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Don Juan Tenorio y la tradición de la comedia de magia

David T. Gies


Universidad de Virginia



Don Juan Tenorio es un drama que ha fascinado a los críticos y al público desde su primera representación en Madrid en marzo de 1844. Aunque tardó unos años en llegar a convertirse en el drama más popular del repertorio tradicional español, no cabe duda de que la fuerza artística de los personajes, la belleza poética de los versos y la profundidad religiosa de su mensaje han seducido e inspirado a generaciones de lectores y espectadores españoles. Sin embargo, existe una gran diversidad de opiniones sobre su interpretación: los críticos no saben qué hacer con este drama ni están de acuerdo en cómo comprenderlo. En particular, no saben cómo tratar tantos elementos fantásticos (irracionales) de su contenido. El mismo Zorrilla, años después del estreno, se arrepintió de las «extravagancias» que había incluido en su drama y trató, naturalmente sin éxito, de «corregir» su producción para producir un drama más realista. Trató incluso de convertirlo en zarzuela (Adams 6).

Más que nada lo que les ha molestado a los críticos son las faltas de buen sentido y racionalidad en que Zorrilla incurrió al incluir en su drama tantas escenas fantásticas e improbables como la primera del segundo acto de la Segunda Parte, cuando el Comendador entra en el aposento de Don Juan sin molestarse en abrir la puerta cerrada («La estatua de Don Gonzalo pasa por la puerta sin abrirla, y sin hacer ruido» 210), o la cuarta escena del primer acto de la Segunda Parte, cuando las flores y el llorón en la tumba de Inés se cambian en una «apariencia» (196). O cuando «trasparéntase en la pared la sombra de doña Inés» (213). Si añadimos estas escenas a otras que contienen sombras que aparecen, desaparecen y hasta hablan; esqueletos que se mueven; tumbas que se abren y cierran por sí solas; cenas que consisten en carne de serpiente, huesos humanos y fuego; y otras cosas por el estilo, empezamos a entender las enormes dificultades que han obstaculizado la comprensión de esta producción que lleva la etiqueta crítica de «romántica».

Para explicar esta complicada obra de arte, los críticos se han armado de varias teorías. Por ejemplo, Casalduero y Mandrell basan sus interpretaciones en el estudio de las fuentes literarias del drama; Mazzeo, Abrams y Romero descubren los problemas de la teología cristiana; Pérez Firmat estudia el valor lúdico del drama; y recientemente Feal Deibe analiza la psicología freudiana y jungiana del héroe central. Tales teorías añaden mucho a nuestra comprensión de la obra, sin duda, pero ni los críticos citados -ni otros- se han enfrentado con el elemento fantástico-sobrenatural del drama. Y peor que explicaciones incompletas o ineptas es la ausencia total de explicaciones; esto es, el silencio que notamos en los mismos críticos cuando tratan de dar cuenta de algunos de los acontecimientos más inexplicables del drama. La mayoría de estos críticos pasan por alto los acontecimientos más inexplicables del drama esperando, supongo, que no tomemos en cuenta los lapsus o los non sequiturs de su explicación. Otros condenan tales episodios -y el drama- como cursi, improbable y, aunque eminentemente teatral, inaceptablemente divertido y por eso, poco serio. El golpe de gracia para los críticos ha sido el fin del drama, donde don Juan muere a los pies de doña Inés, rodeado de flores y angelitos, y donde el público ve en las tablas las almas de los dos amantes subir hacia el Cielo. Una típica reacción crítica ha sido la de Roberto Sánchez, que escribe:

What an apotheosis he creates for Don Juan in the final scene! One with celestial music, perfumed flowers, and fluttering cherubs. In short, an extravagant example of nineteenth century cursilería at its worst.


(43)                


Indudablemente, es difícil hoy en día ahogar la risa al leer los excesos perpetrados por Zorrilla. El fin nos parece divino y absurdo, pero lo aceptamos como ejemplo de la alta emoción romántica que hemos llegado a esperar después de nuestra lectura de las obras de Martínez de la Rosa, Rivas, García Gutiérrez, Hartzenbusch, y otros por el estilo. En vez de mantener el vergonzoso silencio de tantos críticos, vamos a enfrentarnos con estos episodios.

