Escena
I
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DON RODRIGO,
GINÉS, con bujías en la mano,
DOMINGO.
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DON RODRIGO.-
Alumbra, Ginés. Véalos
yo después de tres días de ausencia, mis caros libros, mis amigos
y mis consejeros...
(Separando las luces que
GINÉS acerca.) ¡Eh!, no tan
cerca; ¿quieres hacer un auto de fe con mi biblioteca? ¡Por Santo
Domingo! Esos libros son mejores cristianos que tú y que yo. ¿No
debo a su intervención la conversión a Dios del mozo más
mundano de entrambas Castillas? (¡Pobre don Juan! ¡Sepultar dentro
de un hábito tan raras y tan altas prendas! Pero así lo quiso el
emperador, mi señor, y nuestro nuevo rey don Felipe ha jurado no
reconocerle sino con esta condición.) ¿Eh? Paréceme que
oigo ruido en su aposento.
(Acercándose a una puerta
lateral.) Don Juan, hijo mio, ¿no dormís?
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UNA VOZ DE ADENTRO.-
Padre y señor, estoy en oración.
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DON RODRIGO.-
¡Santa palabra!
(A
DON JUAN.) Proseguid, hijo mío; mi
regreso después de tan corta ausencia no ha de turbaros en vuestros
piadosos deberes hacia el Padre común de todos los hombres.
(A
GINÉS.) Ven hacia esta parte, y
hablemos bajo. Ginés, ¿qué ha hecho mi hijo durante mi
viaje? ¿Ha asistido todos los días al templo a la hora
acostumbrada?
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GINÉS.-
A la hora acostumbrada.
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DON RODRIGO.-
¿Su estancia en él era
larga?
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GINÉS.-
Larga.
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RODRIGO -
¿Al ir o al volver no has visto
nada sospechoso?
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GINÉS.-
Nada sospechoso.
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DON RODRIGO.-
¿No has recibido para él
ninguna carta?
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GINÉS.-
Ninguna carta.
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DOMINGO.-
Fuera de ésta.
(Deslizándola por debajo de la
puerta de
DON JUAN.) Ya está en el
buzón.
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DON RODRIGO.-
Estoy satisfecho. Sírveme
siempre con el mismo celo.
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GINÉS.-
Con el mismo celo.
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DON RODRIGO.-
¡Es un eco este asturiano! Una
mula he tenido de su tierra, que gastaba más palabras. Pero fiel. A ti,
Domingo. ¿Qué hizo mi hijo el día de mi partida?
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DOMINGO.-
Levantose un tanto triste.
Acompañele en sus devotas oraciones, y, si no lo habéis a enojo,
hícele pie para el almuerzo.
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DON RODRIGO.-
Veo que si tomas parte en sus
devociones, no olvidas sus desayunos.
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DOMINGO.-
Suéleme decir que reza con
más fervor cuando estoy a su lado, y que almuerza con mejor apetito.
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DON RODRIGO.-
(Éste es más suelto que
el otro. Ha andado tres años al servicio de un canónigo.)
(A
DOMINGO.) ¿Y después?
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DOMINGO.-
Le leí para edificarle un
sermón del padre Fresneda... pero pesia mi...
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DON RODRIGO.-
¿Se durmió?
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DOMINGO.-
No, sino antes del Ave
María...
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DON RODRIGO.-
¡Oh! ¿Qué?
¿No le recordabas los grandiosos hechos del reinado anterior?
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DOMINGO.-
Temí que el nombre de Francisco
I despertase en él sus antiguas imaginaciones marciales.
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DON RODRIGO.-
¿Francisco I sigue pues siendo
su héroe? (Extraña fantasía en un hijo de Carlos V.)
(A
DOMINGO.) ¿Y después?
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DOMINGO.-
Acostose como de costumbre al caer del
día, y reposó con un sueño tan tranquilo como su
conciencia; díjome a la mañana que los ensueños que
había tenido hubieran honrado a un padre del yermo.
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DON RODRIGO.-
¡El gozo ha de matarme! Hace
seis meses, Domingo, cuando don Juan parecía cuidar más del mundo
que de su salvación, ¿quién hubiera creído que
hablamos de ver jamás tan milagrosa conversión? Modelo es de
buena crianza. Da las llaves.
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DOMINGO.-
Aquí están todas. (Salvo
la buena.)
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DON RODRIGO.-
Ahora no pudiera salir sin mi
licencia.
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DOMINGO.-
(Pero entrará con la
nuestra.)
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DON RODRIGO.-
Podéis recogeros. Tomad para
vosotros.
(Les da dinero.) Y Dios os
guarde.
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GINÉS.-
Dios nos ayude.
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DON RODRIGO.-
No, no; no pecará por palabra
de más.
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Escena
III
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DOMINGO,
GINÉS, después
DON JUAN,
RAFAEL.
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DOMINGO.-
(En voz baja.) Entrad, entrad,
señor don Juan: ha pasado a su cámara.
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DON JUAN.-
¡Lléveme el diablo! Si ha
vuelto, llego tarde.
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GINÉS.-
¿Tarde?
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DOMINGO.-
Jura como un hereje.
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DON JUAN.-
Como un devoto; a fe que vosotros, con
toda vuestra devoción, no desconocéis ninguno de los siete
pecados mortales.
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DOMINGO.-
Pero nos arrepentimos; si los buenos
cristianos no pecasen, habría una multitud menos en la tierra.
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DON JUAN.-
¡Silencio, víbora!
(Corriendo hacia la puerta de su
cuarto.) Rafael, Rafael, soy yo.
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RAFAEL.-
(Abriendo la puerta.) En buen
hora, señor don Juan; a no ser por un ardid de guerra, la plaza estaba
tomada. Hemos parlamentado al través de la puerta. Pero ¡voto a
Dios! La superchería no le va bien a un soldado viejo.
|
DON JUAN.-
Toma ejemplo de Domingo: es oficio que
no le cuesta, y que le vale.
(Sacando la bolsa.) Toma,
Ginés, por tu discreción, y tú, Domingo, por tus
embolismos: insignes bribones, cobráis por dos lados vuestros leales
servicios.
