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Don Juan Valera: (estudio biográfico-crítico, con notas)


Pedro Romero Mendoza




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Fallo del jurado

El jurado al que este año se le había confiado la misión de adjudicar el premio Don Juan Valera, 1935, declara, ante todo, que si los trabajos presentados al concurso eran pocos en número, todos ellos reunían condiciones muy estimables y mostraban sagacidad crítica y buen arte literario en el desarrollo del tema propuesto: Vida y obra de don Juan Valera. En este sentido el concurso de este año puede considerarse no menos brillante que los de años anteriores, lo que debe ser motivo de satisfacción para la Sociedad organizadora y para cuantos nos interesamos por la suerte de nuestros valores literarios.

Cinco trabajos se presentaron al concurso, reveladores de cinco escritores indiscutibles, con méritos todos para justificar la concesión de un premio que, por loable disposición de sus fundadores, no puede repartirse ni declararse desierto. La elección habría sido difícil, de no figurar entre ellos uno, el señalado con el lema UTILE DULCI, que sobre todos descollaba, imponiéndose desde el primer instante, por reunir en plenitud los méritos parciales de sus competidores: hondura psicológica, penetración crítica, documentación y -lo que confirma definitivamente una obra- bello estilo.

Por todo lo cual, los que componíamos el Jurado, unánimemente acordamos discernir el premio Don Juan Valera, 1935, a tan feliz trabajo, estudio acertado y completo, hecho con fina sensibilidad y moderno espíritu, de la vida y la obra del gran escritor egabrense.

Y para que conste firmamos la presente acta en Madrid, a 12 de junio de 1935.

Concha Espina, José Francés, R. Cansinos Assens.






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Capítulo I

Vida y carácter de don Juan


Bajo el cielo luminoso de Andalucía, perfumada de rosas y adormecida por la canción de cuna de acequias y arroyuelos, surge entre álamos, nogales e higueras de dulce y bienhechora sombra, la ciudad de Cabra. Si hemos de creer al incauto seminarista don Luis, cuya idolátrica admiración por el paisaje egabrense está bien probada en las páginas de Pepita Jiménez, nada habrá más lindo y pintoresco que los alrededores de esta villa. El agua cristalina y susurrante discurre entre aromáticas hierbas y variadísimas flores. Crecen por doquiera las humildes violetas. El aire huele a rosas, y los caminos, valleados de madreselvas y zarzamoras, serpentean bajo improvisados toldos de árboles frutales.

En este pequeño paraíso de la provincia de Córdoba abrió los ojos a la luz en 18 de octubre de 1824, don Juan Valera y Alcalá Galiano, hijo de don José Valera y Viaña y de doña María de los Dolores Alcalá Galiano y Pareja1. De la villa de Doña Mencía y teniente de navío retirado, de la Real Armada, el primero, y marquesa de la Paniega y natural de Écija, la segunda. Familia distinguida, mas no sobrada, ni mucho menos, de hacienda y numerario. En la interesante correspondencia del ilustre autor de Doña Luz, abundan testimonios de esta parvedad de recursos, pues laméntase don Juan de su situación económica y diputa imposible casi el abrirse camino en una sociedad ahíta de vanidades y pretensiones, y en la cual, de ordinario, por no decir siempre, es preferido el dinero al talento.

Sin embargo, tuvo que agradecer don Juan a la Providencia lo esclarecido de su origen, pues si es gran verdad que las artes y la pobreza suelen ir del brazo, ni fue hijo de infortunado labrador, como Roberto Burns, ni se vio impelido por la desgracia a fabricar conejos y amaestrar liebres, como el poeta inglés William Cowper. El padre de don Juan cual otros tantos liberalotes de principios de siglo, sufrió persecuciones por sus ideas políticas. No estaba el horno para bollos en aquellas calendas en que el Narizotas, como llamaban al Borbón, impedía voluptuosamente cualquier asomo de vida civil y democrática. Don José Valera dio con sus huesos en la cárcel, y quizá la ingrata lección constriñole a vivir en Doña Mencía2 unas veces y en Cabra otras, dado a la afanosa y difícil tarea de administrar sobria y honestamente su mermado patrimonio.

La marquesa de la Paniega -título instituido en la segunda mitad del siglo XVIII para premiar, sin duda, los méritos de don Juan Alcalá Galiano y Flores- pasó penalidades y privaciones que, a pesar de su carácter austero y de su alma resignada y sufrida, han trascendido, en más de una ocasión, a su epistolario con don Juan.

Mucho tenía que agradecer Valera a sus progenitores, ya que dadas las circunstancias económicas de uno y otro, y de haberles faltado esa entereza heroica del espíritu que nos saca a flote en los naufragios de la vida, nuestro ilustre autor habría seguramente perecido a los primeros contratiempos, y su destino glorioso no tendría los holgados límites que alcanzó, sino más bien el estrecho ámbito del vivir provinciano o lugareño.

La sobriedad en los gastos, que a sí mismo se impuso don José, como único remedio contra la escasez de recursos, y la duplicación en doña Dolores de altas y excelsas virtudes de austeridad y sabio gobierno de la casa, no habrían sido suficientes armas que aportar a la lucha para la conquista y logro del porvenir. Las propiedades de los Valera en tierras de Cabra, Baena y Doña Mencía, reducíanse a poca cosa: un mayorazgo y una capellanía que, aun sujetos a esmerada administración, apenas si daban para subvenir a las atenciones más perentorias3.

Intentó don Juan, a raíz de haberse trasladado desde su tierra natal a la Villa y Corte, hacer senador a don José4. Guiábale, principalmente, la interesada y egoísta idea de que, conseguida la problemática senaduría, abriéransele más fácilmente, de par en par, las puertas de la diplomacia. Pero don José debió estimar más discreto y juicioso el permanecer en el lugarejo al frente de sus exhaustas heredades. La misma resolución adoptó al ser nombrado comandante de Marina, de Puerto Rico5.

Como ya hubiera cursado don Juan los primeros estudios en Cabra, don José6 hízole perseverar en ellos, primero en el Seminario de Málaga, donde estudió Filosofía desde el 37 al 40, y después en el Colegio del Sacro Monte, de Granada, en el cual estudió Leyes. Cursó el segundo año en la Universidad de dicha ciudad, donde después de hacer el tercero en la de Madrid, obtuvo, en 1844, el título de Bachiller en Jurisprudencia y el de Licenciado, en el 467.

Estos estudios oficiales apenas si moldearon el espíritu egregio y sin par de nuestro biografiado. Entonces, como ahora, los alumnos de nuestros Institutos y Universidades, salvadas rarísimas excepciones -exceptio probat regulam-, salían de las aulas con la cabeza monda y lironda. Así lo proclama Valera: «A decir verdad, nada aprendí nunca en la escuela, ni en el estudio, ni en la Universidad; todo lo que sé, que es bien poco, lo he aprendido conmigo mismo, sin orden, sin maestro y sin un fin determinado»8.

Cuando se estableció en Madrid, allá por el 46 y dispuesto a probar fortuna, poseía un bagaje cultural raro y poco común, si se tiene bien presente los escasos años que contaba. Por entonces había mantenido ya algunos coloquios con las Musas9 y borrajeado cuartillas en prosa. Su pasión por los versos fue tan grande como medianas sus aptitudes para escribirlos. Estaba en plena época romántica. El duque de Rivas -linaje con el que había de emparentar más tarde al contraer matrimonio don Luis, hijo de don Juan Valera, y la marquesa de Villasinda, doña Clemencia Ramírez de Saavedra y Alfonso -el duque de Rivas, decíamos, había gustado ya hasta saciarse las mieles del triunfo, con la representación apoteósica del Don Álvaro. Y Espronceda, de retorno de Inglaterra y Francia y bien saturado de romanticismo, disfrutaba ya de la admiración del público.

Como el hacer versos no ha sido nunca oficio de pingües ganancias -recordemos la capa rota con que Cervantes hubo de presentarse a Apolo, en su Viaje del Parnaso-, nuestro ilustre don Juan tanteó, o al menos estos fueron sus propósitos, el ejercicio de la abogacía, el cual en aquel tiempo y con motivo de la política desvinculadora, era entre las profesiones liberales, la de más brillante y seguro porvenir. Pero como a pesar de todos los pesares, los pleitos no estaban al volver de las esquinas, tuvo que renunciar a sus ilusiones rabulescas y encarrilarse por el camino de la diplomacia, más concorde con su carácter y gustos. He aquí, en desenfadado estilo, la referencia de todo esto: «... Me vine a Madrid con el intento de buscarme alguna ocupación lucrativa y honrosa, con cuyo objeto venía decidido a pasar un año con un abogado y después abrir bufete; pero como mi fuerte no es el trabajo, y menos de esta clase, ahorqué la toga, quemé la golilla, y aprovechándome de una buena coyuntura, me metí de patitas en la diplomacia, donde con bailar bien la polka y comer pasta de foiegras está todo hecho»10.

Lo que no hizo el dinero, pues no hay mejor ganzúa que ésta para abrir todas las puertas del mundo, lográronlo las muchas y buenas relaciones políticas y sociales de la familia de don Juan.

Los Valera descendían de Juan Valera, uno de los veinticinco conquistadores de la villa de Luque, en la provincia de Córdoba. En poder de doña Sofía Valera y Álvarez de Sotomayor existe el árbol genealógico de esta ilustre casa. Tan precioso documento comprende, entrelazadas, a las familias de Valera y Roldán. Oriundos los Valera, al parecer, de la montaña leonesa, vinieron a Andalucía, donde en tiempos de la Reconquista ya había antecedentes de este apellido. Por la línea materna, don Juan estaba emparentado con los Alcalá Galiano, linaje ilustre, en el que descuella el tribuno y repúblico don Antonio. Procedía éste de familia de marinos. Notables algunos de ellos, como su padre don Dionisio, que encontró la muerte en la memorable batalla de Trafalgar. Don Antonio -de tumultuosa y desgarrada vida, mujeriego y amigo de jarana y bullanga- había sido el adalid de nuestra Revolución del año 20. Su padre, al igual que don José Valera con su hijo don Juan, se opuso a que siguiese la profesión de marino, dedicándole, en cambio, a la diplomacia. Con este motivo ingresó en la Primera Secretaría de Estado y desempeñó después el cargo de secretario en la Legación de Estocolmo. Fue liberal acérrimo y empedernido, y tuvo puesto muy relevante entre los conspiradores de La Fontana de Oro. Fernando VII sintió por Alcalá Galiano la más viva repulsa. El caso no era para menos, pues don Antonio había intentado, en sesión de Cortes presidida por él, incapacitar al rey y declararle semidemente. Como escritor, disputó con Böhl de Faber sobre el romanticismo, dogma literario que hubo de seguir más tarde y cuyas excelencias y méritos proclamó en el prólogo -especie de manifiesto romántico- a El Moro Expósito.

Esta limpia y acrisolada estirpe de don Juan, juntamente con sus prendas personales, en cuya enumeración y estudio habremos de detenernos después, granjeole crédito y estima en las altas esferas de la política, de la sociedad y del arte. La marquesa de la Paniega, al revés de su marido, «retirado y filosóficamente hundido en la ilustre villa de Doña Mencía»11 , cultivó en Granada valiosas amistades y remozó, al reanudar el trato, antiguos conocimientos.

Parece ser que la distinguida dama no andaba muy al unísono y concordancia con el espíritu de la época, dado al materialismo más odioso y desenfrenado. Doña Dolores tenía un carácter simpático, pero austero. No compartía las ideas liberales de su esposo, ni podía suponer que un pueblo, tan abyecto y corrompido en aquellos días como el nuestro, estuviera en condiciones de ejercitar los decantados derechos del hombre. Había contribuido a la elaboración de este juicio tan desengañado y pesimista, de una parte, el panorama moral y político de España, y de otra, la situación económica, bastante desesperada, de la casa, y por consiguiente obstáculo formidable para ver la realidad con buenos ojos. Entra por mucho, de ordinario, en nuestras íntimas apreciaciones de la vida, la fortuna y la suerte de cada uno. En las mocedades de doña Dolores, el estado de este país, sufrido y heroico, era por demás calamitoso. La pena de muerte y más aún la de proscripción, estaban a la orden del día. El porvenir de las personas, lo mismo para arribar a la holgura y la abundancia, como para conseguir un modesto pasar, dependía de las deshonestas manos de unos cuantos favorecidos del Poder, que hacían mangas y capirotes de la nación, sin que nadie les exigiera cuentas de su comportamiento. Por ciertas regiones de España no se podía andar sin temor a ser desvalijados o muertos. Había que granjearse, a fuerza de dinero o a cambio de determinadas mercedes, un salvoconducto de José María, el Tempranillo o de Jaime el Barbudo, los cuales, aprovechando la maleza y quebraduras del terreno, hacían su apaño, con el consiguiente susto de inermes y desvalidos viajeros. La sociedad española que, según don Eugenio de Ochoa, «rezaba el rosario todas las noches y se arrastraba por las mañanas en las antesalas del Príncipe de la Paz», no había mudado gran cosa el semblante en los promedios del XIX. Seguía siendo santurrona y depravada; un «presidio rebelado»12; entregada a la audacia y la desvergüenza, si bien provista de ingenio natural. Corrían malos vientos para las personas chapadas a la antigua. En los salones aristocráticos dábanse cita elementos y personajillos, si desemejantes y contradictorios en la apariencia, muy parecidos en el fondo, por estar unidos por trabazón de homogéneos rasgos íntimos y psicológicos. Ninguna de estas particularidades de la vida de relación conveníase con el natural serio, digno y honesto de la madre de nuestro biografiado. Mas las circunstancias no eran ciertamente propicias para aislarse en el castillo roquero de nuestros gustos e inclinaciones. Una persona retirada del mundo es un cero a la izquierda. Don Juan, instalado en Madrid a cambio de sacrificios y austeridades de la familia, precisaba lo mismo ayuda contante y sonante que brazos amigos y protectores. El talento, hasta triunfar, prefiere estar bien asistido de todo linaje de colaboraciones a andar entre timideces y soledades, que un hombre solo -al parecer de Schopenhauer- es un Robinsón abandonado. De aquí que doña Dolores, durante su estancia en la ciudad del Darro, entrase en relaciones con el duque de la Torre, capitán general de la región en aquel entonces.

