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Capítulo III

El poeta



I. Ni volteriano, ni romántico

Refieren los biógrafos de don Juan que era éste, en sus mocedades, volteriano y romántico, mas es lo cierto que si presumió de tales cosas, por poco tiempo fue. El escepticismo de Valera es dulce y amable. Enemigo de las negaciones rotundas, no podía compartir las salidas de tono y el ateísmo del autor de La Doncella. Una esmerada educación clásica, que ya en la juventud de don Juan prometía esa sazón lograda más tarde, y una tolerancia nativa, pocas veces negada en el decurso de su labor literaria, le tenían tan distante de Voltaire como de Víctor Hugo. Para dar, pues, con el romanticismo del uno y el espíritu diabólico del otro, habrá que remontarse a una edad en la que es prematuro todo encasillamiento. En el mismo instante en que los ensayos poéticos de don Juan merecen los honores del comentario, tenemos dibujada perfectamente su figura, de perfil y contorno clásicos. Los resplandores de la época romántica no deslumbraron a nuestro poeta, ni influyeron lo más mínimo en sus versos. La poesía de Espronceda, de Zorrilla, del duque de Rivas, es cordial, efusiva, arrebatada: lenguaje del entusiasmo y de la pasión. Nada hay en ella de cerebral y erudito, porque como es sabido, nuestros románticos abominaban de la cultura por considerarla perjudicial a la inspiración, al estro poético.


... ... ... ... ... ... ... ... ... .. .. ... ...
¡mis estudios dejé a los quince años,
y me entregué del mundo a los engaños!,



decía el autor del Canto a Teresa. (Bien podríamos señalar como antecedente de estos versos, aquellos otros de Lope de Vega, que por algo fue Lope un precursor del romanticismo, que dicen así:


Que cuando no estaban llenos
de tantos libros ajenos
como van dejando atrás,
sabían los hombres más
porque estudiaban en menos.



La distancia enorme que separa a Espronceda de Goethe, e incluso de lord Byron, no depende de la inspiración, ni de las facultades nativas de poeta, sino de la falta de estudios del primero y de la ciencia y arte de los autores de Fausto y Don Juan. Y aunque al siglo XIX le viene muy holgada la poesía épica, de no haber carecido de una buena preparación científica y literaria, otra cosa habría sido de El Diablo Mundo.

El amor a la reflexión y al estudio, al orden y a la simetría; el contacto diario con los buenos modelos de la literatura, sepultaron para siempre aquellas débiles inclinaciones románticas de don Juan, nacidas sin duda de su trato superficial con los autores de La canción del pirata y La protección de un sastre. De otro lado faltábale calor y entusiasmo, fantasía y sentimiento, para enrolarse en las filas románticas. Los versos de don Juan son algo así como el compendio lírico de sus ideas filosóficas y estéticas. De esta afición a vestir, con el lenguaje de la rima, el fruto copiosísimo de su saber, deducía Menéndez y Pelayo el desvío con que los versos de don Juan eran recibidos por «la masa del público», hecha excepción de escritores como Cánovas del Castillo y don Aureliano Fernández Guerra, que prestaron a tales novedades líricas la debida atención.

Herido don Juan en su orgullo de poeta, recoge la tirada entera de sus Ensayos poéticos, que en Granada y con un prólogo de don José Jiménez Serrano, habían visto la luz pública por primera vez en 1844, y que, según nos cuenta uno de sus biógrafos, fueron a parar a la casa que en Doña Mencía tenía el autor.

Pero es achaque del genio encariñarse con aquello que está más fuera de sus posibilidades. Recordemos si no a Cervantes, cultivando con tan poco tino y fortuna el arte de Talía, y a Lope, la novela con igual éxito. Así vuelve don Juan a la liza por los laureles que se le negaron en su primera salida, sin que, por desgracia, le sea menos adverso el fallo del público al volumen de poesías que, prologado por el tío del autor, don Antonio Alcalá Galiano, vino al mundo en 1858.

Valera habría necesitado un público en el que entraran por igual la comprensión y la benevolencia. Y un público así no es fácil improvisarlo. De otra parte, aún sonaban en los oídos de la gente las viriles estrofas del autor de Granada, cuyo fresco e inmarchitable numen sobrevivió a la escuela romántica. Campoamor y Tassara no habían hecho más que desenfundar la flamante lira, de fuertes tonos realistas, con pujos filosóficos y sociales. Todo lo cual contribuía a que pasasen inadvertidos para el pueblo, que al fin y al cabo es el que otorga o niega la gloria, los versos fríos y académicos del futuro autor de Pepita Jiménez.




II. El vaso ático

La curiosidad impenitente de Valera, algo así como la voracidad de Gargantúa aplicada a la letra de molde -ya decía don Juan en sus cartas que no hay «cosa que más le divierta y entretenga que la lectura; ni mayor deseo después del de tener dinero que el saber»-, hízole espigar en todos los campos de las ideas y postrarse de hinojos ante la Belleza, con la misma exaltada devoción del idólatra frente al objeto de su fervor arrebatado. De aquí que sus poesías sirvan de lindo engarce a sus pensamientos filosóficos, troquelados unas veces en el crisol platónico -pues Valera siguió siempre con manifiesta incondicionalidad al autor de La República, así como a Plotino, restaurador de la filosofía de Platón en la escuela de Alejandría-, y destilados otras del alambique del misticismo, cuando no desempeñan el papel de introductoras de una musa desconocida para España, como ocurre con las traducciones y paráfrasis de Russell Lowell o Whittier, o propugnan, con la cordial admiración del traductor, las glorias de Goethe, Luis Ulhand y Thomas Moore.

Este cometido, tan alto y nobilísimo de los versos de don Juan -bastante descaminado de los fines peculiares de la poesía-, va en menoscabo del sentimiento y de la pasión que, de ordinario, pulsan las cuerdas de la lira. El arte, cuanto más nos toca en el corazón, más sublime nos parece. Y las poesías de Valera, irreprochables en la forma y de un sentido eminentemente filosófico, ni entusiasman, ni arrebatan, como cualquier estrofa de Espronceda o Núñez de Arce. Más bien parece cada una de ellas un vaso ático, donde una musa, nacida de la cabeza de Minerva, escanciase el néctar de la sabiduría.

