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Don Juan de Austria o la vocación

Comedia en cinco actos y en prosa

Mariano José de Larra



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PERSONAJES
 

 
FELIPE II.
DON JUAN.
DON RODRIGO QUESADA,   del Consejo de S. M. Carlos V.
DON PEDRO GÓMEZ.
CARLOS V.
EL PRIOR DEL CONVENTO DE JERÓNIMOS DE YUSTE.
FRAY LORENZO.
FRAY TIMOTEO.
PABLO,    novicio de quince años.
RAFAEL,   criado de don Rodrigo.
DOMINGO,   criado de don Rodrigo.
GINÉS,   criado de don Rodrigo.
DOÑA FLORINDA SANDOVAL.
DOROTEA,   dueña.
Un ujier del palacio.
Cortesanos.
Ujieres.
Alguaciles.
Frailes.
Guardias.





ArribaAbajoActo I

 

Una librería en casa de DON RODRIGO: en los alrededores de Toledo.

 

Escena I

 

DON RODRIGO, GINÉS, con bujías en la mano, DOMINGO.

 

DON RODRIGO.-  Alumbra, Ginés. Véalos yo después de tres días de ausencia, mis caros libros, mis amigos y mis consejeros...  (Separando las luces que GINÉS acerca.)  ¡Eh!, no tan cerca; ¿quieres hacer un auto de fe con mi biblioteca? ¡Por Santo Domingo! Esos libros son mejores cristianos que tú y que yo. ¿No debo a su intervención la conversión a Dios del mozo más mundano de entrambas Castillas? (¡Pobre don Juan! ¡Sepultar dentro de un hábito tan raras y tan altas prendas! Pero así lo quiso el emperador, mi señor, y nuestro nuevo rey don Felipe ha jurado no reconocerle sino con esta condición.) ¿Eh? Paréceme que oigo ruido en su aposento.  (Acercándose a una puerta lateral.)  Don Juan, hijo mio, ¿no dormís?

UNA VOZ DE ADENTRO.-  Padre y señor, estoy en oración.

DON RODRIGO.-  ¡Santa palabra!  (A DON JUAN.)  Proseguid, hijo mío; mi regreso después de tan corta ausencia no ha de turbaros en vuestros piadosos deberes hacia el Padre común de todos los hombres.  (A GINÉS.)  Ven hacia esta parte, y hablemos bajo. Ginés, ¿qué ha hecho mi hijo durante mi viaje? ¿Ha asistido todos los días al templo a la hora acostumbrada?

GINÉS.-  A la hora acostumbrada.

DON RODRIGO.-  ¿Su estancia en él era larga?

GINÉS.-  Larga.

RODRIGO -  ¿Al ir o al volver no has visto nada sospechoso?

GINÉS.-  Nada sospechoso.

DON RODRIGO.-  ¿No has recibido para él ninguna carta?

GINÉS.-  Ninguna carta.

DOMINGO.-  Fuera de ésta.  (Deslizándola por debajo de la puerta de DON JUAN.)  Ya está en el buzón.

DON RODRIGO.-  Estoy satisfecho. Sírveme siempre con el mismo celo.

GINÉS.-  Con el mismo celo.

DON RODRIGO.-  ¡Es un eco este asturiano! Una mula he tenido de su tierra, que gastaba más palabras. Pero fiel. A ti, Domingo. ¿Qué hizo mi hijo el día de mi partida?

DOMINGO.-  Levantose un tanto triste. Acompañele en sus devotas oraciones, y, si no lo habéis a enojo, hícele pie para el almuerzo.

DON RODRIGO.-  Veo que si tomas parte en sus devociones, no olvidas sus desayunos.

DOMINGO.-  Suéleme decir que reza con más fervor cuando estoy a su lado, y que almuerza con mejor apetito.

DON RODRIGO.-  (Éste es más suelto que el otro. Ha andado tres años al servicio de un canónigo.)  (A DOMINGO.)  ¿Y después?

DOMINGO.-  Le leí para edificarle un sermón del padre Fresneda... pero pesia mi...

DON RODRIGO.-  ¿Se durmió?

DOMINGO.-  No, sino antes del Ave María...

DON RODRIGO.-  ¡Oh! ¿Qué? ¿No le recordabas los grandiosos hechos del reinado anterior?

DOMINGO.-  Temí que el nombre de Francisco I despertase en él sus antiguas imaginaciones marciales.

DON RODRIGO.-  ¿Francisco I sigue pues siendo su héroe? (Extraña fantasía en un hijo de Carlos V.)  (A DOMINGO.)  ¿Y después?

DOMINGO.-  Acostose como de costumbre al caer del día, y reposó con un sueño tan tranquilo como su conciencia; díjome a la mañana que los ensueños que había tenido hubieran honrado a un padre del yermo.

DON RODRIGO.-  ¡El gozo ha de matarme! Hace seis meses, Domingo, cuando don Juan parecía cuidar más del mundo que de su salvación, ¿quién hubiera creído que hablamos de ver jamás tan milagrosa conversión? Modelo es de buena crianza. Da las llaves.

DOMINGO.-  Aquí están todas. (Salvo la buena.)

DON RODRIGO.-  Ahora no pudiera salir sin mi licencia.

DOMINGO.-  (Pero entrará con la nuestra.)

DON RODRIGO.-  Podéis recogeros. Tomad para vosotros.  (Les da dinero.)  Y Dios os guarde.

GINÉS.-  Dios nos ayude.

DON RODRIGO.-  No, no; no pecará por palabra de más.



Escena II

 

DON RODRIGO.

 

DON RODRIGO.-  Estoy fatigado.  (Sentándose.)  Bueno será ver si no he perdido en el viaje alguno de mis papeles.  (Abre una cartera y saca algunas cartas que recorre.)  ¡Ah! La orden del rey don Felipe, que se niega a verme en Madrid, y me manda volverme al punto a Villa García de Campos, donde, a Dios gracias, ya estoy de vuelta.

«Últimos consejos de Ignacio de Loyola a su amigo y señor don Rodrigo Quesada, del consejo que fue de Su Majestad el señor emperador don Carlos V.» La carta que aquel santo varón me escribió algunos días antes de su muerte. ¿Quién hubiera adivinado jamás, cuando mandaba aquella compañía de migueletes en el sitio de Pamplona, que había de verse un día al frente de otra compañía, Dios me perdone, bien diversa, y que ha de venir a ser andando el tiempo un ejército, según levanta gente para ella? Letras por cierto bien preciosas. Mal haya yo, si me canso jamás de pasarla y repasarla.  (Leyendo.)  «Os ocurre una dificultad, un escrúpulo de conciencia, mi muy caro hermano, tocante al hijo natural del emperador Carlos V, el mancebo don Juan, nacido en Ratisbona el 24 de febrero de 1545, quien fue cometido a vuestro celo desde la edad más tierna, y que pasa en la opinión de las gentes por hijo vuestro. En el caso, me decís, de que mi discípulo no fuese reconocido por el rey don Felipe, su hermano, a pesar de la palabra que delante de mí empeñó al emperador, religioso actualmente en el monasterio de Yuste, ¿debo o no publicar la verdad? Distingamos, hermano mío; distingo.» ¡Eh!, ¡eh! Cuando cursaba en el colegio de Monteagudo a los treinta y cinco años ya era el escolar más sutil para estos casos de conciencia... siempre cortaba el nudo con su distingo.