En nuestro siglo XIX se dio muchas veces el caso de que el único palo de la baraja política fuese el de espadas. Doña Dolores, pues, se acreditó de aguda y perspicaz al entablar amistosas relaciones con el ilustre prócer ya mentado, a quien don Juan debió más tarde, allá en 1868 y triunfante la Revolución, la ambicionada, pero más que merecida prebenda de la Subsecretaría de Estado. No se remonta a esta fecha la participación bastante decisiva que tuvo el general Serrano en la vida diplomática y política de nuestro autor. Cuando Valera daba sus primeros pasos vacilantes en la corte de España, ya cultivaba el trato del general y preveía algún beneficio, si bien no inmediato, pues admitir por el año 50 un empleo del Gobierno de Narváez hubiera sido tanto como «suicidarse antes de nacer»13.

Concurrían en don Juan las condiciones precisas para triunfar en toda la línea. Si en sus primeros tanteos cortesanos no apreciaron en su justo valor estos méritos, acháquese a la ceguera del público ignaro y a la envidia y malevolencia de los doctos. Poseía brillante talento y un ingenio salpimentado de esa gracia y garabato andaluces que tanta amenidad, picardía y donaire dan a las cosas. De buena estatura y porte varonil, sin afectación ni física petulancia, y trajeado con distinción vecina del buen gusto y de la elegancia nativa. Acicalado y pulcro, incluso en la intimidad. Tenía los ojos verdes y muy hermosos, con unas pestañas negras y cortas, pero tupidas. La tez, de una blancura mate, contrastaba con el pelo, negro como el azabache. Ancha y despejada la frente, como corresponde a un entendimiento vigoroso. La nariz breve, quizá pecase de demasiado gruesa; en cambio la boca era perfecta y estaba realzada por una dentadura muy bonita. Los ojos vivos y penetrantes, y como adormecidos después por efecto de la miopía. Por lo común llevaba cuello foque y chalina de seda. La altivez de su mirada no promovía a la hostilidad, ni al recelo siquiera. Venía a ser como el complemento de la figura, rematada por una distinción nativa y sin par. En Doña Mencía se afirma que nuestro autor heredó el talento de su madre, más bien fea, a juzgar por los retratos que de ella se conservan, y la belleza de su padre, que pasaba por ser el hombre más guapo de toda Andalucía.

El trato exquisito de don Juan era arma eficacísima para lograr crédito y renombre en salones y tertulias aristocráticos. Conquistose fama, bien ganada, de dicharachero y cortejador. Pero su abierta y decidida oposición a todo lo que fuese amor ideal y platónico, despertó justificados recelos en el elemento femenino, como ocurriole en Nápoles con la marquesa de Bedmar. Sus prendas personales tenían el acicate y estímulo de una ambición desmedida. En el copioso epistolario de don Juan hay más de un testimonio de este ardiente afán de encumbrarse. Cuando don José, sitiado de apuros económicos, le instiga a abandonar la Corte, respóndele que primero morir. «Usted no se apure por mí -le escribe en el año 49, al regreso de Nápoles-; si no puede enviarme cincuenta, envíeme cuarenta o treinta duros y yo me retiraré a vivir aunque sea en una buhardilla; pero de ningún modo voy por ahí, si no es a hacer a usted una visita, y esto cuando lo pueda hacer sin el temor de no tener después dinero para volver aquí. Mi amor propio está comprometido y debo de ser algo o reventar»14. Su obsesión creciente era abrirse paso en aquel mundo de aristócratas y advenedizos, de personas en verdad elegantes y de petimetres, lechuguinos y currutacos. Otros individuos menos ciertos de su valía habían logrado hacer fortuna y reputación. Con esta idea frecuenta la casa de Montijo -la futura emperatriz distinguió y protegió mucho a una hermana de don Juan, llamada Sofía, que contrajo matrimonio con el duque de Malakof15 -, de Frías, Cabarrús, Heredia, Weis-Weiler, Paulo, Pérez Seoane y otras familias aristocráticas y encopetadas. Apenas llegado a Madrid proclama tener muchas relaciones y estar en su elemento. Concurre al Liceo y a las tertulias de escritores y poetas, como la del Café del Príncipe, donde a la sazón se reunía el «Parnazuelo completo», y colabora gratis et amore en periódicos políticos y literarios de la época, como El Siglo Pintoresco, donde publica su oda a lo fray Luis de León, El fuego divino.

La situación política y cultural de España había variado notablemente. Acaso la sociedad fuera la misma. De todos modos, justo será reconocer que se advertía cierto refinamiento del gusto y de las comodidades del hogar. Habíamos pasado del cierre de Universidades y del grito ominoso de ¡Vivan las caenas! de la época fernandina, al florecimiento artístico y literario del romanticismo. Coincidió con esta exuberancia y frondosidad de la literatura romántica, el auge no menos esplendoroso del periodismo, que fue excelente vehículo y propagador de la nueva escuela. A las fiestas del Liceo, recientemente inaugurado bajo los auspicios de un ramillete de notables literatos, acudía lo más selecto de la intelectualidad. No así la flor y nata de la sociedad madrileña, que tenía por cursis y de mal tono estas reuniones. En las tablas compartían los aplausos entusiastas del público las hermanas Lamadrid, Matilde Díez, Romea, Lombía y Valero. Empingorotadas damas, maestras en el arte del tocador y de la frivolidad, lucían el pomposo miriñaque y los lindos tirabuzones en el teatro del Príncipe. Desaparecido el Ministerio Relámpago entre la rechifla general y devuelto el Poder a Narváez, entró a formar parte del nuevo Gobierno el conde de San Luis, que aspiró, no desprovisto de títulos para ello, al sobrenombre glorioso de Mecenas. Su resuelta protección a las artes y la brillantez y oportunidad de sus iniciativas proporcionáronle plácemes a granel, y ganó con todo la cultura española, abatida y desmedrada hasta bien entrado el siglo, mas copiosa y floreciente al promediar.

La carrera diplomática de don Juan se inicia con el nombramiento de Attaché ad honorem de la Legación española de Nápoles; merced honorífica que recibe de manos de su tío Agustín. Con este pretexto reitéranse a casa las peticiones de numerario. Hay que hacerse el flamante uniforme y prepararse para el viaje a Nápoles16. Dos años y medio (1847-1849) duró su estancia en la hermosa ciudad del mar Tirreno. En este tiempo cultiva nuevas amistades -duques de Bivona, Fernandina y Miranda y condes de Scláfani-; visita los museos y aledaños más interesantes de Nápoles -Sorrento, Castellamare, Capo di Monte-; afianza su conocimiento del alemán y estudia el italiano17 para gustar en su propia lengua las bellezas de forma de Leopardi. ¡Qué famosas son sus cartas a doña Dolores! ¡Qué ingenua erudición las realza y esmalta! Representan las primeras manifestaciones de un espíritu crítico y observador. En ellas se canta la hermosura sin igual del paisaje, las bellezas y curiosidades que atesora el Museo Borbónico, y se explica el significado mitológico de los nombres de ciertos lugares del litoral. ¡Con qué regustado placer serán devoradas en Doña Mencía o en Cabra estas largas epístolas en las que se derrocha con liberalísima prodigalidad el saber de Historia y de fábulas y mitos griegos! Mas pasada la primera impresión deleitosa de este nuevo y pequeño mundo, declara su aburrimiento, cuyo testimonio irrecusable está bien placentero en cierta propensión satírica de sus cartas. Ni el cargo gratuito que desempeña, ni la atmósfera espiritual de Nápoles habrán de retenerle durante mucho tiempo. Desea triunfar: propósito que le obsesiona y atormenta como una pesadilla. Comprende que ni la gloria literaria, ni el porvenir de su carrera avecínanse en Nápoles. Sólo una mujer, Lucía Paladi18, a quien dedicará unos versos fogosos e inspirados19, y a quien recordará siempre con la emoción de una amistad íntima e intelectiva, nimbada de platónico amor, podría sujetarle en el perchel de sus espirituales atractivos; pero ya hemos insinuado que don Juan era cortejador poco inclinado a la contemplación, que propendía más bien al erotismo y voluptuosidad de los sentidos. ¿A qué atribuir esta pasión tan injustificada, dado el temperamento erótico de don Juan y la parquedad de alicientes femeninos de la Muerta, si hemos de atenernos al remoquete con que la designa en sus cartas nuestro propio autor?20. Lucía Paladi era una mujer inteligente y diserta. El milagro, pues, de esta pasión que tiranizó en algún tiempo a don Juan, corresponde al fino y cultivado espíritu de la dama, que prestaba a ésta singular realce y disimulaba, a la vez, el otoño de una hermosura exigua y pobretona aun en lejanos días de plenitud moceril. Sin embargo, el amor, acostumbrado a aherrojamos en su dorada jaula, no tuvo ataderos firmes y robustos que retuvieran al joven Attaché, y don Juan tornó a Madrid en noviembre de 1849.

¡Qué desencanto a su llegada! La impaciencia de volver a Madrid se trueca, ahora en hastío y desilusión. Surge en su espíritu el contraste inevitable. De un lado Castilla, desolada y uniforme como un páramo; de otro, Nápoles y sus pintorescos alrededores. Capo di Monte con su espléndido palacio y sus jardines incomparables; la vetusta ciudad de Nocera, Vetri, el golfo de Salerno , Éboli... No le produce la sociedad madrileña impresión menos desfavorable. El futuro autor de Pepita Jiménez une a su buen gusto y elegancia nativa el espíritu cultivado y egregio. Deplora, como excelente catador del alma femenina, la espiritual ramplonería de la mujer española. ¡Quién de éstas podría compararse con Lucía Paladi! Los escritores le parecen mal educados y de una pedantería insufrible. Saben cuatro vulgaridades y se las echan de Merlines y filósofos. En el trato social hay una cortesía fingida, porque en el fondo las personas más encopetadas denotan cierta plebeyez inaguantable. Esta triste realidad, juntamente con la nebulosa de su destino, pues no es tan accesible como parece a nuestros ilusionados ojos el camino de la fortuna material y de la gloria, desalienta y abate a don Juan, que ha de hacer frente también a su lamentable situación económica, agravada con las noticias que llegan de Cabra y Doña Mencía. Por otra parte, la inspiración poética no está siempre a punto de venir en su ayuda. Los planes literarios son muchos -una colección de cartas satíricas y novelescas en las que se hablará de política, costumbres, amores y desafíos; un drama en colaboración con Baralt; unos versos patrióticos con motivo del Dos de Mayo-; mas ninguno de estos proyectos sale adelante. La prosa hácesele cuesta arriba y en el Helicón no son oídas ni sus quejas ni sus apremiantes llamadas. En este estado de ánimo estudia Economía Política e idea, para su uso particular, cierto sistema filosófico «muy parecido al de Kant»21. A fin de sobrellevar mejor sus inquietudes y amarguras que sojuzgan su espíritu, pero sin llegar a esclavizarle, frecuenta de nuevo las casas de Montijo y Pérez Seoane; corteja a Malvina Saavedra22, la divina culebrosa, versátil y atrayente... y reniega, como otras tantas veces, de la falta de peculio que le impide alternar con la gente de buen tono, pródiga y despilfarrada.

Los devaneos amorosos de don Juan no le privan del sentido de la utilidad. El amor en un espíritu equilibrado y reflexivo como el de Valera, puede ser el condimento, la salsa de la vida, pero en ningún caso el objeto o centro de ella. Incluso Lucía Paladi le ayuda eficazmente en sus estudios del griego23. Su presencia en los salones aristocráticos de la Corte no responde tan sólo a un prurito de liviandad y divertimiento. En casa de Montijo entra en relaciones con Narváez y Sartorius y habla por primera vez con Tassara, cuya amistad ha de permitirle, fácilmente, el acceso a las columnas de El País24. Le tienta la literatura, pero la premiosidad con que se manifiesta su facultad creadora le produce congoja y desilusión. Sin embargo, tiene la mente atiborrada de lectura, y pese a su esquivo numen y a la torpeza de su pluma para exteriorizar con cierta disciplina cuantas ideas le bullen y escarabajean dentro, repútase superior a la mayoría de los que le rodean y hasta se considera capaz de dar lecciones a algunos que pasan por sabios y eminentes. Si el hastío y la falta de fe en sí mismo -pues no escasean tampoco las crisis de desconfianza en sus propios méritos- se adueñan de su alma, sentirá la nostalgia de Nápoles. La sociedad madrileña está desprovista, por lo general, de buen tono y elegancia. Sus mujeres son ignorantes y mal educadas. Carecen de atractivo espiritual porque no se cuidan de cultivar sus facultades intelectivas. No salen los hombres mejor parados del análisis a que los somete. Los eruditos tienen una educación deplorable, y además «son sucios y pedantes». Y los «limpios y cortesanos, tan mentecatos que no hay medio de poderlos aguantar». En nuestro país el ingenio, lozano y fértil, ha servido en muchas ocasiones para disimular la ignorancia. Porque se estudia poco y mal, sin método, orden, ni disciplina. Flórez Estrada, como economista, y Balmes, como filósofo, no «pasan de medianos»25.

Esta inclinación a la crítica severa, implacable, ha de trocarse en bondadosa tolerancia cuando la dicacidad y arremetedor prurito de los años juveniles son reemplazados por un espíritu comprensivo e indulgente.

Si la marquesa de Paniega le incita a escribir y procurarse de este modo reputación y estima, respóndele con Boileau: Avant donc que d’écrire, apprenez a penser. Porque este joven apuesto y decidor con las damas, zumbón y volteriano en sus juicios y apreciaciones de las cosas y de talento agudo y penetrante como aguijón de abeja -con su poquito de veneno en estos primeros pasos de iniciación literaria- es indolente y premioso para comunicar sus ideas a los demás por medio de la letra de molde.

La epístola íntima es el yunque donde, a fuerza de martillazos, se hizo Valera excelente forjador de la palabra escrita. No habrá, de seguro, correspondencia más copiosa que la de don Juan26. Cada carta es como un trazo robusto, vigoroso de la vida y carácter del ilustre egabrense. Hasta bien entrado el 1854, Valera no afrontó la responsabilidad pública de sus juicios literarios. Su primer ensayo de crítica -Del romanticismo en España y de Espronceda- apareció en septiembre de dicho año en las columnas flamantes de la Revista Española de Ambos Mundos. Las anteriores tentativas literarias no rebasan los límites de un epistolario doméstico y familiar. Aquí es donde salen a luz sus primeras impresiones de lector impenitente. Hay en ellas certeros atisbos, despierto y sagaz espíritu observador y vislumbres de desenfadado y castizo estilo. Sin embargo, nótanse algunos lapsus gramaticales, de escritor incipiente y bisoño27.

