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ArribaAbajoIX.- Fiscal en el tribunal de Madrid (1798)

Enfermedad y convalecencia en Valladolid.- Jovellanos, ministro de Justicia.- La oda a Llaguno.- Meléndez, elegido árbitro por la Academia de Letras de Sevilla.- La capacidad de trabajo del Fiscal.- La resonante requisitoria en el asunto Castillo y la celebridad


Aunque tomó posesión de su plaza en octubre de 1797, tan sólo algunos días después de haber sido nombrado, el fiscal de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte545 entró realmente en funciones cuatro meses más tarde, en febrero de 1798546. El primer ataque de un mal que se manifestaría seguidamente en varias circunstancias cruciales de su vida, y que habría incluso de acelerar su fin, retiene al magistrado en Valladolid. Tras instalarse, escribe Navarrete, «volvió con licencia a Valladolid por unos días para arreglar sus asuntos domésticos y trasladar su casa a la Corte, y, por haberle acometido en este tiempo una fuerte reúma y por lo crudo del invierno no pudo hacer su viaje hasta principios de febrero de 1798 para volverse a su destino»547.

Ni la preparación de la mudanza, ni, más tarde, la enfermedad impidieron, no obstante, al poeta viajar, alternar con sus amigos y componer algunos poemas dignos de mención.

Hacia mediados del mes de noviembre, al enterarse con alegría de que Jovellanos ha sido nombrado ministro de Justicia, el nuevo fiscal va al encuentro de su querido Jovino, con quien se reúne en La Robla el 17; por León y Medina de Ríoseco llega el pequeño grupo a Valladolid y a casa del poeta, donde se apean el 19, a las doce y media de la noche. A pesar de lo avanzado de la hora y del frío, numerosas personas han venido a saludar al asturiano: Temes, Pereira, Ugena, los fieles de Batilo; Bolaños, Velarde el mayor, Floranes, quien le presenta un manuscrito de Horacio... Reina la alegría: María Andrea ofrece a los invitados una esmerada cena; se festeja a un tiempo al nuevo fiscal y al nuevo ministro, y entre los brindis, la dueña de la casa, ambiciosa esposa, sueña con el ministerio, al que no dejarán de llamar algún día a su «Monsiurito», y sonríe; «María Andrea, tan contenta», anota Jovellanos548.

Para entretener los ratos de ocio forzoso que le impone la enfermedad, contraída quizás durante el viaje a la Pola549, Meléndez vuelve a coger la lira y saca de ella algunos acordes.

Es entonces, en efecto, cuando compone la epístola VIII, Al excelentísimo Señor Don Gaspar Melchor de Jovellanos, en su feliz elevación al Ministerio, Universal de Gracia y Justicia550; expresa en ella su alegría desbordante por ver realizados sus deseos, el desagrado de Jovino al cargar sobre sus hombros este pesado yugo; describe sus lamentaciones y reticencias en el transcurso del viaje de la Pola a Valladolid551. Canta, en fin, todo el agradecimiento que siente hacia el «dulce amigo, mitad del alma mía» y, como en otro tiempo a Llaguno, traza al recién elegido todo un programa de reformas que tiene que emprender, más instructivo, sin duda, para nosotros que para el destinatario de la epístola: restaurar la justicia, proteger a los campesinos, remozar la enseñanza, etc. El ministro no tendrá que dejarse abatir por los «monstruos» que están ya agazapados en la sombra, dispuestos a asaltarle: la «impía calumnia» está con toda seguridad en primer plano, respaldada por la envidia, la sospecha, la ingratitud... A pesar de algunos versos cacofónicos (el quinto: «Jovino, ¡no!, si atónito habla ahora...»), no le falta grandeza a esta epístola, en la que se expresan con fuerza sentimientos nobles y sinceros.

No ocurre lo mismo con la oda A su Excelencia D. Eugenio Llaguno y Amírola, mi amigo, en su elevación al Consejo de Estado552. En primer lugar, encerraba cierta torpeza el celebrar por medio de un poema esta «elevación» de un ministro caído en semidesgracia; el decreto que anunciaba esta «promoción» no deja lugar a ninguna duda: el nombramiento en el Consejo de Estado equivalía para el secretario de Justicia a una jubilación honrosa: «He venido en exonerar de la Secretaría de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia a Dn. Eugenio de Llaguno, y de la del despacho de mi Real Hacienda al Marqués de las Hormazas, concediéndoles Plazas efectivas en el Supremo Consejo de Estado... y he nombrado para la primera de dichas secretarías a Dn. Gaspar de Jovellanos...»553.

Pero hay más. Cierto pasaje de la epístola VIII, que acabamos de analizar, no debió de parecerle muy agradable al ministro exonerado cuando tuvo conocimiento de ello. Batilo, al evocar de una manera completamente clásica la felicidad que esperaba a España bajo el ministerio del sabio asturiano, opone esta edad de oro al marasmo anterior, del que traza este cuadro poco halagüeño:


Cayó del mal el ominoso cetro,
Clama, y el brazo asolador, radiante
Se ostenta la verdad, si antes temblando
Ante el hinchado error enmudecía.
Fue, fue a sus ojos un atroz delito
Buscarla, amarla, en su beldad augusta
Embriagarse feliz, la infame tropa
Que insana la insultó, como ante el viento
Huye el vil polvo, se disipe, y llore
Su acabado favor; Jovino el mando
Tiene, los hijos de Minerva alienten554...



¿Se podía subrayar con más crueldad el fracaso de Llaguno, predecesor inmediato de Jovino en el ministerio de Justicia? Pero admitamos que el ministro depuesto no hubiese tenido conocimiento de la epístola a Jovellanos, que tomase por dinero efectivo las aduladoras palabras que se le dedicaban, que fingiese él también creer que gracias a su promoción al Consejo de Estado,


El siglo antiguo de Saturno torna...



u alegría se hubiera desvanecido pronto si hubiese podido ver el manuscrito original de la oda que se le dedicaba, según se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid. Esta obra se presenta como un texto definitivo, autógrafo, caligrafiado, deslucido, sin embargo, por tachaduras y correcciones precipitadas: la caligrafía cuidada es la de Batilo durante su época salmantina; las correcciones son claramente posteriores. En cuanto al título de la oda, fue meticulosamente «corregido» por el autor; la misma letra precipitada ha sustituido en él la dedicatoria a Llaguno. Hemos tenido la paciente curiosidad de descifrar las palabras tachadas; su texto es el siguiente: Oda al Sr. don Phelipe Ribero Valdés, mi amigo, en su promoción al Supremo Consejo de Castilla. Ahora bien, ¡este nombramiento es doce años anterior! Fue firmado el 3 de diciembre de 1785555.

Así, pues, Llaguno, alejado del ministerio, no merece, según estima el poeta, una larga epístola como la que le había dedicado tres años antes; a título de consuelo, se le dirige una oda de cuarenta y ocho versos, que de hecho no es sino un «invendido» rápidamente arreglado, destinado primitivamente a otro magistrado. Hemos apuntado entre las dos versiones del texto unas quince variantes, todas de poca entidad, de las que las más importantes afectan a la primera estrofa:


Ya de tus glorias pródiga la Fama
Canta, Ribero, los honores amplos
con que propicia te decora Themis
       Méritamente556.



Hacia la época en que escribía o retocaba estos poemas, Meléndez recibió desde Sevilla una carta que halagó su vanidad, ya que constituía el reconocimiento, tácito y explícito a la vez, de su renombre literario557. La Academia particular de Letras y Humanidades, fundada en Sevilla por Reinoso y Roldán en 1793, organizó grandes concursos, cuyo eco resonó hasta en la capital de las Españas. Los organizadores del segundo «Certamen magno» habían propuesto los dos temas siguientes: Para poesía: «La inocencia perdida, canto en 80 octavas..., en que se describía la caída de los primeros padres». Para prosa: un «Discurso sobre si conviene restablecer en nuestros días el método creado por los Santos Padres en la Oratoria sagrada».

La fecha de entrega de los manuscritos, fijada primitivamente en 1797, se prolongó durante un año, al no haberse presentado ningún candidato, en el plazo establecido. Mientras tanto, Forner, nombrado juez por los académicos, había muerto; hubo que sustituirle. A propuesta de Reinoso, se acordó sondear a Meléndez, sobre quien la edición de Valladolid acababa de atraer de nuevo la atención del público:

«La imagen de una junta de jóvenes aplicados, que atraídos de su glorioso nombre se encaminan a V. S. como a Juez de sus pacíficas contiendas, ha de halagar su dócil y bondadoso corazón. ¡Ah! cuando la justa posteridad diga: el señor Don Juan Meléndez Valdés fue restaurador del buen gusto en España después de casi dos siglos de corrupción, alguna voz añadirá: no sólo dio en sus obras modelos que imitar a la Nación, sino que se complacía en dirigir con sus avisos y formar el talento de los jóvenes558 en el estudio de las Humanidades; y las juntas literarias de éstos le buscaban aun desde los fines del Reino para que censurase sus escritos»559.



Juretschke opina que Meléndez, satisfecho, con toda seguridad, por este homenaje, se encontró muy apurado al tener que juzgar a desconocidos; «mandó recado afirmativo, en lugar de contestar por escrito; y a todas luces no se apresuró a cumplir su palabra»560. En realidad, es probable que las necesidades de su cargo y después el exilio que le forzó al silencio le obligasen a declinar esta delicada misión de confianza. Tras haber solicitado la intervención de la Academia de la Lengua, la cual rehusó, los sevillanos juzgaron por sí mismos el valor de sus composiciones.

Sea lo que fuere, la tentativa de los amigos de Reinoso demuestra que Batilo, tras la publicación de su edición de 1797, era para sus compatriotas la máxima autoridad nacional en materia de poesía. Pero, ¡ay!, la hora de abandonar la agradable compañía de las Musas iba a sonar pronto.

En efecto, a principios de febrero, Meléndez llega a Madrid y, con un ardor que asombra a los que le rodean, se pone a trabajar. Gracias a las confidencias hechas por María Andrea al primer biógrafo de su esposo podemos tener una idea bastante exacta de los «trabajos y los días» del fiscal en Madrid:

«Inmediatamente empezó a desempeñar sus obligaciones: su antecesor D. Josef Álvarez Baragaña era ya de bastante edad y enfermo, y por esto tenía atrasadísimo el despacho de los asuntos fiscales. Meléndez trabajó con mucho afán y asiduidad para dejarlos corrientes, y como todo lo hacía por sí, decía su agente fiscal D. Ángel Barderas que no había visto hombre como él, que nada le dejaba hacer ni le mandaba cosa alguna. Su escribiente D. N. Pastor decía lo mismo, viéndolo trabajar día y noche. En el silencio de ésta hallaba él mayor desahogo y comodidad. «La quietud de la noche (decía) es buena para trabajar». Después de haber trabajado toda la mañana iba a las dos y media a saludar a su tierno y fino amigo el Sr. Jovellanos (entonces Ministro de Gracia y Justicia), volvía a su casa, comía, reposaba media hora, se retiraba a leer, despachar y trabajar en su estudio, volvía por la noche otra media hora a ver al Sr. Jovellanos, y después hasta la cena de la noche, se encerraba a trabajar en su estudio. En el corto tiempo que fue Fiscal, se ofrecieron causas graves de varias clases, y sus respuestas fiscales que tal vez verá el público son un testimonio de su juicio, instrucción y laboriosidad»561.



Al comparar este pasaje con la Noticia de Quintana se observará cómo éste, eludiendo todo detalle anecdótico, conserva la trama de la descripción y hasta las frases de Navarrete562.

Este entusiasmo de Meléndez por el trabajo no es un hecho nuevo; los biógrafos lo destacan ya en el juez criminal de Zaragoza o en el oidor de Valladolid. De su actividad en Aragón no poseemos ninguna prueba tangible; de la que desarrolló en Castilla son testimonios incompletos el expediente de los hospitales de Ávila y el dictamen sobre los mayorazgos, mientras que el período madrileño de su vida nos es más conocido, ya que tenemos la suerte de poseer las intervenciones más importantes de Meléndez ante la Sala. Aunque el fiscal no ejerció más que durante unos meses -«en el corto tiempo que fue Fiscal», dice Navarrete-, las contestaciones, dictámenes o discursos constituyen lo más importante del volumen de Discursos Forenses publicado en 1821, ocupando 200 de las 300 páginas.

