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Don Juan en la frontera del espíritu

Juan José Díez


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ArribaAbajo I. El nuevo mundo

A bordo del Cefalonia, don Juan podía ver en la distancia, un poco velados por la niebla, los grises barracones del puerto de Nueva York. Novios fantasmales, matrimonios de jubilados ingleses, camareros somnolientos deambulaban por cubierta. «¿Qué hago yo aquí?». La brisa le devolvía el humo del puro que apretaba entre los dientes.

«Oficialmente, sustituir a un suicida». Azotaba una llovizna fría, olía el aire a madera podrida, bufaban graves las sirenas. «En realidad, quemar el último cartucho».

Su sobrino Juanito llegó jadeante:

-¡Le he visto las piernas a una italiana cuando subía por las escaleras de babor!

El trasatlántico atracó en el muelle East River. Al pie de la escalera, confundidos entre marineros de mirada perdida que volvían a sus barcos, esperaban dos miembros de la legación. Sobre la manga de los abrigos tenían cosido un brazal de luto.

Mientras los funcionarios colocaban el equipaje en el coche, Juanito se encaramó al pescante y desde allí, con voz alegre, gritó:

-Tito, esto no es Doña Mencía.

-Ya veremos.

-Me han dicho que las americanas se mueren por los europeos con clase.

-¿Somos europeos?

Los ojos del sobrino se clavaron en dos damas jóvenes que despedían risueñas a un militar. Juanito se agitó en el asiento, levantó la nariz -audaz y esperanzado- como un lobezno husmeando la cañada. De un salto, bajó al suelo; dio una carrerilla y entró en el coche delante de don Juan.

-Mi madre me ha dicho que no desaproveche las oportunidades, que viaje a los balnearios de moda, que alterne con la alta sociedad, con los diplomáticos de las grandes potencias...

-¿Nada más que eso te ha dicho mi hermana?

-Bueno..., sobre todo, que busque a una joven con dólares. La señora de don Juan Mesía de la Cerda y Valera, agregado «ad honorem» del Reino de España.

-¿Y si no la encuentras?

-Siempre queda la hija de Morenito -sonrió, pícaro, el sobrino.

Don Juan se vio rodeado por gente rubia, corpulenta, vestida con paños recios, moviéndose entre carros, toneles y cestos, trasladando mercancías de una mano a otra, de un barco a otro. La entrada del emporio, las fauces que recogen el alimento para el monstruo. Nueva York, entre el zumbido de los vapores y el ronco aviso de las sirenas, se hacía sentir muy cerca, con las calles saliendo del mismo muelle. Altos edificios de caliza parda y otros, más bajos, de ladrillo negruzco, se apretaban sobre el fondo de un cielo desplomado, en un turbio atardecer de clara de huevo.

Una vez acomodados en el coche, se dirigieron a la estación de ferrocarril. Durante el trayecto, pasaron por calles rectilíneas atestadas de tranvías, banderas colgantes y aparatosos velocípedos. Subieron al tren de Washington. En el espacioso departamento, todo parecía a mayor escala que en Europa: los colores de los tapizados más brillantes, la pintura más viva, los rótulos grandes, los revisores igual que jefes de pista de un circo.

Avanzaba la locomotora, como la ballena de Jonás, devorando la noche fría y estrellada. Enfrente del embajador se sentaron don Saturnino Pestaña y Paco Bustamante, secretarios primero y segundo.

-Ya me imagino los días que han pasado -dijo don Juan.

-Sí, han sido muy desagradables -admitió fúnebre Pestaña.

-No entiendo cómo, con su carrera política, a punto de ser nombrado consejero de Estado...

-La vergüenza puede llevar a un hombre a matarse -sentenció Bustamante.

-Quizás tenga usted razón -concedió don Juan, meditabundo.

La vergüenza, y las deudas, y las mujeres... pueden llevar a un hombre a cualquier cosa, como cruzar el charco con casi sesenta años. ¿Por qué, si no, estaba él ahora en Nueva York? Hace poco, en el casino de Doña Mencía, don Luis Vergara, propietario de bodegas y olivos, le preguntó: «¿No juega usted esta tarde?», con un tono que significaba: «He aquí al embajador en espera de destino, gloria de las letras españolas. Ayer perdió unos duros al tresillo y hoy no tiene más remedio que mirar por el ventanal». Disparado por el orgullo, al día siguiente escribió a don Servando Ruiz Gómez, ministro de Estado y amigo del Ateneo, para que le procurara una misión, la que fuera, la que mereciese después de tanto tiempo de servicio. Gracias al suicidio de su antecesor, pudo conseguir, de la noche a la mañana, un destino tan suculento.

Iba solo, cargado de vinos franceses, «foiegras» y equipo completo de trajes nuevos. Pero sobre todo solo, con el propósito firme de no vivir en el futuro bajo el mismo techo que su mujer. Confiaba en este viaje a un país lejano, frontera del oro y las pistolas. La energía del Nuevo Mundo arrasaría las sombras. Y las deudas: la paga de embajador no le llegaba para hacer frente a los gastos de la casa ni a las fantasías de su mujer. A pesar del éxito de alguna de sus novelas, vivir de la literatura en un país pobre, con las tres cuartas partes de la población analfabeta, era tan improbable como la más ardua tarea de Hércules. A veces, sólo podía salir adelante gracias al amigo Morenito que con sus duros plateados, aceitosos, le evitaba la extremaunción. Ahora, en América, las cuatro mil pesetas mensuales y la bendita soledad le permitirían saldar sus deudas más cuantiosas.

Después de cinco horas de viaje, llegaron a Washington. En la estación, dos mozos se disputaron las maletas brillantes y escudadas de don Juan. El perdedor se resignó a llevar las del sobrino. Para cruzar el andén tuvieron que esperar al tren de Baltimore, que entraba solemne, chirriante, cubriéndolo todo con una nube de vapor. Sentado en un cajón, un mendigo negro cantaba algo monótono y ronco, incomprensible, pero de una tristeza universal; una salmodia de abandono, de cama vacía y botellas por el suelo, que le hizo recordar a don Juan las coplas quejumbrosas de los gitanos de Andalucía. Dio al negro unas monedas, no supo cuántas, ni siquiera si iban mezcladas con calderilla española.

A la mañana siguiente, ya en la embajada, en cuanto salió de su habitación, sintió de golpe el espíritu del lugar: olor a humo, pasillos fríos, muebles de pino, alfombras verdosas y gastadas por todas partes. Entró en el despacho. Se puso a leer el «memorandum» que le tenía preparado el primer secretario. Empezó con los recortes de prensa. Uno de ellos lo había leído en España. Al rato, oyó un crescendo de tos -cascada, húmeda, silbante- seguida por una carraspera que trataba de aclarar el resuello. Después de pedir permiso, compareció don Saturnino con la cara aún congestionada. Llevaba un traje gris marengo usado, pero limpio; delgado en extremo, cargado de hombros, con un bigote pequeño, geométrico, y una calva inmoderada en el centro del cráneo. El embajador le ofreció un puro. Don Saturnino rehusó el habano, dirigió rápida la mano a su bolsillo y sacó una petaca.

-Si no le importa, prefiero cigarrillos. Me están matando. Había dejado el vicio, pero al llegar aquí, entre las preocupaciones y lo bueno que está el tabaco de Virginia, otra vez despido humo como una locomotora -dijo el secretario, con mirada dudosa entre la ironía y la sumisión.

-Yo también toso de vez en cuando. Los puros perjudican menos. Supongo que algún día tendré que dejarlos.

-¿Ha leído usted el «memorandum»? -preguntó don Saturnino con voz modulada y resonante, perfecta, si no fuera por la fatiga respiratoria.

-No del todo. Las esquelas y poco más... Por su acento diría que es de Castilla la Vieja, ¿me equivoco? -dijo don Juan.

-No se equivoca. Soy de Zamora -respondió orgulloso Pestaña.

-¿Y qué me cuenta de mi antecesor? Supongo que todo estará en el informe, pero ya que está usted aquí...

-No hay mucho que contar. El banquero de la embajada, Mr. Riggs, tenía unos pagarés de Salazar y le advirtió que, si no se los libraba, iría a los tribunales. La tarde en que recibió la citación, se pegó un tiro en su cuarto. Estábamos en unas condiciones desastrosas. No se pagaba el alquiler, ni al servicio, los proveedores habían cortado los suministros. Hasta los espías nos agobiaban tratando de cobrar.

-¿Espías? -exclamó sorprendido don Juan.

-Cuba sólo ha servido para que los anteriores ministros comieran turrón.

Pestaña se ruborizó un poco. Mientras tosía, observaba cómo había encajado don Juan esa alusión irrespetuosa a sus compañeros de carrera. Al ver que le animaba a seguir, el secretario continuó:

-Con el pretexto de vigilar la isla, no sólo Salazar, sino también los otros, robaron de veras. Pedían dinero extra a Madrid acogiéndose a que lo necesitaban para el servicio secreto. La mujer de Mantillo, por ejemplo, quería una joya, un traje de Worth, un dije nuevo, lo que fuera... Entonces, lo compraba y se cargaba en la cuenta de la embajada una cantidad idéntica en concepto de pago a un espía o de precio de un soborno.

Don Saturnino se tanteó el lazo de la chalina, metió la mano en el bolsillo de la levita tratando de coger el pañuelo.

-Y no hablemos del dineral en telegramas submarinos a Cuba...

-¿Cómo se han portado las autoridades ante el suceso? -preguntó don Juan.

-Los políticos, con discreto silencio. Los periódicos han aprovechado para hablar de la corrupción, del ladroneo general de los españoles.

Pestaña seguía:

-Lo peor de Salazar es que exageró. Los otros respetaron los gastos corrientes. Enredaban con los sobornos, pero mantenían las formas.

-¿Por qué esa exageración? -inquirió don Juan.

-La primera gran oportunidad de dinero se le ofreció al poco de llegar. En Cuba, durante la Guerra de los Diez Años, fueron destruidas por nuestras tropas algunas plantaciones en manos de capital americano. El gobierno español aceptó que la indemnización la determinaran los tribunales de aquí; se hablaba de dos millones de dólares. Para rebajar esa cifra, Salazar ideó ofrecer una gratificación a ciertos jueces y personas influyentes: unos trescientos mil dólares. En Madrid estuvieron de acuerdo, pero al final no enviaron los fondos. Él, contando con que recibiría una gran comisión de los sobornados, le pidió crédito a Riggs. El hecho es que comenzó a gastar de forma desaforada, sobre todo jugando al póquer en el vagón dorado de Filadelfia. Ahí empezó, creo yo, su conducta extravagante.

-¿Cuánto debe la embajada?

-Más de quince mil dólares.

El humo del despacho hacía lagrimear y toser a Pestaña. Cuando éste quiso continuar hablando de Cuba, don Juan le interrumpió con amabilidad.

-Dejemos eso para otro día, con lo de hoy tengo bastante. Ahora, si es tan amable, me enseña la casa y me presenta al resto del personal.

Salieron a la calle para ver la legación desde fuera. La fachada, pintada de un ocre apagado, con ventanas demasiado estrechas, recordaba a la de un edificio parroquial, nadie la miraría sino con la vaga indiferencia de un cartero. Aún así, según Pestaña, era un palacio comparada con el casucho donde se encontraba la anterior: «sólo digna de ser local para un burdel modesto». Allí permanecían todavía, en habitaciones alquiladas, Bustamante y el mismo don Saturnino. Los agregados militares vivían uno en Filadelfia, el otro en Nueva York. Así que aquella casa tendría que albergar las oficinas de la embajada, a don Juan y a su sobrino. Saltaba a la vista que en tal lugar, con aquellos muebles de cabaña de bosque, no se podría celebrar recepción alguna. En Lisboa residió en un palacio; en Dresde, en una quinta señorial; incluso en Nápoles, cuando empezó de agregado sin sueldo, tenía una habitación soleada, forrada de finas maderas, buena cama y amplio baño. ¿O era la juventud, la que agrandaba los espacios y los hacía más luminosos?

Pasaron dos semanas, el gabinete liberal de Posada Herrera entró en crisis. Alfonso XII encargó a Cánovas formar gobierno. Don Juan confiaba en que «El Monstruo» le mantuviera en Washington: eran amigos desde el comienzo de sus carreras, se veían a menudo en la Real Academia y en el Ateneo, los dos compartían pasión por los libros antiguos; pero la política es juego despiadado, y al cabo, lo natural era que un cargo así lo tuviera un correligionario del partido conservador. Algunas noches despertaba de pronto viéndose otra vez en Madrid, enfrentándose a la sonrisa sardónica de su mujer: «gran hombre, legado breve». Al fin, el nuevo ministro de Estado, Elduayen, le escribió una carta confirmándole el nombramiento. Se apresuró a presentar las credenciales.

Don Juan llegó en su modesto coche de un solo caballo a la sede del Departamento de Estado. Allí le esperaba Frelinghuysen para acompañarle a la Casa Blanca. El Secretario de Estado no debía llegar a los sesenta años, pero su actitud casi letárgica le producía a don Juan la sensación de acompañar a un abuelo exhausto al que había que cuidar para que no diera un traspié y aterrizara en los suelos marmóreos. Una vez en la mansión presidencial, entraron en el Salón Azul, donde permanecieron más de quince minutos hasta que apareció Chester Alan Arthur. El presidente le estrechó la mano con simpatía. Don Juan hizo una reverencia y retrocedió unos pasos. Leyó el discurso de salutación, al que Arthur respondió con palabras afables y medidas. Luego, entregó las credenciales firmadas por el rey y se retiró acompañado de Frelinghuysen.

Pronto se estableció la rutina. Al fin y al cabo, el trabajo dentro de la legación era como en cualquier negociado de España. El material humano llegaba tarde y había que andar siempre detrás de él para que hiciera lo indispensable. A las diez, dictaba a Paco Bustamante un resumen de los acontecimientos del día anterior. A continuación leía los periódicos, llenos de animosidad contra España por el problema cubano. Después, los telegramas descifrados por Paco. Cuando llegaba la valija, encargaba a Pestaña que repartiera el papeleo. De las doce en adelante, recibía a periodistas, cónsules, compatriotas en apuros... Los asuntos de siempre: pasaportes, visados, indemnizaciones. Dedicaba un buen rato a redactar notas y despachos: «Mi gobierno no puede permanecer indiferente...», «debe formular reservas expresas...». Hasta que su oído se habituaba otra vez a esa jerga, no se sentía ministro en ejercicio de la diplomacia.