Aspiración primordial y acuciante de Valera fue el ser diputado a Cortes. Conocía al dedillo los caminos que con más derechura conducen hasta la posesión del Poder y el logro tentador de los laureles del triunfo. En aquellos días eran contadas las profesiones liberales. No había más que abogados y médicos. El conde de San Luis acababa de crear la Escuela de Ingenieros de Montes. De aquí que la diplomacia, la política y la literatura, ya por separado, ya conjuntamente, fueran los atajos más cortos en el camino de la celebridad. Pero, como dice el refrán, no hay atajo sin trabajo. Nuestro ilustre autor, que, desde su arribada a Madrid, acariciaba la idea de ser diputado, creyendo contar con la valiosísima ayuda del conde de San Luis y aprovechando la enemistad de Ríos Rosas con el Gobierno de Narváez, presentó su candidatura por Málaga. La derrota la sobrellevó con heroica conformidad. Espíritu juicioso y analítico, previó el peligro que habría sufrido de salir triunfante. El Ministerio de Narváez, a pesar de la nutrida mayoría que el arte de Sartorius en el muñir elecciones había conseguido, tenía sus días contados. ¿Cómo lanzarse entonces en brazos del partido progresista, cuyo ideario político estaba más en consonancia con su manera de pensar y sentir, si procedía de la borregada que los conservadores habían llevado a las Cortes?

Valera recibió en Lisboa la noticia de su fracaso electoral. El Gobierno, que había apoyado tibiamente su candidatura, habíale favorecido, en cambio, con el nombramiento de Attaché con sueldo a la Legación de España en Lisboa. No difiere gran cosa la vida que hizo don Juan en esta ciudad de la de Nápoles. Aventuras amorosas y galanteos apremiantes, que producen el natural escándalo en la sociedad donde es emplazada la artillería amatoria28. Excursiones en compañía de algunos amigos de la Legación por los aledaños de la bella ciudad del Tajo. Asistencia a San Carlos, donde nuestra compatriota la Stolz y la Novello dispútanse la hegemonía lírica. Todo esto claro que es compatible con el estudio del portugués y de la Historia, interesante y sugestiva, de este país peninsular.

Don Juan vive con comodidad, pero sin lujo ni ostentación, que no caben dado el modestísimo presupuesto de que dispone. En la casa y comida se le van dos onzas al mes. Los gastos del lavado de ropa y del criado son aparte. Consta su vivienda de tres habitaciones. Una sala con dos balcones que dan a la calle. Dos mesas, una con espejo; varias sillas de caoba, dos amplias y cómodas butacas, un elegante sofá y un velador con la cubierta de jaspe. Las cortinas de los balcones son blancas y encarnadas. Contigua está la alcoba, con cama de caoba, como las sillas de la sala; mesa de tocador, cómoda, percha y otros útiles precisos para el aseo personal. Dispone además de una tercera habitación que le sirve de cuarto de baño. En esta vivienda alegre y confortable, se pasa muchas horas del día enredado en el estudio y la lectura. Sus zalemas y galanterías a Laura Blanco y sus conversaciones de alta filosofía amorosa con cierta dama galante que reside en Lisboa, no le distraen tanto como para abandonar o relegar a segundo término sus proyectos literarios y sueños de gloria inmarcesible. De buena gana escribiría la historia de los reyes de la casa de Austria. Pero además de que para una cosa así sería necesario, como para todo, dinero, pues habría que revolver polvorientos archivos y visitar determinadas ciudades, la desidia, el desaliento habitual, desgánale y abate, sin que por desgracia se decida a poner manos a la obra.

A punto estuvo Valera de contraer matrimonio en la capital lusitana con la hija29 de una tal Josefa Pacheco, oriunda de Extremadura. Alentaba a nuestro ilustre autor la holgada situación económica de la novia, en cuya circunstancia veía, de momento, la liberación de su vida en el aspecto crematístico. Mas de una parte su natural «antiexclusivista» en materia de amor, y de otra su desmedido afán de «pindonguearse» soltero aún en fiestas y correrías propias de la mocedad y del buen humor, decidiéronle más tarde a romper todo compromiso de futuro enlace.

Su traslado al Brasil como secretario de la Legación de España, fue un ascenso en su carrera30. ¡Modestísima mejora económica que le deparaba seis mil reales más de sueldo! Sin embargo, esto era lo de menos para él. Aunque apegado a las cosas tangibles, que casi siempre se traducen en comodidad del cuerpo y bienestar del alma, Valera fue al Brasil movido de sus ideas poéticas y no por material conveniencia. A fines de 1851 arribó a Río Janeiro31. Aficionadísimo a los viajes, contemplador de la Naturaleza y atento observador de la vida urbana, cruza el Atlántico con el incentivo de conocer y admirar aquel mundo tentador. Recorrerá las Repúblicas españolas del Río de la Plata, Montevideo y Paraguay. Y si no le faltan las fuerzas ni el dinero, pues tiempo habrá de sobrarle de seguro, se llegará a Córdoba y, salvadas las cordilleras andinas, incluso a Chile. La realidad fue menos propicia. El Brasil le brinda la fiebre amarilla. La vida en Río Janeiro es cara y difícil. Los naturales del país no son nada abiertos con los de allende el mar. Hay tiempo para aburrirse aunque acudamos al paliativo de los libros. Valera se lamenta de la soledad y aislamiento en que vive32. ¿Cómo soportar este nuevo estilo de vivir un hombre como él tan dado al trato social? Aprovecha los ocios interminables para componer versos o departir epistolarmente con sus amigos. La correspondencia de don Juan se enriquece y avalora. Escribe al poeta García de Quevedo, a Tassara, a Estébanez Calderón. Cartas en las que asoma, con vigorosos trazos, el crítico de Fausto y del Quijote. La variadísima lectura y el detenido estudio están patentes en estas largas epístolas. A su amigo Heriberto le reprocha con abundancia de doctrina estética -que ya propugna ardorosamente la fórmula literaria del arte por el arte- su desatinado propósito de componer un «vasto poema humanitario». ¡Qué lejos están estas epístolas de aquellas Cartas Americanas que sobre temas de literatura y filosofía hubo de escribir ya en el declive de su vida! Distantes en el tiempo y en la manera o estilo. Las cartas al poeta García de Quevedo parecen troqueladas en el crisol de la severidad crítica de un Aristarco. Los años paliarán este rigor censorino y la crítica intencionada tomará el vial de la ironía bondadosa y elegante. En carta al glorioso autor del Himno al Mesías, exculpa a Donoso Cortés de las lanzadas que por su Ensayo sobre el Catolicismo le propinan los teólogos de París.

Valera afianza los nexos afectivos y literarios con el castizo autor de las Escenas Andaluzas. Ya había entablado con Estébanez amenas e instructivas charlas durante la estancia de ambos en Nápoles. Don Juan admiraba a El Solitario. Veía en él a un excelente cultivador del habla de Castilla, y teníale por maestro y amigo. Estébanez leía y aplaudía los versos de don Juan e inculcábale también el amor a los libros viejos y trasolvidados33.

Del Brasil regresó en septiembre del 1853. Detúvose en Lisboa. Riñó definitivamente con la hija de doña Josefa Pacheco e intentó, en colaboración con el literato lusitano Latino Coelho, fundar, a dos lenguas, la Revista Ibérica. Paladín esforzado de la unión peninsular, proclamó este sentimiento en sus ensayos literarios. Por entonces abundaban bastante los seguidores de esta doctrina política. No cuajó el noble empeño de dar a la estampa la mentada publicación bilingüe, pero dos años más tarde salió a luz la Revista Peninsular, en la que colaboró asidua y variadamente, con absoluta omisión de temas políticos34.

El escaso tacto de los moderados, cuya política, por demás reaccionaria, concitó contra sí el general descontento, fue causa principalísima, por no decir única, de la Revolución del 54. Triunfante el partido progresista, Valera fue enviado a Dresde35. Su vida en esta ciudad alemana se redujo a pasar frío y a aburrirse. Buscó como otras veces una compensación amorosa o galante. Pero sobre este particular no tenemos noticias ciertas más que las atinentes a una tal señorita Wallis, «larguirucha, aérea, vaporosa y sublime» que le reía mucho las gracias a don Juan36.

Ni la educación intelectual de Valera, ni sus gustos, podían arrastrarle a tomar parte en la política profesional. Hizo siempre ascos de las revoluciones que vienen de abajo a arriba, ya que no pueden ocultar su plebeyo origen. Aunque por exigencias de sus ambiciones personales militó en diversos partidos, fue de ideas democráticas, como probó en más de una ocasión y de manera muy notoria en las Constituyentes del 69, en que siendo diputado por Montilla, presentó una enmienda relativa a la libertad de cultos, más avanzada y radical de como entendía ésta la Comisión parlamentaria. Su pasividad política -hábil e ingenioso estar entre cortinas- le permitía andar en buenas relaciones con las figuras más destacadas del gubernamentalismo. A su regreso de Dresde, el general Zavala le nombró oficial del Ministerio de Estado, con categoría de primer secretario. Durante su permanencia en Madrid -tres años aproximadamente- reanudó sus relaciones sociales y literarias. A esta época corresponden sus ensayos de crítica. Cultiva por primera vez la teatral37 y compone versos o traduce y parafrasea a poetas extranjeros38. Sin prescindir de sus visitas a casa de Montijo, ni de sus devaneos amatorios y galantes, que constituyen, como si dijéramos, su segunda naturaleza.

Por cartas de Valera que no han sido aún dadas a las prensas, tenemos noticias del desaliento que se adueña de él al cotejar sus aspiraciones con la realidad. Sus pensamientos, más veloces que la luz, toman parsimoniosamente forma tangible. Quisiera imprimir a su vida personal más acelerado ritmo. Así su ánimo cuando, sin perder el puesto en el Ministerio, acompañó al duque de Osuna en la encomienda que, bien entrado el otoño de 1856, llevó a Rusia39. Esta designación debiósela al marqués de Valmar, en aquellos días subsecretario de Estado.

Para un espíritu tan curioso e inquieto como el de don Juan, el viaje40 a la corte de los zares había de constituir un regalado obsequio de la fortuna. De su estancia en Rusia estamos prolija y donosamente enterados por sus cartas a don Leopoldo Augusto de Cueto41. Aquella propensión satírica que la madre de don Juan reprochaba a éste, muéstrase con ostensibles trazos en dichas epístolas. A ratos el estilo adopta el tono descarado e incluso procaz de Rabelais. Abundan los vejigatorios. Así hubo de entenderlo el ridiculizado Quiñones de León, cuando, informado por algún correveidile o soploncete de las cartas de Valera a Cueto, pone al duque de Osuna -que también tuvo su parte en la sangrienta y chispeante burla- al tanto de lo ocurrido.

Las famosas epístolas, destinadas a la intimidad, mas dadas por Cueto a la estampa, chorrean gracia e ingenio. Reconoce don Juan, al enterarse de todo, haber puesto más de una vez en la picota del ridículo al cogotudo embajador y a su ayudante Quiñones de León; pero no descubre en estas bromas inocentes la hiel que pone en ellas algún hipocondríaco y desamorado amigo. ¡Con qué desenfado y sutil picardía procura salir del atolladero! «La risa es un movimiento jubilador y simpático de los nervios que sólo deben inspirar los amigos o las personas de imaginación y de otras buenas cualidades. Pues que ¿no encuentra usted absurdo que una cosa tan humana como la risa, una cosa que nos distingue de los demás animales, porque no le hay irracional que sepa reírse, pueda infundírnosla el que lo es de todas veras? Por desgracia, el profanum vulgus no alcanza estas filosofías, y es, además, mal intencionado y propenso a malquistar a la gente y a abultar lo malo y a encubrir lo bueno»42.

Rusia, descomunal y pintoresca, le da ocasión en que ejercitar su curiosidad de impenitente viajero. El espíritu burlón de Valera asiste sorprendido y gustoso a los actos oficiales organizados en honor de la embajada. Don Juan visita los Museos, donde admira la riqueza de pinturas y lindos objetos de orfebrería y cerámica; presencia los desfiles militares, cuya ostentación responde a una opulenta y aparatosa organización marcial, y aprovecha las prerrogativas del cargo para concurrir a saraos y ágapes que denotan el lujo fastuoso de la sociedad moscovita. «Esclavos negros, con turbantes y muchos oros y colorines, y unos ciudadanos, con unas mitras singularísimas de las cuales salen penachos de plumas de avestruz que caen formando ramos como los de las palmeras, nos sirvieron de comer y de beber...» «El duque iba resplandeciente como un sol, todo él lleno de relumbrones, collares y bandas»43. La burlería a que propendió siempre don Juan clavó el aguijón más de una vez en la hierática tiesura de nuestros diplomáticos. Regocijábale la gravedad de éstos, nacida sin duda de la trascendental misión que les atañe. Oteaba benignamente nuestra Historia y no descubría por ningún lado a los Talleyrand ni a los Cavour. Por eso tomaba a fiesta y tararira el empaque de algunos embajadores. No tenía gran fe en los resultados de esta profesión. Gustábanle, como hombre muy enamorado del trato social, las afinidades de la carrera diplomática con la vida mundana y elegante. Pero no mostró nunca la menor afición a los negocios cancillerescos, ni creemos que se le ocurriera en ningún momento emular, con habilidades e intuiciones propias del genio diplomático, a los grandes maestros en el oficio.

No podía faltar en este viaje de Valera a San Petersburgo el capítulo erótico. Magdalena Brohan44, actuante a la sazón en el Teatro Imperial de San Petersburgo, mostró interés de conocer a don Juan. No figuraba éste en la nutrida lista de cortejadores: príncipes, diplomáticos y aristócratas. Algo apartado Valera, si bien momentáneamente, pues otra cosa habría sido desmentir su natural erótico de las consabidas prácticas de la galantería, no ocurriósele poner cerco a la actriz y tantear si se trataba o no de inexpugnable plaza. Bastó, claro es, una insinuación de la dama para que don Juan acudiese a la demanda. El camino fue breve y por demás accesible. Pero no era la tal Magdalena de las que, en vena de concesiones, llegan, como la de nuestra casticísima copla, al más solicitado favor. Imploró Valera, escribiola cartas inflamadas de pasión, forcejeó, lloró y pataleó. Todo inútilmente. En este punto, Magdalena Brohan, que era en demasía dadivosa y espléndida en otros, mostrose más invulnerable que Lucrecia o Penélope. Y como estos «ejercicios andróginos» exasperaran al infortunado don Juan, acabó por sufrir ataque de bilis. En resumidas cuentas, que la aventura tuvo una purga como remate.

¡Con qué gracejo y naturalidad zolesca -a pesar de la aversión que más tarde hubo de sentir Valera por el pontífice del naturalismo- narra a Cueto este episodio tan pintoresco de su vida mundana! Al marqués de Valmar debieron temblarle las carnes, como a azogado, y hacérsele los dientes agua.