Ahí está, por ejemplo, la extraordinaria serie de acotaciones que incluye Zorrilla al fin de su obra:

Vuelven los esqueletos a sus tumbas, que se cierran.


(225)                


Vuelven las estatuas a sus lugares.


(225)                


Las flores se abren y dan paso a varios angelitos que rodean a doña Inés y a don Juan, derramando sobre ellos flores y perfumes, y al son de una música dulce y lejana, se ilumina el teatro con luz de aurora. Doña Inés cae sobre el lecho de flores, que quedará a la vista en lugar de su tumba, que desaparece.


(225-26)                


Cae don Juan a los pies de doña Inés, y mueren ambos. De sus bocas salen sus almas representadas en dos brillantes llamas, que se pierden en el espacio al son de la música.


(226)                


El crítico que más se aproxima a una comprensión de estas escenas es Ermanno Caldera, quien escribe:

«Non per nulla ricomparirà, rinverdito e nobilitato, nel Tenorio di Zorrilla che si gioverà per l'appunto di una statua parlante -la Sombra de Doña Inés- per sottolineare quel clima di profonda incertezza esistenziale che caratterizza le ultime pagine dell'opera».


(«Sulla "spettacolarità"» 25)                


Sin duda es peligroso buscar verosimilitud en un drama simbólico que incluye acciones que no caben dentro de los límites de la experiencia humana. ¿Cómo interpretar estas escenas? ¿En qué sentido creía Zorrilla que esta escena final daba buena conclusión a un drama que contiene algunos de los versos más bellos que había escrito en su vida? Y -acaso más importante para nosotros- ¿de dónde viene esta acumulación de fantasmagoría teatral?

Es en los dramas de sus contemporáneos donde tenemos que buscar las raíces o los antecedentes de estos efectos fantásticos. El drama romántico en España estaba en su apogeo cuando Zorrilla escribió su obra y, como todo el mundo sabe (o dice), Don Juan Tenorio es el drama romántico por excelencia1. Por eso no debería ser difícil encontrar las semillas de su inspiración en los mayores dramas románticos de Martínez de la Rosa, Rivas, García Gutiérrez o Hartzenbusch, que habían dominado los teatros madrileños y nacionales durante la década precedente al estreno del Tenorio. Sin embargo, descubriremos que no hay en los dramas de los autores mencionados sombras que hablen, almas que vuelen, muros transparentes ni flores que desaparezcan. Ni vamos a encontrar ninguna escena del estilo en ningún otro drama romántico producido en España en la primera mitad del siglo XIX. Se habla de un vuelo de brujas en El trovador, pero no se ve nada parecido en las tablas.

Como he notado en otros sitios, Don Juan Tenorio no cabe dentro del típico patrón de los otros dramas románticos, ni ideológica ni históricamente («Don Juan contra don Juan» y «José Zorrilla»). Para comprender su enorme atracción, un crítico, Francisco Ruiz Ramón, ha subrayado la impresionante «teatralidad» de la obra, y creo que podemos estar de acuerdo con su observación de que es la teatralidad -el espectáculo- del drama lo que impresiona más al público. Escribe Ruiz Ramón: «Zorrilla ha sabido captar y expresar, y en eso consiste su genio, no esta o la otra significación de Don Juan... sino su secreto de ente escénico, su esencial y genial teatralidad». (330) Sin embargo, todavía no está muy claro cuál sea la naturaleza de aquella teatralidad y, aún más, cuál sea el contexto histórico en el que tenemos que juzgar la obra.

