Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Don Juan I de Castilla ó la venganza de un rey

P. J. Domínguez






ArribaAbajoLibro I


ArribaAbajoCapítulo I

En donde el curioso lector verá que el modo de conspirar de los antiguos, se parecia bastante al de los modernos.


Alumbrados por la pálida luz de la luna, que débilmente reflejaba en las cristalinas aguas del Ebro, dos caballeros seguian silenciosamente una de sus escabrosas orillas. La noche estaba escesivamente fria: soplaba con violencia un viento de invierno: oíase á lo lejos el ahullido del lobo y el ladrido del vigilante perro: negras nubes cruzaban con rapidez por el espacio, y su densidad ocultaba á veces el astro de la noche. Cercados, pues, de mil peligros, luchando con mil dificultades, y lo que es mas que todo, temiendo á cada paso ser descubiertos en su marcha, aquellos desconocidos llegaron á un espeso bosque, en que terminaba la senda que seguían.

-Hemos perdido el camino, dijo uno de los dos al mismo tiempo que detenia la fogosidad de un hermoso caballo árabe que montaba: debimos de esperar en Herrera á que llegase el día, y no esponernos de este modo á andar vagando toda la noche. Si yo hubiera seguido mi primer pensamiento y desechado tu dictamen, ahora estariamos descansando en nuestras buenas camas, en vez de andar sin ningun fruto por estas asperezas.

-Sin embargo de lo que á vuestra merced duele el mal rato presente, respondió aquel á quien las anteriores palabras fueron dirigidas, creo que todavía no hay motivo para arrepentirse de haber salido de Herrera. Nosotros necesitamos ocultar nuestros pasos y designios, aun á aquellos que se muestran nuestros amigos: debemos de precavernos de todo el mundo, y contemplar un enemigo en cada hombre. Ínterin que no tengamos pruebas de la sinceridad de los que nos manifiestan su afecto, debemos de mostrarnos frios y reservados con ellos. Vuestra merced se lamenta de la cena y cama que ha perdido esta noche en el monasterio de Herrera; y quién sabe si aquellos benditos padres, en cuanto supiesen quiénes eran los huéspedes que albergaban, no nos hubieran entregado á nuestros enemigos?

-Y por dónde lo habian de saber? A no ser que tú, que muchas veces, impelido por esa pasion de charlar que te domina, se te escapara indicarles una parte de mis proyectos, yo por la mia, puedo asegurar que nada sabrian. Cabalmente es gente cuya compañía y conversacion detesto.

-En odio hácia ellos aventajo á vuestra merced, y si no puedo decir lo mismo de la prudencia, permítame al menos que le diga que yo solo manifiesto aquellas cosas que ningun perjuicio puede seguírseme de que se sepan. Es cierto que hablo mucho y á menudo; pero tan solo es para darme á conocer entre los que me escuchan por un hombre de larga historia, ocultando siempre la verdadera. Todavía á nadie he manifestado mi nacimiento y las causas porque estoy en España.

-Ea, pues, déjalas: no me las manifiestes á mí tampoco: recuerda que estamos en un bosque y á orillas de un caudaloso río.

Estas palabras, pronunciadas con cierto aire de enojo y superioridad, contuvieron al hablador; el cual, llevado de su pasion, se disponia á referir todas las vicisitudes de su vida, embocando de paso un discurso laudatorio de sí mismo.

-Bien conozco que debemos de tratar de salir cuanto antes de aqui, dijo entonces variando de conversacion: yo creo que la casa de Baruch ya no debe de estar muy lejos. La última vez que vine, recuerdo haber visto junto á ella una espesa arboleda; y nada tendria de estraño que fuese esta en que nos encontramos. Si vuestra merced me concede su licencia, marcharé á ver si la descubro.

-Y tratas de dejarme aquí solo?

-Si, señor, pero por muy breves momentos, porque si nos encontramos en el parage que yo me figuro, antes de andar dos tiros de ballesta ya habremos salido de dudas.

-Pues para eso, te acompañaré yo tambien.

-Corriente: yo solo lo hacia porque vuestra merced no se molestase infructuosamente.

Echaron á andar internándose en el bosque; y al poco tiempo, por tener este poco mas de media milla de estension, se encontraron en el otro estremo.

-Allá está la casa de Baruch, dijo entonces uno de los caminantes, estendiendo su brazo horizontalmente.

-La distingues ya?

-Sí; y vuestra merced?

-Yo todavía no.

-Pues andemos un poco mas, y no tardaremos en llegar á ella.

No tan pronto como habia dicho, sino despues de bastante tiempo y trabajo, que aumentaba la impaciencia de los caminantes, llegaron á una alquería circuida de unos jardines, y en cuyas paredes jalbegadas reflejaba la luna.

Apeáronse entonces sin dilacion, y uno de los caballeros, dando dos palmadas, pronunció en alta voz estas palabras, que sin duda eran una señal convenida:

-Baruch, Baruch, Israel te llama!

En cuanto fueron oidas por los que habitaban en la alquería, se apresuraron á franquear la entrada; y un personage de mas de cincuenta años, de tez morena y arrugada, de ojos negros y penetrantes, de barba larga y entrecana, y de estatura alta, que aumentaba una larga y morada túnica que vestia, con un ancho cinturon de cuero negro y un turbante blanco á la usanza de las naciones orientales, se apresuró á salir al encuentro de los caminantes.

-Permitidme, señor, que salude al futuro rey de Castilla.

Al dirigir estas palabras al que entre ellos parecia ser superior, se inclinó respetuosamente, y besó ademas una de sus manos.

-Baruch, podemos hablar con seguridad? preguntó aquel á quien se acababa de tributar una parte de los honores que se, deben á los príncipes.

-Con seguridad completa, señor; entrad, y nada temais de mi pobre Rebeca: ella está tan interesada como yo en el triunfo de vuestra causa, y dirige al Dios de Abraham ardientes votos por vuestros aumentos y conservacion.

-Sin embargo, yo vengo á veros y á hablaros sin testigos...

Hizo entonces el hebreo una señal, y se retiró su pobre, Rebeca, dejando á su marido la luz con que ella los alumbraba.

-Hásme saludado por futuro rey de Castilla, dijo entonces el que tan exigente se mostraba en casa agena, y quisiera saber quién te ha dictado esas palabras.

-La ciencia, señor, la ciencia...

-La ciencia dices! vamos á ver...

Y al mismo tiempo entraba y se sentaba en la mejor pieza que habia en la alquería.

Su compañero, despues de haber atendido al cuidado de los caballos en una cuadra inmediata, esperaba sus órdenes conversando con Rebeca en la cocina.

-Yo he consultado vuestro horóscopo, continuó el judío manteniéndose á una distancia respetuosa, he seguido el curso de los astros; y allí, señor, allí he visto escrito vuestro destino. Vos habeis nacido para reinar: el trono de Castilla próximo á quedar vacante, os espera: los pueblos os bendecirán con entusiasmo; y nuestra pobre nacion, tan perseguida y odiada, respirará tranquila en vuestros estados. No es verdad, señor, que la protegereis? Sí: nosotros en vos confiamos, porque sabemos que no hareis traicion á vuestros nobles sentimientos, ni faltareis á vuestra palabra. De este modo encontrareis en el pueblo de Judá un escudo que os preserve de todos los peligros que os esperan, un apoyo firmísimo para subir al trono de vuestros padres, y un aliado fiel que prodigará por vos su sangre y sus tesoros. Ah! venga ya ese venturoso dia de vuestra proclamacion; llegue cuanto antes el momento de nuestra libertad, y cante Israel sus triunfos y sus glorias. Levántate ya, esclava encadenada, y ven á saludar á tu libertador. Deja tus vestiduras de duelo y tristeza, y adórnate con el ropage nupcial. Pasó ya para tí el invierno de las tribulaciones, y llegó la amena primavera de los placeres. Permitid, señor, a mi comprimido corazon este desahogo. Cuando considero las desgracias del pueblo hebreo; cuando contemplo la opresion en que gime por una larga serie de siglos; cuando recuerdo la maldad y tiranía de sus opresores, y cuando leo en la historia aquellas horribles matanzas de Francia y Alemania, deseo la muerte, por no poder soportar la amarga pena que me devora. Si una peste invade las provincias que habitamos, al instante la plebe clama por nuestro esterminio, y nos distribuye los males que padece: si un ejército de cruzados se dispone para dejar la Europa, un grito terrible de esterminio sale de sus filas. «Sacrifiquemos, dice, antes de nuestra partida á los que han crucificado á nuestro Dios: venguemos en el pueblo deicida los ultrajes de Jesucristo, y acabemos con esta raza que lleva en su frente el sello de la reprobacion eterna.» Si el Estado se encuentra en apuros, nuevos pechos y derramas anuncian la férrea voluntad de un príncipe dispuesto á esterminarnos; por todas partes, en fin, no vemos mas que persecucion y desastres. Nos encontramos dispersos, errantes y perseguidos sobre la superficie de la tierra, como si fuéramos los enemigos del género humano, é indignos de habitar entre los hombres. Nuestra suerte es aun mas dura y cruel que lo fuera la de nuestros padres esclavizados por el impío Faraon, de quien los rescatara la omnipotencia de Jehová. Gemimos oprimidos por el incircunciso Filisteo, que nos ha usurpado la herencia que nos pertenece, y no cesa de insultarnos en nuestra pobreza. Ya se acabó para nosotros la magestad del templo; ya han desaparecido sus altares y sacrificios, y la reina de las provincias, la dominadora de las naciones, aquella Jerusalen que era la delicia de nuestros padres, ya no es hoy mas que un monton de ruinas. Por lo mismo, señor, de vos esperamos que enjugareis nuestras lágrimas, resucitando los hermosos tiempos de Juliano, de aquel emperador en quien nuestro pueblo encontró un protector y un padre.

-Sí; pero para eso, repuso á este discurso el huésped de Baruch, es necesario que yo suba al trono de Castilla: de otro modo, cómo quieres que yo remedie los males que padecen los de tu pueblo? Es, pues, preciso que vuestros sacrificios no se reduzcan á vanos esfuerzos y estériles deseos. Se necesita obrar con actividad y energía para inutilizar las maquinaciones de los que me disputarán la corona á que aspiro.

-De eso he querido hablaros tambien; pero el deseo de manifestaros lo que he leido en los cielos acerca de vuestro porvenir, me impidió complaceros en esta parte.

-Pues hubieras ahorrado mucho tiempo y trabajo si no hubieras consultado mi horóscopo.

-Cómo, señor! no creeis en la astrología?

-Es una ciencia muy vana para mí.

-Sin duda ignorais sus misterios; pero para que os convenzais de su verdad, otra ciencia viene ahora en apoyo de mis vaticinios: por la metoposcopia conozco que estais destinado para reinar.

-Quisiera que te persuadieras de que no he venido aquí para que lucieras conmigo tus conocimientos, que si se quiere por otra parte no dejaré de admirar, sino para saber por tu medio con qué recursos podria contar en el dia de la lucha que veo aproximarse.

-Ya os he indicado que con los tesoros de toda la tribu de Judá; pues ahora necesito haceros algunas revelaciones: la reina de Portugal no solo os dispensa su amistad, sino que se compromete á inclinar el ánimo del rey su marido, á que envie un ejército en vuestro apoyo á Castilla. Teneis un poderoso auxiliar en la persona del maestre de Avis: el rey de Granada es ya uno de vuestros aliados mas sinceros; y el duque de Alencastre está dispuesto á entrar en esta liga, con tal que consintais en desposaros con su hija. Y para que vengais en conocimiento de lo adelantados que estan vuestros negocios, habeis de saber que en la misma corte de vuestro padre teneis un agente tan sagaz, que él solo basta para trastornar todo un imperio: el árabe Boa-Eddin, fingiéndose fugitivo de Granada, y de acuerdo con su rey, háse presentado en Santo Domingo de la Calzada, y regalado á vuestro padre unos borceguíes muy vistosos, que el incauto príncipe se apresuró a ponerse. Esta imprudencia le costará la vida: los borceguíes estaban emponzoñados, y su mortal veneno se ha inoculado en la masa de su sangre. Pronto se divulgará su fin, y entonces es la ocasion mas oportuna para que vos seais proclamado.

-Sí; pero ese regicidio me horroriza, repuso el huésped por un impulso natural y espontáneo de su corazon.

-Ninguno de nosotros tiene parte en ese crímen: su responsabilidad es tan solo de los sarracenos de África. Ademas que vos debeis de recordar los medios de que se valió don Enrique para subir al trono de las dos coronas: tal vez lo que ahora pasa en Santo Domingo no es mas que una consecuencia de las escenas de Montiel: la Providencia se anticipa en sus castigos...

-Estas palabras del judío no pudieron calmar los remordimientos del que acababa de escucharlas. Él aspiraba al trono de Castilla; es cierto que bebia los vientos por ceñirse una corona que, á pesar de su brillantez, podia llamarse de espinas; pero la sola idea de que para conseguirlo era preciso cometer un gran crímen, le desconcertaba. Sin embargo, pudo mas en esta ocasion, como en todas las que el hombre se deja arrebatar de sus pasiones, su amor á las grandezas de la tierra; y despues de algunos momentos de pansa preguntó nuevamente á su interlocutor:

-Y tan solo con los recursos que me indicas cuentan mis partidarios para proclamarme rey? yo creí que ya contábais con algunas tropas y castillos, y segun veo no hay hasta ahora mas que dinero y buenos deseos.

-Es preciso obrar con suma prudencia, y por lo mismo esperamos á la muerte de don Enrique para sobornar la guarnicion de las plazas, y proclamaros en un mismo dia. Tan solo para este objeto tiene reunidos Joseph Pico en Burgos mas de veinte mil ducados.

-Pues yo preferiria á todo eso quinientos caballeros y dos mil peones.

-Desengañaos; habiendo dinero hay soldados y castillos; ya sabeis lo que decia Filipo de Macedonia, «que no habia para él ninguna plaza inespugnable, con tal que tuviese una senda por donde pudiese subir á ella un macho cargado de oro.»

-A pesar de todo eso, es necesario que mañana marches á Burgos, y que te pongas de acuerdo con Joseph Pico acerca de lo que se ha de hacer. Llegó ya el momento en que es preciso que demostremos nuestra actividad y valor, arriesgando cuanto tenemos por todo lo que deseamos. Desde Burgos quisiera que pasases á Medina del Campo, y que favorecido por la esperiencia y consejos de Benjamin Artal, se me proclamase en aquella villa tan pronto como espirase mi padre don Enrique. En mis estados de Gijon ya está todo preparado para este dia: tan solo se esperan allí mis órdenes.

-Hace pocos dias, que disfrazado de mercader, he recorrido la mayor parte de los estados de Leon y Castilla hablando favorablemente de vos á los principales judíos. Todos me han ofrecido su influencia y sus tesoros; pero quieren, ademas de garantías para el porvenir, que sus nombres y personas permanezcan ocultas. Es tanto lo que ha padecido nuestra pobre nacion, que no estraño esta exigencia! Pero á pesar de todo, mañana emprenderé nuevamente este viaje para decirles que esten prontos, pues vos les concedeis lo que desean... No es verdad, señor?

-Si; pero diles que garantías no puede darles otras el hijo de un rey mas que su palabra: en cuanto á lo demas, estoy conforme.

-Creo que ellos lo esten pronto tambien.

-Segun eso, me retiro antes que en Pancorvo se note mi falta.

-Podeis hacerlo cuando gusteis; yo pasaré por allá á daros parte del aspecto que presentan vuestros negocios; y mientras tanto, si algo se os ofrece advertirme y no quereis molestaros en buscarme, podeis enviarme á vuestro confidente, que me hallará ó en Medina ó en Toledo.

-Eso mismo habia pensado, así como el recomendarte la mayor actividad y reserva.

Entonces el huésped llamó á su compañero, a quien mandó sacar los caballos.

Baruch se acercó á él, y dándole dos palmaditas en el hombro:

-Amós, Amós, le dijo, sé fiel al príncipe.

Y dentro de algunos instantes habian desaparecido por la orilla del rio.




ArribaAbajoCapítulo II

De como el rey don Juan fué coronado, y de las funciones que con este motivo se hicieron en Burgos.


Semejante á una madre desolada que inconsolablemente llora la temprana muerte de un tierno pequeñuelo, á quien alimentara con su propia sustancia, la desventurada España se lamentaba por la muerte de su buen rey don Enrique II. Recordábanse sus beneficios y mercedes; traíanse á la memoria sus vicisitudes y peligros; referíanse sus heroicidades y trabajos; y comparando su feliz reinado con el turbulento que se preparaba, no cesaban de maldecir á la muerte, que les arrebatara en flor el mejor de los reyes.

El aspecto que ofrecía entonces la hermosa herencia de Recaredo y San Fernando era en demasía triste y aflictivo. Recelábase que el duque de Alencastre no se propusiese por medio de estrangeras armas disputar los derechos de que se creía asistido por su muger doña Constanza; temíase que la nobleza, poco satisfecha con el testamento del último rey, no declarase la guerra desde sus góticos castillos; sospechábase que el Navarro no se aliase nuevamente con los ingleses para reparar sus recientes derrotas; y como si todo esto no fuera capaz de imponer al hombre mas esforzado, el bastardo don Alfonso se habia declarado en rebelion abierta tan pronto como espirara su padre don Enrique.

Todas las miradas, pues, se fijaban en el infante don Juan; pero este príncipe, que se encontraba en Tudela, ignoraba todavía el luto que cubria á Castilla.

El obispo de Sigüenza don Juan Manrique fué el encargado de cumplir el triste deber de comunicar al jóven infante tan triste noticia.

-Ojalá, señor, dijo estando ya en su presencia, que la muerte no hubiera respetado á las arrugas de mi frente ni á la blancura de mi cabeza; ojalá que no fuera yo el encargado de manifestar á vuestra grandeza cuánto padece en este dia nuestra amada patria por la gran pérdida que acaba de esperimentar! Pero al hombre, señor, al hombre mortal, á ese insecto de un dia, no le es dado penetrar en los arcanos de la Providencia para descubrir allí las causas porque al parecer perdona á príncipes impíos y castiga á reyes muy justos...