«Si don Juan estuviese aislado en el mundo, yo os diría: Hablad, don Rodrigo. Pero se trata de un suceso que atañe a dos testas coronadas; no es posible, hermano, dar a luz las faltas de los grandes de la tierra sin grave escándalo de los pequeños. Considerad además cuán eminente riesgo corrierais vos mismo. Yo os propondría por tanto un término medio, que conciliase vuestros deberes con vuestro interés, cual sería acreditar el nacimiento de vuestro discípulo por medio de un instrumento que él pudiese hacer valer algún día a su riesgo y peligro; esta medida os reportaría la doble ventaja de daros tranquilidad en esta vida, y de no intimidaros en la otra...».

Ya está hecho, ya está hecho; aquí está el instrumento. «Segunda dificultad tocante a la madre del mancebo don Juan. Veo que no sabéis a quién achacar esta debilidad, y que andáis dudoso entre una real princesa de Hungría, una nobilísima marquesa de Nápoles, y una humilde cuanto hermosa panadera de Ratisbona. Bien que fuese lo más natural, mi muy caro hermano, designar la plebeya por caridad hacia las dos nobilísimas señoras, apruebo con todo vuestra dificultad. Pero en tal caso os quedará el medio, tan conciliador como el otro, de dejar en blanco el nombre de la madre.»

Es un portento para estas sutilezas. He seguido su consejo, vista la dificultad de acertar en medio de tantas fragilidades imperiales. En resumen, del lado de la madre hay confusión, tropel: por lo regular sucede todo lo contrario.  (Guardando las cartas.)  Creo que reina la mayor tranquilidad en la cámara de mi discípulo. Se habrá recogido. Hagamos otro tanto.



Escena III

 

DOMINGO, GINÉS, después DON JUAN, RAFAEL.

 

DOMINGO.-   (En voz baja.)  Entrad, entrad, señor don Juan: ha pasado a su cámara.

DON JUAN.-  ¡Lléveme el diablo! Si ha vuelto, llego tarde.

GINÉS.-  ¿Tarde?

DOMINGO.-  Jura como un hereje.

DON JUAN.-  Como un devoto; a fe que vosotros, con toda vuestra devoción, no desconocéis ninguno de los siete pecados mortales.

DOMINGO.-  Pero nos arrepentimos; si los buenos cristianos no pecasen, habría una multitud menos en la tierra.

DON JUAN.-  ¡Silencio, víbora!  (Corriendo hacia la puerta de su cuarto.)  Rafael, Rafael, soy yo.

RAFAEL.-   (Abriendo la puerta.)  En buen hora, señor don Juan; a no ser por un ardid de guerra, la plaza estaba tomada. Hemos parlamentado al través de la puerta. Pero ¡voto a Dios! La superchería no le va bien a un soldado viejo.

DON JUAN.-  Toma ejemplo de Domingo: es oficio que no le cuesta, y que le vale.  (Sacando la bolsa.)  Toma, Ginés, por tu discreción, y tú, Domingo, por tus embolismos: insignes bribones, cobráis por dos lados vuestros leales servicios.

DOMINGO.-  Dios nos dio dos manos, y usamos de ellas en obsequio vuestro.

GINÉS.-  En obsequio nuestro.

DON JUAN.-  Ésta es la primera vez que ha alterado el texto. Ea, id con Dios.  (Sacudiendo la bolsa vacía.)  He aquí donde paran los dineros que mi buen padre me da para el rescate de cautivos.



Escena IV

 

DON JUAN, RAFAEL.

 

RAFAEL.-  Don Rodrigo puede alabarse de estar bien servido por cierto, y vuestra salvación está en buenas manos. Vuestra señoría sin embargo me había prometido volver más pronto.

DON JUAN.-  ¡Hallara yo medio de separarme de ella! Lo que me pasma aún no es el haberla dejado tan tarde, sino el haber tenido fuerzas para separarme de ella; y si no me entiendes, buen Rafael, tanto peor para ti. Será señal de que no has amado jamás.

RAFAEL.-  ¡Pluguiera a Dios!

DON JUAN.-  Sí, a tu modo.

RAFAEL.-  Si hay dos modos, vive Dios que era el mejor; pero no se me acuerda que el amor me hiciese faltar nunca de mi puesto; ni aun después de la gloriosa jornada de Pavía, cuando hacíamos zafarrancho de las milanesas; y puedo jurar con toda vuestra señoría que el día de nuestra partida las morenas de aquella tierra no podían decir como nuestro prisionero: Todo se ha perdido menos el honor.

DON JUAN.-  ¡Oh, Francisco I! Gran rey, que admiro más todavía por sus defectos que por sus raras prendas. Ese sabía amar.

RAFAEL.-  Y se batía como un león, ¡capo di dio!

DON JUAN.-  ¡Parece que no se te olvidó todavía el italiano!

RAFAEL.-  ¡Pardiez! Sé jurar en todas las lenguas: y es gran recurso en el extranjero.

DON JUAN.-  ¡Vive Dios que no lo haces mal en castellano! Acuérdate sino del día en que el viento jugando con el manto de doña Florinda dejó por primera vez su rostro descubierto en el paseo, y nos mostró la más peregrina belleza de que pueda envanecerse la Andalucía.

RAFAEL.-  ¡Cuerpo de Cristo! ¿No os dije yo que era andaluza? Dónde hay ojos...

DON JUAN.-  ¡Y los suyos, Rafael! ¡Oh!, me enloquecen de amor y de placer.

RAFAEL.-  A vuestra edad, señor, decía yo otro tanto. Pero ¿adónde os llevará ese galanteo?

DON JUAN.-  ¿Galanteo, Rafael? ¿Galanteo osas llamar al amor más ardiente y más puro que ardió nunca en pecho castellano? ¿Cuál mayor prueba le pides a esa pasión que este mismo papel que me hace su violencia representar? ¿Creíste por ventura que la hipocresía repugne menos a la fiera condición de un hidalgo bien nacido, que a la llaneza de un soldado de los viejos tercios de Flandes y de Italia? Y con todo, para burlar la vigilancia de mi padre cedí a los malos consejos de Domingo.