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DOMINGO.-
Dios nos dio dos manos, y usamos de
ellas en obsequio vuestro.
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GINÉS.-
En obsequio nuestro.
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DON JUAN.-
Ésta es la primera vez que ha
alterado el texto. Ea, id con Dios.
(Sacudiendo la bolsa
vacía.) He aquí donde paran los dineros que mi buen padre
me da para el rescate de cautivos.
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Escena
IV
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DON JUAN,
RAFAEL.
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RAFAEL.-
Don Rodrigo puede alabarse de estar
bien servido por cierto, y vuestra salvación está en buenas
manos. Vuestra señoría sin embargo me había prometido
volver más pronto.
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DON JUAN.-
¡Hallara yo medio de separarme
de ella! Lo que me pasma aún no es el haberla dejado tan tarde, sino el
haber tenido fuerzas para separarme de ella; y si no me entiendes, buen Rafael,
tanto peor para ti. Será señal de que no has amado
jamás.
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RAFAEL.-
¡Pluguiera a Dios!
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DON JUAN.-
Sí, a tu modo.
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RAFAEL.-
Si hay dos modos, vive Dios que era el
mejor; pero no se me acuerda que el amor me hiciese faltar nunca de mi puesto;
ni aun después de la gloriosa jornada de Pavía, cuando
hacíamos zafarrancho de las milanesas; y puedo jurar con toda vuestra
señoría que el día de nuestra partida las morenas de
aquella tierra no podían decir como nuestro prisionero:
Todo se ha perdido menos el honor.
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DON JUAN.-
¡Oh, Francisco I! Gran rey, que admiro más
todavía por sus defectos que por sus raras prendas. Ese sabía
amar.
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RAFAEL.-
Y se batía como un león,
¡capo di dio!
|
DON JUAN.-
¡Parece que no se te olvidó todavía el
italiano!
|
RAFAEL.-
¡Pardiez! Sé jurar en
todas las lenguas: y es gran recurso en el extranjero.
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DON JUAN.-
¡Vive Dios que no lo haces mal
en castellano! Acuérdate sino del día en que el viento jugando
con el manto de doña Florinda dejó por primera vez su rostro
descubierto en el paseo, y nos mostró la más peregrina belleza de
que pueda envanecerse la Andalucía.
|
RAFAEL.-
¡Cuerpo de Cristo! ¿No os
dije yo que era andaluza? Dónde hay ojos...
|
DON JUAN.-
¡Y los suyos, Rafael!
¡Oh!, me enloquecen de amor y de placer.
|
RAFAEL.-
A vuestra edad, señor,
decía yo otro tanto. Pero ¿adónde os llevará ese
galanteo?
|
DON JUAN.-
¿Galanteo, Rafael?
¿Galanteo osas llamar al amor más ardiente y más puro que
ardió nunca en pecho castellano? ¿Cuál mayor prueba le
pides a esa pasión que este mismo papel que me hace su violencia
representar? ¿Creíste por ventura que la hipocresía
repugne menos a la fiera condición de un hidalgo bien nacido, que a la
llaneza de un soldado de los viejos tercios de Flandes y de Italia? Y con todo,
para burlar la vigilancia de mi padre cedí a los malos consejos de
Domingo.
|
RAFAEL.-
No hay como un santurrón para
tentaros a pecar.
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DON JUAN.-
Yo compré los escrúpulos
de su conciencia y la imbécil afición de Ginés. Yo
revestí el exterior de una vocación que no tengo, pesia a mi
alma; debajo de esa máscara, que me lastima, supe encubrir...
|
RAFAEL.-
Los paseos nocturnos, las serenatas...
los eternos plantones al lado del poste de la iglesia.
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DON JUAN.-
¡Ah!, donde le ofrecía el
agua bendita... pero confiesa que jamás dedos más hermosos de
mujer han desnudado el guante para tocar los de...
|
RAFAEL.-
Los de caballero más
galán.
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DON JUAN.-
Mas enamorado, Rafael, más
enamorado. ¿Cómo pudiera tanta constancia no conquistarme su
afecto? ¿Cómo pudiera haberme negado la puerta de su casa, a su
vuelta de Madrid, adonde estuvo en poco que mi locura y mi desesperación
no la siguiesen? Si más la vi, más conocí que no me era
posible vivir sin verla. No hay otra doña Florinda; no es la
pasión quien me ciega: hay en ella, ora hable, ora calle, un no
sé qué, que me tiraniza y me encadena a sus plantas para siempre.
Es forzoso, Rafael, es forzoso que sea mía.
|
RAFAEL.-
En buen hora, ¿quién lo
estorba? Acabad una vez, como yo empezaba siempre.
|
DON JUAN.-
(Con altanería.)
Será mi mujer; nos ofendes a entrambos.
|
RAFAEL.-
(Tiene a veces un modo de mirar que me
impone.)
|
DON JUAN.-
Sí; y pues tengo su
consentimiento, mañana mismo habré de ser dichoso.
|
RAFAEL.-
¡Mañana! Reparad con todo
en los obstáculos...
|
DON JUAN.-
Me agradan los obstáculos. Una
boda secreta además no presenta ninguno. A mal dar, si mi padre lo llega
a saber, y me deshereda, tengo aún mi espada, de que me enseñaste
a servirme. Ella bastará para conservar el lustre de un apellido que
nadie puede robarme, y para volverme los bienes que la fortuna varia me
arrebata. Ya hizo su deber la noche que encontré junto a la puerta de
doña Florinda aquellos desdichados que se me antojaron alguaciles del
santo oficio.
|
RAFAEL.-
¡Mal año! ¿Nos las
habremos con el inquisidor general? ¡Mejor quisiera habérmelas con
el diablo!
|
DON JUAN.-
Porque no crees en él.
|
RAFAEL.-
Sí creo; pero el diablo,
señor, no quema más que los muertos, y el gran inquisidor quema a
los vivos.
|
DON JUAN.-
Dices bien; pero ¿qué te
hizo ese papel, que tan mal le tratas?
|
RAFAEL.-
No me acordaba: el pobre pagaba
vuestras locuras. Domingo lo echó por debajo de la puerta. Ésa al
menos no pasará la visita de don Raimundo Tariz, el director de Correos
y el hombre más curioso del reino.
|
DON JUAN.-
Con otros se desquitará.
|
RAFAEL.-
(Mientras que
DON JUAN lee.) Es una manera de confesor
nombrado por el rey para toda la monarquía. Bien se puede decir de
nuestro soberano que con ese director de Correos sus humildes vasallos no
tienen secretos para Su Majestad.
|
DON JUAN.-
Convídame don Fernando Rivera a
una batida, y en soto de Su Majestad. En mala sazón por cierto.
|
RAFAEL.-
Y en soto de Su Majestad. Reparad,
señor, que la última hubo de costarnos cara. ¡Pardiez!