El infante se sobresaltó con este razonamiento del prelado; y revelándole su amante corazon su verdadero sentido.

-Por Cristo crucificado, lo interrumpe, decidme cuanto sepais acerca de mi padre.

-Vuestro padre, señor, vuestro padre está ahora con Dios en los cielos.

El jóven príncipe lanzó un grito; y un momento despues, estrechando en sus brazos al anciano obispo de Sigüenza, derramó sobre su pecho las lágrimas que el amor filial arrancaba de su corazon.

Luego que hubo pagado este tributo que el deber de hijo le imponia, y ordenado que se ofreciese el tremendo sacrificio de nuestros altares por el descanso eterno del que era objeto de su dolor, y cuando se disponia á regresar á sus estados para dar asiento en las cosas del reino, don Juan Manrique te presentó un pergamino cuidadosamente cerrado.

-Os entrego, señor, los últimos documentos y consejos que vuestro padre, próximo á espirar, me hizo escribir, con encargo de que os los entregara. Sus manos descarnadas, ya no podian elevarse al cielo, y su corazon aun estaba ocupado con la memoria de vuestra felicidad. Por lo mismo, señor, abrid y leed; y figuraos que la sombra de vuestro padre sale de las hediondeces del sepulcro y os repite todas las palabras que contiene.

El infante tomó el pergamino en sus manos con una especie de respeto que rayaba en veneracion, y abriéndolo leyó lo siguiente:

«Mi muerte, hijo querido, te coloca en el trono de Leon y Castilla. Las obligaciones que tienes que cumplir, si has de ser un rey bendecido por Dios y venerado por los hombres, son muy sagradas: su número es muy crecido; pero no permitiéndome mi estado presente recordártelas todas, únicamente te hablare de las principales. En el cisma que hoy aflige desgraciadamente á la cristiandad, no te inclines facilmente á ninguna de las partes: ama á Dios, honra y ampara su Iglesia, y aborrece el pecado de todo corazon; procura conservar la amistad y buena correspondencia con los reyes de Francia, de quien recibimos el remedio en nuestras necesidades; no descanses hasta haber conseguido la libertad de los infelices cristianos que gimen en las mazmorras de los infieles; pon un especial cuidado en la eleccion de tus criados y ministros, procurando que sean sabios y temerosos de Dios: desprecia y castiga á los lisonjeros de que suelen estar los palacios llenos; infórmate por ti mismo de las necesidades de tu pueblo, porque de otro modo te espones á ser engañado; si buscas la verdad, solo

la encontrarás en el Evangelio; los príncipes estan condenados á no oir mas que el error y la mentira; finalmente, tres raleas y suertes de gentes encontrarás en tus estados, los que siguieron mi parcialidad, los que al rey don Pedro, y los que permanecieron neutrales. Á los primeros conservarás las mercedes que les hice; pero no fies demasiado de su constancia: á los segundos puedes encargar cualquier destino, pues su consecuencia y lealtad al rey mi hermano es una garantía de que te serán leales: á los terceros debes de mantener en justicia, mas no les des encargo ni destino en el reino, porque estos mas cuidarán de sí mismos que del pro comun.

Esta lectura fué interrumpida muchas veces por los suspiros y lágrimas del nuevo rey; el cual, hincándose de rodillas, juró por Dios y por su Madre Santísima obedecer y cumplir la última voluntad de su padre.

Aquella misma tarde, acompañado del prelado y de algunas tropas de las que guarnecian por Castilla algunas plazas de Navarra, salió para sus estados, en donde hizo con verdadera pompa el enterramiento y honras de don Enrique.

Concluidos todos estos actos, en que sobresalió su piedad, su magnificencia y su amor filial, se trasladó á Burgos para satisfacer una de las necesidades de aquella época, que era la de su coronacion.

El dia designado para esta augusta ceremonia, ofrecia la antigua capital de Castilla un aspecto muy distinto de aquel en que se cubrió de luto por la muerte de su último rey. Habia preparadas muchas danzas, segun la costumbre del pais: hablábase de juegos de sortija, de torneos, justas y saraos: las casas estaban en su generalidad ricamente adornadas con preciosas colgaduras de Córdoba y, Sevilla: las posadas encontrábanse atestadas de forasteros que hablan acudido á la funcion; pero nada igualaba en riqueza y magnificencia á la iglesia del monasterio de Santa María la Real de Huelgas, en

que el jóven príncipe iba á ser coronado.

El suntuoso monumento que legara á la posteridad la piedad de Alfonso VIII, iba á presenciar aquel dia uno de los actos mas imponentes de las monarquías de la edad media. Sus paredes cubiertas de terciopelo, cuyo color se asemejaba al de la escarlata; los escudos de Leon y Castilla, alternando con los del real monasterio; los trofeos cogidos á los sarracenos en la memorable batalla de las Navas de Tolosa, adornaban sus espaciosas bóvedas; el trono que se elevaba al lado del Evangelio; y en una palabra, el ora y plata que lucía por todas partes, formaban un conjunto embelesador, y admirable.

A la hora de tercia, que era la designada, dejóse ver en el santuario el rey, la reina, los grandes y los prelados. La muchedumbre que llenaba sus espaciosas naves, enmudeció de admiracion al contemplar la agradable fisonomía de un príncipe de veinte y un años, y cuyas facciones nacaradas y rubia cabellera recordaban á Enrique el de las Mercedes.

Sentados los reyes en el trono, y despues de haber pronunciado el arzobispo don Pedro Tenorio las preces y oraciones de la Iglesia, descendió de las elevadas naves del templo un caballero que representaba al Apóstol Santiago, y colocó sobre las regias sienes de don Juan una riquísima corona, entregándole al paso el símbolo de su poder en un hermoso cetro de oro.

Despues de esta ceremonia, que por lo nueva llamó la atencion, armó el rey caballeros á cien jóvenes de la primera nobleza, y con el mismo acompañamiento que hasta allí habia traido, se retiró á su buena ciudad de Burgos.

En la tarde de aquel mismo dia tuvieron lugar las justas y torneos anunciados: quebráronse mil lanzas, que en multiplicadas astillas volaron por los aires: mas de un caballero quedó estropeado, y su caballo inservible; y como si todo esto fuera poco para llenar de envidia á los vencidos, la reina del torneo concedió en el acto sus premios á los vencedores.

Estos, que eran hijos de Pero Lopez de Ayala, aquel caballero que llevó en la desgraciada batalla de Nájera el pendon de don Enrique, pavoneábanse en sus briosos corceles, como desafiando á todos los caballeros que encerraba el palenque. Nadie queria medir sus fuerzas con ellos; porque cuantos lo habian intentado, tuvieron que medir el suelo en presencia de un pueblo numeroso y una corte engalanada. Su triunfo hubiera sido completo, si cerca del anochecer no entrase en el palenque un caballero desconocido. Montaba un caballo de hermosa estampa: en su bruñido casco reflejaban los últimos rayos del sol, y ondeaban unas verdes plumas en forma de penacho: llevaba calada la visera, y en su escudo, que tambien era verde, este significativo lema: Constante en la adversidad.

Todas las miradas de los circunstantes se fijaron en un personage tan singular, y su admiracion se aumentó, cuando acercándose á los dos hermanos, les propuso que le dispensasen el honor de salir á quebrar una lanza con él. La respuesta, para quien tenia por honor el orgullo, no se hizo esperar mucho tiempo.

-Pero ha de ser con una condicion, repuso el desconocido; que el vencido se ha de ver obligado á confesar que no hay dama mas hermosa en la ciudad de Burgos, que la encantadora Abigail.

-La hija de Joseph Pico? preguntaron simultáneamente los sostenedores del campo.

-La misma! respondió friamente el de las armas verdes.

-Estraña pretension, vive Cristo! dijo el mayor de los hermanos dirigiéndose al otro: no es la mayor ridiculez y desacato posponer la hermosura de tanta dama cristiana á la de una judía? Cualquiera de nosotros le probará lo contrario...

-No esperaba menos de vuestra caballerosidad.

Y al mismo tiempo que esto decia el de las armas verdes, se situaba en medio del palenque.

-Vamos allá, dijo entonces el menor de sus adversarios, colocándose convenientemente.

-No quiero quitarte la escasa gloria de vencer á un caballero de los caminos reales, le gritó el otro desde un ángulo de la estacada.

Semejantes insultos aumentaron en el desconocido el deseo de vencer y de abatir tanta petulancia y orgullo, pero conociendo en aquel momento, acaso por primera vez, cuanto debia á la prudencia, ni un gesto, ni una palabra se le escapó que pudiera manifestar su indignacion. Contentóse con su lanza, y viendo á su contrario tendido en su corcel y marchar hácia él con la intencion mas decidida, vuela á su encuentro ahorrándole la mitad del camino.

El choque fué violento, y pudiera muy bien ser terrible para alguno de los dos, si el valor y las fuerzas no fueran iguales. Volvieron á arremeterse con la misma violencia, y esta vez ambos caballeros se banvolearon en sus sillas. El joven contendiente espumaba de corage, y su contrario no estaba menos enfurecido por no poder vencer á su adversario. Ya no luchaba por la hermosura de su judía, pues solo su propio honor le tenia en la plaza.

No obstante, era necesario que alguno de los dos quedase vencedor; porque de otro modo cada uno de por sí se reputaria vencido. Hicieron, pues, el último esfuerzo, y el caballero de las armas verdes, despues de romper en dos pedazos la lanza de su competidor, pudo arrancarle de la silla, y precipitarle debajo de su caballo.

Mil aplausos resonaron en todo el palenque; pero el hermano del vencido, luego que hubo volado á su socorro y asegurádose que no tenia que lamentar su muerte, dijo en alta voz:

-Todavía no se puede decir que ha vencido: aun va á medir conmigo sus fuerzas y sus armas.

Esta segunda lucha fué mas reñida si cabe que la primera; y por ahorrar al lector el fastidio de leer su descripcion, y á mí el trabajo de escribirla, me permitirá que tan solamente le diga que tambien en ella salió airoso el sostenedor, de la hermosura de Abigail; y que favorecido por las sombras, que ya empezaban á reemplazar á la luz, y por la muchedumbre, que por todas partes se apiñaba, salió del palenque, casi sin ser visto, cuando todos se esforzaban por conseguirlo.

No se habló en aquella noche y al dia siguiente en toda la ciudad de otra cosa, mas que del combate singular que habla tenido lugar la víspera: todos se deshacian en conjeturas acerca de la calidad del que abatió el orgullo de los hijos de Pero Lopez de Ayala: todos ardian en deseos de conocerle, ya que tanto lo admiraban: el mismo rey participaba del deseo de su pueblo; y lo que mas aplaudia en el desconocido, no era precisamente su valor y su fuerza, sino el empeño de ocultarse á las miradas de la multitud, despues de un triunfo tan señalado sobre los que eligiera por sus adversarios.

Para satisfacer su curiosidad, ocurriósele mandar á llamar á Joseph Pico; porque era regular que le conociese, ya que en tan buen lugar pretendió dejar la hermosura de su hija.

El criado que llevó este encargo, encontró al judío hojeando en unos grandes libros de vitela, en que llevaba asentadas no solo las cantidades que prestaba á los ricos-homes á un interés escesivo, sino tambien las que para atender á las necesidades del rey, de quien era tesorero, adelantaba.

-Qué me querrá S. A.? preguntó al mensagero real.

-Qué sé yo! -os parece que á ninguno de nosotros dice lo que piensa?

-Ya veo... Acaso pensará en declarar la guerra al inglés ó al navarro, y necesitará dinero para levantar tropas. Si supiera S. A. cuánto me cuesta reunir mil ducados!...

Estas palabras las pronunció al tiempo de quitarse los anteojos, de cerrar sus libros y de disponerse para ir al real palacio. Pronto allí le veremos, si el lector tiene paciencia para seguirnos.




ArribaAbajoCapítulo III

De como el tesorero formó mal juicio de don Juan el pueblo lo formó de este.


En todo pensaba Joseph Pico, menos en el verdadero motivo de la orden que acababa de recibir del rey. Aunque tenia bastante confianza en su bondad, siempre que era llamado á su presencia obedecia temblando. Y en verdad que si tenia en cuenta los grandes enemigos que su religion y destino le ocasionaban, le sobraba razon para vivir sobresaltado. Demas de esto su conciencia no estaba tranquila: no siempre habia sido fiel al príncipe: los medios de que se valia para allegar dinero eran los mas reprobados: prestaba á usuras escandalosas, con las que había empobrecido á muchos grandes: sus mismos correligionarios le odiaban, porque ambicionaban sus tesoros; y como si todo esto no fuera bastante, la hermosura de Abigail le inspiraba serios cuidados. A todas horas creía encontrarse sin esta hija, que había tenido en una de sus mugeres mas queridas, y el temor de perderla le hacia guardarla como una riquísima joya.

Rodeado de sus cuidados, y sin que le abandonasen ni un momento sus temores, llegó á la morada real, y aquí se aumentaron sus sobresaltos, cuando oyó decir al príncipe:

-Grande debe de ser la hermosura de tu hija, pues se baten por ella denodados campeones.

-Señor, no tanta como tal vez han hecho creer á V. A.: es cierto que la fama dice que es incomparable; pero si ella dejase un dia su retiro, se convencerian todos los que la viesen que no era digna de llamar la atencion de un rey tan poderoso como el de Castilla.

-Tanto la desprecias!

-Jamás el amor de padre me quitó el conocimiento de sus faltas.

El rey conoció que su tesorero tenia mas habilidad para reunir caudales, que para ocultar los bienes que poseía, puesto que su empeño en disminuir la belleza de Abigail, la aumentaba. Pero como don Juan no estaba dominado por ninguna pasion vergonzosa, y sus deseos solo se reducian á conocer al vencedor de los hijos de Ayala, se valió de las mismas palabras del judío para conseguir su objeto.

-Pues un caballero, repuso, que prevalido de su destreza y de la fuerza de su brazo, se empeña en probar que no hay hermosura como la de tu hija, merece ser castigado. Ya ves que este es un desacato hecho á las damas de Burgos, en cuyo número entra también la reina doña Leonor, por mas que se diga que su elevada clase la exime de esta cuenta. Yo necesito saber quién es ese osado, ese atrevido, qué hace en mi corte, y adónde se dirige. Tú le conoces, sabes quién es, y no necesito advertirte que á los reyes es un gran crímen ocultarles la verdad.

Como Joseph Pico tenia tantos motivos para temer al hijo de don Enrique, se estremeció de pies á cabeza al oirle espresarse de este modo: creyó oir el fallo que le condenaba á la última pena: figurábasele que estaba ya en manos del verdugo, y que sus tesoros le eran arrebatados; pero reponiéndose algun tanto de aquella fatal impresion:

-Señor, respondió temblando todavía, cuán sensible no es al tesorero del rey don Juan el no poder complacer á su soberano! el caballero por quien V. A. me pregunta, ni sé quién es, ni su nombre ha llegado jamás á mi noticia. Es cierto que ayer, ya despues de haber anochecido, me dijeron que un desconocido habia en el palenque proclamado la hermosura de mi hija, y aun me añadieron que saliera vencedor en su ridícula é injusta pretension; pero yo, que no me mezclo mas que en aquellos negocios que debo á la confianza de V. A., proseguí mis tareas y no hice caso.

-Con que es cierto que no le conoces?

-Señor, os lo juro por el sagrado Talmud.

-Y ni aun siquiera sospechas en quién sea?

-Tampoco os podré responder: acaso algun loco, que así como se empeñó en romper lanzas por mi hija, pudo haberse empeñado en probar que Burgos era superior á la gran ciudad de Roma.

Estas respuestas no tranquilizaban al príncipe: creía que algun secreto perjudicial á su corona le ocultaba el judío; porque don Juan, así como todos los que se encuentran rodeados de enemigos, desconfiaba tambien de todos, y la circunstancia mas insignificante le infundia recelos. Echando, pues, sobre su tesorero una mirada escudriñadora:

-Vete en paz, le dijo; pero desgraciado de tí si llego á saber que ine has engañado.

Al dia siguiente, divulgóse por la ciudad de Burgos que Joseph Pico habia sido asesinado en su propia casa, y que su hija y sus tesoros habian desaparecido.

Las gentes se deshacian en conjeturas acerca de los verdaderos autores de este crímen: nombrábanse personas: designábanse circunstancias que hacian mas abominable su trágico fin: la maledicencia no perdonaba al rey; y lo que al parecer confirmaba tan fatal sospecha, era que el ejecutor del desgraciado hebreo se supo que habia sido el verdugo.

Mientras tanto llega la noche de este dia en que tal inconsideradamente se habia hablado por algunos de la augusta y sagrada persona del rey, y con ella un personage que acababa de apearse de una soberbia mula en que iba caballero, á las puertas de la morada real. Al momento se hace anunciar por el Abad de Herrera; y este nombre, ya muy conocido en aquellas regiones, le franquea todas las

uertas.

El príncipe encontrábase entregado á los graves negocios de su reino: acababa de recibir noticias muy alarmantes de algunos pueblos de Asturias: temia á los partidarios, que aun quedaban en sus estados, de los hijos de don Pedro; pero el enemigo que como mas poderoso, mas le sobresaltaba, era don Juan, duque de Alencastre.

El hijo de don Enrique, fiel imitador de la conducta de su padre, estaba ocupado en la formacion de un vastísimo plan de campaña, basado en una alianza con la Francia. Parecíale que, teniendo por amiga á esta poderosa nacion, inutilizaria todos los esfuerzos de los ingleses. A la verdad, las dos naciones necesitaban la una de la otra, si habian de repeler sus agresiones.

-Señor, si me es lícito acercarme á V. A., dijo el Abad al tiempo de penetrar en la real cámara, le haré revelaciones tan importantes, que no solo le seran útiles para sí, sino tambien para los pueblos que le estan encomendados.

El príncipe, soltando la pluma con la que acababa de dar la última mano á su trabajo, respondió:

-Vuestra paternidad puede hablar ya, pues le escucharé con gusto.

