Don Juan Tenorio y la tradición de la comedia de magia
David T. Gies
Universidad de Virginia
Don Juan Tenorio es un drama que ha fascinado a los críticos y al público desde su primera representación en Madrid en marzo de 1844. Aunque tardó unos años en llegar a convertirse en el drama más popular del repertorio tradicional español, no cabe duda de que la fuerza artística de los personajes, la belleza poética de los versos y la profundidad religiosa de su mensaje han seducido e inspirado a generaciones de lectores y espectadores españoles. Sin embargo, existe una gran diversidad de opiniones sobre su interpretación: los críticos no saben qué hacer con este drama ni están de acuerdo en cómo comprenderlo. En particular, no saben cómo tratar tantos elementos fantásticos (irracionales) de su contenido. El mismo Zorrilla, años después del estreno, se arrepintió de las «extravagancias» que había incluido en su drama y trató, naturalmente sin éxito, de «corregir» su producción para producir un drama más realista. Trató incluso de convertirlo en zarzuela (Adams 6).
Más que
nada lo que les ha molestado a los críticos son las faltas
de buen sentido y racionalidad en que Zorrilla incurrió al
incluir en su drama tantas escenas fantásticas e improbables
como la primera del segundo acto de la Segunda Parte, cuando el
Comendador entra en el aposento de Don Juan sin molestarse en abrir
la puerta cerrada («La estatua de Don
Gonzalo pasa por la puerta sin abrirla, y sin hacer
ruido»
210), o la cuarta escena del primer acto de la
Segunda Parte, cuando las flores y el llorón en la tumba de
Inés se cambian en una «apariencia» (196). O
cuando «trasparéntase en la pared
la sombra de doña Inés»
(213). Si
añadimos estas escenas a otras que contienen sombras que
aparecen, desaparecen y hasta hablan; esqueletos que se mueven;
tumbas que se abren y cierran por sí solas; cenas que
consisten en carne de serpiente, huesos humanos y fuego; y otras
cosas por el estilo, empezamos a entender las enormes dificultades
que han obstaculizado la comprensión de esta
producción que lleva la etiqueta crítica de
«romántica».
Para explicar esta complicada obra de arte, los críticos se han armado de varias teorías. Por ejemplo, Casalduero y Mandrell basan sus interpretaciones en el estudio de las fuentes literarias del drama; Mazzeo, Abrams y Romero descubren los problemas de la teología cristiana; Pérez Firmat estudia el valor lúdico del drama; y recientemente Feal Deibe analiza la psicología freudiana y jungiana del héroe central. Tales teorías añaden mucho a nuestra comprensión de la obra, sin duda, pero ni los críticos citados -ni otros- se han enfrentado con el elemento fantástico-sobrenatural del drama. Y peor que explicaciones incompletas o ineptas es la ausencia total de explicaciones; esto es, el silencio que notamos en los mismos críticos cuando tratan de dar cuenta de algunos de los acontecimientos más inexplicables del drama. La mayoría de estos críticos pasan por alto los acontecimientos más inexplicables del drama esperando, supongo, que no tomemos en cuenta los lapsus o los non sequiturs de su explicación. Otros condenan tales episodios -y el drama- como cursi, improbable y, aunque eminentemente teatral, inaceptablemente divertido y por eso, poco serio. El golpe de gracia para los críticos ha sido el fin del drama, donde don Juan muere a los pies de doña Inés, rodeado de flores y angelitos, y donde el público ve en las tablas las almas de los dos amantes subir hacia el Cielo. Una típica reacción crítica ha sido la de Roberto Sánchez, que escribe:
(43) |
Indudablemente, es difícil hoy en día ahogar la risa al leer los excesos perpetrados por Zorrilla. El fin nos parece divino y absurdo, pero lo aceptamos como ejemplo de la alta emoción romántica que hemos llegado a esperar después de nuestra lectura de las obras de Martínez de la Rosa, Rivas, García Gutiérrez, Hartzenbusch, y otros por el estilo. En vez de mantener el vergonzoso silencio de tantos críticos, vamos a enfrentarnos con estos episodios.
