolillo.

Aquí llegaban de su diálogo nuestros dos cortesanos, cuando apareciendo en el salon un page de la Reina, anunció al Cardenal que Su Alteza le llamaba. Entró Espinosa en la estancia de doña Maria y Antonio Perez en su despacho, que era la misma cámara del Rey, á quien escribió sin perder momento y punto por punto la conversacion que acababa de tener con el primero. Poco despues se retiró á su posada, y como á media tarde salió, atildado con particular esmero, á lucir su gallardía y sus galas en la calle de San Francisco.

Hallábanse ya en el balcon de su magnífica casa, tomando el fresco, la bellísima doña Ana de Mendoza, de Silva y de La Cerda, y su muy ilustre esposo D. Ruy Gomez de Silva, príncipe de Éboli. Multitud de damas y caballeros cubrian la carrera en direccion al Campo Grande, que en aquella época era el paseo de moda, y todos saludaban y hacian besamanos á los afortunados esposos, que cual dos tiernísimos amantes, platicaban afectuosamente, pasando revista á la nobleza de ambos sexos, que discurria por la ancha calle de San Francisco.

-¿No os parece, doña Ana, preguntó Ruy Gomez á la Princesa, que cuadra muy mal el regocijo de esos nobles y el alarde que hacen de sus galas con la partida del Rey y la enfermedad de la Reina?

-Sois la quinta esencia de la política y de la diplomacia, Príncipe, le contestó aquella sonriéndose con amable coquetería, y por lo mismo deseais que vistamos luto, porque D. Felipe se ha ido á Flandes á quemar protestantes. Ya veo que su ausencia os dá pena y que nada puede consolaros, pero esa no es bastante causa para que los demás estemos tristes: no todos tenemos que ocuparnos en los graves negocios del Estado.

A pesar de la ironía que revelaban las palabras de doña Ana, recibiólas Ruy Gomez como moneda corriente y quedó satisfecho de ellas: no queriendo, sin embargo, aparentar que, cedia sin réplica en la cuestion por él entablada, repuso con entereza:

-¿Y qué decís, señora, de las pocas simpatías que inspira á nuestros grandes la doliente situacion, en que se halla la reina doña María.

-Que esa indiferencia se esplica de un modo natural y sencillo.

-¡Cómo! No os entiendo.

-Con dos palabras podeis quedar enterado.

-Pronunciadlas.

-Es estrangera.

Miró Ruy Gomez á su esposa, porque, no acertó á rebatir una razon tan convincente, y se ruborizó al verse confundido por una niña. No era con todo el príncipe de Éboli hombre capaz de negarse, á proseguir una polémica, aun cuando se viese vencido á las primeras de cambio; así pues, volvió á la carga replicando:

-No ignoráis, doña Ana, el grande amor que Su Alteza tiene á la hija de doña Catalina de Aragon.

-Y de Enrique VIII, murmuró su esposa con marcada intención.

Mordióse los lábios Ruy Gomez, pero añadió con tenaz empeño:

-La madre de nuestra Reina es al cabo una princesa española,

-Y el padre un monarca inglés, observó doña Ana con imperturbable sangre fria.

Batido en sus últimos atrincheramientos, hizo todavia un esfuerzo el viejo diplomático antes de pronunciarse en retirada, y apeló á la sensibilidad de su esposa, contra las ideas que esta misma acababa de emitir como mujer de partido.

-Parece, dijo, que, á la pobre doña Maria aqueja una grave enfermedad: debemos compadecerla, que al fin es una dama y se halla en pais estraño.

-Eso sí, respondió al punto la Princesa; compadezco de todo corazon á la Reina, porque sufre. Por lo demás, hubiera debido atender á lo que hacía, antes de dar la mano al rey D. Felipe.

-Doña Ana... Doña Ana... Vos no podeis ignorar que ciertos matrimonios se conciertan...

Detuvo Ruy Gomez el final de la frase, entre, sus lábios, porque al oir doña Ana las palabras, vos no podeis ignorar, miró á su esposo, como la víctima, pronta á sucumbir, debe mirar á su asesino.