-Ayer por la mañana, ya bastante entrado el dia, fuí avisado por uno de mis monges de una desgracia que acababa de suceder en las inmediaciones del monasterio: un caballero que se dirigia velozmente por la márgen opuesta del Ebro, acababa de ser precipitado en el seno de sus aguas por el fogoso caballo que montaba. Todos vuestros esfuerzos para salvar aquel infeliz fueron ineficaces: la corriente le arrebató bien presto, y solo despues de mucho tiempo y trabajo pudimos apoderarnos de su cadáver. Antes de proceder á darle tierra, mandé que fuese registrado, con el objeto de ver si se le encontraba algun documento que nos demostrase si era cristiano. Ni un rosario, ni una cruz siquiera se le encontró que indicase que su alma estaba regenerada por las salutíferas aguas del Bautisino. Pero en cambio de todo esto, llamó nuestra atencion una pequeña caja de plata, que contenia una carta. Abríla para leerla, y mis dudas se aumentaron al verla escrita en hebreo. Desconocida para mí esta lengua, mandé que fuese trasladada á nuestro idioma por uno de los monges de la casa muy impuesto en las lenguas orientales. Al cabo de algunas horas me entregó su traduccion, y su contenido me horrorizó.

-La trae vuestra paternidad consigo? preguntó el rey lleno de ansiedad.

-Sí, señor: con este objeto monté inmediatamente en la mula mas andadora del monasterio.

-Pues quiero leerla.

-Aquí la tiene V. A., unida á su original.

Y despues que el Abad hubo entregado al augusto hijo de don Enrique aquellos pergaminos, leyó lo siguiente:

«Esperamos nuevamente vuestras órdenes para cumplirlas, pues el mensagero que os enviamos os hará saber que el traidor Joseph Pico acaba de pagar con la vida su vil apostasía. Él apreció mas los favores de un rey que vuestros intereses y el acrecentamiento de Israel; pero bien pronto la venganza sucedió al delito. Su hija y sus tesoros estan ya en nuestro poder, y con ellos pensamos haceros un presente que sea digno del que se declaró nuestro protector. Hasta ahora poco ha adelantado la seduccion; pero esperamos de un momento á otro al árabe Boa-Eddin, con cuyo auxilio la concluiremos. Israel os saluda y pide á su Dios os libre de vuestros enemigos.»

-Qué os parece, señor?

-Me parece que conspiran contra mí todos los judíos de España, respondió el rey apenas vuelto de la sorpresa que le causara la lectura de aquellos documentos.

-Y una parte de esos mismos judíos, acaso la mas bulliciosa é inquieta, repuso el Abad, debe de encontrarse entre nosotros.

-Sí, porque es de presumir que la carta está escrita en Burgos.

-Así debemos creerlo, por mas que en ella hayan evitado cuidadosamente la firma y la fecha.

-Y qué os parece que debemos de hacer en este trance?

-Señor, obrar con presteza.

-Y por dónde empezaria vuestra paternidad, si ocupase mi lugar?

-Asegurado de la lealtad de las tropas que guarnecen las plazas, y con especialidad de sus alcaides, me apoderaria inmediatamente de los judíos mas principales, encerrándolos en parage seguro; y luego que llegase á esta ciudad ese árabe, que, segun se dice de público, envenenó á vuestro padre, usando de todo género de artificios, lo haria declarar cuanto supiese de la conjuracion que recelamos.

-Y si él se obstinase en callar?

-Ah, señor! desengáñese V. A., no hay labios que se cierren en el tormento.

-Y si en vez de descubrir á sus cómplices, imputaba sus perfidias á mis vasallos mas leales?

-En este caso despreciaria sus revelaciones, y solo atenderia á los antecedentes de las personas calumniadas. Pero si, por el contrario, nombrase á esa gente perversa que con sus dilapidaciones tiene empobrecido el reino, entonces haria en ella una justicia completa.

-No desprecio los consejos de vuestra parternidad, antes me propongo seguirlos; y supuesto que solo el amor é interés que le inspira mi causa le hizo abandonar su soledad de Herrera, quiero que por ahora continúe en mi corte: tal vez antes de pocos dias me vea cercado de peligros, y necesito de sus luces para librarme de ellos.

-Yo prometo, señor, á V. A. dedicarme por todo el tienipo que fuese necesario á su servicio. De este modo sirvo tambien á Dios, porque sirvo al que es su sombra en la tierra.

El Abad se retiró á descansar de su largo camino, y el rey don Juan se entregó nuevamente á sus profundas meditaciones.




ArribaAbajoCapítulo IV

Del modo que tenía don Juan de vengarse, y del premio que reservaba á los traidores.


Cuando estas cosas pasaban en Burgos,un simulacro de coronación tenia lugar en uno de los puertos del mar cantábrico: el bastardo don Alfonso hacíase coronar y aclamar, por el rey de Castilla, en la iglesia mayor de su Pequeña Villa de Gijon. Es cierto que allí no habia la riqueza ni magnificencia que en el monasterio de las Huelgas, ni el considerable número de grandes y prelados, ni aquella inmensa multitud ávida de saludar al nuevo soberano, ni un arzobispo tan respetable como don Pedro Tenorio; pero en lugar de todo esto, encontrábanse allí algunos descontentos, que llenos de locas esperanzas, pensaban medrar con las revueltas.

No fatigaré el ánimo del lector refiriéndole todo cuanto pasó en esta vana ceremonia; pero me permitirá que solamente le diga que el bastardo tomó de encima el altar las insignias de la dignidad a que aspiraba, haciéndose aclamar y jurar por rey de Castilla y Leon. Los que presentes estaban, cuyo escaso número apenas llegaba á dos mil, salieron voceando á la plaza, y en ella, desplegando los pendones reales, gritaron: Castilla, Castilla por el rey don Alfonso!

Sus voces no encontraron eco en la multitud; perdiéronse en los montes de la Auseva, todavía humeantes con la sangre de los héroes de Covadonga. No se descuidó por lo tanto aquella rebelion infame: aumentó las fortificaciones de la villa, y apeló á la seduccion y al soborno. Pero tampoco en este terreno fué mas feliz, porque los pueblos la rechazaban de sí con dureza, negándole su apoyo, y despreciando sus falsos principios. Vióse entonces lo que valen aquellas causas que no se apoyan en las creencias y tradiciones de una nación; las que despues de conmover los ánimos y cubrir de luto la tierra, mueren asesinadas por el ridículo. De este modo, aunque algunos pueblos como Oviedo y otros de menos importancia fueron forzados á seguir el ejemplo de Gijon, bien pronto abrieron sus puertas al Adelantado Pero Ruiz Sarmiento, al aproximarse con sus tropas, que conducia desde las estremidades de Galicia.

Restaba aun el último baluarte en que se apoyaban las injustas pretensiones del conde. Su posicion particular, y el desesperado valor de sus defensores, eran un obstáculo que tenia bastante de insuperable. Ruiz Sarmiento fijó sus cuarteles al Oriente del pueblo, y despues de ofrecer á don Alfonso el perdon en nombre de su augusto hermano si se rendía, viéndose despreciado, trató de tomar la villa á toda costa. Mas de ochocientos hombres cubiertos con sus escudos se acercaron á sus muros, y al mismo tiempo que unos pugnaban por destruirlos, otros trataban de escalarlos. El bastardo los esperaba rodeado de la muerte y de todos sus furores: comunica sus órdenes, y en un instante empiezan á llover sobre los espugnadores piedras, bigas, flechas, y un fuego parecido al que usaban los griegos. El Adelantado de Galicia, por no ver perecer inútilmente á sus soldados, dió la orden de retirada; y en un segundo asalto, mas desgraciado aun que el prirnero, conoció que era imposible rendir la plaza de Gijon, ínterin que careciese de máquinas de guerra y de una armada que completase el bloqueo.

Por el momento tan imposible le era lo uno como lo otro:

-En cuanto nos convengamos.

-Pues proponed los medios.

-Mandad que se me cuenten doscientos mil maravedís, y en seguida os entrego á Gijon y al conde.

-Ah! ese es el precio de las dos alhajas que me vendeis?...

-Claro es que sí; porque de otro modo mejor me estaba sin dar este paso.

-Pero veamos con qué poderes contais para vendérmelas.

-Con los mismos que me dió don Alfonso...

-Cada vez os entiendo menos.

-Pues escuchad: cuando me presenté á ofrecer mis servicios al conde, seducido por mi valor, de que ya entonces tenia noticias, me confió el mando y custodia de una de las principales torres del castillo. Yo fuí el que mas se distinguió en todas las refriegas que han tenido lugar en este memorable sitio, y si no es por mí, lo confieso ingenuamente, en el último asalto que dísteis, hubiera caido en vuestro poder la plaza y el conde don Alfonso. Los elogios que este entonces me prodigó, redundaron si se quiere en perjuicio mio; porque mil envidiosos empezaron á decir por todas partes que yo era indigno de los favores que se me dispensaba, no solo por ser estrangero, sino tambien porque habia muchos que me escedian en valor. Añadian que yo estaba vendido á los sitiadores, y que por esta causa no hablan quedado completamente vencidos en el último asalto. Al fin, dijeron tantas y tales cosas, que don Alfonso empieza á mirarme con desconfiancia. Ya no soy para él el soldado mas valiente de su ejército; ya la opinion de mis adversarios prevalece en los consejos sobre la mia; y al paso que vamos, tomo mucho que no me quiten el mando de la torre, y por premio de mis servicios no me carguen de cadenas. Antes de que este caso llegue quiero adelantarme á todos sus proyectos, y aunque tengan motivo para decir que sus juicios no eran infundados, poneros en posesion de la plaza. La maniobra para conseguirlo es bastante fácil. Yo mismo me comprometo á echar dos escaleras de cuero, por donde deben de subir vuestros soldados; y hechos de este modo dueños de la torre, conducirlos al palacio de don Alfonso para que de él se apoderen. Ya veis que lo que os propongo merece que lo tomeis en consideracion, pues conseguís en una noche lo que tal vez no conseguiríais nunca.

La alegría brilló en mas de una ocasion en los Ojos del Adelantado durante la relacion del portugués; y aunque odiaba la traicion, no podia desentenderse de la alegre idea de ser dueño de la plaza y de la persona del bastardo, en el escaso tiempo de una noche. Pero como era demasiado prudente, temia que le armasen alguna zalagarda; y así, en vez de acordar definitivamente lo que se debia de hacer, despues de prometer al estrangero los doscientos mil maravedís por la causa que habia jurado defender:

-Está bien, le dijo, me gusta vuestro plan; pero quiero que me asegureis su cumplimiento, y que volvais mañana á esta misma hora.

-Mañana volveré y os satisfaré completamente: mientras tanto prudencia y reserva.

-Yo queria encargaros lo mismo.

Llegada la noche del siguiente día, Amaranto no se hizo esperar mucho tiempo: á la hora convenida entró en la tienda de Ruiz Sarmiento, acompañado de un jóven de diez y seis años.

-Vengo, le dijo con la voz algo alterada, á cumpliros mi palabra: este jóven que veis conmigo es mi hijo, y quedará en rehenes hasta tanto que el estandarte de don Juan no tremole sobre los muros de Gijon. Cuando un padre se desprende de lo que mas ama, creo que puede creerse que tiene firme intencion de cumplir su palabra.

El muchacho empezó entonces á derramar tiernas lágrimas, y el corazon del portugués, que no debía de estar del todo endurecido, hubo de comprimirse tambien, pues le costó trabajo el decirle que confiase en la caballerosidad del Adelantado, y que su separacion sería muy corta.

Ruiz Sarmiento confirmó esto mismo, dirigiendo al jóven algunas palabras de consuelo.

-Solo resta ahora que acordemos, dijo el estrangero al Adelantado, en qué noche debeis de enviar vuestros soldados á la torre.

-Pues qué, no puede ser ahora?

-Me parece demasiado espuesto: la noche está bastante clara, y no tendria nada de estraño el que fuesen descubiertos por los centinelas. No es lo mismo un hombre solo, porque facilmente se oculta. Yo creo que debemos esperar á que sobrevenga una noche muy oscura, para dar con seguridad el golpe que meditamos.

Estas palabras eran capaces por sí solas de destruir cualquier sospecha que aun pudiese abrigar el gafe de los sitiadores; pero á pesar de todo, aun quiso aclarar una duda, hija de su escesiva suspicacia.

-Está bien cuanto me decís, repuso Ruiz Sarmiento; pero vos, que habeis incurrido en la desgracia de vuestros compañeros, no temeis que por la ausencia de vuestro hijo vengan en conocimiento de lo que tratais conmigo, y os cuelguen de una almena?

-Ya está previsto y remediado ese inconveniente: ayer hice correr la voz que mi hijo habia muerto, y el cadáver de un prisionero que acababa de morir en mi casa, hizo correr esta mentira disfrazada de verdad.

El Adelantado se dió por satisfecho, y despues de convenir en la hora y en el número de soldados que habia de admitir Amarante en su torre, se despidieron para volverse á ver muy en breve dentro del mismo alcázar de Gijon.

La noche que esperaban llegó al fin con sus densas tinieblas, y como si ellos tuviesen á su disposicion los elementos, la lluvia, que caía á torrentes, y el trueno, que espantaba con sus detonaciones, vinieron en auxilio de su empresa. Ya estaba Ruiz Sarmiento al pie de la torre con cincuenta hombres escogidos entre los mas valientes; ya se disponia á poner el pie en la escalera de cuero, cuando Amarante recibia una visita, la mas desagradable que podia esperar. Don Alfonso, acompañado de algunos de los suyos, andaba inspeccionando las torres, y acababa de llegar á la suya para saber si las centinelas estaban vigilantes. El estrangero le recibió con falsa alegría, y el bastardo marchó complacido al encontrarle tan vigilante.

Mientras tanto iba pasando la noche, y el Adelantado empezaba á temer seriamente alguna perfidia, cuando Amarante, que ya habia separado con astucia una centinela, hizo una señal, que fué contestada con alegría. por los que esperaban abajo. Al punto empezaron á subir con el mayor silencio, y en cuanto estuvieron reunidos, se apoderaron de los soldados, que dormian tranquilamente. Pasaron con igual objeto á otra torre inmediata; pero quiso su desgracia que fuesen sentidos y rechazados entre las voces de alarma y de traicion, que de almena en almena se propagaron con la mayor rapidez. En tal conflicto, el portugués queria que los sitiadores se dirigiesen al palacio de don Alfonso, porque decia que era muy natural que al oir la confusion y ruido que andaba por las calles, saliese á ponerse al frente de sus soldados; pero el Adelantado, mas cauteloso, mandó que se dirigiesen á una de las puertas que caía por allí cerca. Esta determinacion le salvó; porque hecho dueño á viva fuerza de una de las entradas principales de la plaza, la franqueó al grueso de sus tropas, que entraron en ella sin dilacion. Nada habia que pudiese oponerse á su paso, en vista del desorden en que se encontraban sus enemigos. Pero Ruiz Sarmiento, ahora que ya no tenia los motivos para no seguir el consejo del estrangero, pues contaba con fuerzas muy superiores á las que guarnecian á la villa, se dirigió al mismo palacio del bastardo. Su ánimo era apoderarse de su persona, porque solo así su triunfo podia ser completo; rrias tanibien por entonces quedaron frustrados sus deseos. Don Alfonso, á quien dominó el temor desde los primeros instantes de la sorpresa, acababa de encastillarse en su alcázar, en donde conservaba sus inmensas riquezas. Y el Adelantado de Galicia, cuyas victorias eran debidas mas bien á su constancia que a su pericia militar, tampoco desmayó en vista de este nuevo contratiempo. Mandó circunvalar aquel último atrincheramiento de la rebelion, bien seguro de que no tardaria en rendírsele.

Sus cálculos eran bien fundados: el bastardo solo podia al dia siguiente ofrecer á los pocos soldados que lo rodeaban el oro y plata que habia recibido de los judíos de España; porque las escasas vituallas, que no tuviera la precaucion de aumentar, habíanse ya acabado. En tal conflicto quiso escitar la codicia de su enemigo como si fuera tan fácil hacer faltar á un capitan ilustre al mas sagrado de sus deberes. Envióle con este objeto á su despensero mayor, el que de su parte le ofrecia treinta mil ducados en cambio de su libertad. Su lenguaje ya no era firme ni altanero; ya no se parecia al que dictaba leyes é imponia condiciones, sino al del esclavo que besa el látigo con que le azota su señor. El mismo Adelantado se ruborizó con tanta bajeza, no estrañando ya que se hubiese aliado con una gente tan perdida como los hebreos españoles. Y queriendo despachar al enviado con una repulsa merecida:

-Desprecio sus riquezas, le dijo, y solo deseo acabar cuanto antes con los enemigos de mi rey. Si don Alfonso fuera verdadero príncipe, hubiera escaseado sus insultos al comenzar el sitio, y ahora economizaria proposiciones y suplicas que le degradan. Decidle de mi parte que en vano se resiste y reputa por suyo lo que de ningun modo le pertenece. Dios, que se burla de los proyectos insanos de los hombres, ha destruido los suyos tambien, y quiere entregarle al poder de ese hermano á quien tanto ha ofendido. No se os olvide advertirle que cuanto mas prolongue esta lucha que engendró su desmedida ambicion, mayor será su responsabilidad y castigo.

Cuando un poco despues se tuvo en el alcázar conocimiento de estas palabras, todos los que le guarnecian eran de opinion de entregarse, sin condiciones, confiando en la bondad del vencedor. Solo don Alfonso, á quien mas habian herido, era de parecer contrario. Habia vuelto su corazon á ser dominado por las furiosas pasiones que le esclavizaran la mayor parte de su vida: no podia comprender cómo despues que le ponderaran tanto las fuerzas y recursos de sus partidarios, se encontraba en una situacion tan dificil; y como carecia de aquella resignacion cristiana que dulcifica todos los trabajos de la vida, se abandonaba por momentos á la desesperacion. Tal vez pensaba en arrojarse desde las elevadas almenas de una torre á las espumosas olas del mar, cuando se vió rodeado por los soldados de Pero Ruiz Sarmiento.

-Traicion! gritó con una voz atronadora, al mismo tiempo que desnudando su espada quiere herir á los que le rodean.