Ahí está, por ejemplo, la extraordinaria serie de acotaciones que incluye Zorrilla al fin de su obra:
Vuelven los esqueletos a sus tumbas, que se cierran. |
(225) |
Vuelven las estatuas a sus lugares. |
(225) |
(225-26) |
Cae don Juan a los pies de doña Inés, y mueren ambos. De sus bocas salen sus almas representadas en dos brillantes llamas, que se pierden en el espacio al son de la música. |
(226) |
El crítico que más se aproxima a una comprensión de estas escenas es Ermanno Caldera, quien escribe:
(«Sulla "spettacolarità"» 25) |
Sin duda es peligroso buscar verosimilitud en un drama simbólico que incluye acciones que no caben dentro de los límites de la experiencia humana. ¿Cómo interpretar estas escenas? ¿En qué sentido creía Zorrilla que esta escena final daba buena conclusión a un drama que contiene algunos de los versos más bellos que había escrito en su vida? Y -acaso más importante para nosotros- ¿de dónde viene esta acumulación de fantasmagoría teatral?
Es en los dramas de sus contemporáneos donde tenemos que buscar las raíces o los antecedentes de estos efectos fantásticos. El drama romántico en España estaba en su apogeo cuando Zorrilla escribió su obra y, como todo el mundo sabe (o dice), Don Juan Tenorio es el drama romántico por excelencia1. Por eso no debería ser difícil encontrar las semillas de su inspiración en los mayores dramas románticos de Martínez de la Rosa, Rivas, García Gutiérrez o Hartzenbusch, que habían dominado los teatros madrileños y nacionales durante la década precedente al estreno del Tenorio. Sin embargo, descubriremos que no hay en los dramas de los autores mencionados sombras que hablen, almas que vuelen, muros transparentes ni flores que desaparezcan. Ni vamos a encontrar ninguna escena del estilo en ningún otro drama romántico producido en España en la primera mitad del siglo XIX. Se habla de un vuelo de brujas en El trovador, pero no se ve nada parecido en las tablas.
Como he notado en
otros sitios, Don Juan Tenorio no cabe dentro del
típico patrón de los otros dramas románticos,
ni ideológica ni históricamente («Don Juan
contra don Juan» y «José Zorrilla»). Para
comprender su enorme atracción, un crítico, Francisco
Ruiz Ramón, ha subrayado la impresionante
«teatralidad» de la obra, y creo que podemos estar de
acuerdo con su observación de que es la teatralidad -el
espectáculo- del drama lo que impresiona más al
público. Escribe Ruiz Ramón: «Zorrilla ha sabido captar y expresar, y en eso
consiste su genio, no esta o la otra significación de Don
Juan... sino su secreto de ente escénico, su esencial y
genial teatralidad».
(330) Sin embargo, todavía no
está muy claro cuál sea la naturaleza de aquella
teatralidad y, aún más, cuál sea el contexto
histórico en el que tenemos que juzgar la obra.
Para acercarnos a
aquel contexto, creo que es necesario volver la vista no, como
acabo de sugerir, a los dramas románticos de la
década de 1830, sino a las enormemente populares -y hoy casi
totalmente olvidadas- «comedias de magia» que dominaron
las tablas españolas durante todo el siglo XVIII y que
gozaron de gran popularidad hasta mediados del siglo XIX. Tales
dramas han sido relativamente desatendidos por la crítica y
rara vez leídos fuera de las clases universitarias; y aun en
estas muy raramente. Muchos críticos expresan cierta
inquietud sobre su escaso valor literario; notan su importancia
histórica a la vez que condenan su gran éxito
popular. Buen ejemplo de esta actitud son las palabras de Charles
Aubrun, que escribe: «La comedia de magia
responde al pésimo gusto de un público
crédulo, de unos actores histriónicos y de unos
dramaturgos sin conciencia fabricantes de literatura al uso. Es
mala porque no tiene raíces en la realidad circundante y
porque también elude los problemas eternos del hombre y de
la sociedad»
(194). Juan Luis Alborg, en su importante
Historia de la literatura española, las considera
provenientes de entre «los géneros
más populacheros y ramplones»
(549). Con todo hay
que confesar que la comedia de magia ejerció una enorme
influencia sobre el gusto teatral y el desarrollo del drama en los
siglos XVIII y XIX. La documentación histórica prueba
sin la menor duda que el género más popular durante
toda la época romántica no fue el drama
romántico ni la comedia moratiniana (que todavía
gozaba de inmenso prestigio), sino precisamente el de la mal
conocida «comedia de magia». Como señala
Joaquín Álvarez Barrientos: «Las similitudes entre las comedias de magia y
los dramas románticos son frecuentes»
(Cañizares 185).