Aun aquellos versos en los que el corazón del poeta rinde homenaje a la amada, como los que llevan por título A Lucía, inspirados según parece por la marquesa de Bedmar, encierran, cual precioso estuche o joyero, las ideas platónicas del autor en torno del amor y de la hermosura. Ya lo notó con su acostumbrada perspicacia Menéndez y Pelayo al comentar, a ruegos de Valera, las poesías que éste reimprimió con el título de Canciones, Romances y Poemas96.

Esta poesía sabia y reflexiva, que nada tuvo que ver con la romántica, desaparecida a la sazón; ni con la realista, de tendencia filosófica y social, en su plenitud entonces, ofrece indudable originalidad; y aunque el autor de la Literatura española en el siglo XIX, por exigencias de brevedad más que por razón de parentesco o analogía, incluya a Valera entre los poetas neoclásicos, es lo cierto que sus versos forman aparte, como flores vivificadas por distinta savia que la de los demás. Característica que, como veremos a su debido tiempo, se extiende a sus novelas psicológicas, sin antecedentes en nuestras letras, de no retrotraernos al siglo XV, en el cual ensayaron el mismo género, mezclado con otros elementos literarios, Rodríguez de la Cámara y Diego de San Pedro.




III. «Fuego divino» y «Las aventuras de Cide-Yahye»

Descartadas aquellas poesías eróticas que por la edad en que fueron compuestas descubren a las claras la ingenua inspiración que las dictó, y muchas otras de mérito indudable -como la Fábula de Euforión, la silva A Glafira de dominó negro y Sueños-, pero cuyo comentario no cabe en los límites de este trabajo, réstanos decir algo, aunque muy someramente, de las dos poesías que a mi entender -una por la nitidez y sobriedad de la forma, y otra por el originalísimo pensamiento que encierra- merecen principal mención. Me refiero a las tituladas Fuego divino y Las aventuras de Cide-Yahye.

La primera no puede ocultar su parentesco, en cuanto respecta a la forma métrica y a la sobriedad horaciana de sus ornatos, con aquellas poesías de Fray Luis de León, como La noche serena, A Francisco Salinas y Morada del cielo, donde el ilustre agustino vuelca los fervores místicos de su alma. Pero la afinidad es meramente exterior. Como veremos después, a Valera le faltó siempre ternura de corazón y beatitud de espíritu, sin las cuales no se puede pulsar el arpa sublime y dulcísima del Doctor extático. El misticismo de Valera es contrahecho y deforme, como corresponde a un neoplatónico. El alma de los místicos, inflamada por el amor de Dios, desasida de cuanto la rodea, vuelta hacia dentro, si así puede decirse, para concentrarse más en el amor divino, departe en suavísimo coloquio con quien le inspira. Por el contrario, el alma de Valera ha cruzado las gélidas regiones del análisis; busca a Dios con el entendimiento, como cualquier pensador de su siglo que, bogando en los mares de la duda, intenta llegar a puerto de salvación sin más brújula que la del raciocinio.

Las aventuras de Cide-Yahye pertenecen al género épico. Se trata de un intento frustrado de epopeya. Frustrado porque quedó sin concluir ésta y porque, aun realizada, en todas sus partes, habríale faltado aquel requisito -que el poeta cante una civilización-, sin el cual no puede darse la epopeya según los preceptistas. Por eso, a nuestro entender, en toda la literatura no hay más que tres verdaderas epopeyas: La Iliada, que canta el ideal clásico; El Ramáyana, la civilización oriental, y La Divina Comedia, última en el tiempo, pero no en mérito, por medio de la cual el vate florentino ensalza y sublima la civilización cristiana.

Era también de este parecer don Juan, según puede verse en algunos de sus trabajos de crítica. De aquí que atribuya la razón, en contrario, de su intento épico, a haberse originado éste en la mocedad de nuestro autor.

Fúndase el poema de Cide-Yahye en un cuento de Boccaccio: frívolo, cómico y deshonesto. Don Juan convierte esta materia picaresca del autor del Corbacho en tema trascendental y patético, con sus ribetes y trazas de buen humor; manifestado éste por virtud de ciertas digresiones, como las de lord Byron en su Don Juan o como las de Ariosto, en su Orlando. El pensamiento, vestido de forma rítmica por nuestro poeta, es el siguiente: Un rey moro que habitaba en la agreste Alpujarra y que, en medio de las comodidades de muelle y regalada vida, sintió que el alma se le sumía en doloroso hastío, se enamora, para liberarse de éste, de la beldad ideal que su propia alma ha concebido. Las hadas, con su poder mirífico, dan forma sensible a dicha belleza. Pero Cide-Yahye se enamora de Fátena, es decir,


De la beldad angélica, nacida
del impulso de su alma enardecida,



con torpe amor de los sentidos, en vez de gozar de aquel amor suprasensible, si bien revestido de corpórea forma para hacerle más real y verdadero, como gozó Dante del amor de Beatriz, o como Petrarca del de Laura. Después de innumerables peripecias, incluso de la muerte de los héroes, que caen abrazados al fondo del mar, el poema habría concluido con la ascensión victoriosa de las almas de Fátena y de Cide-Yahye hacia aquella región ultraideal donde toda belleza, todo bien y toda verdad tienen su asiento.

El presente asunto, más metafísico que poético, sorprende por su originalidad, pero adolece del mismo defecto que las abstracciones antipoéticas de Voltaire, más propias de un tratado de filosofía que de un poema.