Mejor quisiera haber muerto diez herejes en sus reinos que una liebre en sus
sotos.
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|
DON JUAN.-
¡Necio estás! Si no fuera por el
riesgo, ¿quién iría por la pieza a correr el monte?
¡El peligro, el peligro! He ahí el placer: en duelo, en batalla,
en batida, venga como bien le parezca, para mí será siempre
bienvenido. Si hubiese nacido rey, Rafael, estaría estrecho en mis
estados; no acertarla a respirar anchamente sino en los de mis vecinos.
|
RAFAEL.-
Así era yo en matrimonio.
¡Vive Dios! ¡Y que el hijo de un señor tan pacífico
abrigue sentimientos tan atrevidos!
|
DON JUAN.-
¿Eso te asombra?
|
RAFAEL.-
No sé qué
fantasías se me pasan por la cabeza cuando veo un hijo que no se parece
a su padre. Pero dame siempre tentación de risa.
|
DON JUAN.-
Escuchemos. ¿No oíste
ruido...? Alguien llega.
|
RAFAEL.-
¿A estas horas? Sí por
cierto...
|
DON JUAN.-
¡Será don Fernando
Rivera! ¡Grande indiscreción!
(Corriendo hacia la ventana.) No;
dos caballeros que no conozco.
|
RAFAEL.-
(Que le ha seguido.) Gran
sombrero; capas pardas... figuras son misteriosas; alguna grave visita de don
Rodrigo.
|
DON JUAN.-
Cuidemos de que no nos sorprendan
aquí. Vamos de esta pieza, ayúdame a vestir el disfraz de la
vocación y a desnudar este traje. Tomemos un aire santo y
bienaventurado.
|
RAFAEL.-
¡Trabajo os mando!
|
DON JUAN.-
(Deteniéndose.)
¡Padre mío! Le engaño y le amo sin embargo. ¡Ah!
Rafael, si en vez de ser padre, fuese tío...
|
RAFAEL.-
Podría alabarse de tener por
sobrino el pecador más incorregible de todas las Españas.
Pardiez, si éste entra jamás en un convento...
|
DON JUAN.-
Será en un convento de
monjas.
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RAFAEL.-
Ahí os seguiré, sor
Juana.
|
DON JUAN.-
Sí, fray Rafael, para
absolverme de mis pecados; no ha de faltarme tarea.
(Entrándose.)
¡Adentro, Rafael, adentro!
|
RAFAEL.-
(Siguiéndole.)
¡Lindo fraile habíamos hecho!
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Escena
VI
|
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FELIPE II,
DON PEDRO GÓMEZ.
|
FELIPE II.-
(Arroja su capa sobre un sitial, y se
sienta.) ¡Cuán largas son las últimas leguas en un
viaje!
|
DON PEDRO.-
Como todo lo que se desea ver
concluir. Ya estamos, señor, en casa del antiguo criado de vuestro
augusto padre. Asómbrame que aquel monarca hubiese podido escoger
semejante consejero.
|
FELIPE II.-
Vuestro asombro fuera justo si los
reyes, cuando escogen un consejero, se obligasen a seguir ciegamente sus
consejos.
|
DON PEDRO.-
Discreción, probidad...
convengo en ello.
|
FELIPE II.-
¿Y eso es nada, don Pedro?
|
DON PEDRO.-
Pero sin carácter.
|
FELIPE II.-
Los que tienen demasiado gustan de
servirse de los que no tienen ninguno.
|
DON PEDRO.-
Un hombre a quien hace titubear el
menor riesgo, a quien desconcierta el primer obstáculo, harto convencido
de su destreza para no ser fácilmente engañado... tan alta
reputación, en fin, y tan poco merecida... eso es, señor, ganar
en juego sin poner.
|
FELIPE II.-
Parécese a otros muchos a
quienes engrandece la mano que los mueve; y si ésta los suelta, de
grandes que parecían, caen en el abismo de su medianía.
|
DON PEDRO.-
Vuestra Majestad hace el retrato de
sus ministros... osaré preguntar a Vuestra Majestad si la profunda
meditación en que le veo sumergido... acaso el joven don Juan...
|
FELIPE II.-
(Levantándose.) ¡Oh!
El fastidio me pesa. No puedo permanecer en un sitio. ¿Por qué la
habré visto? ¡Ah! ¿Por qué la habré visto?
Tú fuiste quien me dijo en el soto de Manzanares: «Miradla,
señor, ¡qué gentil belleza!»
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DON PEDRO.-
Señor, ¿su recuerdo
persigue todavía a Vuestra Majestad?
|
FELIPE II.-
No, no; no pienso ya en ella; no
quiero pensar en ella... como decíais, don Juan llenaba mi
pensamiento.
|
DON PEDRO.-
La fuerza de la sangre habló
tal vez, y el corazón de Vuestra Majestad se conmueve en el punto en que
va a decidir su suerte.
|
FELIPE II.-
¿Y qué especie de
sentimiento me pudiera conmover? ¿Hele por ventura conocido bastante
para quererle? ¿Diome acaso ocasión de aborrecerle?