La magia, como un elemento de la teatralidad, ha existido en el drama desde el tiempo de los griegos. La magia se presta a la explotación en las tablas, y su profunda conexión con el espectáculo religioso combinado con la sugerencia de la influencia diabólica, la establece como excelente fuente de la inspiración dramática. Pensemos tan sólo en Medea, Celestina o El mágico prodigioso de Calderón, y nos damos cuenta en seguida de la importancia de la magia para el desarrollo del teatro occidental. No fue hasta el siglo XVII, sin embargo, cuando la forma y la idea empezaron a juntarse en las tablas. El interés de Felipe IV en el espectáculo teatral inspiró la creación de dramas que contenían numerosas escenas mágicas, y la llegada de Cosme Lotti a la corte española por fin ofreció la posibilidad de realizar espectaculares mutaciones mágicas en escena (recordemos especialmente su famosa producción de El mayor encanto amor). Con las ingeniosas tramoyas de Lotti, el público palaciego de repente pudo ver volar a los actores (en vez de escuchar relaciones de tales vuelos); y efectos previamente inauditos como aligeramientos, desapariciones y mutaciones repentinas, llegaron a ser comunes en los teatros de la corte. A la gente le encantó estos efectos mágicos. Como explica Caro Baroja:
(Teatro popular 38) |
Estas técnicas llegaron a ser más populares en el siglo XVIII, y dramas como El mágico de Salerno (1715) de Juan Salvo y Vela, crearon una especie de paradigma para la comedia de magia (Buck 252). Repetidas continuaciones de esta obra, y la creación de toda una nueva serie de obras -en realidad, de un nuevo género- llenaron los teatros. René Andioc describe muy bien cómo las comedias de magia eran
(49) |
Como era de
esperar -especialmente en la época neoclásica- junto
con el crecimiento de la popularidad de la comedia de magia, hubo
un aumento en el nivel de las protestas contra su vulgar y
superficial espectacularidad o, como Moratín hijo
escribió, contra estas «piezas
más desatinadas y absurdas que pudieron hallarse»
(147). Siempre habían sido populares, sí, pero la
hostilidad crítica intentaba hundirlas desde sus primeras
representaciones. Para algunos críticos dieciochescos eran
«monstruosos comediones de mágica» (Memorial
Literario, enero 1785; citado por Santoro 207). El anillo
de Giges recibió el epíteto de «basura
dramática» en las páginas del Memorial
Literario en junio de 1787 (Caro Baroja, Teatro
popular 228). El mismo periódico, refiriéndose a
Marta la Romarantina, había opinado en 1784 lo
siguiente:
(Caro Baroja, Teatro popular 230) |
«Deformes comediones», «vulgo ignorante», «bárbaro», «perverso»: pero aunque los neoclasicistas manipularon la prohibición oficial de las comedias de magia en 1788 (por ser contrarias «a la Religión, a la razón, a las costumbres y a la decencia», Memorial Literario, marzo 1788; citado por Santoro 210), nunca llegaron a desterrarlas por completo de los teatros. En esto el público estaba en contra de Luzán, Moratín, Jovellanos, Díez González y otros que protestaban contra los excesos del género, y las prohibiciones no disminuyeron su popularidad. Las comedias de magia con títulos como Don Juan de Espina, Juana la Rabicortona, Brancanelo el Herrero, El anillo de Giges, Marta aparente (muchas de estas ahora publicadas en ediciones modernas), y en particular la popularísima Marta la Romarantina continuaron deslumbrando al público hasta ya bien entrado el siglo XIX. Es más: quedan testimonios de la popularidad de ciertas comedias de magia incluso a comienzos del siglo XX.
