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ArribaAbajoCapítulo IV

Que puede servir de aviso para que ningun amo tenga a su servicio criados enamorados.


Esta segunda entrevista, en que el conde de Uren manifestó á la reina doña Leonor una parte de sus sentimientos, llegó bien pronto á noticia del maestre de Avis, uno de los mas afamados agitadores de aquella época. Nuño Alvarez Pereira, caballero muy conocido en la corte por sus célebres aventuras, habia logrado seducir á la agraciada Blanca; y esta inesperta jóven, que creía que solo el amor conducia á su estancia á su turbulento amante, facilitaba sin querer la ruina del odiado favorito, introduciendo por la oculta escara por donde el conde llegaba al aposento de doña Leonor, á uno de los mas encarnizados enemigos de aquel personage.

Al principio opuso Blanca alguna resistencia á las pretensiones de Nuño, mas despues condescendió con él, y últimamente vino á desear, como siempre acontece en semejantes casos, sus visitas. Sin embargo, su conciencia no estaba tranquila, porque temia á cada paso que se descubriese su infidelidad, y que se la aplicase el castigo que su grave falta merecia. Sus temores siempre crecientes eran un torcedor contínuo que la atormentaba: procuraba desechar las funestas imágenes que en medio de la embriaguez de su amor acibaraban sus ilícitos placeres; y para poner término á una situacion tan angustiosa, se resolvió en uno de aquellos momentos de cruel lucha, á repudiar á su falaz seductor.

-Tengo que comunicaros, le dijo por el mismo tiempo en que don Juan Fernandez de Andeyro se encontraba desterrado de la corte, una resolucion que no dudo que sabreis respetar como caballero y bien nacido que sois: la llave que teneis en vuestro poder del salon que comunica con el aposento de la reina, es necesario que vuelva al mio, si no quereis verme deshonrada y en desgracia de S. A. No creais que la indiferencia, ni alguna otra pasion menos noble, me obliga á tomar esta determinacion, que presumo os será desagradable; tan solo mi conciencia, impelida por el recuerdo de los favores que debo á doña Leonor, me ponen en el caso de renunciar, al menos por ahora, á vuestras visitas. Esta decision no destruye nuestro amor, antes por el contrario lo corrobora; y si el vuestro se parece al que como vivísimo fuego arde en mi pecho, pronto cumplireis vuestros solemnes juramentos...

Nuño quedó desconcertado con semejante discurso. Conoció por él que se le vedaban sus innobles placeres, y que ya no podria tan facilmente penetrar todos los designios de la reina. Como agente el mas sagaz del maestre de Avis, sabiendo cuánto este perdia si Blanca se obstinaba en no recibirle en el regio alcázar, empezó á combinar su plan de ataque, y despues que volvió de su estupor y sorpresa:

-Ahora, bella y adorada Blanca, dijo, ahora, que mas que nunca me esforzaba por labrar tu completa felicidad; ahora que solo faltaba vencer la obstinacion de mi orgulloso padre para que accediese á nuestro himeneo; ahora que me disponia á marchar impávido contra los enemigos de la reina doña Leonor; ahora, en fin, que con actos verdaderamente heróicos iba á hacerme digno de tu mano, me rechazas bajo pretestos que no debo respetar, porque son efecto de una imaginacion sobresaltada! Crees, amada mia, qua yo llegue algun dia á descubrir los amores y pláticas secretas de la reina viuda? Te engañas: yo deseo como tú que su honor no padezca, y que el triunfo de su causa sea tan completo como seguro. Quisiera darte pruebas de la sinceridad de mis palabras; pero no teniendo otras mas que mis juramentos, en presencia del Dios que algun dia nos ha de juzgar, solemnemente prometo servir con toda lealtad á la reina, para hacerme digno de poseer legítimamente á la que es su dama.

-Sin embargo, repuso la jóven con timidez, renunciad, os lo ruego de todas veras, á la costumbre de visitarme por la noche.

-Blanca! y no sabeis que me es imposible hacerlo por el dia?...

-Es verdad, pero...

-Oh! no insistais, si no quereis verme muerto de dolor.

Cómo he de renunciar á vuestra vista, si de ella pende mi vida? Ignorais acaso que vos sola habeis conseguido cautivar mi corazon? Habeis olvidado ya lo que tantas veces me repetísteis de que me amabais, y de que por mi amor sacrificábais todos los respetos? Vuelve, pues, amada mia, vuelve á recordar tus palabras, y así como tienes derecho á reclamar el cumplimiento de las mias, yo le tengo igualmente á pedir que se cumplan las tuyas. Por otra parte, qué inconveniente hay en que me recibas en tu gabinete dos ó tres noches, pues no han de ser mas los dias que yo permanezca en Lisboa? Temes por la reina? yo soy uno de sus mas ardientes partidarios. Recelas que tu honor padezca? yo estoy mas interesado que tú en que quede á cubierto de toda sospecha. Ve, pues, como no hay el mas leve fundamento en que pueda apoyarse esa determinacion que echa por tierra todas mis ilusiones, y destruye mis mayores esperanzas.

El astuto seductor vió cumplidos sus deseos, porque la inesperta jóven, cuyo corazon acababa de inficionarse con el veneno que destilaban los ponzoñosos labios de su amante, accedió á cuanto este la proponia. Infeliz! así labraba su deshonor y contribuía sin querer á la completa ruina de su reina y señora!

Veamos ahora con qué gozo refiere, á su digno amigo el maestro de Avis, sus temores y sus triunfos; y reflexionemos con algun detenimiento sobre sus palabras, si queremos persuadirnos del principal objeto que se proponia con sus galanteos cerca de la dama de doña Leonor.

-Amigo, le decia á la mañana siguiente en el soberbio palacio que al maestre servia de morada, hemos estado á punto de perder en un momento el fruto de tantas vigilias y afanes: en esta noche que acaba de pasar, no sé qué diablos de escrúpulos asaltaron el corazon de mi dama, que en un instante, como quien nada dice, me propuso el que no volviese á subir por la misma escalera por donde sube el conde. La pretension ¡vive Dios! tuvo mucho de ridícula, y por eso quise al principio reirme de quien tan sencillamente creía que yo la iba á tomar en consideracion; mas despues, conociendo que tal vez podia traernos peores consecuencias, si claramente la despreciaba, afecté un grande sentimiento por una resolucion que, segun decia, echaba por tierra mis ilusiones y destruía mis mejores esperanzas. Hablé con tanta ternura como uno de esos amartelados mancebos en los momentos de su mayor estusiasmo; fingí abrasarme en la llama que Cupido encendiera en mi corazon; dije que no podria vivir ausente de la vista de mi adorada; y por último, la hice creer que yo era uno de los mas fieles partidarios de la reina. De este modo he conseguido quedarme con la llave de la puerta secreta, porque Blanca creyó con la mayor sencillez las palabras que me oía.

-No me disgusta ese nuevo triunfo que has conseguido sobre tu dama; pero si se obstinase en recogerte la llave, podriamos antes de entregársela, hacer lo que ella hizo con la misma de que se sirve don Juan Fernandez de Andeyro, que fué el de estamparla en cera, y luego...

-Sí, le interrumpió Nuño, ya os entiendo; pero así es mejor, porque cuando llegue el caso de plantear aquel proyecto que sabeis, no tendremos necesidad de precavernos de Blanca. De otro modo nos veríamos en la necesidad de permanecer ocultos en los ánditos del alcázar de doña Leonor hasta que llegase el conde; y en verdad que si mientras tanto nos descubrian, como era muy fácil, se malograba la empresa.

-El momento de llevarla á cabo se aproxima.

-Luego hice bien en suplicar á mi dama que tan solo por dos ó tres veces recibiese mis visitas, eh?

-Una de ellas basta para conseguir lo que deseamos.

-La de esta noche?

-No tan pronto, Nuño: hay que saber primero lo que resulta del consejo de esta tarde.

-Resultará lo mismo que otras veces. Doña Leonor, mientras tenga por consejero al conde de Uren, no creais que se resigne á abdicar la corona en vos. Creimos adelantar mucho con que saliese de la corte desterrado; pero el maldito halló medio de no llegar á Santaren, y quedarse, como quien dice, oculto en los arrabales de Lisboa. Es muy astuto ese hombre! Quién habia de decir que su sagacidad habia de llegar al estremo de librarse del motin de la otra noche, fingiéndose en los momentos de mayor peligro uno de los amotinados? Por eso yo temo que aun se nos ha de escapar del aposento de doña Leonor...

-Con todo, no será así, si yo logro acercarme á él, aunque no sea mas que por muy poco tiempo.

-Sí: el golpe debe darse con firmeza...

-No temas que tenga que repetirle.

-Una sola duda se me ocurre: sus partidarios se insurreccionarán tan pronto como se divulgue su muerte?

-Cabalmente me propongo aterrorizarlos con ella.

-De ese modo solo habrá que temer á las tropas de Castilla. no es verdad?

-Sí: porque la autoridad de la reina esde todos despreciada.

-Veremos lo que se resuelve esta tarde en el consejo.

-Es necesario que antes de ir á él, trates de convencer á nuestros amigos de la necesidad de obligar a la reina á que abdique, y de que se retire á concluir sus dias en un monasterio. Pero guárdate de ser el primero que indique en el consejo semejante idea: tú debes de ser de los últimos que manifiestes tu opinion. De este modo si nuestro triunfo no es completo, tampoco lo puede ser nuestra derrota.

-Allí no haré mas que lo que os vea hacer á vos.

-Yo pienso exagerar los peligros y males que afligen el reino para hacer ver, que por lo mismo que los conozco, soy el mas á propósito para remediarlos.

-De seguro los grandes os proclamarán por rey en el acto.

-Sí; pero falta saber si el infante don Juan cuenta en el pueblo con mas partidarios que yo.

-No lo creo; porque los portugueses quieren y necesitan un capitan que los libre del yugo del estrangero.

-Nada podemos decidir hasta ver qué semblante presentan mis negocios con la celebracion del consejo.

-Decís bien; y para aprovechar el tiempo, voy á ponerme de acuerdo con la mayor parte de los que han de concurrir á él.

-Pues entonces marchad y no falteis.

-Seré de los primeros en concurrir.

Así acordaban estos dos hombres, los mas turbulentos de aquella época, los medios de destruir el vacilante poder de la reina doña Leonor. Esta infeliz señora, que habia convocado la junta de que hablaban, estaba muy agena de que en ella iba á presenciar la defeccion mas espantosa, mezclada con los insultos y desacatos que mas pueden ofender á la dignidad real. Triste condicion del caido! Todos le vuelven las espaldas, cuando no se huelgan con sus desgracias.




ArribaAbajoCapítulo V

De como el gran maestre de Avis era hombre que sabia aprovecharse de las ocasiones.


Iba declinando el dia en que tuvo lugar la anterior plática, cuando en un salon inmediato al aposento de la reina doña Leonor encontrábanse reunidos, en presencia de la señora que acabamos de nombrar, los principales señores de la corte de Lisboa. No era el amor de la patria, ni su adhesion á la viuda del último monarca, lo que allí habia conducido á la mayor parte de los grandes que componian aquella reunion: casi todos se presentaron para defender sus mezquinos intereses, disfrazados con el brillante ropage del bien público. Y la reina viuda, que deseaba para poner término á los males que afligian al pais oir el parecer de los que en su reino pasaban por mas leales y entendidos, conoció bien presto que se encontraba rodeada de traidores. En vano apeló á la lealtad que como nobles y caballeros estaban obligados á observar; en vano tambien les recordó sus juramentos y el testamento del último rey; porque todos, á escepcion de don Enrique Manuel, conde de Sintra, tio que era del último rey, recibieron sus palabras con suma frialdad, y aun manifestaron con algunos descorteses gestos su desaprobacion.

El primero que habló despues de la augusta viuda, fué el nombrado Nuño Alvarez Pereira; y en un discurso salpicado de invectivas contra los castellanos, y de alusiones picantes contra la reina y el conde de Uron, manifestó lo grave y crítico de la situacion, dejando siempre entrever la idea de que para hacer frente á tantas dificultades, se necesitaba un caudillo querido del pueblo.

Estas palabras, que interpretó con suma facilidad la augusta señora, porque no ignoraba la intimidad que habia entre el que las pronunciara y el maestre de Avis, fueron contestadas por el conde de Sintra en un pequeño discurso. Nuestros lectores nos permitirán que transcribamos, sus principales rasgos, para que puedan formar una idea de los sentimientos que animaban al infante portugués.

«Llamados somos aquí, dijo, para que con nuestros consejos primero, y despues con todos nuestros recursos, sostengamos la herencia de mi malogrado sobrino. No venimos á declamar sobre los males que afligen al reino lusitano: estos nadie los ignora; pero lo que no saben todos, son los medios de conjurar la deshecha tormenta que amenaza envolvernos. Cualquiera dirá que lo que conviene ante todo es hacer marchar nuestras tropas al encuentro de las de Castilla. Yo creo, señores, que no andaríamos muy acertados, si de esta manera irritásemos á nuestros vecinos. Tampoco estoy porque se les deje entrar poniendo el reino á su disposicion, pues esto seria tan perjudicial como declararles abiertamente la guerra. Lo que yo quiero, pues, porque lo tengo por mas fundado en la razon y justicia que nos asiste, es enviar embajadores al rey don Juan para rogarle que se retire á sus dominios. Diráseme que semejante política es mas á propósito para ensoberbecer á un enemigo que osado se presenta á reclamar un reino con las armas en la mano, que para hecerle entender sus deberes. Pero los que así se espliquen, no conocerán el carácter de don Juan primero de Castilla. Él es de condicion apacible, si no se le irrita con alguna grave ofensa; y si le damos garantías de que por nuestra parte se han de cumplir los contratos que entre él y mi inolvidable sobrino tuvieron lugar cuando se casó con doña Beatriz, estoy seguro que abandona las tierras de Portugal, y nos restituye la paz de que tanto carecemos. De este modo no necesitamos hacer descender del trono á la reina doña Leonor, para que á él suba un ilustre capitan, como propone Nuño Alvarez Pereira; porque Portugal, ni quiere, ni necesita la guerra. Glorias tiene en su historia y en sus tradiciones; y si á sus inmarcesibles laureles quiere aun añadir otros, declare en hora buena la guerra á los enemigos de Dios, pero respete á los que le honran y sirven, como son los españoles.»

Diferentes veces fué interrumpido el infante por los que componian el consejo; en particular Nuño, como mas fogoso, perdiendo el respeto á la augusta señora que presidia y á los autorizados labios que hablaban, tildó de traidores á cuantos se opusiesen á la reunion de un ejército para marchar, como él decia, á llevar la guerra al corazon de España.

-El ejército se reunirá, le reponía don Enrique Manuel; pero será despues que don Juan se niegue á entrar en tratos con nosotros.

-Don Juan, replicaba Nuño, no hará bondad mientras los portugueses no talen los campos de Castilla, y destruyan sus mejores ciudades.

-Ese es un error que puede sernos funesto, respondia el tio de la reina.

-A vos, que defendeis los intereses del castellano, contestó secamente el maestre de Avis.

-Un ejército y un rey, gritó en este intermedio Nuño.

-Qué rey quereis que os demos? preguntó encolerizado el conde de Sintra.

-El infante don Juan, respondió el maestre de Avis, á quien el rey de Castilla tiene injustamente aherrojado en Toledo.

-Cúmplase el testamento y las capitulaciones de don Fernando, esclamó llorosa la reina viuda tendiendo sus manos hácia la asamblea.

-Primero es la patria que ese documento que invocais, gritaron los parciales del maestre.

El desorden y el frenesí mas completo se habia apoderado del consejo: todos hablaban á un tiempo; todos gritaban y se decian denuestos mas propios de una playa que del lugar en que se encontraban. El inaestre de Avis proponia con desaforadas voces que, siendo la tempestad que crujía tan espantosa, se nombrase rey al momento, pues encontrándose la nave del estado sin gobernalle, solo así se podia impedir que se estrellase contra las rocas que la cercaban: la reina lloraba al presenciar el desacato de los grandes, y su escandalosa defeccion; y don Enrique Manuel, tendiendo las manos hácia la asamblea, se esforzaba porque le oyesen. Al fin pudo conseguir hacer entender estas frases al principal agitador, porque no ignoraba que él era el verdadero autor de las desgracias en que gemia envuelto el pueblo de Lisboa:

-Me dirijo á tí, ó maestre de Avis, porque siendo hijo de un rey, necesariamente has de tener sentimientos dignos de la sangre que te ennoblece. Dime, si del seno del sepulcro en que yace sepultado don Fernando oyeras salir la voz de este malogrado rey condenando los desmanes de tus partidarios, si sus mortales restos se animasen por un momento y compareciesen en esta asamblea, y por último, si su vigorosa voz sonase de nuevo en tus oidos, y te reprendiese porque alimentas pretensiones estrañas á tu carácter, te atreverias á atormentar por mas tiempo á su desolada viuda? Yo estoy seguro que mudarias de conducta, y que lejos de oponerte á sus palabras y á aquellas disposiciones consignadas en su testamento, serías el primero que defendiese á doña Leonor, como gobernadora del reino hasta tanto que su hija doña Beatriz, hoy reina de Castilla, no tuviese sucesion directa. Si de otro modo te portases, serías indigno de contarte en el número de sus hijos, y al baldon é ignominia con que empañarias el brillo de tu nacimiento, te seguirian hasta mas allá de la tumba las maldiciones de tu padre...