Diose en don Juan, hasta cierto punto, el milagro de Moisés, de hacer brotar el agua de la dura roca. Suple nuestro autor la ausencia de verdaderos dones poéticos, como el entusiasmo, la pasión, el sentimiento, con una fantasía nada vulgar; pero que en vez de enlazarse, en indisoluble maridaje, con el corazón, propendía a aislarse en las árticas regiones del intelecto. ¿Qué lírico desorden, ni qué subjetivos desahogos habían de venirnos de un poeta en el cual la inteligencia predominaba sobre el sentimiento? ¿Qué sonoro y vibrante clangor había de lanzar a los cuatro puntos cardinales la trompa épica en manos de don Juan? Y, sin embargo, la crítica de Valera, que por tocar todos los temas imaginables, trajo a examen lo mismo las novelas que los versos de nuestro autor, ¡con cuánta indulgencia, con qué incondicionalidad juzgó estos! Valera hubiese preferido ser ante todo poeta. Le molesta la excesiva severidad de su tío don Antonio Alcalá Galiano, al considerarle bajo este aspecto. Le duele el desvío con que el gran público, acaparado por otros poetas, recibe sus poesías. Le hiere en lo más íntimo de su alma el desamor de la crítica respecto de este lado de su fisonomía literaria. Mas pese a todos los pesares, ni el gran público, con su desvío, cometió un crimen de lesa poesía, ni la crítica, con su desafecto, olvidó aquellos principios de equidad en que habrá de inspirarse siempre para acrecentar su autoridad y prestigio.

La vida longeva de don Juan abarcó todo el tiempo que va de los albores del romanticismo, pasando por la escuela realista de la segunda mitad del siglo XIX, a los prolegómenos del modernismo, que para hacerlos arrancar de fecha determinada, los fijaremos en 1888, con la aparición del libro intitulado Azul, de Rubén Darío. Pero don Juan, a pesar de haber conocido estas tres modalidades literarias, estuvo siempre a distancia de cuantos excesos se cometieron a nombre de ellas.

El temperamento frío y reflexivo de nuestro autor, su cultura clásica, que le dio cánones al gusto para que no se extraviara, le apartaron de aquel lirismo, melancólico unas veces y sombrío otras, de los poetas de 1830 a 1850. Período en que se confunden los acentos más sublimes, más patéticos del alma, con lágrimas, suspiros y lamentaciones inmotivados y sensibleros que entran en el dominio de lo ridículo. Por algo se ha dicho que de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso. Aquellos sepulcros profanados, aquellos fantasmas de ultratumba, aquel dialogar con los muertos, amén de otras lindezas de esta laya, como raptos, crímenes, sacrilegios y envenenamientos en absurdo revoltijo, repugnaban a don Juan, más enamorado de la simetría y del ritmo que del desorden; de la alegría sana, jugosa y exuberante que movió la pluma de nuestros clásicos, que del pesimista descreimiento del autor de El Diablo Mundo. El fino sentido estético de Valera le salva de igual modo de la hedentina del naturalismo. Le gusta la realidad; mas con su cuenta y razón. Una realidad limpia, aljofarada de ideales irisaciones. Entendía Valera que la imitación de la naturaleza no ha de ser servil ni prosaica copia o traslado. Que si la belleza es un pacto entre lo ideal y lo real, como quieren algunos estéticos, el arte consistirá en presentar las cosas por tal manera que, sin dejar de ser ciertas, parezcan soñadas.

A estos principios de Estética, a esta dualista concepción de lo bello, subordinó el autor de Pepita Jiménez su actividad de poeta y novelista. En cuanto al modernismo, don Juan no hizo otra cosa que desconfiar de él. Hay la misma diferencia entre los anhelos renovadores y el prurito de destruir para edificar de nuevo, que entre el agua mansa que refresca y rejuvenece las flores y el granizo que las destroza y arrasa. Valera se dio cuenta del hecho y dudó de los resultados del modernismo. No se equivocó, por desgracia.

Pero este apartamiento de las normas que las citadas escuelas estatuyeron, motivó la enemiga, o al menos el desvío de los partidarios de las mismas, que miraron a Valera como a persona extraña. Fue, pues, don Juan un poeta clásico. Clásico en el fondo y en la forma, si bien no se mostró indiferente a las modas métricas de su tiempo. Pero a los poetas no se les mide por la menor o mayor cantidad de filosofía que encierren sus versos; ni por la elegancia estatuaria de la forma, si bajo ésta no hay calor, imaginativa, sentimiento. ¿No dijo Demócrito que el poeta debía tener algo de loco? ¿No se creyó en la antigüedad que la inspiración era una especie de vesania? Redúzcase ésta al viril ardimiento del espíritu creador, para no caer en los excesos que condenara el poeta latino, y habremos logrado escalar la cumbre del monte Parnaso. Pero los versos de Valera, si de una parte son elegantes y nítidos, como las estatuas labradas en mármol pentélico, de otra les falta el ardor y emoción que la sensibilidad y la fantasía prestan, de consuno, a la obra de arte.






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Capítulo IV

El buen gusto y el sentido común


No es cosa fácil abarcar en un libro de estas dimensiones, además de los rasgos más fundamentales y vigorosos de la fisonomía literaria de don Juan Valera, la multitud de matices y tornasoles de espíritu tan rico y vario como el suyo. Si tuviéramos que determinar, dentro de las particularidades de Valera, las que más hieren nuestra atención, las que aparecen en él de modo más genuino, expresivo y elocuente, proclamaríamos sin titubear estas dos: el buen gusto y el sentido común. Cualidades que se prodigan bien poco, por cierto, en la universal república de las letras. De no carecer de ambas condiciones o de no sufrir al menos, eclipses frecuentes de una y otra, el glorioso autor de La leyenda de los siglos, ¿cómo habría escrito aquello de que el caos es «huevo negro del cielo», la hidra «crisálida del ángel» y el defecto «ombligo de la idea»? El inmortal Víctor Hugo, inflamado sin duda por la vesania o furor sagrado que los antiguos atribuían a los poetas en el momento más culminante de su estro, era una imaginación a la deriva sin el gobernalle del buen sentido. Convenzámonos, sí ya no lo estuviésemos, de que los extravíos y las rarezas provienen de una razón indolente y blanda que no les opone el tamiz de la dialéctica.

Quizá por ser tan necesarios en estas actividades del espíritu el sentido común y el buen gusto, se prodiguen poco dichas cualidades. De lo contrario, el firmamento del arte estaría cuajado de astros de primera magnitud y no de corpúsculos luminosos, que es lo que somos en su mayoría y por desgracia cuantos borrajeamos cuartillas.