Al tornar Valera de San Petersburgo45 gozaba de justo renombre literario. Sus cartas a Cueto, llenas de erudición y de atinadísimas observaciones sobre política, creencias religiosas y costumbres, si bien desprovistas de noticias literarias, debido sin duda a desconocer la lengua eslava; sus estudios de crítica, dados a luz en las publicaciones más importantes de la península, y su carácter simpático y expansivo, granjeáronle fama de hombre singular. Los anteriores fracasos electorales se ven compensados ahora con el triunfo como diputado a Cortes por el distrito de Archidona.

Corría el año 1858. En la contienda comicial había derrotado al candidato del Gobierno46. Aunque Valera profesaba ideas liberales y tenía de la política del Estado una concepción democrática, frente a los excesos del partido moderado, mariposeó más de la cuenta de unos en otros. Además, su crédito intelectual lo permitía esta independencia. No estaba, pues, cosido a los faldones de la levita de ningún personaje gubernamental. Por este lado bien merecía disculpa su inconsecuencia política. Había, sin embargo, una parte flaca y vulnerable a todas luces: la conveniencia personal como dirimente en los cambios de conducta y de sitio.

Militó don Juan en el partido moderado, si bien su parecer en materia religiosa acarreole la enemiga de algunos correligionarios. La falta de arraigo de determinadas doctrinas, nacida de cierto indiferentismo filosófico, hízole ecléctico y ponderado: de aquí su inclinación a situarse ideológicamente entre el absolutismo de los antiguos moderados y la táctica, en extremo radical, de los progresistas. Así lo proclamó O’Donnell al decir, con agudo sentido de la realidad, que don Juan era de los ministeriales que tenía en la oposición. En compañía de Albareda, Fabié y otros, combatió al Ministerio presidido por Narváez, figurando después como disidente en la fracción parlamentaria de Alonso Martínez, a la que volvió en 1876, sin perjuicio de propugnar en las Constituyentes la política conservadora de Cánovas.

Su rango cultural extraordinario despertó siempre en torno recelos e inquietudes. Los que pasaban por conspicuos le temían y envidiaban, y los ignorantes -inofensivos si no suplieran la falta de seso con cierta instintiva picardía y gramática parda-, poníanse de por medio, sin otro título que su servilismo personal, pero que era bastante si no olvidamos lo bien retribuídos que están estos oficios. Únase a todo cuanto va dicho la palabra premiosa y titubeante de Valera en sus intervenciones parlamentarias. Aquel artífice de la lengua47 cuando peroraba en el Congreso o en el Senado, mostrábase torpe discurseador, descolorido y balbuceante, como novicio parlamentario que se quitase el entredicho de la vergüenza ante la asustadora curiosidad de la asamblea.

En los años siguientes a su arribada triunfal a la política como representante parlamentario de Archidona, Valera fue festejado y solicitadísimo. Recibió varias recompensas honoríficas48, formó parte de tribunales de oposiciones a cátedras del Conservatorio y de Institutos49, fue elegido académico de la Española50 en la vacante de don Jerónimo del Campo, y nombrado vicepresidente de la Sección de Literatura y Bellas Artes del Ateneo de Madrid51, en el que había dado varias lecciones sobre Filosofía de lo bello (1859) e Historia crítica de nuestra poesía (1860).

Empieza a recoger los frutos de una labor concienzuda y profunda. Quedan, en parte, pagadas sus actividades de escritor ya maduro y macerado por el estudio habitual y la copiosa lectura. Parecen cumplirse sus ambiciones de poder y de gloria. Es la edad en que se paladean muy gustosamente las mieles del triunfo. Valera, no obstante sus impaciencias que sirviéronle de acicate poderoso, disfrutó bien joven de los laureles del éxito. No fue nunca, ni en los momentos más propicios en que la naturaleza de su arte literario podía haberse atraído al gran público, escritor gustado por todos: conspicuos e ignorantes. Las modalidades de su espíritu señoril estaban reservadas a los menos. Mas la vida oficial y académica abriole de par en par las puertas y recibiole bajo palio.

La polémica con Castelar52, recién llegado de Rusia don Juan, suscitó agrias censuras entre los partidarios de aquél. Valera contaba a la sazón treinta y tres años. ¿Cómo iban a perdonarle los amigos del gran tribuno la osadía de arremeter con él y zarandearle de lo lindo? Pero la atrevida actitud de don Juan valiole también la acogida benévola de los que no formaban en las filas de los coribantes y aduladores de Castelar. Dicha disputa -en el noble sentido que los escolásticos daban a esta palabra- tuvo una segunda parte entre el adalid republicano, que puso fin y término a la del 73, y don Ramón de Campoamor. También en la resucitada controversia echó su cuarto a espadas don Juan.

Alternaba los ensayos de crítica filosófica, como De la doctrina del progreso y otros53, con los juicios literarios y el componer poesías, que siempre fue predilecto quehacer de Valera. El gran debate entablado con ocasión de la filosofía krausista, motivó varios trabajos de don Juan, como El Dios Yo y La carta de Roque a Petra54 . Cultivaba la crítica literaria con cierta regularidad. La política absorbía tan sólo las actividades subalternas de su espíritu. Aunque se ha observado por algún comentador de Valera55 que no llegó a ser nunca esclavo de la pluma, lo cierto es que la vida de don Juan está llena de testimonios en contrario. Su verdadera y única afición, juntamente con su enamoramiento de la vida mundana y aristocrática, es la literatura. No escribió nunca con sujeción a un plan determinado. Faltan en la lista de sus obras completas los estudios largos y profundos que cabía esperar de un erudito como Valera. ¿Quién podía vanagloriarse como él de estar en posesión de todos los resortes de la cultura? ¿Qué arsenal de conocimientos filosóficos y literarios cabría oponer, con ventaja al suyo? Pero todo este saber se dispersó en ensayos y en artículos de periódico o de revista56, formando, eso sí, en su conjunto, una obra proteica y admirable.

El 12 de marzo de 1862 leyó su discurso de ingreso en la Academia de la Lengua. Versó sobre la «poesía popular como ejemplo del punto en que debieran coincidir la idea vulgar y la idea académica sobre la lengua castellana»57. Pretendió don Juan escribir un estudio duradero por su sabia doctrina filosófico-literaria y por su estilo, y como correspondía a la solemnidad del momento. Acudieron a oírle las figuras más salientes de la intelectualidad madrileña. El discurso, notable en muchos puntos de su larga trayectoria, ofreció alguna que otra parte vulnerable. Don Francisco de Paula Canalejas, muy enterado de la poesía épica en la Antigüedad y en la Edad Media, impugnó en la Revista Ibérica58 el trabajo de Valera. También en nuestros días, Cejador59 ha propinado a don Juan algunos torniscones por la misma causa. No habrá, de seguro, sobre el haz de la literatura española, dos escritores más antagónicos que Cejador y Valera. Difieren en sus gustos e inclinaciones y han de divergir, naturalmente, en su orientación crítica. De aquí proviene, sin duda, lo excesivamente severo que estuvo el gran filólogo al juzgar el discurso de Valera. La psicología de don Juan y su posición en los dominios del arte, han de explicarnos este tropiezo. La Edad Media pugnaba con las costumbres y la educación intelectual y el sentido aristocrático de la vida que se había forjado nuestro autor. Desdeñaba lo popular en el arte, como abominaba de los ademanes groseros y de la mala crianza. Su cultura clásica propendía a disuadirle de que los tiempos medievales eran el vacío intelectual. No comprendía más que las letras áureas de la Antigüedad -griegos y latinos- y el Renacimiento, como retorno al ideal clásico. La Edad Media representaba para él un largo período histórico de barbarie y mal gusto. De aquí que prefiriese a la poesía ruda y agreste del Cantar de Mío Cid o del Romancero, la retocada y pulida de los poetas eruditos. Horacio le había antecedido en esta repugnancia. No se atribuya a otra cosa la equivocada apreciación de Valera en lo concerniente a la poesía medieval. A un erudito como él no se le puede suponer, sin pecar de ligeros, ayuno de determinada literatura. Don Juan conocía la poesía popular de la Edad Media, entre otras razones, porque fueron de él acontecimientos coetáneos La primavera y flor de romances, de Wolf y Hofmann (1856) y las Observaciones sobre la poesía popular (1853), de Milá y Fontanals60, además de que la Silva de romances viejos (1815), de Grimm, y los excelentes estudios de don Agustín Durán sobre el mismo tema61, debían de ser conocidos de Valera.

La razón de su actitud respecto de la poesía anónima anterior al siglo XVI, es el desamor, el despego que siente por este género poético. Porque hay dos maneras de llegar al conocimiento de las cosas. Sólo se conoce a fondo lo que se ama. Los ojos y los oídos no son más que ventanas por las cuales nuestra alma ve y oye. Fenestrae animi, que dijo Cicerón. Pongamos delante de la Minerva, de Fidias, o de la Venus, de Praxiteles, a un hombre desprovisto de toda emoción estética. Para comprender y penetrar la belleza que tiene delante de sí le falta ese sentimiento íntimo que duerme en el fondo del alma y que se alborota y exalta con la contemplación de lo bello objetivo. Su alma no es un espejo donde se reproduzcan, sublimadas por la propia emoción, las dos estatuas clásicas. Este es el conocimiento físico de las cosas. Santa Teresa veía a Dios porque le tenía en el centro del alma. De aquí sus éxtasis. Valera no vio de este modo la poesía popular; por eso no descubrió en ella ni su lozanía, ni su hermosura, ni su sentimiento.

En esta época de don Juan se desplegaron más intensamente sus actividades políticas. Fue nombrado secretario del Congreso62 e intervino en los debates parlamentarios, entreverando sus discursos de referencias y alusiones eruditas o de ingeniosidades y chirigotas que, si hacían reír a la Cámara, despertaban también acres censuras de algunos diputados circunspectos y sesudos. Pero don Juan, como filósofo sutil epicúreo y optimista, daba gran importancia al acto de reír63, teniéndolo por excelente profilaxis -si se nos permite la palabra- de la vida de relación, cualquiera que fuese la órbita en que ésta se verificase. De aquí, precisamente, que interpolara en los asuntos más trascendentales del Parlamento el chiste fino, y la sátira sin hiel. Sus constantes derivaciones a lo erudito, de que son buen testimonio algunos pasajes de sus novelas, no habían de faltar tampoco en sus discursos políticos, aun cuando lo prosaico y servil del tema fuese más para tratado a ras de tierra que para remontarse al Olimpo.

En 1864 y vuelto Narváez al Poder, ocupó Valera la Dirección general de Agricultura, Industria y Comercio64. En los primeros días del año siguiente65 juraba el cargo de diputado por el distrito de Priego (Córdoba) y meses después66 volvía a la carrera diplomática como ministro plenipotenciario en Francfort.

Estuvo don Juan en Río Janeiro a las órdenes de don José Delavat y Rincón, de la carrera diplomática y descendiente de aquel Pierre De Lavat, víctima de la Revolución francesa. Don José había contraído matrimonio con una joven brasileña, de la que tuvo dos hijos: José y Dolores. A la arribada de nuestro autor al Brasil (1851), Dolores contaría cinco o seis años. Como don Juan ocupaba el piso bajo de la vivienda del señor Delavat, reuníase en el precioso jardín que la circundaba con los hijos de su jefe, participando, no obstante la diferencia de edad, en sus juegos y travesuras67. Tres lustros después (1867) celebrábanse las nupcias de doña Dolores y don Juan en París, en la iglesia parroquial de San Pedro de Chaillot. ¿Qué razones mediaron para que este enlace se llevase a efecto? La juventud y lo agraciado de doña Dolores, que a la sazón tendría veintiún años -la mitad de los de Valera- debieron ser los únicos estímulos que le impulsaron a cortejarla y tomarla por esposa. Don Juan vivía ahora sin los apuros de su juventud, no porque la posición económica de la marquesa de la Paniega -el marqués había muerto en Madrid en 1859- hubiese cambiado favorablemente, sino porque a la vez que se elevaba el rango político y social de Valera, hacíase más holgada su situación. Doña Dolores sentiríase halagada por las gentilezas de un hombre como don Juan, de sólido prestigio literario, traído y llevado en el gran mundo y llamado a escalar otros puestos más altos que los que hasta el momento presente, en la política y la diplomacia. Atribuir a razones de crematística esta coyunda, no sería ciertamente juicioso. La señorita de Delavat aportó al matrimonio una fortuna más bien modesta, y a don Juan hay que suponer que no le habrían faltado ocasiones de canjear su fama y nombradía por una brillante posición económica.

En 1868 y establecida la residencia en Madrid, fundó la Revista de España, en la que colaboraron los escritores más esclarecidos y famosos del último tercio del XIX, y contestó con un brillante discurso sobre La libertad en el arte68 al de recepción en la Academia Española, de Cánovas del Castillo.

Las tropelías y desafueros de los moderados que, con Narváez al frente, dirigían nuestros destinos, y la influencia tardía y anacrónica de los enciclopedistas y de la Revolución francesa, dieron al traste, de momento, con la dinastía borbónica. Agraviados y perseguidos los unionistas, demócratas y progresistas, agrupáronse en apretado haz para derribar a la reina Isabel. Principales figuras de la Revolución fueron el almirante Topete y los generales Serrano y Prim. A no contar con esta vigorosa ayuda, ni los políticos, desacreditados o mediocres en su mayoría, ni la fuerza popular, desarticulada e impotente, habrían conseguido su objeto. Derrocado el régimen monárquico y abiertas las Cortes para elaborar una nueva Constitución, decidiéronse éstas, con el voto adverso de valiosos elementos demócratas que propugnaban la República federal, por una monarquía democrática, comprensiva y conciliadora, encarnada en nueva dinastía y respetuosa, a virtud de la libertad de cultos, con los principios religiosos.

Durante este lapso, Valera aprovechó sus buenas relaciones con el duque de la Torre, para dar un avance en su carrera política. A fines del 68 obtuvo la Subsecretaría de Estado. Advino a ella con la intención de renovar y mejorar el Cuerpo diplomático. En parte, porque la reforma no debía demorarse un minuto más, y también por las apremiantes mudanzas que impone todo cambio de régimen. En las innovaciones llevadas a cabo por don Juan hubo víctimas inevitables. No faltó tampoco la huella del nepotismo69. Pero lo peor del caso fue que, a pesar de las buenas intenciones de nuestro autor como en España el árbol de la diplomacia dio generalmente fruto insípido y poco aprovechable, continuamos sin que aparecieran por ningún lado los Bülow ni los Metternich.