-Príncipe don Alfonso, le dice el Adelantado desenvainando la suya y colocándose frente á él, vos sois el único que resta por rendir: la rebelion solo está ahora reconcentrada en vuestro pecho, y si quereis ser del número de los vencedores, así como nosotros hemos vencido á vuestros soldados, venceos á vos mismo.

Al oir esta intimacion que de algun modo le halagaba, preguntó con los ojos arrasados en lágrimas:

-Con que ya no hay remedio?

-Confiad siempre en la piedad de vuestro hermano.

-Ah! todos me han sido traidores! esclamó con acento dolorido, dejando caer su cabeza sobre el pecho.

-Todos, no: los que nos han abierto las puertas del alcázar, lo hicieron bien convencidos de que ya toda resistencia no solo era inútil, sino que agravaba vuestra misma situacion.

Hubo algunos momentos de silencio, en los cuales es de suponer que se esforzó por conformarse con su dura suerte; pues suspirando profundamente, entregó su espada al Adelantado.

-No, permitid, repuso este sin querer admitírsela: á los príncipes jamás se les quita la espada.

A pesar de estas finezas, don Alfonso temia con razon que su hermano le habia de castigar ejemplarmente, fuera mas que por imponer á los descontentos de su reino. Por esto temia que llegase el momento de comparecer en su presencia; y cuando en Burgos se le presentó Ruiz Sarmiento, el príncipe prisionero no pudo disimular su turbacion y temor.

«Pluguiese á Dios, Alfonso, le dijo entonces don Juan, que yo no tuviese que reprender en vos mas que vuestras antiguas liviandades. Pero como si no fuese poco haber acibarado la vida de nuestro buen padre, habeis sembrado de disgustos los primeros días de nuestro reinado. Qué os propusísteis al declararos en rebelion abierta contra los sagrados derechos que Dios me concedió al nacer? cuál era vuestro pensamiento al dispensar vuestra proteccion á una raza impía, todavia manchada con la sangre de la augusta víctima que su maldad inmoló en el Calvario? adónde ibais por ese camino de perdicion, que con tan mal consejo emprendísteis, cuando nuestras lágrimas eran un testimonio del dolor que desgarraba nuestro corazon? y finalmente, qué derechos, qué contrato particular podíais invocar para disputarme la corona? No sois vos un bastardo, y por este solo hecho escluido del trono? Dirásme que tambien nuestro padre don Enrique lo era, y que esto no impidió el que se alzase por rey de Castilla; pero prescindiendo de que su derecho era mejor que el de su hermano, por descender de Fernando el desheredado, don Pedro era mi rey maldecido de Dios, excomulgado por su Vicario, y execrado por todos los hombres. Él solo, si le hubiesen dejado tiempo, concluye con la poblacion de sus estados. Aun está fresca la sangre por él derramada: aun las torres y calabozos resuenan con los lamentos de sus víctimas: aun gime el huérfano en triste desamparo y la viuda en amarga soledad; y aun la España, en fin, está horrorizada con la memoria de sus crímenes. No seré yo el que defienda la horrible catástrofe de Montiel: los reyes son la imágen de Dios en la tierra, y solo Él puede juzgarlos. Pero lo que sí puedo asegurar es, que habiéndose hecho don Pedro indigno de reinar, solo don Enrique le podia suceder. Por lo mismo, Alfonso, conoce que has faltado á tus primeros deberes rebelándote contra tu rey y señor natural. El castigo á que te hiciste acreedor, no hay para qué ponderarlo: tú lo conoces. Sabes muy bien que el verdugo ha descargado su hacha sobre cabezas mas inocentes que las tuya, y que defensores de causas mas nobles que la que tu que tú has defendido, han visto pasar los alegres dias de su juventud desde las lobregueces de una mazmorra. Tu vida y tu libertad encuéntranse ahora en mis manos. Para satisfacer, pues, á la magestad real ofendida en mi persona debo enviarte al cadalso ó sepultarte para siempre en una oscura prision. Pero como á la cualidad de rey reuno la de ser tu hermano, yo te perdono, conde de Gijon. Quiero que desde ahora regreses á tus estados, y que, unido á esa amable princesa, á quien has hecho con tus devaneos desgraciada, seas mas feliz reprimiendo tus pasiones, que yo sentado en este trono, cuyos resplandeceres te han deslumbrado.

El bastardo, sin responder ni una sola palabra á tantas como le acaba de dirigir a su hermano, se puso sin dilacion en marcha para sus estados de Asturias. Y en la ciudad de Burgos no se hablaba al otro dia de mas que de la venganza del rey. Los pareceres, como siempre acontece en casos semejantes eran muy encontrados. Decíase por tinos que don Juan habia temido á los partidarios del conde: por otros que se habia dejado ablandar por una gruesa suma que este lo entregó: quién habia que se atrevia á asegurar que solo le perdonara por adquirir gran renombre y loa: no faltaba tambien quien dijese que todo aquello no eran mas que repiquetes de broquel, para tener un pretesto de perseguir á los miserables judíos. Pero el hijo de don Enrique, al tener noticia de toda esta baraunda, se contentó con encargar al tiempo que vindicase su memoria.

No se dió por satisfecho Amarante con los doscientos mil maravedís que ya le entregara el Adelantado, antes por el contrario, presentándose al rey en Burgos con el pretesto de felicitarle por haber en gran parte tranquilizado el reino, le pidió, despues de haber encarecido estraordinariamente sus servicios, mayores recorupensas. Mas don Juan, que debia de odiar á los traidores de todo corazon, despues de haberse esforzado por ocultar la indigriacion que su discurso le causara:

-Cuando yo trate, le dijo, de entregar al duque de Alencastre ó al maestre de Avis alguna de mis plazas, procuraré entonces nombrarte gobernador de ella.

Amarante comprendió cuanto lo queria decir el rey, y sin poder quejarse del premio reservado á los traidores, abandonó bien pronto las tierras de Castilla.




ArribaAbajoCapítulo V

De los medios que se propusieron por entonces para acabar con el rey.


La noche en que el Abad de Herrera conferenciaba con el rey, estaba demasiado oscura: sus densas tinieblas favorecian los planes de los conjurados, cuya existencia probaba la carta encontrada en las orillas del Ebro, y merced á una ocasion tan deseada siempre por los que conspiran, dirigíanse por distintos caminos á una casa situada hácia el fin de una calle de la ciudad de Burgos mas de treinta descontentos. Su fin era acordar los medios de destruir el trono y el poder del hijo de don Enrique: para esto les sobraba dinero y osadía; pero temian con razon que la circunstancia mas insignificante destruyese sus vastísimos planes. Con el objeto de, evitar semejante desgracia, habíanse tomado cuantas precauciones prescribe la prudencia mas consumada: llegaban uno en pos de otro muy de tarde en tarde: algunos ya estaban en el punto designado desde antes de anochecer: muchos, habian apelado al disfraz, vistiéndose con hábitos clericales, con los cuales podían ocultar mejor las armas que llevaban prevenidas; y como si esto no bastase, tenian que pronunciar para ser admitidos en la casa en donde debian reunirse ciertas misteriosas palabras, cuyo sentido solo ellos entendian.

En cuanto se vieron reunidos, Baruch, de quien se acordará el lector, empezó á hablar de esta manera:

-La ocasion que esperábamos ha llegado ya: el príncipe don Alfonso acaba de ser proclamado por rey de Castilla en su buena villa de Gijon; y si las noticias que hemos recibido esta tarde no son falsas, el movimiento habráse propagado á la real ciudad de Oviedo, y á la no menos importante de Leon. Cuál sea nuestro deber en las circunstancias presentes, no hay para qué ponderarlo. A vosotros me dirijo, nobles descendientes de Abraham, de Isaac, y de Jacob: con vosotros hablo tambien, esclarecidos castellanos, que habéis jurado el esterminio del rey que pocos dias hace hemos visto coro

ado. Vuestro amor á la causa de un príncipe que ha prometido respetar nuestra ley y nuestros derechos, que quiere sacrificarse por el acrecentamiento de todos, digno es de que por su triunfo no omitamos ningun sacrificio, ninguna clase de esfuerzo. Acordaos de lo que será el desventurado pueblo de Judá, y de todos cuantos se han adherido á su causa, si llega á sucumbir en la lucha. Yo, en ocasion no muy remota, le prometí nuestros tesoros y servicios, y él en cambio me empeño su palabra real de que romperia las cadenas de Israel. Él por su parte ha empezado ya á cumplir lo que prometiera, concediendo el empleo de despensero mayor á uno de nuestra nacion, y nosotros, nosotros que seremos los verdaderamente premiados, aun no hemos hecho nada por su causa! Necesario es, por lo tanto, que esta misma noche acordemos los medios de dar el golpe que meditamos. Hay momentos que equivalen á siglos; y los que atravesamos, señores, no pueden ser mas preciosos. Cómprese sin dilacion el puñal de un asesino, para que mañana mismo, si es posible, desaparezca el tirano. Allanemos el camino del trono á nuestro protector, haciéndole ver que á nosotros debe su cetro y su corona.

-Poco tengo que añadir á lo que acaba de decir Baruch, dijo entonces Benjamin Artal, estando conforme como estoy con la mayor parte de los medios que propone para destruir a nuestros enemigos: solo tendré que advertirle, que no siendo nosotros gente de guerra, á causa de nuestra larga esclavitud, no podremos prestar á don Alfonso todos los servicios que tal vez exige de nosotros. El mas guerrero de cuantos estamos aquí, apenas sabe esgrimir una espada, ni podrá presentarse ante un soldado bisoño de don Juan. Enhorabuena que contribuyamos con nuestras riquezas para el logro de una empresa tan santa; pero eso de tomar parte abiertamente en la lucha, será lo mismo que presentarnos al verdugo para que nos sacrifique. Para no incurrir en imprudencias, que ni aun tiempo tendriamos de llorar, es necesario no olvidar la historia de nuestras persecuciones.

-No quisiera que manifestáseis aqui vuestro temores, repuso Baruch: en esta asamblea solo debe de reinar el valor; y á la verdad, no comprendo cómo hay un judío que, celoso de la gloria de su nacion, no sacritique por ella cuanto tiene en el mundo de mas amado. Porque, señores, qué es la vida con la esclavitud? qué son las riquezas sin la libertad? Cualquiera os responderá que es un martirio prolongado. Pues si esto es así, no es preferible la muerte á nuestro estado presente? El mismo don Juan, no nos haria un favor grande si enviase á nuestras casas el verdugo que mandó á la de Joseph Pico?...

Al decir estas últimas palabras, se dirigió á algunos caballeros cristianos que estaban presentes, como llamando sobre ellas su atencion, y luego continuó:

-Yo apelo al valor y á la sensatez de los que me escuchan, para que elijan entre mi decision y vuestros temores, para que decidan quién de nosotros está equivocado, y para que tomando en consideracion cuanto acabo de proponer, aprovechemos el tiempo con mas utilidad...

-Pero vos, Baruch, preguntó uno de los circunstantes llamado Nehemías, quereis que mañana mismo salgamos como soldados armados por esas plazas y calles, y ataquemos el palacio del rey? No reparais en nuestro escaso número? Ya que tan celoso os mostrais por la nacion judáica, por qué no os acordais los medios de su conservacion? Yo creo, Buruch, que á fuerza de mirar al cielo habeis perdido el conocimiento de las cosas de la tierra...

El astrólogo hizo un esfuerzo por reprimir su indignación, y en seguida contesto con mas vehemencia que hasta entonces lo hiciera:

-No pretendo tanto; y ademas he tenido la desgracia de no ser entendido: yo mismo he propuesto que se buscase un asesino que nos librase de don Juan; y ahora añadiré, que solo debemos de tomar las armas, y obligar con nuestras riquezas á que otros las tomen, cuando la nueva de su muerte se esparza por la ciudad. Entonces es la ocasion oportuna de proclamar en la misma capital de Castilla al conde de Gijon, y de realizar todos nuestros proyectos. Sobre lo que se me dice de que he perdido el conocimiento de las cosas de la tierra mirando al cielo, callo; porque el amor de una causa que he jurado mil veces defender, me impide contestar segun los impulsos de mi amor propio, injustamente ofendido.

-No, no: yo no trato de ofenderos, repuso Nehemías: conozco vuestras escelentes cualidades, y los servicios importantes que habeis prestado á nuestra causa. Si mis últimas palabras os pueden haber ofendido, os pido sinceramente perdon por haberlas pronunciado: nunca hemos tenido mas necesidad de vivir unidos que en la ocasion presente.

-Me doy por satisfecho con lo que acabais de decirme: por mi parte no se hablará mas de este desagradable incidente.

-Por la mia, tampoco.

-Os he escuchado hasta aquí sin querer interrumpiros, dijo otro de los que presentes estaban llamado Josué, porque esperaba lo mismo que acaba de pasar; esto es, que despues de haberse dado á Baruch esta merecida satisfaccion, habíais de quedar mas unidos y amigos que antes estábais. Ninguno de nosotros ignora vuestras luces y talentos: todos sabemos los sacrificios que habeis hecho para que nuestro esclavizado pueblo sea algun dia señor; y así, en nombre de cuantos estamos aquí reunidos, os rogamos que tomeis una resolucion definitiva: el tiempo urge, y es muy lastimoso pasarlo en desgradables contestaciones.

-Creo, contestó Baruch, que cuantos me escuchan participarán de mi opinion; la cual es: asesinar al rey, y en seguida proclamar á don Alfonso.

-Y quién se encarga de ello? preguntó un caballero castellano de los que entraban en la conjuracion.

-Escuchadme, dijo el árabe Boa-Eddin: aunque poco conocedor de la corte del hijo de don Enrique, á causa del poco tiempo que llevo en ella, creo que el plan mas acertado es el de sobornar al alcaide del castillo, para que en el acto mismo de matar al rey, sea allí proclamado el conde de Gijon. De lo primero encargaos vosotros; de lo segundo, yo.

Íbanse á proponer algunas medidas para llevar á cabo esta horrible trama, cuando entró en el local en que los conjurados se encontraban reunidos uno de los partidarios mas acérrimos de los hijos de don Pedro.

-Mucho habeis tardado, le dijo uno de sus amigos en alta voz.

-No tanto, que no pueda deciros que la conspiracion está descubierta.

-Cómo? preguntaron todos unánimemente.

-Oidme: dirigíame aquí en cumplimiento de las órdenes que se me comunicaron, cuando de esta misma casa vi salir un hombre embozado en una capa tan negra como las sombras de esta noche oscurísima. Sospechando si sería alguno de nuestros enemigos, que se hubiese introducido furtivamente para penetrar nuestros designios, acerquéme á él, y le desconocí completamente. Pronuncié las palabras misteriosas que nos sirven de contraseña, y no supo contestarme. Tiro entonces de la espada y arrójome sobre él; pero conociendo sin duda cuánto le convenia no batirse conmigo, huyó precipitadamente, sin que pudiese darle alcance.

-Vive Dios, que ese es un espía! esclamaban unos.

-Es un traidor, decian otros.

-A ver, gritó Baruch con toda la fuerza que presta el miedo, á ver si falta alguno de los conjurados: contémosnos todos los que estamos aquí, y el que falte, ese es el traidor.

-Treinta debemos de ser, dijo Nehemías.

-Sí, treinta, treinta, contestaron los mas.

Y entonces el astrólogo, que á la cuenta debia de ser el mas autorizado que entre ellos hubiese, empezó á pasar revista á aquel tropel de malvados.

-El número está completo, dijo algo mas sereno despues de practicar la operacion que él mismo propusiera.

Habia entre los concurrentes un maestro de música muy conocido por su corta habilidad en el arte, por su odio al trabajo, por sus muchas deudas, por su amor á las revueltas, y por su mucha ambicion. Este desventurado, que á sus muchos defectos reunia el tener muy poco juicio, no solo entraba en la trama, sino que tambien prestaba su casa para las reuniones. Sobre este, pues, recayeron por un momento todas las sospechas. Baruch fijó en él su vista penetrante, y despues, como si quisiera aclarar sus dudas:

-Maese Peralvez, le preguntó, que gente teneis en vuestra casa?

-Pardiez! la misma que tenia.

-Es decir, vuestra muger tan solamente.

-Y una criada para servirla.

-Y teneis en ellas suficiente confianza?

-Completa.

-Sin embargo, bueno será registrar esta casa, porque á las mugeres las suele tentar el diablo muy á menudo...

-Oh! cuando querais: las encontrareis acostadas. Mi muger, aunque tan jóven y hermosa, es la mas honesta y recatada que se conoce en toda la ciudad de Burgos. Su criada se la parece mucho, y si vale decir verdad, en cualquier parte podia pasar por dueña de la doncella mas distinguida.

-Pues vamos pronto, pronto: no nos detengamos en saber lo que ahora ninguna cuenta nos tiene, repuso Nehemías á este diálogo; no sea que se realicen nuestros temores, y aquí nos sorprendan nuestros enemigos oyendo ponderar la hermosura de vuestra muger y la fidelidad de vuestra criada.

Verificóse en seguida el reconocimiento, y aunque de él no resultó mas que lo que asegurara maese Peralvez, dispusieron retirarse con las mismas precauciones con que allí se habian reunido. Tal habla sido el miedo que de ellos se apoderara, que ni aun siquiera acordaron lo que habian de hacer al dia siguiente.




ArribaAbajoCapítulo VI

Como por la infidelidad de la muger de Peralvez se descubrió la conjuracion en que entraba su marido.


Todavía no habian vuelto de su sorpresa y aturdimiento los conjurados de que hablamos en el capítulo cuarto, cuando el hijo mayor de Pero Lopez de Ayala conversaba con uno de los caballeros mas ancianos de la corte de Castilla, llamado don Juan Ramirez de Arellano. El semblante de este representaha la mayor tranquilidad de espíritu, y aquella satisfaccion que esperimenta el que, despues de largos años de méritos contraidos en servicio de la patria, tiene la firme conviccion de que ha cumplido con los deberes mas sagrados. Pero en el del jóven veíanse perfectamente retratadas esas pasiones borrascosas que agitan el corazon, que nunca le satisfacen, y que al fin llenan de remordimientos y sinsabores la vida. El lenguaje y las acciones del anciano estaban llenas de esa gravedad castellana que se hace respetar de todos; pero las del jóven manifestaban cierta inquietud interior, acompañadas de algunas palabras frívolas, debidas á su trato frecuente con los naturales de la nacion francesa. Al fin Ramirez de Arellano llegó á cansarse de él, y con el fin de abreviar una conversacion que tenia mucho de pesada, le dice:

-Hasta ahora, Ferrando, nada que yo deje de saber me has dicho: que se trabaja por algunos descontentos contra el rey, es una verdad que no se atreverá á negarte ninguno que viva en la ciudad de Burgos. Yo quisiera que me dijeses cuáles eran los planes de los conspiradores, cómo se llamaban, y en qué lugar se reunian.