Las siete obras que llenan estas 200 páginas están todas fechadas o son fácilmente fechables; se reparten con bastante regularidad entre los siete meses durante los cuales Meléndez desempeñó efectivamente su cargo; y la variedad de los temas abordados demuestra suficientemente la diversidad de los conocimientos que debía de poseer el fiscal.

  • 28 de marzo de 1798. Requisitoria contra los asesinos de Francisco Castillo (muerto por su mujer, María Vicenta Mendieta, y el amante de ésta, Santiago de San Juan)563.
  • 23 de abril de 1798. Requisitoria contra Marcelo J[orge], asesino de su mujer, María G[arrido].
  • 21 de mayo de 1798. Requisitoria contra un padre y su hija acusados de relaciones incestuosas.
  • 14 de junio de 1798. Requisitoria contra Manuel C[arpintero], que robó ciertas joyas a la imagen de Nuestra Señora de la Almudena.
  • 27 de julio de 1798. Requisitoria contra un ladrón de ganado, Basilio C[asado].
    • Siguen dos obras sin fecha en la edición de los Discursos de 1821, pero que se pueden situar en el tiempo.
  • 10 de junio de 1798. Discurso sobre la necesidad de prohibir la impresión y venta... de los romances vulgares (al menos bajo su forma primitiva de informe presentado aquel día al tribunal por Meléndez)564.
  • Después de Pascua de 1798 (a fines de abril o mayo). Dictamen fiscal sobre ciertos «alborotos y corridas con ocasión de unas basquiñas moradas».

A pesar de las inevitables diferencias de fondo, estos discursos se inspiran en los mismos principios: el autor no se limita a defender la sociedad exigiendo una aplicación inexorable y sistemática de las leyes existentes. Trata de comprender al culpable, admite las circunstancias atenuantes; quiere, si no justificar, al menos explicar la conducta del inculpado; y, más de una vez, le ocurre que, al admitir la falta, hace responsable de parte de ella a la sociedad, a sus costumbres y a su organización. Por ejemplo, se levanta contra la práctica abusiva de las procesiones en las que el fervor, la fe auténtica, que han de ser interiores, quedan defraudadas, pero en las que la superstición, la ostentación, los desórdenes y hasta el vicio campan por sus respetos; y, al igual que el padre Isla, fustiga estas manifestaciones de piedad que favorecen escandalosamente la inmoralidad.

Si en el caso de Manuel Carpintero, que robó las joyas de la Virgen, Meléndez no pide la indulgencia del tribunal, es porque un análisis detallado del expediente le hace ver en el culpable mentiras reiteradas y premeditación; y también porque la corrupción de las costumbres, tanto en las provincias como en la capital, exige un castigo ejemplar. Pero, al mismo tiempo, el fiscal procesa también a las leyes; no aprueba, de manera general, que la misma pena, la de muerte, recaiga sobre el asesino, el autor de un robo con fractura, el de golpes y heridas y el autor de un robo leve, incluso si se cometió en una iglesia.

En una palabra, Meléndez examina, con mirada crítica, no sólo la confesión del inculpado y la defensa de los abogados, sino también las leyes que está encargado de aplicar; subraya sus defectos, que provienen de su «respetable antigüedad», causa de su inadecuación para la sociedad contemporánea; y a menudo, implícita -e incluso explícitamente- sugiere o propone una refundición de la legislación española. Esta actitud crítica es la de un filósofo: la noción de relatividad de las leyes le es familiar; a veces incluso se refiere a ella abiertamente565. No sin razón se le acusó de haber frecuentado a Montesquieu y de «hablar como quien había leído libros prohibidos».

No podemos analizar en detalle todos los Discursos forenses; nos limitaremos a resumir las condiciones en las que fue escrita la primera de estas requisitorias, la más célebre también: la que pronunció en el resonante proceso Castillo.

Las copias de esta «Acusación Fiscal», a menudo defectuosas, son muy numerosas566. El asesinato había causado gran sensación y el público seguía el asunto apasionadamente. «Las infinitas gentes que no pudieron concurrir a la vista de aquella causa de tanta expectación para Madrid solicitaban con ansia la lectura de esta acusación, con cuyo motivo corrió por toda la corte, y aun por las provincias, y se sacaron muchas copias, que, a proporción que se repetían, salían con más defectos y errores»567.

Y, sin embargo, el fiscal se encontró colocado en circunstancias harto desfavorables: no tuvo más que cuarenta y ocho horas para ponerse al corriente del expediente y formular su acusación. Esta premura, que no compromete en nada la ecuanimidad ni la mesura de las conclusiones, nos garantiza que la requisitoria traduce, sin alteración, la idea original, las reacciones espontáneas del fiscal.

Analiza con penetración admirable las confesiones de los culpables, subraya la premeditación, reduce a la nada las conclusiones de la defensa, apoyándose no sólo en la más sólida erudición, sino también en el sentido común, en los sentimientos más profundos y más comunes a la humanidad; aunque «llorando hoy compadecido sobre el delito y los infelices delincuentes», reclama el castigo supremo, en nombre de la ejemplaridad de la pena, para contener los vicios de la época, de los que traza un vigoroso cuadro que recuerda en más de un detalle la Despedida del Anciano568.

«Los grandes atentados exigen muy crudos escarmientos: éste, Señores, es el más grave que pudo cometerse. En esta perversión y abandono brutal de las costumbres públicas; en esta funesta disolución de los lazos sociales; en esta inmoralidad que por todas partes cunde y se propaga con la rapidez de la peste; en este fatal egoísmo, causa de tantos males; en este olvido de todos los deberes; cuando se hace escarnio del nudo conyugal; cuando el torpe adulterio y el corrompido celibato van por todas partes descarados y como en triunfo apartando a los hombres de su vocación universal, y proclamando altamente el vicio y la estéril disolución; en estos tiempos desastrados; este lujo devastador que marcha rodeado de los desórdenes más feos; estos matrimonios que por todas partes se ven indiferentes o de hielo, por no decir más; un delito contra esta santa unión exige toda vuestra severidad; un delito tan horroroso la merece más particularmente; y esas ropas acuchilladas -que recuerdan su infeliz dueño; esa sangre inocente en que las veis teñidas y empapadas, clamándoos por su justa venganza; la virtud que os las presenta cubierta de luto y desolada; ese pueblo que tenéis delante, conmovido y colgado de vuestra decisión; el rumor público que ha llevado este negro atentado hasta las naciones extrañas; la patria consternada, que llora a un hijo suyo malogrado, y hundidas en él mil altas esperanzas; el Dios de la justicia que os mira desde alto, y os pedirá algún día estrechísima cuenta del adúltero y del parricida; vuestra misma seguridad comprometida y vacilante sin un ejemplar castigo; todo, Señores, os grita, todo clama, todo exige de vosotros la sangre impía de estos alevosos. Fulminad sobre sus culpables cabezas en nombre de la ley la solemne pena por ella establecida; y paguen con sus vidas, paguen al instante la vida que arrancaran con tan inaudita atrocidad. Sean ejemplo memorable a los malvados, y alienten y reposen en adelante la inerme inocencia y la virtud, estando vosotros para velar sobre ellas, o a lo menos vengarlas»569.



A pesar de su falta de experiencia, por esta requisitoria redactada con precipitación, pero elocuente y sólida, pronunciada con ocasión de un proceso resonante, el fiscal alcanzó de golpe la, notoriedad, incluso la celebridad.

El interés, el entusiasmo suscitados por este primer discurso de Meléndez no se habían calmado aún, cuando el magistrado, brutalmente, sin explicación, en pleno éxito, se vio alejado de su cargo: seis meses exactos después de la requisitoria contra los asesinos de Castillo, Batilo rodaba por la ruta del exilio, un exilio que duraría diez años570.




ArribaAbajoX.- El filósofo en el destierro Medina del Campo, Zamora, Salamanca (1798-1808)

La sociedad del poeta desterrado en Medina.- Su existencia tranquila y ordenada.- La beneficencia.- La estima general.- Tenebrosas maquinaciones de la malevolencia.- Las interioridades de un proceso todavía mal conocido.- La reacción del inculpado.- Papel equívoco de Godoy.- La epístola IX, a don Plácido Ugena.- El destierro aceptado: instalación en Zamora y Salamanca.- Humanidad y caridad bien ordenada.- Las lecturas.- La traducción de la «Eneida», la «Mendiguez», la «Creación del Mundo»


El 27 de agosto de 1798 se comunicó a Meléndez, sin previo aviso, «Real Orden para que en el término de veinte y cuatro horas saliese de Madrid y se dirigiese en derechura a Medina del Campo, donde debería esperar las órdenes de S. M».571. No cabe la menor duda de que esta desgracia injustificada estaba relacionada directamente con la caída de Jovellanos572.

Se sometió el fiscal con el mayor desconcierto: «En cumplimiento de esta orden salió inmediatamente de Madrid, llegó a Medina, fue a apearse a casa del Corregidor a ver las órdenes que tenía; manifestole éste que no había recibido orden alguna, se fue a su alojamiento con la incomodidad que se le seguía de esta detención e incertidumbre. Pasados unos días recibió una Real Orden expedida el 6 de octubre del mismo año en la cual se le encargaba la averiguación del estado que tenía el cuartel que se estaba haciendo en Medina, del Campo de los fondos de la villa»573.

Este encargo era como un modesto desagravio que los amigos del poeta habían arrancado al poder574. Bajo un aspecto honorable, disimulaba mal la desgracia del fiscal. Pero le dejaba no pocos momentos de ocio, que pudo consagrar a sus dos ocupaciones preferidas: la lectura y el trato con sus amigos. En dos años y medio -septiembre de 1798-abril de 1801- Meléndez trabó en Medina numerosas relaciones.

Al principio de su estancia debió de gozar de gran libertad para ir a casa de unos y otros, y participar en las tertulias, ya que no parece que su mujer se reuniera con él inmediatamente. En todo caso, se atestigua la presencia en Madrid de doña María Andrea el 19 de enero, 19 de febrero y quizás el 4 de mayo de 1799575; y el 13 del mismo mes, Antonio de Coca, escribía a su prima: «Me alegro mucho haya llegado con felicidad a Medina a hacer la visita al primo; ¡poco se habrá alegrado!»576

Entre las personas que frecuenta Meléndez hay gentes de toda edad, desde los veinticuatro a los setenta años; varios son sacerdotes, canónigos de la colegial o prebendados de algunas iglesias locales; en cuanto a los laicos, los más notables son el administrador de Correos, don Lucas Escribano; el médico militar que dirigía el Hospital general, don Manuel Correa; el administrador de las Rentas reales, don Manuel Flores; un licenciado en Derecho, don Jerónimo Escribano y Montoya, abogado de los Consejos reales, y un joven noble, don María Álvaro de Ulloa, «conde de Adanero, marqués de Castroserna, vizconde de Ventosella», etc.577 Hay que añadir en esta lista a los familiares del poeta, Mariano Lucas Garrido, que, desde esta época, vive en su casa, sin duda como secretario, y, temporalmente al menos, don Benito de la Riva, vecino de Babilafuente, su sobrino, teniente por entonces de las milicias, de guarnición en Medina o en visita en casa de su tío.

Gracias al testimonio de estas personas honorables podemos reconstituir con precisión la vida del fiscal desterrado; esta vida no podía ser más ordenada ni más digna, pues es un hecho público y constante «la ajustada y buena conducta que en esta villa observó el señor don Juan Meléndez Valdés, portándose y conduciéndose en todo como es debido a una persona pública de su estado y carácter, dando ejemplo de moderación, urbanidad y buena política, con la cual correspondía afablemente con todos los vecinos de esta villa que le visitaron y trataron»578.

Consagraba el desterrado la mayor parte de su tiempo a la lectura y a los estudios: «Estaba violento fuera de su casa y de sus amados libros, que era su ocupación favorita y sin alguno de los cuales no se iba en el bolsillo»579.