Para acercarnos a aquel contexto, creo que es necesario volver la vista no, como acabo de sugerir, a los dramas románticos de la década de 1830, sino a las enormemente populares -y hoy casi totalmente olvidadas- «comedias de magia» que dominaron las tablas españolas durante todo el siglo XVIII y que gozaron de gran popularidad hasta mediados del siglo XIX. Tales dramas han sido relativamente desatendidos por la crítica y rara vez leídos fuera de las clases universitarias; y aun en estas muy raramente. Muchos críticos expresan cierta inquietud sobre su escaso valor literario; notan su importancia histórica a la vez que condenan su gran éxito popular. Buen ejemplo de esta actitud son las palabras de Charles Aubrun, que escribe: «La comedia de magia responde al pésimo gusto de un público crédulo, de unos actores histriónicos y de unos dramaturgos sin conciencia fabricantes de literatura al uso. Es mala porque no tiene raíces en la realidad circundante y porque también elude los problemas eternos del hombre y de la sociedad» (194). Juan Luis Alborg, en su importante Historia de la literatura española, las considera provenientes de entre «los géneros más populacheros y ramplones» (549). Con todo hay que confesar que la comedia de magia ejerció una enorme influencia sobre el gusto teatral y el desarrollo del drama en los siglos XVIII y XIX. La documentación histórica prueba sin la menor duda que el género más popular durante toda la época romántica no fue el drama romántico ni la comedia moratiniana (que todavía gozaba de inmenso prestigio), sino precisamente el de la mal conocida «comedia de magia». Como señala Joaquín Álvarez Barrientos: «Las similitudes entre las comedias de magia y los dramas románticos son frecuentes» (Cañizares 185).

La magia, como un elemento de la teatralidad, ha existido en el drama desde el tiempo de los griegos. La magia se presta a la explotación en las tablas, y su profunda conexión con el espectáculo religioso combinado con la sugerencia de la influencia diabólica, la establece como excelente fuente de la inspiración dramática. Pensemos tan sólo en Medea, Celestina o El mágico prodigioso de Calderón, y nos damos cuenta en seguida de la importancia de la magia para el desarrollo del teatro occidental. No fue hasta el siglo XVII, sin embargo, cuando la forma y la idea empezaron a juntarse en las tablas. El interés de Felipe IV en el espectáculo teatral inspiró la creación de dramas que contenían numerosas escenas mágicas, y la llegada de Cosme Lotti a la corte española por fin ofreció la posibilidad de realizar espectaculares mutaciones mágicas en escena (recordemos especialmente su famosa producción de El mayor encanto amor). Con las ingeniosas tramoyas de Lotti, el público palaciego de repente pudo ver volar a los actores (en vez de escuchar relaciones de tales vuelos); y efectos previamente inauditos como aligeramientos, desapariciones y mutaciones repentinas, llegaron a ser comunes en los teatros de la corte. A la gente le encantó estos efectos mágicos. Como explica Caro Baroja:

Parece que, con frecuencia, el teatro de los pueblos europeos se somete a una especie de ley, según la cual, las obras primeras han requerido muy pocos recursos escenográficos y tramoyísticos. Las de los momentos de máximo esplendor tampoco requirieron grandes decoraciones, atrezos, etc. Pero, después, la escenografía y la tramoya van adquiriendo mayor importancia y esta llega hasta alturas tales, que lo de menos es lo que se representa, y lo importante son las mutaciones y cambios prestigiosos que pueden darse a la escena.


(Teatro popular 38)                


Estas técnicas llegaron a ser más populares en el siglo XVIII, y dramas como El mágico de Salerno (1715) de Juan Salvo y Vela, crearon una especie de paradigma para la comedia de magia (Buck 252). Repetidas continuaciones de esta obra, y la creación de toda una nueva serie de obras -en realidad, de un nuevo género- llenaron los teatros. René Andioc describe muy bien cómo las comedias de magia eran

las obras populares por excelencia: ricos o pobres, todos acuden a las puertas de los coliseos, y si el porcentaje de ocupación de las localidades caras llega o se avecina al cien por cien durante varios días hasta tal punto que el gráfico se asemeja a una línea horizontal, el de las localidades baratas presenta la particularidad de ser mayor que nunca.


(49)                


Como era de esperar -especialmente en la época neoclásica- junto con el crecimiento de la popularidad de la comedia de magia, hubo un aumento en el nivel de las protestas contra su vulgar y superficial espectacularidad o, como Moratín hijo escribió, contra estas «piezas más desatinadas y absurdas que pudieron hallarse» (147). Siempre habían sido populares, sí, pero la hostilidad crítica intentaba hundirlas desde sus primeras representaciones. Para algunos críticos dieciochescos eran «monstruosos comediones de mágica» (Memorial Literario, enero 1785; citado por Santoro 207). El anillo de Giges recibió el epíteto de «basura dramática» en las páginas del Memorial Literario en junio de 1787 (Caro Baroja, Teatro popular 228). El mismo periódico, refiriéndose a Marta la Romarantina, había opinado en 1784 lo siguiente:

Lo peor que tienen estos deformes comediones, es que al vulgo ignorante le hacen más bárbaro, y tal vez más perverso... A esto se añade, que el tiempo en que se suelen representar estas infernales visiones es el de la Navidad o de Carnestolendas; tiempo en que es costumbre que vayan a los teatros las criadas, los sirvientes, los niños, y otras gentes de la más descuidada educación.