-Pues vais á quedar satisfecho al instante, porque precisamente solo con este objeto he venido á vuestra casa tan temprano; pero habeis de ocultar siempre mi nombre.

-Vuestro nombre! Pues qué, entrais vos en la trama?

-Oh!... De ninguna manera, Ramirez: me ofendeis demasiado en suponerlo así.

-No he pensado en semejante cosa; pero no sé cómo interpretar ese deseo que acabas de manifestarme.

-Dejad vuestras interpretaciones, y si os conviene salvar la vida del rey, oid los nombres de sus enemigos.

-Salvar la vida del rey!... Por su padre espuse la mia mil veces, y por su hijo verteria gustoso la poca sangre de mis venas. No eres tú de este mismo parecer?

-Sí, Ramirez, os lo juro por el ánima de mi padre.

-No esperaba yo menos del hijo de aquel alférez que se sacrificó en la batalla de Nájera por el rey don Enrique.

-Maldígame el desde el sepulcro si algun dia me separase de la línea de conducta que me dejó trazada. Los crímenes que voy á revelaros los odio de todas veras: ninguna razon existe por lo tanto para que se me tenga por su cómplice y en prueba de que os digo la verdad, si pudiera ahora mismo sepultaria á sus autores en los abismos.

-Lo creo todo: no os esforeceis por probarme vuestra lealtad: apresuraos tan solo á decirme quiénes son los que conspiran.

-El árabe Boa-Eddin, los judíos Benjamin Artal, Josué, Nehemías, Baruch y otros de menos nombradía.

-Esa es gente de mucho dinero.

-Y puede dársele gracias ¡vive Dios! por lo bien que lo emplea...

-Pero cómo sabes tú que conspiran?

-Porque yo mismo los he visto reunidos y deliberar tranquilamente acerca del mejor modo de asesinar á don Juan y proclamar por rey al conde de Gijon.

-Tú mismo! y en dónde?

-En la casa de maese Peralvez.

-Pues qué, estabas tú allí?

-Lo mismo que ahora estoy en la vuestra.

-Me sorpreden y confunden tus palabras: si no eres mas franco vas á trastornarme la cabeza.

-Por eso dije antes que os dejáseis de interpretaciones, no tratando mas que del asunto principal.

-Pero no conoces que si he de decir al rey lo que se maquina contra él, necesariamente tengo que revelarle por qué medios llegó á mi noticia la conjuracion?

-Pues entonces, no le digais nada.

-Y de ese modo prefieres el triunfo de sus enemigos?

-Vuestra prudencia puede encontrar medios para conciliar lo que le debemos como vasallos, y para ocultar mi nombre y el de una dama...

-Ya!... Ahora entiendo y puedo esplicar tu empeño...Con que segun eso, son ciertas tus ilícitas relaciones con la muger del maestro de música?

-Cosas son de la juventud: vos tambien cuando teníais veinte y cuatro años no seríais tan austero como ahora con vuestros setenta y ocho.

-No trato ahora de hacer confesion general contigo, Ferrando; y si he de decir la verdad, á mi razon repugnan esas disculpas de los jóvenes de nuestros días. Decid mas bien que esa educacion que recibisteis allá en París es la causa principal de esas debilidades de vuestro corazon, y no os disculpeis con las malas costumbres de vuestros compañeros de libertinage. Jóvenes hay entre nosotros que piensan de muy distinto modo, reuniendo en sus pocos años todas las virtudes de la ancianidad.

-Permitidme que os interrumpa, porque fundadamente temo, que si continuais moralizando de ese modo, cuando tratemos de oponernos á los progresos de la rebelion, ya sea tarde.

-Con que no hay que hacer mas que ir inmediatamente á ver al rey?

-Con este solo objeto vuelvo á deciros que he venido á vuestra casa.

-Supongo que no tendrás inconveniente en acompañarme, eh?

-No quereis entenderme.

-Será por que vos no os esplicais.

-Tal vez: pero el que con una sola palabra comprendió mis amores con la muger de Peralvez, bien podia tambien entender todo lo demas que le indiqué.

-Y no conoces que no habiendo nada mas público en esta ciudad que el reprensible comercio que mantienes con esa desgraciada, y que ignorando yo los nombres y planes de los conjurados, necesariamente debia de ser así?

-Pues dispuesto estoy á enmendar mi falta, con tal que vos me deis palabra de ocultar al rey por qué conducto supísteis la conjuracion.

-Ya está dada, y no faltaré á ella.

-Supuesto que ya sabeis que la muger del maestro de música me dispensa sus favores, voy a referiros de qué medios me valí para penetrar el secreto de que ahora tratamos. Maese Peralvez, cuyas deudas y trampas son de todos conocidas, hizo un viaje á Medina del Campo. Durante su ausencia, que no fué muy larga, frecuenté su casa con entera libertad, sin cuidarme mucho, tal era la fuerza de mi pasion, de lo que de mí dijesen en la ciudad. Si antes entraba á media noche, ó acechaba la ocasion en que su dueño saliese á la calle, entonces estaba en su casa á todas horas: cualquiera diria que por muerte de Peralvez me habla casado con su viuda; pero quiso mi mala estrella que aquel Ulises volviese mas pronto de lo que yo pensaba, sin que hubiese Sirenas que fuesen capaces de detenerle en su viaje. Fuéme, pues, preciso volver á mi vida anterior. Pero cuál sería mi sorpresa al observar en mi amada cierto desden que rayaba en desprecio! Esta conducta observada conmigo tan repentinamente, aguó todos mis placeres, y casi estuvo á punto de destruir mis ilusiones. Al principio creí que sería alguna nueva táctica de su caprichoso amor para conseguir mejor mi rendimiento y adoraciones; pero bien pronto conocí que estaba engañado. En vano insté y supliqué para saber la causa, porque el silencio unas veces, y un gesto despreciativo otras, fueron la respuesta que consiguieron mis ruegos. Al fin fuéme preciso escasear mis visitas, siquiera para no sufrir tantos desprecios de una muger á quien tanto habia amado, y cuando estaba formando una resolucion para no volver jamás á su casa, llegó á la mia su dueña. Esta vieja enlutada, capaz de engañar al mismo Belcebú, empezó diciéndome que su ama todavía me amaba.

-«Pues si me ama, la pregunté, cómo me demuestra lo contrario?

-»Ah! esos son ardides de enamorados, señor, me respondió: ademas que creo que hay otras causas que la impiden manifestarse tan complaciente como antes.

-»Pues qué, tiene alguna queja de mí? no he sido yo para ella un amante, que por servirla despreció muchas veces su propia reputacion? por ventura no ha sido ella sola la depositaria de mis secretos?

-» Eso sí es verdad; pero...

-»Qué quereis decir?

-»Muchas cosas. Si no fuera por el temor de descubrir!...

-»Hablad, hablad y sentaos, que yo os prometo el silencio.»

Y al mismo tiempo que esto la dije, alegré su vista con un par de ducados, cantidad que tal vez en su vida habia visto reunida en su poder.

-«Sois mas generoso que un conde, me respondió al mismo tiempo que guardaba el dinero.

-»Y lo seré mas todavia si vos quereis.

-»A tanta bondad como me mostrais, no podré resistirme.

-«Pues quisiera que al punto correspondiérais á ella.

-»No permita Dios que la ingratitud me domine.

-»Es bien indigna de un corazon como el vuestro.

-»Tanta galantería, acompañada de tan pocos años, me obligan ya á deciros, que mi ama os manifestaba antes mas cariño, sin embargo que todavía os profesa alguno, porque necesitaba mas de vos: ahora...

-»Ahora qué? Proseguid.

-»Ahora es muy rica: maese Peralvez en su último viaje adquirió mucho dinero. Pero no creais que lo tiene mal adquirido, no: se lo entregaron para que lo distribuyese entre algunos vecinos de Burgos, y como él lo es tambien, guarda para sí la mayor parte; porque al fin y al cabo algo vale su trabajo...

-»Y quién le dio ese encargo, mas productivo para él que sus lecciones de música?

-»Ciertos judíos de Medina.

-»Judíos decís! Cosa bien notable por cierto: no hay gente menos generosa en España.

-» Es que cuando se trata de sentar en el trono un príncipe que los favorezca, son los mas liberales.

-»A ver!...

-»Sí: protegen con todas sus fuerzas las pretensiones del conde de Gijon.

-»Luego tambien Peralvez es de los conjurados?

-»Tanto, que en su casa se verifican las reuniones.»

Mucho llevaba descubierto ya en este diálogo: pensaba descubrir mas; pero temia que la dueña penetrase mi intencion, y se retrajese de revelarme el resto del secreto. Afectando por lo mismo una indiferencia que encubriese mis deseos:

-«Está bien, la dije, dejémosles que conspiren: conspiremos nosotros tambien á ver si conseguimos que vuestra ama me devuelva sus favores.

-»Atended: os voy á dar un consejo que os servirá de mucho si le seguís.

-»Al instante.

-»Yo os prometo una entrevista con ella; pero os encargo que vayais prevenido...

-»Prevenido! Mi espada no se separa de mí ni un instante.

-»De otras armas os hablo.

-»Pues qué, tantos peligros me esperan, que necesito llevar la lanza, la maza, el hacha, los dardos y?...

-»Qué tardo sois en comprender cuando no quereis!

-»Pues esplicaos sin rebozo.

-»Que lleveis algunas joyas, os quise decir, para que se muestre con vos tan propicia como antes.»

Estas palabras me sentaron muy mal: figuraos que con mis devaneos habia destruido la mitad de mi herencia, y ahora se me exigía el sacrificio de la otra media. Hubiera en aquel momento renegado de aquella perniciosa beldad y dado al diablo el dia en que la conocí, si no fuera que por una combinacion de circunstancias tan raras, la causa del mismo rey me pedia este grande sacrificio. Disimulé, pues, cuanto pude, y con una sonrisa que estaba muy distante de ser verdadera, repuse á mi interlocutora:

-«Habeis hecho muy mal en no indicarme antes sus deseos: tal vez habré incurrido en su desgracia, por no saber que ahora gustaba de tener mas joyas de las que ya le he comprado; pero yo prometo enmendarme. Marchad, pues, á su casa, y volved á decirme cuándo tendré el placer de ser recibido por ella. Para entonces, no solo quedará completamente satisfecha, sino que vos no lo perdereis tampoco.»

Marchóse aquel serafin del infierno, despues de dirigirme mil falsas palabras, á que estaba muy acostumbrada. Conocí entonces que entre ella y la muger de Peralvez habian formado una conjuracion para arruinarme; pero como mi amor al rey me obligaba á sacrificarme para descubrir la de su marido érame preciso pasar por todo. El resto del dia lo empleé en visitar á la mayor parte de los lapidarios de la ciudad: apenas quedó una calle que no corriese á ver si encontraba alguna alhaja de esas de relumbron, con que pudiese saciar, aunque no fuese mas que por, el momento, la codicia de mi dama. Cerca ya del anochecer conseguí mi objeto: compré una sortija y unas arracadas en tres cruzados, que en realidad no valian dos, y con ellas procuré salir del atolladero en que estaba metido.

Retirábame ya á mi casa muy contento con las esperanzas que me inspiraba aquella mercancía de piedras falsas, cuando al pasar por la calle de Nuño Rasura se me acercó la misma vieja, y me dijo al oído:

-«Ya estais servido, caballero: en este instante mi señora os espera. A fé que no podeis quejaros de que no he cumplido mi palabra: gran suerte ha sido la vuestra en encontrar una criada como yo.

-»Y vos un amo que tan bien premie vuestros servicios.»

Y al mismo tiempo alargaba la. mano para entregarla un ducado.

Al momento tercié la capa, alargué el paso y me dirigí á casa de maese Peralvez. Por el camino iba discurriendo el mejor modo de representar el papel de que acababa de encargarme. Tan pronto quería presentarme como un marido celoso que dispone de los medios para vengarse, como un amante rendido que, sin haber faltado, se atribuye á sí toda la culpa. Me decidí al fin por este último estremo,

orque era el que prometia dejarme mas airoso en el caso presente. No me engañé: encontré á mi dama tan seria, que parecia muy resentida de mi conducta; pero en cuanto la dirigí las mismas disculpas que yo en otra ocasion exigiría de ella, su semblante se revistió de una sonrisa, que para mí era mas falsa que encantadora. Para completar mi triunfo, procuré oponer un engaño á otro engaño, y dirigiéndome á ella:

-«Tomad, la dije; en esta caja encontrareis una corta espresion de mi cariño.»

Alargó la mano, y la alegría brilló en sus ojos. No os referiré las palabras lisonjeras que con este motivo me dirigió. Para ella, segun decia entonces, no había otro objeto mas digno de su amor que yo: maldecia los días que, por una veleidad bien impropia de su carácter, se había visto privada de mi vista: prometia amarme y serme fiel toda la vida: rogábame que la perdonase sus faltas anteriores: exigíame que jamas la olvidase; y en fin, dijo tantas y tales cosas, que casi estuve por creer que me amaba sinceramente. Mas despues, variando casi repentinamente de tono, me dijo que ya era muy tarde, y que se hacia preciso que me marchase.

-«Otras veces estuve mas tiempo, la repliqué, y no encuentro razon para que ahora me priveis de igual felicidad. Al fin soy tan desgraciado cuando no estoy con vos!...

-»Me siento indispuesta, y quisiera acostarme.

-»Estais mala? Pues acostaos sin dilacion: yo prometo no separarme de aquí hasta que venga el médico y me tranquilice.

-»No: marchaos, marchaos, que esto no será nada: tal vez la emocion que he esperimentado al veros, me habrá producido este mareo.»

Si hubiera dicho que la vista de las arracadas y la sortija la habían causado aquella emocion, la creeria facilmente. Pero la verdadera causa que la obligaba á despedirme, era la aproximacion de la hora en que los conjurados debian reunirse. Ella estaba muy agena de que su dueña la habia hecho traicion sobornada por mis ducados, pretendiendo que la fuese leal cuando no la daba ejemplos mas que de infidelidad. Por lo mismo yo, que al volver á frecuentar su trato y amistad casi no había tenido otro móvil que el interés que me inspiraba la causa de don Juan, me propuse no complacerla hasta haber conseguido todo mi objeto. En aquellos momentos tan críticos en que ella veía descubrirse la conjuracion en que figuraba su marido, llaman á la puerta, y al primer golpe pierde su serenidad, manifestando de este modo sus grandes temores.

-«Otras veces, la dije, no habeis temido tanto, aun cuando Peralvez fuese el que llamase.

-»Sí; pero...

-»Vuelven á llamar, la interrumpí.

-»Ya oigo... Es muy conveniente que os marcheis...

-»Por qué? no podré permanecer algun tiempo, aunque sea oculto en un rincon?

-»Esta noche es imposible.

-»Pues qué hay esta noche?

-»Nada...

-»Os contradecís, señora; porque si nada hay, tanto mejor para que estemos mas tiempo reunidos. Pero en vano me ocultais la verdad; porque vuestra turbacion y las repetidas veces que abren la puerta de la calle, me indican que algun negocio grave debe de ventilarse en vuestra casa. Yo no puedo creer que sean amantes vuestros todos los que van llegando.

-»No: amantes, de ninguna manera, repuso cada vez mas azorada: amigos de mi marido serán, que vienen á jugar tal vez á los dados.

-»Pues quiero conocerlos.

-»Retiraos por Dios, Ferrando.

-»Oh! No exijais de mí tal cosa, porque no os obedeceré.

-»Si no lo haceis cuanto antes, vuestra vida corre graves riesgos.

-»Pues quién atenta contra ella? pregunté tranquilamente, y llevando mi mano derecha á la empuñadura de la espada.

-»Por Dios, vuelvo á repetiros que os marcheis, esclamó con acento desesperado y arrojándose á mis pies.

-»Pero por qué me he de marchar?

-»Oh! No me estrecheis con vuestras preguntas, mas terribles mil veces que el rayo de la tempestad, respondió sollozando y vertiendo amargas lágrimas.

-»Tranquilizaos: sed franca conmigo, y nada temais de quien os amó y os ama sinceramente.»

Como se obstinase en no responderme ni una sola palabra que pudiese aclarar todas mis dudas, la dije:

-»O me decís quiénes son esos desconocidos que acaban de llegar, ó me arrojo entre ellos con la espada desnuda.

-»Ferrando, apelo á vuestra caballerosidad.

-»Qué exigís de ella?

-»Que os compadezcais de las lágrimas de una madre.

-»Y qué quereis decirme con eso?

-»Que salveis la vida de mi hijo, tan espuesto á perecer si nos descubrís.

-»Y quién es vuestro hijo, señora?

-»Un jóven de diez y seis años, desgraciado fruto de, mis primeros amores.

-»Y por qué temeis tanto por él? Por ventura es algun malhechor?...

-»Compadeceos, os ruego, de sus pocos años: ha sido seducido...

-»Seducido! y por quién?

-»Por los enemigos del rey.

-»Luego vuestro hijo es uno de ellos?

-»Por desgracia, Ferrando!

-»Pues tranquilizaos: yo os prometo mi proteccion para él y para vos; pero es preciso que me permitais oir lo que hablan sus compañeros, desde un lugar en que no pierda ni una sola de sus palabras.

-»Vais, Ferrando, á descubrir todos sus planes?...

-»Teneis interés en que permanezcan ocultos?

-»Mi hijo, ay mi hijo!...