¿Qué bien me hizo? ¿Y cuáles pudieron ser sus
delitos contra mí?
|
DON PEDRO.-
Uno cometió, señor, uno
sólo.
|
FELIPE II.-
¿Y Cuál?
|
DON PEDRO.-
El de haber nacido.
|
FELIPE II.-
No gusto de que adivinen mis
pensamientos; pero por la salvación de mi alma os juro que decís
bien. Ese es su delito; la misma sangre corre en nuestras venas.
Holgábame de ser solo... pero empeñé mi palabra,
prometí sobre los santos Evangelios...
|
DON PEDRO.-
Roma en tierra puede dispensar de todo
juramento..
|
FELIPE II.-
¡Roma! Me humillo ante el poder
de Roma, pero Roma no hace nada de balde.
|
DON PEDRO.-
¡Verdad profunda!
|
FELIPE II.-
Veré a don Juan; leeré
en su alma; si es quien debe ser, le reconozco, y el celibato voluntario
sepultará bajo las dignidades eclesiásticas su nacimiento, sus
pretensiones y su posteridad. Pero si sorprendo en él la menor
inclinación a las pompas y placeres del siglo, si el espíritu de
rebelión le anima, le olvido; y a poco que hubiese penetrado el misterio
de su cuna... ¡Dios me inspirará!
|
DON PEDRO.-
Entiendo.
|
FELIPE II.-
¡Así pudiera sacudir
otros recuerdos tan fácilmente como el suyo! Habré hecho por ella
lo que por ninguna otra mujer. Dos veces la seguí encubierto bajo de un
disfraz: me confundí entre la muchedumbre, para no perder su huella, y
todo por tus consejos, y todo en balde.
|
DON PEDRO.-
¿Pudiera yo creer,
señor, que aquella joven doncella, o aquella viuda, pues que aún
ignoro su estado, se escapase a mis pesquisas?
|
FELIPE II.-
Los lutos os engañaron:
¡oh! No, no, no es viuda: es una belleza en el candor de la primera edad.
¡Viuda! Me matarían los celos del tiempo pasado... pero
¿porqué me habláis siempre de ella, don Pedro?
|
DON PEDRO.-
Vuestra Majestad, señor, fue
quien primero...
|
FELIPE II.-
¿No hay pendiente ningún
negocio, ninguna noticia que pueda ocupar mi pensamiento?
|
DON PEDRO.-
Una sola, señor, tocante a la
fe.
|
FELIPE II.-
¡A la fe! Hablad, hablad.
|
DON PEDRO.-
Me escriben que en uno de los
Vallés del Piamonte varios vasallos de Vuestra Majestad han sido
sospechados de herejía. He aquí la contestación.
|
FELIPE II.-
¡Oh! Es larga, demasiado larga.
Nada de proceso; en materia de religión, don Pedro, no cabe
discusión, sino sentencia: no es menester un juez; sobra con un verdugo.
Larguísima, os lo repito.
|
DON PEDRO.-
Dicte Vuestra Majestad.
|
FELIPE II.-
Cuatro palabras.
Todos a la horca.
|
DON PEDRO.-
Vuestra Majestad ahorra mucho trabajo a su secretario.
|
FELIPE II.-
Un sacerdote para asistirlos en el
artículo de la muerte, si se muestran arrepentidos; si quieren discutir,
sólo el verdugo.
|
DON PEDRO.-
Con razón se dice que Vuestra
Majestad es el más firme apoyo de la fe católica.
|
FELIPE II.-
El cielo me sería tal vez
deudor de una recompensa. Pero, ¿quién sabe, Gómez, si no
serás tú el instrumento de su misericordia? ¿No me has
dicho que mi tormento tendría fin aquí? ¿No traes informes
seguros? ¿No crees que habita en Toledo? ¿Es cierto, o es
falso?
|
DON PEDRO.-
Así lo creo, señor, y
esta noche algunas de mis gentes han debido hacer pesquisas para descubrir su
morada.
|
FELIPE II.-
Lógralo, Gómez, y mi
gratitud no reconocerá límites; porque quiero descubrirte las
flaquezas todas de mi corazón: esa mujer me persigue, es mi ángel
malo, es un sueño que me devora; estoy poseído de ella. Su imagen
se interpone entre mí y el Dios mismo que me escucha... hoy mismo, hoy
también he omitido mis oraciones. ¡Oh! No; este estado no puede
ser duradero, porque es intolerable; haría peligrar mi vida en este
mundo y mi eternidad en el otro: de ti depende, Gómez, mi vida y mi
ventura. Haz que yo la vuelva a ver, y tesoros, grandezas, todo es tuyo. Te
cubrirás delante de mí, te verás tuteado por el duque de
Alba...
|
DON PEDRO.-
Que con tanto placer me repite un vos
a cada palabra; o esa mujer no existe ya en la tierra, o habré yo de
encontrarla.
|
FELIPE II.-
Id con Dios; oigo a don Rodrigo;
triunfad, don Pedro, y recordad las promesas de vuestro señor.
(¡Vanidad humana! Va a revolver la tierra, y todo por oírse tutear
de un hombre a quien detesta.)
|
Escena
VII
|
|
FELIPE II,
DON RODRIGO.
|
DON RODRIGO.-
El señor conde
disculpará mi tardanza... ¡Qué veo! ¿Es Vuestra
Majestad?
(Poniendo una rodilla en
tierra.) ¿Vuestra Majestad se ha dignado...?
|
FELIPE II.-
Alzad. Deponed el respeto debido a la
Majestad: el rey le renuncia, y el conde de Santa Fiore no tiene derecho a
él. Habéis pasado a Madrid, y habéis hecho mal.
|
DON RODRIGO.-
Pero, señor...
|
FELIPE II.-
(Con impaciencia.) Mal, os digo,
muy mal. No he olvidado nada. Venir a recordarme una promesa, es suponer... que
he podido...
|
DON RODRIGO.-
Lejos de mí, señor, tal
pensamiento. Ruego a Vuestra... a Vuestra Excelencia, que vea una disculpa de
mi yerro en el afecto que profeso a mi discípulo.
|
FELIPE II.-
Estáis perdonado. Espero que
habréis guardado el secreto.
|
DON RODRIGO.-
Con escrupulosa lealtad.
|
FELIPE II.-
Que habréis ejecutado
puntualmente mis órdenes.
|
DON RODRIGO.-
Al pie de la letra; y el cielo ha
querido que el éxito sobrepujase a mis esperanzas. Puedo sin vanidad
presentaros, señor, en don Juan un modelo de crianza cristiana.
|
FELIPE II.-
Mucho decís.
|
DON RODRIGO.-
Un mancebo piadoso, así
desprendido de las vanidades del siglo, como poco apegado a sus placeres.