El infante iba á continuar, cuando las desaforadas voces de un nuevo personage que acababa de entrar precipitadamente en la asamblea, se lo estorbó.

-Señores, dijo gritando para dominar el auditorio, mientras que aquí se procura por algunos arrancar el cetro de las regias manos de doña Leonor, y por otros de defender los derechos de esta augusta señora, la sangre portuguesa corre á torrentes por las calles de Lisboa. Irritados los ánimos de los partidarios del maestre de Avis con la noticia que ha cundido esta tarde de la aproximacion del rey don Juan de Castilla, han empezado, bajo el pretesto de serle adictos, á degollar á muchos vecinos indefensos. Su número y ferocidad se aumentan por instantes, y si á los escesos que cometen no se les pone coto, pronto habrán invadido este regio alcázar, á los alarmantes gritos que repiten sin cesar de «viva el rey don Juan de Portugal, viva el maestre de Avis.»

La alegría brilló en los ojos de este personage al oir que el populacho de la corte le proclamaba rey; y entonces, arrojando la máscara que por un resto de pudor aun conservaba:

-Seguidme, dijo á los partidarios que contaba en el consejo, seguidme y nada temais, pues ha llegado el momento de obrar con entera seguridad.

-Viva el rey don Juan de Portugal! contestaron aquellos á quienes tales palabras fueron dirigidas.

Y al pronunciar este sedicioso grito en presencia de la viuda de don Fernando, abandonaron el regio alcázar lanzándose entre los revoltosos, para dirigir mejor el movimiento que acababa de estallar.

Dificil sería describir el efecto que esta turbulenta escena produjo en el ánimo de doña Leonor. Si le comparamos con el que causa el rayo que al descender de las nubes destruye en poco tiempo los mas robustos edificios, creemos que nuestros lectores no habrán formado una idea completa del triste estado á que aquella señora quedó reducida. Acababa de presenciar la ambicion de los grandes, de sufrir sus descorteses palabras, y de ser por ellos depuesta del trono; y al considerarse sola, abandonada, y que su nombre era objeto de las burlas y de la animadversion general, pierde el uso de sus sentidos, y cae desmayada en el mismo solio que pisaba por última vez. El conde de Sintra, que al presenciar el descaro de don Juan el maestre de Avis, y al penetrarse de la inutilidad de sus esfuerzos para hacer entender sus deberes á este bastardo, habia cruzado sus brazos y dejado caer su cabeza sobre el pecho demostrando con esta tranquila y resignada postura que á todo estaba dispuesto, se apresuró á prodigar á la reina cuantos cuidados exigia su deplorable estado. No fueron vanos sus esfuerzos: al poco tiempo tuvo el consuelo de ver reanimarse á la augusta viuda, y que merced á las lágrimas que en grande abundancia derramaba, su dolor debia de templarse bastante.

Él así lo deseaba, no solo porque amaba á la viuda de su sobrino, sino tambien porque era necesario tomar una resolucion pronta, que aun que fuese incapaz de refrenar la anarquía que entonces dominaba en Lisboa, al menos pusiese sus vidas en seguridad.

-Ea, señora, la dijo con este objeto, tiempo hay para entregarse al desconsuelo y para llorar: acordaos de vuestro carácter y dignidad, si quereis sobreponeros al rudo golpe que la adversidad acaba de descargar sobre nosotros. Esas calles cuajadas de amotinados, y esas tropas que tal vez no reprimen la sedicion porque ignoran vuestra voluntad, necesitan conocerla al momento. Llamad, pues, sin demora á vuestros principales criados, y en su presencia manifestad solemnemente que los revoltosos atacan vuestra autoridad, y desprecian las disposiciones del último rey. Luego que lo hayais hecho, adornada con las insignias de reina que sois de Portugal, y seguida de todos nosotros, debeis de mostraros al pueblo para calmar los furores que le devoran. Yo estoy seguro que vuestra vista será semejante á la del iris de paz que aparece en el cielo despues de la tormenta, y que no habrá un portugués que en nuestra presencia no reconozca sus estravíos. Nada temais. En las calles de Lisboa no encontrareis mas que corazones afectos; y si hubiese algun osado que no depusiese sus armas en vuestra presencia, mi espada le haria conocer el respeto que se debe á los reyes.

-Perdonad, don Enrique Manuel, respondió la reina entre lágrimas y suspiros, perdonad, si me niego á seguir vuestros consejos. Vos debeis ignorar lo odiada que soy en Lisboa, y lo irritadas que se encuentran las pasiones del populacho, alimentadas por los amaños é intrigas de los grandes del reino. Vos quereis que tan solamente acompañada de algunos criados que tal vez me hayan permanecido fieles, me lance á ese embrabecido golfo agitado por las intrigas del maestre de Avis, de ese perverso, que jurándome una obediencia ciega y una fidelidad sin limites, logró fascinarme; y no conoceis que para una empresa tan arriesgada necesito ir escoltada por un ejercito, y que este ya no me obedece ahora.

Iba á replicar el infante, cuando se lo estorbó la llegada de don Gonzalo, hermano que era de la reina viuda, el cual con gestos y ademanes que revelaban el terror de que estaba poseido:

-La insurreccion, dijo, acrece por momentos, y acaba de perpetrar un crímen de esos que atraen sobre todo un pueblo las iras del Eterno. Los Parciales del maestre de Avis han penetrado en la catedral, y so pretesto de que el obispo era castellano, fué inhumanamente asesinado en el sagrado recinto que eligiera para librarse de la saña de aquellos perversos.

-Qué horror! esclamó la reina llevándose las manos á la cabeza.

-Han asesinado á don Martin? preguntó el conde de Sintra como haciéndose violencia para creer una nueva tan infausta.

-Por desgracia es cierto cuanto os digo, respondió don Gonzalo.

-Ah! infames, esclamó el infante despues de algunos momentos de silencio, así asesinais á los mas esclarecidos varones que se encuentran en el reino!... Pero salgamos, salgamos cuanto antes, dijo entonces con noble resolucion; vamos á castigar tan gran maldad... venguemos la muerte de mi virtuoso amigo...

-Pero adónde vais? le pregunta don Gonzalo cogiéndole del brazo á la puerta del mismo salon.

-Ya os lo he dicho, á vengar á don Martin.

-Perecereis y no conseguireis nada.

-Que perezca, contestó el príncipe con heróica resolucion.

-Y no conoceis que tal vez dentro de muy poco tiempo tendreis que desnudar vuestra espada para defender á la reina?...

-Qué! se atreverán á profanar este regio alcázar?

-Ninguna esperanza tengo de que dejen de hacerlo. Al fin, no han profanado la iglesia mayor tambien?

Don Enrique Manuel retrocedió algunos pasos, y volvió á ocupar su lugar anterior.

-Es preciso por lo tanto, continuó don Gonzalo, acordar los medios mas convenientes para salvarnos.

-Qué medios? preguntó el conde. Proponedlos vos.

-Que la reina abdique y que sin demora abandonemos esta babilonia.

-Qué abdique la reina! en quién?

-En favor del infante don Juan, que es á quien el pueblo aclama esta noche.

-Y mañana ese mismo pueblo, respondió de pronto don Enrique Manuel, proclamará al maestre de Avis, porque así cumple á este ambicioso bastardo. Qué significa si no el proclamar por rey de Portugal á un príncipe que se halla encarcelado en Toledo? Puede él remediar acaso las necesidades que padecen los portugueses, cuando por sí mismo es incapaz de recobrar su libertad? Esa es una prueba de que el maestre no cuenta con tantos partidarios como se dice, porque si así fuese, no trataria de colocar en las sienes de un encarcelado la diadema que arranca de las de doña Leonor.

-Pues si no sois de mi parecer, proponed el vuestro.

-Yo, mediante á que se dice que solo vamos á perecer si salimos á sofocar la rebelion esta noche, soy de opinion á que esperemos el dia para publicar la protesta de la reina, y ver mientras tanto qué giro toman los negocios.

-Esa protesta, interpuso la reina dirigiéndose al conde de Sintra, os encargo el que la escribais sin dilacion, y que al amanecer me la presenteis para poner en ella mi rúbrica y el sello de mis armas.

-Sereis obedecida, señora, respondió don Enrique Manuel.

-Así lo espero de vuestra lealtad, y que acompañado de don Gonzalo, dicteis cuantas providencias creais oportunas para impedir que el maestre y sus secuaces penetren en este alcázar.

-Descuidad, señora.

Entonces la augusta viuda, apoyada en el brazo del conde, se retiró á su aposento.




ArribaAbajoCapítulo VI

De como una carta puede ser la causa de que asesinen á un hombre.


Inútil sería que doña Leonor tratase de conciliar el sueño en el resto de esta cruel y tempestuosa noche: las escenas que acababan de pasar estaban demasiado grabadas en su afligido corazon; y herida su imaginacion con la maldad de sus enemigos, temia que llegasen a reproducirse con mayor violencia. Sin decidirse á renunciar al trono para acallar las pretensiones de los descontentos, ni menos á reconocer los derechos en que se apoyaba la reciente invasion del castellano, solo pensaba en los medios de salvar su vida, que creía espuesta en medio de aquella deshecha tormenta. Después de haber con su exaltada imaginacion formado muchos planes, que desechaba al momento para forjar otros, se decidió por el que la propusiera don Enrique Manuel. Este personage, que estaba de corazon adherido á su causa, la habia aconsejado que esperase á que llegase el dia, y nuestros lectores saben que él se encargó de fórmular la protesta que al siguiente dia debia de aparecer para animar á los pocos partidarios de doña Leonor.

Pero si el infante redactaba un documento que dentro de poco tiempo tenia que ver la luz pública, la reina escribia una carta que solo debia leer el conde de Uren, á quien iba dirigida. Pensar que aquella señora se habia de olvidar, aun en los momentos de mayor peligro, del qué como amante dominaba en su corazon, es desconocer el poderío de las pasiones cuando nos dejamos esclavizar por ellas. Colocada entre dos personages de ideas opuestas, daba siempre la preferencia al conde de Uren, aun cuando la amistad del infante era mas desinteresada. Si habia accedido al destierro del primero, fué porque el conde de Sintra, celoso por la reputacion de su sobrina, habia tenido bastante habilidad para hacerla creer que de este modo conjuraba la tempestad que veía formarse. Pero este destierro y esta separación el lector ya sabe que era en apariencia.

Vamos ahora á ver la carta que la viuda dé don Fernando escribia en los mismos momentos en que los partidarios del maestre de Avis ensangrentaban las calles de Lisboa, á don Juan Fernandez de Andeyro.

«Todo se conjura contra mi en esta fatal noche, y el dia que se aproxima no promete ser mas bonancible. He sido insultada y desatendida por los grandes del reino, que en mi misma presencia proclamaron al maestre de Avis. No sé cuál será el término de esta tormenta, ni el resultado de la resistencia que me aconseja el conde de Sintra. Yo necesito vuestros consejos y advertencias; y si en algo tenéis el amor que os profeso, debeis de apresuraros á regresar á Lisboa. No ignoro que os pondrán asechanzas en todas partes para perderos; pero me consuela la idea de que sois precavido, y de que sabeis por dónde se llega secretamente al aposento de Leonor.»

Apenas concluyó de escribir esta carta, cuando llamando á uno de sus escuderos, se la entregó para que sin demora fuese á llevársela á quien iba dirigida. El conductor habia recibido instrucciones de boca de la misma reina, para que no se descubriese el objeto de su viaje; pero quiso su mala estrella que al salir de la ciudad se encontrase con un tropel de amotinados de los que mas se habian distinguido por el maestre de Avis.

-Adónde va el buen escudero de la viuda de don Fernando? le pregunta uno de los que entre aquella gente llevaban la voz.

-A Alcobaza, respondió el interrogado sin titubear.

-A Alcobaza! Qué diablos teneis que hacer allí? replicó el gefe de la turba.

-Cumplir una promesa.

-Vuestra?

-Mia, mia...

-Mal criado sois, cuando abandonais á vuestra ama en los momentos de mayor peligro.

-He seguido el ejemplo que me han dado otros mas encumbrados que yo.

-Segun eso sois de los nuestros?

-Oh! no debeis dudarlo.

-Pues uníos á nosotros para defender los derechos del infante don Juan.

-Del que está preso en Castilla?

-Del mismo.

-Yo creí que proclamábais al maestre de Avis.

-Por hoy no es mas que nuestro regente.

-Es decir que mañana...

-Mañana no sé lo que será; pero sea lo que quiera, lo seguiremos.

-Yo tambien lo haré despues que cumpla con Dios en el santuario adonde me dirijo.

-Dios puede esperaros, y nosotros necesitamos gente.

-Sin embargo, irritar á Dios por adquirir un solo hombre!...

-Montais un buen caballo y le necesitamos.

-Os le cedo gustoso, con tal que me le entregueis á la vuelta.

-Venga.

Apeóse el escudero de mejor gana que habia montado.

-Tomad, dijo á su interlocutor; al fin la peregrinacion me será mas meritoria si la hago á pié.

El gefe de los amotinados, que no debia de ser lerdo, sospechó entonces que el escudero no le decia la verdad; porque la prontitud con que le cedia el caballo manifestaba el deseo de marcharse, para ocultar sin duda el objeto de su viaje.

-Yo creo que os equivocais, le dijo poniéndole la mano sobre el hombro: vos debeis de ir á Belen ó á Mafra, en donde dicen que se encuentra don Juan Fernandez de Andeyro.

El escudero perdió el color, y aunque hizo los mayores esfuerzos por recobrarse, manifestó bien á las claras que su interlocutor habia adivinado adonde se dirigia.

-Qué tal, eh? continuó despues de su descubrimiento; no es verdad que yo tengo buenas narices? Pero todavía me parece que yo olfateo alguna cosa que me ocultais. Voy á registraros.

-Si os he dicho que voy al monasterio de Alcobaza! decia el fiel escudero temblando de piés á cabeza.

-Eso sí es verdad, replicaba el gefe de los descontentos; pero aunque lo decís, paréceme que no vais.

Y al mismo tiempo que lo decia estas palabras, que contenian una verdad que de ninguna manera quisiera que le comprendiese, le registraba escrupulosamente.

-Sin duda, le decia viendo frustradas sus primeras diligencias, que es verbal el encargo que os han dado.

-Os aseguro que ni verbal ni escrito, respondía el escudero, cada vez mas temeroso.

-Por mucho que negueis la verdad, héla de descubrir.

Ya el pobre escudero se encontraba en paños menores sin que su pesado interlocutor consiguiese encontrar lo que buscaba, cuando uno de los circunstantes, que hasta entonces no habia hablado palabra, se le antojó la espada que ceñia.

-Vamos, camarada, le dijo, cambiemos de tizona: al fin vos ya no defendereis con ella á la reina doña Leonor, y para ir á Alcobaza no necesitais mas que el rosario.

-Pero necesítola, respondió el asendereado escudero, para defender al rey don Juan de Portugal.

-Eso será cuando volváis de vuestra peregrinacion, pues acabais de decir que primero es cumplir con Dios que con los hombres; y para entonces, amigo mio, podeis usar la mia, que tiene el mérito de haberse teñido mil veces en sangre castellana. Pero observo, continuó este fanfarron al ceñirse la espada que acababa de apropiarse, que para tan gran puño pesa muy poco vuestra tizona; si estará hueco?

-Hueco, sí, respondió el robado, porque como es de plata...

-Ocúrreme hacer un cascabel; no os parece bien la idea?

El escudero mudó repentinamente de color, y pidió permiso para retirarse.

-No, aguardad, le contestó el nuevo dueño de su arma: vais á presenciar mi habilidad.

Y al mismo tiempo que esto decia, se esforzaba por separar la hoja de la empuñadura. Consiguiólo al fin; y dentro de esta encontró un pergamino cuidadosamente enrollado.

-Es esto lo que buscáis? preguntó al gefe de los descontentos presentándole el pergamino.

-Esto es, vive Dios! Mejores narices tienes que yo. Desde ahora declaro que eres el mayor podenco que se puede hallar en toda la ciudad.

-No, perdonad; de podenco no tengo mas que las narices.