Esta Subsecretaría fue, en la carrera política de don Juan, el puesto más preeminente70. Da grima ver cómo en un país en que cualquier pelafustán o chiquilicuatro alcanza codiciados cargos en la Administración pública, Valera, tras mil vicisitudes y eventos, quedase en la antesala de los despachos ministeriales. Contribuyó, sin duda, a este fenómeno habitual en nuestra historia política, la ausencia en don Juan de condiciones oratorias. Cualquier papagayo, con la cabeza monda y lironda y un modesto hatillo cultural a la espalda, pero hábil y diestro en el arte de engañar a los demás -como llamaba Kant a la elocuencia- escala y corona las cimas de la política. Valera desconfiaba mucho de sus aptitudes en este orden. Conversador ameno y chispeante, digno émulo de Ixión, de cuya entretenidísima locuacidad se hace lenguas la Mitología, en cuanto intervenía en las Cámaras tornábase premioso y vacilante y se habría hecho del todo inaguantable si la ironía y el garabato que le rezumaban por doquiera no diesen cierto atractivo a sus discursos.

La resolución tomada por las Constituyentes de 1869 de restaurar el régimen monárquico, pero a base de una monarquía constitucional y democrática, cuyos principales postulados serían la libertad de cultos, de enseñanza y de imprenta, dio motivo al primer conflicto: la elección de monarca. España ofrecía un trono a los príncipes extranjeros, como se puede brindar la casa a un amigo o persona conocida. Don Juan formó parte de la Comisión que ofreció en Florencia el trono, vacante al duque de Aosta. El discurso que debía haber pronunciado Ruiz Zorrilla ante el rey Víctor Manuel, de no mediar la circunstancia de su publicación, con anterioridad a la ceremonia palatina, en cierto periódico de Madrid71, había sido escrito por Valera. Sin embargo, no se mostró éste inclinado a la dinastía saboyana, cuyo estéril esfuerzo por reconciliar a los partidos políticos, pronosticó. Su voto fue favorable al duque de Génova, que parecía reunir todas las condiciones precisas para la designación72. De todas maneras, el resultado habría diferido muy poco. La búsqueda atosigante y acuciosa de un rey para la vacante de España representa, a mi juicio, uno de los episodios más pintorescos de nuestra historia política.

Proclamada la República del 73 y desarraigado de sus hombres más representativos, la vida de don Juan entra en una fase delicada y difícil. El despego e incluso la inquina con que ve la nueva situación política, trascienden a sus artículos de crítica literaria y filosófica. La aparición de los Estudios sobre la Edad Media, de Pi y Margall, le brinda un pretexto para desfogar contra la República y el presidente del Poder Ejecutivo. «Cualquiera que haya hojeado a Hegel y más aún a sus discípulos de extrema izquierda, a Fuerbach, por ejemplo -arguye don Juan73-, ¿qué encontrará en el pobre aborto del señor Pi sino cuatro ideas de las más perversas, cogidas al vuelo y estropeadas al plantarlas en el papel?» El método o plan de la obra de Pi y Margall «es tan sencillo como poco ingenioso», (el autor es «un literato extraviado y confuso» que «con sus locuras y extravagancias» ha causado «males infinitos». Pertenece a esa casta de hombres que no son malos, pero sí ilusos: «inteligencias a quienes un pasto espiritual sobrado fuerte para ellas ha hecho caer en algo como una borrachera peligrosa, y que en vez de curarse por la abstinencia, se entregan luego por vanidad a una orgía desenfrenada».

Como siempre, la puntería de nuestro don Juan es certera y precisa. Muchos de los reparos que formula al autor de Las Nacionalidades están en su punto y son verdaderamente irreprochables, mas... ¿no habrá un poquito de pasión política en los demás? ¿No influirán algo en la severidad de sus juicios las circunstancias que rodean a nuestro biografiado? Equidistante de todos los extremismos, de todas las exageraciones, no es menos su acritud cuando juzga las ideas político-filosóficas del señor Aparisi y Guijarro. El insigne autor de Pepita Jiménez erígese en cancerbero de la paz nacional en momentos difíciles y casi angustiosos, que degeneran en la violencia motinesca e incendiaria de Alcoy o en la rivalidad fratricida de la guerra civil.

Desde su regreso de Francfort no había vuelto a desempeñar cargo alguno diplomático. La situación económica de su casa era por demás comprometida. Su madre, doña Dolores, a pesar de sus equilibrios y estrecheces, no había logrado reponer la hacienda. El caudal traído al matrimonio por la señorita de Delavat había tenido que hacer frente a situaciones creadas por la familia y 1a vida oficial y mundana de Valera. Retoñan las inquietudes y apuros de la juventud, más difíciles ahora de conjurar. Pese a su ingénito optimismo, apodérase de su alma una honda e íntima pesadumbre, en cuya elaboración han sido parte principalísima ciertas desavenencias conyugales, nacidas tal vez del antipodismo psicológico de ambos y de la postura de cada uno frente a la realidad circunstante. Los años que median de doña Dolores a don Juan hacen también menos realizable la espiritual compenetración. Otras preocupaciones conturban el ánimo de nuestro autor. La literatura no da dinero. ¡Ni lo dio ni lo dará nunca! De aquí que tengamos que simultanear el ejercicio de la pluma con otras profesiones u oficios más productivos. En la antigüedad clásica ni los oradores, ni los filósofos desdeñaban el trabajo manual. Eran sabios y artesanos, como también lo fueron, siglos después, Rousseau y Spinosa. Don Juan asiste al espectáculo de su vida literaria con la misma desilusión de quien, tras de haber dado cuidadoso cultivo a un pedazo de tierra, se entera de que es estéril como la de la parábola. A lo largo de su extensa producción hallaremos innumerables lamentaciones en este sentido. Pepita Jiménez, que fue la más leída y celebrada de sus novelas, no le dio ni para comprarle a doña Dolores un traje de sociedad. Desgajado de la política y sin ocupación diplomática, Valera da una escapada a su tierra natal. Réstanle unas viñas y unos olivares en el término de Cabra y Doña Mencía. Bien es cierto que nunca sintió la menor inclinación por las cosas del campo. De haber estado don Juan en el pellejo de Fray Luis de León o de Carlos V, ni habría escrito la famosa oda a la vida campestre, ni se habría recluido a esperar la muerte en las soledades de Yuste. Acostumbrado al trato social y al bullicio alocado y gárrulo de las grandes urbes, detesta el vivir idílico y patriarcal de los burgos españoles.

En 1874 apareció por primera vez en la Revista de España la novela Pepita Jiménez. No corresponde a don Juan, aun retrayéndonos a la tentativa de Mariquita y Antonio, la iniciación de la novela realista. Fernán Caballero había antecedido a Valera en el género novelesco. Correspóndele, eso sí, el acierto y la maestría con que dio forma material al asunto de Pepita Jiménez.

Reintegrado don Juan a la política, figuró en las Constituyentes del 76 en el grupo de Alonso Martínez, sin perjuicio de apoyar a Cánovas. No estuvo ociosa su pluma. Replicó en la Academia a Núñez de Arce con motivo de la recepción del ilustre poeta. Menudearon como siempre sus artículos de crítica en periódicos y revistas, y salió en defensa de Campoamor, combatido por plagiario74. A estos años corresponde también la producción novelesca de don Juan. El lisonjero éxito de Pepita Jiménez y el florecimiento en España de este género literario como consecuencia del grande apogeo que había logrado en las principales naciones europeas, incitaron a nuestro autor a persistir en él, por lo que, en revistas y periódicos primeramente y en volumen después, salieron al público Las ilusiones del doctor Faustino, El Comendador Mendoza, Pasarse de listo, Doña Luz y la primorosa traducción de Dafnis y Cloe.

Exaltado al Poder don Práxedes Sagasta, volvió a la carrera diplomática, siendo nombrado ministro plenipotenciario en Lisboa. Este retorno a la diplomacia dura hasta 1896, en que se jubiló. En todo este lapso de tiempo regentó las Legaciones de Washington y Bruselas, y la Embajada de Viena75. No debían de ser pesada carga las ocupaciones de Valera como tal diplomático, sobre todo en la capital de Austria, donde, según se afirma, tuvo por única misión casi, el desahuciar a los conservadores del corazón y de la mente de la archiduquesa Isabel, madre de nuestra Regente.

En Lisboa echa de menos a la divertida sociedad madrileña, con sus tertulias literarias y galantes. Le encocora la afectación y el finchamiento de los portugueses, muy pagados de sí mismos. Cultiva la amistad del polígrafo Latino Coelho, que sería una excelente persona si no fuera por la reserva, e incluso hurañía, de su carácter. Desidioso don Juan de suyo y poco disciplinado para el trabajo, falta a sus compromisos con editores y compañeros de letras. Para que tengamos cabal idea de la pereza de nuestro insigne egabrense, bastará hacer notar que se fue al otro mundo sin traducir aquella parte del teatro de Esquilo que le hubo de corresponder en su reparto con Menéndez y Pelayo, y que las apremiantes solicitudes del ilustre montañés no lograron sacarle de su habitual indolencia. Así y todo comentó con severa prolijidad La Historia de los Heterodoxos desde las columnas de la Revista de España (1880), dio a la estampa dos volúmenes: Cuentos y Diálogos (Sevilla, 1882) y Algo de todo (Sevilla, 1883), recopilación ambos de trabajos ya aparecidos en la prensa, y comenzó sus cartas a Campoamor bajo el título de Metafísica a la ligera, continuadas en Cabra y Doña Mencía.

La escasez de numerario, ciertos disgustos de familia y, sobre todo, una maligna enfermedad que pone en trance de muerte a su hija doña Carmen, acongojan de tal modo a don Juan que se apodera de él, contra su acostumbrado buen humor, el más negro pesimismo. Pero estas crisis de preocupación y abatimiento son, por fortuna, pasajeras. La alegría vuelve a su alma y los proyectos literarios tornan a perfilarse en su pensamiento: «Quiero, anotar y prologar con usted -escribe a Menéndez y Pelayo el 23 de marzo de 1882- nuestros discursos místicos. Quiero concluir tres novelas que hace un siglo tengo empezadas: Mariquita y Antonio, Lulú, princesa de Zabulistán, y Zarina. Quiero hacer la traducción del Fausto -ambas partes- para un editor de Barcelona que lo paga bien. Quiero hacer la traducción de los poetas hispano-judaicos. Quiero escribir mi novela de Abu-Hafaz. Quiero escribir mis Meditaciones de amor o filosofía de la voluntad. Quiero escribir mi Breve compendio de la historia del linaje humano.» Pero... añade más abajo: «El tiempo, no obstante, vuela, se va y nada realizo."

El más duro golpe de cuantos la adversidad, muy suave y benigna con él, le deparase, lo recibió en Washington. Su primogénito Carlos había muerto del tifus a los dieciséis años. Don Juan, que veía en su hijo como un trasunto de su persona en aquello de que podía sentirse orgulloso, y otras buenas cualidades que estuvo siempre muy lejos de poseer, lloró amargamente esta amputación de su alma, que si en cualquier momento hubiese sido tremenda, fuelo mucho más en aquellas circunstancias, ya que, lejos de los suyos, el dolor se hacía más terrible.

El tránsito de Carlos a otra vida mejor, despierta en don Juan «el casto y severo pensamiento de la muerte, que nos induce a meditar y a emplearnos en las cosas más graves». Como los dos hijos que le quedan, don Luis y doña Carmen, no habrán de heredar más bienes de fortuna que el caudalejo de don Juan que pueda representar el fruto de su ingenio, se siente con doble ánimo para seguir llamando a las musas y acrecentar de este modo su patrimonio literario. Además, esta como depuración y aquilatamiento de su propio valer, dará cierto atractivo y simpatía a la persona de sus hijos y contribuirá a que se conserve sobre la tierra el grato recuerdo de una vida ejemplar dentro del arte. Por otro lado, la ruda prueba con que el Destino experimenta el temple espiritual de Valera, indúcele a formular nuevas protestas de amor y fidelidad a doña Dolores.

No sé hasta qué punto nos estará consentido trasponer la penumbra sagrada de la intimidad conyugal. A juzgar por ciertos pormenores que la correspondencia de Valera saca a luz, las relaciones matrimoniales de don Juan y doña Dolores resentíanse a veces de falta de cordialidad y compenetración. Bien sea debido a la diferencia de caracteres y gustos, bien a la idea más adversa que favorable que doña Dolores tenía del práctico valer de nuestro autor, las contrariedades y los disgustos debieron poner trabas a la alegría hogareña; pero nos parece que estas rencillas y resquemores mutuos eran como la niebla que intercepta el paso del sol o deslustra al menos su brillo y que, esfumada a su contacto, contribuye a hermosearle y hacerle más deseado.

No debemos tener por artículo de fe la creencia bastante extendida de que Valera fue infiel a doña Dolores. Me temo que esta afirmación provenga de la fama de mujeriego y galanteador que tenía don Juan; pero acaso no sea juicioso inferir de ella esas pasajeras desavenencias que ya hemos notado. Inclínome a pensar que doña Dolores tuvo mucha culpa de todo esto, y aunque sea para mí duro trance el condenar a una dama para absolver a quien pasa por autor reincidente de un delito de infidelidad, tampoco sería lícito volverse de espaldas a la realidad.

Doña Dolores, que era muy linda, gentil e instruida; que hablaba primorosamente el portugués y el francés, y que recitaba con singular maestría y melodiosa voz a Leopardi y Lamartine, había sido tan mimada por todos, que se hizo voluntariosa y rebelde, no admitiendo que se la llevara la contraria y convirtiéndose en una tiranuela. Aunque aficionada a la sociedad, la timidez de su carácter y los caprichos que padecía apartábanla en ocasiones de la vida mundana. Don Juan la adoraba, como prueban algunas cartas suyas, donde tras de lamentar desdenes y agravios de su mujer, la pide que «le quiera por amor de Dios»76, y declara solemnemente que todas las rabietas que con ella tiene proceden del enojo de no sentirse amado. ¡Y cómo no había de quererla si, además de ser muy bonita, era generosa, inteligente y llena de gracia en la intimidad! Valera hacía cuanto ella quería. Si alguna vez se rebelaba contra las genialidades de su mujer, bastaba que ésta le regalase con un mimo o zalamería para que se le pasara el enfado.

Gustábale mucho a don Juan que doña Dolores le leyese, ya que además de la voz armoniosa que tenía, sabía darle a la lectura la debida expresión, sin faltar nunca a la naturalidad. Pero doña Dolores era poco complaciente a este respecto, acaso porque la literatura no la atraía lo más mínimo.