RAFAEL.-  No hay como un santurrón para tentaros a pecar.

DON JUAN.-  Yo compré los escrúpulos de su conciencia y la imbécil afición de Ginés. Yo revestí el exterior de una vocación que no tengo, pesia a mi alma; debajo de esa máscara, que me lastima, supe encubrir...

RAFAEL.-  Los paseos nocturnos, las serenatas... los eternos plantones al lado del poste de la iglesia.

DON JUAN.-  ¡Ah!, donde le ofrecía el agua bendita... pero confiesa que jamás dedos más hermosos de mujer han desnudado el guante para tocar los de...

RAFAEL.-  Los de caballero más galán.

DON JUAN.-  Mas enamorado, Rafael, más enamorado. ¿Cómo pudiera tanta constancia no conquistarme su afecto? ¿Cómo pudiera haberme negado la puerta de su casa, a su vuelta de Madrid, adonde estuvo en poco que mi locura y mi desesperación no la siguiesen? Si más la vi, más conocí que no me era posible vivir sin verla. No hay otra doña Florinda; no es la pasión quien me ciega: hay en ella, ora hable, ora calle, un no sé qué, que me tiraniza y me encadena a sus plantas para siempre. Es forzoso, Rafael, es forzoso que sea mía.

RAFAEL.-  En buen hora, ¿quién lo estorba? Acabad una vez, como yo empezaba siempre.

DON JUAN.-   (Con altanería.)  Será mi mujer; nos ofendes a entrambos.

RAFAEL.-  (Tiene a veces un modo de mirar que me impone.)

DON JUAN.-  Sí; y pues tengo su consentimiento, mañana mismo habré de ser dichoso.

RAFAEL.-  ¡Mañana! Reparad con todo en los obstáculos...

DON JUAN.-  Me agradan los obstáculos. Una boda secreta además no presenta ninguno. A mal dar, si mi padre lo llega a saber, y me deshereda, tengo aún mi espada, de que me enseñaste a servirme. Ella bastará para conservar el lustre de un apellido que nadie puede robarme, y para volverme los bienes que la fortuna varia me arrebata. Ya hizo su deber la noche que encontré junto a la puerta de doña Florinda aquellos desdichados que se me antojaron alguaciles del santo oficio.

RAFAEL.-  ¡Mal año! ¿Nos las habremos con el inquisidor general? ¡Mejor quisiera habérmelas con el diablo!

DON JUAN.-  Porque no crees en él.

RAFAEL.-  Sí creo; pero el diablo, señor, no quema más que los muertos, y el gran inquisidor quema a los vivos.

DON JUAN.-  Dices bien; pero ¿qué te hizo ese papel, que tan mal le tratas?

RAFAEL.-  No me acordaba: el pobre pagaba vuestras locuras. Domingo lo echó por debajo de la puerta. Ésa al menos no pasará la visita de don Raimundo Tariz, el director de Correos y el hombre más curioso del reino.

DON JUAN.-  Con otros se desquitará.

RAFAEL.-   (Mientras que DON JUAN lee.)  Es una manera de confesor nombrado por el rey para toda la monarquía. Bien se puede decir de nuestro soberano que con ese director de Correos sus humildes vasallos no tienen secretos para Su Majestad.

DON JUAN.-  Convídame don Fernando Rivera a una batida, y en soto de Su Majestad. En mala sazón por cierto.

RAFAEL.-  Y en soto de Su Majestad. Reparad, señor, que la última hubo de costarnos cara. ¡Pardiez! Mejor quisiera haber muerto diez herejes en sus reinos que una liebre en sus sotos.

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DON JUAN.-  ¡Necio estás! Si no fuera por el riesgo, ¿quién iría por la pieza a correr el monte? ¡El peligro, el peligro! He ahí el placer: en duelo, en batalla, en batida, venga como bien le parezca, para mí será siempre bienvenido. Si hubiese nacido rey, Rafael, estaría estrecho en mis estados; no acertarla a respirar anchamente sino en los de mis vecinos.

RAFAEL.-  Así era yo en matrimonio. ¡Vive Dios! ¡Y que el hijo de un señor tan pacífico abrigue sentimientos tan atrevidos!

DON JUAN.-  ¿Eso te asombra?

RAFAEL.-  No sé qué fantasías se me pasan por la cabeza cuando veo un hijo que no se parece a su padre. Pero dame siempre tentación de risa.

DON JUAN.-  Escuchemos. ¿No oíste ruido...? Alguien llega.

RAFAEL.-  ¿A estas horas? Sí por cierto...

DON JUAN.-  ¡Será don Fernando Rivera! ¡Grande indiscreción!  (Corriendo hacia la ventana.)  No; dos caballeros que no conozco.

RAFAEL.-   (Que le ha seguido.)  Gran sombrero; capas pardas... figuras son misteriosas; alguna grave visita de don Rodrigo.

DON JUAN.-  Cuidemos de que no nos sorprendan aquí. Vamos de esta pieza, ayúdame a vestir el disfraz de la vocación y a desnudar este traje. Tomemos un aire santo y bienaventurado.

RAFAEL.-  ¡Trabajo os mando!

DON JUAN.-   (Deteniéndose.)  ¡Padre mío! Le engaño y le amo sin embargo. ¡Ah! Rafael, si en vez de ser padre, fuese tío...

RAFAEL.-  Podría alabarse de tener por sobrino el pecador más incorregible de todas las Españas. Pardiez, si éste entra jamás en un convento...

DON JUAN.-  Será en un convento de monjas.

RAFAEL.-  Ahí os seguiré, sor Juana.

DON JUAN.-  Sí, fray Rafael, para absolverme de mis pecados; no ha de faltarme tarea.  (Entrándose.)  ¡Adentro, Rafael, adentro!

RAFAEL.-   (Siguiéndole.)  ¡Lindo fraile habíamos hecho!



Escena V

 

FELIPE II, DON PEDRO GÓMEZ, DOMINGO.

 

FELIPE II.-  Decid a vuestro amo que el conde de Santa Fiore quiere hablarle.

DOMINGO.-  Don Rodrigo llega ahora de un largo viaje; está recogido, y temo que vuestra señoría tenga mucho que aguardar.

FELIPE II.-  Aguardaré.

DOMINGO.-  Salvo sea el respeto que debo a vueseñoría...

FELIPE II.-  ¿No veis ya que aguardo?

DOMINGO.-  ¡Pardiez! No parece con todo que le coge acostumbrado.



Escena VI

 

FELIPE II, DON PEDRO GÓMEZ.

 

FELIPE II.-   (Arroja su capa sobre un sitial, y se sienta.)  ¡Cuán largas son las últimas leguas en un viaje!

DON PEDRO.-  Como todo lo que se desea ver concluir. Ya estamos, señor, en casa del antiguo criado de vuestro augusto padre. Asómbrame que aquel monarca hubiese podido escoger semejante consejero.