Por eso, cuando Juan de Grimaldi, el director de escena más brillante que tuvo el siglo XIX español, escribía su versión/traducción de La pata de cabra en 1829 -una comedia de magia destinada a ser el drama más popular y más taquillero de la primera mitad del siglo en España- conectaba con una larga tradición teatral y una larga experiencia de favorable recepción pública de los espectáculos mágicos en las tablas. La pata de cabra, como he demostrado en esta revista y en mi recién publicada edición de la obra, recibió más representaciones que ningún otro drama puesto en escena en Madrid desde 1829 hasta 1850. Mantuvo su popularidad y hasta se vio en la capital en la segunda década del siglo XX. Inició un redescubrimiento (aunque el género nunca se perdió, como hemos visto) de la comedia de magia en la década de 1830, la misma década que vio los dramas románticos en los teatros madrileños. Su popularidad no sólo se notó entre el vulgo; también asistió un público culto y burgués. Comedias de magia como El diablo verde, La redoma encantada y Los polvos de la madre Celestina (los dos últimos de Juan Eugenio Hartzenbusch, autor de la tragedia romántica Los amantes de Teruel), ganaron grandes cantidades de dinero para los empresarios teatrales de la década. La pata se consideró un «becerro de oro» y un «talismán» para los empresarios por su capacidad de aumentar las ventas teatrales, particularmente durante una época en la que la mayoría de las empresas teatrales perdieron dinero o incluso terminaron en la bancarrota.
La pata contiene treinta y cinco mutaciones mágicas, y los documentos sacados del Archivo de la Villa de Madrid demuestran el alto nivel de profesionalidad y pericia técnica que exigía la representación de esta obra, tanto por parte de los tramoyistas como por la de los cómicos. En una escena, el público ve la siguiente mutación:
(167) |
Y en seguida,
«todos corren hacia el nave, el cual se
transforma así que se acercan en un espantoso monstruo
marino que vomita llamas sobre ellos»
(168).
¿Qué diría Moratín de esta comedia tan
llena de mutaciones espectaculares, cuando se quejó tan
amargamente de la comedia Armida y Reinaldo, por contener
esta «una hechicera que vuela por el aire, en un carro tirado
de dragones que arrojan fuego por las narices»? (Obras
póstumas, citado por Santoro 212).
Semejantes elementos mágicos se heredaron de drama en drama. Hay una larga tradición de levantamientos, mutaciones y otros trucos tramoyísticos en las comedias de magia, pero hay ciertos detalles específicos que podemos trazar de un drama a otro, muchos de ellos recogidos por Grimaldi en su comedia. Para no detenerme demasiado en esto sólo voy a citar unos cuantos ejemplos como la escena del Diablo verde (1830) que parodia (o plagia) la famosa escena de las Fraguas de Vulcano, de La pata de cabra (un plagio notado en El Correo Literario y Mercantil en 1830), o las velas que se encienden automáticamente en La redoma encantada de Hartzenbusch, truco que se vio también en La pata. Hartzenbusch recurre al ejemplo de La pata para el gracioso eco que se oye repetido en el cuarto acto de su comedia (Simplicio experimentó algo semejante en la última escena del Acto Segundo), así como el frustrado intento de comer de don Garabito en La redoma recuerda la misma frustración de don Simplicio en La pata.