Esta afirmación se confirma con las cuentas del poeta: entre 1799 y 1802 se encuentran mencionadas diversas compras de libros en diferentes librerías de Madrid, las de Facundo Ramos, Manuel Barco, Francisco Javier Pillo, Domingo Alonso Uno; las facturas se elevan a 770 y 518 reales durante el año de 1800 y a 2000 reales durante 1802. Desgraciadamente, estas cuentas no se acompañan con la indicación de los títulos adquiridos por Meléndez y no podemos hacernos una idea, como durante el período salmantino de su vida, de las cuestiones alrededor de las cuales gravitaban sus preocupaciones del momento580.

«Su trato afable, urbano, comedido y muy ameno, como que sabía mezclar en él, cuando venía el caso, algunos de los muchos conocimientos que poseía, habiendo tenido el gusto el que declara [el médico don Manuel Correa] de pasar algunos ratos con dicho señor, hablando sobre mi facultad, sobre el estado en que se hallaba ésta al presente, progresos que hacía con las ciencias auxiliares, en que tanto se había adelantado...»581.

Con otros, el diálogo versaba sobre temas científicos, sobre cuestiones relativas a la moral o a la legislación, y siempre los interlocutores experimentaban un vivo placer al comprobar sus «principios puros y lo tenían mayor en verlos practicar exactamente»582. Otras veces, la conversación «era de asuntos indiferentes, o bien de las guerras que en todo este tiempo han asolado la Europa, o bien de las noticias particulares del país, y en los paseos y veces que el testigo acompañó al señor Meléndez con otros caballeros y eclesiásticos de este pueblo, regularmente era el asunto de sus conversaciones las humanidades latinas y castellanas, y el testigo y demás señores se aprovechaban de los superiores conocimientos del señor Meléndez en este ramo de literatura, corrigiendo este señor los juicios errados que acaso se hacían sobre las bellezas y defectos de algunos poetas y prosadores de uno y otro idioma»583. Tales debían de ser también las cuestiones tratadas en la tertulia del corregidor, de la que Meléndez era un asiduo584.

La monotonía de esta vida estudiosa y bien ordenada se rompía a veces con visitas, esperadas o imprevistas, que el poeta recibía: «Unos venían a saludarle para reanudar los vínculos de amistad o de antiguas relaciones; otros para tener el placer de conocerle personalmente, para ofrecer sus servicios a un hombre cuyas obras literarias les habían hecho concebir una opinión muy favorable, y era imposible que el Sr. Meléndez, dada su urbanidad y educación, no los recibiese con alguna muestra de atención y no correspondiese a sus cortesías...» Don Lucas Escribano recuerda haber encontrado algunas veces, con ocasión de una comida, a algunos visitantes -laicos y clérigos- de la villa de Nava del Rey, y entre ellos al prebendado don Francisco Francos, un viejo amigo que Meléndez había conocido en Salamanca: «a Don Benito Herrera, de El Carpio, que por sus negocios en este mercado viene con frecuencia y al cual tenía y tiene encargado el cuidado de la administración de ciertas tierras que en aquellas cercanías tiene, lo que consta a el testigo muy bien; a un Padre Capuchino de Rueda, con quien comió el testigo también alguna vez; al corregidor de Madrigal le parece fueron tres veces, una con el Padre Maestro Alba, agustino calzado; al señor don Mariano Alonso, oidor de Valladolid, y otros varios sujetos de distinción; mas como la estancia de los tales sujetos era poca o ninguna, puede asegurar el testigo, como lo asegura, que no se hacía otra cosa que visitar, pasear, obsequiarlos en aquel corto rato, como se hace con todos los forasteros, y más siendo personas de forma, como eran todas ellas»585.

La cortesía -cualidad que todos reconocen unánimes al poeta- exigía que éste devolviera las visitas. Esta obligación, algunas ceremonias o distracciones, explican las breves escapadas (seis u ocho en total) que hizo a las ciudades o pueblos vecinos.

Invitado por el corregidor Quintana, que le envía su berlina, se desplaza a Madrigal con su sobrino y pasa allí tres o cuatro días586; en Nava del Rey lo recibe en su casa el cura Francos; se adelanta a su mujer en Arévalo, acompañándola seguidamente a Madrigal, con el fin de asistir con ella a las ceremonias del capítulo provincial de los Agustinos y de hacer una visita al Maestro Alba587. Si va a El Carpio, es efectivamente para, ver a Herrera, pero también para tomar parte «en la cacería que se organiza tradicionalmente el Sábado Santo». Todas estas salidas se hacían en grupo, de manera que Meléndez estaba siempre acompañado por varios amigos de Medina.

Estas personas, que solían alternar con él, elogiaban a porfía sus cualidades morales: «No había persona que le viese una sola vez que no quedase prendada de su persona588. Su afabilidad, buen trato y práctica de las virtudes morales y cristianas le mereció la veneración y buen afecto de todo el pueblo; siempre que se ha suscitado la conversación ha oído a todos, indistintamente, prorrumpir en elogios y alabanzas»589. Finalmente, don Jerónimo Montoya, que se precia de conocerlo muy bien a causa de la estrecha amistad con la que Meléndez le distinguió desde su llegada y por las múltiples horas que pasó en su compañía, pondera «su candor, probidad y verdadero christianismo... Un sujeto de tan bellas dotes necesariamente había de ser amado de cuantos le trataban»590.

Si hay un punto que nunca se deja de resaltar, es su bondad, su espíritu caritativo; del cual «el exilado dio pruebas públicas que nadie podrá eximirse de confesar»591. Tras haber recordado las cualidades que ya conocemos, dulzura, afabilidad, moderación, cultura, don Lucas Escribano insiste sobre su buen corazón, que le empujaba a prestar servicios cada vez que podía. Su compasión por los desgraciados era inagotable, como lo pueden atestiguar los que le veían alimentar a los convalecientes necesitados hasta su total restablecimiento; como su casa era demasiado pequeña, había alquilado una habitación donde albergarlos; recomendaba a otros desheredados, al administrador del hospital general, don Antonio Garrido, sacerdote y beneficiado de la parroquia del Arcángel San Miguel, para que no pusiera ninguna dificultad en recibirlos; y los enviaba él mismo cuando estaban muy enfermos. «El testigo fue llamado por el mismo señor Meléndez varias veces, con motivo de la inmediata vecindad, para pulsearles a la hora de comer, y ver cómo estaban, y al médico don Manuel Correa le ha visto también encargárselos y hacerlo cuando se hallaba allí»592. Su conducta estuvo, pues, «en un todo conforme a la moral evangélica, que tanto nos recomienda el amor del próximo y la caridad con los pobres»593. Observaba este precepto «tanto por las limosnas que repartía quanto por los alivios que procuraba a los que le buscaban para ser socorridos»594. Y el médico de la villa encarece, puntualizando que se ocupaba del régimen que tenían que seguir sus protegidos: «informándose por menor del estado de su salud y pidiendo a el testigo los pulsease y viese cuando se hallaban allí para hacerles observar el método conveniente para la convalescencia y persuadiéndoselo a ellos el mismo señor y encargándoselo con la mayor dulzura y humanidad»595.

Igualmente elogiosa es la opinión de don Agustín Rodríguez Campos, sacerdote experimentado -tiene setenta años, poco más o menos-, que dirige la parroquia en que Meléndez ha fijado su domicilio (Santa María del Castillo): «Su porte y conducta fue siempre arreglada y cristiana, pues que cumplió con el precepto e hizo otros muchísimos actos de religión y cristiandad, sin que notase el testigo ni haya oído cosa alguna que desdiga a el porte y carácter de su persona... No se le conoce amistad ni asociación sospechosa»596.

Antes de tener conocimiento de estos juicios unánimemente favorables, Batilo tuvo la satisfacción de escuchar una voz autorizada que se elevó públicamente, en un valiente discurso, para tomar su defensa y la de sus amigos proscritos como él. Esta voz era la de su antiguo discípulo de Salamanca, que seguía siendo su amigo: Nicasio Alvarez Cienfuegos. El 20 de octubre de 1799 pronunció su discurso de recepción en la Academia Española. Exclamaba: «Si la pobreza os aflige, si la envidia os muerde, si la calumnia os aherroja en los calabozos de la ignominia, pensad que allí mismo, a vuestro lado, está la Gloria tejiendo las coronas inmortales con que los venideros, repitiendo vuestros nombres y bañando sus mejillas con las lágrimas del agradecimiento, ceñirán solemnemente vuestras sienes victoriosas. El testimonio de vuestra conciencia os defiende; los hombres de bien de todos los siglos y naciones os aplauden y os aman; y la posteridad, contemplando ansiosamente los lugares que hoy son teatro de vuestro dolor y de vuestras persecuciones, los convertirá en templos que eternicen la memoria de vuestra beneficencia. Así fue que por la senda espinosa de la calumnia, de la indiferencia y del desprecio de un siglo ingrato, Cervantes, el gran Cervantes, osó trepar a la cumbre de la gloria, arrebatando la admiración, el respeto y el amor de toda la tierra y de todos los tiempos»597.

Estas palabras valientes, comparables a las escritas en otro tiempo por Batilo en favor de Jovellanos598, debieron servir de gran consuelo al proscrito; es agradable encontrar en la adversidad a alguien que os defienda,


...la clemente mano
Tendiendo, do apoyarse, al triste amigo»599 .


Pese a su alejamiento de la corte y a la inactividad a que se le condenó, Meléndez conoció entonces dos años y medio de tregua, y probablemente incluso de tranquila felicidad. Encontró de nuevo el ocio, del cual le había privado la magistratura, y esto sin perjuicio para su bolsa, ya que la comisión que había servido como pretexto para alejarlo de la corte le permitía cobrar íntegramente su sueldo de fiscal. Por otra parte, no eran éstas las únicas rentas que percibía; desde 1795 al menos, las tierras que doña María había recibido de su padre reportaban a los esposos algunos miles de reales. Meléndez aprovecha su retiro forzoso para poner en orden todos sus negocios; en primer lugar, tiene que liquidar los de Madrid, que quedaron pendientes por su marcha precipitada; María Andrea, que se había quedado sola600, no pudo ocuparse de todo. Le quedan por resolver al poeta «varios negocios y dependencias en la Villa y Corte de Madrid, que necesitan una persona de toda su confianza». Y como don Bernardo González presenta las garantías deseables, debido a la íntima amistad que los une, Meléndez «le confiere sus poderes generales quan amplios y cumplidos pueden en derecho conferirse, para que en su nombre y representando su propia persona, administre y disponga de todos los bienes, intereses y negocios, cobre sus sueldos, etc.»601 Estos poderes, que se encuentran al principio de las cuentas con don Bernardo, conservadas en la Biblioteca Nacional de Madrid, nos han aclarado algunos puntos oscuros de la vida del poeta602.

A continuación se ocupa de sus propiedades. Con sus granjeros tiene Meléndez grandes dificultades. Había arrendado varias tierras situadas en el término de Miraflores a algunos agricultores «y siéndole en deber algunas cantidades de trigo y dinero, así la renta del presente año, como de atrasos anteriores, habiendo sido avisados repetidas veces, por Dn. Benito Herrera, vecino de la villa del Carpio, a quien el Sr. otorgante tiene dados sus poderes para el cobro y administración de dichas rentas afín de que biniesen a satisfacérselas, sin que hasta ahora lo hayan executado a pesar de los muchos favores que el Sr. otorgante les tiene hechos hasta aquí en esperarlos continuamente a que hagan sus pagos, quando menos graboso les ha sido, viendo que en el día se niegan a todos los avisos y recombenciones del citado Dn. Benito Herrera para eludirse, si es posible, de su obligación», el dueño da a su gerente un poder especial que le permite iniciar una acción judicial y obligar a los recalcitrantes a que paguen las sumas o a efectuar los depósitos en especies que deben y de los que se les dará recibo603.

*  *  *

Pero bien pronto estas pequeñas cuestiones de intereses iban a parecer irrisorias al fiscal. La fortuna, o más bien la maldad de un hombre, le preparaba, mientras que él no buscaba sino el «silencio y el olvido», un golpe aún mucho más duro del que va le había herido. El 3 de diciembre de 1800 se jubilaba a Meléndez de oficio; ya no percibiría más que la mitad de su sueldo y se le asignaba Zamora como residencia.