FELIPE II.-  Vuestro asombro fuera justo si los reyes, cuando escogen un consejero, se obligasen a seguir ciegamente sus consejos.

DON PEDRO.-  Discreción, probidad... convengo en ello.

FELIPE II.-  ¿Y eso es nada, don Pedro?

DON PEDRO.-  Pero sin carácter.

FELIPE II.-  Los que tienen demasiado gustan de servirse de los que no tienen ninguno.

DON PEDRO.-  Un hombre a quien hace titubear el menor riesgo, a quien desconcierta el primer obstáculo, harto convencido de su destreza para no ser fácilmente engañado... tan alta reputación, en fin, y tan poco merecida... eso es, señor, ganar en juego sin poner.

FELIPE II.-  Parécese a otros muchos a quienes engrandece la mano que los mueve; y si ésta los suelta, de grandes que parecían, caen en el abismo de su medianía.

DON PEDRO.-  Vuestra Majestad hace el retrato de sus ministros... osaré preguntar a Vuestra Majestad si la profunda meditación en que le veo sumergido... acaso el joven don Juan...

FELIPE II.-   (Levantándose.)  ¡Oh! El fastidio me pesa. No puedo permanecer en un sitio. ¿Por qué la habré visto? ¡Ah! ¿Por qué la habré visto? Tú fuiste quien me dijo en el soto de Manzanares: «Miradla, señor, ¡qué gentil belleza!»

DON PEDRO.-  Señor, ¿su recuerdo persigue todavía a Vuestra Majestad?

FELIPE II.-  No, no; no pienso ya en ella; no quiero pensar en ella... como decíais, don Juan llenaba mi pensamiento.

DON PEDRO.-  La fuerza de la sangre habló tal vez, y el corazón de Vuestra Majestad se conmueve en el punto en que va a decidir su suerte.

FELIPE II.-  ¿Y qué especie de sentimiento me pudiera conmover? ¿Hele por ventura conocido bastante para quererle? ¿Diome acaso ocasión de aborrecerle? ¿Qué bien me hizo? ¿Y cuáles pudieron ser sus delitos contra mí?

DON PEDRO.-  Uno cometió, señor, uno sólo.

FELIPE II.-  ¿Y Cuál?

DON PEDRO.-  El de haber nacido.

FELIPE II.-  No gusto de que adivinen mis pensamientos; pero por la salvación de mi alma os juro que decís bien. Ese es su delito; la misma sangre corre en nuestras venas. Holgábame de ser solo... pero empeñé mi palabra, prometí sobre los santos Evangelios...

DON PEDRO.-  Roma en tierra puede dispensar de todo juramento..

FELIPE II.-  ¡Roma! Me humillo ante el poder de Roma, pero Roma no hace nada de balde.

DON PEDRO.-  ¡Verdad profunda!

FELIPE II.-  Veré a don Juan; leeré en su alma; si es quien debe ser, le reconozco, y el celibato voluntario sepultará bajo las dignidades eclesiásticas su nacimiento, sus pretensiones y su posteridad. Pero si sorprendo en él la menor inclinación a las pompas y placeres del siglo, si el espíritu de rebelión le anima, le olvido; y a poco que hubiese penetrado el misterio de su cuna... ¡Dios me inspirará!

DON PEDRO.-  Entiendo.

FELIPE II.-  ¡Así pudiera sacudir otros recuerdos tan fácilmente como el suyo! Habré hecho por ella lo que por ninguna otra mujer. Dos veces la seguí encubierto bajo de un disfraz: me confundí entre la muchedumbre, para no perder su huella, y todo por tus consejos, y todo en balde.

DON PEDRO.-  ¿Pudiera yo creer, señor, que aquella joven doncella, o aquella viuda, pues que aún ignoro su estado, se escapase a mis pesquisas?

FELIPE II.-  Los lutos os engañaron: ¡oh! No, no, no es viuda: es una belleza en el candor de la primera edad. ¡Viuda! Me matarían los celos del tiempo pasado... pero ¿porqué me habláis siempre de ella, don Pedro?

DON PEDRO.-  Vuestra Majestad, señor, fue quien primero...

FELIPE II.-  ¿No hay pendiente ningún negocio, ninguna noticia que pueda ocupar mi pensamiento?

DON PEDRO.-  Una sola, señor, tocante a la fe.

FELIPE II.-  ¡A la fe! Hablad, hablad.

DON PEDRO.-  Me escriben que en uno de los Vallés del Piamonte varios vasallos de Vuestra Majestad han sido sospechados de herejía. He aquí la contestación.

FELIPE II.-  ¡Oh! Es larga, demasiado larga. Nada de proceso; en materia de religión, don Pedro, no cabe discusión, sino sentencia: no es menester un juez; sobra con un verdugo. Larguísima, os lo repito.

DON PEDRO.-  Dicte Vuestra Majestad.

FELIPE II.-  Cuatro palabras. Todos a la horca.

DON PEDRO.-  Vuestra Majestad ahorra mucho trabajo a su secretario.

FELIPE II.-  Un sacerdote para asistirlos en el artículo de la muerte, si se muestran arrepentidos; si quieren discutir, sólo el verdugo.

DON PEDRO.-  Con razón se dice que Vuestra Majestad es el más firme apoyo de la fe católica.

FELIPE II.-  El cielo me sería tal vez deudor de una recompensa. Pero, ¿quién sabe, Gómez, si no serás tú el instrumento de su misericordia? ¿No me has dicho que mi tormento tendría fin aquí? ¿No traes informes seguros? ¿No crees que habita en Toledo? ¿Es cierto, o es falso?

DON PEDRO.-  Así lo creo, señor, y esta noche algunas de mis gentes han debido hacer pesquisas para descubrir su morada.

FELIPE II.-  Lógralo, Gómez, y mi gratitud no reconocerá límites; porque quiero descubrirte las flaquezas todas de mi corazón: esa mujer me persigue, es mi ángel malo, es un sueño que me devora; estoy poseído de ella. Su imagen se interpone entre mí y el Dios mismo que me escucha... hoy mismo, hoy también he omitido mis oraciones. ¡Oh! No; este estado no puede ser duradero, porque es intolerable; haría peligrar mi vida en este mundo y mi eternidad en el otro: de ti depende, Gómez, mi vida y mi ventura. Haz que yo la vuelva a ver, y tesoros, grandezas, todo es tuyo. Te cubrirás delante de mí, te verás tuteado por el duque de Alba...

DON PEDRO.-  Que con tanto placer me repite un vos a cada palabra; o esa mujer no existe ya en la tierra, o habré yo de encontrarla.