Donde aparecen con más regularidad y precisión estas dos condiciones de la mentalidad humana es en los períodos clásicos de la literatura o en aquellos de clásico abolengo. En cambio, el romanticismo, como un movimiento literario más súbito e intuitivo que progresivo y racional, ofrece con aterradora abundancia desvaríos, rarezas y testimonios de mal gusto. No sé hasta qué punto, sin incurrir en error, se puede clasificar en el casillero romántico a Goethe, Schiller, Byron y Hugo Fóscolo, que, aunque florecieron en pleno apogeo del romanticismo, son clásicos así en su aspecto fundamental y psicológico, como en el formal o externo. El sentido humanista del arte que transpiran las obras de estos altísimos poetas conspira perpetuamente contra esa clasificación circunstancial. No fueron románticos más que en el nombre. La medida exacta de las cosas, la elegancia y sencillez del estilo y la imperturbable serenidad del espíritu creador están bien presentes en cada uno de aquellos vates para que pongamos en duda su clásica raigambre.

Si encerrásemos en un mismo compartimiento al autor de Las afinidades electivas y al de El año terrible, se morderían y arañarían como perros y gatos. Los separa un abismo en la concepción del arte, y, aunque tanto uno como otro lleguen al ápice de lo sublime, ¡de qué diferente manera llegan! Todos los ríos desembocan en el mar, pero ni es idéntico el trazado de su recorrido, ni las márgenes aparecerán vestidas de los mismos encantos naturales. El arte clásico es más severo en sus líneas y más preciso en su contorno. Está troquelado en vasija de oro, no en puchero de Alcorcón. El romántico se rebeló muchas veces contra la lógica y el buen sentido. Nació de un acto libérrimo de la imaginación creadora sin el contrapeso o piedra de toque del sentido común, ni las normas eternas e invariables que al espíritu opone el buen gusto. Prescindir en la elaboración de la obra de arte de estos dos excelentes consejeros es renunciar de antemano a la armonía y coherencia de cuantos factores psicológicos y formales intervienen en el acto de crear. El buen gusto toma parte en todas las manifestaciones promovidas por la sensibilidad, distinguiendo el metal verdadero del falso, es decir, lo perfecto y hermoso, de lo feo y contrahecho. Representa, con relación a los actos de la sensibilidad, el mismo papel que el sentido común respecto de los intelectivos. El buen gusto es como un golpe de vista para apreciar súbita e instintivamente la belleza, como el buen sentido es la piedra de toque donde experimentamos el valor real de nuestras afirmaciones. Arribar sin estos dos colaboradores al dilatado ámbito del arte es tan peligroso como cerrar los ojos al andar. Cuando el buen gusto y el sentido común adornan y realzan la fisonomía espiritual del artista, seguros podemos estar de que ni el absurdo ni la extravagancia aparecerán en las creaciones de su mente; por el contrario, será más visible y manifiesto el orden y trabazón de las partes, más elegantes y sutiles las líneas y contornos de las cosas, y de todo esto nacerá un conjunto agradable y bello que nos deleitará y emocionará dulce y suavemente.

Valera ni como poeta, ni como novelista, ni como pensador, ni como crítico cayó en la extravagancia ni en el absurdo. Vigilante su buen juicio y embridada la fantasía por la razón, le veremos siempre prohijar aquellas fórmulas estéticas que son universalmente estimadas. Sus lucubraciones en el orden filosófico preséntanle a nuestros ojos como un espíritu cauto y reflexivo poco dado a la afirmación rotunda y dogmática. No perderá nunca el tino al interpretar el significado de las cosas. Su inteligencia observadora, aguda, penetrante, buscará el por qué de tales o cuales hechos, mas no se dejará deslumbrar de la propia luz que sobre los mismos proyecte y se fiará poco del valor de sus apreciaciones. Valera no es un escéptico empedernido que niegue la evidencia de aquellos fenómenos psicológicos sobre los cuales no debe admitirse disputa alguna. Su escepticismo es amable y elegante, un arma terrible, a pesar de todo, para defenderse de los tentáculos de determinadas escuelas y doctrinas. Ahondará en los temas más abstrusos con una excelente disposición del ánimo para tocar el fondo de las cosas, pero le veremos salir indemne y sin bagaje ninguno: complacido e inconquistado. Esta independencia respecto de los sistemas filosóficos que pretenden darnos una interpretación del universo y de su primera causa, esta esquivez e incontinencia con que los aborda, le permite asomarse a todas las hondas simas del pensamiento metafísico sin sufrir las ansias del vértigo, sin dejarse sojuzgar ni apresar. Porque el escepticismo, cuando es recatado y prudente, tiene el valor de cierta inmunidad espiritual contra las tentaciones del alma de encontrar, en su infatigable peregrinación por las regiones de la metafísica, un punto de apoyo definitivo y eterno. La curiosidad impenitente de Valera le pincha como aguijón de tábano. Pero no le engatusará ni esclavizará ninguna sistematización, por brillante que sea, del pensamiento filosófico. Entendámonos. No hay posibilidad de que nuestro sentido íntimo, nuestra conciencia, se desentienda de la llamada filosofía primera, como nos desentendemos de una preocupación o inquietud que, ciertamente, no ha de torcer el camino de nuestra vida. El alma, de modo imperioso, irresistible, busca la satisfacción de sus dudas. Por imperativo de nuestro propio ser anhelamos descifrar el por qué de las cosas. Esta es la ley de atracción del espíritu, el cual, como los cuerpos respecto de la tierra o de los astros que giran y gravitan en el espacio respecto de su centro, también se siente vigorosamente atraído por el fondo de las cosas. Propendemos, pues, a buscar la salida del laberinto en que nuestra razón, débil e inerme, porfía por atrapar la verdad absoluta.