-Eso quise decir, hombre.

-Señor escudero, dijo en seguida volviéndose al pobre mensagero de la reina, me habeis engañado; y en verdad que vuestro delito no quedará sin castigo. Desde este mismo momento habeis perdido la libertad, y en las prisiones destinadas para los que mienten, esperareis las órdenes del regente.

El fiel criado de la reina viuda, considerando toda su desgracia, bajó los ojos y suspiró profundamente. Al poco tiempo encontrábase encerrado con otros compañeros de infortunio en una torre de la catedral. Dejémosle en ella mientras que nos hacemos cargo de lo que en este dia pasaba en el aposento de doña Leonor.

-Señora, la decia don Enrique Manuel que acababa de entrar; tengo nuevas muy importantes que comunicaros: la rebelion ha sido derrotada bajo las almenas del castillo. El alcaide Pero Sousa Carbalho, no solo cumplió con su deber despreciando todas las dádivas y amenazas del gran maestre, sino tambien rechazando con la mayor intrepidez y bravura las rebeldes huestes que capitaneaba el mismo titulado regente. Tres asaltos dados cerca del amanecer no fueron capaces de domar el noble orgullo de aquel héroe. En todos ellos vió don Juan cubiertos de ignominia á sus defensores; pero especialmente en el último, no pudo menos de admirar y aplaudir el denuedo y lealtad del alcaide. Habian, las tropas enemigas llamado por diferentes puntos la atencion de los defensores del castillo, para que Nuño Albarez Pereira, que capitaneaba una falange de las mas aguerridas, pudiese con mas facilidad penetrar por una pequeña brecha, que, merced á los golpes del ariete, acababa de abrirse. El momento era llegado: los escasos ballesteros que defendian las almenas no podian correr á la brecha sin peligro de que los rebeldes que subian por las escalas que habian arrimado á los muros, se apoderasen de la fortaleza. Pero, Sousa Carbalho conoce el inminente riesgo en que se encuentra; y en los momentos críticos en que ve marchar á Nuño Alvarez hácia la brecha, tiende el pabellon lusitano sobre los mismos escombros porque los enemigos iban á pasar, y les dice: «Si os atreveis á pisar esta sagrada enseña en que estan simbolizadas las glorias y tradiciones de la nacion portuguesa; si con vuestras plantas hollais esos castillos y quinas colocadas en ese lienzo por el invencible Alfonso; y si sois capaces de despreciar la gloriosa divisa que animó á nuestros guerreros en el combate y aterrorizó á sus implacables enemigos, pasad; pero antes renunciad al nombre de portugueses, y confesad que sois mil veces peores que los soldados de Castilla. Porque, atreveríanse estos á hacer mas que lo que vosotros intentais?...» Nuño retrocede al oir este razonamiento, y va á consultar con el gran maestre lo que debe hacer; y mientras tanto auméntase con algunos soldados que no eran tan necesarios en otras partes, la escasa fuerza que tenia el alcaide, y sálvase de este modo su reputacion de leal y valiente, y el alcázar que le habiais confiado.

-Mi corazon, dijo la reina despues de haber oido al infante, adquiere una espansion desconocida. No es verdad que el vuestro tambien se regocija al ver entre tantos traidores hombres del temple de Pero Sousa Carbalho?

-Así es la verdad, señora; y nuestro triunfo sería seguro si un modelo tan digno de imitarse, tuviese entre nosotros muchas copias.

-Qué! desconfiais?

-Aun no hay demasiados motivos para esperar; sin embargo, mucho nos puede hacer al caso la aproximacion del rey de Castilla.

-Pero ese tambien es enemigo, respondió tristemente doña Leonor.

-Sí, es verdad; pero es un enemigo que se acerca á librarnos del furor de otros mayores. Suponed sino que nuestra fortuna fuese tan escasa que no pudiésemos domar la rebelion que estalló anoche en la capital; en poder de quién os parece que estariais mejor, en el del maestre de Avis, ó en el de don Juan primero de Castilla, que nunca podrá prescindir de estar casado con vuestra hija doña Beatriz?

-Decís muy bien, conde de Sintra; pero nosotros debemos de defendernos de unos y de otros.

-Este mismo es mi plan; y para llevarlo á cabo, traigo aquí la protesta de que os hablé despues de celebrado el consejo.

-Y habrá que publicarla muy pronto, no es verdad?

-Sí; pero antes es necesario que la firmeis. Voy á leérosla para que veais que aunque corta puede satisfacer los deseos de vuestros partidarios.

-Entonces don Enrique Manuel leyó el documento que acababa de redactar, el cual estaba concebido en estos términos:

«En medio de las escandalosas escenas que han ensangrentado las calles de la capital, y á pesar de la defeccion de algunos grandes que se han propasado á proclamar por rey á un príncipe, que aunque ilustre, carece de todo derecho á la corona que se pretende colocar en sus sienes, cúmplenos levantar nuestra voz para que los leales se animen, y los que dando oidos á malignas sugestiones se han separado de sus deberes, vuelvan con su conducta á reparar los males que han causado á la patria en estos dias de desorden. Portugueses! Quereis la independencia rechazando todo yugo estrangero? pues para conseguir este inapreciable bien, debeis obedecer y cumplir la última voluntad del rey don Fernando consignada en su testamento, de que nos somos la única depositaria. En este documento se ordena lo mismo que se acordó en una ocasion solemne. De suerte que, mientras nuestra muy amada hija doña Beatriz, hoy serenísima reina de Castilla, no tenga sucesion directa, solo á nos toca la gobernacion del reino. Obligada, pues, por todas estas razones de la mas severa justicia, en presencia del Dios que nos ha de juzgar, solemnemente protestamos contra lo actuado por algunos grandes en esta noche última, los cuales teniendo en poco sus antiguos juramentos, y despreciando nuestra autoridad, se han propasado á nombrar regente á un príncipe a quien todas las leyes del reino alejan de tan elevado cargo. Declaramos asímismo traidores á todos los que teniendo noticia de esta nuestra protesta, sigan obedeciendo á los que desconocen nuestra autoridad; y sin escluir á los soldados estrangeros que acaban de invadir nuestras tierras, mandamos á todos aquellos que, fieles á sus deberes, forman el valiente ejército que defiende nuestros sagrados derechos, los traten como á nuestros mas encarnizados enemigos.»

-Bien está, dijo doña Leonor al tomar la pluma para rubricar este documento.

-Pláceme que esté á vuestro gusto.

-Disponed su publicacion cuanto antes por medio de cuatro heraldos, y no os olvideis de proveer á nuestra seguridad personal.

-Tengo confianza en los soldados que guarnecen este alcázar; ademas que no es fácil que el gran maestre trate de acometernos, mientras que se le resistan en el castillo.

El conde de Sintra se despidió entonces de doña Leonor para cumplir la voluntad de esta señora.




ArribaAbajoCapítulo VII

Del gran crímen que se perpetró por entonces en el antiguo palacio de los reyes de Portugal.


Mientras que en una de las torres de la. catedral de Lisboa lloraba su desventura el asendereado escudero de doña Leonor, el maestre de Avis, á quien como hemos indicado nombráran los descontentos regente de Portugal durante la cautividad en Castilla del infante don Juan, conversaba en su casa con Nuño Alvarez Pereira. Aunque la conversacion no puede decirse que fuese viva y animada, trataban sin embargo de un asunto del mas grande interés, pues se ocupaban de los medios de llevar á cabo la empresa que habian acometido.

-Por supuesto, decia el nuevo regente, que no hay que esperar a que la reina renuncie á sus derechos, mientras tenga á su lado al infante don Enrique Manuel y esté sostenida por los consejos y ambicion de don Juan Fernandez de Andeyro. Y esto, no hay que dudarlo, es un obstáculo insuperable para que yo suba al trono. Hemos adelantado bastante desde ayer acá, es verdad; pero el pueblo se muestra satisfecho con el título que yo me he tomado de regente, y solo clama por la vuelta del rey que allá en Toledo está encerrado en un calabozo...

-De eso, maestre de Avis, solo vos teneis la culpa: anoche en el consejo os aclamamos por rey de Portugal; y si cuando bajamos á la calle no nos hubiérais mandado que gritásemos viva el regente don Juan, rey seríais ahora sin que nadie lo estorbase.

-Permitidme, Nuño, que os diga que sois mas valiente que político: si otra cosa hiciese, mi causa, que en tan buen estado se encuentra, tal vez se hubiera para siempre perdido. Yo creí al principio lo mismo que vos; pero cuando recorrí las principales calles de la capital, y vi que las turbas de amotinados proclamaban al encarcelado príncipe, y que en estandartes y banderas llevaban su imágen aherrojada con cadenas y grillos, me convencí que no era yo el ídolo que adoraban. Entonces varié de plan. Proclamarme rey sin contar en aquel momento mas que con el afecto de algunos grandes que me seguian, era introduicir entre los enemigos de doña Leonor la division, haciendo mas fácil el triunfo de esta señora. Lo que hice, pues, fué tomar parte en aquel movimiento: presentarme en él como uno que desea su triunfo; y haciendo una aparente abnegacion y completo sacrificio de cuanto me pertenecia, conseguir de esta manera dominar enteramente los ánimos de los descontentos.

-Pues si los dominais, por qué no os proclamais ya rey?

-Ese sería un paso muy aventurado. Vive todavía doña Leonor; vive el infante don Juan, á quien, como vos sabeis, ama estraordinariamente el pueblo; y mientras la primera no esté completamente desacreditada, y no esten convencidos los partidarios del segundo que ningun bien pueden recibir de él, es tiempo lastimosamente perdido el que se emplee en proclamarme.

-Y qué haceis, le interrumpió Nuño, que no empezais á trabajar para conseguirlo?

-No creais que me descuido.

-Qué! vais á exagerar las relaciones amorosas de la reina con el conde de Uren?

-Y tambien quisiera presentarla como una muger que á fuerza de amar habia perdido la cabeza.

-Y con respecto á las pretensiones del príncipe encarcelado, qué pensais hacer?

-Algunos agentes que me inspiran la mayor confianza por su celo y actividad, han recibido esta mañana mis órdenes para que, insinuándose entre la multitud, exageren los males y peligros de la patria, y que siendo estos tales, que solo un príncipe conocido por su desinterés y valor es capaz de remediarlos, me aclamen inmediatamente por rey de Portugal.

-Esa política es muy sabia; porque es muy fácil tambien convencer á los descontentos, que para repeler las agresiones del castellano, de nada puede servirles un rey que ni aun á sí mismo puede darse la libertad.

-Me habeis entendido, Nuño.

Aquí llegaban con su plática estos personages, cuando el gefe de la turba que detuvo al escudero, despues de haber pedido permiso para entrar, entregó al gran maestre el pergamino.

-Qué me traeis aquí? Le preguntó al mismo tiempo que se disponia para leerlo.

-Una carta que doña Leonor escribe al conde de Uren.

-Una carta? esclama preguntando Nuño sin poder disimular su alegría.

-Sí, señor, una carta es; y su conductor, que es un escudero de la reina, está en nuestro poder.

El nuevo regente devoró en breves instantes la misiva, y en seguida se la presentó á Nuño para que la leyese.

-Qué os parece? le preguntó en cuanto la hubo leido.

-Que este pájaro ya cayó...

-El hombre que tanto odiamos viene esta noche al alcázar de doña Leonor! respondió á media voz el gran maestre. Suero, dijo luego al recien llegado, déjanos solos, y espera ahí fuera mis órdenes.

-Qué pensais hacer? preguntó entonces Nuño á su interlocutor.

-Vengarme y subir al trono, respondió este friamente.

-Ya os entiendo, y en esta ocasion las amorosas relaciones de Blanca, pueden servirnos de mucho.

-Sí; pero antes esta carta es preciso que llegue á su destino...

-Yo mismo...

-No seais imprudente... Mandad que entre Suero.

Nuño obedeció al instante á su compañero y amigo.

Entonces este preguntó al gefe de los insurrectos:

-Conoces tú al conde de Uren?

-De vista tan solo, como le conocen todos los que viven en Lisboa.

-Y él, te conoce á tí?

-Debo creer que ni aun me ha visto una sola vez en su vida: es un señor demasiado encumbrado para que pare mientes en un héroe de playa como yo.

-Pues atiende lo que voy á decirte, le dijo el gran maestre cogiéndole del brazo: tú vas ahora á ser el escudero de la reina doña Leonor. Esta carta que conducia el que tienes en tu poder, quiero que la lleves al mismo don Juan Fernandez de Andeyro, á quien se la entregarás de parte de la reina viuda, diciendo que eres su escudero y ocultando todo cuanto ha pasado. Cuidado, dijo este dirigiéndose al que habia mandado entrar, cómo desempeñas tu nuevo destino; porque si llega á malograrse por tu torpeza la empresa que medito, conocerás bien pronto el modo que yo tengo de tratar á los héroes de playa cuando incurren en mi desgracia!...

Veamos ahora de qué medios se valió Suero para complacer al gran maestre. Luego que se vió en la calle, dirigióse nuevamente á las torres de la catedral, que, como ya nuestros lectores habrán adivinado, los insurrectos habian transformado en cárcel, por no haberse apoderado del castillo, en donde se encontraban las prisiones de la ciudad. Su objeto era amenazar al escudero de doña Leonor para que, obligado por el miedo que pensaba infundirle, le comunicase las mismas instrucciones que hubiese recibido de la reina cuando esta señora le entregó la carta, principal causa de su arresto y desgracia.

-Vamos, camarada, le dijo estando ya en su presencia, necesito vuestro vestido; porque habiéndoos reemplazado en el encargo que ejercíais cerca de la reina viuda, es justo que me entregueis el trage que os distinguia entre la multitud.

-Y quereis dejarme en cueros, preguntó el encarcelado temiendo anticipadamente los rigores de la estacion, cuando hace tanto frio? Por Dios que crueldad semejante no se ha visto nunca entre cristianos!...

-No pretendo tanto: basta que cambieis vuestras bordadas vestiduras por las sencillas que yo uso.

-Puesto que no hay otro arbitrio... contestó tristemente el pobre escudero.

-No, no le hay: desnudaos pronto.

-Hacedlo vos tambien, porque acabais de decirme que este es un cambio.

Suero dió el ejemplo al encarcelado, que este siguió de bien mala gana; par lo cual, encontráronse al poco tiempo estos dos personages completamente transformados.

-Ahora, amigo mio, dijo el supuesto escudero al que lo era en realidad, vais á decirme, si no quereis que arroje vuestra cabeza al populacho para que se entretenga con ella, qué palabras pensabais dirigir á don Juan Fernandez de Andeyro cuando le entregáseis el pergamino que os cogimos en la empuñadura de la espada.

-Y qué palabras queríais que dijese un pobre criado de la reina viuda á un señor tan principal como el conde de Uren?

-Las que vuestra ama os haya encargado que le dijéseis al entregarle la carta.

-Ningunas me encargó mas que se la entregase sin pérdida de momento.

-De veras?

-Podeis creerlo.

-Sin embargo, yo recelo de que me digais la verdad; pero si mis sospechas se realizasen, tendré el gusto de veros volar desde lo mas alto de esta torre, me entendeis?

Suero fijó sus ojos en su interlocutor para ver el efecto que en él causaban estas palabras, y se convenció de que le decia la verdad, cuando le oyó decir con calma y resignacion:

-Conozco aunque tarde que os han elegido para perder al conde de Uren, y tal vez á la reina doña Leonor: si yo pudiera salvarlos no economizaria mi sangre; pero en la imposibilidad de hacerlo, os digo que me pesa el haber sido tan ingénuo con uno de sus mayores enemigos. Sin embargo, protesto que ninguna parte me cabe en el crímen que meditais...

-Estais loco, repuso el agente del maestre de Avis volviéndole las espaldas.

Y dentro de breves instantes, montado en el mismo caballo del escudero, salia por una puerta de Lisboa en direccion de Mafra para representar el papel de que se habia encargado.