-»Nada temais por él, y si quereis salvar á Peralvez, de quien parece que os habeis olvidado, hablad.

-»Vos sois mejor que yo...»

Aquella muger, cuyos remordimientos debian de ser iguales al amor que profesaba á su hijo, deja su actitud suplicante, y haciendo sin duda el sacrificio mas costoso de toda su vida, me condujo á un aposento oscuro y algo retirado de una sala en que estaban reunidos los principales judíos de Burgos con algunos otros enteramente desconocidos para mí. Sus discursos, de los que solo pude entender una pequeña parte, eran los mas sediciosos; sus gestos espantosos y horribles iban unidos á sus palabras de muerte y esterminio; y cuando llegaron á proponer los medios de asesinar á don Juan, salí de aquel lugar de abominacion, temeroso de ser descubierto. «Que se trate de vencer en buena guerra á los adversarios, me decia á mí mismo, pase; pero envenenar al hijo de don Enrique, como á ello se obligó ese moro perverso, y seducir las tropas que guarnecen el castillo, crímenes son que para no castigarlos en el acto, se necesita tener el convencimiento de que así han de quedar sus tramas completamente aniquiladas.» Pero cuando me encontraba ya en la calle, y creía que por nadie habia sido descubierto, se me acerca por entre las sombras de la noche un hombre parecido á un espectro, y á media voz me dice estas palabras: «Jeovah nos proteja y envíe su Ángel esterminador.» Al oirlas me paré, y nada pude responder, porque ignoraba su sentido. Entonces el que las pronunciara conoce que yo no era del número de los conjurados: teme por sí y por ellos, y este temor, bien fundado, le hace recurrir á un crímen: desenvaina la espada, y sin prevenirme, trata de asesinarme. Desnudo entonces la mia, evito el golpe, y conociendo que mejor me estaba huir que pelear, me dije á mí mismo: « Sálvese el rey, aunque perezca mi honor.» Al poco tiempo llegaba á mi casa y esperaba el dia, para venir á contaros lo que yo mismo he presenciado. Por conclusion, honrado y prudente Ramirez, solo un favor voy á pediros, que estais obligado á concederme: así como me prometísteis ocultar mi nombre y el de la muger de Peralvez, ocultad el de este tambien, sin olvidaros de aquel jóven á quien yo prometí librar del peligro en que se encuentran sus compañeros.

-Por mí, respondió el anciano poniendo su mano derecha sobre el pecho, no sereis descubiertos.

Al terminarse esta larga entrevista, don Juan Ramirez de Arellano se dirigió al palacio del rey, y el hijo de Pero Lopez de Ayala á su casa, ocupado con graves y diversos pensamientos.




ArribaAbajoCapítulo VII

De como don Juan vengó la muerte de su padre.


Al mismo tiempo que estos dos personarges se despedian el uno del otro, el Abad de Herrera esperaba con ademan meditabundo, aunque tranquilo y reposado, en un salon del regio alcázar de Castilla la licencia que solicitara para ver al augusto hijo de don Enrique. Ni le llamaban la atencion los delicados adornos con que estaba enriquecida aquella estancia, ni las intrigas que tal vez allí se habrian realizado, ni los recuerdos de gloria que en mil trofeos pendian de sus paredes; porque una sola idea absorbia en aquel momento todos sus pensamientos, embargando su espíritu en tal conformidad, que podia confundirse con una estátua del celebrado Fidias. Pero cuando mas ensimismado se encontraba, fué saludado cortesmente por don Juan Ramirez de Arellano, que acababa de pisar los umbrales de aquella morada respetable.

-Siempre veo en la casa de nuestros reyes con nueva satisfaccion, le dice sentándose á su lado, al venerable Abad de aquella Tevaida de Castilla que fertiliza y baña el caudaloso Ebro.

-Las pocas veces que yo os encuentro en ella, repuso el austero cenobita, no es menos en mí el gozo que esperimento; porque á la verdad, un rey de veinte y un años, si ha de regir á sus pueblos con acierto, necesita de las luces y consejos de hombres tan esperimentados como vos.

-Y tan sabios como vuestra paternidad.

-Dejaos de lisonjas, y confesad conmigo que mejor estaria entre mis monges rogando á Dios por la prosperidad del príncipe, que en Burgos convertido en cortesano.

-Sin embargo...

-Oh! Nada hay que pueda contestarse á lo que acabo de deciros. El hombre mas grande que produjo el siglo XII, el que por su saber y estraordinaria virtud llegó á ser el oráculo de los Papas y de los Reyes, dejó consignadas en sus obras inmortales estas palabras: «El monge fuera del monasterio, es como el pez fuera del agua.» Por otra parte, nuestros consejos y advertencias se miran con prevencion; y aunque sean dictadas por el espíritu mas recto, se las atribuye cierto carácter de malignidad, que solo existe en el corazon de nuestros detractores.

-No obstante, yo soy de opinion, que cuando el príncipe necesita de los conocimientos y servicios de un individuo, sea este quien quiera, está obligado á dejarlo todo por servirle: al menos en circunstancias especiales; y segun se dice de público, vuestra paternidad se encuentra en este mismo caso...

-Será así como vos lo decís; pero cuando ese individuo conoce que ya ha cumplido con los deberes que le imponia su conciencia, debe de abandonar la corte al instante.

-Por lo mismo yo tengo todavía esperanza de veros algun tiempo mas en ella...

-Cabalmente hoy vengo á suplicar á S. A. que me permita regresar cuanto antes á mi monasterio.

-Mal hará en concederos esa licencia que vais á pedirle.

-Ignoro la causa.

-Es mucho que se oculte, á la penetracion de vuestra paternidad.

-Nada tiene de estraño, porque no soy lo que suponeis.

-Con que ignorais que don Juan, ahora mas que nunca, necesita, si ha de vencer á los enemigos que le rodean, de todos nuestros esfuerzos?

-No son tan grandes esos enemigos: para vencer y destruir los de Burgos, bastais vos con vuestros consejos; y para domar el orgullo del conde de Gijon, sobra el Adelantado Pero Ruiz Sarmiento.

-Siento mucho decir á vuestra paternidad, que la grandeza de su corazon le hace mirar con desprecio los riesgos que corre Castilla; pues no puedo persuadirme que ignore lo que tal vez preveen los menos avisados del pueblo.

-Acaso no los conoceré tanto como ellos.

Don Juan Ramirez hizo un gesto como que dudaba de la sinceridad de estas palabras, y luego continuó:

-El cerco de Gijon no adelanta un paso: el Adelantado Mayor de Galicia acaba de demostrar con sus imprudentes asaltos que esta clase de guerra es superior á sus talentos militares. Allí no hay mas que valor y mucha terquedad: si continúa por mucho tiempo al frente de los tercios castellanos, él solo basta para destruir el ejército real. Añadid á todo esto la escasez estremada de dinero, pues en las arcas reales no se encuentra un cornado, y la dificultad de imponer á los agoviados pueblos nuevas derramas y pechos.

-Los judíos, respondió el Abad para esplorar el ánimo de Ramirez, pueden sacarnos de esos conflictos. Ellos saben allegar dinero en las circunstancias mas difíciles; y aunque sea una desgracia para nosotros la muerte de Joseph Pico, no creo que su destino de recogedor de las alcabalas reales no pueda ser desempeñado por otro de su misma nacion.

El anciano, al oir estas palabras que calificaba de despropósitos, estuvo por dar al diablo la sabiduría del Abad, y por desear que cuanto antes se, restituyese á su monasterio; pero conteniéndose al principio por el respeto que le imponia su dignidad, sospechó luego si aquel hombre vestido de jerga sería uno de esos profundos políticos, que ocultan sus pensamientos cuando desean conocer los agenos.

-Los judíos dice vuestra paternidad! los judíos, que son nuestros mayores enemigos!...

-Hasta ahora ninguna prueba tenemos de ello...

-Tuviérala yo de su fidelidad, así como la tengo de sus crímenes!

-Es preciso que modereis vuestro celo, si no quereis incurrir en las preocupaciones de la estraviada multitud, que á todas horas clama por el esterminio de esos infelices.

-Infelices seremos nosotros si vuestra paternidad sigue defendiendo á esa maldita raza!

-Yo supongo que cuando os esplicais así, tendreis motivos muy poderosos.

-Sí los tengo; y al rey vengo á contarle todo cuanto sé para que se prevenga.

-S. A. ya no puede tardar en desocuparse de los graves negocios que ahora le ocupan, y entonces podreis cumplir vuestros deseos.

-Creo que cuando los conozcais, lo serán vuestros tambien.

-Me alegraría que os diese el encargo de disipar la deshecha tormenta que nos amenaza; porque á la verdad, hombres de vuestro temple, ya quedan muy pocos entre nosotros. Todavía recuerdo parte de una historia en que vos fuísteis la causa de que un rey muy poderoso temblase ante el de Castilla.

El cenobita acababa con estas palabras de reanimar las pasiones del anciano: en un instante se creyó trasladado á los dias de la juventud: recordó la mayor parte de los lances de su vida; y halagado con la idea de que aun podia servir de mucho, despues de haber, acaso contra su voluntad, manifestado su alegría.

-Eso fué allá en Barcelona, repuso al mismo tiempo que llevado de su aficion á hablar de cosas pasadas, se disponia á referir una historia. Qué tiempos aquellos!...Entonces valíamos mas que ahora; porque aquí para entre nosotros, dijo bajando mucho la voz, el trono de Recaredo estaba ocupado por un príncipe activo, afortunado y emprendedor. Su hijo don Juan, si bien es verdad que ha heredado muchas de sus virtudes, carece de aquella resolucion pronta, que muchas veces, en circunstancias difíciles, salva un reino espuesto á perecer. Pero vuestra paternidad no sabrá todo lo que pasó entonces, y supuesto que S. A. tarda en llamarnos, voy á contárselo. Poníanse dudas por algunos descontentos, que los hay en todas partes, acerca de la eleccion canónica del obispo de Sigüenza don Juan García Manrique para el arzobispado de Toledo. Y este prelado, para destruirlas y hacer valer su derecho, emprendió un viaje á la gran ciudad de Roma, para que el Pontífice, como cabeza que es de la cristiandad, administrase justicia. Quiso llevarme en su compañía, porque ya entonces me habia dado á conocer sirviendo en muchas ocasiones al rey con lealtad y valor. Ah! Era yo en aquella época un apuesto mancebo, como habia muy pocos en Castilla: manejaba una espada de un modo tan admirable, que llevaba ventajas al mismo Hércules con su clava; y mi caballo era tan impetuoso en la carrera, que se dejaba muy atrás al mismo viento. Acabábamos de desembarcar en Barcelona de regreso de nuestro viaje, cuando plugo á don Juan García visitar en su palacio al rey de Aragon. Hallámosle rodeado de sus grandes; y el vizconde de la Rota, que se encontraba entre ellos, me dirigió palabras que me hirieron demasiado.

-Vizconde, le respondí, reportaos; porque si prevalido de que os encontrais en vuestra patria, insultais á un estrangero que cuando menos es tan noble como vos, debeis prepararos para recibir el castigo que como deslenguado mereceis.

-Ah! Es mucho, me contestó, que tambien se ofendan los ingratos y traidores porque les digan la verdad.

-Yo ingrato, repuso colérico, yo traidor!... Esa lengua infame con que acabas de amancillar mi honra, por mí te será cortada. Mañana, si tu rey concede campo á un mal caballero, que desconoce las leyes de la hospitalidad como tú, serás conmigo en singular pelea.

En seguida arrojé uno de mis guantes á las gradas del mismo trono y con una voz atronadora, esclamé:

-Vos, vizconde de la Rota, si os sentís con ánimo para recogerlo, mañana os espero al despuntar el alba en las orillas del mar.

-Mañana no puede ser, interpuso don Juan García Manrique, que hasta entonces no habia hablado ni una sola palabra; quereis profanar la tregua de Dios?

-Debísteis tambien, añadió el rey, de advertirle el respeto que se me debe.

El obispo, como conocia que si el vizconde se habia propasado á insultarme era por complacerle, pues estaba muy resentido por la mucha aficion que me tenia don Enrique, hasta el punto de ser yo el alma de todos sus consejos, no hizo caso de sus advertencias; antes al contrario, sin perder el respeto á la magestad del trono, se atrevió á decirle:

-Creo que si el vizconde no se hubiese desmandado, Ramirez de Arellano callado se estaria.

-El reto queda aplazado, repuso el rey, para de aquí á noventa dias.

El vizconde alzó el guante del suelo, y mientras tanto:

-Debeis señalar el campo, dije volviéndome á S. A.

-Ancho campo son las fronteras de mis estados; pero elijo las inmediaciones de Almazan.

Estas palabras del príncipe aragonés manifestaban bien á las claras su animosidad, y por evitar que se pasase á las obras, salímonos de su corte, llegando bien pronto á la de don Enrique, á quien referimos todo lo sucedido.

-Está bien, nos dijo: supuesto que Ramirez manifestó de esa manera en Barcelona sus brios, en Castilla sabrá demostrar que merece mi amistad.

-Espero hacerme digno de ella.

Acercábase al fin el plazo; pero antes de su vencimiento, el rey de Castilla envió al de Aragon un cartel de esta sustancia: «He sabido que mi favorito don Juan Ramirez de Arellano tiene que ajustar cierta cuenta con el vizconde de la Rota; mas como es fácil que este último use alguna de sus perfidias para dejar en mal lugar á su adversario, he determinado que vaya acompañado de tres mil testigos bien montados, que al paso puedan resguardar el campo.» Era esto en buenos términos declararle la guerra; y el aragonés, que se encontraba acosado por muchas partes, no solo desistió de su intento, sino que prometió entregarnos al vizconde, para que de él nos vengásemos. Yo me opuse a esta medida, pues ya estaba con su humillacion demasiado satisfecho.

-Habeis hecho muy bien en perdonarle, respondió á todo este cuento el Abad. Las almas grandes, nunca lo son tanto, como cuando son generosas.

Las últimas palabras del anciano fueron oidas por el mismo rey; el cual, presentándose entre los dos interlocutores:

-Apostaría, dijo, á que Ramirez está refiriendo alguna parte de sus mocedades.

-Así es la verdad, señor, contestaron á un tiempo los dos, y poniéndose de pié á una distancia respetuosa.

-Nunca me conceptúo mas seguro, que cuando me hallo entre vosotros. La esperiencia del antiguo privado de mi padre, y la sabiduría del Abad de Herrera, son dos robustas columnas, sobre que descansa mi trono. Por lo mismo, voy á comunicaros una noticia que acabo de recibir de las Asturías. Los dos personages fijaron toda su atencion, y oyeron con la mayor complacencia á su jóven soberano.

-La plaza de Gijon se ha rendido, y su conde está en nuestro poder...

-Gracias á Dios! esclamó el Abad.

-Viva el rey! gritó el anciano.

-Pero no creais que solo estas nuevas tan felices tengo que comunicaros, volvió á decir el príncipe: la armada que hace tan poco tiempo enviamos contra el duque de Bretaña, despues de haber recorrido y hostilizado todas sus costas, se apoderó de la fortaleza de Gayo, que cae por aquellas partes, sin que sus aliados, que se tienen por muy poderosos, hayan sido capaces de oponerse á este brillante hecho de armas. Mas á pesar de todo, nada hay en estos tiempos que pueda igualarse al arrojo y felicidad de Fernan Sanchez de Tovar; el cual, habiendo salido de Sevilla con una pequeña armada de veinte velas, costeó las riberas de España y Francia, y despues, dirigiendo las proas á Inglaterra, subió por el rio Támesis hasta dar vista á la ciudad de Londres, cuyos habitantes vieron sus campos talados, destruidas y quemadas sus alquerías, y victorioso el pendon de Castilla á las mismas puertas de su ciudad.

-Esos triunfos tan rápidos y tan felices, dijo el Abad de Herrera, obra son de Dios, que depara á V. A. un reinado de prosperidad y de gloria. A vos os toca, señor, tributarle el honor, la gloria y la alabanza de que Él solo es digno: á nosotros el mostrarnos agradecidos y corresponder á tantos favores como su liberalidad nos dispensa; y á servidores tan esperimentados y leales como don Juan Ramirez, concluir la obra que vos habeis comenzado.

-Todos debemos de cooperar á ella, contestó Arellano.

-Aunque por distintos caminos, repuso el cenobita.

-Preveo que vuestra paternidad nos va á demostrar la escelencia de la oracion, para tener un pretesto de retirarse á su amada soledad.

-Está muy reñido con la corte, interpuso el príncipe.

-Y no debiera estarlo tanto, añadió don Juan Ramirez, porque aun la tempestad brama en nuestro derredor.

-Cómo? preguntó el rey sobresaltado.

-Tranquilícese V. A.; pero aun no hemos destruido á los que conspiran cerca de nosotros.

-Los conoces tú? volvió á preguntar el hijo de don Enrique.

-Y V. A. tambien...

-Dime al instante sus nombres y sus planes.

-No he traido otro objeto á esta augusta morada: mas el asunto exige reserva.

El Abad de Herrera, al oir estas palabras, pidió permiso para retirarse.

-No debe hacerlo vuestra paternidad, le dijo el rey: tal vez por las revelaciones de Ramirez comprenderemos el sentido de aquella carta.

El anciano caballero conoció que ya el rey y el Abad tenian alguna noticia de lo que él iba á decir; y así se dió prisa á dar cuenta de la conjuracion que habia sabido por el hijo mayor de Pero Lopez de Ayala. Sus oyentes se sorprendieron, y aun si vale decir verdad, el cenobita temió bastante por la seguridad del príncipe. Al fin, cuando ya se disponia á manifestar lo que le parecia conveniente hacer, un personage se hizo anunciar por embajador del rey de Granada.

-Si será Boa-Eddin! esclamó el anciano.