Febrero, mes loco en España, a orillas del Potomac resultaba de una fiereza fría, implacable. Don Juan procuraba no bajar al despacho hasta el mediodía. Entre las mantas, con la estufa al lado, resistía mejor la saña helada. Desde la cama podía divisar la plaza Lafayette. En primer plano, las copas de los árboles -negras de puro desnudas-, más allá, la bandera americana sobre el tejado de la Casa Blanca y, al fondo, las colinas de Virginia desvaneciéndose en la lejanía. Una de aquellas mañanas se puso a escribir cartas a cada uno de sus hijos. «Me siento solo. Me remuerde haberlos abandonado en una edad tan difícil. Quiero que sean ágiles jinetes, diestros cazadores, buenos bailarines, pero ante todo, que tengan una profesión independiente y bien pagada: la de ingeniero me parece la mejor». Justo cuando imaginaba a Carlos, su hijo mayor, construyendo caminos, canales y puertos, con largos rollos bajo el brazo, botas embarradas, impasible ante el estampido de los barrenos, fue avisado por el criado Víctor. Don Bernardo Quirós, cónsul español en Cayo Hueso, pedía audiencia ordinaria por asunto que no quiso revelar al sirviente.

-Excelencia, espero no molestarle. Es bien cierto que podía haberle escrito en código, pero precisaba una entrevista facial con usted y he aprovechado que mi mujer debe visitar aquí a un médico... -dijo Quirós con voz nerviosa.

-No se preocupe, es pleno día, y aunque no lo fuera, usted puede despachar conmigo a la hora que le parezca -contestó don Juan.

-Me han hablado con mucha fe del doctor Hausmann, aplica la electricidad para aliviar el dolor en las articulaciones con pequeñas descargas. Mi mujer lleva diez años sufriendo y ahora, por fin, tenemos reunidos los ahorros necesarios para un tratamiento -dijo el cónsul, mientras se ajustaba la cadena de oro que le cruzaba el chaleco.

-Yo padezco de reúma, sé lo que es eso... ¿Cómo han hecho el viaje? -preguntó don Juan.

-¿El viaje? Todo él pensando en cómo se las arreglará mi hijo en la tienda. Ahora que está allí solo, a los cubanos se les puede ocurrir otra fechoría. Hace una semana me lanzaron por la noche un petardo incendiario. Quieren amedrentarme para que abandone y me vaya a otro lugar.

-Ya ve, yo creía que el asunto quedó resuelto con la paz de Zanjón y con la amnistía de Martínez Campos. Por lo que vengo oyendo, no veo mucha pacificación que digamos.

-Pues no, excelencia; todavía hay muchos exiliados que no se conforman, que no comprenden los esfuerzos de concordia y perdón hechos por España. Quieren la independencia total, la expulsión completa de la autoridad española. Cayo Hueso es su trampolín natural, dan un salto y están en su amada Cuba. Ahora los tabaqueros esperan la llegada de Gómez y Maceo. Por la agitación que observo, se trata de un intento de invasión armada. Ya he avisado al Capitán General sobre eso. Pero el peor de todos los rebeldes es Carlos Agüero, que se dice almirante de la república cubana. Él es quien me trae ante usted.

-¿Agüero?, ¿Agüero? Yo conozco a unos Agüero de Soria -dijo don Juan, revolviéndose en el sillón y encendiendo el puro que sostenía desde hacía rato.

-Quizás sus antepasados sean de allí -siguió Quirós-. El caso es que hace una semana salió de Cayo Hueso en un barco con cincuenta hombres cargado de armas. Seguro que desembarcará efectivos, se esconderá en las montañas y repartirá los fusiles entre los campesinos.

-¿Qué cree usted que podemos hacer? -preguntó don Juan.

-Al menos, enviar una nota de protesta al gobierno de los Estados Unidos. Lo han hecho todo a la luz del día. Cargaron las armas, izaron la bandera cubana, entonaron cánticos, lanzaron gritos contra España a la vista de todo el mundo en el muelle. La negrita Juana, mi criada, vino a contármelo espantada. La autoridad del puerto y los guardacostas les dejaron el campo libre.

-¡Eso es beligerancia! -exclamó don Juan-. Mañana mismo enviaré al Secretario de Estado mi más enérgica protesta. Exigiré que detengan a ese almirante de pega cuando regrese aquí.

-Yo no creo que lo hagan; pero si protestamos, por lo menos tendrán que ofrecer explicaciones.

-Y si vuelve de Cuba sin armas, ¿con qué base detenerlo? -dudó don Juan.

-Agüero tiene sentencias de los tribunales cubanos por robo y asesinato. En derecho, debían entregárnoslo porque existe tratado de extradición con los Estados Unidos. Los americanos no querrán hacerlo, consideran que sus delitos son políticos. Es lo que suelen decir ante todas nuestras reclamaciones contra los rebeldes.

El miedo le arrugaba la cara, le encogía el cuerpo. Quirós pronunció «rebeldes» con temblor, como presagiando una plaga de patriotas escondidos en cualquier recoveco. ¿Quién es capaz de vivir sabiendo que un día, en el momento menos pensado, puede saltar por los aires?

Quirós sacó el reloj del bolsillo de su chaleco y lo miró impaciente: «Disculpe, no debo llegar tarde al médico». El embajador le acompañó a la puerta. El cónsul se alejó con paso indeciso. Don Juan continuó fuera un rato hasta verle desaparecer. Pensó que aquel hombre era el verdadero legado de España en los Estados Unidos: allí en Cayo Hueso, rodeado de hostilidad asesina, abría su comercio todos los días, vigilaba, informaba, se arriesgaba, con el convencimiento ingenuo de que a la Madre Patria se la debe defender, aunque fuera madre seca que le hizo emigrar. El volcán cubano aún no estaba apagado. No le habían informado bien en Madrid o, quizás, en el Ministerio se interesaban poco por aquellas escaramuzas lejanas. La independencia, idea sagrada, fuego que quema las almas. Su principal quebradero de cabeza, lo veía claro, iba a ser la Perla de las Antillas, anhelada románticamente por los patriotas, codiciada por el Águila del Norte.




ArribaAbajoII. La leyenda negra. Un mujeriego

Al entrar de nuevo en el despacho, Paco Bustamante le estaba esperando.

-Mire el artículo del Dr. Ingersoll en el World -dijo, entregándole un periódico.

El embajador se colocó las gafas; por el tono de voz del segundo secretario supo que se disponía a llevarse un mal rato.

«España fue la más grande de las potencias, poseedora de la mitad del mundo, y ahora sólo tiene unas pocas islas, los exiguos restos de su enorme fortuna, los pocos peniques de su bolsa casi vacía, recuerdos de la riqueza perdida, de la grandeza desvanecida. España está en bancarrota, bancarrota no sólo en su bolsa, sino en las más altas facultades de la mente, una nación sin progreso, sin pensamiento; todavía dedicada a las corridas de toros y a la superstición, todavía intentando hacer frente a las enfermedades infecciosas con procesiones religiosas. España es una parte de los tiempos medievales, pertenece a una antigua generación. Realmente, no tiene sitio en el siglo diecinueve. España siempre ha sido cruel. Las páginas más sangrientas de la historia de este mundo han sido escritas por España. España en Perú, en Méjico, España en los Países Bajos -todas las crueldades posibles vienen a la mente cuando oímos los nombres de Felipe II, o del duque de Alba, cuando pronunciamos los nombres de Fernando e Isabel. España ha infligido toda tortura, ha practicado toda crueldad, ha sido culpable de toda fechoría.

No ha habido cambio entre Torquemada y las infamias cometidas en Cuba. Cuando Colón descubrió la isla, los habitantes indígenas eran la gente más amable e inofensiva. No practicaban ritos inhumanos, eran individuos buenos y estaban contentos. Los españoles los esclavizaron. Quienes trataban de escapar, eran cazados por perros, torturados y luego asesinados. Este fue el comienzo del gobierno español de Cuba. El mismo espíritu está presente hoy en España. La idea no es conciliar, sino reprimir, no tratar justamente, sino robar y esclavizar. Ningún español considera que un cubano tenga iguales derechos que él mismo. Cree que la isla es de su propiedad y que la gente es parte de esa propiedad.

España no ha mantenido ninguna de las promesas hechas a los cubanos y nunca lo hará. Al menos, hoy los cubanos saben cómo es España realmente, y se han determinado a ser libres o a ser exterminados. Nada hay en la historia que iguale las atrocidades y villanías que han sido perpetradas por España sobre Cuba. Lo que España hace ahora es sólo una repetición de lo que ha hecho siempre, y esto es una profecía de lo que seguirá haciendo si mantiene el poder.

Creo que Cuba debe ser libre, y quiero que en esa isla ondee una nueva bandera en el aire, se convierta en parte de los Estados Unidos o no. Mis simpatías están todas con aquellos que hoy luchan por sus derechos, intentando librarse del yugo de la tiranía que tienen alrededor de sus gargantas; por aquellos que están defendiendo sus hogares, su tierra, contra los tiranos y los ladrones.»

Cuando terminó de leerlo, Don Juan miró a Paco con preocupación y dijo:

-Bueno..., una vez más la leyenda negra, las fantasías y exageraciones que produce el odio. Lo que está claro es que si esto lo leen varios millones de personas en esta nación, vamos a tener que andar escondiéndonos por los rincones.

-Aunque debemos reconocer que hay un fondo de verdad -dijo Paco.

-Conforme, pero si a la verdad se la infla con la exageración, es peor que una vulgar mentira.

-¡Nos echan en cara que acabamos con los indios taínos en Cuba! -exclamó Paco-. Y ahora pasan a bayoneta a ochocientos sioux en las llanuras de Dakota. Un periódico de Minneapolis ha dado la noticia. Los de Nueva York callan como tumbas. También ellos tienen su leyenda roja. No sólo los indios, el trato bestial a los esclavos, las atrocidades de la guerra civil, el pistolerismo de los territorios del Oeste...

-A mí no me tienes que explicar eso -contestó áspero don Juan, como si intuyera que Paco valoraba poco sus conocimientos históricos-. Ya sé que no somos los más crueles, ni los más indolentes y supersticiosos. Cierto que antepasados nuestros cometieron crímenes horribles, los mismos quizá que otros individuos de otras potencias coloniales. Pero a las conquistas siempre va lo mejor dotado para la supervivencia, que casi nunca coincide con lo más refinado de espíritu. En fin, creo que es cosa de la especie, no de los españoles.

-Ayer fui a comprar carpetas -dijo Paco, conciliador-. Di las señas de la embajada para que nos las enviaran. El dependiente y una señora que compraba allí me miraron con malos ojos. Así todos los días. A estos bien alimentados yankis, el picante de Cuba que les inyecta su prensa parece favorecerles la digestión.

Don Juan rasgó la página del diario e hizo trizas el artículo de Ingersoll.

-Con tal de que no nos trituren a nosotros...

¡Qué virulencia mostraba el World contra él y contra España! Todos los periódicos, excepto éste, le habían recibido de manera favorable, incluso excesiva. El Star llegó a decir que era «handsome», con unos hermosos ojos, que no aparentaba tener más de cincuenta años. Al leerlo, una bandada de palomas dulces, un tintineo jovial de cascabeles, se adueñó de su ánimo. Luego volvió a la realidad: los halagos hay que paladearlos, no tragárselos. Este Ingersoll sonaba sincero, un librepensador mal informado, sin duda. Ya había oído hablar de él como ateo militante que daba conferencias contra Dios a dólar la entrada. Del World le dolió sobre todo el ataque personal. Lo que hace unos días publicó, en un suelto anónimo, debía proceder de alguien de la carrera. Sospechaba del abogado Foster, ahora embajador en Madrid. ¿De quién si no podía venir aquello de que él era un «salonnier», «un hombre perezoso y sin capacidad técnica para los intrincados vericuetos de una negociación compleja?» Y lo peor, lo ofensivo en grado máximo: que era conocido en la carrera por ser un «womanizer», un mujeriego.

¿Un mujeriego él, que hacía doce años que no se acostaba con Dolores, y no se había buscado una amante, ni había ido una sola vez de putas para desahogarse? Nada de aquellas buenas «prójimas» pecadoras que estuvo frecuentando y gozando desde los dieciocho hasta los cuarenta y tres años en que se casó. De algunas se acordaba: en Nápoles, La Cucurbita; en Lisboa, Antoñita La Gaditana; en Río de Janeiro, Jeannete: «blanca y rubia, más limpia que el oro, las carnes frescas y apretadas, las piernas como columnas de alabastro, romanista, dotada de una fuerza de atracción y decontracción poderosas para sorber lo líquido y apretar y contener lo sólido, con tan estupenda delicia que, aun dolido y enloquecido, me hacía aullar y morder como si fuera un lobo». En Dresde, Frau Carola, con tetas «acerbe et crude», y no pequeñas. Y la última en Madrid, antes de casarse: Leonor, con quien le costó romper. En toda su vida, sólo dos novias: una de Lisboa, la otra de Lucena. Pero tuvo que ir a casarse con la hija de su jefe en Río de Janeiro, don José Delavat. ¿No tienen los hombres memoria? ¿No hacen caso de los síntomas, de los avisos? La conoció de niña, con unos siete años, y entonces le pareció fea como el pecado. Su padre la llamaba «mi curiana»; siempre estaba llorando, dando gritos; sólo se apaciguaba si una esclava le rascaba la espalda. A su hermano Pepe, a diario le lanzaba coces y bocados. Y eso lo vio él durante dos años que vivió en la misma casa. ¿Qué pasó trece años después, cuando volvió a encontrarla en Biarritz?

Al regresar de Frankfurt y quedar cesante, fracasado en su intento de ser diputado por el distrito de Cabra, se sintió solo, sin perspectivas, en una edad en la que de pronto cumples un año más y te descubres bajando la pendiente, empezando a ser invisible para las mujeres. En aquellos días, después de volver de los burdeles, del casino o del Ateneo, entraba en su casa, abría la puerta y no oía nada, no le recibía nadie. Se acostaba en la cama fría y miraba al techo en silencio. Marchito, agotado, muerto de alma, le pesaba la vida, le entraba miedo a morirse allí solo como un perro abandonado. Volvía la vista atrás, veía su juventud y los años pasados tan vacíos, tan inútiles; toda su existencia le parecía un sueño estéril, una necia pesadilla que no ha tenido objeto, ni otro resultado que el reuma, las canas, las arrugas y toda la miseria a la que olían sus noches.