Mientras estas cosas pasaban, la hermosa ciudad que baña el Tajo estaba entregada á todos los horrores: las turbas de descontentos que desde la víspera la ensangrentaban con sus crímenes, habian crecido en número y osadía alentadas por la impunidad: en el palacio de la viuda de don Fernando, entre el desorden que tambien en él reinaba, solo se atendia á la seguridad de las augustas personas que lo habitaban: el alcaide Pero Sousa Carbalho seguia defendiendo el castillo de los repetidos ataques que sufria de los soldados mas aguerridos que habia podido reunir el gran maestre, á quien los suyos llamaban ya don Juan de Portugal; y para cúmulo de males acercábase el ejército de Castilla, reclamando la herencia de doña Beatriz. En medio, pues, de esta crísis, capaz por sí sola de destruir el reino mas poderoso, sobrevino una oscurísima noche, cuyas tinieblas aumentaban el pavor que se habia apoderado de la mayor parte de los habitantes de Lisboa. Las hostilidades habíanse suspendido para empezar con mejor éxito tan pronto como llegase el dia: los que recorrian las calles pidiendo á gritos la muerte de los partidarios de doña Leonor, y los que sin piedad asesinaban á los parciales de su hija doña Beatriz, tambien abandonaron por entonces el teatro de sus escesos. Sin embargo, el nuevo regente, que era el que mas se proponia ganar en medio de aquel desconcierto, velaba mientras dormian casi todos sus defensores. A media noche, solo y embozado para no ser conocido, llegaba al palacio do habitaba la infeliz muger que entonces era el blanco y el juguete de todas las pasiones que arrastraban al crímen á la multitud; y volviendo sus ojos á una y otra parte para convencerse de que por nadie era observado, abrió con llave reservada una angosta puerta que estaba por el lado del rio, y despues de volver á cerrar por dentro, subió por una escalera de caracol á un salon en que se veían tres puertas. Una era la del aposento de doña Leonor: otra la del cuarto en que dormia Blanca, la cual por razon de su alto destino habitaba tan próxima á la real cámara; y la otra comunicaba con un espacioso ándito, adornado de columnas y hermosísimos góticos calados.

Cuando el gran maestre se vió en esta estancia, cuyo aspecto de magestad y grandeza adquiria algo de imponente por estar alumbrada por los escasos resplandores de una lámpara que pendia del techo, era llegado el momento en que tanto la reina como su hermano don Gonzalo, así como don Enrique Manuel, se habian retirado con el fin de buscar en el sueño el descanso que tanto necesitaban. Y acercándose, prevalido de esta circunstancia, al aposento de Blanca, llamó suavemente á la puerta con los nudillos de la mano. La dama de doña Leonor creyó al instante que era Nuño el que llamaba, y deseando verle cuanto antes para reprenderle y echarle en cara su infidelidad y traicion á la reina, abrió al momento. Pero, cuál sería su asombro al ver delante de sí al principal agitador del reino, al hombre osado que en los parages mas públicos de la ciudad habia insultado á la desgraciada viuda del último rey? El gran maestre conoce al punto el mal efecto que su vista habia causado en la dama, y para destruirlo:

-Perdonad, señora, la dice inclinándose respetuosamente, si vengo tan á deshora á interrumpir vuestro sueño: perdonad, vuelvo á deciros, si me he tomado la libertad de venir á participaros la repentina salida de Lisboa de nuestro amigo Nuño, y el triste á Dios que os da por mi conducto desde el campamento que, para rechazar las agresiones del castellano, estamos formando en las cercanías de Santaren.

-Qué decís! Nuño ha marchado? preguntó la jóven algo mas serena.

-Sí, hermosa Blanca, se apresuró á contestar el maestre de Avis, ha marchado á combatir la aleve gente de Castilla; y la precipitacion con que se vió obligado á salir al frente de nuestros tercios, le han impedido el venir á despedirse de vos. Sin embargo, en los mismos momentos en que se preparaba para alejarse, tal vez para siempre, de nuestra ciudad, suspiró profundamente, y acercándose á mí con los ojos arrasados en lágrimas, me dijo: tomad esta llave, y á nadie comuniqueis este secreto. Abrid una puerta que se encuentra á espaldas del real alcázar, y despues de subir por una oculta escalera llegareis al aposento de mi amada Blanca, á la cual asegurareis de mi amor. Decidla que parto á defender la patria y los derechos de la reina viuda, y que no volveré á su presencia hasta hacerme digno de su mano por la victoria que espero alcanzar sobre todos nuestros enemigos...

-Es cierto todo eso que me decís? repuso la jóven á estas almibaradas palabras.

-Cierto es, encantadora Blanca; podeis dudar de la verdad que os digo?

-Y tanto como dudo, respondió con irónica sonrisa la dama de la reina.

-Cómo? preguntó admirado el gran maestre, podeis vos asegurar que miento?

-No me determinaré á tanto; pero de Nuño puedo decir que no es cierto que haya salido de Lisboa á defender los derechos de la reina. Nadie entre nosotros ignora que él fué el que por tres veces distintas asaltó el castillo en que se mantienen encerrados los defensores de doña Leonor, y...

-Permitidme que os interrumpa, dijo el nuevo regente con su acostumbrada sagacidad: el castillo hubiera caido en nuestro poder, si no fuera por el profundo respeto que Nuño tiene á la reina. Cuando la brecha estaba practicable y nuestras tropas entraban ya en el alcázar, vuestro amante mandó que se retirasen por no pisar una bandera en que estaban pintadas las armas de doña Leonor. Ignorais esta circunstancia?

-He oido ponderar mucho el valor del alcaide, y el haber tendido una bandera por donde tenian que pasar vuestros partidarios; pero ignoraba que estos hubiesen retrocedido por no querer pasar por encima de las armas de la augusta viuda de don Fernando. Pero, decidme, si Nuño es tan adicto á la causa de la reina, por qué razon se une á sus mas implacables enemigos cuando tratan de destruirla?

Semejante pregunta desconcertó al pronto al gran maestre; mas despues, como hombre que estaba acostumbrado á fingir, se recobró algun tanto, y contesto:

-Cosas son estas, Blanca, que no es fácil que vos las entendais sino os las esplico primero. Muchos estan como vos en el error de que tratamos de desposeer á doña Leonor, cuando nuestros esfuerzos no se dirigen mas que á asegurar su vacilante corona sobre sus regias sienes. No ignorais el triste estado á que han reducido el reino las demasías de los protegidos por la reina, y la reciente invasion de los castellanos: tambien creo que sabeis las repetidas veces que propuse á S. A. los medios de corregir los males de su errada política, y el ningun fruto de mis justas representaciones. En tal estado, qué arbitrio me quedaba para salvar la patria de una ruina cierta, mas que el recurrir á las armas auxiliado por todos mis amigos? Quién ignora que la reina, cuya debilidad es de todos conocida, es incapaz por sí sola de destruir el ejército invasor? Por otra parte, no es cierto que sus mayores enemigos se encuentran al frente de las principales plazas para entregárselas al estrangero, y que en este mismo alcázar hay traidores, que bajo el disfraz de buenos y leales minan el trono para que á él suba don Juan I de Castilla? Segregar, pues, de entre nosotros aquellos hombres que son los verdaderos autores de los males que padecemos, y robustecer el poder y autoridad de doña Leonor, es todo nuestro objeto. Por esto se nos ha visto batir el castillo con tanto denuedo; y por esto tambien contemporizar de alguna manera con la estraviada multitud para sacar algun fruto de su ignorancia.

Aunque Blanca conoció todas las inexactitudes de este discurso, no quiso replicar al que acababa de pronunciarlo, porque ademas del deseo y necesidad que tenia de buscar el descanso por medio del sueño, temia que su plática con el gran maestre fuese sentida por la reina, y esta señora llegase por este medio á saber sus culpables relaciones con un hombre tan odioso para la corte como era entonces el nuevo regente. Este esperó á que la dama de doña Leonor manifestase con algunas palabras el efecto que las suyas la hubiesen causado; pero observando su silencio:

-Qué es esto Blanca? preguntó: no merezco que me digais una sola palabra?

-Perdonadme, señor, contestó la dama; el sueño me hizo incurrir en una falta que tal vez no cometí en toda mi vida.

-De esa falta, si así puede llamarse, solo yo tengo la culpa; y para no esponeros á que incurráis en otra, permitidme que me retire.

El gran maestre volvió á inclinarse respetuosamente, y desapareció por la misma puerta porque acababa de entrar.

El mayor silencio empezó á reinar entonces en aquella gótica é imponente estancia. Doña Leonor, aunque tan sobresaltada por los peligros que la cercaban en aquellos dias de trastornos, no habia podido evitar el que la asaltase el sueño en medio de sus amarguras y temores, recostada en el mismo sillon en que otras veces ya tantas lágrimas derramara; y don Gonzalo y don Enrique Manuel, así como Blanca que acababa de acostarse, profundamente dormian en sus respectivas habitaciones. Todo, pues, favorecia los planes del nuevo regente; y convencido de que una ocasion tan oportuna no volveria jamás á presentársele, entra nuevamente en el salon, despues de haber por dentro cerrado la puerta secreta, y se oculta detras de uno de los ricos tapices que le adornaban.

Allí estuvo esperando largo tiempo, hasta que dos horas antes de amanecer, entró por la misma puerta que él lo hiciera, un nuevo personage.

Este, que no era otro mas que don Juán Fernandez de Andeyro, habiendo recibido en su retiro de Mafra la carta que le escribió la reina, y estando muy ageno de las asechanzas que á su vida ponian sus implacables enemigos, acababa de llegar al regio alcázar, valiéndose de los mismos medios que otras veces con tan buen éxito habia empleado.

Al entrar le sorprendió el que doña Leonor no estuviese esperándole segun acostumbraba á hacerlo en semejantes ocasiones; y como si quisiera encontrar algun indicio que esta conducta le esplicase, tendió su vista sobre cuantos objetos se encontraban en el salon, y despues se dirigió al aposento de la reina. Empuja al llegar las puertas, y las encuentra cerradas; llama, y nadie le responde; vuelve á llamar, y aplica con impaciencia el oido á ver si en la real cámara siente pasos de alguna persona que venga á abrirle; y encontrándose burlado en sus esperanzas, se decide á esperar.

Pero el maestre de Avis, que tanto habia deseado que llegase este momento, sale entonces del lugar en que oculto se encontraba, y á la manera de un espectro se presenta ante el sorprendido favorito.

-Traicion! grita este al verle delante de sí.

-Silencio, conde, responde el asesino: para morir no necesitais gritar!...

Y al pronunciar estas palabras, que manifestaban la maldad de su corazon, arrójase sobre su víctima, y sin darle tiempo para defenderse, clava en su pecho su acerado puñal y repite el mortal golpe asestándole á la garganta.

El conde de Uren siente acercarse su fin, y entre las bascas y agonías de la muerte, sujeta por algunos instantes las manos de su enemigo, dobla un poco despues las rodillas, y exhala su postrer aliento pronunciando el nombre de Leonor y maldiciendo á su asesino.

El gran maestre, al ver á sus pies el ensangrentado cadáver del amante de la reina, abandona precipitadamente aquella estancia para atribuir á sus adversarios el mismo crímen que él solo acababa de cometer.

Hemos dicho antes que la infortunada viuda del último rey dormia profundamente, y aunque es verdad que lo necesitaba por llevar dos noches sin poder conciliar el sueño, nuestros lectores ya saben que dormia cuando mas necesitaba velar.

Sin embargo, su sueño no era tranquilo ni reposado: su imaginacion, vivamente herida por las escenas que pasaban en derredor de sí, representábala por medio del sueño la realizacion de todos sus temores. Allí se vió cercada de mil imágenes funestas, todas alusivas al triste estado en que se encontraba; pero lo que mas le desconcertó, porque era lo que tambien mas temia, fué la representacion del siguiente drama: figarábasela que despues de haber perdido el trono y sus riquezas, y presenciado el completo triunfo de sus enemigos, veía sublevarse la plebe contra su favorito, y que corriendo al pueblo en donde se encontraba oculto, se apoderaba de él y lo entregaba al verdugo para que lo decapitase. La escena pasaba en la misma plaza de Lisboa, en donde se levantaba un tablado para que á él subiese la persona que ella mas amaba. Oía la gritería del populacho; desconcertábanla las sarcásticas risas de sus enemigos; pero lo que sobre todo oprimia de dolor su corazon, era ver caminar al patíbulo al conde de Uren. Ella quiere gritar para detener sus pasos; se esfuerza en mandar suspender la sangrienta ejecucion, y no consigue ser oida; manda á cuantos la rodean que vuelen al auxilio del conde, y no es obedecida; y queriendo correr hácia el sitio de la sangrienta ejecucion para socorrerle ella misma, como si una fuerza superior la detuviese, no puede moverse del sitio en que parece que se encuentra clavada. En tal estado se limita á compadecer al desgraciado amante; y al ver enarbolada el hacha del verdugo, al presenciar un instante despues la ensangrentada cabeza del conde rodando por los escalones del cadalso, da un grito; y aquel funesto sueño que por tanto tiempo la habia afligido, desaparece dejándola llena de sobresalto y pavor.

-Jesus! esclama al despertar: que es esto? en dónde estoy?... No, no es esta la plaza, ni á mi vista tengo el suplicio... el pueblo tampoco pide su muerte, y por todas partes se advierte el mayor silencio... Pero el conde, en dónde está?... Ah! y cuánto tarda en venir esta noche!

La infortunada viuda del rey se incorpora entonces; coge una bugía que desde una mesa de preciosos mármoles iluminaba su magnífica estancia, y se dirige al salon en que se encontraba el aposento de Blanca. Abre silenciosamente la puerta, y al querer atravesar sus umbrales, tropieza y cae sobre el ensangrentado cadáver de su favorito.

-Qué es esto, Dios mio? grita poseida del mayor terror al mismo tiempo que trata de levantarse. Un cadáver! continúa un poco despues que lo ha conseguido. Aquí mataron á un hombre! vuelve á gritar; aquí, á la puerta de mi misma cámara!... Blanca, Gonzalo, don Enrique, en dónde estais?...

Y al observar que nadie respondia á sus desesperadas voces, temiendo siempre la repeticion de aquella catástrofe, trata de encerrarse en su aposento; pero al querer ejecutarlo, como tenia que pasar por encima de aquel sangriento espectáculo, del cual se habia separado algunos pasos, reconoce en él el cadáver del desdichado favorito.

La reina se arroja sobre él al instante, y enagenada por el fiero dolor que desgarraba su corazon, pierde por largo tiempo el uso de sus sentidos.

En ocasion tan crítica, Blanca, que habia oido los últimos gritos de su ama, acababa de vestirse con la mayor precipitacion, y entrando en aquella estancia, cree que tambien han asesinado á la reina; y despavorida y aterrada con semejante creencia, recorre el real alcázar pregonando la infausta nueva. A sus voces sale el conde de Sintra de su aposento, y acompañado de don Gonzalo, sigue á Blanca hasta el lugar de la catástrofe.

Blanca iba delante de los dos, y al entrar en el salon retrocede espantada al ver que doña Leonor, cubierta de sangre, estaba con las manos cruzadas contemplando el cadáver de su desgraciado amante.

-La reina vive, grita un poco despues.

-Qué es esto, señora? pregunta el infante acercándose á ella: ese cadáver y esta sangre con que estais manchada, qué significan?

La augusta viuda nada respondia que pudiese aclarar las terribles sospechas que en aquel instante empezaba á concebir el conde de Sintra, y solo sus profundos suspiros y multiplicados sollozos interrumpian su tétrico silencio.

-Habeis vos, señora, asesinado, pregunta nuevamente el príncipe, al conde de Uren?...

Doña Leonor dirigió á su tio una mirada que parecia demostrar la indignacion que estas palabras la causaban, y bajando la cabeza, volvió á fijar sus ojos én el cadáver.

-Al menos, continuó don Enrique Manuel, el encontraros aquí y á estas horas, indica que sois cómplice en este crímen... si no es así, no sé como he de esplicar lo que veo...

La reina continuaba guardando el mayor silencio, y aunque su hermano don Gonzalo se acercó á ella y la hizo algunas preguntas, no fué mas feliz que el infante con las suyas.

Entonces conoció el prudente príncipe que no era tan fácil averiguar lo que deseaba, y con el fin de poner término á esta terrible escena, suplicó á su sobrina que se retirase á su aposento; pero así como ella se obstinó al principio en no responder ni una sola palabra á tantas como él la habia dicho, tampoco accedió ahora á sus deseos.

-Es preciso, señora, la dijo el infante nuevamente, cogiéndola de un brazo al observar que no le obedecia, es preciso que termine pronto una situacion tan triste... Venid conmigo para acordar lo que debemos hacer en el caso presente.

La augusta señora, que tan preocupada estaba por el fiero golpe que acababa de recibir, parecia que estaba petrificada: don Enrique Manuel, ayudado de don Gonzalo, pudo al fin conseguir el arrancarla de allí y hacerla entrar en su gabinete, en donde continuó por largo tiempo en la misma postura.

Mientras tanto, tratóse de sepultar con todo secreto el cadáver de don Juan Fernandez de Andeyro; y el conde de Sintra, que no perdia de vista el averiguar cómo habia tenido lugar la muerte del de Uren, hizo sufrir á la dama de doña Leonor un largo interrogatorio. Blanca ocultó cuidadosamente cuanto sabia, y su declaracion se redujo á enseñar la escalera por donde habia subido el favorito, y á decir que cuando á las voces de la reina habia salido de su aposento, la habia encontrado, segun ella creía, sin sentido.