Consume las noches y los días en la meditación, la pensión
que le dais en limosnas, y su tiempo en oraciones; en él se funden en
fin la timidez de una virgen y el fervor de un cenobita.
|
FELIPE II.-
Es decir que es el mejor cristiano de
reino.
|
DON RODRIGO.-
(Inclinándose.)
Después de Su Majestad.
|
FELIPE II.-
Y del obispo de Cuenca, espero.
|
DON RODRIGO.-
(Inclinándose de nuevo.)
Después de Su Majestad y del confesor de Su Majestad. Es tanto,
señor, que temo que los honores y dignidades de la Iglesia que le
están reservados ofendan su humildad: tal es su vocación por la
oscuridad del claustro.
|
FELIPE II.-
No hay mal en eso. Si lo que
decís es cierto, como creo, voy a reconocer y a estrechar en mis brazos
a un hermano; pero quiero antes juzgar de su verdadero estado por mí
mismo.
|
DON RODRIGO.-
Bien podéis, señor,
desde este punto. A cualquiera hora que se le sorprenda se le hallará
ocupado en sus deberes religiosos.
|
FELIPE II.-
Vale más que yo entonces. Me
recordáis, don Rodrigo, que hoy no he cumplido con los míos.
Grave penitencia es acusarme delante de vos de esta omisión;
hágolo por tanto humildemente; pero encaminadme a una pieza retirada
donde pueda recogerme en el Señor y reparar mi falta.
|
DON RODRIGO.-
Permitid, señor, que os
preceda...
|
FELIPE II.-
No; quedaos; preparad el ánimo
de vuestro discípulo para recibir al conde de Santa Fiore, única
persona que desde hoy tendrá derecho sobre él. Ni una palabra
más. Tocante a su vocación por el claustro, desde hoy quiero que
quede satisfecha: podéis anunciárselo.
|
DON RODRIGO.-
Puesto que rehusáis,
señor, mis humildes servicios...
(Llamando.) ¡Domingo!
(A éste, que entra.)
Conducid a Su Excelencia al extremo de la galería en el oratorio de don
Juan.
(Al
REY.) Allí os veréis rodeado
de los objetos de su diaria veneración.
(Le acompaña, inclinándose
repetidas veces.)
|
FELIPE II.-
Está bien, señor don Rodrigo, está bien.
Basta.
(Con intención.)
¡Sobra!
|
Escena
VIII
|
|
DON RODRIGO, después
DON JUAN.
|
DON RODRIGO.-
¡Llegó el día
grande! Libre ya del peso de un secreto de que siempre recelé, mis
sueños volverán a ser tranquilos. Mi discípulo
subirá a ocupar el alto puesto que le es debido, y yo volveré a
la reposada posesión de mi retiro. He de llorar de gozo.
(Abriendo la puerta de
DON JUAN.) Don Juan, mi querido don Juan,
salid... ¡Venid presto!
|
DON JUAN.-
Padre mío, ¡cuán
dichoso me hace vuestra presencia!
|
DON RODRIGO.-
Más dichoso es quien puede
estrecharos en sus brazos y anunciaros una nueva que ha de colmar vuestro
gozo.
|
DON JUAN.-
¿Qué nueva?
|
DON RODRIGO.-
El más ardiente de vuestros
votos va muy pronto a realizarse: dentro de algunas horas entraréis en
el monasterio.
|
DON JUAN.-
¡En el monasterio!,
¡dentro de algunas horas! ¿Y esa resolución es
irrevocable?
|
DON RODRIGO.-
Tanto, hijo mío, que ni
consideraciones de ternura, ni poder humano fueran bastantes a removerla.
|
DON JUAN.-
En tal caso, es forzoso deciros toda
la verdad. Cansado estoy ya además del papel que me impuse y de la
máscara importuna: tiempo es ya de desnudar apariencias mentidas que me
envilecen a mis propios ojos.
|
DON RODRIGO.-
¿Qué habláis de
máscara y de apariencias...? ¿Qué queréis decir,
don Juan?
|
DON JUAN.-
Que os engañaba, padre
mío.
|
DON RODRIGO.-
¿Vos?
|
DON JUAN.-
Hace seis meses que os
engañaba: ese fervor que hizo vuestro asombro, esa piedad acendrada,
todo era, señor, mentira. Amo la libertad con la misma vehemencia con
que aborrezco la estrecha esclavitud del claustro: sí, la amo con
frenesí, sin límites. La vida me es menos grata que la libertad;
el aire que respiro es menos necesario a mi existencia. Considerad, pues, ahora
que si he podido humillarme hasta mentir por gozar de ella en secreto, todos
los suplicios del mundo no me harán vacilar para defenderla a viva
fuerza.
|
DON RODRIGO.-
¿Qué escucho...?
¡Vos, don Juan! ¡Dios mío!
|
DON JUAN.-
¡Perdón, padre
mío, mil veces perdón! ¡Ah! Creed, señor, que esa
odiosa industria repugnaba más todavía a mi ternura filial que a
mi orgullo de hombre. Pero ¿por qué pedirme virtudes superiores a
mis fuerzas? Nada, señor, más respetable que un ministro del
Altísimo, digno de tan sublime misión. Así son tan raros,
padre mío; pero yo siento en mí la imposibilidad de imitarlos, y
la necesidad de deciros en medio de mi desesperación: «Soy
incapaz, señor, de tanta virtud; ¡no puedo, padre mío, no
puedo!».