FELIPE II.-  Id con Dios; oigo a don Rodrigo; triunfad, don Pedro, y recordad las promesas de vuestro señor. (¡Vanidad humana! Va a revolver la tierra, y todo por oírse tutear de un hombre a quien detesta.)



Escena VII

 

FELIPE II, DON RODRIGO.

 

DON RODRIGO.-  El señor conde disculpará mi tardanza... ¡Qué veo! ¿Es Vuestra Majestad?  (Poniendo una rodilla en tierra.) ¿Vuestra Majestad se ha dignado...?

FELIPE II.-  Alzad. Deponed el respeto debido a la Majestad: el rey le renuncia, y el conde de Santa Fiore no tiene derecho a él. Habéis pasado a Madrid, y habéis hecho mal.

DON RODRIGO.-  Pero, señor...

FELIPE II.-   (Con impaciencia.)  Mal, os digo, muy mal. No he olvidado nada. Venir a recordarme una promesa, es suponer... que he podido...

DON RODRIGO.-  Lejos de mí, señor, tal pensamiento. Ruego a Vuestra... a Vuestra Excelencia, que vea una disculpa de mi yerro en el afecto que profeso a mi discípulo.

FELIPE II.-  Estáis perdonado. Espero que habréis guardado el secreto.

DON RODRIGO.-  Con escrupulosa lealtad.

FELIPE II.-  Que habréis ejecutado puntualmente mis órdenes.

DON RODRIGO.-  Al pie de la letra; y el cielo ha querido que el éxito sobrepujase a mis esperanzas. Puedo sin vanidad presentaros, señor, en don Juan un modelo de crianza cristiana.

FELIPE II.-  Mucho decís.

DON RODRIGO.-  Un mancebo piadoso, así desprendido de las vanidades del siglo, como poco apegado a sus placeres. Consume las noches y los días en la meditación, la pensión que le dais en limosnas, y su tiempo en oraciones; en él se funden en fin la timidez de una virgen y el fervor de un cenobita.

FELIPE II.-  Es decir que es el mejor cristiano de reino.

DON RODRIGO.-   (Inclinándose.)  Después de Su Majestad.

FELIPE II.-  Y del obispo de Cuenca, espero.

DON RODRIGO.-   (Inclinándose de nuevo.)  Después de Su Majestad y del confesor de Su Majestad. Es tanto, señor, que temo que los honores y dignidades de la Iglesia que le están reservados ofendan su humildad: tal es su vocación por la oscuridad del claustro.

FELIPE II.-  No hay mal en eso. Si lo que decís es cierto, como creo, voy a reconocer y a estrechar en mis brazos a un hermano; pero quiero antes juzgar de su verdadero estado por mí mismo.

DON RODRIGO.-  Bien podéis, señor, desde este punto. A cualquiera hora que se le sorprenda se le hallará ocupado en sus deberes religiosos.

FELIPE II.-  Vale más que yo entonces. Me recordáis, don Rodrigo, que hoy no he cumplido con los míos. Grave penitencia es acusarme delante de vos de esta omisión; hágolo por tanto humildemente; pero encaminadme a una pieza retirada donde pueda recogerme en el Señor y reparar mi falta.

DON RODRIGO.-  Permitid, señor, que os preceda...

FELIPE II.-  No; quedaos; preparad el ánimo de vuestro discípulo para recibir al conde de Santa Fiore, única persona que desde hoy tendrá derecho sobre él. Ni una palabra más. Tocante a su vocación por el claustro, desde hoy quiero que quede satisfecha: podéis anunciárselo.

DON RODRIGO.-  Puesto que rehusáis, señor, mis humildes servicios...  (Llamando.)  ¡Domingo!  (A éste, que entra.)  Conducid a Su Excelencia al extremo de la galería en el oratorio de don Juan.  (Al REY.)  Allí os veréis rodeado de los objetos de su diaria veneración.  (Le acompaña, inclinándose repetidas veces.) 

FELIPE II.-  Está bien, señor don Rodrigo, está bien. Basta.  (Con intención.)  ¡Sobra!



Escena VIII

 

DON RODRIGO, después DON JUAN.

 

DON RODRIGO.-  ¡Llegó el día grande! Libre ya del peso de un secreto de que siempre recelé, mis sueños volverán a ser tranquilos. Mi discípulo subirá a ocupar el alto puesto que le es debido, y yo volveré a la reposada posesión de mi retiro. He de llorar de gozo.  (Abriendo la puerta de DON JUAN.)  Don Juan, mi querido don Juan, salid... ¡Venid presto!

DON JUAN.-  Padre mío, ¡cuán dichoso me hace vuestra presencia!

DON RODRIGO.-  Más dichoso es quien puede estrecharos en sus brazos y anunciaros una nueva que ha de colmar vuestro gozo.

DON JUAN.-  ¿Qué nueva?

DON RODRIGO.-  El más ardiente de vuestros votos va muy pronto a realizarse: dentro de algunas horas entraréis en el monasterio.

DON JUAN.-  ¡En el monasterio!, ¡dentro de algunas horas! ¿Y esa resolución es irrevocable?

DON RODRIGO.-  Tanto, hijo mío, que ni consideraciones de ternura, ni poder humano fueran bastantes a removerla.

DON JUAN.-  En tal caso, es forzoso deciros toda la verdad. Cansado estoy ya además del papel que me impuse y de la máscara importuna: tiempo es ya de desnudar apariencias mentidas que me envilecen a mis propios ojos.

DON RODRIGO.-  ¿Qué habláis de máscara y de apariencias...? ¿Qué queréis decir, don Juan?

DON JUAN.-  Que os engañaba, padre mío.

DON RODRIGO.-  ¿Vos?

DON JUAN.-  Hace seis meses que os engañaba: ese fervor que hizo vuestro asombro, esa piedad acendrada, todo era, señor, mentira. Amo la libertad con la misma vehemencia con que aborrezco la estrecha esclavitud del claustro: sí, la amo con frenesí, sin límites. La vida me es menos grata que la libertad; el aire que respiro es menos necesario a mi existencia. Considerad, pues, ahora que si he podido humillarme hasta mentir por gozar de ella en secreto, todos los suplicios del mundo no me harán vacilar para defenderla a viva fuerza.

DON RODRIGO.-  ¿Qué escucho...? ¡Vos, don Juan! ¡Dios mío!

DON JUAN.-  ¡Perdón, padre mío, mil veces perdón! ¡Ah! Creed, señor, que esa odiosa industria repugnaba más todavía a mi ternura filial que a mi orgullo de hombre. Pero ¿por qué pedirme virtudes superiores a mis fuerzas? Nada, señor, más respetable que un ministro del Altísimo, digno de tan sublime misión. Así son tan raros, padre mío; pero yo siento en mí la imposibilidad de imitarlos, y la necesidad de deciros en medio de mi desesperación: «Soy incapaz, señor, de tanta virtud; ¡no puedo, padre mío, no puedo!».