Todo esto hizo creer á don Enrique Manuel que los peligros que cercaban á los adictos de la reina se multiplicaban por instantes; y despues de contínuas consultas con don Gonzalo, conociendo que solo adhiriéndose al partido de Castilla podian salvarse, acordaron abandonar el palacio y la corte de Lisboa.

En una barquilla que se habia visto anclada toda la tarde en el caudaloso Tajo embarcáronse á la noche siguiente, sin ser de nadie sentidos, la reina, que continuaba en un estado de completa insensibilidad, los príncipes, y la encantadora Blanca.




ArribaAbajoCapítulo VIII

De como el gran maestre consiguió lo que deseaba, y de la renuncia que, aunque tarde, hizo la reina de Portugal.


No se descuidaron los agentes del maestre de Avis en publicar por las calles de la capital el trágico fin del conde de Uren; pero tan desfigurado, que atribuían á doña Leonor la perpetracion de aquel abominable crímen. Decian, para dar á semejante calumnia cierta apariencia de verdad, que cansado el conde de las exigencias de la reina, habia empezado á galantear á su dama; y que resentida aquella señora por haberla dejado, ella misma le habia dado de puñaladas al entrar en el aposento de Blanca.

Semejantes calumnias causaron por desgracia el efecto que deseaban sus autores; porque la muchedumbre de descontentos que á la sazon se encontraba en Lisboa, empezó á manifestar sus deseos de que ocupase el trono en lugar de la augusta viuda, el que ya entonces se titulaba regente del agitado reino de Portugal.

El gran maestre usó en esta ocasion de la mayor prudencia: cuanto mas el pueblo lo aclamaba, mas se resistia á aceptar la corona que le ofrecian; pero teniendo siempre buen cuidado de ponderar los males de la patria, y los triunfos que, en algunos encuentros, habian conseguido las armas de Castilla: manifestaba un profundo respeto y adhesion al infante don Juan, que se encontraba detenido en el castillo de Montalban; y cuando los suyos se indignaban contra su aparente abnegacion, les inculcaba la obligacion de ser fieles al príncipe que ellos mismos habian por rey elegido. Él esperaba que el rey don Juan de Castilla tratase de vengar de un modo mas ostensible los ultrajes que el populacho de Lisboa habia prodigado á la infortunada viuda de don Fernando; y cuando supo la evasion de esta señora, creyó que era llegado el momento de realizar todos sus proyectos. Sus numerosos agentes empezaron á preparar los ánimos de la multitud, haciéndola ver la conveniencia de emplear hasta la fuerza para obligarle á aceptar la corona que rehusaba: decian que este era el mejor medio de destruir las pretensiones de don Juan de Castilla y las locas esperanzas de los partidarios de doña Leonor; y añadian por último, que si el pueblo no se reunia y volaba á la casa del nuevo regente, y desde ella le llevaba en triunfo al antiguo alcázar de los reyes de Portugal, no habia que esperar que se venciese la repugnancia con que miraba el trono.

Todas estas intrigas produjeron al fin el objeto que se habian propuesto sus autores; porque al mismo tienipo que las calles y plazas de la capital se llenaban de descontentos, entre los cuales habia tambien muchos curiosos, los grandes del reino, que deseaban elegir por rey á un príncipe que no lo mereciese, para que este les estuviese siempre obligado, se reunian en la casa de Nuño Alvarez Pereira.

Allí se pronunciaron los discursos mas á propósito para conmover los ánimos; pero ninguno pudo compararse al que dirigió el prior de San Juan al mismo maestre de Avis, que se encontraba presente.

-Señor, le dijo, los males que nos cercan se multiplican todos los dias, y solo vos sois capaz de remediarlos. Portugal, este reino que en otra época era tan feliz, hoy se encuentra sin príncipes y sin reyes, y á merced por desgracia nuestra del fiero castellano, que osadamente pretende aumentar con nosotros el número de los pueblos que diariamente conquista. Dentro de esta misma ciudad, aun hay quien defienda con las armas el injusto tratado que el último rey firmó en bien de Castilla; y para que nuestra posicion cada vez mas se agrave, el pueblo ha roto todos los diques que contenian sus desordenadas pasiones, y amenaza sumergirnos en un océano de desdichas. Qué haceis, pues, que no admitís la corona que tanto la nobleza como el pueblo os ofrecen en este dia en que tantas angustias y penas nos afligen? Os equivocais, señor, si así creeis que cumplís con los deberes que os impone vuestra condicion de noble y de patricio. Vos estais obligado á obedecer á la voluntad del cielo manifestada en tantas circunstancias como os llaman al trono: debeis tambien escuchar y cumplir los votos de esta asamblea, que aquí se ha reunido para suplicaros que os condolais de la suerte del mísero pueblo portugués; y no dudando ya que accedais á nuestros justos deseos, permitidme que sea yo el primero de cuantos aquí nos encontramos reunidos que os salude por nuestro augusto soberano.

-Viva el rey de Portugal! gritó el prior dirigiéndose á la asamblea.

-Viva! contestaron con frenético entusiasmo cuantos la componian.

El gran maestre hizo entonces el papel de un ambriento, á quien su cortedad le impide aceptar al principio un convite; mas despues, vencido en apariencia por las súplicas que se le hacen, se sienta á comer y devora todos los manjares que se le presentan. Porque aun despues que hubo hablado el prior de San Juan, con quien estaba de acuerdo, manifestó que su derecho no era tan bueno como el del infiante don Juan; pero que, supuesto que los males de la patria eran tan grandes, él se prestaba á hacer por ella el costoso sacrificio que de él se exigia.

La asamblea resonó entonces con estrepitosos aplausos y entusiasmadores vítores; y en medio de aquel concurso que no cesaba de aplaudir y vitorear al nuevo elegido, fué llevado á la antigua morada de los reyes de Portugal.

Así que se vió en ella, despues de premiar largamente á sus principales partidarios, trató nuevamente de apoderarse del castillo, á quien seguia defendiendo el alcaide Pero Sousa Carbalho. Las promesas mas lisonjeras, las amenazas mas aterradoras y las privaciones que acarreaba un sitio que ya iba prolongándose demasiado, todo fué inútil para vencer el denuedo del héroe portugués. «Mientras que no lo mande la reina, decia siempre que se le hacia alguna intimacion, no entregaré el alcázar.»

En vano Nuño Alvarez Pereira, que se habia encargado de vencer su constancia, le esponia que doña Leonor ya no estaba en Lisboa, y que por haber perdido el juicio, habia perdido tambien el derecho de reinar, porque á todo respondia:

-No importa: esas no son mas que fábulas y supercherías del maestre de Avis.

-El maestre de Avis, replicaba Nuño, es ya hoy rey de Portugal, y por lo mismo es necesario que le trateis con mas decoro.

-En Portugal no hay ni puede haber mas rey que Dios, mientras que doña Beatriz no tenga sucesion directa.

Rechazado de esta manera Nuño, y viendo que por este camino nada conseguia, apeló á las armas, mandando que se hostilizase al castillo sin tregua ni descanso. El valiente alcaide animaba á todos sus soldados con su ejemplo, y ademas los exhortaba á que supiesen morir por una causa que, aunque sumamente desgraciada, no por eso era menos noble. Su resistencia tuvo el fin que era de esperar en una lucha tan desigual. Un dia que se encontraba en una almena para registrar desde ella las posiciones del enemigo, una piedra disparada con una máquina le quitó instantáneamente la vida.

La muerte de este digno sucesor de Viriato puso al nuevo rey en posesion del castillo, quedando de este modo dueño de toda la ciudad de Lisboa.

Al poco tiempo concibió el proyecto de llevar la guerra á los estados del rey de Castilla, y como para esta grande empresa aun no tenia las fuerzas que necesitaba, segregó de su reducido ejército unas cincuenta lanzas, y se las dió al conde de Gijon para que con ellas practicase algunas correrías por los dominios de sus enemigos.

Mientras el bastardo toma de esta manera parte en una guerra contra su rey y hermano, séanos licito seguir los pasos á la desventurada doña Leonor y á los príncipes que la hacen compañía. Cerca, pues, del amanecer, llegaron estos fugitivos, al puerto de Peniche, en donde desombarcaron y continuaron todo aquel dia descansando de las fatigas de su penoso viaje. Al siguiente continuaron su marcha dirigiéndose á Santaren, en donde se reunia el ejército que habia de domar el orgullo de los que desconocian los derechos del rey de Castilla. Afortunadamente para los ilustres viajeros, desde que desembarcaron en las playas de Peniche, no encontraron mas que corazones que simpatizaban con su desgracia. Los pueblos del tránsito, que aborrecian á par de muerte las demasías de los insurrectos de Lisboa, apresuráronse á manifestar sus respetos á la infortunada viuda que acababa de perder un trono entre los silbidos de la plebe y la ingratitud de los nobles.

A estas demostraciones solo contestaban los infantes, porque la reina, á quien principalmente iban dirigidas, continuaba observando un triste y profundo silencio. Blanca, que padecia doblemente por estar su corazon desgarrado por crueles remordimientos, no se separaba del lado de su ama, y procuraba con palabras que la dirigia de cuando en cuando consolarla en su amarga pena. Las dos montaban en blancas hacaneas, y los príncipes, que se servian de caballos correspondientes á su elevada clase, las llevaban en medio sirviéndoles de escolta.

Terminado el viaje, tuvo mucho de interesante la entrevista de los príncipes portugueses con los de Castilla. Doña Beatriz, que en cuanto tuvo noticia del arribo de su madre salió á recibirla á los umbrales del palacio en que se encontraba alojada, derramó aquellas lágrimas de ternura y filial amor que esplican mucho mejor que las mas elocuentes palabras los afectos del corazon. Estrechábala contra su pecho: llamábala su madre y señora: maldecia la ambicion de los que la habian arrojado de su real casa: dábala á entender con las espresiones mas tiernas y cariñosas cuánto sentia sus trabajos; y por último, hablábala de un porvenir lleno de ventura y de bonanza.

Pero doña Leonor, semejante á un maniquí á quien el artista maneja á su arbitrio para trasladar al lienzo sus nuevas formas, mostrábase insensible á tantas pruebas de ternura como recibia de la que entonces era reina serenísima de Castilla. Nada respondia á sus palabras, y de sus ojos, en otro tiempo tan hermosos, no se desprendia ni una sola lágrima que acreditase la emocion que despues de una ausencia tan larga debia causarle la vista de su hija.

-Qué es esto, reina y señora? la preguntó con este motivo doña Beatriz: para cuándo reservais aquellas palabras que, llenas de la suavidad y dulzura de vuestro maternal amor, me prodigábais otras veces? Los trabajos y persecuciones de que acabais de ser objeto, habrán secado vuestro corazon hasta el punto de hacerle insensible al afecto que os profesa vuestra hija?... Nada me decís, y casi me demostrais con la seriedad de vuestro rostro que ya no me amais como antes de mis desposorios!...

La augusta viuda de don Fernando no interrumpió por eso su prolongado silencio: si insensible se habia mostrado, hasta entonces, insensible y silenciosa siguió hasta la caida de la tarde, en que entró en su aposento á ofrecerla sus respetos el rey don Juan de Castilla.

Habia este príncipe dispuesto cuando supo los desmanes de los conjurados, que una parte do su ejército marchase á reprimirlos á Lisboa. El mismo, que se encontraba muy ageno de la fuga de doña Leonor, se habia puesto á la cabeza de las tropas para castigar los ultrajes de que en la capital era objeto aquella señora; pero aun no habia andado mas que algunas millas, cuando recibió un espreso anunciándole la llegada de los fugitivos príncipes. Entonces estuvo nutante entre continuar su marcha, ó regresar sin ejército para consolar á sus augustos parientes. Decidióse al cabo por este estremo, y despues de confiar á pero Ruiz Sarmiento el mando de las tropas, dió la vuelta para Santaren.

A su entrada en el real alcázar refirióle doña Beatriz el triste estado á que su madre estaba reducida, y de boca del conde de Sintra, á quien acompañaba don Gonzalo, supo el trágico fin de don Juan Fernandez de Andeyro.

La insensibilidad de doña Leonor movió al rey á anticipar su visita, y habiendo mandado que se la anunciasen á la augusta señora á quien se proponia consolar, entró en su aposento acompañado de la reina y del resto de los príncipes. Anochecia entonces, y el no haber todavía luz artificial, comunicaba á aquella estancia cierto aspecto de tristeza, que guardaba proporcion con las ideas que ocupaban la mente de los ilustres personages que en ella acababan de entrar.

-Vengo, señora, la dijo don Juan besando respetuosamente su mano, á lamentarme con vos por las desgracias que habeis presenciado, y por los males que todos padecemos al ver el reino entregado á nuestros mas implacables enemigos...

La augusta fugitiva fijó sus ojos en quien así la hablaba, y cuando se creía que siguiese observando el anterior silencio, habló; pero fué para demostrar el desconcierto de sus ideas, producido por la honda impresion que le causó la muerte de su favorito.

-Apartaos de aquí, esclama poseida del mayor furor, viles asesinos, que habeis inmolado sobornados por el oro del gran maestre al mejor de mis servidores. Huid de mi vista, gente infame y perdida, si no quereis esperimentar los rigores de mi venganza... Qué haceis aquí? volvia á decir fijando en los concurrentes sus espantados ojos; quereis tambien asesinarme del mismo modo que lo hicísteis al desventurado conde?... Vuestro valor tan decantado, no temerá amancillarse sacrificando á una débil y desvalida muger?... Pero no: aun tengo quien me defienda: aun hay hombres del temple de Sousa Carbalho, que sabrán sacrificarse por castigar vuestros desafueros...

-Señora, señora, la dijo entonces don Juan aprovechándose de un momento de pausa; nosotros no somos vuestros enemigos; al contrario, hemos venido aquí á defenderos.

Mas la desgraciada reina, sin dar oidos á estas palabras, poseida de un estremecimiento general, fijó sus ojos en un doncel que acababa de poner sobre una mesa que habia en el mismo aposento dos luces, y dando un penetrante grito, esclamó:

-Jesus, el verdugo!...

Y al pronunciar este nombre, poseida siempre de la terrible idea de que se encontraba en poder de sus enemigos, cayó sin sentido en los brazos de Blanca, que no se habia separado ni un instante de su lado. Sus parientes, que sentian de todas veras los estravíos de su razon, volaron á su socorro, llamando al mismo tiempo al médico de don Juan, que por acaso se encontraba en la regia morada.

Mientras aquel atendia á la curacion de la augusta enferma, el rey, convencido de las causas que habian producido el accidente, hizo presente á los príncipes, para evitar su repeticion, que solo se quedase con ella su dama por estar muy familiarizada con su vista. Cumpliéronse, como no podian menos, los deseos de don Juan; y habiendo sido trasladada doña Leonor al magnífico lecho que la estaba reservado, dispuso que Blanca, acompañada de dos damas de doña Beatriz, quedase al cuidado de aquella señora.

Por demas estará el ponderar lo que en este trance padecieron los ilustres personages que se albergaban entonces en el alcázar de Santaren. Cualquiera que tenga un corazon r algo sensible, puede conocer demasiado el dolor que embargaria los ánimos de los que se encontraban presentes, y con especialidad las penas que en silencio devoraba doña Beatriz. Pero si nos consideramos esceptuados de describirlas, no nos sucede otro tanto con la conversacion que la augusta viuda tuvo con su dama en cuanto se recobró. A media noche, pues, observó Blanca que su ama, abriendo los ojos y pronunciando algunas palabras que aunque inconexas tenian relacion con su anterior estado, habia del todo perdido la cabeza.

-Esta carta, decia entre otras cosas, se la entregarás muy pronto, entiendes?... Si no viene cuanto antes, trasladaré la corte á Mafra... Y qué! no estará mejor allí que en Lisboa?... Belen no me gusta, está tan cerca... Cuánto tarda el conde en venir esta noche!...

Blanca, aunque sumamente triste por el estado en que veía á doña Leonor, se acercó entonces á ella, y pareciéndola que adelantaria algo si seguia el humor á la enferma:

-El conde, señora, la dijo, no le espereis, porque...

-Lo han muerto? preguntó interrumpiendo á la dama.

-No, señora, respondió esta; sino que cansado de una vida de intrigas que tantos disgustos le habia causado, abandonó el reino y se marchó á...

-Adónde? la interrumpió prontamente.

-A Castilla, señora, respondió la dama esforzándose para mentir.

-A Castilla dices! Y sabes á qué pueblo?

-Segun se dice de público, á Valladolid.

-Oh! es preciso que nos marchemos nosotras allá.

-Corriente, señora, yo iré tambien con mucho gusto; pero antes es preciso que V. A. se ponga enteramente buena.

-Pues qué, acaso estoy yo mala?

-Sí, señora; V. A. se ha desmayado esta noche en presencia de sus augustos hijos.