Quintana, siempre discreto, anota que estas medidas fueron prescritas por un individuo poderoso y maléfico, cuyo nombre calla. «Uno de aquellos hombres que, ejercitándose toda su vida en obras de villanía y perversidad, no logran subir al poder sino por el escalón de la infamia; de aquellos para quienes la libertad, el honor y aun la vida de los otros, lo justo y lo injusto, lo profano y lo sagrado, todo es un juego, y todo les sirve como de instrumentos a su codicia, a su ambición, a su libertinaje o su malicia, proyectó consumar la ruina de Meléndez para hacer este obsequio a la Corte, con quien le suponía en guerra abierta, y ganarse las albricias de la destrucción de un personaje desgraciado»604.

Aunque el biógrafo de Meléndez no pone nombre a este retrato, se puede identificar al original por comparación. Godoy, en sus Memorias, hace el boceto de un retrato similar: «Aquel raposo, nuevo agente de perdición contra todo lo bueno, que jamás en su vida concibió en su corazón un solo sentimiento generoso. El portillo que él buscó para su entrada fue uno de aquellos que, para tormento de los reyes, no se cierran nunca enteramente en los palacios: el portillo del espionaje, el torno de los chismes, el zaguanete de la escucha»605.

Este hombre pérfido es Caballero, a quien Godoy acusa expresamente de haber causado la caída de Jovellanos y el destierro de su amigo: «Su primera hazaña fue lanzar al Ministro Jovellanos del lugar donde yo le había traído y logrado colocarle. En 24 de agosto de 1798, es decir, a los cinco meses no cabales después de mi retiro, Jovellanos fue separado del Gobierno. ¿Quién lo reemplazó en su Ministerio? D. José Antonio Caballero»606. No creemos, al igual que don Carlos Seco Serrano, que sea sospechoso en este punto el testimonio del príncipe de la Paz607. Al defenderse de haber tenido la menor parte en la desgracia del ministro asturiano, porque entonces no tenía él «ningún poder, ninguna influencia», Godoy continúa: «Su segunda hazaña fue botar al noble amigo de Jovellanos, al benemérito Meléndez, de su plaza de fiscal de la sala de alcaldes, donde yo le había puesto. Su maña y su destreza, de que tanto se alaba, fue encargarle comisiones lejos de la corriente, una de ellas más que comisión, red tendida infamemente para envolverle y arruinarle608. La virtud de Meléndez esquivó aquellos lazos, pero Caballero, que, seguro de perderle, le había nombrado un sustituto en la sala de alcaldes, don Francisco López Lisperguer609 concluyó por jubilarle con la mitad del sueldo, sin ningún motivo ni pretexto; de poder absoluto610. La comisión de Meléndez en Medina está efectivamente firmada por Caballero. Pero lo que confirma la identidad del perseguidor de nuestro poeta es la maniobra en dos tiempos: confina a Jovellanos en Asturias, y dos años después lo envía prisionero a Mallorca; Meléndez, desterrado en un principio a Medina, es enviado a Zamora en residencia vigilada, a la vez, pues, se le implica en un tenebroso proceso:

«Aquellos que escapaban a la acción directa y funesta de Caballero, aquellos a que no podía destruir con su propia mano, procuraba alcanzarlos de otro modo. El santo oficio, cuyo celo atizaba, se puso a trabajar fraguando todos los procesos que estallaron cuando se había restablecido la calma»611.


El golpe fue duro para el poeta, quien pensaba haber desarmado la calumnia en el silencio de su retiro; fue tanto más duro, cuanto que su salud vacilaba612. Atacado por un ántrax en el cuello, que le molestó durante todo el año de 1800, sólo se curó para ser víctima de una fiebre terciana, particularmente pertinaz, en agosto. Al anuncio del nuevo ataque de sus enemigos, Meléndez, naturalmente sensible, y, además, apenas convaleciente, tuvo una recaída. Su médico, don Manuel Correa, expidió un certificado atestiguando que, vista la gravedad de su mal, no podía en lo más crudo del invierno emprender el viaje a Zamora613.

Por su parte, el poeta dirige un memorial al rey, en el cual, después de recordar las etapas de su carrera universitaria, literaria y jurídica, los servicios que había prestado en la magistratura (sacrificando a instancia de sus amigos su tranquilidad ante el interés de la nación), evoca la reciente edición de sus poesías, que ha contribuido a la gloria de su país. Pero sobre todo saca argumento de una grave contradicción: el soberano ha proclamado que no quiere que se destituya a los buenos servidores del Estado. «Pues bien, él, Magistrado benemérito, se le separa de su cargo a la edad de 43 años, es decir, cuando más útil puede ser y tiene ya adquirido todo el caudal de ciencia y experiencia necesario» en los cargos a que se le puede destinar614. Finalmente, ha gastado todo su patrimonio y el de su desgraciada esposa en el servicio del rey: méritos todos estos para que el monarca «alzándole su inesperada jubilación se digne volverle a su servicio». Y sugiere, no sin desenfado, algunos puestos o cargos, a los que no rehusaría ser nombrado: procurador supernumerario o ministro del Consejo real (justamente observa hay dos plazas de consejero vacantes), ministro de otro Consejo o regente de la Chancillería de Valladolid. Así podría desplegar su celo, aportando al país la ayuda de sus modestas luces y recibir reparación del ultraje hecho a «su honra y su inocencia, desestimada y por tierra, y de los atrasos y menoscabos de su arruinada fortuna»615.

Esta súplica, fechada en diciembre de 1800, quedó sin respuesta. En marzo de 1801, bajo el testimonio de un segundo certificado médico, el rey autorizaba al ex fiscal a permanecer en Medina hasta que estuviera en disposición de trasladarse a la nueva residencia que se le asignaba. Sin embargo, el 29 de marzo, una orden del ministro de Justicia obligaba al convaleciente a abandonar Medina; pese a las dificultades de alojamiento, éste obedeció en seguida.

Es probable que en el momento en que cambiaba de residencia, Meléndez ignoraba por completo las razones que habían motivado esta rigurosa medida; sin duda, ignoraba también que, bajo cuerda, se le estaba incoando un proceso.

Si se quiere dar a este proceso su justo valor, no hay que tratarlo aisladamente, como nos incitaría a hacerlo el relato de Quintana. Forma parte de un todo; no es sino un episodio, y no el principal, de una vasta conspiración.

Al mismo tiempo que Batilo, Jovellanos, Urquijo, Estanislao de Lugo, el conde del Pinar y otros cien magistrados o personajes conocidos fueron arrancados de sus cargos, confinados en residencia forzosa, cuando no arrojados en un calabozo. Y toda esta vasta conspiración contra los espíritus ilustrados de la época es siempre obra del mismo hombre: Caballero, «el mayor enemigo de las luces», que logró imponerse a los soberanos. Ganó su confianza explotando el temor a las doctrinas francesas, «que eran con razón tan temibles a los reyes»616. Además, Carlos IV «era eminentemente religioso, absolutamente dominado por el espíritu religioso»617. Valiéndose de estos dos sentimientos, «combinando aquella institución... (la Inquisición) con el palacio, hizo de él una especie de oficina mixta del poder real y del poder eclesiástico, persuadiendo tristemente a Carlos IV de que el altar y el trono, bajo aquel sistema, procedían mancomunados para guardarse mutuamente contra los enemigos de la Iglesia y del Estado que hormigueaban en España». Y fue así cómo «le quitó el bozal a la Inquisición que tanto trabajo me había costado contener en unos justos límites»618.

Que aún se tuviera miedo en Madrid, al comienzo de 1798, de las ideas francesas o más generalmente «subversivas», que el ministro lograra crear un clima de recelo, es indiscutible: encontramos la prueba en la «Resolución para que se recojan todos los libros prohibidos, que los libreros no permitan en sus tiendas disputas ni conversaciones que toquen a subvertir nuestra constitución pública»619.

Desde este momento, al tener entre las manos un arma secreta, pero poderosa, el hipócrita podía pasar a la acción contra todos los hombres importantes a quienes consideraba como representantes de la Ilustración: «Fuese prurito de hacer mal y aprovechar el claro que encontraba para dar carrera a sus persecuciones antes que pudiese yo impedirlas, hizo avivar los procesos que la Inquisición tenía pendientes contra Jovellanos, contra Urquijo, contra algunos obispos y una multitud de sujetos de la capital y las provincias, acusados de jansenismo y de opiniones perniciosas en materias políticas.

No podían moverse estos procesos los unos sin los otros, porque se hallaban juntos y formaban una misma causa, de donde resultó que por perder a Jovellanos no hiciera gracia a nadie, ni aun a aquellas personas que él sabía serme íntimas, cual lo eran, en efecto, la condesa de Montijo, implicada en aquellos chismes; el obispo de Cuenca, don Antonio Palafox, cuñado suyo; el obispo de Salamanca, don Antonio Tavira, don Javier Lizana, don Juan Meléndez y otros muchos individuos, los más de ellos eclesiásticos. Consumado el proceso, Caballero lo hizo llevar a Carlos IV, atizó el fuego grandemente, le hizo ver los cargos y una multitud de documentos, verdaderos o apócrifos, de donde aparecía o se hacía aparecer (yo no vi nunca aquel proceso) que Jovellanos, desde largos años, era el jefe de una secta, enemiga pronunciada de la Silla apostólica, infesta de toda suerte de herejías, subversiva de la moral cristiana, y contraria a la Monarquía en muchos de sus dogmas. Contra Urquijo se hacían brotar grandes cargos, y entre ellos haber usado del poder para proteger aquella secta y haber comprometido el trono en favor de ella, arguyéndose este intento de cartas suyas propias que le habían interceptado. Contra las demás personas resultaban inculpaciones más o menos graves en la propagación y fautoría de aquella secta»620.

Es cierto que Meléndez podía dar motivo para ataques malintencionados: su oda sobre el Fanatismo, ciertas epístolas a Godoy y a Jovellanos, dejaban a menudo adivinar a dónde se dirigían sus preferencias y deseos, y, aunque la epístola XI, sobre la Calumnia, no figuraba en la edición de 1797, algunos habían podido leer ya los versos que dirige a Godoy:


Tienta ilustrado que recobre el César
La parte del poder que en siglos rudos
De densas tinieblas le robó insidiosa
Extraña mano, a su interés atenta;
Tiéntalo sólo, y la calumnia clama:
«¡Impiedad, impiedad!», con grito horrible621 .


Finalmente, en un escrito aparecido en febrero de 1798, en el que preconiza la supresión del Santo Oficio, «esta institución vergonzosa para España y triste para la, religión», el abate Grégoire, ¿no escoge como epígrafe dos versos de Meléndez?622 Estos «crímenes», unidos a su afecto por Jovellanos, tantas veces afirmado y publicado, fueron suficientes para que Caballero comprometiese a Meléndez en un proceso secreto, puesto que el enemigo de Batilo aplicaba en todas las ocasiones «the same underhanded methods», como dice Colford623.

En espera de que se aclare definitivamente esta cuestión del proceso624, resumiremos, después de Colford625, los episodios conocidos, fundándonos en el artículo que el crítico español publicó en 1932626 y en algunos documentos que hemos encontrado. A. Rodríguez Moñino creía que Meléndez se había enterado de las verdaderas causas de su segundo destierro, sólo diez meses después de su retiro forzoso, por una carta de su amigo Jerónimo Escribano y Montoya, fechada el 20 de septiembre de 1801. Sin embargo, algunos documentos conservados en la Biblioteca Nacional de Madrid nos obligan a admitir que, poco después de su llegada a Zamora, en abril de 1801, ya sabía con alguna precisión a qué atenerse sobre este particular. El conjunto de los documentos, actualmente publicados, y principalmente la carta de Ignacio Díaz Caballero del 10 de octubre de 1801627, permiten reconstruir este asunto de la siguiente manera.