Entonces apareció Dolorcitas. Él volvía de París, de visitar a su hermana Sofía, pasó por Biarritz y allí encontró a Dolores y a la madre veraneando. Don José había muerto tres años antes, ellas vivían ahora en París. Descubrió a una joven bien hecha, de cara agradable, formas torneadas, juiciosa, con una distinción y un gusto en el vestir que a él se le figuraba que tendrían que corresponderse con semejantes prendas en el espíritu. Que fuera veintitrés años más joven, a primera vista un riesgo, podía tener una serie de prácticos alicientes: sin novios serios, virginidad asegurada; y además, le daría hijos, le satisfaría en la cama, llevaría la casa, tendría energías para cuidarle de mayor. Él podría dedicarse por entero a la literatura. Su madre siempre le dijo que debía casarse con alguien del pueblo, porque «aquí nos conocemos todos, y según el horno, así el pan». Pues bien, hasta en eso le convenía Dolores: don José Delavat era un santo varón, doña Isabel Areas, una brasileña de familia con postín tropical. El hecho es que viajó de vuelta a Madrid y desde allí, por carta, le pidió a la madre la mano de su hija. Doña Isabel respondió que sí, pero a Dolores eso de declararse a distancia, por persona interpuesta, no le gustó. Tuvo que regresar a Biarritz después de leer la contestación al discurso de ingreso de Cánovas en la Real Academia. Se comportó entonces como un gomoso pretendiente: paseaba la calle, acechaba las salidas de Dolores y a la hora del té entraba en la casa, pasando la tarde en pláticas tiernas. Consideraba un buen augurio lo a gusto que se sentía charlando con su novia; a pesar de la diferencia de edad, no surgía esa distancia socarrona y enfriada con la que los mayores escuchan las ideas de los jóvenes. Al no tener una pasión viva por Dolores, no le matarían sus desdenes, si algún día los hubiere. Después de Lucía Palladi, la llama nunca ardería por nadie, el dolor no le vendría por nadie. Un embajador, además, si está soltero, parece que representa menos. ¿Quién llevaría la vida social de las legaciones? ¿Quién le acompañaría en los miles de actos?

Se casaron en Saint Pierre Chaillot. A las dos semanas estaban en Madrid, en la casa de la calle Costanilla. Pronto empezó Dolores a echar de menos París, a quejarse de los criados, de la comida, de los muebles que faltaban, de la ropa fea que había en las tiendas, de lo poco «comme il faut» que eran las amistades de don Juan; sobre todo, de que tenía que tocar su dote para poder comprar al menos un vestido «chic» traído de París. Ella creía que después de casarse iban a destinar a don Juan a una embajada de relumbrón y allí ejercer de «lionne», pero las turbulencias políticas no lo permitieron, todo lo que consiguió fue una dirección general. «El mismo día de la boda le debería haber enseñado los dientes para convencerla de que conmigo no se jugaba. Así habría empezado por infundirle primero miedo, luego respeto, y por último, amor -pues al fin se ama a quien se respeta y se teme». Pero uno se casa en una fecha. Mal que bien, con intervalos de relativa paz, fueron viniendo los hijos: en cuatro años, primero los dos varones, luego un aborto y por último Carmencita. Durante ese tiempo, las discusiones fueron en aumento. La casa era un infierno, sobre todo si les visitaba la suegra. Entonces, por las mañanas le despertaban los gritos de su mujer y de doña Isabel que ya andaban riñendo, maldiciendo y peleando con los domésticos. Durante los almuerzos, a raíz de cualquier fruslería, Dolores comenzaba una cadena de reproches sordos que iban subiendo en rabia, en irritación, hasta alturas insoportables, de tal forma que don Juan temía que le acometiera una indigestión o un síncope. A veces, debía reprimirse para no pegarle un par de bofetadas y detener en seco aquellos ataques furibundos. En esas camorras, con voz de veneno, le tachaba de fedorento y cursi, de inútil, de animal, de egoísta, de no servir para nada... de viejo. Después de nacer Carmencita, Dolores decidió dormir sola. Él tuvo que abandonar el dormitorio y arreglarse un camastro en su despacho. A partir de esto, don Juan pensó seriamente en la separación. Varias veces se la propuso, pero entonces ella caía en una especie de silencio infantil, se encerraba a llorar en su cuarto y pasaba días enteros sin dirigirle la palabra. Al final -por piedad, por los hijos, por evitar un escándalo ridículo-, no tomaba una decisión y continuaba la farsa.

Ahora en América se contentaría con cierta tranquilidad, con un estoico no sufrir. Al menos dejaría de soportar la presencia de su mujer, ya casi sin rostro, después de tanto tiempo en que no la miraba directamente a la cara. ¿Sólo tranquilidad? Quizás latiera escondido el deseo de algo más: la última llamarada. No podía despedirse de la vida, él que había disfrutado tanto de las mujeres, con el mal sabor de alma que le dejaba Dolores. Aún se creía capaz de despertar el fuego en alguien. Mantenía su aspecto varonil, la mirada..., y el pelo, aunque canoso, brillante y sano. Sin embargo, en la poca vida social que había llevado hasta el momento, sólo encontraba damas pasadas de sazón o impulsivas ninfas, hermosas y prometedoras, todavía con la pelusilla de la fruta verde.

Pasaron bastantes días sin recibir invitaciones. Por fin, llegó una de Victoria Sackville-West, que incluía también a su sobrino Juanito.




ArribaAbajoIII. Victoria. Kate Bayard. Juegos

La embajada británica, asediada por landós detenidos ante el porche resplandeciente, era aquella noche el centro de la vida social washingtoniana. Sir Lionel Sackville-West, ministro de Inglaterra, acompañado por su hija Victoria, atendía a los invitados que entraban al gran salón de baile. Un maestresala negro, con librea y enormes orejas, anunciaba las llegadas. Juanito esperaba inquieto en el vestíbulo. Su tío no aparecía; quizás le hubiera atacado el reúma. Todo el mundo estaba ya dentro. Al fin, se decidió: le susurró al ujier que él era la legación española. El negro, como se trataba de la última invitación, improvisó un gorgorito ronco de aviso... y soltó un atronador ¡The Spanish Legation! Tal fue el trompetazo, que todos los ojos se volvieron hacia la puerta esperando una epifanía majestuosa. Momento en el que Juanito, con frac, corbata blanca y aspecto de flauta india, hizo su entrada encogiéndose y mirando a ninguna parte. Hubo una carcajada general. La hija del embajador y sus amigas fueron las más estruendosas; Sir Lionel las miró de manera reprobatoria. Enseguida, rodearon al agregado entre risas y palabras atropelladas. La atención de nuestro héroe se dirigía a Victoria que, enrojecida la parte alta de los pómulos, tenía un aire de febril diversión. Después de dudarlo mucho, la sacó a bailar. Se sumergieron en el torbellino de luz de los valses.

-En Madrid -decía Juanito-, en una recepción del rey, hace unos meses, tocaron esta música; entonces no pude, pero ahora mira cómo me llevas.

Victoria se deslizaba por el salón con suavidad neumática, sonreía sin hablar, buscaba los ojos del agregado con mirada escrutadora y desafiante. Las comisuras de los labios de Juanito descendieron dibujando una línea de ansiedad y de deseo; atenazaba con su mano derecha el talle de la joven, sintiendo crujir el arco de su espalda, aspirando el aroma de su cuerpo perfumado. Al terminar la pieza, apareció el embajador francés, monsieur Roustan, pidió su turno y Victoria se alejó mirando a Juanito con cara de cómica pena.

Después de este abandono descubrió a don Juan, que acababa de llegar. Esperó a que terminara de saludar a sir Lionel.

-Tío, te tengo que presentar a Victoria. Es maravillosa.

-Debe de serlo, por lo que he oído de ella.

-Verás qué mezcla. Aristócrata y gitana.

-Yo conocí a su madre, Pepita Oliva, en Alemania -dijo don Juan-, y no era gitana, sino hija de un barbero del barrio del Perchel. Comenzó cantando en Málaga, en un café de la calle Larios. Luego alcanzó tanta fama como Lola Montes.

¡Claro que la conocía! En Dresde, la había visto bailar de manera castiza y legítima. Nunca encontró ojos tan grandes, tan negros, ni pies tan pequeños, ni pechera tan divina, ni piernas tan hechas a torno, ni cuerpo tan sandunguero. Poseía distinción natural y cierta ingenua frescura, infrecuente en las mujeres de la farándula. Un príncipe ruso riquísimo, enamorado y rumboso, la acaparaba por todas partes. Él, con 420 pesetas al mes, no se atrevió a acercarse. La niña se parecía mucho a la madre. No le extrañaba que sir Lionel se hubiera enamorado de Pepita. Los decorados llenos de luna, geranios y pozos nocturnos debieron actuar sobre el inglés como un encantamiento, convirtiendo a la bailaora en una diosa solar, inaccesible a los súbditos de Su Majestad, apagados por la bruma y la ginebra.

-Tenemos que invitarla a la embajada cuando sea tu fiesta de presentación -propuso rotundo Juanito.

-¿Qué fiesta, sobrino? Mira a tu alrededor y compara. ¡Cómo me voy a atrever yo a dar ninguna fiesta!

Paró la música. Victoria, que bailaba con el general Sherman, quedó a unos pasos de los españoles. Después de aplaudir a la orquesta, acompañada por el viejo soldado, pasó al lado de ellos. Juanito levantó su copa de champán y la llamó:

-Victory, Victory.

-Sobrino, que ese es el nombre del barco de Nelson. Ella es simplemente Victoria -le susurró don Juan.

-Ven aquí, quiero que conozcas a más paisanos de... -iba a decir «de tu madre», pero al ver la mirada de acero del embajador, terminó diciendo- ... España.

Victoria se aproximó. Juanito le presentó a su tío. Don Juan, al tenerla delante, vio que en efecto la muchacha era combinación de dos imposibles: un lánguido lord inglés y una candente mediterránea. La hija tenía la hermosura de la madre, su viveza en la mirada; sólo conservaba del padre las orejas.

Se incorporó sir Lionel al grupo e invitó a don Juan a que le acompañara. Le llevó de corro en corro presentándole a los pocos embajadores que aún no conocía. Entre ellos, al ruso, Nicolai Abrahamov. Don Juan hablaba francés con bastante soltura, así que le resultó más cómodo pegar la hebra con el enviado del zar. Era delgado, alto, hijo del Quijote, sobrino del Greco, con la sonrisa burlona dibujada siempre en los labios. Una barba amplia y partida dejaba al descubierto su enorme nuez. No tardó en aparecer Olga Tatiana Rasilova, la embajadora, cargada de collares y pulseras, maquillaje azul marino en los ojos, alta, sonriente. Avanzó con los brazos abiertos, dispuesta al asalto de don Juan: le besó, le cogió por los hombros, lo sacudió sin misericordia, le invitó a comer cuanto antes y se dirigió veloz a otra parte.

El Secretario de Estado, Frelinghuysen, llegó tarde. Tentado estuvo don Juan de aprovechar la ocasión para hablarle de Agüero, pero en los pocos minutos que lo tuvo enfrente no pudo encontrar el momento propicio. Una vez solos, don Juan, que desde primera hora había confiado en Nicolai, le habló al ruso del filibusterismo y de su intención de protestar ante el gobierno.

-Me he quedado con las ganas de hacerlo ahora mismo.

-Ha hecho bien en contenerse -dijo Nicolai-. Esta administración ya no toma decisiones. Los republicanos lo tienen difícil. Blaine, acusado de corrupción, no creo que gane. Cleveland parece el mejor situado.

Llegó Olga Tatiana, tomó del brazo a los dos y los condujo hacia un sofá debajo de un enorme cuadro de la reina Victoria.

-Estoy rendida, pero tengo ganas de hablar... y de beber un refresco. Nicolai ¿me lo traes?

Olga se arregló la diadema de brillantes y miró a don Juan.

-Me encanta España. Tienen ustedes sangre en el alma, como los rusos.

Después de oír a Olga durante más de una hora pasar revista detallada y malévola a toda la «high society», don Juan fue a buscar a su sobrino. Se despidieron de Victoria. Ésta le dijo a Juanito que esperaba verlo dentro de dos días en la fiesta que ofrecía su amiga Carole Mac Ceney. Juanito dobló, intenso, el espinazo, la miró de forma entusiasta y preguntó cómo había que ir vestido. «Very informally», fue la contestación de la joven.

Ya dentro del coche, don Juan vio tan contento a su sobrino, que le advirtió:

-Picas muy alto, amigo. Ten cuidado con la inglesita. Está en el dulce periodo que las mujeres interesantes disfrutan antes de casarse. Les gusta apostar a varios caballos a la vez.

Victoria despidió junto a su padre al resto de los invitados. El aire frío que entraba por la puerta, los abrigos, los destellos blancos de las bufandas, fueron las últimas impresiones que se llevó a la cama. Antes de entrar en el sueño, vio el borde de la cortina, el diente de oro del embajador francés, la orquídea de Juanito, la mirada acuosa de la doncella, todo eso y algo más que no podía identificar.

Era su madre. El español suavizado del joven andaluz, los gestos, el modo de mirar, la hacían presentarse ahora. Tenía nueve años cuando la perdió. ¿Qué recordaba de ella? La voz dulce, los pasos ágiles, el lunar negro del pómulo. Y las canciones: puñales, jacas, alelíes... Afuera, la campiña francesa, el mugido de las vacas, las eras de heno, la pequeña casa rodeada de margaritas. ¿Por qué no recibía visitas su madre como otras señoras? ¿Por qué no podía, tan buena y caritativa, ir a la iglesia? ¿Por qué le estaba prohibido a ella jugar con otros niños en Arcachon o en París? ¿Por qué las criadas la miraban con lástima y decían «pauvre petite»?

De vez en cuando, aparecía sir Lionel en un coche de caballos, desde muy lejos, jugaba un rato con ella y se llevaba de viaje a su madre una temporada. La noche en que murió Pepita, el médico del pueblo, la matrona, el aya Socorro, dos amigas de París, todos, esperaban que los gritos de un niño llenaran la casa. Pero no se pudo detener la hemorragia. A los dos días, llegó sir Lionel desde Stuttgart; se encerró en el dormitorio. Por las noches Victoria le oía sollozar llamando a su mujer.

Poco después de morir Pepita, nombraron al padre embajador en Argentina. Victoria quedó interna en el convento de San José, en París. Las monjas católicas le enseñaron solfeo, piano, costura, buenas costumbres, historia de Francia, geografía, latín, vidas de santos. Del mundo exterior, sólo conocía la huerta de las monjas en las afueras. Continuaba el enigma: ¿por qué no podía ir a pasar las vacaciones a su casa como las demás muchachas? ¿Por qué el señor Béon le aconsejaba que no saliera sola a la calle? Todo se aclaró con la revelación de sor Esperanza en el barco que cruzaba el canal: «Tu padre y tu madre nunca se casaron». Pasaba muchas horas hablando con la Virgen: «¿y mamá?». Sir Lionel apenas la visitaba. Durante los siete años del convento, absorbió la idea de que el mundo era un lugar cruel en el que había que combatir las propias batallas para sacar el mayor partido. Por fortuna, tenía el certificado de enseñanza en su bolso. Podría ganarse la vida como institutriz.