-De qué hijos me hablas?

-De los reyes de Castilla.

-Eso no puede ser, Blanca. No ves que no pueden entrar en Lisboa?

-Eso sí es verdad; pero V. A., que deseaba verlos, ha venido á visitarlos á Santaren.

-Conque yo me encuentro en el palacio del rey don Juan de Castilla?

-Cierto es, señora, lo que me preguntais.

-Oh! yo estoy rodeada de traidores! añadió doña Leonor con dolorido acento.

-No, señora, contestó Blanca inmediatamente: las personas que mas os aman, son las que os rodean.

-Sí; pero pretenden que yo abdique en mi hija doña Beatriz!...

Apurada se veía Blanca para destruir la tristeza que como una densa nube se iba apoderando del espíritu de su ama; pero acordándose del poderoso influjo que sobre ella había ejercido el desgraciado don Juan Fernandez de Andeyro, á quien en aquel momento suponia retirado en Castilla:

-El conde de Uren, la dijo, al abandonar la corte de Lisboa, ha dispuesto que os trasladaseis al campamento de vuestros augustos y serenísimos hijos para que juntos deliberáseis acerca de los medios de destruir las ambiciosas miras de los grandes que traen agitado el reino. Y como nosotros creíamos que no dejaríais de aprobar esta determinacion, una noche que estábais poseida de un mareo, salimos de vuestro alcázar de Lisboa.

-Habiéndolo dispuesto él, contestó la reina algo mas tranquila, no tengo nada que decir.

En estas y otras pláticas parecidas pasaron una gran parte de la noche, hasta que cerca del amanecer doña Leonor se quedó dormida profundamente. Su sueño, parecido en algo al que disfruta un tierno pequeñuelo en el regazo de su madre, se prolongó por largas horas; y cuando al fin sus ojos se abrieron á la luz, había variado completamente la escena. Recordó el asesinato de su favorito; las intrigas y culpables manejos del gran maestre; la ingratitud y ambicion de los grandes; los insultos de la plebe: el horrendo crímen de haber profanado la iglesia mayor con la sangre de su obispo; y en fin, todos aquellos desmanes que su autoridad no habia podido reprimir.

En semejante estado llamó á su dama, que tambien dormia, y apretándola la mano, la dijo:

-Blanca, hoy voy á dar una prueba de que soy reina, haciéndome superior á cuantas desgracias me persiguen. Conozco el triste estado á que estoy reducida, y que las parcialidades que dividen el reino, exigen un brazo mucho mas vigoroso que el mio para que las reprima. Comunica por tanto á mis hijos mi invariable resolucion de abdicar en ellos la gobernacion del reino de Portugal, que me pertenece por el testamento del último rey.

La dama salió á noticiar á don Juan de Castilla cuanto acababa de decirla la reina; y el príncipe, que no podía persuadirse que en tan poco tiempo hubiese recobrado el juicio, entró en su aposento acompañado de su esposa doña Beatriz. Esta entrevista fué muy distinta de la del día anterior; y la augusta viuda, que confirmó con las mismas palabras lo que acababa de decir á Blanca, lloró al verse entre unos príncipes, en cuyo semblante estaba retratada la bondad de su corazon.

Entonces el augusto hijo de don Enrique suplicó á la ilustre fugitiva que señalase la hora en que debia celebrarse la ceremonia; y habiendo dicho que la del mediodia le parecia buena, salió á dictar sus órdenes para revestir aquel acto de todas las formalidades de estilo.

Doña Leonor quiso aparecer aquel dia con las mismas joyas en que por un pueblo ébrio de entusiasmo fuera saludada por reina; y cuando se presentó en el principal salon del regio alcázar de Santaren, á todos cuantos allí se encontraban reunidos, pasmaron sus gracias y su hermosura, que aun conservaba despues de tantos dias de dolor y tristeza.

Antes de hablar de la solemne abdicacion, permítannos nuestros lectores que les digamos algo del aspecto que presentaba el lugar en que iba á verificarse. En frente de la entrada principal elevábanse dos tronos: en el de la derecha veíanse los leones y almenas de Castilla; y en el de la izquierda los castillos y quinas de Portugal. El piso estaba alfombrado, y las paredes adornadas con preciosas colgaduras de la opulenta Tiro. En frente de cada trono habia una mesa cubierta de rojo terciopelo recamado de oro, y encima, guardando proporcion con toda aquella riqueza, un costoso recado de escribir.

Don Juan y doña Beatriz subieron al trono que les estaba preparado; y doña Leonor, que á todos inspiraban interés sus desgracias, subió con paso trémulo á ocupar el suyo respectivo. Veíanse al lado del de Castilla á don Carlos, infante de Navarra; á don Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo; á don Pedro Fernandez, maestre de Santiago; á Ruy Gonzalez Mejía; al almirante Fernan Sanchez de Tovar; á Juan Martinez de Rojas, y á Fernan Alvarez de Toledo, que todos eran de los mas nobles y apuestos caballeros de aquella época. Rodeaban el trono en que estaba sentada doña Leonor el infante don Enrique Manuel, conde de Sintra, don Gonzalo, hermano de la reina, y el obispo de la Guardia.

Este prelado hacia las veces de notario mayor; y obtenida la venia de la augusta viuda, leyó la siguiente abdicacion:

«Convencida de la imposibilidad de gobernar el reino con buen éxito en estos dias de sangrientos trastornos, y deseando abandonar para siempre la vida agitada de los negocios que me estaban encomendados, de todo corazon, y con completa libertad, abdico desde ahora en mi muy cara y amada hija doña Beatriz, los derechos que, con arreglo al testamento del señor don Fernando, de gloriosa memoria, tengo á la gobernacion del reino de Portugal y de los Algarbes. Palacio Real de Santaren, á quince de mayo del año del Señor de mil trescientos ochenta y cuatro.»

En seguida presentó el mismo prelado á la reina este documento para que lo rubricase; y hecho así, se lo entregó al arzobispo don Pedro Tenorio, encargándole de parte de la serenisima reina de Portugal, que preguntase á la de Castilla si aceptaba la gobernacion del reino que en ella abdicaba. Y habiendo respondido esta augusta señora que sí, doña Leonor, como si quisiera dar un triste á Dios á la grandeza que la rodeaba, fijó sus tristes ojos en los concurrentes, y descendió del trono. El rey don Juan se apresuró á ofrecerla su brazo hasta acompañarla á su regia habitacion, mientras hacia otro tanto con doña Beatriz el infante de Navarra.




ArribaAbajo Capítulo IX

De como la viuda del rey don Fernando creyó ver disfrazado de mercenario al conde de Uren.


El conde don Alfonso recorrió en breve el territorio que le separaba de Castilla; y despues de probar que con la escasa fuerza que mandaba no podia adelantar nada en favor del maestre de Avis, se dirigió á sus estados de Gijon. Acompañábale Amós, aquel criado de quien otras veces se habia valido para conseguir sus torcidos fines; porque encontrándole siempre dispuesto para lanzarse en el crímen, solo de él podia servirse para perpetrar los que tal vez aun meditaba. Tan íntimamente estaba unido con él, y tanto deseaba tenerle en su compañía, que á no habérsele deparado la suerte en una de las calles de Lisboa despues que salió del castillo de Montalban con la carta que ya saben nuestros lectores, le hubiera buscado como una joya de gran precio por todo el reino de Portugal.

Dejemos, pues, en Gijon á estos dos hombres que, aunque de muy distintas condiciones, parece que habian nacido el uno para el otro, y atendamos á lo que pasa en la corte de Santaren despues de la renuncia de la reina doña Leonor. Don Juan I de Castilla, cuyos derechos á la corona lusitana, por estar casado con doña Beatriz, eran indisputables, acababa de ordenar que se pusiese sitio en toda forma á la rebelde ciudad, que no contenta con haber insultado á la augusta viuda de don Fernando, acababa de elegir por rey á quien su condicion de bastardo alejaba del trono.

Mientras el ejército de Castilla, mandado por espertos y valientes capitanes, batia los muros y hostilizaba al enemigo atrincherado en las torres y almenas de Lisboa, el hijo de don Enrique conoció que aun entre los mismos individuos de su familia habia penetrado la deslealtad y traicion. Don Gonzalo, aquel príncipe que huyendo de los furores de un pueblo sacrílego se habia refugiado en la corte de Santaren, desapareció de ella para ofrecer sus servicios al gran maestre de Avis. Pero no fué este solo el disgusto que aquel príncipe tuvo que devorar cuando con las armas en la mano exigia  el cumplimiento de los tratados: aparte de la peste que se desarrolló en su ejército, y que arrebataba diariamente á sus mejores capitanes, doña Leonor, cada vez mas afectada por las desgracias que hablan ocurrido en los últimos dias de su reinado, volvió á perder el juicio. Su tema ordinario era el conde de Uren: muy pocas veces recordaba haberle visto muerto; y como Blanca habia cometido la imprudencia de decirla que cansado de la corte se habia retirado á Valladolid, continuamente estaba hablando de marcharse tambien á esta ciudad. Algunas veces se la figuraba que la determinacion de su favorito provenia de haber preferido á otra muger; y entonces, la rabiosa pasion de los celos, que instantáneamente se apoderaba de su corazon, la hacia insufrible á cuantos la rodeaban. Pero si su débil memoria la recordaba la trágica escena de aquella terrible noche en que le vió muerto y ensangrentado á la misma puerta de su cuarto, quedaba por mucho tiempo en un estado de completa insensibilidad.

Tan triste situacion arrancaba lágrimas á cuantos la conocian; y don Juan, que deseaba poner término á las hablillas que con este motivo tenian lugar en el vulgo, y como por otra parte preveía los borrascosos dias que lo esperaban en un país en que se multiplicaban los rebeldes y traidores, determinó con beneplácito de doña Beatriz, el enviarla á Castilla. La villa que designó para su residencia, y que la adjudicó en toda propiedad para que viviese con la decencia que requeria su elevada clase, fué la de Tordesillas. El conde de Sintra, que cada vez se encontraba mas afligido por las desgracias que perseguian á su familia, quiso acompañar á su augusta sobrina. Y Blanca, cuyos reprensibles amores con Nuño exigian una historia aparte, se dispuso para acompañar á su ama, de quien juró no separarse jamás.

La despedida de los augustos reyes de Castilla de su madre doña Leonor, fué triste para aquellos, y no podremos decir si alegre para esta. Ella estaba persuadida que iba á ver al conde, y aunque Blanca trataba, porque presentia que el desengaño iba á ser terrible, de amenguar su esperanza, no deseaba mas que cuanto antes se emprendiese el viaje.

Al fin llegó este dia; y cuando despues de haber atravesado las risueñas márgenes del Duero entraron en Tordesillas, la reina viuda no consintió que se detuviesen para nada en este pueblo. En vano don Enrique Manuel la esponia la necesidad de quedarse en él, porque á todas sus razones respondia: á Valladolid, á Valladolid.

Fué necesario, pues, que el infante, si no habia de agravar la crítica situacion de la enferma, accediese á sus deseos; y dando orden de que continuase la comitiva, llegaron á la ciudad que tanto deseaba aquella señora.

Al día siguiente de su arribo, presentóse á ofrecer sus respetos á los augustos viajeros el padre comendador de la Merced, cuyo convento caía cerca de la morada de los príncipes. Este religioso, que tenia un gran conocimiento del humano corazon, era algo anciano, y llevaba en su compañía otro que aun era bastante jóven, pues apenas frisaba en los treinta y seis años. Si el hábito de blanquísima lana que este segundo vestía no cubriese con sus anchos pliegues sus airosas formas; si sus párpados medio cerrados no ocultasen dos ojos estraordinariamente espresivos; si a su frente blanca y serena no hiciese sombra la mortificante capilla, y si sus acciones y palabras no estuviesen revestidas de aquella afabilidad y cortesía que solo entonces se aprendia en el claustro, bien pudiera asegurarse que algun caballero de los mas apuestos de aquella época se habia repentinamente transformado en un padre de la Redencion.

El conde de Sintra, á quien visitaron primero, oyó de su boca palabras de consuelo y edificacion cristiana; y enamorado de su fino trato y amable conversacion, él mismo los acompañó al aposento de doña Leonor.

Encontrábase esta señora sentada en un sitial cuya magnificencia distaba mucho del que habia usado en su palacio de Lisboa; y Blanca, que se encontraba en la misma pieza, se veía obligada á mantener con ella una conversacion llena de frivolidades.

-Señora, dijo el infante al tiempo de entrar, el padre comendador de la Merced viene á visitaros y á ofreceros sus respetos y oraciones.

Los religiosos, que entraron uno en pos del otro, se inclinaron profundamente, y la reina, que alzó la vista para verlos, nada encontró que la llamase la atencion en el mas anciano, que por razon de su prelacía ocupaba un lugar preferente á su compañero. Pero en cuanto hubo á este divisado, tendió hácia él sus manos, y queriendo levantarse para abrazarle, esclamó:

-Cómo habeis tomado una resolucion tan estraña? Vaya, conde, que las hopalandas os hacen tanta gracia como la bordada túnica que llevábais en Lisboa!... Por qué no habeis venido á verme antes? no sabíais que desde ayer estaba en Valladolid?

-Qué es esto, señora? pregunta avergonzado don Enrique Manuel al mismo tiempo que la sujeta de un brazo y la obliga á sentarse.

-Dejadme, responde la señora forcejeando por desasirse de sus manos: es el conde de Uren; y ahora que ya no soy reina, nadie podrá quitarme el derecho de amarle.

El comendador, aunque tenia alguna noticia de la demencia de la reina, no sabia cómo esplicar sus palabras; porque en aquel momento, volviéndose á su compañero, sin duda para decirle que convenia que se retirase, le vió que con un pañuelo que habla sacado de la manga enjugaba las muchas lágrimas que se desprendian de sus ojos. Esto le dió mucho en qué pensar; porque no podia suponer que la sola vista de una señora desgraciada le hiciese derramar lágrimas en tanta abundancia. Conoció que algun misterio le ocultaba, y para evitar que doña Leonor se dirigiese nuevamente á él, y pronunciase algunas palabras impropias de una señora tan principal, ó tal vez porque no revelase amorosas relaciones de otra época, porque todo lo esperaba de un hombre que lloraba al ver á una muger, pidió permiso para retirarse. Obtúvole al instante del conde de Sintra; y aunque la reina viuda pugnaba por impedir que se marchase el religioso jóven tambien, al poco tiempo de esta ocurrencia tan imprevista como estraña, entraba en su convento acompañado del padre comendador.

-Estoy avergonzado, le dijo este prelado llamándole á su celda, por lo que acaba de pasar en el palacio de los príncipes portugueses. No me llama tanto la atencion lo que os dijo la reina, y su empeño de que con ella os quedáseis, como vuestras lágrimas y suspiros. Decidme, qué hay aquí? por qué llorábais cuando doña Leonor os llamaba conde y os hablaba del trage que llevábais en el siglo? Por ventura os recordaba relaciones mas ó menos lícitas que con ella hayais tenido en alguna época de vuestra vida?... Si esto es así, como me lo presumo, vuestro sacrificio debe ser completo... Gimen todavía en las mazmorras de Granada algunos infelices cristianos, á quienes no hemos podido redimir en nuestro último viaje, por no haber alcanzado para tanto las limosnas de los fieles. Marchad, pues, allá, y ofreceos en rescate por alguno de aquellos desgraciados cautivos; porque mas os valdrá a la hora de vuestra muerte que los sarracenos de África os hayan tenido prisionero toda la vida en sus mazmorras, que permanezeais en Valladolid cerca de una muger tan peligrosa como doña Leonor...

El jóven mercenario oyó sin inmutarse este discurso de su prelado, y deseando darle una prueba de la rectitud de sus intenciones, contestó:

-Os he jurado solemnemente obediencia en el dia del mi profesion religiosa; dadme por lo mismo vuestra bendicion, y partiré.

Estas palabras no tranquilizaban al comendador: él deseaba averiguar el sentido de las de la reina, y la causa de aquellas lágrimas que inundaron las megillas de su compañero, y para conseguirlo:

-Líbreme Dios, replicó, que yo os imponga, tan solo con el objeto de alejaros de esta ciudad, el mayor sacrificio que nuestra redentora orden exige en determinadas circunstancias de sus hijos: yo solo os hablo de un consejo, y de ninguna manera de un precepto.

-Pues si os place, podré marchar á nuestro convento de Barcelona.

-Si solo así pueden evitarse los peligros que entre nosotros os cercan...

-Ignoro, padre, respondió candorosalnente el jóven religioso, los peligros de que me hablais.

-He oido decir á la reina que nadie la puede quitar el derecho de amaros.

-Estravíos de esa infeliz señora!

-Pero vos llorábais cuando ella os lo decia.