En octubre o noviembre de 1800, el vicario de Madrigal y algunas personas de su círculo dirigieron en dos o tres ocasiones al obispo de Ávila, Monseñor Muzquiz, acusaciones contra el corregidor de aquel pueblo y sus amigos. El obispo hizo comparecer a dos sacerdotes de Madrigal, don Teodoro Gómez y don José Guerra, y encargó al juez eclesiástico o «provisor» de Ávila, don Benito Cantero, que les interrogara. Este les prohibió franquear el recinto amurallado, pero no se dignó acusarlos ni interrogarlos durante un mes. Los dos sacerdotes, cansados de esta espera, se quejaron al tribunal eclesiástico en diversas ocasiones del perjuicio que se les causaba y de las restricciones que se imponía a su libertad; después decidieron elevar la queja ante la Chancillería de Valladolid. El juez eclesiástico les tranquilizó, diciéndoles que no existía ningún cargo contra ellos, y les interrogó separadamente, sin hacerles prestar juramento. Las preguntas que se les hicieron debieron de ser las siguientes:

  • ¿Conocían a Quintana, corregidor de Madrigal? ¿Eran amigos suyos, frecuentaban su tertulia? Y ¿con qué otras personas se encontraban en ella?
  • ¿Iba don Juan Meléndez algunas veces a Madrigal? ¿Era amigo del corregidor?628
  • ¿Cuáles eran los libros y periódicos que leía? ¿Eran obras prohibidas?
  • ¿Era cierto que el corregidor tenía una amante y había tenido un hijo de ella?
  • ¿Habían oído decir por boca del corregidor que la simple fornicación no era pecado y predicar el libertinaje sobre este punto? Y también (pero de esto no estoy seguro, añadía Díaz Caballero), ¿es cierto que Quintana apoyaba sus dichos en la autoridad de Meléndez? De este modo se explicaría el «mal nombre de libertino», del que se indigna un coacusado del poeta629.

Los sacerdotes «respondieron bien», sin acarrear perjuicio a nadie. El provisor los mandó de nuevo a su casa. Antes de su marcha se hizo comparecer a una mujer de Madrigal, de la que se decía que era la amante del corregidor; seguramente se le hicieron las mismas preguntas, sin poder sacar nada; tras lo cual se la despidió; pero, según las últimas noticias, debió de seguir en Ávila, al servicio de un amigo de Cantero630.

Así, pues, en esta intriga, que no puede ser más calumniosa, la reputación de Meléndez era «mancillada gravísimamente».

Ya hemos visto que otras personas se hallaban implicadas en el asunto: don José Cano, escribano de Rentas, y don Javier Laso, ambos vecinos de Madrigal, a quien se acusaba de participar en reuniones sospechosas. Todos eran víctimas de un grupo de gentes a los que habían condenado a diversas penas y multas y que habían maniobrado para que la instrucción del caso se confiase a un tal Tomás Herrero, ayudado por el escribano Manuel Tamayo, ambos enemigos jurados de Quintana y sus amigos631.

Todos los medios son buenos para perder al poeta; se hace comparecer a falsos testigos o testigos pagados, como lo demuestra «el hallazgo de una carta del provisor Cantero, en que le da reglas de conducción en el sumario y a la que acompaña una lista de los testigos que han de ser examinados, previniéndoles declaren es Vm. de aquellas supuestas juntas»632.

Aunque el interrogatorio de los dos sacerdotes no confirmase en absoluto las declaraciones de los acusadores, el obispo Muzquiz envía el expediente al ministro o al gobernador del Consejo; y añade una acusación, «cuyo autor ignoro», dice el conde de Adanero633, pero que seguramente es de Herrero634. Este es el documento que provoca inmediatamente la jubilación del magistrado y la destitución de Quintana, cuyos papeles y libros son examinados por el cura de Barromán, por orden de la Inquisición de Valladolid.

*  *  *

Al corriente de estas maquinaciones desde la primavera de 1801, Meléndez no reacciona inmediatamente635. Fue necesaria la triple súplica de sus amigos, Escribano y Montoya, el conde de Adanero y Díaz Caballero, para que saliese de su reserva y preparase su defensa. Con el fin de probar, llegado el caso, que su conducta había sido siempre irreprochable, solicitó por carta el testimonio de varias personas que le habían conocido durante su estancia en Medina; también encargó al notario Florencio Seco Llanos que hiciera una encuesta oficial -o «información judicial»- entre diferentes habitantes de Medina sobre su comportamiento público y privado, en lo que se refería a política, religión y «buen ejemplo», las visitas que había hecho o recibido en la ciudad o en sus alrededores, etc. Esta información se llevó a cabo del 30 de octubre al 6 de noviembre de 1801636.

Al mismo tiempo redactó en favor de los dos sacerdotes acusados una defensa, sólidamente fundamentada en el derecho civil y el derecho canónico, los cuales empleaba con lógica «irresistible», según opinión de Colford. El documento estaba firmado por su amigo Escribano Montoya, que lo presentó como suyo ante el tribunal eclesiástico de Ávila. El autor refutaba en él las acusaciones anónimas, recusaba a los perseguidores, a los testigos, a los mismos jueces, enemigos todos de Quintana y movidos por el odio, la venganza o la envidia. Y, finalmente, se preguntaba cómo Meléndez podía hallarse mezclado en este tenebroso asunto. Todo el edificio de la calumnia quedaba destruido sistemáticamente. Escribano presentó este documento en octubre de 1801, pero el vicario general lo rechazó, diciendo que el asunto iba a zanjarse, como lo fue, efectivamente. Este brusco desenlace, que hacía inútil la vigorosa defensa de Meléndez, puede atribuirse, con probabilidad, como supone Colford, a la influencia de Godoy, que continuaba apartado del Ministerio, pero que intervenía en el gobierno a través de su primo Ceballos. El favorito, en todo caso, se atribuye este mérito en sus Memorias:

«Impresionado el rey por el proceso que le había mostrado fue inflexible a -todo ruego, no juzgándose autorizado para perdonar ofensas en que a su modo de ver era Dios el agraviado... Aun en aquel negocio pude alcanzar algunas excepciones: la condesa de Montijo no fue más incomodada; al inmortal Meléndez, no pudiendo conseguir que volviese a su plaza, le hice conservar sus honores con goce de sueldo entero que le había quitado»637.


Tranquilizado desde el mes de octubre de 1801, Meléndez debió esperar todavía cerca de diez meses a que se quisiera reconocer oficialmente en las altas esferas su inocencia. El 27 de junio de 1802, una real orden le devolvía íntegramente su sueldo de Fiscal y le autorizaba a gozar de él «donde le acomodase establecerse».

*  *  *

Hasta aquí hemos seguido con ingenuidad consciente las fuentes oficiales y en especial las Memorias de Godoy, que en todo momento se presenta no sólo como un amigo, sino como el protector, el ángel de la guarda de Batilo. De hecho, la actitud del favorito aparece mucho menos clara y favorable al magistrado de lo que él afirma.

Si damos crédito al manuscrito 316 de la Biblioteca de Salvá, donde se encuentra un texto con variantes de El Náufrago638, con notas aclaratorias del autor, Godoy debió de intervenir activamente en el exilio de Meléndez e incluso en su proceso. Efectivamente, se lee que fue víctima del violento choque


«de los enconados vientos».


(nota: Jovellanos y Godoy) (v. 31)                



«Viví tranquilo y felice».


(v. 40) (nota: mi jubilación y destierro a Zamora, como amigo de Jovellanos, y a instancias del favorito639                


De este modo, Caballero asumiría sólo en parte la responsabilidad de las desgracias del poeta.

Que Godoy, alejado del poder desde 1798, no firmó por su propia mano la orden de exilio, es cierto. Es Caballero, según hemos visto, quien coloca su firma al final de la comisión, ordenando a Meléndez inspeccionar los cuarteles de Medina. Pero, efectivamente, parece que Godoy fue, al menos durante un tiempo, el aliado de Caballero. En una carta confidencial a María Luisa denuncia las «maniobras de Meléndez» y atrae la atención de los soberanos hacia las maquinaciones de esos mismos jansenistas, de los que, a juzgar por lo que afirma en sus Memorias, habría sido más bien su defensor640.

Aun con riesgo de prolongar esta discusión, añadiremos, sin embargo, que hay un argumento que nos incitaría a dar crédito, hasta cierto punto, al duque de Alcudia: la epístola X, La Mendiguez641, es, a lo que dicen, de 1802642. Pero Godoy afirma que esta epístola le había sido dedicada643 y el texto, en que el vocativo «Príncipe» se repite varias veces, parece, en efecto, confirmar este aserto. Sólo encontramos dos explicaciones para esta dedicatoria: o bien existe un error en la fecha, o bien Godoy, en 1802, no era a los ojos de Meléndez el principal responsable de sus desgracias y deshonor. No parece imaginable, en efecto, que el poeta, ya al corriente desde abril o mayo de 1801, en líneas generales, de la maquinación urdida contra él644, perfectamente enterado al año siguiente de todos los detalles de este complot:


Todo lo hallé feliz; ni es ya confuso
El crimen para mí; la trama infame
La mano sé que en sombras la dispuso645...


compusiera un largo poema para alabar al causante, si no el autor de sus males. Sí, es improbable que, incluso para el loable fin de que se admitiera en el hospicio de Zamora a diez niños necesitados, Meléndez, haciendo caso omiso de su honor, haya simulado ignorancia y se haya rebajado a componer entonces esta bella epístola, en la que felicita a Godoy por las medidas que ha tomado en favor de la infancia desheredada:


Afable recibid de su ternura
las lágrimas, Señor, las bendiciones
De su inocente gratitud mezcladas
Con las sencillas que mi afecto os debe.
Bendiciones de amor, no inficionadas
Del interés o la lisonja fea...646


Pero, junto a este argumento negativo, existe un hecho positivo que milita en favor del favorito: éste, efectivamente, intervino, como dice, para solicitar la gracia del poeta; intentó obtener del rey -o de la reina- que el magistrado fuese reintegrado a sus funciones. El 8 de octubre de 1801, desde El Escorial, escribía María Luisa a su querido Manuel: «Te devuelvo los versos de Valdés; los que me han gustado es cierto tiene talento, perro (sic) no es bueno, se le podría acomodar como no fuese traerle aquí...»647. A pesar de su condescendencia,

esta real contestación es suficiente para probar que el príncipe se había erigido en abogado defensor del poeta en sus anteriores misivas.

Es, pues, muy difícil de aclarar el papel que desempeñó Godoy en esta tenebrosa historia; no es imposible que su postura evolucionara a lo largo del «proceso». Creyendo en un principio en la culpabilidad del poeta, dejó que Caballero actuase; pero, convencido más tarde de la inocencia del exiliado, tomó la defensa del que llama «el inmortal Meléndez» y que en tantas ocasiones le celebrara en sus versos.

Hasta obtener más amplia información, adoptaremos sobre esta cuestión una actitud de duda metódica o de pura expectación.

*  *  *

A este período, en el que el poeta vuelve a encontrar la calma tras la tempestad (julio de 1802), pertenece, según hemos dicho, la epístola IX a don Plácido Ugena648.

Al poeta le gustaría cantar, dice, la gloria de Pelayo; reconoce la grandeza del tema que agrada a su patriotismo literario, pero se ve obligado a que le olviden649:


«Que yo mi paz de mi silencio fío»;


y en una larga serie que recuerda el Beatus Ille horaciano, algo corregido y revisado a la luz de la filosofía del siglo XVIII, Batilo pregona las ventajas de su vida retirada, que le permite consagrarse a sus queridos estudios y encontrar de nuevo la felicidad, mientras que otros, empujados por la ambición o el interés, se pierden en locas empresas. Para explicar su retiro filosófico, el poeta nos resume su desgracia y la persecución de la que ha sido víctima:


...Ya me acechaba
La vil calumnia, y con su torpe aliento
La alma verdad y mi candor manchaba
       [...]
Sin nombre, sin hogar, proscrito, hollado
Me viste...
       [...]
Pasó el nublado asolador; más dura,
Aún viva dura en la azorada mente
La infausta imagen de su sombra oscura.
¡Oh! si pudiese hablar, ¡oh! si patente
Poner la iniquidad, rompiendo el velo
De horror, do esconde la ominosa frente.
       [...]
Una mano sagaz, cuanto ignorada,
Ya en mi poder los monumentos puso,
Blasón de mi inocencia inmaculada.


Y aquí es donde se sitúan los versos ya citados, que prueban su total conocimiento de las interioridades del asunto:


Todo lo hallé feliz, ni es ya confuso
El crimen para mí; la trama infame
la mano sé que en sombras la dispuso650 .