Pero sir Lionel volvió, acababa de ser nombrado embajador en Washington. Cuando vio a Victoria con el uniforme oscuro, la tristeza del abandono engastada en la cara, se hizo el firme propósito de no separarse más de ella. La llevaría a América como anfitriona de la embajada. Ciertamente iba a resultar escandaloso que un embajador de su majestad británica, soltero, entronizara como primera dama en América a la hija ilegítima de una bailarina española. A su favor contaba el pertenecer a una de las estirpes más viejas de Inglaterra, con la mayor mansión privada de las Islas: Knole, en el condado de Kent. Además, él y toda su familia eran respetados y queridos por la reina Victoria. Lady Derby, la hermana de Lionel, intercedió ante ésta. A la reina la decisión de Sackville, le cayó en gracia por su impetuosidad generosa, por el desnudo amor paternal que revelaba, por lo poco que se esperaba una salida así de hombre tan taciturno y reservado. La reina dio su aprobación al Foreing Office, siempre que los americanos estuvieran de acuerdo. La esposa del presidente Garfield encabezó una comisión de damas que discutió el asunto. Como no estaban en Nueva York, ni en Boston, donde existía una cerrada casta aristocrática, sino en Washington, la capital del joven país democrático, las buenas señoras convinieron en dar la bienvenida a aquella criatura inocente.

Victoria se vio de repente dueña de una mansión con enorme recibidor, escalera doble, muebles espléndidos, vajillas de oro, sirvientes, caballos, y un invernadero en el que florecían orquídeas de concurso. En su primera temporada, dio cinco recepciones con quinientos invitados cada una. El resultado fue la conquista de Washington. Toda la prensa americana la trató con entusiasmo. El Star y el World rivalizaron sobre las virtudes de Miss West. El Star decía: «Se ha convertido en la belleza reinante. Es tan notoriamente hermosa como inteligente y, junto a esas poco usuales cualidades, posee algo exótico, lo que aumenta su encanto».

Durante su primera fiesta en la Casa Blanca, el presidente Arthur, que acababa de sustituir al asesinado Garfield, la invitó a dar un paseo en trineo por los bosques cercanos. Victoria se excusó con descaro infantil, pretextando clases de inglés para mejorar «la horrible rudeza de su acento». Arthur era viudo. Andaría por los cincuenta, pero conservaba un porte atlético y una gran energía de luchador. Si añadimos el aura del poder, el presidente parecía el más codiciado partido para una muchacha que poco tiempo atrás aspiraba a ser institutriz. Las atenciones a Victoria en público fueron tan notorias, que todo el mundo chismorreaba sobre el enamoramiento del viudo Chester. Su hermano y director de campaña tuvo que emitir un comunicado desmintiendo cualquier compromiso matrimonial.

Una tarde, en la cuarta ocasión en que acudió a la mansión presidencial, Victoria tuvo que desengañarle. Cuando Arthur le propuso que se casara con él, se echó a reír y le dijo:

-Señor Presidente, tiene un hijo mayor que yo, y es usted de la misma edad que mi padre.

Al poco tiempo hubo elecciones. Después de décadas republicanas, los demócratas recuperaban el poder. Cleveland ganó a Blaine de manera holgada. Don Juan debía volver a plantear el filibusterismo de Agüero a la nueva administración. Más notas, más gestiones, más irritación. Se sabía como una letanía todo el expediente, igual que un viejo actor de mil representaciones. Pero ahora no era Frelinghuysen quien debía escucharlo, sino el nuevo Secretario de Estado, el senador Thomas F. Bayard. Cursó una nota para entrevistarse con él en la sede del Departamento, la mole columnada de la avenida de Virginia. Bayard contestó que prefería que se vieran en su casa, que le invitaba a cenar.

Se dirigió a la cita con un fuerte constipado de tos y nariz. Vivía el nuevo ministro en Highland Terrace. Como en aquella tarde fría el hielo formaba una delgada capa sobre las calles, don Juan se comprometió a tener cuidado y no romperse la crisma. Bajó del coche. Con precaución inició el ascenso por el sendero empedrado que daba acceso a la vivienda. Se distrajo un momento al divisar, delante de la casa, a una joven vestida de amazona que se quitaba el gorro y sacudía su melena corta, mientras un perrillo le arañaba las botas altas. Al instante, el bólido peludo se precipitó sobre don Juan ladrando inamistosamente. Éste trató de evitar el encuentro, pero resbaló y cayó de bruces. Consiguió levantarse a duras penas; recogió las gafas, incólumes, y miró desconcertado a su alrededor. Enseguida, se acercó la joven y alejó al perro con voz suave.

-Soy Katherine Bayard. Lamento que haya tropezado. ¿Le duele algo?

Don Juan se agarraba con fuerza el tobillo, cerraba los dientes, se contenía para no dolerse ante la presencia de la muchacha.

-Debo haberme lastimado el pie. El abrigo, como usted ve, está empapado... En fin, parece que no me he roto nada.

-Entremos y veamos qué tiene.

Katherine le hizo pasar a la biblioteca; puso el abrigo sobre una silla, cerca del fuego de la chimenea. Llamó a Sally, la sirvienta, y le encargó que calentara una bolsa de agua.

-¿Quiere usted tomar algo?

-Un coñac me vendría bien.

Después de darle la bebida, Katherine trajo una banqueta, le cogió el pie derecho y se lo acomodó en un cojín. Cuando le puso la bolsa, sintió don Juan algo que tenía casi olvidado: la ternura de una mujer derramada con sencillez sobre un hombre doliente.

-¿Puedo llamarla Catalina?

-Me llaman Kate, pero si es su última voluntad... -dijo ella resignada.

Recobró don Juan el buen humor y el dominio de la situación.

Olga Abrahamova le había contado que aquella joven que le miraba de manera fija, respetuosa, sustituía a su madre como ama de casa y anfitriona. La mujer de Bayard vivía en Wilmington, Delaware, con una grave enfermedad de corazón. Catalina y su padre iban a verla con frecuencia. Así llevaban diez años.

El fuego de la chimenea derretía la resina en los leños, un aroma de pino se esparcía por el aire. Sobre el escritorio: cartas, una pluma de nácar y varios cuadernos gruesos, uno de los cuales, forrado de piel azul, se cerraba con un candado dorado. Don Juan conocía ese tipo de libros caja-fuerte, en ellos llevaban sus diarios las jóvenes románticas.

-¿Le gusta Virgilio?

-Sí -respondió sorprendida Catalina-. ¿Cómo lo ha averiguado usted?

-Ese que hay al lado del azul, no puede ser más que La Eneida, un facsímil de la edición veneciana de 1501, hecha por Manucio.

El volumen yacía abierto por una página con un grabado que representaba a Eneas hablando con la reina Dido, sentada en un trono: «Infandum, regina, iubes renovare dolorem».

-Lo conozco muy bien. El original pertenece a un amigo mío.

Había tenido el libro en sus manos, en casa de Cánovas. Al Monstruo le gustaba mostrárselo, pero racionaba el tiempo de contemplación: «No lo mire más, que le va a gastar las tintas».

Don Juan adoptó la actitud del elegido, del que tiene acceso directo a las fuentes de la Cultura de Occidente. Había traducido Dafnis y Cloe, podía admirar en El Prado a Velázquez y a Goya, tomaba café con Víctor Hugo... Se contuvo y no le dijo que, según sus compatriotas, él mismo moraba en el Parnaso.

-¡Qué suerte tienen en Europa! -exclamó Catalina-. Pueden encontrar todavía obras de Horacio o de Platón, perdidas en viejas bibliotecas de monasterios.

-También he tenido en mis manos una primera edición de El Quijote.

-No piense que soy una coleccionista. Leo de todo; prefiero a Dickens, pero me gustan las obras populares, los dramas románticos, las hermanas Brönte, Jane Austen...

Catalina hizo una pausa, miró con ironía a don Juan y continuó:

-No tema, no voy a cansarle con todas mis lecturas, no quiero que crea que soy una licurga.

«Garza plateada», tuvo la intención de decir don Juan.

Catalina fue a cambiarse para la cena. A los veinte minutos se presentó con un sencillo vestido blanco. Poco después, sonaron en el vestíbulo pasos apresurados de la servidumbre, categóricos cierres de puertas bien engrasadas, civilizados murmullos. Apareció en la biblioteca Bayard. La negra pajarita hacía pensar más en un próspero cirujano, que en un político. Andaba inclinándose un poco hacia su izquierda. Se dirigió con una sonrisa amable a don Juan.

-Disculpe el retraso, he tenido que despachar con el embajador inglés y estoy agotado. Espero que mi hija le haya hecho los honores.

-No sólo eso, me ha curado -recalcó don Juan, señalando la bolsa de agua que había quedado encima del taburete.

Bayard miró orgulloso a Catalina; se quitó el gabán y fue a cambiarse para la cena. Don Juan se sentía cada vez mejor en aquella casa. El jefe de la diplomacia americana le inspiraba confianza. No sólo por su fama de hombre honesto y de principios, sino por el hecho sorprendente, que estaba descubriendo ahora, de que era el doble de don Gabriel Viñas, el médico de Cabra que, de niño, le miraba las anginas y le dejaba llevar las bridas de su jamelgo. Don Juan sabía que algunos hombres tienen un duplicado, idéntico en lo físico, aunque no en lo espiritual. En Bayard parecían darse ambos casos: la cara y la figura, pero también los gestos, la forma de mirar, los andares... Hacía unos cuarenta años que don Gabriel había muerto.

-Su padre es el sosias del médico de mi infancia -le dijo don Juan a Catalina.

-¿Cree usted en la reencarnación?

-No, aunque espero que el senador sea tan benevolente conmigo como lo fue don Gabriel.

-Si Pitágoras pudo descubrir el alma de su propio padre prisionera en un perrillo, quizá usted haya hecho lo mismo con el espíritu de su médico -sugirió Catalina con un acento profundo que desconcertó a don Juan.

La cena transcurrió, en lo gastronómico, a una altura infrecuente en los Estados Unidos: crema de ostras, sábalo del Potomac y pato salvaje con gelatina de grosellas. Nada de eso pudo saborear por el resfriado.

Catalina le animaba para que contara anécdotas del mundo literario. Preguntó por París, por Víctor Hugo. Luego, si había visto a la reina Victoria o si conocía a Eugenia de Montijo. Aquí se lució el embajador. No sólo la conocía, eran casi parientes; se escribían, siempre que pasaba por Londres debía visitarla. Don Juan empleaba sus artes conversatorias con la máxima dedicación. El tobillo ya no le dolía por efecto del burdeos. El constipado, detenido en la nariz, le deparaba una medio sordera apacible. Con el quejisma en la voz y la humedad en los ojos, bien podría pasar por un maduro trovador embaucando a los dueños del castillo.

Terminó la cena. Catalina, antes de retirarse, le estrechó la mano. Don Juan sintió el calor de ella ascendiéndole por el brazo hasta el hombro y el cuello.

Repasó los asuntos que debía tratar con Bayard. Era necesario mantenerse firme, estar prevenido ante las posibles réplicas, y sobre todo, conseguir el compromiso inequívoco de que no se iba a permitir la salida de expediciones rebeldes desde puertos americanos.

Bayard se arrellanó en su butaca.

-He leído el informe de mi secretario. Lamento el atentado que sufrió su cónsul en Cayo Hueso. Frelinghuysen nombró una comisión de investigación y yo he encargado que se le proteja. En cuanto a Agüero, sabemos que ha vuelto de Cuba, pero el presidente me ha dicho que no podemos tocarlo. Tiene el estatuto de refugiado político.

-Usted sabe que es un terrorista.

-Washington y Jefferson fueron considerados terroristas por los ingleses en nuestra guerra de independencia. La cuestión está en la definición: ¿luchador por la libertad o delincuente?, ¿patriota o asesino?

-Washington no asesinó a sangre fría, ni puso bombas a inocentes, ni, como ha hecho Agüero, secuestró a un teniente español, cobró el rescate y luego lo fusiló.

-La lógica de la guerra nada tiene que ver con la de la justicia o la de la paz. Ustedes están en guerra... No digo que nos sea indiferente la independencia de Cuba. Quisimos comprársela por un buen precio, pero perdieron la oportunidad de salir airosamente de allí por los caminos prácticos del comercio.

-Para nosotros vender Cuba sería como para los Estados Unidos vender Kentucky. Mucho más, pues ustedes llevan menos tiempo allí que nosotros en Cuba. Es una provincia de ultramar, una parte de nuestra patria -dijo don Juan de manera inflamada.

Bayard se encargó de corregirle el arranque patriótico.

-Provincia que no tiene las mismas leyes que la metrópoli, en donde no hay libertad de partidos, y persiste la esclavitud. No creo que debamos idealizar. Cuba para ustedes y para nosotros es una colonia, una posibilidad de hacer negocio.

-En los políticos y en los ricos sí anida la idea de colonia, pero la mayoría de los españoles ve a Cuba como una tierra prometida o como un camposanto. Ochenta mil familias dejaron enterrados allí a sus hijos durante la guerra del 68.

-Es el destino de todas las potencias coloniales. Ustedes mismos, los más razonables, saben que tarde o temprano tendrán que salir de la isla.

Don Juan veía cómo el problema de Agüero se iba esfumando, empequeñecido en aquel debate de planos más altos. El punto central de la entrevista iba a quedar sin satisfacción. Con tozudez insistió:

-Mi gobierno me ha dado instrucciones para que proteste formalmente por la impunidad con que se mueve Agüero. La Ley de Neutralidad de 1818, prohíbe apoyar o permitir empresas armadas contra naciones en paz con los Estados Unidos. Ustedes tienen relaciones diplomáticas con nosotros, que somos un Estado real, existente, no un comité reunido en un apartamento de Nueva York. Es con España con quienes están obligados por las leyes internacionales. Además, los del comité revolucionario tampoco apoyan a Agüero, lo consideran un personaje cruel y extravagante. Por lo que yo sé, el filibustero les odia a ustedes tanto o más que a nosotros. Quiere una Cuba libre, también de los americanos.

-Sí, sí, no puedo negarle que lleva razón... Tenga la seguridad de que el presidente, a pesar de las presiones de Congreso y Senado para que nos declaremos beligerantes, quiere mantener los compromisos de lealtad con su país.

-Hasta hoy, sin embargo...

Bayard no le dejó terminar:

-En lo sucesivo diga a sus cónsules que este gobierno necesita pruebas, nombres... para poder actuar de acuerdo con la ley. Tenga la seguridad de que prohibiremos salir de nuestros puertos a las expediciones armadas, si se nos avisa con tiempo y en la debida forma. Eso me parece sensato, pero a Agüero no podemos detenerle, ni expulsarle -dijo el Secretario con determinación, casi con mal humor.

Don Juan iba con asiduidad a casa de los Abrahamov. La embajada rusa era el único sitio en que comía bien de veras, igual que en París. Se cenaba a eso de las siete, después tenían lugar toda clase de juegos, desde el inofensivo y diabólico billar, pasando por el meditabundo bridge, hasta los sangrientos póquer o bacarrá. En la mesa de éste último perdió Juanito un día las 580 pesetas de su paga mensual. Olga había enseñado a don Juan a jugar al póquer y practicaban algunas veces de forma amistosa. Sin embargo, debido a su no abundancia de metales preciosos, no tenía más remedio que refugiarse en las carambolas con el padre de Victoria o con el embajador portugués, Vizconde das Nogueiras. El buen coñac y los habanos compensaban la sosería de sus colegas. A menudo se desplazaba a las mesas del peligro, observando la pelea. Olga y Nicolai jugaban en partidas distintas, siempre al bacarrá o al póquer. Eran, sin duda, los más ricos del cuerpo diplomático, mucho más que sir Lionel. A don Juan le fascinaba ver la cantidad de dólares que ponían encima de la mesa, flamantes fajos traídos por el viejo criado Vania en una bandeja de plata. Ganaban mucho, perdían más, aunque no parecía importarles.