(Caro Baroja, Teatro popular 230)                


«Deformes comediones», «vulgo ignorante», «bárbaro», «perverso»: pero aunque los neoclasicistas manipularon la prohibición oficial de las comedias de magia en 1788 (por ser contrarias «a la Religión, a la razón, a las costumbres y a la decencia», Memorial Literario, marzo 1788; citado por Santoro 210), nunca llegaron a desterrarlas por completo de los teatros. En esto el público estaba en contra de Luzán, Moratín, Jovellanos, Díez González y otros que protestaban contra los excesos del género, y las prohibiciones no disminuyeron su popularidad. Las comedias de magia con títulos como Don Juan de Espina, Juana la Rabicortona, Brancanelo el Herrero, El anillo de Giges, Marta aparente (muchas de estas ahora publicadas en ediciones modernas), y en particular la popularísima Marta la Romarantina continuaron deslumbrando al público hasta ya bien entrado el siglo XIX. Es más: quedan testimonios de la popularidad de ciertas comedias de magia incluso a comienzos del siglo XX.

Por eso, cuando Juan de Grimaldi, el director de escena más brillante que tuvo el siglo XIX español, escribía su versión/traducción de La pata de cabra en 1829 -una comedia de magia destinada a ser el drama más popular y más taquillero de la primera mitad del siglo en España- conectaba con una larga tradición teatral y una larga experiencia de favorable recepción pública de los espectáculos mágicos en las tablas. La pata de cabra, como he demostrado en esta revista y en mi recién publicada edición de la obra, recibió más representaciones que ningún otro drama puesto en escena en Madrid desde 1829 hasta 1850. Mantuvo su popularidad y hasta se vio en la capital en la segunda década del siglo XX. Inició un redescubrimiento (aunque el género nunca se perdió, como hemos visto) de la comedia de magia en la década de 1830, la misma década que vio los dramas románticos en los teatros madrileños. Su popularidad no sólo se notó entre el vulgo; también asistió un público culto y burgués. Comedias de magia como El diablo verde, La redoma encantada y Los polvos de la madre Celestina (los dos últimos de Juan Eugenio Hartzenbusch, autor de la tragedia romántica Los amantes de Teruel), ganaron grandes cantidades de dinero para los empresarios teatrales de la década. La pata se consideró un «becerro de oro» y un «talismán» para los empresarios por su capacidad de aumentar las ventas teatrales, particularmente durante una época en la que la mayoría de las empresas teatrales perdieron dinero o incluso terminaron en la bancarrota.

La pata contiene treinta y cinco mutaciones mágicas, y los documentos sacados del Archivo de la Villa de Madrid demuestran el alto nivel de profesionalidad y pericia técnica que exigía la representación de esta obra, tanto por parte de los tramoyistas como por la de los cómicos. En una escena, el público ve la siguiente mutación:

Aprovecha Cupido el momento en que los cíclopes no le pueden ver para acercarse a la orilla del mar. Toca el agua con una de sus flechas, y salen de las ondas las tres gracias en una hermosa concha de nácar tirada por tres cisnes... se transforma la concha en un magnífico navío del gusto griego antiguo, servido por una tripulación de cupidillos.


(167)                


Y en seguida, «todos corren hacia el nave, el cual se transforma así que se acercan en un espantoso monstruo marino que vomita llamas sobre ellos» (168). ¿Qué diría Moratín de esta comedia tan llena de mutaciones espectaculares, cuando se quejó tan amargamente de la comedia Armida y Reinaldo, por contener esta «una hechicera que vuela por el aire, en un carro tirado de dragones que arrojan fuego por las narices»? (Obras póstumas, citado por Santoro 212).