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DON RODRIGO.-
¡Oh! Moderaos por Dios, don
Juan, yo os suplico: no incurráis en la exageración: la Iglesia,
madre prudente, no exige de sus hijos iguales sacrificios. Los hay
predestinados por ella a los honores, y aun a la gloria. ¿Habré
de citaros el ejemplo de nuestro inmortal cardenal Jiménez? Y tocante a
los placeres inocentes del mundo, puedo afirmaros que conocí en Roma
muchos de sus colegas que no se privaban de ellos, que vivían de todo en
todo como vos y como yo, y sin que fuese mal visto.
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DON JUAN.-
Como vos, padre mío, es
posible; pero ¡como yo! ¡Ah! ¿Pretendéis,
señor, que introduzca yo en el claustro desórdenes apenas
tolerables en vuestra casa? ¿Queréis que encubra bajo el
hábito monacal lo que era sólo flaqueza en mí, y lo que
sería crimen en él?
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DON RODRIGO.-
¡Cielos! Don Juan,
¿qué intenciones me suponéis?
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DON JUAN.-
O habría de luchar de continuo
con pasiones que jamás sofocaré, y doblar la cerviz a una
obediencia ciega, a cuya sola idea todo mi ser se rebela. El último
grado de la infamia o de la desdicha; he ahí lo que me proponéis.
¡Oh! No, no; vuestro corazón de padre se conmoverá;
jamás lo permitiréis.
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DON RODRIGO.-
El asombro me embarga la voz.
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DON JUAN.-
¿Y por qué lo
permitiríais? ¿Qué razón, que no penetro, os lleva
a sacrificar vuestro hijo único, el único heredero de vuestra
casa? O me juzgáis por ventura indigno de sucederos. ¡Ah!
Desengañaos, señor, un porvenir brillante me espera acaso: siento
en mí un deseo insaciable de gloria y de felicidad que no me
engañará. Seré el orgullo de vuestros ancianos
días. Padre mío, os sentiréis rejuvenecer algún
día entre mí y una mujer digna de mi amor y de vuestro
cariño.
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DON RODRIGO.-
¡Una mujer!
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DON JUAN.-
En el seno de una familia nueva, de
mis hijos; sí, de mis hijos, que no os amarán menos que yo.
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DON RODRIGO.-
¡Su mujer! ¡Sus hijos!
¡Dios de bondad! ¿Habéis perdido la cabeza, don Juan?
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DON JUAN.-
¡Ah! Me arrojo a vuestras
plantas... dadme a besar esas manos que tantas caricias me prodigaron, que
tantas veces me bendijeron.
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DON RODRIGO.-
Me espanta y me enternece a un mismo
tiempo.
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DON JUAN.-
No las retiréis de mí,
dejad que mis lágrimas las rieguen. ¡Ah! Padre mío,
¿lloráis...? No pronunciaréis la sentencia de mi muerte,
no mataréis a vuestro hijo...
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DON RODRIGO.-
(Llorando.) ¡Mi hijo, mi
querido hijo!... ¡Ah! Don Juan, no soy vuestro padre.
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DON JUAN.-
(Que se levanta.) ¿He
oído bien? ¿No sois mi padre?
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DON RODRIGO.-
Don Juan, habéis salido de una
casa más ilustre que la mía, y el que os dio el ser...
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DON JUAN.-
¿Quién es?
¿Dónde está? Hablad, presto, responded.
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DON RODRIGO.-
¡Ah! Don Juan, no pertenece ya a
este mundo.
(Puedo afirmarlo sin mentir.)
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DON JUAN.-
¡Le perdí!
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DON RODRIGO.-
Pero transmitió sus derechos y
su autoridad entera al conde de Santa Fiore, que acaba de llegar, y a quien
veréis dentro de poco. Nadie puede, sino él, descubriros el
secreto de vuestro nacimiento; es un señor poderoso, respetable, y cuyas
órdenes deben ser para vos sagradas.
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DON JUAN.-
¡Vos no sois mi padre!
(En el colmo de la
alegría.) ¿Con que soy libre?
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DON RODRIGO.-
No por cierto. (¡Y el rey que
puede sorprendernos de un momento a otro!)
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DON JUAN.-
(En el mismo tono.) Soy
dueño de mis acciones.
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DON RODRIGO.-
Aún menos. (¡Yo que
creí calmarle!.)
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DON JUAN.-
De hoy más puedo hacer,
podré decir cuanto me ocurra.
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DON RODRIGO.-
Guardaos bien. Respetad al conde de
Santa Fiore; en ello va vuestro porvenir, vuestra fortuna...
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DON JUAN.-
Mi libertad antes que todo.
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DON RODRIGO.-
Vuestra vida...
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DON JUAN.-
¡Antes que todo mi libertad!
¡Jamás fui más dichoso!
(Abrazando a
DON RODRIGO.) ¡Si supierais
cuánto os amo desde que no es deber el respetaros!
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DON RODRIGO.-
Perdió el seso. Por Dios,
moderaos, hijo mío: no le opongáis una resistencia prematura...
ganemos tiempo al menos, por piedad, fingid...
(Viendo al
REY.) (¡Cielos, él es!
¡Buen modelo de virtudes cristianas le presento!!!)
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Escena
X
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DON JUAN,
FELIPE II.
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FELIPE II.-
(Por más hábil que sea,
he de descubrir el último doblez de su corazón.)
(A
DON JUAN, sentándose.) Acercaos.
(DON JUAN va a tomar un
sitial y viene a sentarse a su lado.)
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FELIPE II.-
(Después de haberle mirado un
instante.) (Sea: no me conoce.)
(Alto.) Mucho bien me dijeron de
vos, señor don Juan.
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DON JUAN.-
Quisiera yo mejor, señor conde,
que os hubieran dicho un tanto de mal; me sería más fácil
entonces dejar airoso el concepto que de mí tenéis formado.
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FELIPE II.-
Eso es humildad. Y una de las virtudes
por cierto que deseaba yo más ardientemente hallar en vos.
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DON JUAN.-
Sois cortés, tengo más
de franco que de humilde.