No fue Valera en este sentido -ya lo hemos dicho al mencionar su escepticismo- un espíritu indiferente a esa íntima satisfacción que buscamos a nuestras ansias de liberación y señorío respecto de la duda. En el espíritu de don Juan el estudio y la meditación forjaron un estado de conciencia filosófico que fue tomando forma sensible en razonado discurso, más bien fragmentario y como por accidente que respondiendo a cierta disciplina y orden. Es decir, que don Juan fue un pensador pero no un filósofo que, al propugnar tal o cual interpretación del Universo y de Dios, coordina y agrupa sus ideas hasta constituir un verdadero cuerpo filosófico de doctrina. No desparramó sus pensamientos al buen tuntún, como esas imaginaciones brillantes y desordenadas que salpican sus escritos de frases agudas y profundas; pero tampoco dio a sus lucubraciones en el orden especulativo la cohesión y ensambladura de los sistemas filosóficos. Reconocía paladinamente la necesidad de la metafísica. Su actitud frente a los problemas de la conciencia no era la de un incrédulo inaccesible a las ideologías de pensadores y metafísicos, sino la de un espíritu enamorado de su albedrío, poco propenso a dejarse coger en el trasmallo de tal o cual doctrina, y que si por otra parte le tienta irresistiblemente la voluptulosidad de filosofar, no se siente con ánimos de sobra para crearse él mismo una metafísica. A veces piensa si habría sido mejor renunciar a esta tentadora e insatisfecha curiosidad de su alma, que no columbra por ninguna parte el resplandor eterno de la verdad absoluta y descubre, por el contrario, las antinomias más graves que inevitablemente surgen del contraste de los sistemas filosóficos, y entonces se apodera de nuestro don Juan la zozobra de esta disyuntiva: crearse un sistema propio que, al dar solución a los problemas del espíritu, aquiete su conciencia, o abandonar el campo de la especulación filosófica y consagrarse por entero a las actividades útiles y positivas.

Demos por hecho el propósito, no de renunciar a la metafísica, sino de cultivarla como el más noble y elevado ejercicio del alma, e incluso como su goce más supremo, y asistiremos a cada paso al espectáculo desconsolador de sus dudas respecto a la posibilidad de forjar una filosofía condigna de su objeto.

Aun admitidas como inconcusas ciertas verdades que pudieran ser punto de coincidencia de «entendimientos sanos», algo así como esa filosofía perenne que atisbó Leibnitz, estima que la metafísica pertenece más al porvenir que al pasado. «Yo creo en la filosofía -dice en sus diálogos sobre el Racionalismo armónico (1873)- o para concretar más, en la metafísica; pero más creo en que está por venir que en que ha pasado.» Y en el Fundamento filosófico de los partidos (1863) había afirmado también: «en el orden dialéctico la creo la ciencia primera (a la filosofía), en el orden cronológico la creo la ciencia última». ¿No es esto una repudiación de cuantas construcciones filosóficas pretenden darnos la explicación de todo lo que existe en el orden suprasensible y en el de la materia? A lo largo de la obra de Valera y en aquella parte de la misma que pertenece al campo especulativo, encontraremos, con cierta frecuencia, estas contradicciones. Son síntomas muy significativos de la versatilidad de su pensamiento en esta disciplina. Y si no de la versatilidad, que supondría un espíritu frívolo y poco consecuente, de la inseguridad de sus ideas. De un lado considera nobilísima ocupación de la mente estos ejercicios graves, hondos y arriscados, y, de otro, afirma su ineficacia. Valera, como todos los ingenios agudos y ágiles que se mueven desenfadadamente en cualquier terreno a que se los llame, cultivó la paradoja.

Algunos críticos han insinuado o proclamado abiertamente esta propensión de don Juan, el cual, en posesión de un gran talento y asistido de dos notabilísimos colaboradores: la cultura y la maestría de saber decir las cosas, gustó muchas veces de jugar con las ideas más antagónicas, pretendiendo conciliarlas en unos casos o prohijarlas alternativamente en otros. Siente la complacencia de la contradicción. Sin ser, sobre todo desde el promedio de su vida, un crítico dado a combatir, diviértele menoscabar las ideas de los demás por el artificio de enaltecer las opuestas. Debido a esta inclinación se malquista con las, al parecer, más hondas convicciones suyas y declara intangibles las del campo contrario, como hizo en su réplica al discurso de Núñez de Arce en la Academia Española. Es decir, que muéstrase liberal y casi librepensador frente a la bravía e irreducible actitud de un ultramontano, y conservador y juicioso amigo de la tradición ante el exotismo y la anarquía de un espíritu innovador y evolucionista.

Pero este filósofo desengañado y escéptico, que asiste al drama de nuestra conciencia inquisitiva con la indiferencia de un espectador, cuando se recoge en el íntimo santuario de su alma y se embebe en las reflexiones metafísicas, buscando satisfacción y aquietamiento a las ansias del espíritu, es el más puro y honesto pensador que puede darse sobre la amplia faz de la tierra, por cuanto desdeña y aun proscribe toda filosofía utilitaria que venga en socorro y como justificación de negocios e intereses de la vida terrena. La metafísica pierde todo su valor y trascendencia desde el momento que acude en defensa de aquellas posiciones morales y materiales que el hombre ha conquistado en su lucha dramática por la existencia. Esta filosofía práctica se despoja de su aparato solemne y grandioso. Es como si dijéramos una filosofía de bolsillo donde encontraremos, prestamente, el fundamento de nuestros intereses y negocios. Pensemos en una moral convencional, acomodaticia, que disculpe las torpezas y debilidades de nuestra voluntad en vez de sancionarlas y corregirlas, o en una política liviana y relajada, hecha a medida de nuestros caprichos y ambiciones. ¿Qué moral y qué política serían éstas? ¿Quién se daría por satisfecho al poseerlas y tomarlas por norte y guía de sus actos? De aquí, precisamente, que Valera haga tabla rasa incluso de la existencia de Dios y proclame que el temor de no hallarle, y más aún el de negarle, dificulta el camino que en el orden filosófico hemos de trazarnos para dar con Él.

No se mostró muy propicio don Juan con la tendencia, notablemente manifestada en la segunda mitad del siglo XIX, de dar a los partidos políticos un fundamento filosófico. En esto, como en otras muchas cosas, probó Valera su buen sentido. La filosofía alemana del yo soy yo, de el ser es el ser, de la idea es la idea y de la intuición o percepción del yo, había penetrado en España como una tromba. El más escuchimizado escritor teníase por filósofo y dábase a buscar, incluso a las cosas más distantes de la llamada ciencia primera, su razón de ser. Contra este tropel de pensadores de tres al cuarto, alzose, flagelador e inexorable, el ilustre egabrense. Los partidos políticos no dependen de tales o cuales sistemas filosóficos, son más bien «un producto natural, instintivo, espontáneo». Como las leyes, las constituciones y los tronos son obra de la colectividad popular que, divinitus erudita, los crea y transforma.