Todos los autores de la época conocían bien esta tradición teatral. Larra se refería al protagonista de La pata de cabra en sus artículos satíricos. Zorrilla también conocía la situación de los teatros españoles. Opinaba que el drama de Grimaldi fue, sin embargo, la salvación del teatro español durante la represión fernandina. (Es interesante notar que el aficionado más entusiasta de las comedias de magia fue el mismo rey don Fernando). Según el juicio de Zorrilla, «el teatro renació y se regeneraba en manos de un extranjero, Grimaldi, y con una casi inocente estupidez: La pata de cabra» (Recuerdos 2004). En sus Recuerdos del tiempo viejo cuenta las inmensas presiones que seguían pesando sobre el teatro después de la muerte del rey. Por citar sólo un ejemplo, a fines de los años 30 y a principios de los 40 los teatros sufrían una competencia feroz entre la compañía de actores del Teatro de la Cruz y las representaciones del circo y de la ópera que amenazaban seducir al público a trasladarse del teatro legítimo a los espectáculos más divertidos. De nuevo, fue una comedia de magia lo que llegó a ser la salvación del teatro. Nótese cómo Zorrilla, en su descripción, combina el género de la comedia de magia con su propia iniciación teatral:
(1808) |
Es importante observar aquí que uno de los nuevos periódicos teatrales del día, El Entreacto, del cual Zorrilla era uno de los fundadores (con Ventura de la Vega y Patricio de la Escosura) publicó una reseña muy favorable de La redoma encantada en 1839 («linda composición», «una obra maestra» [El Entreacto, 31 octubre 1839; citado por Santoro 230]) y usó para su primer grabado uno de Antonio Guzmán en su papel más famoso, esto es, en el de don Simplicio Bobadilla Majaderano Cabeza de Buey, de La pata de cabra. Así, el espectáculo y la magia estaban por estos años profundamente incrustados tanto en la mentalidad popular como en los mismos teatros. La gente conocía las comedias de magia, exigía su repetición en las tablas y asistía más asiduamente a sus representaciones que a las de los dramas de intención más seria.
Mesonero Romanos,
en su estudio sobre los dramaturgos anteriores a Lope, recuerda las
frecuentes representaciones de las comedias de magia en su tiempo,
escribiendo que «han sido el
espectáculo popular por muchas generaciones, el recurso de
los cómicos y el áncora de salvación de las
empresas teatrales»
(XX). Y como apunta Caro Baroja,
recuerda algo semejante Antonio Espina, que «nacido en 1850, al tratar de los diez primeros
años de su vida, dice que los niños
madrileños, los domingos por la tarde, solían ir al
teatro, a ver Los polvos de la madre Celestina
precisamente, La pata de cabra y también El
asombro de Jerez, Juana la Rabicortona»
(Teatro
popular 246). Zorrilla tuvo la oportunidad de ver estas
comedias de magia o leerlas, porque varias de ellas se
representaron en los primeros años de la década de
los 40. De las carteleras teatrales, por ejemplo, sabemos que
La redoma encantada y Los polvos de la madre
Celestina se representaron en Madrid en 1839, 1840, 1841,
1842, y 1843 (Herrero Salgado, Simón Díaz). Asimismo,
Las Batuecas, otra comedia de magia del mismo
Hartzenbusch, se representó cinco veces en 1843 y dos
más, en febrero de 1844, justamente cuando estaba
escribiendo Zorrilla su Don Juan Tenorio. La pluma
encantada, de Bretón de los Herreros, se vio en
múltiples representaciones en Madrid en 1841. No voy a
comentar El desengaño en un sueño, de Rivas,
aunque lleno de mutaciones mágicas, por no caber dentro de
nuestra investigación y por no haberse representado en la
época de su composición (1842).
Lo mismo se puede
decir de la popularidad de las comedias de magia en las provincias.