Otra contrariedad súbita e inesperada atormentó también el dolorido espíritu de Valera. No es raro, ni mucho menos, que un hombre de singular talento y nombradía despierte, ya en las cumbres de la vida, una pasión amorosa extemporánea e imposible, sobre todo si quien la inspira es persona de cabal honradez. Una mujercita norteamericana, favorablemente impresionada por la varonil arrogancia de Valera, que a la sazón contaba sesenta y un años, prendose de él y en forma tal que no fue bastante a convencerla y desilusionarla la juiciosa y digna conducta de don Juan. Debía de tener la mocita un corazón fácilmente inflamable y no es extraño que la amena y garbosa cháchara de nuestro autor, el felicísimo ingenio y el renombre literario -que dábanle lustre y atractivo- y otras circunstancias y agentes ocultos que siempre influyen en la determinación de estos estados, tuvieran la culpa de dicha pasión amorosa. Lo tristísimo del caso fue el fatal veredicto que la joven se dictó a sí misma, de poner fin a su vida.

Ni la labor diplomática, ni las aficiones mundanas de nuestro autor le apartaron en ningún momento de sus tareas literarias. Don Juan tenia tiempo para todo y su mente prodigiosa era infatigable. Procuraba rodearse de aquellas personas que le distraían con su ingenio o su saber. Atendía él mismo a despachar su copiosa correspondencia y nunca le faltó un hueco entre sus ocupaciones profesionales, visitas, tertulias y teatros, que dedicar a sus gratos coloquios con las musas, a filosofar y a escribir obras de entretenimiento. Durante su estancia en Washington tradujo o parafraseó a varios poetas norteamericanos. Como la filosofía era para él predilecto ejercicio de la mente disputó con Campoamor sobre la metafísica y la poesía. Deliciosa y chispeante polémica en la cual uno y otro ingenio lucieron bizarría y gracia. Corresponden también a estos años sus estudios críticos de historia y política y sus Cartas americanas (1888-1900). Y en el género poético, si entendemos por tal todo lo que es creación de la fantasía, escribió en Viena el primoroso cuento La buena fama, y dictó, ya de retorno en Madrid, Juanita la Larga, Genio y figura... y Morsamor.

Iníciase el declive de su vida. No en lo moral, sino en lo deleznable y perecedero de la hermosa fábrica humana. El espíritu de Valera no envejeció nunca. Próxima y en acecho la muerte, compuso uno de los más bellos y enjundiosos trabajos de cuantos dio a la estampa, y desde luego el último. Esta espiritual lozanía le ahorró de las negruras y del sobresalto que aparece en nuestro pensamiento cuando se acerca su término. Hay, a pesar de todo, en sus escritos de estos años, quejas y lamentaciones motivadas por desdichas de familia y quebrantos de una salud averiada y mortecina. Enhiesta su alma como un mástil, y circuida de esa suave luz otoñal con que vamos coronando las cumbres de nuestra vida, o se emplea don Juan en la breve narración novelesca o en la crítica, muy solicitada por los periódicos; cuando no desemboca en el eterno soliloquio a que propende la mente activa y vigorosa. Los achaques del cuerpo reducen el ámbito de la vida de relación. Apenas sale de casa si no es para asistir los jueves a la Academia Española. Hombre de sociedad, conversador ameno y acostumbrado a visitas y tertulias, se habría muerto de tedio de no frecuentar su morada buena pléyade de escritores, políticos y artistas. Tarde y noche celebrábanse animadas reuniones a las que solían concurrir Menéndez y Pelayo, el conde de las Navas y don Narciso Campillo, los más asiduos, juntamente con los hijos de doña Ramona Valera, don Alonso Mesía de la Cerda, marqués de Caicedo, y doña Antonia, que después heredó el título, al fallecimiento de don Alonso.

Los alifafes con que la vejez se manifiesta apenas alteran, fuera de la clausura de don Juan, sus hábitos y sus voluntarias ocupaciones. No se olvidará nunca del baño, que viene como a rejuvenecernos y alegrarnos. Ni abandonará el discreto acicalamiento de su persona. Como la mente no se resigna a enmudecer, nuestro insigne egabrense dicta cartas o artículos y narraciones novelescas a su secretario don Pedro de la Gala. Otras veces le leen en distintos idiomas o le piden parecer sobre la última producción literaria.

Se le escuchaba siempre con verdadero placer. La senectud no echó agua al vino de su ingenio, ni convirtió en desabrido manjar el fruto copioso de su pensamiento. El garabato y la picardía, entre candorosa e intencionada, jamás faltáronle como guiso y aderezo de su conversación. Sus chascarrillos y las mil entretenidas anécdotas de una vida longeva y mundana como la suya, eran la pimienta de aquellas tertulias, donde tampoco se daba de lado a graves distracciones y quehaceres. Todas las semanas se reunían una vez por lo menos para conocer tales o cuales trabajos literarios. Asistían a estas reuniones los hermanos Quintero, doña Blanca de los Ríos y su marido el señor Lampérez, Marquina, doña Emilia Pardo Bazán, Rubén Darío, don Alfonso Danvila y los hijos de don Juan, los marqueses de Villasinda. También fueron asiduos contertulios de Valera en estas postrimerías de su vida, el conde de Casa Valencia, el marqués de los Ojijares, la marquesa de Caracena y sus hijos, don Lorenzo Coullant Valera, el Padre Alarcón, el marqués del Cenete y otros que omito por no hacer esta relación interminable.

Llamado por segunda vez a la Academia de Ciencias Morales y Políticas77, versó en su discurso de recepción sobre Cánovas como pensador político y teórico. Fue éste el último acto público y solemne a que concurrió y en el que desempeñó el papel principal.

Ciego del todo, derrumbado su cuerpo en una poltrona o sillón y somnoliento a ratos, tuvo ánimos aún para comentar, con la misma lucidez y fino sentido crítico de otros días, la inmortal novela. Fue el último abrazo de su mente a la belleza eterna. ¿Cómo reconstituir con los rasgos fisonómicos de ahora y la figura apoplética aquel varonil empaque de la juventud, el cual conservó hasta pocos años antes de morir? Encanecida la cabeza, abultados los párpados y desbordado el cuello por encima de la chalina, el instante supremo y terrible puede llegar de pronto. Así y todo, tendrá arrestos para erguir el cuerpo y mirar, sin luz en los ojos, cara a cara, a quien le interrogue. La muerte no sorprenderá ocioso al entendimiento. Entre las brumas de una somnolencia intermitente y bajo la amenaza de la congestión cerebral, todavía el espíritu egregio despide de sí el resplandor de su lumbrarada.

Murió el 18 de abril de 1905, a las doce de la noche78.

Nos falta espacio, dados los límites que nos hemos trazado, para hacer la etopeya de don Juan. Intentaremos, sin embargo, destacar los rasgos más típicos. No quisiéramos perdernos en el laberinto de su alma. Su sentido epicúreo de la vida y el natural optimismo que fluye de su espíritu, nacen a mi ver de la salud física y de la buena armonía y ponderación de sus facultades intelectuales. De aquí proviene también la tolerancia con que juzgaba las obras de los demás. «Yo soy muy hiperbólico, como buen español; pero lo soy más en el elogio que en la censura»79. «...ensalzando mucho a los que valen poco y ensalzando poco a los que valen mucho, propendo... a nivelar, a pasar sobre todos el rasero y a suprimir eminencias»80. Esta inclinación a la hipérbole y a la idolatría es arma de dos filos. Como la vena humorística es abundante, el ditirambo encubrirá muchas veces la guasa fina. Nunca hemos reído con tanta gana como cuando leíamos los comentarios de Valera a la teoría filosófica que sobre el perfeccionismo absoluto explanó, en un libro de este título, el pensador mejicano señor Ceballos Dosamantes81. Su carácter francamente optimista, con oscilaciones pasajeras entre la alegría y el dolor, quizá sea el elemento más valioso en la arquitectura de su obra literaria. Como humanista, ha bañado el espíritu en la linfa clara del arte griego. Esta parte importantísima de su bagaje cultural es la razón de sus pasos firmes y seguros en el camino estético. La fórmula del arte por el arte y su desvío de la ciencia experimental como asunto y colaborador literarios, es de origen clásico. Si tiende a disculpar los yerros ajenos es porque en su concepto de la vida y del hombre no caben las desigualdades, sino los matices. No cree en el superhombre. Pero este escepticismo es elegante y bello, sin la ponzoña de Leopardi o de Heine. Nace de su indiferencia frente a las cosas. El seminarista don Luis de Vargas sucumbe en el heroico esfuerzo de abrazar a Dios en el fondo del alma. Pepita, hábil y sagaz, más por instinto o intuición del amor que por raciocinio, conturba el espíritu de don Luis, donde la imagen de Dios ha cedido el paso a la de la viuda. Movido de una curiosidad ardiente e irresistible, Valera se asoma a todas las ventanas del pensamiento filosófico. Va de unas en otras sin sentir las ansias del mareo. No encuentra tan abominable la vida. Toma la metafísica por nobilísimo ejercicio de la mente, cuya fantasía se enseñorea de las cosas, construye teorías que son concesiones a nuestra propensión escrutadora, pero sin aprehender a la verdad, que se disipa ante nuestros ojos ávidos, como la nube al contacto del sol. Su neutralidad ideológica le priva de criterio fijo y determinado en el orden filosófico o el religioso, pero le permite, en cambio, asomarse al Ponto proceloso de las ideas, sin sentir, como Helles, el vértigo del abismo.

Con esta manera de ser aumenta su poder de asimilación, ya que el espíritu, en su independencia o albedrío respecto del pensamiento metafísico, no tiene las cortapisas que estipula, en filosofía, el particularismo. Su alma, como la rosa náutica, puede mirar a todos los vientos. No es un incrédulo empedernido, lleno de soberbia y despecho, como Nietzsche. Vacila entre la duda y la fe, y en estas fluctuaciones influye tanto la razón calculadora y fría como el sentimiento afectivo. En su juventud se deja arrastrar de la corriente racionalista imperante y diputa a Dios de fabuloso y mítico, emparejándole con las leyendas paganas82. No tiene que pactar con Mefistófeles, como Fausto, porque su desengaño con relación a la ciencia no es tan tardío, y mientras satisfacía el noble deseo de saber, menos ambicioso que el del doctor alemán, hacía concesiones a sus sentidos en torno del amor sensual y erótico.

Si no se tomase a mala parte nuestra comparación, nos serviríamos del siguiente símil: el espíritu de Valera nos parece una cámara frigorífica en donde se conservan, sin estropearse lo más mínimo, todas las ideas imaginables. De ser su espíritu ardiente y fogoso, derretiríanse las ideas cuya forjadura no aguantase el fuego vivo y perenne, como la escoria respecto del oro; mas las bien templadas haríanse eternas. Su mente razonadora y libérrima está más cerca de la serenidad de Goethe que del viril ímpetu del cantor de Zaratustra. Este eclecticismo filosófico no le dejaba ser dogmático y solemne en sus juicios.83, y andaba de una a otra parte, como el pájaro en las matas, sopesando el pro y el contra de las ideas, sin decidirse por ninguna. Parece un Don Juan de la filosofía. Todas las opiniones, todos los estudios especulativos le hacen feliz, pero con la misma momentánea felicidad que proporcionara al galante conquistador de Tirso y Zorrilla la posesión de las mujeres al azar logradas. Y como el Don Juan de Zorrilla, después de mariposear de unas en otras hasta toparse en el camino con Doña Inés, acaba por abjurar de sus errores, y creer en Dios. No obstante su liberalismo filosófico, propende más a lo aristocrático que a lo popular. Educado en el gran mundo y diplomático por añadidura, prefiere los modales finos y exquisitos a los vulgares y rudos. En el arte sienta igual doctrina. Opta por la alquitara del buen gusto que todo lo depura y quintaesencia. Tan sutil y ultrafino se muestra que de la realidad externa sólo toma pormenores que completen la acción y discurso de sus novelas. De aquí que repugnase el naturalismo. Tiende a la novela psicológica, mas desatada de vínculos materiales y objetivos. Fantasea sin perder nunca pie en las cosas tangibles. No hace más que empinarse para eludir en lo hacedero las impurezas de la vida. Su idealismo no cambia, ni aun desfigura la castiza y peculiar fisonomía de los hechos reales.

El sentido común es otra característica muy singular de Valera. La paradoja de esta denominación, pues no deja de ser arbitrario o peregrino, al menos, que se llame común el sentido menos común de todos, no rezaba con él. Lo poseía y muy abundantemente por cierto. Este sentido, que es el módulo con que la inteligencia mide el pro y el contra de las cosas, contribuyó sin duda a la ponderación y equilibrio de sus obras literarias.

No insistimos sobre el presente punto en razón a dedicarle más holgado comentario en otro capítulo de este libro.

Sus viajes al extranjero y su estancia en las grandes capitales de Europa, diéronle aire cosmopolita y mundano. Amaba las cosas propias, sin desdeñar las ajenas, y pensó, en alto muchas veces, que la originalidad de las ideas de un país no está en cerrarle el paso a las extrañas, sino en adaptarlas a la psicología nacional. Psicólogo y analítico ahonda en el interior de las almas, descubriendo sus arcanos más íntimos. Este alarde de sus potencias anímicas está bien placentero en sus ensayos de crítica literaria y filosófica y en sus novelas. Es un observador sutil y profundo, poco aficionado a andarse por las ramas, como suele decirse, sino a penetrar el secreto de la idea. Su mente, a pesar de haberse derramado en demasía en el conocimiento y juicio de los fenómenos abstractos, llegó a la senectud sin la fatiga de Sísifo, más bien firme y pujante. La salud del cuerpo y del alma se transvasaba a sus libros donde, rarísima vez, apunta la sátira perversa y felina. Una serenidad olímpica, aprendida en la contemplación de las estatuas griegas y sacada del tuétano de sus filósofos predilectos, da valor eterno al espíritu de Valera. Más ingenioso que cordial, la llama de su intuición creadora alumbra, pero no quema.

Don Juan amó con la cabeza o con los sentidos. Amor intelectivo, como el que sintió por la marquesa de Bedmar, en Nápoles, o sensual y materialista, como el que le inspirara Magdalena Brohan. No supo amar con el corazón, que es el verdadero amor, porque nace de un sentimiento afectivo y desinteresado. Amor que se detiene a pensar, no es amor. La venda que lleva Eros en los ojos es la manifestación externa de una ceguera mental. El amor nace en el pecho, lo idealiza y sublima la inteligencia creadora y toma forma material a través de los sentidos. A don Juan el objeto amado no le incitaba o promovía a la contemplación, al éxtasis. De aquí que en la tremenda batalla de Pepita y don Luis, triunfe el amor a la vida, impetuosa y arrolladora como una tromba. Cuando la inteligencia interviene en sus lances amorosos es a título de elemento refinador de la voluptuosidad. Se ríe del idealismo erótico del Petrarca, y en el pellejo de Dante hubiera preferido una Beatriz de carne y hueso, complaciente y dadivosa camino del Infierno, a aquella abstracción humanada que sirve al poeta de la Divina Comedia de lazarillo para entrar en el Cielo. Tan confiado está en la fuerza de este amor, que cifra en él el poder de los cíclopes y titanes. En Pepita Jiménez tiene todo el valor de un ariete lanzado contra la vida gloriosa del espíritu. La dialéctica de don Luis perece a manos de la viuda. ¡Interesante torneo entre esta vida y la otra! Pagano como Goethe, con cierto sentido panteísta e idolátrico de la naturaleza, reconstituye a su modo el mito del amor realizado por Dafnis y Cloe.