Semejantes elementos mágicos se heredaron de drama en drama. Hay una larga tradición de levantamientos, mutaciones y otros trucos tramoyísticos en las comedias de magia, pero hay ciertos detalles específicos que podemos trazar de un drama a otro, muchos de ellos recogidos por Grimaldi en su comedia. Para no detenerme demasiado en esto sólo voy a citar unos cuantos ejemplos como la escena del Diablo verde (1830) que parodia (o plagia) la famosa escena de las Fraguas de Vulcano, de La pata de cabra (un plagio notado en El Correo Literario y Mercantil en 1830), o las velas que se encienden automáticamente en La redoma encantada de Hartzenbusch, truco que se vio también en La pata. Hartzenbusch recurre al ejemplo de La pata para el gracioso eco que se oye repetido en el cuarto acto de su comedia (Simplicio experimentó algo semejante en la última escena del Acto Segundo), así como el frustrado intento de comer de don Garabito en La redoma recuerda la misma frustración de don Simplicio en La pata.

Todos los autores de la época conocían bien esta tradición teatral. Larra se refería al protagonista de La pata de cabra en sus artículos satíricos. Zorrilla también conocía la situación de los teatros españoles. Opinaba que el drama de Grimaldi fue, sin embargo, la salvación del teatro español durante la represión fernandina. (Es interesante notar que el aficionado más entusiasta de las comedias de magia fue el mismo rey don Fernando). Según el juicio de Zorrilla, «el teatro renació y se regeneraba en manos de un extranjero, Grimaldi, y con una casi inocente estupidez: La pata de cabra» (Recuerdos 2004). En sus Recuerdos del tiempo viejo cuenta las inmensas presiones que seguían pesando sobre el teatro después de la muerte del rey. Por citar sólo un ejemplo, a fines de los años 30 y a principios de los 40 los teatros sufrían una competencia feroz entre la compañía de actores del Teatro de la Cruz y las representaciones del circo y de la ópera que amenazaban seducir al público a trasladarse del teatro legítimo a los espectáculos más divertidos. De nuevo, fue una comedia de magia lo que llegó a ser la salvación del teatro. Nótese cómo Zorrilla, en su descripción, combina el género de la comedia de magia con su propia iniciación teatral:

La temporada cómica del 38 al 39, por no sé qué circunstancias fortuitas o premeditadas, iba a pasar sin que hubiese compañía en los teatros de Madrid. Lombía, asociado con Luna, Pedro López, las Lamadrid y otros, se presentaron en época avanzada, con las más sinceras protestas de modestia, a llenar como mejor pudiesen aquel vacío. Estimóselo el público, y quedó constituida en compañía aquella sociedad, para la temporada del 39 al 40. La redoma encantada fue para ella «la gallina de los huevos de oro», y en aquel año cómico presenté yo mis tres primeras comedias.


(1808)                


Es importante observar aquí que uno de los nuevos periódicos teatrales del día, El Entreacto, del cual Zorrilla era uno de los fundadores (con Ventura de la Vega y Patricio de la Escosura) publicó una reseña muy favorable de La redoma encantada en 1839 («linda composición», «una obra maestra» [El Entreacto, 31 octubre 1839; citado por Santoro 230]) y usó para su primer grabado uno de Antonio Guzmán en su papel más famoso, esto es, en el de don Simplicio Bobadilla Majaderano Cabeza de Buey, de La pata de cabra. Así, el espectáculo y la magia estaban por estos años profundamente incrustados tanto en la mentalidad popular como en los mismos teatros. La gente conocía las comedias de magia, exigía su repetición en las tablas y asistía más asiduamente a sus representaciones que a las de los dramas de intención más seria.