-Sí; pero era por su desgracia, y por un hermano á quien he amado entrañablemente toda la vida.

-Vos podeis aclarar mis dudas.

-Al instante. Oid una parte de mi historia. Yo nací de padres nobles y virtuosos en un castillo cerca de la Coruña. Fuí el segundo de tres hijos que tuvieron. El primero siguió la milicia, y con el tiempo pasó á la corte de Lisboa, en donde se captó el aprecio de doña Leonor, la misma reina que acabamos de visitar. Vióse al poco tiempo rodeado de enemigos que por todas partes trataban de desacreditarle. El demasiado favor que tenia con los reyes de Portugal, fué la causa de que se dijese que sus relaciones con la reina habian llegado á ser ilícitas. Yo me abstendré siempre de creer lo que en todo el reino pasaba por muy cierto; pero lo que no puedo menos de confesar, es que la conducta de mi hermano me pareció reprensible: bastaba que se dijese que era el amante de doña Leonor, para que él abandonase una posicion que tarde ó temprano habia de acarrearle su pérdida. En este tiempo murió nuestro padre; y para obligarle á que viniese á recoger su herencia, yo mismo pasé á la corte de Portugal. Encontréle engolfado en los negocios de aquel reino. Díjome que don Fernando nada disponia sin que con él lo consultase: que la reina le dispensaba su amor y amistad; y por último, que no podia decidirse á volver á su patria, porque prometiendo vivir muy poco el rey de Portugal, tenia que trabajar en favor de los derechos del de Castilla. En vano supliqué para que al menos viniese á poner en orden los negocios de la casa paterna, aunque luego regresase al palacio de Lisboa; porque confiriéndome todos sus poderes, me encargó que los arreglase. En los pocos dias que estuve á su lado, manifestóme el fraternal amor que me profesaba. Presentóme diversas veces á la reina; y esta señora, que holgó mucho de ello, hízome proposiciones para que me quedase en Lisboa á su servicio. Mas si yo no habla llevado otro objeto á esta ciudad que arrancar de ella á mi desgraciado hermano, cómo habia de aceptar sus favores? Di, pues, la vuelta á mi pais; pero á mi llegada encontré las cosas muy demudadas. Mi tercer hermano, llamado Sancho, habia regresado de una espedicion que emprendiera á la Siria; y llevado de un mal consejo, acababa de apoderarse del ruinoso castillo de Uren. Afeéle su modo de proceder; díjele que su posesion solo pertenecia á don Juan Fernandez de Andeyro, nuestro primer hermano, y que si se obstinaba en retener el castillo con los otros bienes que de él dependian, incurriria en la indignacion del verdadero conde de Uren, que se apresuraria á castigar tamaña usurpacion. Pero Sancho, que seguia en su mal propósito de titularse conde y retener los estados de nuestros padres, amenazóme si cuanto antes no le dejaba en su pacífica posesion. En tal estado fuéme preciso ausentarme nuevamente, eligiendo para mi residencia la ciudad de Oviedo. Desde ella pensaba hacer valer los derechos de don Juan; y cuando empezaba á tomar algunas medidas para conseguirlo, una desgracia, siempre lamentable para un hermano, tuvo lugar en el castillo de Uren. El caso, porque es bueno que lo sepais, pasó de esta manera: Una nave, al parecer genovesa, habia anclado en una de las desiertas playas de Galicia, no muy lejos del castillo de mi hermano; y un caballero que en ella venia, después de preguntar por él, se dirigió á hacerle una visita. Sancho era, a pesar de lo mucho que habia viajado, sumamente sencillo. Creyó de buena fé que el recién llegado era uno de sus antiguos compañeros, y poniendo á su disposicion cuanto tenia, le instó para que permaneciese con él algunos dias. Esto era lo que cabalmente deseaba el astuto viajero; porque diciéndole que los vientos le eran contrarios para trasladarse a su patria con aquel buque que le habia dado á mandar el Dux de Venecia, sería para él una grande honra disfrutar mientras tanto los favores de un soldado tan intrépido y que tanto se distinguiera en el memorable sitio de Tolemaida. Banquetes, cacerías, juegos, danzas, de todo cuanto se puede inventar se prodigó entonces para obsequiar al supuesto capitan veneciano. Y este pérfido, que acechaba la ocasion de perder á su bienhechor, le suplicó que al dia siguiente, acompañado de sus mejores amigos, se trasladase á su nave, en donde pensaba corresponder del mejor modo que le fuese posible á sus muchos favores. Mi hermano accedió gustoso á esta invitacion, trasladándose con tres caballeros de su edad á la nave que tenian á la vista. Pero en cuanto estuvieron á bordo, conocieron que se encontraban en poder de sus mayores enemigos. El buque estaba tripulado por sarracenos, aunque vestian á la europea, y el capitan, autor de esta infamia, era un genovés renegado, que con semejantes tramas habia poblado de cristianos las mazmorras de los infieles. Mientras que la sorpresa daba lugar al llanto y á la desesperacion de los infelices cautivos, la nave enemiga, despues de levar anclas, se alejaba con fresco viento de nuestras costas. Y Sancho y sus compañeros, que algunos momentos antes eran tan felices, tuvieron que ponerse al remo amenazados por el látigo de sus enemigos. Cuando á mi noticia llegó nueva tan infausta, atribuí á la desmesurada ambicion de Sancho los males que padecia. Mas despues, haciéndome cargo que la poca reflexion con que obraba era mas bien la causa del abismo en que se encontraba metido, traté tan solo de sacarle de él. Volé precipitadamente á Lisboa; presentéme á mi hermano y á la reina; manifestéles la desgracia que acababa de suceder en Uren, y movida aquella señora por mis lágrimas, dióme una gran cantidad de dinero para que con ella rescatase a los cuatro cautivos. Dirigíme primero á Barcelona, con ánimo de fletar un buque que me llevase á Levante; y cuando estaba ocupado en conseguirlo, supe que se disponian algunos padres de la Merced para marchar á Tunez. Hice el viaje con ellos, y cuando penetramos en las mazmorras de aquella infiel ciudad, Sancho, que no habia podido resistir los malos tratamientos de los sarracenos, espiraba con la constancia de un mártir, pronunciando el nombre de Jesus. Al verlo, arrojéme sobre él para recoger sus últimas palabras; pero como allí ya no habia mas que un cadáver, solo pude darle el consuelo de que espirase en mis brazos. Este postrer golpe llenó de amargura mi corazon; y cuando á Europa volví acompañado de mis santos compañeros, desengañado de lo que da de sí el mundo, hice propósito de ingresar en esta redentora orden. Vos sabeis, padre mio, que apenas hace dos años que me encuentro en ella: pero lo que sin duda ignorábais era que el desgraciado conde de Uren, que tanto se me parecia en figura, y á quien asesinaron vilmente en el palacio de Lisboa, era mi mayor y mas querido hermano. Y que esta princesa que acabamos de visitar, juguete ahora de los caprichos de la fortuna, cuando estaba en todo el apogeo de su poder y grandeza, me distinguió con su amistad. Hé aquí esplicado el secreto de mis lágrimas, y la equivocacion de la infortunada doña Leonor.

-Esta bien, dijo el prelado al acabar de oir esta historia; por mi parte creo que, supuesto lo que acabais de decirme, ningun inconveniente hay en que permanezcais entre nosotros; pero es fácil que esa señora, persistiendo en la manía de que vos sois el desgraciado conde de Uren, altere la tranquilidad que reina en esta santa casa.

-Eso es decir, padre mio, preguntó tristemente el mercenario, que es indispensable mi salida de ella?

-Así lo creo, ínterin los príncipes continúen en Valladolid.

-Mi deber es el de obedeceros, repuso el religioso con heróica abnegacion.

Entonces el comendador, con aquella gravedad monástica que tanto se parece á la de un juez que pronuncia sobre un reo una sentencia de muerte:

-Todos los hombres, dijo, son nuestros hermanos en Jesucristo; y así como vos penetrásteis en las mazmorras de África para rascatar al que lo era segun la carne, apresuraos ahora á cumplir con los graves empeños que contrajísteis cuando ingresasteis en nuestra santa religion. Mañana, acompañado de dos padres de esta comunidad, partireis á Granada á llevar vuestros consuelos a los infelices cautivos que los infieles tienen en su poder. El sacrificio es grande, y atrévome á decir que no se podrá encontrar igual sobre la tierra. Pero ahora mas que nunca debeis de dar una prueba de la sinceridad de vuestra vocacion.

El hermano del conde de Uren se inclinó respetuosamente, y desapareció para cumplir el precepto del comendador.




ArribaAbajo Capítulo X

De como doña Leonor murió mejor que habia vivido.


Mientras tanto, la escena que se representaba en el palacio de los príncipes portugueses, era muy distinta. La reina viuda, furiosa por haberse marchado el que ella suponia su favorito, se parecia á una fiera, cuando á media noche llena de espanto con sus rugidos los solitarios bosques en que habita. Don Enrique Manuel, así como Blanca, que no se separaban de la augusta enferma, se esforzaban, aunque en vano, en calmar la borrasca que las pasiones levantaran en su corazon. Momentos hubo en que el príncipe estuvo decidido á mandar que con fuertes ligaduras se sujetase á su sobrina, y que así atada se la dejase encerrada en una de las habitaciones mas seguras del palacio. Pero cuando iba á mandarlo, recordaba todas las desgracias de aquella infeliz señora, y no acertaba á articular una sola palabra. Sus profundos suspiros eran entonces la espresion mas fiel de sus nobles sentimientos; y él, que jurara no separarse de la que todos abandonaran, tenia un motivo mas para no desmentir su acrisolada lealtad.

Por fin la reina hubo de cansarse: sus esfuerzos por seguir al mercenario causáronla gran fatiga; y aprovechando los que la rodeaban esta circunstancia, la condujeron á su lecho. Aquí empezó con su dama un diálogo muy animado sobre la resolucion del equivocado conde, manifestando á cada paso, no solo los estravíos de su razon, sino tambien el ciego amor que le profesara.

-Ves, le dijo á Blanca, como don Juan Fernandez de Andeyro me ha abandonado tambien? A la verdad, no lo esperaba! Y eso que muy á menudo solia decirme: cuando ya no tengais ejército, ni riquezas; cuando hayan desaparecido todos vuestros servidores; cuando hayais perdido hasta la esperanza de reinar, entonces yo estaré á vuestro lado; y al mismo tiempo que os serviré de guia en la borrasca que atravesamos, reinareis en mi corazon! Porque, quién podrá arrebatarme el amor que os profeso?...

-Sin embargo, señora, repuso la dama: creo que le debeis disculpar. Si él os ha dejado, no ha sido mas que por consagrarse á Dios en la soledad del claustro. Por qué nosotras no hemos de hacer lo mismo?

-Calla, Blanca: esa idea me estremece. Lo que yo pienso hacer es arrancarle del convento en que está encerrado, y hacerle cumplir sus juramentos.

-Sí, se apresuró á decir la jóven, que temia irritar á su señora: esa idea es muy buena; y si necesitais de mi auxilio para llevarla á cabo...

-Conque te gusta? la interrumpió la reina con satisfaccion.

-Mucho, señora: no puedo menos de aprobarla.

Siguió á estas palabras de la dama un largo silencio, que fué interrumpido por estas otras de doña Leonor:

-Me abraso: siento un calor insoportable. Blanca, gritó, agua.

-Cómo, señora, teneis sed?

-Oh, sí, muy grande!

La jóven se apresuró á aplicar á los labios de su ama un vaso de cristalina agua; pero al hacerlo observó que la augusta viuda estaba devorada por una fiebre, cuyos síntomas le parecieron terribles. Comunicó esta alarmante noticia al conde de Sintra; el cual, temiendo siempre los progresos de cualquier enfermedad que pudiese sobrevenir á su sobrina, hizo llamar inmediatamente al mejor médico que se conocía en la ciudad.

No tardó este en presentarse y en declarar qué el mal era grave, si bien esperaba que la robusta naturaleza de la enferma triunfase al fin de la enfermedad que empezaba á manifestarse.

No fueron vanos los pronósticos del doctor: la augusta viuda empezó despues de un largo período á reponerse; pero encontrándose todavía muy débil, se empeñó en salir á la calle, á dar gracias á Dios, segun ella decia, por haber recobrado la salud.

En vano quiso el infante oponerse a sus pretensiones: tuvo que ceder, porque temia irritarla si seguia manifestándola los perjuicios que semejante salida podia ocasionarla.

En una tarde, pues, en que el frio cierzo se introducia sutilmente por las puertas y ventanas de las casas de Valladolid, doña Leonor, acompañada del conde de Sintra, de su dama y de un doncel que caminaba detrás de estos tres personages, salió de su palacio hácia la iglesia del real monasterio de las Huelgas, que, como sabrán la mayor parte de nuestros lectores, se encuentra en el Campo de la Magdalena. No era pura devocion la que obligaba á aquella princesa á dirigirse al templo; porque, habiéndola preguntado don Enrique que adónde queria ir, respondió que al convento de la Merced.

Semejante respuesta dió á conocer al infante portugués, que la viuda de su sobrino no habia olvidado al mercenario que tanto se parecia al desventurado conde de Uren. Y con el fin de evitar alguna escena que, atendido el estado de la princesa, podia llegar á ser escandalosa, la condujo al monasterio que antes hemos nombrado.

Cuando entraron en la iglesia, doña Leonor, que creyó encontrarse de buenas a primeras con su idolatrado conde, se sorprendió ante un fúnebre aparato dispuesto para celebrar un oficio por el alma de la reina doña Maria, cuyo sepulcro, como fundadora de aquella real casa, se encuentra en medio del templo.

-Es este el convento de la Merced? preguntó entonces la reina de Portugal á don Enrique, que se encontraba a su lado.

-Esta es la casa de Dios, respondió el príncipe: aquí no habeis venido mas que á tributarle gracias por haberos devuelto la salud.

-Sin embargo, repuso doña Leonor, tambien puedo verle...

-Despues, contestó secamente su tio.

Al poco tiempo empezaron las campanas á doblar melancólicamente. y el triste canto de las religiosas, que acorde se elevaba con el de los sacerdotes, á esparcirse por las magestuosas bóvedas del santuario. Pero lo que mas llamó la atencion de los circunstantes fué que el preste, revestido con una riquísita pluvial capa, ínterin el coro entonaba uno de los últimos responsos, rociaba con agua bendita el sepulcro de la que en otro tiempo fuera reina de Castilla.

Esta ceremonia causó honda impresion en la de Portugal; y cuando menos se esperaba, cayó de rodillas, y esclamó:

-Misericordia, Dios mio, misericordia!...

-Qué es esto, señora? la pregunta el infante creyendo que su locura la obligaba á dar aquellas voces: os habeis afectado?

La viuda de don Fernando, que se habia cubierto con ambas manos el rostro para ocultar las lágrimas que en aquel instante surcaban por sus megillas, nada contestó á estas palabras. Solo sus multiplicados sollozos y su penitente postura, manifestaban que alguna variacion importante acababa de verificarse en su alma. Ya el oficio se habia concluido; ya la mayor parte de los concurrentes se habia retirado; y aun ella continuaba postrada sobre las frias losas que cubrian tantas ilustres cenizas.

-Vamos, señora, la dijo don Enrique Manuel cogiéndola del brazo, vamos, que ya habeis orado bastante.

Dejadme, respondió ella, que aun no he pedido suficientemente perdon á Dios de tantas faltas como he cometido.

El conde de Sintra se vió obligado á esperar que satisfaciese su devocion; y con el fin de aclarar las dudas que las lágrimas, sollozos y palabras de su sobrina le habían hecho concebir:

-El conde de Uren, la dijo al oido, os está esperando en nuestro palacio.

-El conde de Uren! esclamó la afligida princesa; el conde de Uren!... Ah funesto recuerdo!... Yo he sido la causa de su muerte, y tal vez la de su perdicion eterna...

Los sollozos y profundos suspiros que exhalaba ahogaron su voz; y el conde de Sintra conoció entonces que, ó su sobrina habia recobrado el juicio, ó era otro el género de su locura.

Mientras tanto la noche se acercaba; y como la reina de Portugal no daba señales de suspender su fervorosa oracion, el infante, para no ser oido por otra persona, se acerca y la dice:

-Si vuestra conversion es sincera debeis de obedecerme: os he mandado que me siguiéseis; y ahora, porque es ya demasiado tarde, os lo suplico y mando nuevamente.

La reina hizo un esfuerzo para levantarse; y apoyada en el brazo de su tio, salió de la iglesia.

Cuando llegó á su palacio manifestó deseos de acostarse, y dijo á los que la rodeaban que muy en breve asistirian á su entierro, así como habian asistido al nocturno que se habia cantado aquella tarde por el alma de la madre de Fernando el Emplazado.

-Señora, la dijo entonces Blanca, tan tristemente piensa V. A.!...