El rey de Castílla, que conoció que aquella era la mejor ocasion de recibirle, le mandó entrar. Y el árabe, en cuanto estuvo en su presencia:

-El poderoso rey de Granada, dijo, el grande Mahomad el de Guadix, me envía á vos, príncipe soberano de Castilla, para haceros saber el deseo que lo anima de cultivar vuestra amistad, tan conveniente para el bienestar de ambos estados. Su antecesor fué uno de los aliados mas sinceros que tuvo vuestro augusto padre; y él creeria faltar á sus deberes, si no imitase su ejemplo. Yo tuve entonces la dicha de ser el principal agente de aquella alianza, y hoy me cabe la gloria de manifestar los buenos deseos de mi nuevo soberano. Dignaos, pues, corresponderle con los vuestros, y admitir como una prueba de su bondad los presentes que, si me dais licencia, no tardaré en ofreceros en su nombre.

-Cómo os llamais? preguntó el hijo de don Enrique.

-Boa-Eddin, contestó el moro: habeis oido hablar alguna vez de mí?

-Sí, bastante; allá en Santo Domingo de la Calzada.

-Ah señor! Entonces no habíais esperimentado la dolorosa pérdida de vuestro padre.

La mayor prudencia manifestaron en esta ocasion los que le escuchaban; porque á no ser así, cómo era posible que no se dejasen arrebatar de la indignacion de que su corazon estaba lleno, al contemplar en la persona de aquel infiel al cruel y falso regicida que cubriera á Castilla con su espantoso crímen de luto y desolacion? Sin embargo, disimularon por entonces, porque era preciso que aquella fiera cubierta con la piel de zorra cayese en las mismas redes que habia tendido á su inocente víctima. La admiracion de los circunstantes á vista de tanta perfidia, se aumentó al ver la serenidad del rey, el cual como inspirado:

-Está bien, dijo; admito la alianza y amistad de vuestro amo, y pido muy de veras al cielo que sea duradera. Por mi parte procuraré corresponder á sus finezas, no olvidando jamás el conducto por donde me las trasmite.

Boa-Eddin hizo entonces una inclinacion, y desapareció para volver muy pronto con los regalos de que habia hablado.

Mientras tanto agitábase entre los tres personages una grave cuestion: tratábase de lo que harian con el embajador en cuanto regresase. Los pareceres eran encontrados, como sucede casi siempre entre los favoritos de los príncipes. El Abad de Herrera opinaba porque al moro se le llevase al tormento, para que allí descubriese á todos sus cómplices. Oponíase don Juan Ramírez, porque decia que con esto se espantaba la caza dando lugar á que se fugasen sus criminales compañeros: el rey decia que era de temer que Mahomad declarase la guerra, tan pronto como supiese la muerte de su embajador: respondia á esto el cenobita, que mas valia tenerle por adversario declarado, que por enemigo encubierto; que así habia que temer siempre á sus asechanzas, mientras que del otro modo bastaban los caballeros de las órdenes militares para tenerle á raya: reponia Ramirez que no se podria atender á tantas partes á un tiempo, puesto que la guerra con Portugal y los ingleses, llevaba visos de prolongarse indefinidamente. Pero el Abad, que en la soledad del claustro habia aprendido á conocer el corazon del hombre, niejor que él en el bullicio de las grandes ciudades, escitó con estas palabras en el jóven príncipe una pasion, que en atencion á sus circunstancias particulares, no dudamos en calificar de noble.

-Y será posible, Dios mio, será posible que el asesino del rey don Enrique, el que trata de reproducir en la persona de su hijo el mismo crímen, haya de quedar impune!... Qué! Tan degenerados nos encontramos, que tememos castigar al criminoso? En dónde está aquella raza de valientes, que sin mas armas que su fé hizo morder el polvo á los tiranos de nuestra patria? qué se hizo del valor que heredamos de los que vencieron en Covadonga, triunfaron en las Navas y enarbolaron el pendon de Cristo sobre las almenas de Sevilla? Si vos quereis admitir la falsa paz con que nos brinda el moro, aceptadla: yo prefiero la honra de mi rey...

El príncipe se enterneció al oir espresarse así al venerable cenobita. Conocia que sus palabras mas eran efecto del amor ardiente que profesaba á su dinastía, que fruto de esa política tortuosa que domina en los palacios de los reyes. Podia ser la de Ramirez mas sabia, mas adecuada á las circunstancias, pero la del Abad era mas noble, mas franca, porque era mas cristiana. Es cierto que podrá decirse que tambien era cruel, porque se queria llevar á un hombre al tormento; pero si se atiende á que era necesario castigar un gran crimen y prevenir otro, aquella acusacion es infundada. De mas de esto, no era necesario arrancar la máscara con que Mahoma ocultaba sus pérfidos designios? Su falsa amistad, no era peor mil veces que una declarada guerra? Y si la guerra á los infieles era la primera necesidad de aquella época, no podrá asegurarse que aun su consejo era mas sabio que el de su competidor?

Don Juan Ramirez conoció bien cuanto significaba aquella mirada del rey: temió fundadamente perder su amistad; y para evitarlo, se apresuró á decir:

-Y quién es el que no prefiere el honor de S. A. á la alianza y amistad de Mahoma el de Guadix? Por ventura pretendo yo á tanta costa el que se trate á su embajador de diferente modo? Si me he atrevido á manifestar mi opinion encontrada con la vuestra, no ha sido porque creo que Castilla no podrá soportar con buen éxito una guerra con Granada? Mas si el rey es de opinion de que se declare, podré negarle mi pobre apoyo? Conozco que ya valgo muy poco, y que ya no soy el que estremecía con su valor á los enemigos de don Enrique; pero aun puedo sentado desde una almena defender una plaza contra todo el poder mahometano. Mándeme el rey á ella cuando llegue el peligro, y entonces quedarán completamente desengañados los que tal vez han creido que con mis años se disminuyó el grande afecto que le profeso.

-No, no, repuso prontamente el Abad: todos estamos persuadidos de lo mismo. En vos podrá haber algun yerro de entendimiento, de voluntad, nunca.

Hubiérase tal vez prolongado por mucho tiempo aquella discusion, sino se presentase de nuevo Boa-Eddin; el cual despues de haberse inclinado muy respetuosamente, y llevado la mano á la frente segun costumbre de las naciones orientales:

-Augusto sultan de Castilla, dijo: hé aquí la espresion que el rey de Granada os envía en prueba del estraordinario cariño que os profesa. Esta brillante espada, guarnecida con las piedras mas finas que vió la Arabia, solo puede servir á la persona mas digna de su amistad: estas riquísimas telas, fabricadas en la opulenta Tiro, solo pueden adornar las paredes de vuestros alcázares: estas esencias odoríferas, superiores á las que usaba el gran Saladino en ocasiones muy célebres, solo deben de embalsamar vuestras estancias; y finalmente, poderoso señor, los dos caballos, de cuyos arzones penden dos espadas damasquinas, y que enjaezados con la mayor riqueza he dejado en el patio de este alcázar, solo deben de ser montados por un príncipe como vos. V. A. los conducirá á la guerra; y allí no solo verá su velocidad, sino que presenciará su enardecimiento cuando los clarines guerreros den la señal del combate.

-Yo recibo todos esos dones, respondió el hijo de don Enrique como inspirado por una inteligencia superior, con la misma voluntad con que me los envía el rey de Granada; pero como me sea imposible remunerar segun merece á la persona por quien me trasmite las pruebas de su amistad, he acordado hacerla partícipe de estas mismas finezas de su rey. Por lo mismo, vos, Boa-Eddin, que habeis sido elegido para desempeñar tan honorífico encargo, empezad á recibir el premio de vuestros servicios. Tal vez creeríais que solo en Granada serian galardonados; pero tambien en Burgos hay premios para el virtuoso y castigos para el culpable...

Estas palabras desconcertaron al moro; no solo porque entendió demasiado su significado, sino porque el augusto joven que las pronunciara, había manifestado con su semblante la indignacion de que estaba poseido. Pero su turbacion y temor se aumentaron, cuando el príncipe, abriendo uno de los frascos que acababa de presentarle, se lo dió á oler.

-Participa, le dijo, ó embajador del rey de Granada, participa de las esencias superiores á las que usaba el gran Saladino; porque justo es que no quede sin galardon el que con un crímen me abrió el camino del trono...

-Vive Dios, esclamó don Juan Ramirez, que el árabe ha perdido el color!

-Qué! Torceis la cabeza? le preguntó en este tiempo el rey.

-No puedo soportar la fuerza de ese espíritu, respondió con voz ahogada.

-La fuerza de este espíritu, repuso el príncipe rompiendo los diques de su furor, te quitará la vida en castigo de tus enormes crímenes. Acuérdate, infame, de Santo Domingo de la Calzada: ten presente la muerte que con aquellos borceguíes infernales causásteis al rey mi padre; y no olvides en este trance lo que intentabas contra su hijo. Resígnate, pues, á morir en el mismo suplicio con que procurabas hacerme perecer, para que conozca Mahomad el castigo que en esta tierra se impone á los traidores.

-Pero así... así, señor... repuso el moro próximo á entrar en la agonía, así faltais á la amistad del... rey de...

-Pérfido! esclamó don Juan Ramirez, aun se atreve á invocar los instrumentos de su maldad!...

-Que muera en el tormento, interpuso el Abad de Herrera.

-Sí, sí: al tormento, al tormento, gritó don Juan Ramirez.

-Entréguese ese miserable al verdugo, respondió el rey con dignidad: yo le ennobleceria demasiado si procurase quitarle la vida por mí mismo.

-Pero, señor, volvió á instar el cenobita, comunique V. A. sus órdenes para que este insensato nos diga por qué causa atentó contra la vida de dos reyes que en nada le habian ofendido.

-Queda desde ahora don Juan Ramirez, aconsejado por vuestra paternidad, autorizado para hacer en este caso cuanto le sugiera su celo y su esperiencia.

Entonces el antiguo favorito comunicó sus órdenes al instante; y al poco tiempo gemia Boa-Eddin en una de las mas lóbregas prisiones del castillo de Burgos.




ArribaAbajo Capítulo VIII

Como fueron castigados los enemigos del rey de Castilla.


No se descuidó Ramirez de Arellano en corresponder á la confianza que en el acababa de depositar el rey don Juan: con una actividad superior á sus largos años, fué por sí mismo, aunque bien acompañado, apoderándose de casa en casa de los principales conspiradores. Estos miserables, cuyas locas esperanzas empezaban á desvanecerse, porque ya circulaban rumores, que cada vez adquirian mas consistencia, de la rendicion de Gijon, fueron encerrados en las lóbregas estancias del castillo. Allí debia al dia siguiente de representarse una escena, bien distinta de la que ellos tanto esperaban: el antiguo favorito, acompañado del terrible verdugo, se presentó para arrancarles por la violencia del tormento, la confesion de sus crímenes. El primero á quien colocaron en el potro fué Boa-Eddin; el cual, como se obstinase en negar al principio lo que ya nadie ignoraba, le faltó el aliento y la vida cuando empezaba á arrepentirse de su tenacidad. Solo estas palabras, que sus labios helados por el frio de la muerte pronunciaron, pudieron escribirse por un notario que allí estaba presente.

-Si... yo fuí el autor, porque el rey de Granada... ¡Oh! Dejadme, dejadme, que me descoyuntais los huesos... ¡Maldiga Dios á los cristianos!...

En seguida tocó la suerte al astrólogo Baruch; pero este miserable, antes que el verdugo diese la segunda vuelta, fué acometido de un mortal parasismo, y espiró. Igual suerte cupo al opulento Benjamin Artal, sin que don Juan, que solo empleaba aquellos medios de tanto rigor para conocer la verdad, pudiese conseguir su objeto. Al fin tocó el turno a Nehemías; y este judío, que carecia de la fortaleza de sus compañeros, antes de ser colocado en el tormento, hizo importantes revelaciones.

Súpose por ellas, no solo el número y circunstancias de los conjurados, sino tambien la causa porque el moro, cuyo cadáver tenian á la vista, habia atentado contra la vida del rey. Dijo que Mahomad, una de las cosas que mas temia era la union y la paz de los castellanos, porque sus fuerzas combinadas podian caer sobre su reino y anonadarle; y que así como su antecesor para conseguir igual objeto, habia apelado á un regicidio valiéndose de Boa-Eddin, él habia empleado los mismos medios para destruir á sus enemigos.

Satisfecho don Juan Ramirez con estas declaraciones, mandó retirar al verdugo, y que fuesen traidos al castillo los otros conspiradores, cuyos nombres acababa de revelarle Nehemías. Su fin era deshacerse de aquella falange de malvados; pero antes quiso hacer á Mahomad un presente, que le recordase lo que debian esperar los que se prestasen á ser sus embajadores. Mandó cortar la cabeza al cadáver de Boa-Eddin, y conservada entre miel se la remitió por dos árabes cautivos, con una carta concebida en estos términos:

«El miserable de quien os valísteis para perpetrar un crímen, acaba de pagar á manos del verdugo la parte que le cupiera en él. Vos debeis de temer que otro tanto acontezca á cuantos se encarguen de ser vuestros embajadores, pues así se castiga entre nosotros la perfidia de los musulmanes. Ese sangriento trofeo debe recordaros la espada de los cristianos, siempre pronta á estinguir la maldita raza de Agar. Un príncipe infiel que se sienta en un trono, debe temer á los protegidos de Dios; y en vez de irritarlos, pretender su amistad de todas veras. Nosotros rechazamos la vuestra: nos separa un abismo y un lago de sangre; y no descansaremos hasta haberos arrojado al desierto. Allí tambien os perseguirá la invicta nacion española, deseosa de vengar las ofensas con que la viene ultrajando vuestra asquerosa secta desde la sangrienta jornada del Guadalete. Por lo mismo, vos, Mahomad, temed y estremeceos.»

Esta sucinta carta, en que tanto resplandecia ese noble orgullo de nuestros padres, y ese patriotismo puro, capaz por sí solo de salvar un Estado en las circunstancias mas dificiles, contuvo en sus justos límites al rey de Granada. Castilla se vió entonces libre de sus asechanzas; y á don Juan Ramirez de Arellano, que todo lo sacrificaba al esplendor del trono y á la gloria de su patria, fué debido el sosiego de que entonces tanto necesitaba.

Mientras tanto continuaba el antiguo favorito de don Enrique sus averiguaciones y castigos: los principales judíos, como mas complicados en la trama, pagaron á manos del verdugo su rebeldía; y los que no eran tan culpables, aquellos á quienes su falta de reflexion, ó tal vez su necesidad, precipitara en el fango de aquella rebelion infame; fueron desterrados á diversas partes del reino. De este número hubiera indudableniente sido Maese Peralvez, si el hijo mayor de Pero Lopez de Ayala no se decidiera á interceder por él.

-Vengo á recordaros vuestra palabra, dijo á don Juan Ramirez, y con esperanza de que un caballero como vos sabrá cumplirla.

-Y qué palabra es esa? replicó con gravedad el anciano: díos yo por ventura alguna que no os cumpliese?

-Con que ignorais que habeis contraido conmigo una deuda, repuso el jóven con prontitud, que todavía está por satisfacer?

-Máteme Dios si yo sé, qué deuda es esa.

-Cómo! No os acordais de la mañana en que yo os manifesté circunstanciadamente cuanto se tramaba contra el rey?

-Sí me acuerdo; y qué?...

-Y de ese modo os desentendeis de lo que pasó entonces?

-Buen modo de desentenderme tengo, cuando desde aquel,dia al verdugo no le faltó que hacer...

-Ó vos os burlais de mí, repuso el jóven con indignacion, ó no quereis entenderme.

-Ni será lo uno ni lo otro, Ferrando: las burlas dicen mal con mis canas; y el no querer entenderos, con el aprecio que hago de vos. Estaria de ver que yo ahora, pobre viejo caduco, me zumbase con un mozo de los mas galantes de la corte de Castilla!

-Dejaos de palabras, replicó el hijo de Ayala, conteniéndose á duras penas por no destemplarse con el antiguo amigo de su padre, y dadme una prueba de ese aprecio que tantas veces me habeis citado.

-Decís bien, Ferrando: vos sin duda debeis de saber aquello de: obras son amores, y no buenas razones; y para que sepais que yo tambien estoy por este adagio, os hago saber, que el rey por mi mediacion acaba de nombraros alférez real, premiando así en vos las virtudes de vuestro padre...

-A vos os debo este favor tan señalado? preguntó enagenado, cambiada la indignacion en verdadero gozo.

-A mí, no: debéiselo al rey, y al buen nombre que dejó entre nosotros aquel militar valiente, que se sacrificó por su príncipe en la batalla de Nájera. Vos, Ferrando, imitad sus virtudes, para que en todo tiempo vuestros hijos tengan un claro espejo que les enseñe el cumplimiento de sus deberes. Vuestro padre, á todos nos da lecciones desde la tumba: á todos nos da el ejemplo que debemos seguir en los dias aciagos que corremos; y vos, con especialidad, debeis de mostraros digno descendiente y sucesor suyo.

Estraordinariamente conmovido el nuevo alférez, y no conceptuándose digno del empleo con que acababa de honrarle el rey, despues de dar curso á algunas lágrimas que se desprendieron de sus ojos:

-Ah! Yo juro, contestó, juro por sus cenizas, por su sombra veneranda, juro por el santo nombre de Dios, por su santa Fé y Religion, el observar la línea de conducta que él me dejó trazada. Quisiera que ahora mismo se me presentasen ocasiones de acreditar mi adhesion á la noble causa que en dias demasiado críticos él abrazara: y quisiera tambien sacrificarme por un rey que en mí premia sus servicios. Enrique el de las mercedes fué titulado su padre; y este renombre ilustre, superior al de grande y conquistador con que se honran otros príncipes, él lo merece con igual motivo.

-Así es la verdad: no solo vos podeis decirlo, sino otros muchos de sus vasallos, entre los cuales figura en primera línea el Adelantado Pero Ruiz Sarmiento, á quien acaba de nombrar primer mariscal de Castilla.

-Esa dignidad es nueva.

-Sí; creóla el rey para premiar al Adelantado por la toma de Gijon, y por haber destrozado completamente los últimos restos de la rebelion, que junto á Medina capitaneaba el hijo de Men Rodriguez de Sanabria.

Ferrando, que al ir á casa de Arellano solo habia pensado en recordarle el cumplimiento de cierta palabra, no podia, á pesar de su nuevo destino, de desentenderse de hacerlo. Sin embargo, no del modo que al principio se propusiera, sino como el que ruega y se cree con derecho á que le atiendan, manifestó al anciano que Peralvez gemia en la prision.