Mesonero Romanos, en su estudio sobre los dramaturgos anteriores a Lope, recuerda las frecuentes representaciones de las comedias de magia en su tiempo, escribiendo que «han sido el espectáculo popular por muchas generaciones, el recurso de los cómicos y el áncora de salvación de las empresas teatrales» (XX). Y como apunta Caro Baroja, recuerda algo semejante Antonio Espina, que «nacido en 1850, al tratar de los diez primeros años de su vida, dice que los niños madrileños, los domingos por la tarde, solían ir al teatro, a ver Los polvos de la madre Celestina precisamente, La pata de cabra y también El asombro de Jerez, Juana la Rabicortona» (Teatro popular 246). Zorrilla tuvo la oportunidad de ver estas comedias de magia o leerlas, porque varias de ellas se representaron en los primeros años de la década de los 40. De las carteleras teatrales, por ejemplo, sabemos que La redoma encantada y Los polvos de la madre Celestina se representaron en Madrid en 1839, 1840, 1841, 1842, y 1843 (Herrero Salgado, Simón Díaz). Asimismo, Las Batuecas, otra comedia de magia del mismo Hartzenbusch, se representó cinco veces en 1843 y dos más, en febrero de 1844, justamente cuando estaba escribiendo Zorrilla su Don Juan Tenorio. La pluma encantada, de Bretón de los Herreros, se vio en múltiples representaciones en Madrid en 1841. No voy a comentar El desengaño en un sueño, de Rivas, aunque lleno de mutaciones mágicas, por no caber dentro de nuestra investigación y por no haberse representado en la época de su composición (1842).

Lo mismo se puede decir de la popularidad de las comedias de magia en las provincias. El libro del profesor Zabala sobre El teatro en Valencia detalla su éxito a finales del siglo XVIII. En un reciente estudio sobre la comedia de magia en Valencia, Lucio Izquierdo Izquierdo prueba que lo mismo pasó en el siglo XIX: «Suponemos que su anuncio en la cartelera teatral era todo un acontecimiento; que la compañía montaba un espectáculo capaz de atraer a las masas populares; y que el público esperaba estas representaciones como algo extraordinario» (405). Sabemos además, que La pata gozó de su acostumbrado éxito en sitios como Vitoria en 1841, donde «ha tenido en aquella ciudad el éxito prodigioso que en Madrid tuvo» (Noticias de las Provincias, 9 mayo 1841; citado por Santoro 214). En Barcelona, La redoma encantada llegó a tener más de 160 representaciones.

En uno de los escasos artículos críticos escritos sobre este tema Ermanno Caldera, con su acostumbrada perspicacia, señala que con La pata de cabra «la etapa romántica de la comedia de magia había pues empezado» («Última etapa» 250). Caldera hace hincapié en las contribuciones de Hartzenbusch y de Bretón de los Herreros a la renovación del género a finales de los años 30, pero podemos mencionar otras comedias de magia de los años 30 que sirven como etapas en la marcha hacia la comedia de magia romántica. Me refiero, por ejemplo, a otro de los dramas más populares de la época, El diablo verde, estrenado en 1830 y representado centenares de veces durante esa década2.

Volvamos a Zorrilla. En el ya mencionado artículo, Caldera hace la siguiente sugestiva observación:

Y no se puede negar que la atmósfera que envuelve las últimas escenas de la obra de Zorrilla, con su incertidumbre entre lo real y lo aparente, revela un estrecho parentesco con las antiguas comedias de magia: sólo que ahora a la magia grosera de las tramoyas se ha sustituido el hechizo más sutil de la poesía.


(253)                


Tales verdades no son obvias si sólo buscamos, como ha hecho la crítica tradicional, en las antiguas comedias españolas las raíces del Don Juan zorrillesco. Por ejemplo, el antecedente más directo del don Juan de Zorrilla, el de Tirso, también tiene elementos mágicos, pero hay varias diferencias fundamentales: primero, en Tirso, tales agentes de la magia no figuran en la lista de personajes, una notable diferencia porque implica que no forman parte esencial del repertorio. Segundo, en Tirso no es una estatua que habla sino un «muerto» (589), figura espectral pero no fantástica. Tercero, en Tirso no hay trucos mágicos puestos en escena (menos uno sencillo al final, donde «húndese el sepulcro con don Juan y don Gonzalo» 590).