-Sí, amiga mia, respondió doña Leonor, que jamás, su orgullo la habia permitido tratarla con tanto cariño; la muerte se aproxima.

-Pero estais mala, señora.? preguntó el conde de Sintra.

-Sí, muy mala, contestó tristemente la reina, y ya no hay remedio para mí!...

Entonces don Enrique quiso hacer la última prueba, y dijo en el mismo tono:

-Y ahora que don Juan Fernandez de Andeyro esperaba el breve de nuestro señor el Papa para casarse con V. A.!...

-Oh! No os burleis de mí. Si en algo apreciais mi reposo, no os acordeis del desdichado conde mas que para encomendar su alma á Dios.

El príncipe volvió su rostro á otra parte para ocultar sus lágrimas; y saliéndose en seguida del aposento, tornó á él al poco tiempo acompañado del médico.

-Hay calentura, dijo este despues de pulsar á la enferma; pero no encuentro peligro inminente en S. A.

-Si le hay, contestó la señora con notable serenidad; por lo mismo necesito otro médico.

-Este, repuso el infante, antes os puso buena; y no hay razon para que ahora se desconfie de su ciencia.

-Os hablo de un confesor.

-En este caso, señora, dignaos vos designarle.

-Avisad al padre comendador de la Merced.

-La eleccion me parece muy acertada; pero bueno será que esperemos á mañana.

-Tambien á mí me parece bien. Mientras tanto podré prepararme.

Doña Leonor pidió entonces que la dejasen sola; y despues de largas horas que empleó en arreglar su conciencia, durmió todo lo que faltaba de la noche.

Al día siguiente, despues de recibir todos los consuelos y auxilios de nuestra santa religion, que le administró el mismo confesor que ella habia designado, pidió perdon al infante y á cuantos habia en el palacio que habitaba. Y habiendo la fiebre, que se habia manifestado la víspera, presentado un carácter maligno, entró al poco tiempo en la agonía. Su muerte fué resignada y tranquila. Hasta el último instante conservó el uso de sus sentidos; y el último ósculo que imprimió, fué en los pies de un crucifijo que el padre comendador de la Merced aplicaba á sus labios con frecuencia.

Hiciéronsele unas exequias cual lo requeria su elevada clase; y cumpliendo con lo que dejó dispuesto en su testamento, fué enterrada en el claustro principal de la Merced de Valladolid.

Don Enrique Manuel, que tantas pruebas habia dado de adhesion á la causa de su desgraciada sobrina, tampoco la pudo sobrevivir mucho tiempo, siguióla con presteza al sepulcro para no separarse jamás de ella.

Faltaba la encantadora Blanca, que sola se quedaba en medio de un mundo que ya habia pervertido en mejores dias su incauto corazon. Y para prevenir las asechanzas que aun podia emplear para esclavizarlo de nuevo, determinó encerrarse en el monasterio de San Felipe de la Penitencia. Aquí lloró dia y noche sus reprensibles amores con Nuño, y la parte que, aunque inocentemente, la cupiera en la muerte de don Juan Fernandez de Andeyro.

Al cumplirse un año despues de los sucesos que dejamos trazados en este capítulo, regresó á su convento de Valladolid el hermano del desventurado conde de Uren. Acababa, á costa de inmensos sacrificios, de conseguir la libertad y la vida para una porcion de infelices cautivos que gemian en las mazmorras de Granada; y al restituir á la sociedad tantos individuos que la fiereza de los hijos de Agar la arrebatára, solo contaba con la recompensa que en el cielo promete á los justos el divino Redentor. Ni un solo dia dejó de acordarse de la infortunada señora que tan prendada estuvo de su desgraciado hermano; y cuando se lo permitian las obligaciones de su orden, se acercaba al sepulcro y encomendaba á Dios el alma de la princesa, cuyos restos allí estaban encerrados.

Nosotros tambien visitamos en los primeros años de nuestra adolescencia este mismo sarcófago; y al considerar las desgracias de la princesa que en él yacía, poseidos de un sentimiento religioso, pronunciarnos de todo corazon: Requiescat in pace.




ArribaAbajoCapítulo XI

De como el rey de Castilla acabó de conocer el carácter de su enemigo.


Bajo tristes auspicios habia empezado el cerco de Lisboa. Las tropas españolas mandadas por don Diego Gomez Barroso, acababan de ser derrotadas por las que mandaba Nuño Alvarez Pereira en las inmediaciones de Badajoz: el conde don Alfonso se rebelaba por tercera vez, y se encastillaba en su villa de Gijon; y despues de la defeccion que ya conocen nuestros lectores del hermano de doña Leonor, un enemigo terrible que don Juan no pudo prever ni menos combatir, acababa de presentarse en los reales de Castilla. La peste, ese fiero azote conque Dios castiga á los mortales, arrebataba uno tras otro á los mas insignes guerreros que tantos dias de gloria dieran en otras ocasiones á la madre patria. No era el valor ni la pericia de las tropas portuguesas la causa de tantas desgracias; era sí la fortuna, que como dama caprichosa y cortesana, segun la brillante espresion del gran Cárlos V, habia desertado de nuestros reales.

El jóven rey de Castilla conoció entonces la imprudencia de los que le habian aconsejado que pusiese sitio á la rebelde ciudad que desconocia sus derechos; pero antes de resolverse á abandonar la empresa, quiso apurar todos los medios para conseguir su buen éxito. Un bloqueo en toda forma podia obligar á los defensores de la plaza á rendirse, y cuando menos, á presentarse fuera de los muros para hacer levantar el cerco, y conseguir de este modo la derrota de los partidarios del gran maestre. Pero tambien en esto salieron fallidos los cálculos del augusto hijo de don Enrique: los portugueses, temiendo siempre medir sus armas con los soldados de Castilla, solo se batian desde sus almenas, y todo lo esperaban del terrible auxiliar que continuamente diezmaba nuestros aguerridos tercios.

Parecíase entonces el campamento de Castilla á aquellos ejércitos de cruzados, que despues de haber con su valor asombrado al Oriente, venian á sucumbir ante los robustos muros de una fortaleza en que el odio y la desesperacion de los hijos del desierto, se habian en ella encastillado. Sí, Lisboa fué para nuestros guerreros lo que Jerusalen, Antioquía, Tolemaida y Damieta para los soldados de la cruz; y nosotros, al leer en la historia las desgracias de nuestro héroe, no hemos tituveado en compararle con el ilustre hijo de Blanca de Castilla.

Pero dejemos esta digresion para volver al asunto principal: veamos cuál es el último recurso que emplea el augusto hijo de don Enrique para arrebatar á su enemigo la victoria. Una mañana en que derrama su vista tristemente por el campo y cree descubrir en él un cementerio, llama á Juan de Ria, anciano de setenta años que, como embajador del rey de Francia, se encontraba en los reales, y le dice:

-Han muerto ya mis mejores defensores. El hierro enemigo, si bien es verdad que no pudo aniquilar á los primeros capitanes del ejército, la peste, con que no habíamos contado, arrebató en flor sus preciosas vidas. Don Pedro Fernandez, Ruy Gonzalez Mejía, ambos maestres de Santiago, Fernan Sanchez de Tovar, y Pero Fernandez de Velasco, en dónde estan? Qué se hizo tambien de Juan Martinez de Rojas, y de aquel valiente y decidido mariscal Pero Ruiz Sarmiento, y de su digno compañero Fernan Alvarez de Toledo? Ah! Todos han desaparecido de entre nosotros! Todos han sucumbido como buenos y leales, entre ese considerable número de soldados á quienes yo he prometido conducir á la victoria, y precipité ¡ay de mí! en el sepulcro!

El rey volvió á otra parte su rostro bañado en lágrimas; y despues de enjugárselas con prontitud como si se avergonzase de derramarlas delante del anciano, continuó:

-Es necesario por lo mismo, que cuanto antes tratemos de poner término á una situacion tan desesperada; porque si no lo hacemos así, este desgraciado cerco será el sepulcro de nuestros soldados...

-Bien decís, señor, repuso Juan de Ria: hace mucho tiempo que yo habia pensado aconsejar á V. A. que en vista de los inconvenientes que se presentaban para apoderarnos de Lisboa, nos retirásemos á Santaren; pero ahora que veo á V. A. decidido, huélgome de decirle que es la medida mas prudente que, atendido el estado de sus negocios, puede tomar.

-Qué es lo que decís? pregunta como asombrado el jóven príncipe. Habeis creido que yo trato de abandonar la conquista de esa ciudad sacrílega que asesina á los príncipes de la Iglesia é insulta á las viudas de los reyes? No; antes pereceré siguiendo al sepulcro á esos denodados campeones, cuya memoria lloramos, que yo deje sin castigo los desmanes de ese populacho que nos insulta desde sus elevados muros. Caiga sobre esos malvados la espada de mi justicia, y desaparezcan de la haz de la tierra confundidos con su crímen.

-Eso es muy bueno, señor, se atrevió el anciano á replicar; pero antes de que tal consigamos ya habremos dejado yermas las tierras de Castilla. Además, que V. A. acaba de decirme que es necesario poner término á una situacion tan desesperada; y en verdad que, si no levantamos el cerco, yo no encuentro medio razonable de hacer que cesen las desgracias y males que padecemos.

-Pues sí le hay, embajador, repuso algo mas sereno el rey.

-Confieso ingenuamente que no le veo, contestó el anciano encogiéndose de hombros.

-Voy por lo mismo á manifestároslo, porque conviene que no perdamos el tiempo tan lastimosamente. He acordado proponer un duelo al maestre de Avis.

-Cómo, señor?

-Sí; aguardad y oireis las condiciones con que debe verificarse: el vencido abandonará á su contrario la posesion del reino que se disputa, evitándose de este modo las calamidades que trae consigo una guerra tan larga. No os parece que este medio producirá mejores resultados que cuantos hemos empleado hasta el dia?

-Mucho lo dudo, señor; y si he de decir lo que siento, auguro muy mal si llega á llevarse á cabo.

-Por qué? Temeis acaso que el hijo de Enrique el de las Mercedes no sea capaz de batirse con buen éxito con el gran maestre?

-De vuestro valor jamás he dudado; pero mucho me temo que el usurpador cumpla las condiciones del combate. Suponed sino que este se verifica, y que salís de él completamente airoso: creeis que con esto habeis destruido todos los obstáculos que os oponen los descontentos para subir al trono de Portugal? Nada de eso. Despues de haber perdido vuestro prestigio por haberos batido con un bastardo, lo vereis defender con mas tenacidad que nunca sus preteudidos derechos. Y si esto os sucede saliendo vencedor, qué os sucederá si salís vencido? Por mi parte, señor, pido rendidamente al cielo que me quite la vida, antes de presenciar tamaña desgracia. Ver á un rey de Castilla abatido y humillado por un traidor que en nada tiene la fé de sus juramentos y el valor de los tratados, sería para cuantos se interesan por la gloria de V. A. un mal infinitamente mayor que la misma muerte.

Don Juan se convenció con este discurso del afecto que el embajador de Francia profesaba á su dinastía; pero por su desgracia no quiso persuadirse que le aconsejaba lo que mas convenia á los intereses de su corona. Firme en el propósito que formára de batirse con el que encerrado en el alcázar de Lisboa se titulaba ya rey, se contentó con responder á Juan de Ria, que antes de provocar á un duelo al gran maestre, lo miraria despacio.

Al dia siguiente anunció el rey de un modo irrevocable á todos los capitanes del ejército reunidos en su tienda su resolucion de batirse, bajo ciertas condiciones, con su principal enemigo. En vano el anciano embajador reprodujo sus razones anteriores para disuadirle de un empeño que tantos peligros ofrecia; en vano tambien los nobles y grandes que le rodeaban quisieron oponerse á una pretension tan nueva; porque creyendo siempre que si salia vencedor en la lucha, vencia tambien á la rebelion personificada en el maestre de Avis, cerró los oidos á todos sus consejos, y apartó sus ojos para no ver las lágrimas que en vista de su tenacidad se desprendian de los de doña Beatriz.

Encontrábase entre los nobles un jóven que por sus bellas cualidades acababa de obtener el título de rey de armas, y al divisarlo el de Castilla entre la multitud:

-Tú, Bermudo, le dijo, tú vas á ser mi embajador. Te presentarás al maestre de Avis, y le dirás de mi parte que mañana al rayar el dia le espero al frente de la plaza para romper una lanza con él. Dile que no es un mero pasatiempo el que le propongo, porque si no rehusa el batirse conmigo, tiene que sujetarse, en el caso en que quede vencido, a renunciar al reino que me disputa. Añádele que yo me obligo á lo mismo que de él exijo: que desde ahora declaro por ruin caballero al que no cumpla con las condiciones del combate; y que si quiere que este sea á muerte, por mi parte á todo estoy dispuesto.

-Señor!... gritaron todos los que se encontraban en aquella reunion, uno de nosotros se batirá por vos. Vuestra vida pertenece tambien á Castilla, y no dudamos que por su salud suspendereis ese reto.

-Cúmplase lo que ordeno, repuso el príncipe con noble y altivo continente.

Entonces el jóven heraldo, haciendo una profunda reverencia al rey, salió de su tienda para cumplir sus órdenes.

Acercábase la noche, cuando Bermudo, acompañado de dos soldados que montaban briosos caballos, llegaba al trote á las puertas de Lisboa. Uno de aquellos guerreros acababa de hacer señal con su clarin anunciando la embajada; y los ballesteros que defendian las almenas y muros de la plaza, dieron parte á sus gefes de la pretension de los castellanos. Presto fueron estos conducidos con las formalidades de estilo al real alcázar; y habiendo subido solo el rey de armas á la habitacion en que se encontraba el gran maestre, le manifestó en pocas, pero bien dichas palabras, los deseos de su soberano.

-Admito el reto, contestó el de Avis; pero quiero que mientras no se verifica, te quedes en mi corte como en prenda de que don Juan cumplirá su palabra. Tus compañeros pueden volverse al campo y anunciar á su amo mi resolucion.

El dia que siguió á la noche en que las anteriores palabras fueron pronunciadas, amaneció sumamente claro y apacible. Podíase decir que era una de esas mañanas de primavera que tan risueñas presentan las riberas del caudaloso Tajo, si no fuera por la guerra á muerte que entonces se hacian castellanos y portugueses. La ciudad enemiga lucía por entre las torres y almenas de que estaba coronada, sus plateados chapiteles y elevados campanarios. Y la niebla que empezaba á levantarse al rededor de la ciudad, dejando descubiertas las cúpulas de sus edificios, y las banderas de guerra que tremolaban en sus murallas, la comunicaban cierto mágico aspecto parecido al de una poblacion circuida de las aguas del mar.

El ejército de Castilla acababa de formarse en columna cerrada á bastante distancia de la plaza, no para combatir, sino para presenciar el combate de su rey. Y este príncipe, que ardia en deseos de medir sus fuerzas con el que era la causa de tantas desgracias, solo, con su armadura completa, y montado en el mejor caballo que tenia, salió entonces á situarse en una llanura que habia entre sus reales y la ciudad de Lisboa. Allí estuvo esperando á su competidor, aunque en vano, la mayor parte de la mañana. Su impaciencia era igual al valor que en las ocasiones mas críticas manifestára, y su indignacion por la tardanza del gran maestre no conocia límites. Aun creía que este personage cumpliria su palabra, aun se resignaba á esperarle hasta que llegase la noche, cuando un funesto acontecimiento vino á acabar de convencerle de la maldad de sus enemigos. En uno de aquellos momentos en que fijaba su vista en las puertas de la ciudad, á ver si veía salir por ellas al maestre de Avis, una máquina de guerra colocada sobre la parte mas avanzada de la plaza, arroja á sus pies la ensangrentada cabeza de su embajador. El rey se estremece; da un grito de horror que es repetido por el ejército, y esclama poseido del dolor mas acervo y de la mas justa indignacion:

-Inicuo príncipe! Tú que así tratás á los enviados de los reyes, debes temer su ira; y cuando su poder no alcance á castigar tus crímenes, no podrás eludir la venganza del cielo!

Al mismo tiempo que fueron proferidas las anteriores palabras, una jóven llamada Jimena, que salió corriendo de los reales, se acercó al rey de Castilla, y cogiendo en sus, manos la cabeza del desventurado embajador:

-Yo vengaré la muerte, dice, de mi amante, y las ofensas que a V. A. acaba de hacer el gran maestre.

Don Juan habló en secreto algunas palabras con aquella muger, que parecia enviada por la Providencia, y al punto se retiró adonde le esperaban sus tropas.

Jimena desapareció en el acto con el sangriento despojo que acababan de arrojar desde la infiel Lisboa, y las tropas castellanas empezaron desde este dia á retirarse unas á Santaren, y otras á Sevilla con el rey.