La mesa de aquella noche la formaban Nicolai, Victoria, la mujer de Nogueiras y Francis J. Jessop, vicepresidente de la banca Morgan, Gran Maestro de la logia de Columbia.

Victoria entró en la sala de billar, le dijo a su padre:

-Ocupa mi sitio, hoy no es mi día, estoy harta de perder.

Sir Lionel hizo un gesto de tedio y, abstraído, siguió poniéndole tiza al taco. Victoria, entonces, se dirigió a don Juan:

-¿Querrá usted sustituirme? Si no, romperé la partida y me odiarán.

La entonación de la joven contenía muchos matices: ¿querrá hacerme el favor?, ¿podrá?, ¿tendrá dinero?, ¿se atreverá?

Don Juan, con sonrisa condescendiente, dijo:

-Bueno, allá voy...

Le asombró la rapidez con que obedeció a la inglesita. Sería prudente. Iría sólo si tenía buena jugada. Nicolai ganó anoche tres mil dólares. Cierto es que posee las tierras de media Ucrania, pero los ganó. Con la mitad de eso, se quitaba él todas las deudas. Sería una ganancia legítima. América, cuerno de oro.

Buscó en su cartera el dinero. Barajó solemnemente. Los naipes salieron disparados hacia las manos ansiosas. Al poco tiempo, cogió un farol a Nicolai con dobles parejas. Juanito, detrás de su tío, miraba cómo éste, con lentitud desesperante, descubría sólo el canto de las cartas; por fin, las desplegaba para que su sobrino pudiera ver la jugada. Pero llegó un momento en el que la cuestión se reducía a si asistía a los dos mil dólares que había puesto Jessop sobre el tapete. El banquero parecía indiferente ante aquel hervidero de papel sagrado. Cuando Jessop envidó, su rostro senatorial apenas se contrajo para esbozar una sonrisa. Ni un músculo, ni una gota de sudor en aquel agobio, como si dispusiera de refrigeración interna. Don Juan intuía que iba de farol; a él las cartas le estaban llegando en el momento preciso, sin embargo, no tenía una jugada demasiado brillante; buena sí, aunque no para emplear en ella los trescientos dólares recién ganados. Los demás se tiraron. No debía haberse sentado en una mesa tan alta, tan fuera de su nivel. No se puede jugar con miedo a que si pierdes te quedas sin responder a lo más elemental, como pagar los recibos o la comida, o mandarle las dos mil pesetas a tu familia. Debía decidirse. «Va de farol, es seguro». Al fin se atrevió, puso su resto sobre la mesa. Jessop tiró las cartas y le dijo: «usted gana». Llevaba pareja de sotas. El banquero había pedido dos para simular que partía con un trío. Don Juan, al tiempo que traía hacia sí el denso dinero, sintió abrirse el Mar Rojo: se retiraron las aguas turbias, avanzaba en su carro de oro para recoger, triunfal, el tesoro. Ahora, prudencia, conservar esa fortuna. No podía cometer la grosería de levantarse de la mesa. Debía pasar mucho; ir sólo algunas veces para disimular, arriesgando poco dinero. La partida entró en unos momentos decisivos. Los dólares se movían, las jugadas eran comprometidas. Todos recibían buenas cartas, resultaba difícil mantener la sangre fría, no participar. Nicolai le ganó en una mano la tercera parte de lo que había ganado él a Jessop. Tuvo que ir. Llevaba un ful de ases. Si uno se tira con eso ante un hombre que ha pedido tres cartas, debe abandonar la partida. Se retuvo durante media hora más. Vio pasar muchas ocasiones de triunfo. Si hubiera ido todas las veces que ganaba, tendría una fortuna. Jessop dejó caer que el embajador desde hacía rato estaba «in the shell», «metido en la concha», tratando sólo de defender lo ganado. La provocación cayó en saco roto. No le vería los naipes hasta que llevara una jugada derribadora. Era inútil que le provocara. Decidió no beber más coñac. Recibió las primeras tres cartas. Las distinguió de golpe: rojas, dentadas, triunfantes, se mostraban las K de los reyes. Esperó las otras dos, sin atreverse a mirar a los ojos de los contrincantes. Vio la primera, un caballo; pintó con cuidado la segunda: otro rey. Póquer de reyes servido. Jessop puso todo su dinero, como otras veces, para apabullar a don Juan. Éste ahora no lo pensó. Con sus manos elegantes empujó todo lo que tenía arrastrándolo por el fieltro verde con parsimonia. Tenía cogido al magnate. Jessop pidió dos cartas. La suerte estaba echada. Don Juan quedó servido. No valía la pena engañar pidiendo una. «¿Qué tiene?», le preguntó, humilde, Jessop. «Póquer de reyes», contestó rápido don Juan. El banquero fijaba su mirada ósea en el puro, le subía a los ojos esa niebla de los que se creen por encima de los demás, una superioridad que no iba dirigida a nadie en concreto, sino al resto del mundo. «Éste es de ases», dijo el banquero con armoniosas resonancias viriles y aterciopeladas en la voz, desplegando lentamente cuatro monstruos, rojos y negros, solitarios en el centro de las cartulinas blancas, como ojos de cíclope. Don Juan sintió el corazón en la garganta, un dolor fuerte en los riñones, se le nubló la vista por un instante, tragó saliva, murmuró en español algo apenas audible, pero lleno de rabia y desesperación. A las dos o tres jugadas fue al baño, contó el dinero que le quedaba en la cartera: cincuenta dólares. Podía disponer de otra oportunidad. La mesa tenía tal ritmo que resultaba posible recuperarse en una sola mano. Le dolía un poco la cabeza, trataba de comportarse con naturalidad. El ansia de desquite le había crecido hasta hacerse irresistible. Se acabaron las buenas jugadas. Fue perdiendo en pequeñas escaramuzas. Acabó sin los cincuenta dólares. Quiso levantarse. Jessop le miró de manera comprensiva y le ofreció tres billetes de doscientos. «Para que no tenga cuidado...» Ese dinero también fue disminuyendo de manera poco heroica, hasta que lo perdió todo. Le firmó a Jessop un pagaré por seiscientos dólares. Se levantó de la mesa, la cabeza le daba vueltas. Se decía: «Imbécil, imbécil, imbécil». Salió a la terraza, necesitaba ordenar sus ideas. El frío de la noche, el ruido de los sirvientes ajetreados en la cocina, no le hicieron recuperar el sentido de la realidad. Miraba con indiferencia las ventanas, las columnas, como si fueran un decorado. Reproducía las jugadas clave: si hubiera pedido... si hubiera ido... ¿cómo no le noté en la cara que llevaba jugada...?, ¿cómo me amilané con aquella escalera...?, ¿de dónde saco los seiscientos dólares...?

Nicolai salió a la terraza, cogiéndole del brazo le llevó adentro. Su amigo no comentó la partida. Antes de marcharse, Jessop le dijo que no tenía que precipitarse en devolver el pagaré. Luego, le invitó a visitarle en el Club Cosmos.




ArribaAbajoIV. El espía exige

El cónsul en Nueva York, don Enrique Chamorro, telegrafió avisando de que llegaba con un asunto importante. Paco fue a recibirle a la estación. Don Juan le esperaba impaciente. Nada más entrar en el despacho, notó el embajador que aquel hombre pequeño, atildado, traía algo que le disminuía aún más. El cónsul saludó con una reverencia y pasó a la exposición de los hechos.

-Maceo y Gómez están en Nueva York. Vienen para organizar otra vez la lucha. Pero lo más urgente es lo que me ha dicho uno de nuestros informadores habituales. Los dinamiteros de Tampa preparan una gran explosión en la Habana. El espía pide cinco mil dólares para darme nombres, fechas y lugares. Lo de Gómez puede esperar, lo de la dinamita parece inminente.

Don Juan miraba a Chamorro con una expresión concentrada. De los ojos de ardilla del cónsul salía, igual que de los de Quirós, la corriente del miedo, pero contenida por cierta elegancia cosmopolita. Tenía una buena tienda de paños en la calle 32 y parecía estar allí para cortarle un traje al embajador. Chamorro recibía al trimestre seis mil dólares del Capitán General de Cuba destinados a pagar abogados, espías y vigilancia de los independentistas.

-¿Y no le queda a usted dinero? -dijo don Juan con tono de incredulidad.

-Ya está casi todo gastado o comprometido. Sólo tengo quinientos dólares hasta que dentro de veinte días venga otra vez lo de Cuba. No podemos esperar tanto tiempo.

-¿Es de confianza el espía? -preguntó don Juan, viendo que era imposible sacar del caparazón a esa tortuga taimada.

-Absoluta. Hasta el momento todo lo que ha dicho ha resultado cierto al milímetro. Por eso veo grave el asunto.

Y sin duda lo era. La dinamita era grave, la rabia de los tabaqueros de Florida, también. Quirós, una semana antes, le había enviado el periódico cubano de Cayo Hueso, en el que éstos se jactaban de tener todo preparado para la «guerra científica». Un ruso, al que llamaban «benefactor de la humanidad», comparándolo con Gutenberg y Washington, les instruía en las artes explosivas dentro de una fábrica abandonada. Pero necesitaba los detalles, no podía quejarse al Secretario de Estado con tan pocos datos. Todos los cónsules y agentes sabían que con él no se podía contar para seguir con la derrama de fondos. Ya había negado cinco peticiones. Estaba resuelto a sanear las cuentas, a pagar al banquero de la embajada, Mr. Riggs, hasta el último céntimo. No podía ahora hacer una excepción. Y aunque quisiera, ¿de dónde iba a sacar los cinco mil dólares?

-Usted sabe que mi política aquí no es como la de mis antecesores. No quiero que nos tomen más el pelo esos charlatanes.

-Me temo que esta vez es cierto -dijo Chamorro.

¿Y si él, por no caer en el extremo de manirroto, caía en el de irresponsable? Al fin y al cabo, su misión consistía en proteger los intereses de los españoles allá donde se encontraran, y ¿qué más alto interés que la vida? En el periódico de Cayo Hueso, los rebeldes presumían de que, con la instrucción recibida en el manejo de explosivos, podrían hacer saltar por los aires a dos mil soldados españoles.

-¿Le ha dicho en la Habana? -quiso cerciorarse don Juan.

-Sí, en la ciudad. Eso significaría muerte de civiles. No hace mucho los anarquistas rusos arrojaron una bomba en un teatro, murieron más de doscientas personas. Quieren volar la Habana -repitió Chamorro, como si intentara hacer ver a don Juan que toda la ciudad saltaría por los aires.

-Pero eso es imposible.

-Pueden intentarlo en varios lugares.

-Dígale a su informante que mi gobierno premiará todo servicio que se le haga, aunque no se compromete de antemano a dar a nadie un real antes de comprobar que las revelaciones son ciertas.

-No aceptará esperar. Se obstina en que todavía le debemos algunos servicios. Quiere todo el dinero antes de soltar un detalle. En ese mundo funcionan así. Tiene su lógica. Una cosa son las informaciones y otra muy distinta lo que las embajadas hacen con ellas.

-¿Qué quiere usted decir?

-No confía en que seamos tan nobles como para pagarle si sus informaciones, aun siendo ciertas, no pudieran evitar el fracaso. Esas cantidades se entregan en caliente, cuando los sucesos están por ocurrir. Él cree que lo que sabe vale más todavía. Yo le conozco. Además, le discutí el precio, me parecía excesivo. «Mucho más os gastaríais en ataúdes y en ladrillos», me dijo.

-Pero se le puede dar un adelanto, y el resto cuando todo termine.

-No quiere adelantos, por lo mismo. Si fracasamos, él cree que con eso lo daríamos por pagado.

-Puede intentar convencerle.

-Puedo hacerlo, aunque lo veo difícil, y el tiempo cuenta, la cosa está muy avanzada. Si ahora nos metemos en negociaciones...

En fin, parecía no haber otro remedio que pasar por despilfarrador o, tal vez, por crédulo y simple; sin embargo, mejor eso, a que se dijera que cuando los separatistas se agitaban de manera extraordinaria, no se vigilaba bien por miseria suya. Había que encontrar cinco mil dólares.




ArribaAbajoV. Club Cosmos. Cleveland

Al día siguiente, la visita de don Juan a Riggs fue un desastre. Ni siquiera le dejó decir la cifra que solicitaba. No quería saber nada del Reino de España, y menos de sus legados. El que Salazar se hubiera matado porque él ejecutó los pagarés, parecía traerle sin cuidado. Miraba con desconfianza a don Juan, como si fuera una reencarnación de su antecesor. Dijo que sólo volvería a trabajar con el gobierno español, si éste se hacía cargo de la deuda que le había dejado el suicida. Y que aun así, no prestaría jamás a un diplomático.

Don Juan telegrafió a Madrid pidiendo con urgencia el dinero. Le contestó un funcionario: estaba cerrada la partida del mes, tendría que esperar al menos tres semanas. Mandó un cable al Capitán General de Cuba contándole la amenaza. Por la noche, cuando intentaba conciliar el sueño, se le aparecían cuerpos destrozados, relojes rotos, caras despegadas de los cráneos flotando en el aire con la mirada inocente de los perros.

Tres días después de la entrevista con Riggs, se dirigió don Juan hacia el otro extremo de la plaza Lafayette. Llevaba el sombrero encajado hasta cubrirle las orejas, un abrigo de paño fuerte, guantes de lana, camiseta de felpa y, debajo de los pantalones, los calzones largos de dormir. A pesar del blindaje, no lograba protegerse del aire helado que venía de los grandes lagos del norte. Al fin, llegó a un edificio gris de tres plantas. En la puerta principal, sobre una discreta placa enmarcada por guirnaldas, se podía leer: «Cosmos Club».

Salió a abrirle el mismo Jessop, le hizo pasar al salón-biblioteca. Había una mesa grande cubierta de periódicos, revistas y mapas; en el techo, una lámpara con doce brazos dorados; colgaban de las paredes retratos de los presidentes y de pioneros del Oeste. A la vista de semejante panoplia, no se podía dudar del espíritu patriótico del Club Cosmos. Los treinta y tres socios fundadores, le decía Jessop, compartían el mismo entusiasmo por la divulgación del conocimiento geográfico, el patrocinio de nuevos descubrimientos y las aventuras en lugares recónditos.

Jessop se acercó a un mapa mundi desplegado sobre un pupitre especial. Lo mostró orgulloso a don Juan. Aparecían marcadas con círculos rojos ciertas zonas del globo: Alaska, Centroamérica, Méjico, Cuba...