-Es de los conjurados, le replicó, y solo el rey puede perdonarle.

-Si; pero vos me prometísteis ocultar su nombre...

Aquí se vió don Juan Ramirez tan atacado, que no supo al pronto qué responderle; mas despues, sin darse por entendido de aquellas palabras:

-Os prometo seriamente, dijo, que el verdugo no se entenderá con él: tan solo pienso en un destierro; y si había de ser á un punto de los mas distantes del reino, lo destinaré á cualquiera de los mas cercanos, en donde le acompañará, para que la distancia y ausencia le sea mas llevadera, el hijo de su muger.

-Y tambien á este desgraciado alcanzan vuestras iras?...

-Mis iras, no; el castigo que merece por su culpa.

-Sin embargo, la libertad del uno y del otro estaba garantida por vuestra palabra...

-Son culpables, y el rey me manda que los castigue.

-Pero S. A. creo que ninguna necesidad tuvo de saber que lo eran.

-Empeñóse en saberlo, y no tuve mas remedio que decírselo; si vos no supísteis ocultármelo, cómo queríais que yo lo hiciese?

-Lo habia fiado á vuestra prudencia, y... ahora conozco que fué inútil.

-Qué diablos, Ferrando; no puedo comprender vuestra tristeza por el destierro de dos hombres! Si esta medida la hiciera estensiva á cierta persona del otro sexo, pase; pero quedándose ella en Burgos, qué mas podeis desear?...

-No, Ramirez; os prometo que mis relaciones con ella han concluido para siempre.

-Cómo así?

-Los remordimientos me atormentaban demasiado: por un momento de ilícitos placeres, perdia la salud y la tranquilidad de mi espíritu. Hice, pues, una resolucion de separarme del encantador objeto que me proporcionaba mil dispendios y menoscabos en la honra, y lo conseguí. Feliz yo mil veces por haberme desentendido de los cantos de aquella Sirena, que emponzoñó mi vida con escándalo de cuantos me conocian; y mas feliz aun, si persevero apartado de su dañosa amistad.

-Me edifican vuestros propósitos, y los nobles sentimientos de vuestro corazon me cautivan; y para que veais que tambien yo os imito en lo que puedo, hoy mismo voy a pedir a S. A. la libertad de Peralvez y la del hijo de su muger.

-Quisiera que así lo hiciéseis, para que esa pobre familia fuese menos desgraciada: al fin les dí palabra de protegerlos.

Don Juan Ramirez no faltó á la que acababa de dar al nuevo alférez, pues apenas se separó de él, cuando pidió permiso al rey para poner en libertad á dos de los menos temibles de los conspiradores. Alguna resistencia encontró al principio en el hijo de don Enrique: su ánimo real se oponia á un indulto tan completo en perjuicio de los demas presos; pero en cuanto el favorito le hizo presente que los reos por que abogaba mas eran á propósito para destruir cualquiera conjuracion que para fomentarla, y que la que tanto les habia dado que hacer habia sido descubierta por uno de ellos, accedió al instante á sus deseos.

De este modo quedaron tambien cumplidos los de Ferrando; el cual, para dar una prueba mas de la nobleza de su corazon, nombró su page de lanza al joven, a quien las lágrimas de su madre pusieron al borde del precipicio. En este tiempo, el hijo de don Enrique manifestó el deseo que le animaba de hacer, por via de entretenimiento, una escursion á los montes de Ontoria. Algunos de sus cortesanos se dispusieron para acompañarle; y entre ellos llamaba la atencion por su actividad y alegría don Juan Ramirez, que no queria, segun él decia, separarse ni un instante de su lado. Y en verdad, que si se atiende á que por sus consejos se habia visto disipada en gran parte la deshecha tormenta que estuvo á punto de estallar sobre Castilla, le sobraba razon para pretenderlo, mucho mas, despues que el Abad de Herrera, suspirando siempre por su amada soledad, se restituyera á su monasterio.




ArribaAbajoCapítulo IX

Del gozo y el dolor que un mismo dia esperimentaron los cortesanos de don Juan.


Acababa el rubicundo Febo de tender su dorada cabellera por las cúspides de las encubradas montañas de la sierra de Burgos, cuando el jóven rey salia acompañado de las personas que le inspiraban mas confianza, en direccion de los umbrosos pinares de San Leonardo. El primer dia entretúvose en cazar en los pueblos de las inmediaciones de su capital, y el segundo avanzó hasta el de Ontoria, en persecucion de los javalíes, de que abundaba aquel país. La caza fue abundante: reinaba la animacion y la alegría entre cuantos concurrieron á ella. Los espesos bosques, los solitarios valles, los encumbrados cerros, los humildes collados, las oscuras cavernas, todo, en fin, estaba lleno de la gritería de los cazadores, del eco de sus cuernos de marfil y del ladrido de sus perros. Cualquiera diria que el bullicio y algazara que de ordinario reina en las grandes ciudades se habla trasladado al desierto; porque aun aquellos que estaban acostumbrados á guardar en todo circunspeccion, manifestaban allí la alegría de los primeros años. El mismo don Juan Ramirez desmentia con sus gracejos y voces su avanzada edad; y ya que no podia correr cuanto deseaba, incitaba á otros á que lo hiciesen. Pero cuán poco duran los goces del mísero mortal! Cuán en vano se afana por olvidar que le cercan á cada paso innumerables desdichas y multiplicados peligros! Podrá acaso esforzarse en creer que es venturoso en la tierra porque nada sabe negar á sus desordenados apetitos, teniendo á mano los medios de satisfacerlos; pero prescindiendo del vacío inmenso, de la sima profunda que notará en su corazon al olvidarse de practicar la virtud, una enfermedad grave, la pérdida imprevista de una persona querida, vendrán al instante á recordarle lo errado de sus cálculos. Quién es el hombre que podrá decir: he nacido para gozar á mis anchuras en el mundo, y en él tengo mis deleites? Este hombre, si le hay, es un insensato, que abandonado por la razon, es digno de verdadera lástima. Quién habia de decir á los que formaban la comitiva del rey don Juan, que en aquel mismo dia que creyeran destinado para olvidar todos sus cuidados recreándose en el noble ejercicio de la caza, y desentendiéndose de la engorrosa etiqueta de los palacios, ese mismo dia habian de llorar la temprana muerte de un príncipe amado y reverenciado por sus pueblos? Pues ello, no obstante, fué una verdad triste, que desgarró su corazon cuando estaba henchido de alegría y predispuesto para los placeres.

Iba declinando el dia, cuando una violenta tempestad que estalló casi repentinamente, puso término á la algazara de los cazadores, y les obligó á retirarse al pueblo de Ontoria, en donde tenian sus alojamientos preparados. Al verse reunidos notaron la falta del príncipe; pero como creían que la tormenta le hubiese obligado á guarecerse en otra parte distinta de su palacio, al pronto no se sobresaltaron. De este error vino á sacarlos la presencia de Ferrando, con quien le habian visto una gran parte del dia.

-El rey, en dónde está? le preguntó con ansiedad don Juan Ramirez.

-Pues qué, no se halla en este alcázar! respondió el jóven alférez demudado el semblante y presintiendo su pérdida.

-Es el único que falta de cuantos asistimos á la cacería; y vos que estuvísteis con él toda la tarde, debeis de darnos cuenta de su persona...

-Toda la tarde, no, Ramirez: vos no reparais en lo que decís, porque á no ser así, no habiéndome vos visto mas que una pequeña parte de ella, cómo era posible que aseguráseis una cosa tan contraria á la verdad? Es cierto que juntos anduvimos mucho tiempo; pero poco despues de estallar la tormenta, y cuando yo tenia buenos deseos que mandase dar la vuelta al pueblo, un enorme javalí iba corriendo por entre las malezas de un espeso bosque á refugiarse en las orillas del rio. El príncipe se arroja sobre él; tírale un dardo, y logra clavársele en los lomos. La fiera al sentirse herida, revuelve hácia nosotros; y nuestra destreza y la agilidad de nuestros caballos nos libran de su ferocidad. El augusto cazador insiste en matarla: lánzase nuevamente en su persecucion, siguiéndole yo á corta distancia. Pero en aquel instante mismo sonó un pavoroso trueno, rasgóse una nube, y vomitó sobre el bosque un crecido número de rayos que le incendiaron por todas partes. Al volver del espanto que me causó aquel desconcierto de la naturaleza, derramo la vista en derredor de mí, y no encuentro mas que las señales de la violenta tempestad, que se aumenta por momentos. Llamo entonces al príncipe, y no me responde: lo busco con ansiedad, y no le encuentro. Si habrá perecido? me pregunto á mí mismo. Pero cuando así empezaba á lamentarme por su suerte, acertó a pasar por junto á mí un pastor, y me dijo: un caballero, que no sé si será el rey, ha pasado por aquí corriendo á uña de caballo: para ahora ya debe estar en el pueblo. No dudando que fuese él, me dirigí á este palacio; pero ya veo que el pastor confundió al príncipe con alguno de nosotros.

-Indudablemente! respondieron los que escucharon esta relacion. Íbanse ya á dar órdenes para que saliesen en todas direcciones buscando al augusto hijo de don Enrique, cuando hé aquí que entra en el alcázar su despensero mayor, el cual lloroso y afligido, como el que ha esperimentado la mayor pérdida del mundo, esclama:

-El rey ha perecido! qué será ahora de nosotros?...

-Qué decís? preguntan todos á una vez.

-Una verdad triste y desgarradora. El rey ha perecido devorado por una fiera, añadió con acento melancólico.

-Silencio, interpuso Ramirez con voz atronada: esos no son mas que rumores, que mañana vereis destruidos cuando le veais entre nosotros.

Sí, sí; ya le veremos, ya, contestó á estas palabras el despensero meneando la cabeza: en la morada de Dios es mas fácil; lo que es aquí, imposible: yo he hablado con los mismos pastores que vieron correr á la ventura su caballo por los bosques.

-Silencio, volvió á decir el antiguo favorito esforzando la voz; esos no son mas que embustes fraguados por los enemigos de nuestro reposo. Acabo de tener noticia de que el rey pernocta esta noche en San Leonardo, adonde nosotros iremos mañana para reunirnos con él.

Casi todos los que oyeron estas palabras las creyeron de buena fé; pero algunos mas advertidos, como el hijo de Pero Lopez de Ayala, conocieron que hablan sido pronunciadas con un fin político. Ciertamente era de suponer así, no solo por la reserva con que Ramirez acostumbraba á proceder en todo, ocultando muchas veces la verdad para conseguir mejor sus fines, sino porque al poco tiempo mandó salir personas de su mayor confianza á recorrer los pinares para enterarse de cuanto hubiese sucedido. Estos esploradores llevaban orden de recoger el regio cadáver, si por desgracia era cierto cuanto anunciaba el despensero, y conducirlo con el mayor sigilo á Ontoria. Domas de esto, se retiró á escribir un espreso al arzobispo de Toledo y al obispo de Sigüenza, para que participasen tal infausta nueva á la reina doña Beatriz, y de acuerdo con ella proveyesen á la seguridad del reino, antes que las facciones y parcialidades de los grandes se apoderasen del gobierno.

Sería poco mas de media noche cuando algunos de los que buscaban al príncipe encontraron muerto á su caballo junto á un roble secular. Registráronlo escrupulosamente; y á la luz de las teas, de que habian salido provistos, descubriéronle en el vientre una honda herida, como causada con los afilados colmillos de una fiera. Dieron algunos pasos mas adelante, y no tardaron en encontrar á orillas de un arroyo, que merced á la tormenta se habia convertido en rio, el manto del rey empapado en purpúrea sangre. Recogieron este triste resíduo, que atestiguaba su fin trágico, y dieron la vuelta al pueblo para comunicar á don Juan Ramirez cuanto habian visto.

El dolor que se apoderó del privado es por demas el ponderarlo: no solo amaba al rey como vasallo, sino tambien porque se reputaba como su padre, despues que don Enrique lo encargara su cuidado. El buen anciano hubo de sucumbir en aquellos momentos de amargura; y temiendo seriamente que asi sucediese, llamó al hijo mayor de Pero Lopez de Ayala.

-Llámote, hijo mio Ferrando, le dijo con voz dolorida, para asociarte á mi pena, para que por tí empiece el luto que muy en breve debe de cubrir á todo el reino... El rey don Juan, ese príncipe querido que hace tan poco tiempo hemos visto bendecido por Dios, coronado por la victoria, y aclamado por sus pueblos, no existe ya entre nosotros. Su muerte, tan trágica como impensada, priva á Castilla de uno de sus mejores reyes, y abre á nuestros piés un abismo de desdichas, que no terminarán hasta que el infante don Enrique, ese tierno vástago, que aun lacta los pechos de una princesa ilustre, llegue á su mayor edad. Algunas medidas he tomado ya para conjurar en gran parte la horrible tormenta que ya columbro formarse sobre nuestra patria; y con el objeto de llevar á Burgos mis últimas instrucciones, quisiera que te preparases para marchar antes de que apunte el dia, regresando al instante con un médico para que atienda á mi cuidado. Este golpe me aniquila, y él solo es capaz de conducirme al sepulcro, cuando mas necesarios eran mis consejos.

-El dolor que desgarra mi corazon no es menor que el vuestro: desde que se notó la falta del rey, he empezado á temer seriamente por su vida; y á no estar preparado, creedme, que esa noticia hubiera concluido con la mia. Iré á Burgos cuando lo dispongais; pero mi parecer era el suspender este viaje hasta tanto que no tuviésemos noticias mas positivas de la desgracia que lamentamos. A qué fin

embrar la alarma y la consternacion en los leales pechos de aquellos habitantes, sin poderles enseñar el regio cadáver?

-Pero trátase por ventura de eso? Tú solo vas dirigido á algunos grandes y prelados, y estos señores ya saben lo que les conviene hacer en el caso presente.

-No digo lo contrario, Ramirez: solo quiero significar nuestra responsabilidad, si despues de anunciar la muerte del rey, apareciese mañana.

-Aparecer mañana! vana esperanza!... Pues qué, no tenemos bastantes vestigios de su fin en su caballo y en su manto ensangrentado?

-Es cierto. sí; pero en estos casos se necesita algo mas. En Burgos me preguntarán: habeis vos visto morir al rey? os habeis encontrado su cadáver? Y á estas preguntas ya veis que yo no puedo responder de un modo afirmativo.

-Entiende de una vez que no vas á llevar nueva ninguna: tú solo vas á prevenir. Por lo demas, estoy conforme con cuanto me dices.

El hijo de Ayala se dispuso al instante para partir; y el antiguo favorito, á quien no abandonaron ni un instante sus pesares y los cuidados del reino, vió desaparecer lentamente aquella cruel y tempestuosa noche. Como su ansiedad era tan grande, así que amaneció salió acompañado de la mayor parte de los que habian asistido á la cacería, á recorrer todos los pinares de Ontoria y San Leonardo. Lleváronle adonde estaba el caballo muerto: enteróse muy despacio del sitio en donde fué hallada la regia púrpura, y en donde se suponia que el príncipe habia perecido. Todo lo examinó cuidadosamente; y no contento con esto, dividió su gente en cuadrillas, encargándoles que no perdonasen medio ni fatiga, hasta haber dado con el rey. Él mismo se encargó de registrar las dos orillas del rio; y á poco de emprender esta operacion, descubrió una pequeña choza situada en la ladera de un monte. Fuése acercando á ella con ánimo de saber si estaba habitada, cuando hé aquí que le sale al encuentro un jóven que de lejos no conocia; mas despues de dar algunos pasos en su direccion, reconoce en él al augusto señor de Castilla.

-El rey! grita Ramirez enagenado de puro gozo.

-El rey es, responden alborozados sus compañeros.

Agrúpanse todos en su derredor: manifiéstanle el cuidado y la honda pena en que su ausencia los habia puesto: arrojan al aire descompasados gritos de alegría: suenan sus cuernos de caza, cuyo eco es correspondido por otros muchos; y en poco tiempo reúnense allí todos los que afligidos le buscaban. El príncipe se siente conmovido con estas demostraciones de afecto, y para corresponderles de alguna manera, les hace una señal, y les dice:

-Oidme, mis queridos amigos: cuando retumbaba el trueno, el rayo hendía las nubes, y el agua caía á torrentes, avisté un disforme jabalí: era la mejor pieza que se habia presentado en todo el dia. Al instante traté de cazarla logrando herirla del primer golpe. Pero la fiera revuelve sobre mí con tal rabia, que solo á la velocidad de mi caballo debo la salvacion de mi vida. Ferrando, que me acompañaba, me manifiesta cuánto me espongo y la necesidad de retirarnos; pero yo, que deseaba concluir lo comenzado, desoigo sus ruegos, y me lanzo á la carrera entre el fragor del trueno y los rayos que descendian sobre el bosque, encontrándome al poco tiempo con mi fiero enemigo. Temí entonces, lo confieso, perecer, Llamo á Ferrando; pero Ferrando no puede socorrerme, porque la furia de la tempestad le impidió seguir mis huellas. En aquel trance tan crítico descargo nuevos golpes sobre la fiera; pero ella, aunque muy desangrada, acométeme con nueva furia cebándose en mi caballo. A él tambien fúí esta vez deudor de mi existencia, porque mientras sufria los rudos golpes del jabalí, yo huía de su ferocidad. No eran vanos mis temores: llegaba á la orilla del rio, y cuando me disponia para vadearlo, vuelvo la cabeza atrás, y hé aquí que le veo venir despues de haber muerto á mi caballo. Para librarme de su saña, cuelgo mi manto de un arbusto; y mientras con él se entretenia, yo me guarecia en esta choza, de la que acababa de salir á ver si encontraba senda que me condujese á algun pueblo.

Todos los que presentes estaban aplaudieron la bravura y serenidad del rey, el cual al dia siguiente regresó á su capital, en donde empezaban ya á correr siniestros rumores. Burgos le recibió entonces con tanto entusiasmo, como si aquella fuese la vez primera que tuviese la dicha de recibirle dentro de sus muros.



IndiceSiguiente