DON RODRIGO.-  ¡Oh! Moderaos por Dios, don Juan, yo os suplico: no incurráis en la exageración: la Iglesia, madre prudente, no exige de sus hijos iguales sacrificios. Los hay predestinados por ella a los honores, y aun a la gloria. ¿Habré de citaros el ejemplo de nuestro inmortal cardenal Jiménez? Y tocante a los placeres inocentes del mundo, puedo afirmaros que conocí en Roma muchos de sus colegas que no se privaban de ellos, que vivían de todo en todo como vos y como yo, y sin que fuese mal visto.

DON JUAN.-  Como vos, padre mío, es posible; pero ¡como yo! ¡Ah! ¿Pretendéis, señor, que introduzca yo en el claustro desórdenes apenas tolerables en vuestra casa? ¿Queréis que encubra bajo el hábito monacal lo que era sólo flaqueza en mí, y lo que sería crimen en él?

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DON RODRIGO.-  ¡Cielos! Don Juan, ¿qué intenciones me suponéis?

DON JUAN.-  O habría de luchar de continuo con pasiones que jamás sofocaré, y doblar la cerviz a una obediencia ciega, a cuya sola idea todo mi ser se rebela. El último grado de la infamia o de la desdicha; he ahí lo que me proponéis. ¡Oh! No, no; vuestro corazón de padre se conmoverá; jamás lo permitiréis.

DON RODRIGO.-  El asombro me embarga la voz.

DON JUAN.-  ¿Y por qué lo permitiríais? ¿Qué razón, que no penetro, os lleva a sacrificar vuestro hijo único, el único heredero de vuestra casa? O me juzgáis por ventura indigno de sucederos. ¡Ah! Desengañaos, señor, un porvenir brillante me espera acaso: siento en mí un deseo insaciable de gloria y de felicidad que no me engañará. Seré el orgullo de vuestros ancianos días. Padre mío, os sentiréis rejuvenecer algún día entre mí y una mujer digna de mi amor y de vuestro cariño.

DON RODRIGO.-  ¡Una mujer!

DON JUAN.-  En el seno de una familia nueva, de mis hijos; sí, de mis hijos, que no os amarán menos que yo.

DON RODRIGO.-  ¡Su mujer! ¡Sus hijos! ¡Dios de bondad! ¿Habéis perdido la cabeza, don Juan?

DON JUAN.-  ¡Ah! Me arrojo a vuestras plantas... dadme a besar esas manos que tantas caricias me prodigaron, que tantas veces me bendijeron.

DON RODRIGO.-  Me espanta y me enternece a un mismo tiempo.

DON JUAN.-  No las retiréis de mí, dejad que mis lágrimas las rieguen. ¡Ah! Padre mío, ¿lloráis...? No pronunciaréis la sentencia de mi muerte, no mataréis a vuestro hijo...

DON RODRIGO.-   (Llorando.)  ¡Mi hijo, mi querido hijo!... ¡Ah! Don Juan, no soy vuestro padre.

DON JUAN.-   (Que se levanta.)  ¿He oído bien? ¿No sois mi padre?

DON RODRIGO.-  Don Juan, habéis salido de una casa más ilustre que la mía, y el que os dio el ser...

DON JUAN.-  ¿Quién es? ¿Dónde está? Hablad, presto, responded.

DON RODRIGO.-  ¡Ah! Don Juan, no pertenece ya a este mundo. (Puedo afirmarlo sin mentir.)

DON JUAN.-  ¡Le perdí!

DON RODRIGO.-  Pero transmitió sus derechos y su autoridad entera al conde de Santa Fiore, que acaba de llegar, y a quien veréis dentro de poco. Nadie puede, sino él, descubriros el secreto de vuestro nacimiento; es un señor poderoso, respetable, y cuyas órdenes deben ser para vos sagradas.

DON JUAN.-  ¡Vos no sois mi padre!  (En el colmo de la alegría.) ¿Con que soy libre?

DON RODRIGO.-  No por cierto. (¡Y el rey que puede sorprendernos de un momento a otro!)

DON JUAN.-   (En el mismo tono.)  Soy dueño de mis acciones.

DON RODRIGO.-  Aún menos. (¡Yo que creí calmarle!.)

DON JUAN.-  De hoy más puedo hacer, podré decir cuanto me ocurra.

DON RODRIGO.-  Guardaos bien. Respetad al conde de Santa Fiore; en ello va vuestro porvenir, vuestra fortuna...

DON JUAN.-  Mi libertad antes que todo.

DON RODRIGO.-  Vuestra vida...

DON JUAN.-  ¡Antes que todo mi libertad! ¡Jamás fui más dichoso!  (Abrazando a DON RODRIGO.)  ¡Si supierais cuánto os amo desde que no es deber el respetaros!

DON RODRIGO.-  Perdió el seso. Por Dios, moderaos, hijo mío: no le opongáis una resistencia prematura... ganemos tiempo al menos, por piedad, fingid...  (Viendo al REY.)  (¡Cielos, él es! ¡Buen modelo de virtudes cristianas le presento!!!)



Escena IX

 

DON RODRIGO, DON JUAN, FELIPE II.

 

FELIPE II.-  ¿Éste es vuestro discípulo, señor don Rodrigo?

DON RODRIGO.-  Éste es, señor conde, el joven... el mancebo don Juan que... (No sé lo que me digo.)  (Al REY.)  Vuecelencia me encuentra conmovido... la idea de una separación nos ha enternecido a tal punto a uno y a otro...

FELIPE II.-  Lo comprendo.  (Examinando a DON JUAN.)  (¡Mucho se parece a mi padre! Más que yo: esta semejanza me ofende.)

DON JUAN.-   (Mirando al REY.)  (¡Severo gesto el del conde! ¡No me agrada!)

FELIPE II.-   (A DON RODRIGO.)  Si gustáis dejarnos juntos...

DON RODRIGO.-  Vuecelencia no se sorprenderá si en el punto de partirse manifiesta en su conversación un pesar...

FELIPE II.-  Es natural.

DON RODRIGO.-  Si gustáis que yo me quede, podré explicaros...

FELIPE II.-  Quiero que se explique él mismo; de su boca quiero conocerle.

DON JUAN.-  (En dos palabras lo conseguirá.)

DON RODRIGO.-  Me retiro:  (Bajo a DON JUAN.)  don Juan, por piedad no le opongáis resistencia.

FELIPE II.-   (Con firmeza.)  Dejadnos; don Rodrigo, yo os lo ruego.

DON RODRIGO.-  Obedezco. (Ya están uno en frente de otro. ¡Dios nos ampare!)



Escena X

 

DON JUAN, FELIPE II.