Pero este relato es retrospectivo: está escrito en Zamora, cuando todo había terminado: «todo pasó». Debemos seguir al poeta desde su primera a su segunda residencia forzosa.

*  *  *

Mientras Meléndez, abrumado por la real orden del 3 de diciembre de 1800, se encontraba de nuevo abatido por la enfermedad que le impedía trasladarse a Zamora, su valerosa esposa emprendía un viaje a Madrid, a donde llegaba el 20 de diciembre. Triste viaje para doña María, pues ponía fin a todas las esperanzas que acariciaba para la carrera de su marido.

En Medina, cualquiera que fuese su profundo sentir, Meléndez podía considerarse oficialmente como ministro comisionado por el Consejo: continuaba siendo fiscal titular del tribunal madrileño y percibía los emolumentos de su cargo. Esperaba ser llamado de nuevo a Madrid, tan bruscamente como había sido desterrado, y, por esta razón, conservaba aún el domicilio que había alquilado en la capital. Nos revelan esto los párrafos de las cuentas de Bernardo González Álvarez: «Alquileres de casa: 19625 rs., pagados a D. Manuel Amandi, el alquiler de la casa de tres años y 21 días, corridos desde el 8 de mayo de 98 hasta 29 del mismo mes y año de 1801651. De que conservo recibos, menos el del primer medio año que entregué a mi Sra. D.ª M.ª Andrea en 19 de febrero de 1799». Como el contrato de arrendamiento era renovable en cada pago semestral, se comprende que Meléndez renovara su contrato el 8 de noviembre de 1800, ignorando los acontecimientos que, pocos días después, harían inútil esta precaución.

Otros detalles de contabilidad confirman la liquidación de este piso: doña María hace empaquetar todo lo que no puede llevarse a Zamora y deposita las cajas en casa de la condesa de Montijo652 y en la de Bernardo González Álvarez: «40 reales que pagué a dos mozos por un día que ocuparon en llevar cajones a casa de mi señora la Condesa. 60 reales que pagué a los que condujeron a casa de S. E. un cajón grande, y otros efectos y juntamente la que trajeron a mi casa el mismo día que se ausentó D.ª María Andrea de Coca»653. Al mismo tiempo envía a Medina una serie de efectos, confiados al recadero Barba654.

Así, pues, Meléndez se instala en Zamora en abril de 1801. Todos los biógrafos están de acuerdo en la duración de su estancia en Medina, que finalizaba de esta manera: algo más de dos años y medio, treinta y un meses, desde septiembre de 1798 a abril de 1801. Pero en lo que se refiere al período siguiente, no estamos de acuerdo con nuestros predecesores. Según Quintana, Meléndez habría abandonado Zamora para trasladarse a Salamanca en el momento en que recobró la facultad de desplazarse a su gusto (27 de junio de 1802); así, pues, estaría poco más de un año en la antigua ciudad de Doña Urraca, y en Salamanca, disfrutando de «un ocio de seis años», permanecería hasta la caída de su perseguidor655.

A la luz de diversos documentos, que nos proporcionan algunos jalones, podemos afirmar que la realidad no es tan sencilla. Naturalmente, Batilo desearía volver a Madrid; pero le disuaden de ello sus amigos de la capital: «Supongo que no le pasará a Vm. por la cabeza el venir a Madrid por ahora ni en mucho tiempo con ningún pretexto; sería el mayor absurdo posible, y aun a Salamanca»656, escribe uno de ellos en una carta en que felicita al poeta por el fin de sus desdichas. Como se ve, también se excluía la estancia en Salamanca, y, ulteriormente, corresponsales del poeta insisten en los peligros que supondría residir allí. Sin embargo, Meléndez va a instalar sus reales a las puertas de esta, ciudad; pasa los meses de septiembre, octubre y noviembre de 1802 en Babilafuente, cuyas aguas le habían sido prescritas por don Manuel Correa, el médico de Medina; el fiscal hubo de alojarse en casa de don Benito de la Riva, su sobrino, que habitaba en este pueblo657, y allí, sin correr riesgos inútiles, pudo reanudar el contacto con su familia política, sus colegas y amigos, de los que ya sólo le separaban unos veinte kilómetros658. Tras esta cura en Babilafuente, Meléndez vuelve a Zamora: en diversas ocasiones se atestigua su presencia allí después del 27 de junio de 1802, fecha que marca oficialmente el fin de su desgracia. En diciembre de 1803 acepta una invitación de don Cesáreo de Gardoqui; el 30 de abril de 1804659 se le envía una invitación para una de las reuniones que celebraba cada semana la Junta de Caridad; la ausencia de todo comentario sería una prueba de que Meléndez participaba regularmente en la vida de esa sociedad. Más tarde, con fecha de 12 de enero de 1805, se envían desde Salamanca dos cartas a Meléndez y a su mujer660. La primera relacionada con un asunto bastante complicado de arreglo de herencia; si los comunicantes hubieran estado domiciliados en la misma ciudad hubiera sido de mayor interés para ellos entenderse de palabra; sin embargo, no es éste el caso: «Antes de Pasquas, escribe don José García Sánchez, reciví su favorecida de Vm».

La otra misiva, igualmente enviada desde Salamanca, el 12 de enero de 1805, a María Andrea, es también una contestación. El autor agradece el saludo que se le dirige, hace votos por la salud del Sr. D. Juan, «tan maltratada con las rebeldes tercianas» -¿no habría visitado a Meléndez si éste hubiera residido en Salamanca?-, pero sobre todo da noticias del cardenal Tavira, amigo de Jovellanos y de Batilo, con ciertos detalles que parecen probar que desde hacía ya algún tiempo ni Meléndez ni su mujer habían pisado suelo salmantino: «Este Sor Ilm». Tavira celebró de Pontifical y nos predicó en el día de los Santos Reyes. Tan grande es su celo y robustez bien que no deja de sentirse con bastante torpeza y pesadez, especialmente para pasear, pero sentado en la silla de su cuarto o de su estudio, es tan divino y elocuente como acostumbraba».

La estancia de Meléndez en Zamora no termina en enero de 1805; un año más tarde, el 17 de enero y el 15 de febrero de 1806, encontramos dos actas notariales, una obligación de pago y un contrato de arrendamiento, extendidos a favor de «D. Juan Meléndez Valdés, del Consejo de S. M., vecino de Zamora», o «vecino de la ciudad de Zamora», y no se trata de un homónimo, pues la tierra alquilada, llamada «Renta grande de las Animas», había pertenecido a don José Francisco García de Coca661.

¿Puede decirse que Meléndez no abandonó Zamora desde 1802 a 1806? Creemos que no; es probable que el poeta recorriera frecuentemente los sesenta kilómetros que separan Zamora de Salamanca, donde su mujer seguía teniendo parientes, y donde él mismo conservaba tantos recuerdos de juventud y tantos amigos. Sin embargo, Meléndez pasa en Zamora los meses de invierno, bastante rigurosos, como se sabe, en esta región de la Meseta; allí se encuentra en diciembre, enero, febrero (y quizás incluso hasta abril) de los años 1803-1804 y después 1805 y 1806. Y, si se traslada a Salamanca, es hacia la primavera o durante el verano. La explicación más verosímil de este hecho es quizás la siguiente: ignorando por cuánto tiempo estaba exiliado en Zamora, y temiendo que su estancia fuera larga, el poeta debió de buscar en la ciudad un alojamiento confortable. Por otro lado, ya no disponía en Salamanca de su antigua vivienda: en 1795, su cuñado, don Mathías, había vendido al Asilo de Niños la casa patrimonial, la gran casa de la calle de Sordolodo662. El matrimonio Meléndez, a no ser que alquilara una vivienda más amplia, ya no poseía en esta ciudad más que la casa de la Calleja Cerrada (al lado de San Martín), valorada en 8033 reales, y cuya descripción en el inventario nos la presenta como exigua y poco cómoda663. Prefería, pues, pasar el invierno en Zamora. Invierno tranquilo, repartido entre el estudio y la compañía de algunas personas escogidas.

Estamos mucho peor informados sobre estos años que sobre el período precedente pues no poseemos, después de 1802, un testimonio tan completo y digno de fe como el acta notarial de octubre de 1801. El poeta, escribe su primer biógrafo, fue, como en Medina, «visitado y obsequiado de las personas principales del pueblo»: entre ellas, el corregidor, don Cesáreo de Gardoqui, presidente de la Junta de Caridad, y don Juan Nicasio Gallego, quien, habiendo terminado en 1800 sus estudios en Salamanca, debía ir de vez en cuando a su ciudad natal. La amistad que lo unía a M. J. Quintana y a Cienfuegos, discípulos del exilado, la admiración que demostró por la obra poética de Batilo, el culto que profesó a su memoria, hacen pensar que no dejó entonces de buscar su compañía. De hecho, Nicasio Gallego sirve de testigo a los esposos Meléndez para otorgar un poder ante un escribano zamorano664. Fuera de estas relaciones de amistad, de algunas tertulias que debía de frecuentar, el poeta participó probablemente en algunas reuniones más oficiales: la compra de un «frac», en mayo de 1802, nos permite esta suposición665.

Lleno, como siempre, de sentimientos generosos, Meléndez se ocupa también de obras de caridad, igual que antaño en Medina: en 1802 (?) -ya lo sabemos- cuida de diez niños abandonados, los recoge y obtiene finalmente de un «ministro» (Godoy) que se les admita en el hospicio de la ciudad666. A continuación, en 1803-1804, participa en los trabajos de una junta de caridad presidida por don Cesáreo de Gardoqui667. Pero, poco después de su llegada a Zamora, ya le vemos practicar, como los actuales hermanos de San Vicente de Paúl, visitas a domicilio o repartos de víveres en diversos sectores de la ciudad; y tiene mérito al hacerlo, ya que ha de superar una viva repugnancia física y vencer el temor de un posible contagio: «Yo mismo que reparto ahora una limosna de pan y dinero a varias parroquias como individuo de la junta, a pesar de las mayores precauciones, me siento envuelto al darla en esta masa de aire pestilencial y fétida que la mendiguez lleva consigo, y embarga y debilita mi respiración, mi espíritu se abate y entristece cercado de tanto miserable extenuado y lleno de laceria y he temblado más de una vez por mi salud»668.

En Zamora, como lo hiciera con anterioridad en Medina, nuestro autor de églogas continúa. ocupándose de la vida campestre, pero como hacendado. Hicimos constar que Meléndez, en 1802, había adquirido una finca en Villaflores y que Herrera, su administrador, se ocupaba de las cuestiones materiales de deslinde, arrendamiento y pago669.

El poder de Meléndez, por el que habilita a Herrera a hacer estas transacciones y a administrar esta nueva adquisición, se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid. Contiene precisiones reveladoras670. D. José Francisco de Coca poseía en Villaflores, región de pan llevar, cuarenta parcelas de calidad y extensión muy diversas. Al repartir estos bienes entre sus herederos, estas tierras, valoradas en 19011 reales, entraron en el lote destinado a María Andrea. Se comprende, pues, que la elección de Meléndez recayera sobre Villaflores, para adquirir allí otros terrenos y quizás una finca.

Compra «una heredad de tierras de pan llevar perteneciente a la cofradía de Animas de la Villa de Villaflores», que paga «60512 reales y 16 maravedíes en vales reales a los vendedores encargados por S. M. para efectuar las ventas de las Obras Pías de esta villa». Nos sorprende, sin embargo, ver a Meléndez lanzarse a este gasto considerable del que no parece poseer ni el menor ochavo, ya que, de 60000 reales, pide prestados casi 59000 a Bernardo González Álvarez671. Además, no es ésta la única especulación que entonces emprende el exilado, ya que según el poder, el firmante «teniendo además de ésta otras haciendas de tierra en Villaflores», ha encargado a Herrera estas compras y «confiere al mencionado Herrera la administración de las mismas». El legado de D. José Francisco de Coca representaba aproximadamente treinta hectáreas, valoradas en 19011 reales672. Tomando estas cifras como base, podemos calcular que la nueva adquisición del poeta tenía alrededor de ochenta y cinco hectáreas, a menos que los edificios supusieran una parte importante en el precio de la adquisición673. En total, y sin contar con las «otras adquisiciones», que nos son desconocidas, los bienes que Meléndez poseía en Villaflores representaban entre noventa y ciento veinte hectáreas, de acuerdo con una valoración moderada. Esto es, en España, una finca de las más modestas. Sin embargo, el poeta ha rebasado ya la etapa del «plácido huerto» que ensalza en su epístola a don Plácido Ugena674.