El libro del profesor Zabala sobre El teatro en Valencia
detalla su éxito a finales del siglo XVIII. En un reciente
estudio sobre la comedia de magia en Valencia, Lucio Izquierdo
Izquierdo prueba que lo mismo pasó en el siglo XIX: «Suponemos que su anuncio en la cartelera teatral
era todo un acontecimiento; que la compañía montaba
un espectáculo capaz de atraer a las masas populares; y que
el público esperaba estas representaciones como algo
extraordinario»
(405). Sabemos además, que La
pata gozó de su acostumbrado éxito en sitios
como Vitoria en 1841, donde «ha tenido en aquella ciudad el
éxito prodigioso que en Madrid tuvo» (Noticias de
las Provincias, 9 mayo 1841; citado por Santoro 214). En
Barcelona, La redoma encantada llegó a tener
más de 160 representaciones.
En uno de los
escasos artículos críticos escritos sobre este tema
Ermanno Caldera, con su acostumbrada perspicacia, señala que
con La pata de cabra «la etapa
romántica de la comedia de magia había pues
empezado»
(«Última etapa» 250).
Caldera hace hincapié en las contribuciones de Hartzenbusch
y de Bretón de los Herreros a la renovación del
género a finales de los años 30, pero podemos
mencionar otras comedias de magia de los años 30 que sirven
como etapas en la marcha hacia la comedia de magia
romántica. Me refiero, por ejemplo, a otro de los dramas
más populares de la época, El diablo verde,
estrenado en 1830 y representado centenares de veces durante esa
década2.
Volvamos a Zorrilla. En el ya mencionado artículo, Caldera hace la siguiente sugestiva observación:
(253) |
Tales verdades no
son obvias si sólo buscamos, como ha hecho la crítica
tradicional, en las antiguas comedias españolas las
raíces del Don Juan zorrillesco. Por ejemplo, el antecedente
más directo del don Juan de Zorrilla, el de Tirso,
también tiene elementos mágicos, pero hay varias
diferencias fundamentales: primero, en Tirso, tales agentes de la
magia no figuran en la lista de personajes, una notable diferencia
porque implica que no forman parte esencial del repertorio.
Segundo, en Tirso no es una estatua que habla sino un
«muerto» (589), figura espectral pero no
fantástica. Tercero, en Tirso no hay trucos mágicos
puestos en escena (menos uno sencillo al final, donde «húndese el sepulcro con don Juan y don
Gonzalo»
590).
Si estos elementos
tan «mágicos» de Zorrilla no proceden ni de
Tirso ni de los otros dramas románticos de la época,
¿de dónde vienen? Nos es fácil contestar la
pregunta si tomamos en cuenta lo que acabamos de decir sobre las
comedias de magia. Por ejemplo, El mágico de
Salerno (antes de 1740) de Salvo y Vela, ya contiene unos
personajes fantásticos como dos ángeles y una estatua
que figuran entre la lista de personajes que hablan en la obra.
Así, ya tenemos en una comedia de magia una estatua que
habla, el mismo recurso a que acude Zorrilla 130 años
después. Estatuas que hablan y que se cambian en seres
humanos (un tópico basado en el mito de Pigmalión)
aparecen en El mágico de Salerno (parte 3), en
El ilustre pescador, en El mágico
Federico, y en Marta aparente (parte 3), entre otras
comedias de magia. En muchas obras de este género
encontramos gente que aparece y desaparece (por los escotillones
que llegaron a estar muy de moda en los teatros) como les pasa
luego a la sombra de doña Inés y la estatua de don
Gonzalo. Pero es al final del Tenorio donde se ve
más claramente la influencia de las comedias de magia en la
concepción teatral de Zorrilla. Si recordamos los elementos
que pone Zorrilla al fin de su drama -los angelitos, las dos almas
que suben al cielo, la cama de flores, etc. sólo tenemos que
volver unos años atrás, al año 1829, para
descubrir una de las posibles fuentes de inspiración de esta
escena. La pata de cabra termina con una escena donde los
dos amantes están sentados en un trono de flores en el
Cielo, protegido por el angelito por excelencia, Cupido. Otros
elementos los coge Zorrilla de Hartzenbusch, en cuyo La redoma
encantada se oye llamar al héroe el «don Juan Tenorio de nuestros tiempos»
(293) y donde el público es testigo de la presencia de dos
estatuas que vienen a cenar con don Garabito, dos «convidados de piedra»
(443). Tanto
Grimaldi y Hartzenbusch como Zorrilla se inspiran en la misma
fuente: las antiguas comedias de magia.