Si estos elementos tan «mágicos» de Zorrilla no proceden ni de Tirso ni de los otros dramas románticos de la época, ¿de dónde vienen? Nos es fácil contestar la pregunta si tomamos en cuenta lo que acabamos de decir sobre las comedias de magia. Por ejemplo, El mágico de Salerno (antes de 1740) de Salvo y Vela, ya contiene unos personajes fantásticos como dos ángeles y una estatua que figuran entre la lista de personajes que hablan en la obra. Así, ya tenemos en una comedia de magia una estatua que habla, el mismo recurso a que acude Zorrilla 130 años después. Estatuas que hablan y que se cambian en seres humanos (un tópico basado en el mito de Pigmalión) aparecen en El mágico de Salerno (parte 3), en El ilustre pescador, en El mágico Federico, y en Marta aparente (parte 3), entre otras comedias de magia. En muchas obras de este género encontramos gente que aparece y desaparece (por los escotillones que llegaron a estar muy de moda en los teatros) como les pasa luego a la sombra de doña Inés y la estatua de don Gonzalo. Pero es al final del Tenorio donde se ve más claramente la influencia de las comedias de magia en la concepción teatral de Zorrilla. Si recordamos los elementos que pone Zorrilla al fin de su drama -los angelitos, las dos almas que suben al cielo, la cama de flores, etc. sólo tenemos que volver unos años atrás, al año 1829, para descubrir una de las posibles fuentes de inspiración de esta escena. La pata de cabra termina con una escena donde los dos amantes están sentados en un trono de flores en el Cielo, protegido por el angelito por excelencia, Cupido. Otros elementos los coge Zorrilla de Hartzenbusch, en cuyo La redoma encantada se oye llamar al héroe el «don Juan Tenorio de nuestros tiempos» (293) y donde el público es testigo de la presencia de dos estatuas que vienen a cenar con don Garabito, dos «convidados de piedra» (443). Tanto Grimaldi y Hartzenbusch como Zorrilla se inspiran en la misma fuente: las antiguas comedias de magia.

Pero si el uso de las mutaciones mágicas no fuera lo suficientemente convincente para probar la deuda de Zorrilla con el género mágico, debemos ahora referirnos a otro elemento de la comedia de magia que usó en su drama. Me refiero a la música, un elemento esencial en muchos géneros dramáticos pero especialmente popular en las comedias de magia y aun más a partir de la segunda década del siglo XIX cuando las compañías de ópera eran los únicos competidores serios para el drama en las taquillas de los teatros. René Andioc, basándose en los estudios de Subirá y Cotarelo, demuestra cómo las comedias de magia contenían un esencial elemento musical («Las comedias de magia utilizan en efecto una abundante participación musical prevista por el dramaturgo» [54]). Con frecuencia, el acompañamiento musical aparecía en los puntos clave de la comedia para reforzar la acción. «Se bailaba, se cantaba -y el momento del canto era sumamente importante-, se creaban ambientes y se disimulaban los ruidos producidos por las máquinas en las mutaciones» (Álvarez Barrientos en Cañizares 19). Experimentamos algo parecido en Don Juan Tenorio. Zorrilla emplea, por ejemplo, campanas para subrayar lo lúgubre de la muerte del protagonista. Las campanas de muerte que suenan y luego dejan de sonar se oyen también, como sabemos, en Don Álvaro en la forma del miserere final. Pero en Don Juan Tenorio Zorrilla va más allá de incluir sólo música ambiental para subrayar el tema del drama: se oye el «son de una música dulce y lejana» (226), cuando llega el amanecer y los amantes se preparan para su última subida hacia el Cielo; sus almas «se pierden en el espacio al son de la música» (226). Este elemento tipifica el género y aparece en todas las comedias de magia desde El anillo de Giges a Marta aparente hasta mediados del siglo XIX (Andioc 55).

Sabemos que no existía una completa separación entre los géneros teatrales en los siglos anteriores; las protestas de los críticos neoclásicos dan vivo testimonio de eso. Muchos autores escribieron comedias, tragedias, traducciones o comedias de magia con igual facilidad (Bretón de los Herreros es un caso evidente). El teatro crea sus propias necesidades; esto es, necesita dramas que representar, muchos dramas para satisfacer la curiosidad del público (Larra se quejó amargamente de esta exigencia, como es bien sabido). Por eso, no nos debe sorprender que Zorrilla saque también elementos de varias tradiciones existentes al comenzar a escribir su nuevo drama, y que combine brillantemente elementos de aquel sector del espectáculo dramático que gustaba más al público (la comedia de magia) con aquella parte que había causado tanto entusiasmo en la década precedente (el drama romántico). Además de todo esto, es imprescindible notar que la comedia de magia se legitimizó después de Grimaldi. Leamos lo que se publicó en El Entreacto en 1839 acerca de La redoma encantada de Hartzenbusch:

Hemos dicho que el literato encuentra que admirar en La redoma encantada, porque su autor ha hecho interesante la fábula y por consiguiente a los personajes, siendo así que luchaba con el peligroso escollo de que intervenía en ella un poder sobrenatural; porque los contrastes están bien entendidos; porque los caracteres están bien marcados y con inteligencia sostenidos; porque el lenguaje es fluido y castizo y en fin porque la versificación es seductora y bella, y en particular sorprendente la que está escrita en castellano antiguo.