Estas afirmaciones de Valera nos parecen juiciosas y discretas. ¿Qué filosofías necesitó saber Trajano para revelarse excelente emperador? ¿A qué escuela filosófica corresponde el impuesto de derechos reales, el servicio militar obligatorio y, el sistema de jubilaciones y pensiones? Todo esto provendrá, en último caso, de una metafísica intuitiva o de sentido común. Claro que si nos ponemos a filosofar, no habrá nada que no sea susceptible de la metafísica. ¿Pero qué gobernantes ha habido que sean verdaderos filósofos, ni qué filósofos han sido gobernantes? Salomón fue un rey sabio, mas de modo providencial o infuso. Eucrates vendía estopa, Spinoza pulía vidrios y Boehm hacía zapatos. No se podrá negar la influencia remota de los metafísicos en el gobierno del mundo y de las sociedades, pero los que intervienen con inmediato ascendiente en los negocios e intereses del Estado «nada suelen tener de filósofos». En las colectividades, ya sea la humanidad entera, ya parte de ella, hay una fuerza providencial, «una ley ineluctable y divina». Los filósofos, que no dan esta ley, podrán justificarla, de igual modo que «la astronomía puede explicar el movimiento de las esferas celestes, pero no imprimir y mandar este movimiento». Y por si estas afirmaciones no convencieran a los impugnadores de don Juan, acude nuestro autor al testimonio irrecusable de un filósofo, de Hegel, el cual «asegura que las ciencias todas, incluso la política, se cultivan con celo y autoridad en los países donde no hay filosofía».

En la famosa polémica que sostuvo con Castelar acerca de la doctrina del progreso, negó que el cristianismo, en su sentido estricto, fuese una doctrina política y social. Por el hecho de profesar esta creencia religiosa, ni son ni han sido progresistas los cristianos de los cinco primeros siglos, ni los de siglos después, ni los de hoy. Si existe una política cristiana y una economía del mismo nombre no obedece a que estas ciencias nazcan de modo legítimo e inmediato de la moral y dogma cristianos, sino de que los tratadistas de las mentadas ciencias profesaban el cristianismo y tenían buen cuidado de no desviarse del dogma, ni de la moral establecida por Jesucristo. Por ser el cristianismo doctrina moral y religiosa y no política y social, están separados los poderes temporal y espiritual, y en aquellos Estados donde no existía esta división, ni la Iglesia ni el gobierno mostráronse florecientes y prósperos. Más adelante niega Valera la infalibilidad de la Iglesia en cuanto toca al poder político que en otros días se atribuyó y ejerció, y que aun hoy puede arrogarse, y le niega dicho atributo porque el Espíritu Santo ni la ilumina ni la inspira en el orden político.

En torno a la democracia ha discurrido también Valera con singular fortuna.

Dudaba éste de que la hora de la democracia pudiese llegar alguna vez. Si es cierto que basta la fuerza para lograr el poder, también es verdad muy grande que sin la inteligencia no es posible mantenerse en él. Pero la inteligencia de la colectividad, «la razón impersonal de la plebe, esa especie de voz divina e infalible», no llegamos nunca a percibirla «clara y distintamente». Valera desconfía de que, sin variar en su raíz el estado de la sociedad, nos sea permitido cambiar radicalmente el estado político. ¿Y de qué modo cambiar aquél si equivaldría a transformar el estado natural, lo que sólo a Dios es hacedero? Colige de todo esto nuestro autor que «en la esencia... es imposible el advenimiento de la democracia», y que en cualquier instante en que ésta advenga al poder será para que un tirano, en su nombre, vengue al pueblo o le haga justicia. Como la inteligencia es hasta ahora patrimonio de una minoría -la clase media-, la cual aumentará al propio tiempo que progrese el linaje humano, preciso será entregarle el gobierno. Y añade, como si la política socialista no estuviese entonces más o menos abocada a un ensayo, sino que hubiera fracasado rotundamente: «Uno de los signos de la inteligencia y de la capacidad es y será la riqueza, signo que irá siendo cada vez menos engañoso y manifestará mejor que, en efecto, es más inteligente y capaz el que le posee, y a quien da poder y predominio en el mundo»97.

Propugnador entusiasta de la unión ibérica, sintió la más viva antipatía respecto del regionalismo político y principalmente del catalán, por ser el más exaltado y pernicioso. Reconoce Valera lo diligente e industriosa que es esta región, la brillantez de su literatura, el rango nada común de su historia particular e incluso considera el catalán, no como un dialecto, sino como una lengua. Pero rechaza de plano las aspiraciones secesionistas, torpemente disimuladas bajo el disfraz de un régimen autonómico. No soporta don Juan, a pesar de su propensión a la benevolencia, el engreimiento y la soberbia en que se fundan las pretensiones autonomistas de esta comarca. Sin negar la individualidad catalana, estima «rara y aun cómica pretensión» que los naturales de allende el Ebro se crean una excepción en la general decadencia española, como si dentro de la península fueran ellos los únicos que, además de merecer el nombre honroso de europeos, ofrezcan preciosas aptitudes para todo y que el resto nada represente ya, si alguna vez representó algo. No titubea, pues, en llamar «engendro» a este linaje de regionalismos. Por otra parte, la limitación fatal que los hechos reales oponen al desarrollo y conquistas de la lengua vernácula, conviértenla en regional, sin que los primores y excelencias de su literatura puedan ser gustados, sino por reducido número de lectoresdo98.