Pero si el uso de
las mutaciones mágicas no fuera lo suficientemente
convincente para probar la deuda de Zorrilla con el género
mágico, debemos ahora referirnos a otro elemento de la
comedia de magia que usó en su drama. Me refiero a la
música, un elemento esencial en muchos géneros
dramáticos pero especialmente popular en las comedias de
magia y aun más a partir de la segunda década del
siglo XIX cuando las compañías de ópera eran
los únicos competidores serios para el drama en las
taquillas de los teatros. René Andioc, basándose en
los estudios de Subirá y Cotarelo, demuestra cómo las
comedias de magia contenían un esencial elemento musical
(«Las comedias de magia utilizan en
efecto una abundante participación musical prevista por el
dramaturgo»
[54]). Con frecuencia, el
acompañamiento musical aparecía en los puntos clave
de la comedia para reforzar la acción. «Se bailaba, se cantaba -y el momento del canto
era sumamente importante-, se creaban ambientes y se disimulaban
los ruidos producidos por las máquinas en las
mutaciones»
(Álvarez Barrientos en
Cañizares 19). Experimentamos algo parecido en Don Juan
Tenorio. Zorrilla emplea, por ejemplo, campanas para subrayar
lo lúgubre de la muerte del protagonista. Las campanas de
muerte que suenan y luego dejan de sonar se oyen también,
como sabemos, en Don Álvaro en la forma del
miserere final. Pero en Don Juan Tenorio Zorrilla
va más allá de incluir sólo música
ambiental para subrayar el tema del drama: se oye el «son de una música dulce y
lejana»
(226), cuando llega el amanecer y los amantes se
preparan para su última subida hacia el Cielo; sus almas
«se pierden en el espacio al son de la
música»
(226). Este elemento tipifica el
género y aparece en todas las comedias de magia desde El
anillo de Giges a Marta aparente hasta mediados del
siglo XIX (Andioc 55).
Sabemos que no existía una completa separación entre los géneros teatrales en los siglos anteriores; las protestas de los críticos neoclásicos dan vivo testimonio de eso. Muchos autores escribieron comedias, tragedias, traducciones o comedias de magia con igual facilidad (Bretón de los Herreros es un caso evidente). El teatro crea sus propias necesidades; esto es, necesita dramas que representar, muchos dramas para satisfacer la curiosidad del público (Larra se quejó amargamente de esta exigencia, como es bien sabido). Por eso, no nos debe sorprender que Zorrilla saque también elementos de varias tradiciones existentes al comenzar a escribir su nuevo drama, y que combine brillantemente elementos de aquel sector del espectáculo dramático que gustaba más al público (la comedia de magia) con aquella parte que había causado tanto entusiasmo en la década precedente (el drama romántico). Además de todo esto, es imprescindible notar que la comedia de magia se legitimizó después de Grimaldi. Leamos lo que se publicó en El Entreacto en 1839 acerca de La redoma encantada de Hartzenbusch:
(Citado por Santoro 230) |
Esta
observación se publicó años después del
estreno de La conjuración de Venecia, Don
Álvaro y El trovador, dramas que representan
lo que se creía la vena dominante de la década de los
1830. La época romántica fue un período de
profundos cambios políticos y literarios en España y
también un momento de gran confusión. El proceso de
la legitimización de la comedia de magia sufrió
protestas y contradicciones. Cuando Joaquín Pacheco
estrenó su Alfredo en 1835 los críticos y el
público lo rechazaron, citando, entre otras razones, la
inverosimilitud de «un cadáver de
cualquier clase que resucite y se presente a los vivos»
(Eco del Comercio, 25 mayo 1835; citado por Caldera,
«La magia nel teatro
romantico» 186), recurso ya clásico,
como testimonia el drama de Tirso. Hasta Hartzenbusch, que tuvo
grandes éxitos con sus comedias de magia, se contradice al
fingir desdén por el género: toma nota de que en su
juventud vio dos comedias de magia, «la
una por curiosidad, por equivocación la otra»
(citado por Caldera, «La magia nel teatro
romantico» 188). La reaparición del
interés por la magia refleja esta confusión. Como
Caro Baroja nos recuerda, «la fe en la
magia y en la adivinación pueden surgir en cualquier
situación, colectiva o individual, en que ciertas emociones,
pasiones y deseos sean muy fuertes e imperiosos»
,
(«Feijoo» 185). Continúa:
(«Feijoo» 185-86) |
No tenemos mejor
definición de la época romántica y es
exactamente lo que refleja la reseña de Alfredo
cuando el reseñador pregunta: «¿Se querrá acaso volvernos al
siglo de los duendes, brujas y almas en pena?»