 

FELIPE II.-  (Por más hábil que sea, he de descubrir el último doblez de su corazón.)  (A DON JUAN, sentándose.)  Acercaos.  (DON JUAN va a tomar un sitial y viene a sentarse a su lado.) 

FELIPE II.-   (Después de haberle mirado un instante.)  (Sea: no me conoce.)  (Alto.)  Mucho bien me dijeron de vos, señor don Juan.

DON JUAN.-  Quisiera yo mejor, señor conde, que os hubieran dicho un tanto de mal; me sería más fácil entonces dejar airoso el concepto que de mí tenéis formado.

FELIPE II.-  Eso es humildad. Y una de las virtudes por cierto que deseaba yo más ardientemente hallar en vos.

DON JUAN.-  Sois cortés, tengo más de franco que de humilde.

FELIPE II.-  Prenda es ésa de que mucho gusto también, y quiero ponerla a prueba. Habéis meditado mucho, don Juan...

DON JUAN.-  ¡Yo!.

FELIPE II.-  Mucho, lo sé. Decidme, ¿cuál ha sido el resultado de vuestras meditaciones? ¿A qué carrera os inclina más particularmente vuestra afición? Confesadme los planes que en vuestros ratos de soledad habéis formado para vuestro porvenir, y hasta los más íntimos sentimientos de vuestra alma generosa. Explicaos sin disfraz.

DON JUAN.-  Nada os quedará que desear. Partamos de un punto, si os place; en la vida no hay más que tres cosas: la guerra, las mujeres y la caza.

FELIPE II.-  ¿Cómo? Repetid; he oído mal sin duda.

DON JUAN.-  O las mujeres, la caza y la guerra; en el orden que os parezca, con tal que no falte nada.

FELIPE II.-  ¿Me respondéis seriamente?

DON JUAN.-  Tal cual me preguntáis: no puedo decir más.

FELIPE II.-  Al menos confesaréis que ésa es singular disposición para entrar en el convento.

DON JUAN.-  Así es, que no se me pasa tal idea por la imaginación, y primero pegaría fuego a todos los conventos de España que hacer mis votos en ninguno de ellos.

FELIPE II.-   (Levantándose rápidamente.)  ¡Misericordia! ¡Qué vocación!

DON JUAN.-   (Con calma, y dando con el dorso de la mano en el sillón del REY.)  Sentaos, sentaos pues. Es la mía; vocación a la rebelión contra todo lo que pueda coartar mi independencia o mis placeres; vocación de cuerpo y de alma para todo cuanto puede hacer dulce o gloriosa la vida.

FELIPE II.-  En tal caso, don Rodrigo se ha burlado de mí.

DON JUAN.-  No tal; ¡burlarse el buen señor! Yo soy quien le he burlado a él, y de ello me acuso con esa misma humildad que os agrada, y esa franqueza que os es particularmente grata.

FELIPE II.-   (Con severidad.)  ¡Señor don Juan!  (Sentándose.)  (Pero sigamos hasta el fin).

DON JUAN.-  Paréceme haberos procurado cuantos datos necesitabais acerca de mis principios: añadiré a esto que a la presente estáis más adelantado que yo en mis asuntos propios, puesto que sabéis quién soy, y yo lo ignoro. Dignaos, pues, instruirme a fin de que pueda yo conocerme por lo menos tan bien como me conocéis vos mismo.

FELIPE II.-  Vuestro padre, al revestirme de su autoridad sobre vos, impuso a la revelación de ese secreto condiciones...

DON JUAN.-  Que adivino, y que os dispenso de referir; pero mi padre no sería un déspota.

FELIPE II.-  ¿Qué sabéis?

DON JUAN.-  ¡Extraño modo de hacérmele querer!

FELIPE II.-  Acaso tenía derecho para serlo.

DON JUAN.-  El rey mismo no lo tiene. Si mi padre viviese todavía, él, de cuya autoridad se trata de abusar, él mismo se avergonzaría de convertirla en tiranía.

FELIPE II.-  Se os ha dicho que ya no vivía.

DON JUAN.-  Por mi desgracia; pero muerto él, no soy deudor a nadie del sacrificio de mis inclinaciones y de mi dignidad.

FELIPE II.-  Quiero recordaros con todo que pende de vos el ser alguna cosa en el mundo, o el quedar sumido en la nada.

DON JUAN.-  Y yo os repondré que no permanece hombre de nada quien nació hombre de corazón. La más ilustre cuna no vale el precio a que me quieren vender la mía. ¿De qué se trata? ¿De una herencia que se me niega? Me pasaré sin ella. ¿De un nombre que quieren venderme caro? Con mi sangre granjearé otro más barato. Hablad pues ahora, si os place. ¿No queréis? Sois libre, pero acabemos.  (Levantándose.)  Y a Dios, conde de Santa Fiore. El hombre de la nada no ha menester de vos para llegar a ser alguna cosa.

FELIPE II.-   (Con calma.)  Sentaos ahora vos, sentaos, y departamos sin enojos. ¿Es pues invencible vuestra inclinación a las armas?

DON JUAN.-  Invencible; soy castellano; harto os digo. Tildadme de ambicioso; no lo niego; lo soy. Haced mofa de mi orgullo; os doy licencia: porque a pesar de la nada en que estoy sumido, paréceme que nací más para mandar que para obedecer. Sabré con todo ser soldado; pero sois poderoso, y si mi padre con su autoridad os hubiese trasmitido juntamente un resto de su ternura, no llevaría el mosquete largo tiempo.

FELIPE II.-  Verdad es que yo pudiera adelantaros en las armas.

DON JUAN.-   (Apretándole la mano.)  Hacedlo, pues; ¿qué aguardáis?, y contad para siempre con mi agradecimiento.

FELIPE II.-   (Que retira suavemente su mano sonriéndose.)  No empeño mi palabra, pero tampoco digo que no.

DON JUAN.-  Eso ya es algo. Vuestra severidad pone más de diez años entre nosotros dos; pero si yo estoy en la edad de los devaneos, vos estáis todavía en la edad en que se perdonan; siempre presumí, señor conde, que dos jóvenes acabarían por entenderse.

FELIPE II.-  Pero ¿habeisme abierto vuestra alma de par en par? Decidme, ¿el amor de la libertad es el único amor que os aleja del claustro? Os lo pregunto a fuer de amigo.

DON JUAN.-  Antes de responder a esa pregunta, muy amistosa por cierto, de buena gana os haría yo dos, no menos amistosas en verdad.

FELIPE II.-  ¿Y cuáles?

DON JUAN.-  ¿Habéis amado vos, conde de Santa Fiore?

FELIPE II.-  Cierto que sí.

DON JUAN.-  ¿Y amáis todavía?

FELIPE II.-  Enhorabuena; os lo quiero confesar; amo todavía; y acaso más que quisiera.