De ser Valera testigo de la flamante desmembración acordada por la segunda república española, ¡qué desencanto habría sufrido' Nuestros políticos actuales, ignorantones e improvisados en su mayoría, con un sentido histórico arbitrario o subjetivo, al menos, han resuelto el problema catalán cortando por lo sano, como vulgarmente suele decirse, y sin oír la voz, apremiante y patética, de la conciencia nacional. La disgregación no trae consigo sino la impotencia, o si esto pareciese excesivo, la disminución de nuestra virtud expansiva y dinámica. Esas manchas lechosas que se extienden en el espacio sideral y que despiden una luz suave y difusa fueron sin duda, en otras edades remotas, astros hermosos y fulgurantes que giraban en el cielo como individualidades estelares99.

He aquí las reglas que sobre el arte de gobernar formuló don Juan en su discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas:

Restablecer la subordinación y respeto a la autoridad. Afanarse por el florecimiento de la hacienda pública, pagando las antiguas deudas y no ocasionando otras nuevas. Procurar que el Gobierno sea duradero, ya que los gobiernos efímeros, por mucho que valgan, poco o nada han de conseguir. No suscitar cuestiones que nos lleven a la discordia. Ser sobrios en las reformas, principalmente en las que se denominan sociales. Encomendar a Dios la resolución de determinados problemas pavorosos, para que no nos parezcamos al aprendiz inhábil que rompe la máquina en su afán de componerla. Legislar con mesura. A fin de no competir con la iniciativa de cada uno, ni amedrentarla, ni incapacitarla o destruirla con impuestos y gravámenes, fabricar y comerciar solamente en lo que corresponda al Estado de modo inexcusable. Eludir o disimular, hasta donde permita nuestro decoro y propia estimación, los desdenes y ofensas que por nuestra debilidad no podamos repeler ni reivindicar. Y, por último, tener las mejores relaciones con los países y gobiernos extranjeros, pero cuidando de no contraer comprometidas alianzas.

No pasemos más adelante sin hacer esta advertencia. Valera -ya lo hemos dicho- no fue un profesional de la filosofía, sino un pensador como Quevedo, Gracián y tantos otros, los cuales, sin haber llegado a construir un cuerpo científico de doctrina, propendían a explicar y determinar la naturaleza de las cosas, examinadas desde un punto de vista elevado y trascendental. Síguese de aquí que no habiendo método en la exposición de las ideas filosóficas de don Juan, malamente puede haberlo al pretender nosotros, con la timidez de los profanos, analizar y comentar aquéllas.

Salta a los ojos, primeramente, el ardentísimo afán de Valera de conciliar las doctrinas más opuestas. Aunque abominase de las tentativas estériles de Víctor Cousín y demás filósofos eclécticos, Valera fue un proseguidor de tal empeño. Puede ser que esta inclinación a armonizar las ideas filosóficas menos afines y coincidentes proviniera de su indiferencia, o si se quiere, neutralidad ideológica. Don Juan se resistió toda su vida a encasillarse en esta o aquella escuela. Sus escritos muestran bien a las claras lo poco propicio que estuvo a profesar una determinada filosofía. Puede decirse que le gustaban todas y no le gustaba ninguna. Reconocía que hay muchos puntos de contacto entre los sistemas más generalmente estimados; que existe cierto número de verdades evidentes, «una metafísica llana y de sentido común». Pero, ¿qué filosofía es ésta si no va más allá de cuanto nos dicta el buen sentido? ¿Es que los gravísimos problemas que tiene planteados el hombre desde que vino a este mundo y sintió en lo más íntimo, callado y recóndito de su alma el lancetazo de la duda, pueden resolverse con solo la ayuda del sentido común? Menguada filosofía ha de ser aquella que, como la escocesa, no adopte más instrumento de conocer que éste. ¿Qué somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Qué es la materia? ¿Cómo conocemos? ¿Qué es el tiempo? ¿Qué el espacio? ¡Ah!, para dilucidar todo esto no basta tener a mano el buen sentido. «Nada más triste -exclama Valera por labios de Filaletes- que la pretensión de algunos de fundar, con el mero sentido común, una metafísica, una filosofía del sentido común»100.

Decíamos que Valera se sustrajo, con grande desembarazo, al poder de captación de los Sistemas filosóficos más en boga en sus días. «Yo soy fácil de convencer -afirma en sus diálogos sobre el Racionalismo armónico-, aunque nunca me convenzo sino a medias». Esta independencia con que se movía en el frondoso bosque de la metafísica y su irresistible prurito de filosofar, incitáronle al eclecticismo, si no deliberadamente, puesto que reconoció en sus artículos filosóficos y religiosos el fracaso de Cousín, Saisset, Simón y Jouffroy, de modo instintivo. El considerar que hay una filosofía perenne, un punto de convergencia en que determinadas verdades inconcusas se juntan y abrazan, es ya un paso importantísimo para conciliar los sistemas filosóficos. Esta tendencia inconsciente o deliberada arrastrole a proclamar innumerables veces las afinidades entre nuestros místicos y los filósofos alemanes. «Los atrevimientos de expresión y las sublimes especulaciones de nuestros místicos de entonces no distan tanto de los atrevimientos y especulaciones de los filósofos alemanes.»101. Pero pese al espíritu conciliador y sincrético de don Juan, nos parece aventurado proclamar la semejanza de doctrina entre nuestros místicos y los panteístas y panenteístas alemanes.