El Príncipe, sin embargo, no se dió cuenta de los sentimientos que imprudentemente acababa de despertar en la memoria y en el corazon de aquella jóven, cuyo himeneo habia sido tambien concertado, y creyó de buena fé que acaso se habría sentido indispuesta.

-¿Qué teneis? la preguntó con vivísimo interés: vuestro semblante se ha demudado.

-Vapores, contestó doña Ana, sonriéndose melancólicamente: esto pasará pronto.

-Siéntolo en el alma, repuso el Príncipe dirigiéndo la vista hácia el estremo de la calle, porque vais á retíraros del balcon, y he ahí que os privaréis de ver pasar al señor Antonio Perez, jóven de grandes esperanzas, hábil político y uno de los hombres á quienes el Rey mas quiero.

-¿Deseáis efectivamente que le vea?

-Aquí llega ya: mirad su noble apostura y me direis maravillas de mi protegido.

-¿Pues no habeis manifestado que el Rey...?

-Cierto; le tiene en grande estima, pero el secretario Gonzalo Perez, su padre, me lo recomendó poco antes de morir.

Al mismo tiempo que así hablaba Ruy Gomez, llegó Antonio Perez al portal de su casa, y habiéndose detenido un instante para saludar cortesmente á su protector y á la bellísima jóven que tan desasosegado le traía, iba á proseguir su camino, cuando saliendo dos hombres de aquel mismo portal, se atravesaron en la acera, en ademan de trabar refriega uno contra otra, y cogiendo en medio al jóven, le dieron tan terrible empujon, que fué á caer cuan largo era dentro del espacioso zaguan. Terminada esta hazaña, desaparecieron entre la multitud aquellos camorristas y nadie supo dar razon de ellos. Pero doña Ana de Mendoza dió un grito y abandonó el balcon llena de sobresalto; la doncella, que acudió al momento y se dio por enterada de lo que quería decir el grito de su señora, esclamó que era una inhumanidad no socorrer al hombre que había medido con su cuerpo el suelo del zaguan; y Ruy Gomez, persuadido por aquel grito y aquellas esclamaciones, llevado al mismo tiempo por la inclinacion afectuosa que le inspiraba Antonio Perez, y considerando que si le dejaba marchar sin enterarse del estado en que se hallaba, y sin hacerle al menos reponerse en su morada de tan inesperado accidente, se hablaria al siguiente día, en la córte de su mal proceder, ordenó al punto que bajasen al zaguan sus criados para socorrerlo y que le ayudasen á subir, alentándolo si lo habia menester, y diciéndole que, el Príncipe de Éboli, aunque enemigo suyo, le rogaba que dispusiese de su casa en aquel trance. Toda la chusma de sirvientes se puso en movimiento, pero la doncella fué la primera que bajo y encontró á Antonio Perez limpiándose el sombrero, y arreglando sus plumas, que habían padecido algun tanto en la brusca sacudida: por lo demás, nada indicaba que el joven hubiese sufrido la mas pequeña lesion, pues los hombres que con él tropezaron le empujaron con mas maña que fuerza, á fin de, que no se lastimase. Acercósele la tapada del Pisuerga, conteniendo la risa que rebosaba en todo su cuerpo, y le dijo precipitadamente:

-Señor Antonio Perez, he cumplido mi palabra y arriba os esperan; haced de modo que os duela alguna cosa, para que la mentira parezca verdad.

El jóven estrechó la mano de la doncella y siguió á los criados que llegaron á socorrerle, asegurándoles que de resultas de la terrible caida que acababa de llevar, tenia molidos, ya que no descoyuntados, todos los huesos. Ruy Gornez y doña Ana le salieron al encuentro en lo alto de la escalera, condoliéronse de su desgracia y le acompañaron hasta dejarlo sentado en un magnífico sillon de la estancia principal.

De este modo consiguió Antonio Perez poner los piés en una casa, cerrada herméticamente, para todos los jóvenes de la corte, merced á los desvelos con que el celoso y desconfiado Ruy Gomez de Silva atendia al cuidado de su honra.



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