-En estos lugares -dijo el banquero- hemos tenido recientemente expediciones cartográficas.

-Está claro que quieren estudiar en profundidad a todos sus vecinos -rezongó don Juan.

-En el caso de Cuba -dijo con una sonrisa apática Jessop- era necesario valorar con precisión la mercancía que intentábamos adquirir. Ustedes sólo tienen mapas militares detallados de la provincia de Oriente y de los alrededores de la Habana. Cuando les quisimos comprar la isla, el Congreso encargó al Club un informe de puertos, comunicaciones, fortines, ingenios, zonas cultivadas, bolsas de agua, minerales..., en suma, un inventario completo. Aunque no pudimos convencerles, hoy sabemos de verdad lo que la isla vale en dólares.

Jessop hablaba en tono amable, irónico. A don Juan, sin embargo, no le gustaba lo que oía.

-Hay cosas que no tienen precio.

-Todo lo tiene. Compramos La Luisiana a los franceses, a los rusos Alaska...

Se sentaron al lado de una ventana por la que entraba la luz declinante de la tarde. Un joven rubio, con los bolsillos de la chaqueta repletos de lápices, les sirvió el té. Después se formó un grupo en torno a alguien que enseñaba unas fotografías. Cuando el corro se deshizo, emergió de él un hombre -abrigo de castor, piel tostada, barba de muchos días- que cogió su mochila del suelo y se dirigió a zancadas hacia la escalera del piso superior.

-Quiere conquistar el polo -dijo Jessop condescendiente-. Viene de entrenarse tres meses en Alaska. Seguro que nos va a pedir más dinero y más perros. Creo que Smithies no tiene carácter heroico, sólo es un buen deportista.

-En España se nos agotaron los exploradores en el siglo XVI, entonces gastamos el cupo -dijo don Juan.

-Pero aquellos eran individuos excepcionales, iban a lo desconocido, fundaban ciudades, conquistaban imperios. Hoy lo que tenemos son plusmarquistas ¡Lo que yo hubiera dado por ir en la expedición de Pizarro!

-Ya ve, ahora somos una nación pobre. El pasado no alimenta. Se acabó el imperio. Tan pobre nación, que ni migas de pan nos fían -dijo don Juan con tono desalentado.

-Sus antecesores no han sido un ejemplo de seriedad -intervino rápido Jessop.

-¿Y qué culpa tengo yo de eso?

-Usted ninguna, aunque su gobierno podía elegir...

-El mes que viene cuento con que podré pagarle los seiscientos dólares -dijo don Juan con acento firme.

-Ya sabe que no debe preocuparse.

Don Juan quedó en silencio. Sacó el pañuelo, se quitó las gafas y comenzó a limpiarlas. Miró a los ojos a Jessop:

-Sé que abuso de su consideración, pero ¿podría hacer su banco una operación de crédito con España?

-Usted es todavía nuevo aquí. Mi firma no es muy favorable a todo lo que hacen ustedes en Cuba -dijo Jessop con suavidad.

-¿Y si es a mí?

-¿Un crédito personal?

-Sí.

-Tendríamos que estudiarlo.

-Son cinco mil dólares.

-Es mucho para un particular, ¿le avala alguien?

-No tengo propiedad que aportar. Sólo cuento con que mi gobierno pagará esa suma dentro de unos días. Si me atrevo a pedírselo, es porque urge en extremo.

Jessop permaneció en silencio unos instantes. Don Juan veía una cara que, aunque parecía mirarle a él con ojos verdes y profundos, en realidad, miraba para adentro.

-Me arriesgo. Confío en usted. Somos amigos -dijo por fin Jessop-. Sólo que se lo voy a prestar yo, no mi banco. Sin intereses. Me firma un pagaré como el del otro día, para uso particular... Espere un momento.

Después de salir Jessop, a don Juan empezaron a temblarle un poco las piernas; tuvo que cruzarlas y apretar los pies para detener el automatismo. Se aflojó la chalina, encendió un puro, sintió como si el nudo de los zapatos se lo hubieran desatado en el pecho.

Volvió el banquero. Le entregó un fajo con billetes de veinte dólares y le dijo que los contara. Don Juan se negó. Después, en un papel con membrete del Club, leyó la escueta transacción. Pidió una pluma a Jessop. El banquero fue a la mesa de mapas y le trajo una de ave del paraíso. Estampó su firma en tinta marrón, la de los continentes, con ceremonia, muy despacio, para disimular el temblor.

Al salir seguía el viento frío, la plaza estaba desierta. Ahora se encontraba en la misma situación que Salazar. Le debía a un banquero varios años de su trabajo. «¿Por qué me he arriesgado? ¿Y si el espía es un inútil? ¿Y si Madrid...? Escribiré a Elduayen, a Cánovas... Les contaré la situación, se harán cargo... no tardarán en enviarlo. Cuando llegue el dinero, lo primero, devolverlo, y agradecérselo a este buen hombre».

Dos días después, muy temprano, Paco Bustamante viajó a Nueva York. A las siete de la tarde, él y el cónsul Chamorro, sentados en un banco de Central Park, esperaban pacientes, uno leyendo el periódico, otro echando cañamones a los patos. Pasada media hora, se les acercó un hombre de edad incierta, barba grisácea y levita bien planchada. Saludó con una sonrisa desperdigada al cónsul; sin dejar que éste interviniera, se presentó ante Paco:

-Me llamo Ausubel, Pierre Ausubel, viajante de la casa Leclerc, radicada en Burdeos, importadora de algodón -dijo, mientras movía con suavidad dulzona sus ojos de pastel, un poco saltones y verdosos.

Paco sintió alivio al ver que el individuo no le ofrecía la mano. Intentó unas palabras de compromiso, pero Ausubel le entregó, rápido, su tarjeta de visita.

-No sólo tengo información, ofrezco soluciones; y si llega el caso, las ejecuto. No me tome por un espía corriente. Conozco la política de las naciones.

De ningún modo tenía trazas de espía, más bien de panadero a quien, aun acicalado, le resultaba imposible ocultar la pátina de harina que saturaba su piel. Paco se puso a escarbar con el bastón en la arena del parque. Ausubel no tenía más remedio que mirar a Chamorro, aunque las palabras se las dirigía al secretario:

-Agüero puede encender la lucha de nuevo. Sus provocaciones harán que otra vez la sociedad cubana se radicalice, que todas las mejoras políticas de la moderación se vean arrasadas -dijo Ausubel.

-No hace falta que me hable de Agüero -dijo Paco en tono áspero- . Venimos aquí a pagarle por otra información más importante.

-Pero todavía no me han pagado.

Paco sacó un sobre abultado de su abrigo; se disponía a entregarlo, cuando el espía le detuvo.

-Seguro que no lo sabes todo. El embajador Salazar estimaba mucho mis informes, los recompensaba con generosidad. Por cierto, todavía se me debe el último de ellos.

-Se lo debía Salazar, y Salazar está muerto.

-Me lo debe el reino de España, pues a él beneficia.

-¿En qué le beneficia? Por lo que yo sé, usted ayudaba al anterior embajador en ciertos maquillajes contables. ¿Qué tiene eso que ver con el reino de España? -cortó seco Paco.

-Bueno, dejemos en paz a los muertos... -intervino Chamorro con paciencia de sastre-. Ausubel, usted debe comprender que se está yendo por las ramas y no tenemos tiempo que perder.

-Lo que me interesa proponerles es otra cosa -insistió el espía-. Sé que están preocupados por la virulencia de la rebelión encabezada por Agüero. Por quince mil dólares, más los novecientos que se me deben, puedo conseguir que ese quebradero de cabeza termine.

-¿Y cómo pretende hacerlo? -preguntó Bustamante.

-En este país todo el mundo maneja bien las armas.

A Paco nunca le habían ofrecido matar a un hombre, y menos con esa naturalidad. Tentado estuvo de pedirle detalles, de dejarle más tiempo para que expusiera su plan, pero al fin le contestó:

-El nuevo embajador es una persona decente, nunca aprobará nada así.

-Ya sé, ya sé... que no está a la altura de las circunstancias. Su país no debía haber enviado aquí, en estos momentos, a un «homme de lettres».

Paco se levantó y le puso delante el sobre. Ausubel lo rechazó.

-No seas ingenuo muchacho, no hagas eso nunca. ¿Y si te digo una serie de banalidades, o te cuento una fantasía? Debes oír primero el género, después entregar el dinero. Quiero ver que me lo ofreces con satisfacción, como cuando pagas a un dentista porque te saca una muela.

Chamorro miró a Paco pidiéndole tranquilidad, y le dijo a Ausubel:

-Pierre, no me marees, por favor, que tengo la sastrería abandonada.

-Bueno, bueno... Los conspiradores...

Paco sacó un pequeño bloc y un lápiz.

-Tienen la dinamita en Savanah, van a trasladarla a Cayo Hueso. El envío es de mil quilos. Quieren volar el Palacio de Gobierno en pleno día, con la gente y el capitán general dentro. A partir de un mes, cualquier fecha. El cabecilla es Marrero, presidente del club nihilista de Tampa. En este papel -y sacó del bolsillo un pliego color marfil cerrado con lacre- tenéis los nombres de los demás patriotas.

Paco cogió el pliego y le dio el dinero a Ausubel, que, llevándose los dedos a la lengua, lo contó muy despacio. Al terminar, miró a Bustamante:

-Le repugno, pero me lo agradece, ¿verdad? Lo noto. En fin, Chamorro, estoy a su disposición. No me olvide...

Después de darle la mano al cónsul, el espía se marchó por el sendero que bordeaba el estanque del parque.

El viaje de vuelta a Washington lo hizo Paco sentado encima de la carpeta que contenía el pliego. Cuando llegó a la embajada, Pestaña y Juanito le estaban esperando, se abalanzaron sobre él. Jaleado por sus compañeros, se dirigió al despacho de don Juan. Le seguían como al mensajero que se ha arriesgado en campo enemigo. Paco agarraba la carpeta con fuerza.

El embajador le recibió:

-¿Qué, como ha ido la cosa?

-Tenemos los nombres y el sitio.

-No me hagas leer, dímelo.

-Un tal Marrero y seis más. Nos queda un mes.

-Mañana mismo le llevo esto a Bayard.

-¿Puedo telegrafiar a Cuba? -dijo Paco, como si quisiera rematar la faena.

-Descansa, hombre..., tienes ojeras y cara de hambriento. Ya lo hará don Saturnino.

-¿Lo hago yo? -se adelantó Juanito enardecido, mirando a Paco con fervor y a su tío con súplica.

-Pero si no te sabes las claves -dijo don Juan impaciente.

-Puedo mirar el libro.

-Esta no es ocasión para principiantes.

Juanito miró con rabia a su tío y salió dando un portazo. Se dirigió a su habitación, cerró la puerta. Se puso a canturrear algo incomprensible. No era la primera vez. Siempre que no se salía con la suya, recurría a esa protesta sonora. Cuando su tío le pedía explicaciones, contestaba que si dejaba de cantar, le invadían voces con mensajes horrendos. Don Juan elucubraba sobre esa manía. Si estaba de humor, pensaba en Pitágoras. Para el de Samos, las esferas, que giran en arrebatado y armónico movimiento, arman perpetua sinfonía; pero como ésta no cesa, y estamos sumergidos continuamente en ella, no la oímos los hombres. Cualquier cosa daría él para que, con la música del sobrino, le sucediera lo mismo. Pero no le sucedía. Se despertaba oyéndola, la oía cuando escribía, cuando almorzaba y, sobre todo, cuando Juanito iba al baño; allí subía el volumen y lanzaba los agudos en consonancia con los ritmos crecientes de la evacuación. El general Parker, que vivía pared con pared, se había quejado varias veces.

Al poco tiempo, Cleveland celebró el primer contacto con el cuerpo diplomático después de su elección. Don Juan sabía que, durante la campaña, los republicanos le habían acusado de tener un hijo ilegítimo y de haberse librado de la recluta en la guerra civil pagando trescientos dólares a un sustituto. Él mismo reconocía que sólo le interesaba la caza, las partidas de póquer y beber con los amigos. Si le preguntaban por cuestiones culturales, confesaba no haber leído en su vida más libros que los de derecho y porque los necesitó para hacerse abogado. En sus tiempos como sheriff del condado de Erie, para ahorrarse los quince dólares del verdugo, había ahorcado con sus propias manos a dos forajidos. Este rasgo, sin embargo, lo consideró el embajador un buen presagio: quizás fuera un honesto ahorrador y acabara con los sobornos a jueces y senadores.

En el gran salón de la Casa Blanca, antes de recibir a los diplomáticos, el presidente, con sus ciento veinte quilos y bigotes de león marino, estrechaba la mano a ciudadanos corrientes que pasaban en fila delante de él. Con unos se detenía a hablar un poco, a otros les palmeaba el hombro, a todos sonreía. Un muro formado por bancos, sillones y sofás separaba el lugar donde tenía lugar la audiencia popular de la otra parte del salón, en la que iban entrando los invitados oficiales. Cleveland vestía de frac negro, igual que sus ministros. Don Juan se había puesto el traje de gala. En su pecho, la vieja España depositaba adornos barrocos de gestas. No le andaba a la zaga el embajador ruso. También Nicolai Abrahamov brillaba como un ascua.

Cuando terminó de dar la mano al pueblo, el presidente quitó un sillón del muro y penetró por el hueco en el recinto de los invitados. La banda de la Marina inició los acordes del «Saludo al Jefe». A continuación, los criados retiraron los muebles hasta hacer desaparecer la barrera y así dejar libre todo el salón para el baile.

Cleveland saludó al cuerpo diplomático, también colocado en fila. Don Juan y Nicolai se habían puesto uno al lado del otro. El presidente llegó al lugar que ocupaba don Juan, le dio un fuerte apretón de manos y, mirándole con ojos entornados, le dijo:

-Tienen ustedes que bajar el arancel del azúcar y adoptar reformas políticas que conduzcan de manera gradual a la independencia de Cuba.

Había sido advertido de la brusquedad democrática de Cleveland, pero aquello no se lo esperaba. Se había dirigido a él con el tono de un comerciante que tenía poco tiempo, y ninguna gana de regatear. No le dio oportunidad de reaccionar, pues ya el presidente saludaba al ruso, al cual no dejó de recordar algo sobre el trigo ucraniano y sus altos aranceles proteccionistas. Cleveland parecía aburrido por la ceremonia de los asuntos diplomáticos. Seguro que había memorizado los contenciosos básicos con cada país para plantear su política exterior durante la media hora de las presentaciones. A don Juan, que presumía de buen fisonomista, le recordó, ni más ni menos, al sargento Olegario de la Guardia Civil de Doña Mencía: un tío feroz.