Por lo demás, el fin que se proponía Meléndez al hacer estas adquisiciones, no es el mismo que el de Voltaire en Ferney o el de Buffon en Montbard: el antiguo miembro de la Junta de Agricultura de Zaragoza no ensaya nuevos métodos de cultivos, no intenta hacer experimentos económicos; lo que pretende es hacer una buena inversión, y este adversario del absentismo de los nobles no piensa ni por un momento en habitar entre sus «colonos» -ya que da a Herrera todos los poderes para administrar sus tierras «como si fuesen suyas propias»-, y en particular el de concluir «nuevos arriendos, si le pareciere; continuar la ejecución que tiene entablada contra varios renteros, y otras nuevas que sean menester, percibiendo las cantidades, maravedises o granos que deba percibir...»

Pese a su buen corazón, al poeta no le gusta que le engañen en los negocios; ya lo hemos visto, en Medina, dar a su apoderado los medios de obligar a los arrendatarios recalcitrantes675. Escarmentado por esta experiencia, cansado quizás al ver que las «facilidades» que permite a sus campesinos se vuelven en contra suya, toma precauciones para el futuro: probablemente instigado por Herrera, que, no siendo ni filósofo ni poeta, trata con un poco de dureza a los «agricultores», Meléndez hace un contrato de nueve años: alquila por «treinta fanegas de trigo de buena calidad limpio, seco y bien medido, puestas en la villa del Carpio y casa de D. Benito Herrera» algunas tierras de pan llevar de Villaflores, cuyos límites son conocidos por los arrendatarios. Los pagos se harán, sin falta, en agosto de cada año; los contratantes renuncian con antelación a toda disposición legal que pudiera ser alegada en su favor y todos los riesgos corren de su cuenta: «Y en la paga de los nueve años no hemos de poner descuento ni pedir moderación aunque en dichas tierras y sus frutos sucedan cualesquiera casos fortuitos de agua, fuego, guerra, piedra, nieblas, helada, sequía, langosta, falta de cosecha u otros... por extraordinarios que sean»676. Además, si interviene la justicia, los gastos estarán a cargo de los arrendatarios, a razón de «cuatrocientos maravedises de salario en cada un día..., y los viajes a razón de ocho leguas por día». Sin duda, estas disposiciones, que nos parecen draconianas, estaban de acuerdo con el derecho consuetudinario de ese tiempo y esa región: no es menos cierto que el cantor de la beneficencia no rehusó recoger personalmente el beneficio. Contando cada fanega a 64 reales, como lo hacen los contratos indicados, Meléndez debía recibir por el año de 1803 (y nuestra recensión seguramente no es exhaustiva) cerca de 13000 reales. A juzgar por las obligaciones de pago que abundan en los archivos notariales, los campesinos se retrasaban constantemente en sus pagos, lo que tendería a probar que los contratos les eran generalmente desfavorables677.

Al margen de sus obligaciones sociales, de la administración de sus intereses, de las obras de caridad a las que nunca se negó, Batilo, en Zamora como en Medina, consagraba la mayor parte de su tiempo a su ocupación favorita: la lectura678. En la epístola IX establece, para su amigo Ugena, la lista de sus lecturas o de sus relecturas -muy clásicas- del momento: Homero, Virgilio, Milton, Horacio, Ovidio Racine, Corneille, Voltaire, Garcilaso, Herrera, Fray Luis de León, Cicerón, Bossuet, Fénelon, Fray Luis de Granada, Bacon, Newton, Buffon, Platón, Tácito y Tito Livio679.

Pero las cuentas de Bernardo González demuestran que el poeta no se acantonaba en las riquezas de su biblioteca. Jamás cesó de adquirir nuevos libros e incluso libros nuevos: entre junio de 1799 y diciembre de 1803, Meléndez gastó, en sus lecturas o en regalos de libros, 8041 reales. Y esta cifra no corresponde, seguramente, sino a una pequeña parte de sus gastos reales de librería.

La mayoría de estas compras son anónimas; sin embargo, Bernardo González nos ha conservado el título de algunas adquisiciones de este período:

  • Bernardino de Saint-Pierre, Paul et Virginie (en tres ejemplares, a doce reales pieza);
  • La Guía de Forasteros, de 1802;
  • La Gaceta de Madrid, de septiembre de 1800 a fines de diciembre de 1803;
  • Ocho tomos de memorialistas;
  • Seis tomos de Buffon;
  • Cuatro tomos de Buffon (estos últimos con grabados) por D. Francisco Javier Franco, de Salamanca;
  • Una suscripción de tres meses a Variedades de Ciencias, Literatura y Artes (enero-marzo 1804).

Si llega el caso, Meléndez encarga directamente por carta a algunos libreros, o bien a su secretario, o a tal o cual amigo de la capital, que curiosee para él en las tiendas cercanas a la Puerta del Sol.

Desde Madrid, Mariano Lucas Garrido le tiene al corriente de sus hallazgos y sus pesares, en una carta sin año, pero que debe de ser posterior a 1802, ya que en ella se hace mención del propósito que tuvo Meléndez de venir a Madrid:

«Mi estimadísimo amo y Señor:

«En este mismo instante que cojo la última de V. S., acabo de venir de Casa de Ramos de apartar y reconocer y repasar los libros de la última lista, que son:

  • Oeuvres de Hipócrates, 4 vol.
  • Denis de Halycarnase, 6 vol.
  • Constantinople anc. et mod., 2 vol.
  • Suplement au Derbelot, I vol.

(Aquí, Meléndez ha añadido, con otra tinta):

  • Lettres athenienses (sic) .

El segundo es de una edición bien puerca, pero no hay otra cosa; el tercero no me ha parecido mal; y el cuarto, es indispensable teniendo la Biblioteca, porque son aumentos y correcciones.

Los sermones de Bossuet, Diccionario de la Fábula, Pinel y Compendio de Gutria no los hay; pero están pedidos. El Esprit de l'histoire en cartas es miserable y por esa razón no le había ya tomado, puesdesde que llegué aquí, le vi. El tomo Physique du monde par Philibert, 1 v., octavo, no le tiene Ramos, pero le he visto en una librería de las Gradas y pienso reconocerle antes de tomárselo. Lo mismo haré con las tres Higienes de que V. S. me habla, y aun preguntaré a Suelto o algún otro, y en otra proporción que no faltará, irá.

El tercer tomo, o por mejor decir, el Rumford, no lo tiene ahora tampoco Ramos»680.


Un poco más tarde, en octubre de 1803, con tres semanas de intervalo, Meléndez recibe dos cartas del librero Alegría, en contestación a los encargos que le había hecho681. El comerciante le trata como a un buen cliente, para el que reserva sus mejores libros e incluso presta sus catálogos personales. Advertiremos que todos los títulos ofrecidos por el librero salmantino están en francés (obras originales o traducciones).

En la primera carta (3 de octubre de 1803) anuncia a su cliente que ha apartado los volúmenes de su gusto. No todos, por desgracia, ya que algunos no le han sido enviados; pero tiene esperanzas de podérselos facilitar. Y añade a los nombres de las obras reservadas una lista de las novedades que acaba de recibir.

Mediante el segundo mensaje (25 de octubre) le informa de que las obras encargadas ya están embaladas; que tiene tres reservadas -los discursos de Condorcet, Chaptal, y el Concordato-, para las cuales no ha recibido orden ninguna (¿es quizás un olvido?); reclama los catálogos que remitió al poeta por medio de un aldeano, para ver si encuentra allí diferentes libros que le piden, y, finalmente, envía su factura.

Hemos reunido en una sola lista las obras mencionadas en estas dos misivas682.

  1. Han sido apartadas para Meléndez:
    • 1.- Hasenfranz, Cours de Phisique, 8.º rústica (fig.), 34 rs.
    • 2.- Chaptal, Discours, 8.º rústica, 10 rs.
    • 3.- Condorcet, id., 8.º pasta, 13 rs.
    • 4.- Pluguet, Sociabilité, 2 v., 12.º pasta, 28 rs.
    • 5.- Proyect du Code Civil, 8.º rústica, 16 rs.
    • 6.- Histoire des pauvres, 2 v., 8.º rústica, 40 rs.
    • 7.- Concordat de Pie VII, 8.º rústica, 10 rs.
    • 8.- Bentham, Sur les pauvres, 8.º rústica, 23 rs.
  2. Pertenecen al nuevo envío:
    • 9.- Voyage en Hongrie, 8.º, 3 vol.
    • 10.- Cours de médicine légale, 12.º, 1 vol.
    • 11.- Traité des playes d'armes à feu, 8.0, 1 vol.
    • 12.- Dicc.re du jardinier, 8.º, 2 vol.
    • 13.- Oeuvres de Berquin, 12.º, 10 vol.
    • 14.- Lettres sur l'Angleterre, 8.º, 1 vol.
    • 15.- Eléments de lengue russe, 8.º,1 vol.
    • 16.- Faits et observations sur les mérinos d'Espagne, 8.º, 1 vol.
    • 17.- Buffei, Fiebres intermitentes, 8.º, 1 vol.
    • 18.- Botanographie Belgique, 8.º, 4 vol.
    • 19.- Portal, Nature des maladie(s), 8.º, 2 vol.
    • 20.- Memoires de Fortis, 8.º, 2 vol.
    • 21.- Zabuler, Eléments de Chimie, 8.º, 1 vol.
    • 22.- Connoissance des chevaux, 8.º, 1 vol. (fig).
    • 23.- Histoire de Sardagne, 8.º, 2 vol.
    • 24.- État Commercial de la France, 8.º, 3 vol.
    • 25.- Sistème de guerre moderne, 8.º, 1 vol.
    • 26.- Philosophie del Univers, 8.º, 1 vol. 28 rs.
    • 27.- Nouveau. siècle de Louis XIV, 8.º, 4 vol.
    • 28.- Vie de Milton, 12.º, 1 vol.
    • 29.- Environs de Paris, 16.º, 2 vol.
    • 30.- Athala ou les amours de deux seuvages, 16.º, 1 vol.
    • 31.- Dicc.re de Géographie commerciante, 4.º, 6 vol.

La factura revela que el poeta compró finalmente los números 1, 4, 5, 6, 8 y 26, es decir, seis títulos y ocho volúmenes, por la cantidad de 157 reales»683.

Por esta elección vemos cuáles podían ser entonces las preocupaciones intelectuales del magistrado: las cuestiones sociales y la beneficencia; la legislación, que continúa interesándole; pero también la filosofía e incluso la física; el fiscal quería seguir el movimiento de las ciencias de su época, como había observado en Medina el médico don Manuel Correa»684.

Una sola omisión puede sorprendernos en la lista del lector de Pablo y Virginia: la de Atala ou les amours de deux seuvages (sic), que hubiera deleitado su corazón sensible. Pero, quizás, Meléndez, muy al tanto de las novedades, había leído ya y releído la novela de Chateaubriand, que había recibido de Francia.

En efecto, el magistrado retirado, al igual que hacía en otro tiempo el profesor en activo, continuaba procurándose directamente, por el intermedio de corresponsales francesas, obras editadas más allá de los Pirineos. Quizás había en ello cierta imprudencia, ya que la sospecha que pesara sobre él en 1801 no debía de haber desaparecido completamente, y su correo, al igual que sus desplazamientos, eran, sin duda, vigilados aún. Así, por precaución, se hacía enviar cartas y paquetes de libros a la dirección de una casa amiga. Esto es lo que nos revela una breve y misteriosa esquela, sin fecha, firmada «Bourgoing», algunas de cuyas palabras han sido cuidadosamente borradas por el destinatario. Dicho Bourgoing -¿es el autor del Tableau de l'Espagne moderne, que cita elogiosamente a Meléndez en su cuarta edición, París, Tourneisen, 1807?- le anuncia que ha encargado a París dos obras que cree imposible encontrar en Bayona: las Vues sur l'organisation, por Champagne, del Institut, y la Économie politique, etc., por Sherrenshrrand (sic). Pero, aunque cita casualmente estos dos títulos, el autor de esta carta estaba encargado de reunir un lote de obras mucho más importante: «Creo que todas las demás están en Bayona; estoy seguro de que los estereotipos ya están allí»685.