¡Qué difícil es dar con sujetos como don Juan, tan sanos por dentro y por fuera! La cabeza de un filósofo sobre los hombros de un gañán. Rousseau fue huraño y misántropo; Voltaire, satírico y pérfido; Schopenhauer, misógino y pesimista. En el alma crecen unas facultades a expensas de otras. Donde brilla la imaginación como riquísimo joyel, falta la inteligencia razonadora. La bondad no florece de ordinario en las gélidas regiones del raciocinio. La mente reflexiva, analítica, desmenuzadora de don Juan pocas veces se alía con el corazón. Y no es que estén cegadas del todo las fuentes del sentimiento. Mas es preciso que algún suceso inesperado y súbito irradie su luz patética sobre el espíritu para que los afectos se manifiesten vigorosos. La muerte de Carlos abre de par en par las puertas de la efusión, y las fibras cordiales, mudas hacía mucho tiempo, como el arpa de Bécquer, vibran ahora al unísono, y los ojos miopes, tras los quevedos de oro, se arrasan de lágrimas, y las palabras se hacen más blandas y suaves, no por razón de estilo, sino en virtud del sentimiento que las abrasa y derrite, como el fuego al plomo.

Los hombres de mundo, salvo raras excepciones, son muy aficionados a los chistes y chascarrillos picantes. Don Antonio Alcalá Galiano, tío de nuestro don Juan, tenía fama de excelente conversador en este linaje de parlerías, y el duque de Rivas, con su propensión a los cuentos licenciosos y a las desvergüenzas84, infundía verdadero pánico a las señoras, que no comprendían cómo un poeta de tan subidos quilates hacía tales concesiones al mal gusto. Olvidaban sin duda las gentiles contertulias del duque, que las narraciones de Boccaccio y del Aretino, con ser éstos altísimos ingenios, parecían por lo picantes untadas de ajo y restregadas de guindilla. Valera también cultivó en conversaciones y libros85 esta literatura menor, aderezada de las sales áticas de su ingenio y tomadas del acervo popular. Don Juan tenía de la risa un concepto muy elevado, reputándola de preciadísimo don de los dioses. Pero en su insuficiencia afectiva no discriminaba la risa mortificante y malévola de la que fluye a la boca y a los ojos en una explosión súbita y espontánea de nuestro ser, y sin herir además ningún sentimiento respetable.

Como buen epicúreo, enamorado de la vida material, en la que los sentidos inferiores colman sus apetitos, Valera tenía sus debilidades gastronómicas, sin llegar, ni con mucho, al nivel de los Apicios y Lúculos. No padecía, por suerte, ninguna de esas afecciones del aparato digestivo que imponen ciertas cortapisas a los placeres de la mesa. De aquí su favorable disposición para toda clase de guisos, pues su eclecticismo, en esto como en todo, permitíale promiscuar sin hacer ascos ni melindres. En sus libros hay copiosos testimonios de esta filosofía conciliadora y sincrética de la cocina. Parecía que un diplomático, acostumbrado a los refinamientos de la mesa, añoraría los primores de un Nereo de Quíos o de un Algis de Roda. Nada de eso. Prefería los platos regionales, sabrosos e indigestos. Las arropías, y los pestiños, y las gachas de mosto, y el piñonate, juntamente con los morcones y embuchados, la ropa vieja y la asadura en chanfaina. De su afición a los pipiripaos al aire libre y bajo el cielo luminoso de Andalucía, tenemos muchos ejemplos en las páginas de Pepita Jiménez y Mariquita y Antonio.

Si vamos atando cabos, de todos estos pormenores de la vida de don Juan colegiremos, como conclusión, la ufanía, el placer de vivir que rezuma por todos los poros de su cuerpo y de su espíritu. Es bastante común que las personas ahítas de saber, de vuelta siempre en todas las cosas, muy corridas y mundaneras, hartas de carne como el diablo, se sientan morir de hastío por estimar que nada puede existir ya que no hayan gustado y saboreado. Bien por imperio de la naturaleza, bien por artificio y superchería de aparentar lo que no se es en el fondo, abundan estos seres desamorados de la vida, desasidos de ella, como náufragos que cansados de luchar con el océano y desvanecida en la mente toda idea de supervivencia, abandonan la tabla de salvación. Valera, por el contrario, manifiesta siempre su satisfacción de vivir. La alegría y el optimismo, en floración perenne, surgen como hermosísimo vergel en el ancho ámbito de su obra literaria. La vida no le parece aborrecible, ni siquiera ingrata86. Piensa jubilosamente que todo está muy bien organizado y como respondiendo a una mente ordenadora que preside y dirige hasta el más leve movimiento. Quien no acierte a descubrir esta universal armonía es que tiene cerrados los ojos a la evidencia. Para él no reza la consabida frase de que este mundo es un valle de lágrimas. El dolor, la desesperación, el pesimismo derívanse de nuestro desacuerdo con la vida, de nuestra torpeza para gustarla e interpretarla. Un espíritu sano, jocundo, ataráxico, viene a la vida no para disputar con ella, sino para abrazarla efusiva y cordialmente, sin recelos ni prejuicios, que son los primeros síntomas de desavenencia y divorcio. El arte de vivir consiste en nuestra absoluta compenetración con el mundo, porque lo mismo que en el amor, en la vida, nuestra cópula con ella supone la suprema exaltación de la alegría de existir. A la vida se la conquista de frente, pero no en concepto de adversarios, sino de amigos. Esta filosofía del mundo malogra todo sentimiento patético y sublime. Su avenencia con las cosas impide la manifestación del dolor como ley punitiva y suprema de la vida. La ponderación de los factores que intervienen en sus obras literarias es propio del arte bello, mas no de la sublimidad, que nace precisamente del desorden y de la desproporción. Su panfilismo rehusó de la vida lo que hay en ella de pavoroso y trágico. De aquí que las novelas de don Juan, transpirando salud y alegría, hayan sido comparadas con una colección de hermosas estatuas griegas87. Los encontronazos del artista con la realidad son los elementos generadores de lo sublime, pero nuestro don Juan esquiva el golpe, sortea hábilmente las aristas de los hechos, aprovecha un resquicio cualquiera para escapar por él, y su espíritu indemne, como una lámpara de luz suave y acariciadora, circunda o baña de claridad las cosas, sin que éstas nos cieguen ni deslumbren. No es el torrente que se desborda y ruge, sino el agua mansa que discurre, si acaso, entre meandros y recodos, pero sin hervir ni despeñarse.

¿De dónde proviene este natural optimista, esta conformidad con las cosas? Excepto lo que había de ingénito, de nativo en este modo de ser de nuestro don Juan, su optimismo tuvo como puntal más firme la propia y favorable fortuna de que, con ligeras y distanciadas interrupciones, se vio asistido. Laméntase Valera, sobre todo en sus primeros tanteos literarios y políticos, de su suerte adversa; mas en rigor de verdad y sin olvidarnos de que estas quejas tienen un valor efímero y esporádico, don Juan nació de pies, como afirma Cejador88, y no le faltó nunca su buena estrella. El horóscopo de Valera se habría reducido a poner delante de los ojos del insigne egabrense un horizonte color de rosa. Comparemos la vida de don Juan con la de Bécquer, con la de Leopardi, con la de Schopenhauer. Ni se vio prisionero de la vulgaridad y del asco en torno, como el glorioso autor de las Rimas, ni fue enclenque y revejido, como el desesperado Leopardi, ni tuvo una madre despreocupada y hasta cruel, como el gran pesimista de la filosofía. Cumplíase en él la juiciosa fórmula de Juvenal de un alma sana en cuerpo sano; vivía rodeado de personas de mucho valimiento y de amigos y admiradores que le festejaban y aplaudían, y no fue nunca alanceado por un destino esquivo.

Mucho se ha disputado sobre la influencia del llamado medio social, del clima y del paisaje en la obra de arte. Nuestro don Juan no desmiente que procede de un país alegre y luminoso, cuyo firmamento tiene fulgores que deslumbran y ciegan. La naturaleza no puede ser tampoco ni más hermosa ni más variada. Desde la cumbre eternamente blanca del Mulhacén empinado sobre la ancha base de la sierra más alta de la Península, hasta el Estrecho, ¡qué gradación de matices! Por algo los griegos que pusieron los pies por vez primera en la Península, llamáronla Sicania, que vale tanto como «país rico y feliz».

A nuestro juicio, combinados estos elementos naturales en el espíritu de Valera, predispuesto a recibirlos merced al complemento de un cuerpo sano y vigoroso, influyeron convenientemente en la elaboración de su obra poética, e incluso en el equilibrio y serenidad de sus opiniones de pensador y de crítico. Pero si algún escéptico comentarista dudase de este ascendiente, de lo que no cabe dudar, porque sería negar la evidencia de hechos reales y objetivos, es del empleo de todo este material pictórico en las obras de imaginación. Pudo Valera colocar los asuntos de sus novelas en otros escenarios que, por lo que respecta a primores y hechizos naturales, en nada tienen que envidiar a los que sirvieron de marco condigno a sus narraciones. Sin embargo, prefirió valerse de cuantas bellezas en el orden físico nos ofrece exuberantemente su país natal, ya que posponerlas habría sido traicionar sentimientos de noble y sincero patriotismo. Y este ilustre escritor, que estuvo tan poco sumiso a los dictados de la literatura regional y que hasta extrañó la mentada denominación89, fue en cierto modo un precursor del regionalismo literario, ya que dio acomodo en sus novelas a tipos y cosas bien impregnados del aroma característico, genuino, de su tierra nativa. Junto al elemento autobiográfico, discretamente disimulado bajo la ficción novelesca, prodíganse personajes cuya identificación verdadera no sería difícil90 y rincones y villas donde pasaron las horas ensoñadas, emotivas de una edad copiosa en travesuras y audacias91.

¡Con qué cara ilusión vuelve los ojos a Cabra y Doña Mencía! Rebotado su espíritu de la vida hipócrita y malhadada de las grandes urbes, se mece y acuna en la tersa e idílica paz de los pueblos, al amor hogareño de antiguas amistades y como recostado en esta inercia ideal. De la comunión de su alma ferviente y prolífica con las cosas que la rodean, nacen sus obras de inventiva, en cuyas páginas, tamizadas de luz cenital y perfumadas de salvia, tomillo y mastranto, se miran como en hechizado espejo las huertas de Cabra, bajo cuyos toldos de árboles frutales discurren acequias y arroyuelos rumorosos que llevan en la plácida corriente pétalos de rosas y que dan frescura a las violetas y madreselvas nacidas en las márgenes; y la alegría del cielo que parece como un resplandor de la naturaleza; y típicos lugares de Doña Mencía; y la agreste y brava Sierra Elvira, avizorada desde el camino de la Alhambra y el Generalife; y el Darro, aurífero como el Pactolo y mísero como el Rubicón; y tantos otros parajes de la templada y risueña Andalucía.

¡Qué mejor escenario que éste, tan lleno de luz, ungido de la gracia de Dios, alegre y jocundo como unas castañuelas y sano en sus tradiciones y costumbres, para que por él discurran unas vidas sosegadas, apacibles, bellas, sin complicadas psicologías ni patético dinamismo? Si no hubiera en la extensa obra de nuestro don Juan incontables antecedentes de su amor a España, tan mortificada siempre con la tendencia exótica de innovadores y modernizantes, bastaría esta predilección por el terruño para que afirmásemos cuán honda y recia era la raíz de su españolismo.

En todas las cosas hay una razón de ser que les da un valor específico. La prosa elegante, castiza y verdaderamente ejemplar de nuestro autor, tiene su causa eficiente en el aristocrático espíritu de Valera. La elegancia espiritual de don Juan se traduce al exterior en incontables pormenores de orden físico y moral. En el indumento de Valera no hay un solo detalle de mal gusto. Viste con distinción y pulcritud. Sin preocuparse exageradamente de la ropa, como esos petimetres y currutacos que intentan disimular su vulgaridad bajo el último y más extremado figurín de la moda, todo su varonil atavío denota buen tono y ese no sé qué que los franceses llaman chic. Cuando su situación económica se lo permite acude a los mejores sastres. El aseo de su persona y los detalles de la vestimenta son notorios incluso en la intimidad. En las actitudes y ademanes no falta nunca el sello de hombre de calidad y buen ver, educado en la misma escuela del duque de Rivas y de don Antonio Alcalá Galiano, que tanto influyeron, por otra parte, en su formación cultural. La íntima elegancia de Valera, manifestada en multitud de pormenores, es también causa eficiente de su prosa, en donde, si hay mucho esmero y hermosura, no se advierte por ningún lado el artificio ni la fatiga de una premiosa elaboración, ya que el lenguaje fluye con natural gallardía y donaire, troquelado en los mejores moldes, y que para hallarle parigual acaso sea preciso remontarse a la altura de los místicos. Su arraigada creencia de que el arte es forma, le estimula a cuidar el estilo, en el que espejea la gracia y el garabato, que en nada tienen que envidiar las sales del más fértil y rico ingenio. En el lenguaje no hay una nota de mal gusto. Ni chabacanería, ni obscuridad. Las imágenes, tropos y comparaciones están exentos de toda exageración y extravagancia. La mente razonadora y alerta contra cualquiera descarrío expurga y depura la forma que adoptan las ideas al exteriorizarse por medio de la palabra.

Es frecuente en los escritores que, por medio de personificaciones odiosas y repugnantes, se venguen de los agravios recibidos, de las antipatías de las cosas y hasta de las ideas contrarias a las que ellos profesan. Galdós traía sistemáticamente a sus novelas a clérigos hipócritas, sucios e ignorantes. Voltaire se burló en La Doncella del sentimiento religioso del pueblo francés, y Aristófanes, en Las Nubes, de Sócrates y de su escuela. Como don Juan reproduce en sus obras de imaginación la parte más apacible y bella de la vida, y de su conformidad filosófica con las cosas nace la tolerancia y benignidad de sus juicios, nadie podrá atribuirle el prurito de dirimir en sus novelas enconos personales respecto de estos o aquellos hechos e ideas. No diré yo que de ninguna de sus obras pueda obtenerse una moraleja. Los novelistas menos docentes llegan a alguna conclusión moral. Pero no está el arte supeditado a la idea, convirtiendo su albedrío en servilismo y su belleza en utilidad.