No se había repuesto el embajador del saludo de Cleveland, cuando tuvo ante sí la visión de una mujer de unos cincuenta años, con apariencia de monja exclaustrada, sonriéndole con simpatía. No llevaba maquillaje, ni más joyas que unos pequeños pendientes de perlas. El pelo recogido, castaño oscuro, dejaba ver unas orejas rojas, grandes, arrugadas como pimientos morrones. Era la hermana del presidente, Rose, que hacía de primera dama. Le dijo que esperaba que llegara a querer a los americanos.

Después de pasar miss Cleveland, Nicolai se giró un poco hacia don Juan y, con gesto de complicidad, sonrió diciéndole:

-Al menos ella ha estado amable.

-¿Has oído cómo el presidente nos ha «excitado»? Sólo le faltó el sombrero y el pistolón. No concibo cómo un país de sesenta millones de habitantes puede elegir a un individuo tan basto y primitivo. Nos ha tratado sólo un poco mejor que a los matones de taberna de su época de sheriff.

Nicolai con fina sonrisa, le dijo:

-No creas que los otros candidatos eran mucho más delicados. Los americanos, para que les representen en política, eligen siempre a los que sienten como sus iguales. De todas formas, nosotros con quien tenemos que entendernos es con Bayard, que es un caballero.

-Sí, pero el sheriff es quien pone el precio al mulo.

-No esperes mucha aristocracia aquí -dijo Nicolai, tratando de sacar de su perplejidad a don Juan-. En Washington los hombres de negocios huelen a caballo y a colonia barata, los políticos ponen los pies encima de las mesas, o sacan astillas mondando estacas con una navaja en los escaños del Congreso. Si algún día asistes a una sesión de la Cámara, verás cómo escupen en el suelo y blasfeman como demonios.

Ambos observaban complacidos los giros de los danzantes. Oían los brillantes acordes, quizá un poco enérgicos, de la orquesta militar que sin descanso tocaba valses, cuadrillas, polcas y contradanzas.

Don Juan estaba contento porque al fin habían llegado de Madrid los cinco mil dólares. La carta a Cánovas surtió efecto. «El Monstruo» le ofreció todo su apoyo, a la vez que le pedía un ejemplar ilustrado de los «Principios de Geología» de Lyell.

Nicolai, hincando la barbilla y mirando de reojo hacia el corro que se había formado en torno al presidente, le dijo a don Juan:

-Ahí tienes reunidos a algunos de los principales enemigos de tu país, el «lobby» belicista. Falta el director del World y algún otro. El militar del mentón es el general Grant. A su lado, Andrew Carnegie, dueño de todo el acero que se produce en Norteamérica. Sus factorías de Chicago y Pittsburgh emplean a un ejército de proletarios que, felizmente, no han sido inoculados todavía por el veneno de la Primera Internacional. El armamento pesado de esta nación depende de esas fábricas, en especial, los buques de guerra. Sus convertidores Bessemer forjarán en plazo breve una armada de corazas indestructibles.

Tan conocidas eran las ideas de la hermandad de la guerra en los círculos diplomáticos, que Nicolai se atrevió a extractarle a don Juan lo esencial de la conversación:

Carnegie: «Presidente, necesitamos una pequeña confrontación. Después de la guerra civil, al pueblo americano le convendría unirse contra un enemigo exterior y reconocerse así uno y grande, de acuerdo con su destino manifiesto».

Cleveland: «Usted necesita una guerra. Sus excedentes la necesitan. Yo soy un hombre prudente. Los muchachos americanos son los que van a caer en el campo de batalla. No usted, ni yo. Sus hijos tampoco irán a esa pequeña guerra, ¿verdad?»

Poco después, se integraron en el grupo John Pierpoint Morgan y su vicepresidente Jessop. Cuando don Juan vio a éste último, le dijo a Nicolai:

-Ahí tienes a un banquero filántropo, si se aparta del nido de víboras quiero saludarle.

Nicolai le miró extrañado.

-¿Quieres saludar a la víbora principal?

Don Juan puso cara de incomprensión.

-¿Qué sugieres?

-Que es el cerebro financiero y político de vuestro problema.

Don Juan, incrédulo, quedó unos instantes mirando a su copa, con la cabeza baja. No ponía en duda lo bien informado que estaba Nicolai; pero, después de todo, el asunto cubano le era ajeno, quizá sólo hubiera oído campanas. Su amigo no era frívolo. Puede que le debiera cinco mil dólares al enemigo, sencillamente. Tenía que devolverle el dinero mañana mismo. Los seiscientos del pagaré personal no los había reunido todavía, a pesar de que mandó a su mujer quinientas pesetas menos aquel mes y se había apretado el cinturón de manera considerable. Aprovecharía la ocasión para concertar una cita al día siguiente. No tuvo que esperar mucho. Jessop, al deshacerse su grupo, inició un acercamiento paulatino hasta que fue inevitable el saludo.

-Me alegro de verle aquí -dijo el magnate con la más política de las sonrisas.

Después de unas cuantas frases amables por las dos partes, don Juan le propuso que le invitara otra vez al Club Cosmos.

-Mañana salgo para Nueva York.

Nicolai aprovechó que Olga se acercaba para ir hacia ella y dejarles solos.

-Ya tengo el dinero. El mío todavía...

-No se preocupe, no hay prisa. Puedo esperar lo que sea necesario.

-Pero yo no -dijo firmemente don Juan.

-Comprendo, pero hasta dentro de tres semanas no volveré por aquí, mañana salgo muy temprano -Jessop pensó unos instantes-. Si no lo ve indiscreto, puede dárselo el director de la casa que tenemos en la avenida de Pennsylvania. Yo hablaré esta noche con él. Lo he visto por ahí, le dejaré firmado un recibo.

-Le agradezco la molestia. He abusado de su paciencia, pero comprenda el alivio que es quitarse una deuda.

-Los banqueros vivimos de lo que nos deben. Cuando regrese, le volveré a invitar al club.

La orquesta paró de tocar. Sonaron tres golpes de platillos, la gente se dirigió al centro del salón. Allí miss Cleveland y el presidente bailaron una danza irlandesa que incluía saltos, giros y palmadas. El hombretón brincaba al lado de su ágil hermana con la soltura de un minero en una noche de sábado. Una salva de aplausos premió a la pareja.




ArribaAbajoVI. Vida social. Agramonte

En Washington, los lunes recibían los jueces, los martes Victoria, los miércoles la duquesa de Bonaparte, los jueves los senadores, Clover los viernes, los sábados Portugal, y Rusia... siempre. Guiado por Nicolai y Olga, don Juan llevaba una intensa vida social.

Al principio coincidió con Catalina en algunas veladas; hablaban de literatura, de los caballos, de la naturaleza; ella se quedaba poco tiempo; por el cargo del padre, tenía que acudir a muchos compromisos. Luego se vieron más a menudo, sobre todo en casa de los rusos. Una de aquellas noches, vestida de blanco y plata, guirnalda de capullos en el pelo, sentada en un diván, Catalina cantó con un banjo la balada de amor de Susan Jane. Don Juan le pidió un bis, pero ella fue a preparar el ponche: primero rodajas de plátano y piña, luego champán, después el brandy. Con un fósforo triunfal, los ojos todavía emocionados por las canciones, prendió el coñac. Olga trajo un cucharón de plata. Catalina le llenó la copa a don Juan y se miraron con simpatía a los ojos. Al acabar la cena, formaron mesa de bridge. Juanito no había aprendido la lección, seguía jugando al bacarrá, fresca aún la paga. Victoria desplumaba al embajador francés, Roustan, que no sufría demasiado, con tal de que fuera «Miss Wonderful West» la que le ganara. Después de irse todos, don Juan, Sir Lionel y Catalina continuaron con el bridge. Cuando terminó la partida, como la embajada española quedaba lejos, ella le llevó en su landó. Cerca de la plaza Lafayette, Catalina sacó un libro de su bolso y se lo entregó a don Juan.

-¿Querrás dedicármelo? Me lo recomendó mi amiga Clover Adams, ella conoce la literatura de tu país.

Allí tenía el embajador su novela más famosa. Los americanos preparaban una edición, le habían pedido permiso, quizá recibiera algún dinero, pero no se podía imaginar que en tan poco tiempo estuviera ya en las librerías.

-¿De verdad que la has leído? ¿Te he hecho llorar? -dijo don Juan.

Catalina sacó un lápiz dorado:

-Ponme una dedicatoria.

Él no se la pensó mucho: «Nulla lacrima, laetitia».

-No he llegado a las lágrimas. Sí me he emocionado, me has hecho convivir unos días con el corazón de tu heroína. Ahora conozco mejor la vida en España. No comprendo cómo los sacerdotes católicos no se casan. Eso es una fuente inevitable de conflictos.

-Y un filón literario... -apostilló don Juan.

Catalina alzó el cuello de su abrigo, se colocó el pelo detrás con rapidez, frunció las cejas. Como si se preparara para recibir una revelación, le preguntó:

-¿Por qué no escribes otra novela?

-Porque estoy seco.

-¿No te inspira América?

-No depende del lugar. Aquí tengo trabajo constante, no me puedo abstraer de mis ocupaciones. ¡Cómo voy a escribir, si todavía no sé nada de la dinamita! Tampoco tengo tema...

-En Washington hay varias familias que son una novela, y la misma Victoria. Por lo que he oído, su madre daría mucho de sí.

-Buenas historias hay, pero tienes que sentir un empuje misterioso que te lleve a una especial, aquella que necesitas escribir. Y, la verdad, Pepita Oliva, aun siendo española, no me atrae como para dedicarle unos años. Además, no tendría muchos lectores. Hoy hay que escribir a la moda. Todo lo que no sea novela experimental, documento humano, investigación zoopatológica...

-¿Te refieres a Balzac? A mí me ha gustado mucho «Père Goriot».

-No, a Zola.

-No he leído nada de él, no creo que lo hayan traducido.

-Pero no sólo él. Hasta mi amiga doña Emilia Pardo Bazán se ha hecho naturalista. Yo he visto novelas sin la letra «e», novelas sin verbo, novelas sin adjetivo; pero es más difícil escribirlas sin libre albedrío en los personajes, sin que haya caracteres, sino bestias humanas que, una vez lanzadas en determinada pendiente, van a parar al «delirium tremens», al erotismo frenético, al furor uterino, a la manía suicida, al instinto sanguinario de asesinar o a otros excesos. Todo lo que no sea el estudio de la bestia humana, influida por ciertas circunstancias, es para Zola, imaginación.

-¡Qué horror! No lo leeré jamás.

-En «Virus de Amor», el protagonista es el morbo gálico. En más de trescientas páginas se pintan los estragos de esta enfermedad en el cuerpo de una mujer llamada Alfonsina. No hay costra, ni tumor, ni pus, ni horror, ni podredumbre que se quede en el tintero. Esta preciosa novela está adornada con vómitos, diarreas y todo otro linaje de inmundicias; amenizada con episodios de borracheras, hambres, indigestiones y cólicos; incluso encuentros de pederastas en una letrina.

Catalina escondía cada vez más la cara en el cuello alzado del abrigo, hasta sólo dejar al descubierto los ojos, que miraban a un punto sobre su falda, por donde parecían desfilar todas las calamidades que llegaban a sus oídos. Don Juan quedó un momento en silencio, esperando que ella dijera algo. Al fin habló:

-En este mundo hay mucho dolor, pero no debe aparecer en las novelas, sino en los libros de espiritualidad. Yo, cuando voy a leer una, espero que me conmueva, que me ensanche el corazón.

-Esa es exactamente mi idea.

Wilson, el cochero de Catalina, dio tres golpes en la cabina para avisar de que habían llegado. Don Juan le dijo que esperara, entró en la embajada. Al poco, salió con un ejemplar de sus «Cuentos y Diálogos».

-Tómalo, es para ti, te lo regalo por haberme leído, por lo bien que te has portado esta noche conmigo.

Catalina, con cara divertida, sin comprender, asomando por la ventanilla la nariz enrojecida por el frío, dijo:

-Nada especial, creo.

Quedaron en verse al día siguiente en la tertulia de la jueza.

La casa de la jueza Chivers se hallaba en un suave montículo cubierto de rosales. Al entrar, los invitados tenían que subir las escaleras abriéndose paso entre jóvenes sentados en los peldaños, luego iban a los dormitorios, allí dejaban abrigos y sombreros encima de las camas, y volvían a bajar, para dirigirse a la salita donde la anfitriona les esperaba sentada en un sillón, risueña, rebosante de gasas negras, con un collar de perlas que ceñía su abultado cuello como el grillete de una esclava castigada. Antes de conocerla, ya le había contado Olga a don Juan que Laura Chivers era demócrata liberal, viuda de un juez del Supremo, y siempre muy bien informada de la política americana. Aquella tarde atendían a su invitación España, Rusia, Portugal, Inglaterra, y por supuesto, los jóvenes casaderos de todas las legaciones. Los miércoles recibía a otra porción del cuerpo diplomático. Se sentía muy orgullosa de que sus tertulias hubieran arreglado algunos conflictos entre naciones. Como no había tenido hijos, le gustaba rodearse de doncellas y pipiolos, asistir a sus cortejos, favorecerlos o impedirlos según aconsejaran los astros. A cada joven le exigía, antes de admitirlo en su casa, la fecha de nacimiento, el nombre de los padres y, si era posible, el punto cardinal al que estaba orientada la habitación en la que nació. Con todo ello, elaboraba unas cartulinas azules, decoradas con estrellas del zodiaco, que mantenía en secreto y le servían para dirigir las operaciones.

Entró don Juan, examinó las escaleras ocupadas por la flor de la edad. Todos hablaban con animación y, entre todos, Juanito, que le cogió el abrigo para subirlo a los dormitorios. Ya había visitado el embajador en varias ocasiones esta casa. Siempre acudía con agrado al reclamo, no sólo del oporto espléndido, sino de las zalamerías que la jueza le dedicaba. Después de beber la tercera ginebra, empezaba a llamarle «Bouquet» y le susurraba al oído: «Es usted el único del cuerpo acreditado que tiene verdadera clase»; a continuación, cogía sus bombones favoritos intentando introducirlos en la boca del plenipotenciario.

Llegó Catalina, apenas miró a los de la escalera; fue a saludar a la jueza. Vestía un traje gris entallado, llevaba el pelo recogido en un moño de seta. Iba sin maquillar, con una margarita en la mano, los botines llenos de barro, las mejillas encendidas. Había paseado un buen rato por los parques aquella tarde de marzo, frente al viento. Después de besar a la jueza, le tendió la mano a don Juan, que pudo notar el halo de frío que desprendía la joven.

-¿Dónde has encontrado esa flor un día como hoy? -le preguntó la jueza.

-La he cogido de uno de los ramos que le dejan a usted en la puerta.

-Menos mal, creía que las estaciones se habían trastornado.

Entraron en la casa Olga y Nicolai. Al cabo de un rato, todos hablaban con todos. La jueza llenaba las copas, atizaba el fuego, trataba de aflojarse el collar... Pidió a don Juan que recitara alguno de sus poemas. Él se negó de plano, no los iban a entender. Y no sólo la barrera del idioma, no creía que fueran buenos.