(citado
por Caldera; «La magia nel teatro
romantico» 187)3.
La revista El Laberinto se dio cuenta de esta estrecha relación entre el drama de Zorrilla y las comedias de magia al quejarse de la influencia de esta sobre el desenlace de Don Juan Tenorio:
No podemos dar iguales alabanzas al desenlace y final del drama, convertido en un juego de linterna mágica con la aparición de tanto difunto y prolongado mucho más de lo justo, hasta tocar con aquella superabundancia de transformaciones en los excesos de las comedias de magia, hechas para divertir al vulgo en los días de Carnaval. (Citado por Peña en Zorrilla, Don Juan Tenorio 218)
Cuando analizamos Don Juan Tenorio desde esta perspectiva, creo que se nos brinda toda una serie de nuevas posibilidades interpretativas. No hay que olvidar, además, que Zorrilla tituló su obra «drama religioso-fantástico». Conquistó el favor popular y se puso de moda con una enorme dosis de espiritualidad, teatralidad y puro talento poético: la magia más el romanticismo. Zorrilla descubrió una combinación no vista antes en el teatro; enlazó las dos tendencias más populares de su época y llegó a escribir la primera «comedia de magia romántica» en España.
- Abrams, Fred. «The Death of Zorrilla's don Juan and the Problem of Catholic Orthodoxy». Romance Notes 6 (1964): 42-46.
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- Alborg, Juan Luis. El Romanticismo. Madrid: Gredos, 1980. Vol. 4 de Historia de la literatura española. 4 vols. 1966-1980.
- Andioc, René. Teatro y sociedad en el Madrid del siglo XVIII. Madrid: Castalia, 1976.
- Aubrun, Charles. «La Mágica de Nimega». En Actas del II Congreso Internacional de Hispanistas. Ed. Jaime Sánchez Romeralo y Norbert Poulussen. Vol 1. Nimega: Universidad de Nimega, 1967. 193-98. 2 vols.
- Brancanelo el Herrero. Ed. Joaquín Álvarez Barrientos. Roma: Bulzoni, 1987.
- Buck, Donald C. «Juan Salvo y Vela and the Rise of the comedia de magia. The Magician as Anti-Hero». Hispania 69 (1986): 251-61.
- Caldera, Ermanno. «La magia nel teatro romantico». En Teatro di magia. Ed. Ermanno Caldera. Roma: Bulzoni, 1983. 185-205.
- —— «Sulla "spettacolarità" delle commedie di magia». En Teatro di magia. Ed. Ermanno Caldera. Roma: Bulzoni, 1983.11-32.
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- Cañizares, José de. El anillo de Giges. Ed. Joaquín Álvarez Barrientos. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1983.
- Caro Baroja, Julio. «Feijoo en su medio cultural o la crisis de la superstición». Cuadernos de la Cátedra Feijoo 18 (1966): 153-86.
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