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FELIPE II.-
Prenda es ésa de que mucho
gusto también, y quiero ponerla a prueba. Habéis meditado mucho,
don Juan...
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DON JUAN.-
¡Yo!.
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FELIPE II.-
Mucho, lo sé. Decidme,
¿cuál ha sido el resultado de vuestras meditaciones? ¿A
qué carrera os inclina más particularmente vuestra
afición? Confesadme los planes que en vuestros ratos de soledad
habéis formado para vuestro porvenir, y hasta los más
íntimos sentimientos de vuestra alma generosa. Explicaos sin
disfraz.
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DON JUAN.-
Nada os quedará que desear.
Partamos de un punto, si os place; en la vida no hay más que tres cosas:
la
guerra, las
mujeres y la
caza.
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FELIPE II.-
¿Cómo? Repetid; he oído mal sin duda.
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DON JUAN.-
O las mujeres, la caza y la guerra; en
el orden que os parezca, con tal que no falte nada.
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FELIPE II.-
¿Me respondéis
seriamente?
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DON JUAN.-
Tal cual me preguntáis: no
puedo decir más.
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FELIPE II.-
Al menos confesaréis que
ésa es singular disposición para entrar en el convento.
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DON JUAN.-
Así es, que no se me pasa tal
idea por la imaginación, y primero pegaría fuego a todos los
conventos de España que hacer mis votos en ninguno de ellos.
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FELIPE II.-
(Levantándose
rápidamente.) ¡Misericordia! ¡Qué
vocación!
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DON JUAN.-
(Con calma, y dando con el dorso de la
mano en el sillón del
REY.) Sentaos, sentaos pues. Es la
mía; vocación a la rebelión contra todo lo que pueda
coartar mi independencia o mis placeres; vocación de cuerpo y de alma
para todo cuanto puede hacer dulce o gloriosa la vida.
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FELIPE II.-
En tal caso, don Rodrigo se ha burlado
de mí.
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DON JUAN.-
No tal; ¡burlarse el buen
señor! Yo soy quien le he burlado a él, y de ello me acuso con
esa misma humildad que os agrada, y esa franqueza que os es particularmente
grata.
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FELIPE II.-
(Con severidad.)
¡Señor don Juan!
(Sentándose.) (Pero
sigamos hasta el fin).
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DON JUAN.-
Paréceme haberos procurado
cuantos datos necesitabais acerca de mis principios: añadiré a
esto que a la presente estáis más adelantado que yo en mis
asuntos propios, puesto que sabéis quién soy, y yo lo ignoro.
Dignaos, pues, instruirme a fin de que pueda yo conocerme por lo menos tan bien
como me conocéis vos mismo.
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FELIPE II.-
Vuestro padre, al revestirme de su
autoridad sobre vos, impuso a la revelación de ese secreto
condiciones...
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DON JUAN.-
Que adivino, y que os dispenso de
referir; pero mi padre no sería un déspota.
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FELIPE II.-
¿Qué sabéis?
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DON JUAN.-
¡Extraño modo de
hacérmele querer!
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FELIPE II.-
Acaso tenía derecho para
serlo.
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DON JUAN.-
El rey mismo no lo tiene. Si mi padre
viviese todavía, él, de cuya autoridad se trata de abusar,
él mismo se avergonzaría de convertirla en tiranía.
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FELIPE II.-
Se os ha dicho que ya no
vivía.
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DON JUAN.-
Por mi desgracia; pero muerto
él, no soy deudor a nadie del sacrificio de mis inclinaciones y de mi
dignidad.
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FELIPE II.-
Quiero recordaros con todo que pende
de vos el ser alguna cosa en el mundo, o el quedar sumido en la nada.
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DON JUAN.-
Y yo os repondré que no
permanece hombre de nada quien nació hombre de corazón. La
más ilustre cuna no vale el precio a que me quieren vender la
mía. ¿De qué se trata? ¿De una herencia que se me
niega? Me pasaré sin ella. ¿De un nombre que quieren venderme
caro? Con mi sangre granjearé otro más barato. Hablad pues ahora,
si os place. ¿No queréis? Sois libre, pero acabemos.
(Levantándose.) Y a Dios,
conde de Santa Fiore. El hombre de la nada no ha menester de vos para llegar a
ser alguna cosa.
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FELIPE II.-
(Con calma.) Sentaos ahora vos,
sentaos, y departamos sin enojos. ¿Es pues invencible vuestra
inclinación a las armas?
|
DON JUAN.-
Invencible; soy castellano; harto os
digo. Tildadme de ambicioso; no lo niego; lo soy. Haced mofa de mi orgullo; os
doy licencia: porque a pesar de la nada en que estoy sumido, paréceme
que nací más para mandar que para obedecer. Sabré con todo
ser soldado; pero sois poderoso, y si mi padre con su autoridad os hubiese
trasmitido juntamente un resto de su ternura, no llevaría el mosquete
largo tiempo.
|
FELIPE II.-
Verdad es que yo pudiera adelantaros
en las armas.
|
DON JUAN.-
(Apretándole la mano.)
Hacedlo, pues; ¿qué aguardáis?, y contad para siempre con
mi agradecimiento.
|
FELIPE II.-
(Que retira suavemente su mano
sonriéndose.) No empeño mi palabra, pero tampoco digo que
no.
|
DON JUAN.-
Eso ya es algo. Vuestra severidad pone
más de diez años entre nosotros dos; pero si yo estoy en la edad
de los devaneos, vos estáis todavía en la edad en que se
perdonan; siempre presumí, señor conde, que dos jóvenes
acabarían por entenderse.
|
FELIPE II.-
Pero ¿habeisme abierto vuestra
alma de par en par? Decidme, ¿el amor de la libertad es el único
amor que os aleja del claustro? Os lo pregunto a fuer de amigo.
|
DON JUAN.-
Antes de responder a esa pregunta, muy
amistosa por cierto, de buena gana os haría yo dos, no menos amistosas
en verdad.