-Si quieren ustedes oír algo excelso, que recite Catalina -dijo don Juan.

Ella le miró confusa. Protestó. También se negó. Entonces, Olga Tatiana, sin que nadie se lo pidiera, atacó el monólogo de Hamlet. Nicolai rezongó, y mirando con resignación al fuego, dejó que su mujer le tomara la cabeza entre las manos. Cuando ya estaba despeinado del todo, se levantó de repente, cogió el atizador, y le dijo a Olga:

-Mátame ya. Aquí tienes el puñal.

La carcajada general hizo perder el hilo a la rusa, que sacó la lengua a todos y se inclinó para recibir los aplausos.

-Catalina, por favor, ahora nos haría mucho bien oírte a ti -insistió don Juan con una mirada de ánimo-. A la jueza le gusta mucho Tennyson.

Ella no lo dudó en esta ocasión. Comenzó a recitar a su poeta favorito. La voz le salía del pecho acariciante y honda. Durante las pausas, el silencio conservaba la última palabra suspendida en todo su peso, vibrando con plena sonoridad. Don Juan no entendía la mayoría de los versos, pero algunos le estallaban transparentes y completos. Catalina, como un faro, pasaba sus ojos por las costas de la audiencia, y al llegar a don Juan, lanzaba todo el caudal de luz para iluminarle sólo a él.

«De poco sirve que como un rey incapaz/junto a este hogar apagado, rodeado de pedregosos yermos/ligado a una esposa anciana, yo dicte e imponga/ leyes desiguales a una raza salvaje/ que acumula, y duerme, y se alimenta, y no me conoce...».

Don Juan ya había oído el Ulises en otra velada. Como entonces, se sintió halagado y confuso. Sabía que Catalina se lo dirigía a él.

Cuando terminó el recitado, la jueza, desde su sillón, con lágrimas en los ojos, le dijo a Catalina que se acercara. Le dio un beso.

-Eres adorable, muchacha. Nadie como tú para hacerme llorar.

Y mirando a don Juan.

-¿No cree usted que estos versos sólo los sentimos a fondo los mayores?

-Y las jóvenes con corazón, como acabamos de ver.

A Catalina todavía le duraba el estado de ánimo del poema. Era como si le costara salirse del papel del viejo héroe. Su cara mantenía una expresión rígida, abatida. Don Juan la cogió del brazo y le apretó el codo con cariño. Ella volvió a la realidad sonriéndole con dulzura. La jueza se levantó para avivar el fuego de la chimenea y les dejó solos.

-¿Por qué te has quedado tan triste? -le preguntó don Juan- . No es más que poesía. Tú no te pareces en nada al pobre Ulises. Yo sí que tendría que estarlo, y sin embargo, mira el espíritu ecuánime de mi corazón heroico.

-Tengo una constitución melancólica.

-Pues yo te veo siempre alegre, incansable.

-Es por temporadas.

-Serán los humores o los planetas...-dijo él.

Desde la escalera, llegaban las risas de los jóvenes rompiendo en oleadas sobre las cabezas de don Juan y de Catalina.

-No te debe importar dejarme aquí solo ¿Por qué no te vas con los demás? -sugirió él con tono paternal, mirando hacia la escalera-. Una mujer joven y bonita debe ocuparse de sus pretendientes.

-¿Joven, con veintisiete años? Moriré soltera. Se me ha pasado la edad. De todas formas, aspirantes no me faltan -reconoció Catalina con una sonrisa partida de orgullo y de tristeza.

-Pues sí, he visto a tu alrededor algunos mozos rubicundos.

-Aduladores... Ni uno me ama.

Don Juan la miró expectante.

-Uno me corteja porque le come la ambición: cree que hará carrera política si entra en la familia. Otro, porque piensa que puedo ser su capricho, su placer de algunos días. Lo que quiere es volver a California y contar una conquista principal. El más guapo, por el dinero.

-En España decimos que ése «huele dónde guisan» -observó don Juan divertido.

-Mi padre cree que no puedo ser tan exigente. Según él, leo demasiadas novelas, tengo mucha imaginación y eso asusta a cualquiera.

-Asustará a quien no te merece. Las mujeres de espíritu deben encontrar a un hombre de espíritu.

-En América hay pocos. Todos se dedican a hacer dinero.

-He contado tres. ¿Ha habido algún otro?

-Sí, el primero, con dieciséis años. Pero apenas duró, cambió mucho en poco tiempo.

-¿Cómo se llamaba?

-¿Para qué quieres saberlo?

-Para oír tu voz al pronunciar su nombre. A todo el mundo le cambia la voz cuando nombra al primer amor.

-Lo haré si luego haces tú lo mismo.

Don Juan no se atrevió con la prueba. Temía que, si su boca articulaba «Lucía», Catalina notara el crujido de la cicatriz.

-Se llamaba Visitación -soltó el nombre de su criada, porque en cierto modo fue la primera mujer de su vida.

-Cariño sí parece que le tienes -afirmó ella con una sonrisa clara, y después de dudarlo un poco:

-El mío se llamaba George.

-Curada.

Don Juan fue por una copa de ponche. Cuando volvió, ella le dijo con voz de curiosidad y gesto misterioso:

-Hace unos días, en casa de Henry Adams, el general Grant estuvo todo el tiempo preguntándome por ti. Tus gustos, tus aficiones... Como militar no es muy sutil, quiere saber cuál es tu punto débil.

-¿Y por qué te lo pregunta a ti?

-Porque sabe que soy patriota, y cree que tú y yo somos amigos -dijo Catalina mirando con franqueza interrogante a don Juan-. No te preocupes, le he dicho que sólo te interesa la escritura, que un gran autor como tú está por encima de negocios e intrigas.

-Bien, bien, esos son mis principios generales -declaró don Juan, mientras en su interior completaba la frase... «aunque hay casos en los que, sin que sufra la honestidad, se puede amar el dinero legítimamente ganado o libremente ofrecido por la inconstante fortuna».

-Cree que tu debilidad es el juego -dijo Catalina con una sonrisa divertida.

Don Juan se quedó un instante sin habla. ¿Cómo había tardado tanto en descubrir la táctica de Jessop? Ahí estaba la razón de la demora en el cobro de los pagarés. El banquero guardaba dos papeles claros, indiscutibles, firmados por el embajador de España, reconociendo una deuda considerable: retenerlos era su poder sobre él. Cuanto más tiempo los mantuviera en su mano, más coacción ejercería la hermandad. Podía, incluso, mandarlos al World, que los publicaría de inmediato, aderezándolo todo como una sabrosa historia de tahúr.

Catalina notó el estupor de don Juan.

-Le he dicho que sólo juegas al billar y al bridge.

-Una sola vez he jugado al póquer, en casa de Olga, antes de conocerte. Perdí bastante para mis posibilidades.

La jueza se acercó a ellos y le preguntó a don Juan:

-¿No es cierto que se queja usted del servicio de su embajada? Si quiere, puedo proporcionarle un par de buenos criados, limpios y trabajadores; un matrimonio que ha estado diez años con Medora Pitt y que, al morir ella, se encuentra sin trabajo.

-Lo siento, señora, debo arreglármelas con las dos calamidades ibéricas que tengo. Los galeones de oro no acaban de llegar a la plaza Lafayette. Estamos en la inopia.

Mientras se dirigían hacia el comedor, la jueza recordó algo:

-¡Ah! Debe usted conocer a un joven nuevo que tengo aquí. Me lo presentó Charles Dana, el editor del Star, como «una promesa de la lírica latinoamericana». Es cubano, se llama Ignacio Agramonte, y tiene unas estrellas estupendas.

Todos se encontraban ya alrededor de la mesa, menos Victoria, que en las escaleras, con las mejillas arreboladas y la mirada brillante, seguía absorta las palabras del cubano. No quitaba ojo de la corta melena de Agramonte, de sus ojos pardos y velados, de su tez pálida. El espíritu humano es tan complejo que apenas acierta a distinguir los resortes profundos que le impulsan a la acción: Juanito subió hasta el último peldaño y, haciendo una cómica reverencia, extendió el brazo hacia Victoria:

-Dame la mano, ¡oh musa¡, y deja en paz a las colonias.

El tono de Juanito no fue todo lo jovial que pretendía, asomaba un desdén que no pasó inadvertido al poeta. Victoria cogió a los dos del brazo y, riendo, bajó con ellos las escaleras. Ya en el comedor, se dirigió a don Juan para presentarle a Agramonte. El saludo fue breve, Ignacio le estrechó la mano de manera blanda y despegada.

En la cena hubo calidad, pero el mantel de flores y las salsas picantes agradaron menos al embajador. A los postres, la jueza trataba de mantener viva una conversación sobre los balnearios americanos:

-En Newport, las habitaciones disponen de luz eléctrica y baño. Hay bailes, carreras de caballos, se conoce a gente de lo más variado; además, cada uno puede ir vestido como quiera. Las personas, en la playa, no están obligadas a bañarse con esos feísimos trajes de presidiario -sostenía la dama, mientras simulaba el oleaje con sus manos regordetas.

-Pues yo he oído contar -intervino Juanito, mirando retador a Ignacio- que las mulatas cubanas, medio desnudas, bailan danzas diabólicas en la arena durante el plenilunio.

-Y yo he visto en Madrid -replicó Ignacio airado- cómo señoritos andaluces desnudaban a bailaoras gitanas en los colmaos agitando billetes. Las mulatas cubanas y las gitanas se parecen en que ambas son esclavas. La esclavitud sí que es obra del diablo, y ustedes la mantienen en Cuba.

Juanito esbozó una sonrisa de superioridad. Con disimulada inocencia en el tono de voz, exclamó:

-¡Pero yo sólo hablaba de mujeres!... Aunque, ya que se lo toma así, le diré que la esclavitud es a los criollos a quienes produce beneficios, no a los señoritos andaluces.

-Mis padres sí son criollos. Yo soy cubano.

Victoria miró a Agramonte con exaltación.

-¿Aún hay esclavitud en Cuba?

-Ahora malviven allí doscientos mil esclavos, algunos negreros todavía los venden.

-¿Doscientos mil...? -repitió incrédula Victoria.

-La ley ya no los llama «esclavos», pero no tienen iguales derechos que los blancos. Las escuelas estatales no los admiten, los cafés, los teatros, los bares, tampoco. Hasta los baños públicos los tienen prohibidos.

Los ojos del cubano derramaban pez negra, ardiente. Con el arrebato, su musical acento caribeño adquiría una entonación infantiloide que hacía sonreír sardónicamente a Juanito.

-¿Los baños públicos? Pues me parece bien, los negros no se lavan. ¿No querrá usted que dejen la mugre dentro?

La jueza Chivers observaba con preocupación el cariz que iban tomando las cosas. Don Juan, por fin, estableció la posición oficial.

-A mi sobrino le gusta discutir por discutir. Tenga usted la seguridad de que en la embajada española se contempla con respeto a Cuba, hija predilecta de la Madre Patria. La esclavitud está abolida desde hace cuatro años, el patronazgo es para ayudar a una integración progresiva. La desaparición completa caerá como fruta madura dentro de poco.

Don Juan miraba a Ignacio con firmeza, a Catalina con cierta ansiedad. Los ojos de ella le apoyaban sin reservas: «muy bien, sigue, perfecto». La jueza Chivers, una de las pocas que hacía veinte años había defendido a Lincoln en un Washington secesionista, lanzó un agudo «¡Bravo!» y apretó con sus dos manos el brazo derecho de don Juan, zarandeándolo con vigor, como a un olivo para hacer caer las aceitunas. Agramonte escuchó educadamente la declaración del embajador. Sin hacer caso de la última provocación de Juanito, mirando sólo a Victoria, siguió:

-Ni siquiera los blancos tenemos libertad de expresión o asociación. El gobernador militar puede instruir un juicio sumarísimo a cualquiera y fusilarlo al día siguiente.

-Creo que usted exagera el carácter represivo de nuestro gobernador -cortó brusco don Juan-. Los fusilamientos sólo se ejecutan contra quien ha matado a alguien... o contra el implicado en acciones subversivas, como esconder armas para matar seres humanos. España y los Estados Unidos y todos los países, aplican la pena máxima a los asesinos.

Hizo esta alusión mirando a la jueza. Don Juan quería rebajar el clima emotivo contra España que en la audiencia femenina estaba creando Agramonte. Éste, había que reconocerlo, tenía la virtud de convencer y emocionar, el fuego oratorio.

-No hay tribunales independientes -insistía Ignacio-, los fusilamientos dependen del avenate del gobernador de turno. La vida de los ciudadanos no puede quedar al arbitrio de un hombre. ¡La lucha de los patriotas cubanos es justa! ¡Sólo nos emociona nuestro destino!

Las piernas de Juanito no podían mantenerse quietas, las agitaba en un taconeo incesante. Veía la cara de Victoria mirando a Ignacio y se le caía el alma a los pies. Adiós, flores. Adiós, sonrisas. Adiós, Juanito. Esa era la mirada que él quería ver sobre sí. Volcó en su garganta el resto de la copa de coñac.

Cuando Agramonte terminó de hablar, el silencio sólo lo rompía el crepitar del gas en la lámpara. La jueza miró a María do Cinta, vizcondesa de Nogueiras, y le dijo:

-Creo que necesitamos uno de esos fados que usted canta.

La ministra portuguesa nunca desaprovechaba una ocasión así. Un poco harta de las trifulcas políticas de sus hermanos iberos, había asistido a la disputa con aire distraído. Hasta que oyó la última palabra de Agramonte: «destino». Se acordó, entonces, de algún amor perdido, y sintió la necesidad de expresarse musicalmente. Fue hacia el piano con aire a la vez modoso y pícaro, a pequeños pasos. Sonriendo con sus grandes labios pintados, llamó a los jóvenes de la escalera para que participaran en la audición. Juanito, de repente, se levantó; con paso tambaleante, pero rápido, tomó la delantera a la portuguesa y se sentó al piano; tenía la cara enrojecida, el cuello de almidón desabrochado, la corbata deshecha. Comenzó con voz gangosa una de sus incomprensibles canciones. De vez en cuando, podían discernirse palabras sueltas, como «cordera», dicha con irritación, o «caricia», musitada con pena. El resto, se confundía con el aporreo cacofónico de las teclas del piano. María do Cinta se acercó a él de buen humor, le cogió del brazo e intentó levantarlo del asiento. Juanito se resistió. Entonces, la portuguesa emitió un do de pecho tan fuerte que el joven y todos se despejaron de pronto. Había barrido la atmósfera cargada de electricidad, como un rayo descarga la tensión en las nubes negras. Un do autoritario que decía: estos son mis poderes, callad, oíd. Juanito sí cedió ahora. Sumiso, se alejó a un rincón, dejando el piano a María do Cinta. La nube pálida de la melancolía del fado comenzó a hacer efecto en el joven, sentado en la penumbra.



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