DON JUAN.-  ¡Amáis! He ahí el lazo que nos acaba de estrechar. Yo también, señor conde, amo a la más hermosa, la más digna, la más perfecta mujer que hay en la tierra.

FELIPE II.-  Mejorando la mía, don Juan, si no lo habéis a enojo.

DON JUAN.-  Enhorabuena; quiero desde ahora dar por sentado que ninguna de las dos es menos perfecta que la otra; pero estoy cierto que si no participáis de mis sentimientos hacia la mía, no podréis al menos cerrar las puertas a la admiración.

FELIPE II.-  Aun para eso sería forzoso conocerla.

DON JUAN.-  Mucho pedís. Con todo, escuchad: tan ciega confianza tengo en el imperio que ejerce sobre cuantos pueden verla y oírla, que consiento en que volvamos a las pasadas condiciones. Hagamos un pacto. Si aprobáis mi elección, daréis vuestro consentimiento a un proyecto de que mi dicha depende, y me diréis el secreto que anhelo saber. Empeñad vuestra palabra.

FELIPE II.-  ¡La empeño...! Sí, apruebo vuestra elección, ¿y cuándo la he de ver?

DON JUAN.-  Hoy mismo, y en su posada. No hay embarazo. Soy mayor. Si logro vuestro asentimiento será para mí ocasión de dicha y de orgullo; sí no lo logro, de antemano os prevengo que tomaré el partido de pasarme sin él, mal mi agrado, por supuesto; pero no os turbéis, conde, que no habéis de poder resistir.

FELIPE II.-  Así os lo deseo.

DON JUAN.-  Vivo de ello seguro, y quiero anunciarle vuestra visita. Después de los oficios, adonde vamos los dos, ella por Dios, y yo por ella, venid, si os place, y si otra cita no se opone, venid a buscarme a su posada: una casa nueva que veréis a la entrada de Toledo, el quinto balcón después de la iglesia de San Sebastián...

FELIPE II.-  Os prometo no hacer falta. (Mi padre al menos no podrá decir que no obré en todo concienzudamente.)

DON JUAN.-  A más ver, pues, en casa de doña Florinda. Hoy comienza, conde, nuestra amistad, y yo os hablo con el corazón en la mano; os quiero ya como a un hermano.

FELIPE II.-  Deprisa vais en efecto.

DON JUAN.-  Es condición mía, que he de amar o aborrecer del primer movimiento.

FELIPE II.-  Yo no hago lo uno ni lo otro sino con buena razón.

DON JUAN.-  Sois cortesano y yo no.  (A DON RODRIGO, que entreabre la puerta tímidamente.)  Entrad; ¿no sois siempre mi padre? Entrad no cometeréis indiscreción.



Escena XI

 

DON JUAN, FELIPE II, DON RODRIGO.

 

DON RODRIGO.-   (Cortado.)  Me atreveré a preguntar a vuecelencia si está satisfecho.

FELIPE II.-  Os doy mil parabienes, señor don Rodrigo.

DON JUAN.-  Algo habría que decir; pero el conde es indulgente, y ha tomado como prudente el partido que debía tomar.

DON RODRIGO.-  ¿Será posible?

FELIPE II.-  Por lo menos me decidiré en todo el día; pero negocios de importancia me llaman a otra parte: dadme licencia que os deje.

DON JUAN.-  Conocemos la importancia de vuestros graves negocios; sabemos, señor conde, que no admiten detención.

FELIPE II.-   (A DON RODRIGO.)  Espero volver a veros en un punto a que me ha citado vuestro discípulo.

DON RODRIGO.-  No haré falta.

DON JUAN.-  En casa de una persona que os ha de asombrar. El señor conde no hizo sino prevenirme...

FELIPE II.-  Os renuevo mis parabienes, don Rodrigo; vuestro discípulo os honra.

DON RODRIGO.-  Vuecelencia me lisonjea.

FELIPE II.-  A más ver, señor don Juan.

DON JUAN.-   (Le oprime la mano, y acompañándole.)  A más ver, querido conde.

DON RODRIGO.-  (Le trata como a compañero.)



Escena XII

 

DON JUAN, DON RODRIGO.

 

DON JUAN.-   (Echándose en brazos de DON RODRIGO.)  Permitid que os estreche en mis brazos: todo salió a medida del deseo. Pero adiós quedad.

DON RODRIGO.-  Esperad; ¿os dijo quién sois?

DON JUAN.-   (Volviendo.)  Aún no; prestadme vos ese servicio.

DON RODRIGO.-  ¿Qué es lo que me pedís, hijo mío? He empeñado mi palabra: no es posible.

DON JUAN.-  Decidme al menos el nombre de mi madre...

DON RODRIGO.-  ¡Ah! En cuanto a vuestra madre, soy muy servidor vuestro, pero...

DON JUAN.-  Como gustéis. El conde no hace tantos misterios y hoy mismo me lo ha de revelar todo en casa de ella.

DON RODRIGO.-  ¿De quién?

DON JUAN.-  De vuestra nuera.

DON RODRIGO.-  ¿Cómo?

DON JUAN.-  Que estáis de boda.

DON RODRIGO.-  ¿De boda? ¿Yo, don Juan?

DON JUAN.-  ¡Pardiez! Mi buen amigo, no es por cierto la vuestra, pero la mía.

DON RODRIGO.-  ¡Os casáis!

DON JUAN.-  Y esperó que él será uno de los testigos, y vos el otro.

DON RODRIGO.-  ¿Qué me proponéis, don Juan? Mucho me honráis.

DON JUAN.-  Ni más ni menos que a él.

DON RODRIGO.-  Yo he de perder el seso; ¿y el conde os presta su consentimiento?

DON JUAN.-  Poco menos: es muy gentil hombre, y presto hemos de ser amigos íntimos. Adiós, señor; vuelo a esperaros en casa de doña Florinda. Rafael os dará las señas de su posada.

DON RODRIGO.-  ¿Cómo Rafael? ¡Engañarme después de veinte años en mi casa!

DON JUAN.-  Por afecto hacia mí.

DON RODRIGO.-  ¿Y Domingo también...?

DON JUAN.-  Por interés.

DON RODRIGO.-  Y Ginés, tal vez...

DON JUAN.-  De necio: perdonadlos; si me conserváis afecto, reparad que fueron ocasión de mi contento.

DON RODRIGO.-  ¡Oh humillación! ¡Mis tres criados! ¡Se dirá que un antiguo consejero, después de una vida entera consumida en habérselas con los más diestros, acabó por ser juguete y escarnio de tres imbéciles!

DON JUAN.-  Respetable don Rodrigo, calmaos: no hay escollo como un necio para el hombre de ingenio, si la confianza le ciega sobre todo. Quedad con Dios; corro a tomar mi espada, y vuelo a las plantas de doña Florinda.




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