Como cifra y resumen de cuanto va escrito no estará de más que hagamos estas afirmaciones. En filosofía, Valera se acogió al elegante y cómodo eclecticismo; en religión, fue incrédulo en la primera fase de su vida, indiferente en la plenitud y poseído en las postrimerías de una fe más consoladora y reconfortante que honda y fundamental. A la bella literatura arribó con su fórmula del Arte por el arte. En la crítica pecó de indulgente y benévolo, substituyendo la hiel de la sátira por una ironía de guante blanco. Como hombre de mundo fue excelente conversador, muy festejado por las damas, que es el mejor elogio que cabe hacer de su ingenio cortesano y de su cautivadora simpatía. Y en política, liberal y acomodaticio, como tantos otros, cuya tolerante ideología permitioles, sin rubor ni personal menoscabo, emigrar de unos partidos a otros92.




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Capítulo II

El humanista



I. «Dafnis y Cloe»93

La crítica moderna da a la palabra humanidades un sentido más amplio del que tuviera en sus orígenes. La razón de esto procede de la evolución y pluralidad de la cultura. Antiguamente el humanista era un artista literario dedicado al estudio de las letras clásicas. A medida que los pueblos han formado una cultura propia, el humanista ha ido perdiendo la restringida significación de sus albores. De este concepto o noción de las humanidades se desprende el siguiente corolario: que el humanismo de don Juan Valera es más complejo y extenso que el de Petrarca, Leonardo Bruni, Boccaccio, Teodoro Gaza y otros poetas y eruditos del Renacimiento, ya que comprende otras culturas aparecidas más tarde. ¿ Son estas humanidades las mismas de que nos habla la Historia? A mi entender, no. El humanismo está informado por el estudio exclusivo de la literatura clásica y tiene su antecedente en las Humaniores Litterae de los romanos. Extender el humanismo al estudio de las lenguas vivas es darle un sentido demasiado elástico. Este camino nos llevaría a la conclusión de que Taine, Sainte-Beuve, Brandes y otros críticos modernos eran humanistas como estudiosos investigadores y eruditos de la cultura europea. La condición de humanista pertenece a los siglos XIV, XV y XVI, que son el retorno al helenismo y al latinismo, como verdaderas civilizaciones progenitoras, y el desprecio de las lenguas vivas.

Entendido así el humanismo, el de don Juan Valera consistirá en haber traducido a la lengua de Cervantes las Pastorales, de Longo, o de quien fuesen, y en haber escrito un diálogo de filosofía erótica bajo el título de Asclepigenia, sin perjuicio, claro es, de que los estudios clásicos y las frecuentes lecturas de los mejores textos griegos y latinos a que se dedicara el autor de Pasarse de listo, hayan influido de manera muy visible en el resto de sus concepciones.

Las Pastorales tienen por escenario una linda heredad situada a doscientos estadios de Mitilene, en el territorio de Lesbos. Un cabrero llamado Lamón encuentra a un niño que era amamantado por una cabra. (El mismo caso de Júpiter y la cabra Amaltea, del monte Ida, por no citar otros muchos parecidos de las leyendas mitológicas, con la sola diferencia de que el dios del Olimpo tenía una madre tierna y amantísima, Rea, y a dáctilos ideos encargados de su instrucción, y el futuro Dafnis carecía de tan buenos maestros y del afecto maternal.) Dos años después de este curioso hallazgo, otro pastor, Dryas de nombre, descubre en una gruta consagrada a las Ninfas a una niña, criada también por una oveja que del hato habíale desaparecido a aquél. Impúsosele al niño el nombre de Dafnis y a la niña el de Cloe; crecieron ambos en medio de Natura, pródiga y exuberante, amenizada por «el susurro de las abejas y el gorjeo de pajarillos», y de la mutua contemplación de sus cuerpos hermosos nació aquel afecto que, más tarde, y merced a las lecciones de Lycemia, había de llegar a su plenitud.

Esta es en síntesis la fábula o mito de Dafnis y Cloe. Pero con ser mucho el encanto de estas Pastorales, de cuya irresistible atracción es buen testimonio la numerosa prole de sus imitadores (Goethe, Longfellow, Saint-Pierre, Campoamor, Núñez de Arce y Pérez de Ayala, que yo recuerde), el mérito que conviene hacer resaltar aquí es el de don Juan, a quien bastaría esta traducción del griego para acreditarse de prosista elegante y pulcro. En este sentido, la novelita de Longo es de un valor inestimable.

Sabido es que de todas las lenguas romances o neolatinas, la que más se acerca a la riqueza y abundancia del vocabulario griego, musicalidad y variedad de sonidos, de formas gramaticales y de recursos sintácticos, es la que Juan de Valdés, Cervantes y ambos Luises elevaron al más alto grado de perfección. De aquí que la primorosa versión de Valera, cuyo arte en manejar nuestra habla, pese al rigor censorino del Padre Sbarbi, es bien notorio, puede parangonarse sin desdoro ni detrimento con las demás traducciones que de la novelita griega se hicieron, incluso con las de Amyot y Courier, de las más exactas y felices.

Dicho esto y dado que al referirnos a una traducción, lo que parece lógico poner de resalte es la fidelidad del intérprete y el arte del prosista, debiéramos pasar al segundo ejemplo humanístico de don Juan, esto es, a Asclepigenia. Pero como quiera que en el orden estético también cabe exigir cuentas al traductor, ya que en la elección de obra interviene mucho su gusto, añadamos algunas palabras en lo atinente a este punto.

Dafnis y Cloe es una novela de autor desconocido. Mientras no se resuelva si Longo, a quien se atribuyen Las Pastorales, es autor o mero copista, será preferible achacarlas a la musa anónima. La crítica sabia, aunque con ciertas reservas, coloca Las Pastorales en la época llamada de decadencia griega. ¿Debe dudarse por esta circunstancia del valor artístico de Dafnis y Cloe? ¿Puede producirse en época de decadencia una joya literaria? Si el dictado de «época de decadencia» surge de la comparación de un determinado ciclo literario con el siglo de oro de las mismas letras, bien puesto está dicho dictado. Efectivamente, nuestro siglo XVIII, en términos generales, es inferior a las dos anteriores centurias. Como nuestra poesía del siglo XIX lo es respecto de la del Siglo de Oro. Pero esto no quiere decir que en las épocas llamadas de decadencia no haya valores aislados o minorías que no desmerezcan respecto de tales o cuales períodos de apogeo y magnificencia. Desde este punto de vista, no hay por lo general época de decadencia que no admita ciertas salvedades. El siglo XVIII, antes citado, tiene a Feijoo, a Forner, a Jovellanos, a Meléndez Valdés, y en sus postrimerías a Moratín, hijo, escritores cuyos méritos no es fácil negar. Lo mismo podría decirse de la época de decadencia griega, que empieza en los promedios del siglo IV, antes de Jesucristo, y se extiende hasta el IV de la Era cristiana. Ha pasado el esplendor del siglo de Pericles, que es, como se sabe, el siglo de la elocuencia, de la filosofía, del arte dramático, de la estatuaria. A la época fecunda de las concepciones geniales sigue otra menos creadora y más analítica y expositiva. Es el fenómeno que se da en todas las literaturas. Es nuestro Siglo de Oro y nuestro siglo XVIII, llamado de las Poéticas; es la época de Luis XIV y la de los enciclopedistas. Concretándonos al período alejandrino, a la época post-clásica griega, que es cuando aparece, según se cree, Dafnis y Cloe, no es posible disputarle la gloria al gran satírico Luciano de Samosata, tan imitado por nuestros escritores del Siglo de Oro; cuya influencia en Los Sueños, de Quevedo, y en El diablo Cojuelo, de Vélez de Guevara, por no citar otras muchas obras, hay que dar por cierta y descontada; ni a Plutarco, el magistral pintor de retratos literarios; ni a Plotino, a quien, como es sabido, se debe la restauración de la filosofía platónica, ni a los grandes poetas líricos, padres de la égloga y del idilio, Teócrito y Mosco, de Siracusa, y Bión, de Esmirna. Sean o no sean vigorosas individualidades en medio de la vulgaridad de otros escritores, filósofos y poetas menos gloriosos, nadie podrá aplicarles el rasero de la decadencia. Queda, pues, probado que en el período de tiempo en que se supone que vio la luz por primera vez Dafnis y Cloe, a pesar del nombre con que se designa dicho período, se produjeron algunas joyas literarias y hubo especulaciones filosóficas, como las de la llamada escuela de Alejandría, cuya doctrina neoplatónica tanto había de influir, precisamente, en don Juan Valera.

Admitida la idoneidad, la aptitud de la época para producir obras de mérito, ¿es Dafnis y Cloe una de ellas? Contestar afirmativamente y sin reservas a esta pregunta sería algo aventurado. El mérito de esta novela consiste en el sentimiento de la naturaleza de que están impregnadas sus páginas, si bien no sea tan sencillo, tan fuera de todo artificio, como el que se respiraba en los primitivos poetas. Es pues un idilio convencional, fruto del estudio y de la imitación -seguramente tuvo por modelo a los bucólicos antes citados: Teócrito, Mosco y Bión- más que de la espontaneidad. Así y todo no puede negarse el atractivo de estas páginas eróticas, de esta fábula tejida en torno del amor sensual. La sencillez y el candor con que está escrita, la naturalidad con que se manifiestan los instintos de la carne, y la rústica poesía que como una túnica vaporosa, transparente y alada envuelve a los amantes, ponen a esta novela por cima de otras del mismo género y de la misma época acaso, como la ternísima historia de amor que nos dejara escrita el obispo Heliodoro, y la Eubea, lindo idilio de caza, de Dión Crisóstomo.

¿Hizo bien don Juan al suprimir algunas escenas del libro IV, según nos advierte en sus notas a Dafnis y Cloe?94. Si el propósito de Valera hubiese sido hacer una edición erudita, con destino a escogido y selecto grupo de lectores, contestaríamos a la pregunta en forma negativa. Escenas y lances monstruosos abundan en el Satyricón, de Petronio, en el Asno, de Luciano o de Lucio de Patras, y en los Epigramas, de Marcial, sin que los traductores los hayan suprimido en la versión. Pero don Juan tradujo las Pastorales sin pensar en otro público que el corriente, cuyos legítimos escrúpulos y falta de cultura e imaginación para colocarse en la época de Dafnis y Cloe sería un serio obstáculo opuesto al éxito de la novela: anhelo y fin únicos del ilustre traductor.




II. «Asclepigenia»95

De más breves dimensiones y forma dramática es el capricho de filosofía erótica que lleva el título de Asclepigenia. Hija ésta del filósofo Plutarco, está unida con vínculo de espiritual afecto al filósofo Proclo, a quien inicia «en los misterios caldeos, en los ritos de las orgías sagradas y en los procedimientos más eficaces de la teurgia». Para salvar de toda impureza material el amor que ambos se profesan, deciden separarse. Pero una vez que Venus Urania revela a Proclo que ha desaparecido el peligro, parte el filósofo neoplatónico en busca de Asclepigenia. Y, ¡oh desventura!, la hija de Plutarco no le había sido fiel, ya que sin pretexto de filosofía frecuentó el trato del mancebo Eumorfo y vendió su belleza al rico Crematurgo. Cuando los tres rivales piden explicaciones de su conducta a la hermosa Asclepigenia, ésta se vale de una linda parábola para justificarse. De aquí resulta que Asclepigenia es un rosal; Crematurgo, el mantillo que necesita el rosal para su lozanía; Eumorfo, la mariposa que libó el jugo de la rosa, y Proclo, «la nariz que aspira el aroma y la mente que estima la beldad y goza dignamente de ella».

Proclo, discípulo de Plotino, había pretendido elevarse por cima de la naturaleza, de la inteligencia y de la causa, hasta alcanzar la unión con lo que el autor llama «el principio indefinible del ser». Pero todo fue ilusión de un vanidosillo espíritu filosófico que, percatado de su fracaso a la luz resplandeciente de la belleza material (Asclepigenia), cae desde la altura inasequible del Unum neoplatónico, donde se contiene la esencia divina y la realidad cósmica, en medio de la impureza y del sensualismo. Trócase, pues, la doctrina de Plotino en la de Epicuro.

Proclo es, en cierto modo, un precursor del doctor Fausto, tal como surgió de las manos de Goethe. Filósofo el uno, hombre de ciencia el otro, sienten la desilusión y el fracaso de sus vidas, consagradas, respectivamente, a las especulaciones metafísicas y a las redomas y alambiques de medieval laboratorio. Si el héroe de Goethe cuenta con el auxilio del diablo, Proclo, en virtud de la teurgia, no menos maravillosa que las habilidades de Mefistófeles, puede traer al mundo real, entre luces de bengala y exclamaciones de asombro de los presentes, a las deidades énicas y hacer todavía algo más inverosímil, si cabe lo inverosímil dentro de la teurgia: convertir la hermosura, la juventud y la riqueza en dones perennes y eternales, sin tener que dar a cambio el alma, como hizo el legendario doctor alemán.

Diremos para concluir, que este diálogo de filosofía erótica lleva entreverada la gracia satírica de Luciano.

El humanismo de Valera tiene dos uno corpóreo, objetivo y concreto, el que acabamos de ver; otro difuso y sutil, menos perceptible al vulgo, como una urdimbre o tejido de principios estéticos y filosóficos tomados de la cultura clásica. De este último hallaremos numerosos ejemplos a lo largo de su obra literaria. El mismo nos dice en el prólogo de Las Pastorales, que al escribir su novela titulada Pepita Jiménez tuvo presente el idilio de Dafnis y Cloe.

Aquella diligencia que pusiera en el estudio de los clásicos griegos e italianos durante los dos años transcurridos en Nápoles como agregado ad honorem a la Legación española, y la preferencia dedicada en lo sucesivo a las letras helénicas, no han sido estériles, ni mucho menos. Bastará leer sus poesías para que nos convenzamos de esta influencia, que si de una parte fue saludable y provechosa, sobre todo en cuanto atañe a la crítica, en la cual, aun cuando se aplicara a insignificantes y pueriles ensayos de literatos neófitos siempre se aprendía algo substancioso y fecundo, de otra ahogó lo que hubiera de nativo y espontáneo en las facultades poéticas de don Juan, contribuyendo en grado sumo a la falta de efusión cordial de sus versos y a la condición un tanto plástica de sus novelas, labradas, como ya se ha dicho, en mármol de Paros.





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