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FELIPE II.-
¿Y cuáles?
|
DON JUAN.-
¿Habéis amado vos, conde
de Santa Fiore?
|
FELIPE II.-
Cierto que sí.
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DON JUAN.-
¿Y amáis
todavía?
|
FELIPE II.-
Enhorabuena; os lo quiero confesar;
amo todavía; y acaso más que quisiera.
|
DON JUAN.-
¡Amáis! He ahí el
lazo que nos acaba de estrechar. Yo también, señor conde, amo a
la más hermosa, la más digna, la más perfecta mujer que
hay en la tierra.
|
FELIPE II.-
Mejorando la mía, don Juan, si
no lo habéis a enojo.
|
DON JUAN.-
Enhorabuena; quiero desde ahora dar
por sentado que ninguna de las dos es menos perfecta que la otra; pero estoy
cierto que si no participáis de mis sentimientos hacia la mía, no
podréis al menos cerrar las puertas a la admiración.
|
FELIPE II.-
Aun para eso sería forzoso
conocerla.
|
DON JUAN.-
Mucho pedís. Con todo,
escuchad: tan ciega confianza tengo en el imperio que ejerce sobre cuantos
pueden verla y oírla, que consiento en que volvamos a las pasadas
condiciones. Hagamos un pacto. Si aprobáis mi elección,
daréis vuestro consentimiento a un proyecto de que mi dicha depende, y
me diréis el secreto que anhelo saber. Empeñad vuestra
palabra.
|
FELIPE II.-
¡La empeño...! Sí,
apruebo vuestra elección, ¿y cuándo la he de ver?
|
DON JUAN.-
Hoy mismo, y en su posada. No hay
embarazo. Soy mayor. Si logro vuestro asentimiento será para mí
ocasión de dicha y de orgullo; sí no lo logro, de antemano os
prevengo que tomaré el partido de pasarme sin él, mal mi agrado,
por supuesto; pero no os turbéis, conde, que no habéis de poder
resistir.
|
FELIPE II.-
Así os lo deseo.
|
DON JUAN.-
Vivo de ello seguro, y quiero
anunciarle vuestra visita. Después de los oficios, adonde vamos los dos,
ella por Dios, y yo por ella, venid, si os place, y si otra cita no se opone,
venid a buscarme a su posada: una casa nueva que veréis a la entrada de
Toledo, el quinto balcón después de la iglesia de San
Sebastián...
|
FELIPE II.-
Os prometo no hacer falta. (Mi padre
al menos no podrá decir que no obré en todo
concienzudamente.)
|
DON JUAN.-
A más ver, pues, en casa de
doña Florinda. Hoy comienza, conde, nuestra amistad, y yo os hablo con
el corazón en la mano; os quiero ya como a un hermano.
|
FELIPE II.-
Deprisa vais en efecto.
|
DON JUAN.-
Es condición mía, que he
de amar o aborrecer del primer movimiento.
|
FELIPE II.-
Yo no hago lo uno ni lo otro sino con
buena razón.
|
DON JUAN.-
Sois cortesano y yo no.
(A
DON RODRIGO, que entreabre la puerta
tímidamente.) Entrad; ¿no sois siempre mi padre? Entrad
no cometeréis indiscreción.
|
Escena
XII
|
|
DON JUAN,
DON RODRIGO.
|
DON JUAN.-
(Echándose en brazos de
DON RODRIGO.) Permitid que os estreche en
mis brazos: todo salió a medida del deseo. Pero adiós quedad.
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DON RODRIGO.-
Esperad; ¿os dijo quién
sois?
|
DON JUAN.-
(Volviendo.) Aún no;
prestadme vos ese servicio.
|
DON RODRIGO.-
¿Qué es lo que me
pedís, hijo mío? He empeñado mi palabra: no es
posible.
|
DON JUAN.-
Decidme al menos el nombre de mi
madre...
|
DON RODRIGO.-
¡Ah! En cuanto a vuestra madre,
soy muy servidor vuestro, pero...
|
DON JUAN.-
Como gustéis. El conde no hace
tantos misterios y hoy mismo me lo ha de revelar todo en casa de ella.
|
DON RODRIGO.-
¿De quién?
|
DON JUAN.-
De vuestra nuera.
|
DON RODRIGO.-
¿Cómo?
|
DON JUAN.-
Que estáis de boda.
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DON RODRIGO.-
¿De boda? ¿Yo, don
Juan?
|
DON JUAN.-
¡Pardiez! Mi buen amigo, no es
por cierto la vuestra, pero la mía.
|
DON RODRIGO.-
¡Os casáis!
|
DON JUAN.-
Y esperó que él
será uno de los testigos, y vos el otro.
|
DON RODRIGO.-
¿Qué me
proponéis, don Juan? Mucho me honráis.
|
DON JUAN.-
Ni más ni menos que a
él.
|
DON RODRIGO.-
Yo he de perder el seso; ¿y el
conde os presta su consentimiento?
|
DON JUAN.-
Poco menos: es muy gentil hombre, y
presto hemos de ser amigos íntimos. Adiós, señor; vuelo a
esperaros en casa de doña Florinda. Rafael os dará las
señas de su posada.
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DON RODRIGO.-
¿Cómo Rafael?
¡Engañarme después de veinte años en mi casa!
|
DON JUAN.-
Por afecto hacia mí.
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DON RODRIGO.-
¿Y Domingo
también...?
|
DON JUAN.-
Por interés.
|
DON RODRIGO.-
Y Ginés, tal vez...
|
DON JUAN.-
De necio: perdonadlos; si me
conserváis afecto, reparad que fueron ocasión de mi contento.
|
DON RODRIGO.-
¡Oh humillación!
¡Mis tres criados! ¡Se dirá que un antiguo consejero,
después de una vida entera consumida en habérselas con los
más diestros, acabó por ser juguete y escarnio de tres
imbéciles!
|
DON JUAN.-
Respetable don Rodrigo, calmaos: no
hay escollo como un necio para el hombre de ingenio, si la confianza le ciega
sobre todo. Quedad con Dios; corro a tomar mi espada, y vuelo a las plantas de
doña Florinda.
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