(Citado por Santoro 230)                


Esta observación se publicó años después del estreno de La conjuración de Venecia, Don Álvaro y El trovador, dramas que representan lo que se creía la vena dominante de la década de los 1830. La época romántica fue un período de profundos cambios políticos y literarios en España y también un momento de gran confusión. El proceso de la legitimización de la comedia de magia sufrió protestas y contradicciones. Cuando Joaquín Pacheco estrenó su Alfredo en 1835 los críticos y el público lo rechazaron, citando, entre otras razones, la inverosimilitud de «un cadáver de cualquier clase que resucite y se presente a los vivos» (Eco del Comercio, 25 mayo 1835; citado por Caldera, «La magia nel teatro romantico» 186), recurso ya clásico, como testimonia el drama de Tirso. Hasta Hartzenbusch, que tuvo grandes éxitos con sus comedias de magia, se contradice al fingir desdén por el género: toma nota de que en su juventud vio dos comedias de magia, «la una por curiosidad, por equivocación la otra» (citado por Caldera, «La magia nel teatro romantico» 188). La reaparición del interés por la magia refleja esta confusión. Como Caro Baroja nos recuerda, «la fe en la magia y en la adivinación pueden surgir en cualquier situación, colectiva o individual, en que ciertas emociones, pasiones y deseos sean muy fuertes e imperiosos», («Feijoo» 185). Continúa:

Porque la magia, no sólo en Europa, sino en otras partes, hace con frecuencia su aparición fatídica junto a sentimientos de frustración, de insatisfacción apasionada, y la clientela de magos y hechiceros es una clientela de hombres y mujeres con grandes odios, con grandes amores, con grandes tristezas, con grandes ansias de mando, de dinero, de venganza, pero sin recursos propios para satisfacer odios, amores y otras ansias.


(«Feijoo» 185-86)                


No tenemos mejor definición de la época romántica y es exactamente lo que refleja la reseña de Alfredo cuando el reseñador pregunta: «¿Se querrá acaso volvernos al siglo de los duendes, brujas y almas en pena?» (citado por Caldera; «La magia nel teatro romantico» 187)3.

La revista El Laberinto se dio cuenta de esta estrecha relación entre el drama de Zorrilla y las comedias de magia al quejarse de la influencia de esta sobre el desenlace de Don Juan Tenorio:

No podemos dar iguales alabanzas al desenlace y final del drama, convertido en un juego de linterna mágica con la aparición de tanto difunto y prolongado mucho más de lo justo, hasta tocar con aquella superabundancia de transformaciones en los excesos de las comedias de magia, hechas para divertir al vulgo en los días de Carnaval. (Citado por Peña en Zorrilla, Don Juan Tenorio 218)

Cuando analizamos Don Juan Tenorio desde esta perspectiva, creo que se nos brinda toda una serie de nuevas posibilidades interpretativas. No hay que olvidar, además, que Zorrilla tituló su obra «drama religioso-fantástico». Conquistó el favor popular y se puso de moda con una enorme dosis de espiritualidad, teatralidad y puro talento poético: la magia más el romanticismo. Zorrilla descubrió una combinación no vista antes en el teatro; enlazó las dos tendencias más populares de su época y llegó a escribir la primera «comedia de magia romántica» en España.






Obras citadas

  • Abrams, Fred. «The Death of Zorrilla's don Juan and the Problem of Catholic Orthodoxy». Romance Notes 6 (1964): 42-46.
  • Adams, Nicholson B. «Don Juan Tenorio: 1877». Revista Hispánica Moderna 31 (1965): 5-10.
  • Alborg, Juan Luis. El Romanticismo. Madrid: Gredos, 1980. Vol. 4 de Historia de la literatura española. 4 vols. 1966-1980.
  • Andioc, René. Teatro y sociedad en el Madrid del siglo XVIII. Madrid: Castalia, 1976.
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