Así, pues, aunque adversario decidido del aristotelismo escolástico, Meléndez coincidía con Aristóteles en un terreno preciso: el gusto y la pasión por la lectura. Como el Estagirita, merecería el sobrenombre de «Anagnostes», o sea «el Leedor».

*  *  *

El fiscal, cuya curiosidad intelectual no se ha embotado en el retiro, ¿limita su actividad a la lectura? Esto es lo que parece dar a entender Quintana. Fiel discípulo de Alfieri, el crítico ve en esta inercia, en esta pereza de Batilo para toda creación literaria el efecto indudable de la opresión: «Un poema lírico descriptivo sobre la Creación, que se imprime ahora entre sus odas, y una traducción de la Eneida que la publicación de la de Delille le hizo emprender, fueron las únicas tareas que Meléndez dio a su espíritu en aquel ocio de seis años»686.

Es exacto que el magistrado, durante este período, se mostró en el campo literario más bien pasivo que activo, más bien receptivo que creador. Escribe, sin embargo, más de lo que dice Quintana, pero realiza, sobre todo, obra de adaptador. Nos sentimos inclinados a fechar en Medina, al menos parcialmente, la segunda égloga Batilo, «Cual suele lamentando blandamente...»687. En cuanto a la oda filosófica XVI, A mi Musa («Hasta en los grillos venturoso siento...»)688, si no se trata de una composición de pura imaginación podría ser contemporánea del período de persecución activa que sufrió el poeta en 1801689. En Zamora y Salamanca la gran obra del poeta no es una epopeya: había reconocido que, al igual que sus modelos franceses, no tenía inspiración épica; se limitó, pues, a traducir una epopeya: la Eneida. Sin embargo, siguen obsesionándole los grandes cuadros heroicos y, pese a sus proporciones relativamente modestas, la Creación se asemeja a este género. Pero también aquí, y pese a un título que debió de incitarle a la originalidad, Meléndez se limita, sobre todo, a imitar.

De la Eneida, de la que ya nos hemos ocupado690, recordemos simplemente que la traducción «muy avanzada», si le creemos, comprendía al menos los seis primeros cantos y, según nuestros cálculos entre 6000 y 6500 versos. La pereza de Batilo es, pues, relativa, sobre todo si juzgamos por los borradores cien veces enmendados, tachados, rehechos, del corto fragmento que ha llegado hasta nosotros. Esta traducción, obra de larga duración, se sitúa entre 1803 y 1808, sin que nos sea posible precisar más la fecha.

A los Fragmentos de un discurso sobre la mendiguez, que pertenecen al período de destierro y de los cuales ya hemos hablado691, hay que añadir la epístola en verso sobre el mismo tema (epístola X)692, que, indiscutiblemente, fue escrita al mismo tiempo que el discurso en prosa. El poema, noble, generoso, útil -y conforme por ello con el ideal artístico de la época- traduce acertadamente los conceptos del despotismo ilustrado, pero no suscita ningún comentario particular. En cambio, los Fragmentos del discurso no sólo muestran la cultura de Meléndez en materia de beneficencia -ya indicamos que había leído a Ward, Runiford, Luis Vives y otros muchos autores, y le hemos visto anteriormente comprar la obra de Bentham, Sur les pauvres-, sino que prueban también la experiencia personal y directa de Meléndez en la materia, experiencia adquirida en el ejercicio de sus funciones; este discurso sobre la mendicidad está plagado de reminiscencias del asunto de los hospitales de Ávila. Al leerlo nos ha sorprendido encontrar varios párrafos que terminan por «etc., etc.». Pero el hecho se produce en el primer capítulo, «Del estado de nuestros Hospicios», el mismo donde las observaciones de magistrado podían servirle directamente. ¿Por qué el autor no acaba sus frases? Sencillamente, porque para escribir su discurso tenía a la vista sus documentos de Ávila: cuatro representaciones al Consejo de Castilla y tres cartas oficiales que escribió al obispo, al deán del cabildo y a los canónigos. Se conforma, pues, con anotar el atisbo de una idea, de un desarrollo: el resto ya estaba completamente redactado sobre su mesa. Aquí tampoco es enteramente creador: recorta una tela que había tejido anteriormente con sus manos.

La oda a la Creación nos da ocasión a una observación análoga. Desde el título de este largo poema filosófico, La Creación o la obra de los seis días, el lector no puede menos de pensar que el autor se ha inspirado, ya directamente en la narración del Génesis, ya en el Paraíso Perdido de Milton, del cual había corregido en otro tiempo el primer canto traducido por Jovellanos693; y sabemos que el propio Batilo había imitado al poeta inglés en la Caída de Luzbel, cuando la Academia Española propuso este tema de concurso en el año 1785.

Además, un documento convincente nos obliga a relegar estos dos textos al rango de fuentes auxiliares, en provecho de otra, bastante sorprendente en Meléndez, La Creación del Mundo, oratorio de Haydn. A. Rodríguez Moñino posee, en efecto, el texto del libreto en la traducción francesa de Joseph-R. Ségur, copiado por la propia mano de nuestro poeta694.

Sabemos que el oratorio de Haydn se ejecutó el 30 de abril de 1798, en Viena, en el palacio del príncipe von Schwartzenberg, y obtuvo un gran éxito; la obra se tocó en todas pares, pese a una pasajera prohibición de la Iglesia Católica, en los países de lengua alemana. Pero lo que valió un renombre europeo a La Creación del Mundo fue la primera ejecución francesa hecha en París, en el teatro de las Artes, el 20 de diciembre de 1800 (3 de nivôse, año IX), bajo la presidencia del Primer Cónsul Bonaparte. Esta audición estaba organizada por Ignacio Pleyel y Luigi Cherubini y fue dirigida por Daniel Steibelt (a quien se debe la primera adaptación de la obra). Obtuvo un gran éxito en el plano musical; pero un incidente, extraño completamente a las Bellas Artes, contribuyó a la celebridad de la obra: en efecto, al dirigirse a esta representación, el Primer Cónsul escapó por poco, en la calle Nicaise, a un atentado dirigido contra él. «Entre las personas que fueron al día siguiente a felicitar al Primer Cónsul por haber escapado ileso del atentado se encontraba una delegación del Conservatorio, ante la cual Bonaparte mencionó la audición de la Creación. Haydn se convirtió así en quince días en el compositor más admirado»695. Y algún informe lisonjero de una revista literaria debió de atraer la atención del magistrado sobre este poema musical, que constituyó el germen de su Creación.

¿Cómo ha explotado nuestro autor esta fuente, que indirectamente le llevaba de nuevo a los cantos VII y VIII del Paradise Lost?696 Se limitó a redondear la traducción francesa: en lugar de 327 versos (en el texto de Steibelt tal como lo había copiado por su propia mano), su poema tendrá 530 versos. Añade una introducción que recuerda el principio de su oda A las estrellas697. A partir de aquí, el poeta sigue con mucha exactitud la prosa del libreto; para evitar al lector toda confusión, subraya, poniéndolas en cursiva, las órdenes de Jehová, que marcan cada día de la Creación: Que la Luz sea, Las Aguas se dividan, Al hombre a imagen nuestra hagamos, etc. En cada una de estas jornadas recurre a la amplificación; por ejemplo, en el cuarto día, la traducción comenzaba así:


Dieu parle et d'habitants nombreux
L'onde alors est peuplée
La troupe ailée elle aussi rassemblée
Éclate en sons mélodieux
Et vole appelée pour animer les cieux.


Este episodio ocupa 50 versos en Haydn y 80 en Meléndez. Mientras el texto francés, tan lacónico como el Génesis, sólo consagra a los peces un único verso, que no puede ser más vago:


L'onde alors est peuplée...


Meléndez, imitando en este punto al autor inglés, llena esta laguna, gracias a la «ballena fiera, señora de las olas», y como esto no basta, añade, para no pecar de tacaño, al torpedo, la foca, el salmón, la dorada, el tiburón, el delfín, los corales y la madreperla... Así restablece una simetría perfecta: cuatro décimas para los peces o similares y otras cuatro para los pájaros.

Igual operación hace el poeta con el quinto día: la creación de los animales. Haydn sólo cita al león, al tigre, al ciervo, al caballo, a los «rebaños», a la serpiente, y no consagra más de un verso a cada una; Meléndez reúne una colección de fieras mucho más rica, todas las especies que Noé pudo ver dispuestas a subir al Arca: después del feroz rey de las selvas, un verso shakesperiano: «una colina en marcha, el elefante»; después, revueltos, el potro, el ciervo, el cordero, la liebre, la cabra y el lobo, como hermano y hermana, ya que en este tiempo feliz, la «Santa armonía» reinaba en el mundo; aquí viene el toro, el tigre indómito, el rinoceronte y el perro veloz entre las patas de la moteada jirafa.

No obstante, a partir del verso 400, Meléndez muestra mayor originalidad: a la descripción lírica de la naturaleza, encantadora, tal como se ofrecía a nuestros primeros padres en esta mañana del mundo, Batilo añade un análisis psicológico del hombre, en el cual distingue -sin duda, a imitación de Pascal- la imaginación, madre de la esperanza y de la insatisfacción, que le empuja a buscar algo más allá de este paraíso del cual es rey; más adelante traza un retrato de Eva, tan bella que el mismo Dios quedó «boquiabierto»:


El común Padre, extático, la admira.


Este trozo, lleno de frescura, de exquisita sensibilidad, es, a nuestro entender, el más delicado, el más bello himno a la mujer que nos ha dejado el cantor de Filis698. Parece como si las Musas hubieran sabido reconocer en este inquieto cincuentón que volvía a Salamanca al alegre Batilo de otros tiempos y le hubieran dado un beso.

Por otro lado, el poeta ya no es el joven pagano que perdía el sentido cuando leía alguna estrofa de Anacreonte. Y los últimos cuarenta versos de su Creación tienen un sabor indudablemente cristiano. En Haydn, la primera pareja canta la gloria del Creador. Apenas si se anuncia al final como una simple posibilidad el tema de la caída:


Couple heureux et pour jamais heureux
Si vous craignez un si fidèle guide,
Si vous savez de vos coeurs garder l'essor timide,
Et réprimer l'espoir d'un vain savoir...


En Meléndez, al contrario, la caída se produce: «... ¡Fatal deseo del vedado saber!...» Pero esta caída es, finalmente, feliz, ya que por la Redención vale al hombre esa unión con su Creador que le envidian los ángeles:


¡Oh, culpa felicísima! ¡Oh, misterio!
¡Víctima, redención, juicio inefable!
Ya es gloria la caída.
[...]
Miro, a su mismo Autor mi carne unida,
Y al polvo sobre el ángel sublimado.


Al desembocar así en el tema de la Feliz culpa y de la comunión, Meléndez, separándose radicalmente de Milton699, encontraba de nuevo una de las grandes corrientes de la devoción popular e incluso de la literatura española: el culto de la Eucaristía, tema predilecto del Auto Sacramental.

Finalmente, en un grandioso final, tras haber invitado a toda la Creación a cantar el poder y la bondad de Dios -«Laudate Dominum de coelis; laudate eum in excelsis»-, tomando de nuevo la ficción inicial de la oda A las Estrellas, la del espíritu humano que recorre el universo en busca de su creador, el poeta contempla este orden que se le impone en todo lugar y canta su asombro y su adoración:


Jamás la mente acaba de admirarte.


Este es el largo y desigual poema -a veces un poco decepcionante en las partes donde el autor no consigue liberarse totalmente de sus modelos-, pero cuyo último tercio prueba que Meléndez, pese a sus fracasos, pese a los golpes que no le escatimaron ni la suerte ni los hombres, seguía siendo capaz de encontrar aún, en el fondo de su martirizado corazón, la sensibilidad y frescura encantadoras de sus años mozos700.