No sienta nuestro ilustre autor dicha afirmación de manera gratuita, sino que, temeroso quizá de que la invalide la falta de autoridad para hacerla, ya que en todo momento se llama aficionado a la filosofía, pero no metafísico, procura apuntalarla con transcripciones de determinados pasajes de nuestros místicos. Como don Juan es habilísimo dialéctico, a primera vista nos parecerá muy en su punto y razón la consecuencia que obtiene del cotejo de textos, y nos faltará el canto de un duro para tener por artículo de fe casi todo lo que nuestro admirado egabrense diga de esa pretendida semejanza entre fray Luis de León y Hegel, pongo por caso. Pero como argüiría cualquier escolástico de la época de don Juan, no es lo mismo ser que estar, ni la substancia única fue postulado de la filosofía cristiana ni nuestros místicos más encendidos y ardorosos identifican la naturaleza con Dios ni aspiran a fundirse con el Ser supremo. No ha de colegirse de la plenitud de ser que atribuimos a Dios, de la afirmación de que el Ser infinito contiene en sí todo el ser y todas las perfecciones que existen y las que son posibles, que todas las cosas son Él, o en Él y según Él. Para refutar estas ideas hegelianas y krausistas bastará determinar la naturaleza de las cosas creadas. No pudiendo afirmarse de éstas que alcanzan la perfección absoluta, puesto que son mezcla de ser y no ser, y establecido que Dios, como ser infinito, simplicísimo y absolutamente perfecto, rechaza la idea de no ser, que presupondría contingencia, mudanza y limitación, ¿cómo identificar con Dios a la naturaleza y al hombre, si no es de ese modo superior y eminente en que los teólogos lo hacen? Una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo. Lo que no haya de contradictorio en los seres creados respecto de la perfección y simplicidad del ser infinito, podrá embeberse en la naturaleza de éste con lo cual no habrían de pugnar los atributos de Dios, ya que de esta manera y sólo así han de juntarse o unimismarse aquellas perfecciones que, salvada la distancia o proporción debida, no repugnan la substantividad de los seres finitos ni la del Ser supremo. No se olvide tampoco que nuestros místicos eran excelentísimos poetas y cuando discurrían filosóficamente empleaban más el lenguaje poético, con todos sus recursos y licencias, que el metafísico, inflexible y severo. La imaginación creadora de San Juan de la Cruz, de Santa Teresa y de los dos Luises, inflamada en la llama del amor de Dios, recreábase honesta y delicadamente en divinizar las cosas, en exaltarlas e idealizarlas, viendo en ellas la obra del supremo artífice, el destello cegador de su omnipotencia, pero sin que pasase por la mente de los místicos, abismada de ordinario en la contemplación y el éxtasis, que las hierbecillas del suero eran de la misma substancia que Dios, y el agua de los regatos, y la luz de los astros que giran en sus órbitas celestes.

Son tan radicalmente, tan esencialmente distintas las especulaciones de nuestros místicos de las de los filósofos panteístas y panenteístas, que sólo a título de paradoja se puede afirmar lo contrario. En primer lugar, las fórmulas de expresión que adoptan los metafísicos alemanes no son nada frecuentes en nuestros teólogos y místicos; pero, admitido el caso de que algunas veces se sirvan de ellas, la interpretación ortodoxa de dichas locuciones dista mucho de la que Valera les da. Procuraba don Juan, al atribuir el mismo alcance a unas y otras, defender a Sanz del Río y demás discípulos españoles de Krause, de las reconvenciones de los críticos católicos, y con tal de sacar a aquéllos indemnes de la disputa entablada, diose a leer toda clase de libros devotos y a concretar parecidos de lenguaje, tomando en sentido excesivamente literal algunas frases cuyo alcance difiere, en lo psicológico y fundamental, de la exégesis de nuestro autor. Así, cuando el Apóstol afirma «que en Dios nos movemos, vivimos y somos» y San Agustín, que las cosas son algo porque Dios les da el ser que tienen, porque le tienen a Él, y no son nada porque no son lo que Él es, se sobrentiende que las cosas o los seres finitos están en Dios, como virtualmente está el efecto en la causa. No es lo mismo identificar la esencia divina y la esencia humana, fundir en una sola substancia lo ideal y lo real, el ser y el no ser, el sujeto y el objeto, el espíritu y la materia, que considerar como embebidas y sumidas en la naturaleza divina aquellas perfecciones de los seres creados que no repugna la substantividad del ente teológico. En el primer caso caeremos en el panteísmo alemán, impío y racionalista, y en el segundo habremos sentado una doctrina impecable desde el punto de vista de la filosofía cristiana.


Vivo sin vivir en mí,



exclama, arrebatada y extática, Santa Teresa de Jesús, porque está tan absolutamente desposeída de sí misma, tan totalmente desasida de la vida terrena, que ansía se rompa cuanto antes el tenue y sutil hilillo que la une aún a este mundo, y tan alta vida espera, que muere porque no muere. En el arrobamiento de su alma, facie ad faciem Dios, si esto es posible, no aspira a otro bien que a embeberse y sumirse en Dios, de la manera eminentísima en que, según los teólogos, puede verificarse esta unión. Pero no pensó la Doctora mística que Dios y las criaturas mortales eran de la misma substancia, indeterminada y universal la una, y determinada y particular la otra, como pretenden los panenteístas; que el mundo está en Dios, como la parte en el todo: afirmación a que llegan los filósofos alemanes al considerar la inmanencia de la esencia infinita. Nuestros místicos, consecuentes con el teísmo cristiano, reconocían la diferencia de substancia -puesto que Dios es quid implicissimum- y lo finito y limitado del mundo y de la vida terrena, que tuvieron comienzo, como todas las cosas creadas e independientes, de la eternidad y simplicidad de Dios.

Aunque Valera no se diese a partido en lo tocante a la filosofía, substrayéndose al poderoso atractivo de determinados sistemas, es lo cierto que la portentosa construcción metafísica de Hegel, fascinadora y deslumbrante cual ninguna, aunque producto de su imaginación poética más que de la razón severa e inflexible, le atrajo y cautivó tanto, que sin perder la independencia de su espíritu, diose a armonizar las doctrinas hegelianas con el pensamiento filosófico de nuestros místicos y teólogos, sin comprender que el propósito era temerario e irrealizable. No olvidemos tampoco ese panfilismo con que Valera asistió al espectáculo patético de las contradicciones que tanto abundan en el campo de la especulación filosófica, y nos explicaremos más fácilmente las denodadas tentativas conciliadoras y eclécticas de nuestro don Juan.

La corriente impetuosa del materialismo filosófico se estrelló contra el espíritu aristocrático de Valera. Aun en el caso de que la escuela positivista se adueñe del mundo entero y la metafísica sea «tan enteca, fea y mísera» que los mismos materialistas tengan «vergüenza de verla» se volverán de espaldas a su empirismo y harán salir «del caos el cosmos, del desorden la armonía, de la tiniebla la luz» ... Admitido como tesis o como hipótesis el transformismo de Darwin o Haeckel, diputaría delirio poner la inteligencia al fin, pero le seduciría ponerla al principio, como una facultad «eterna, increada y creadora». Nuestra inteligencia, participante de la inteligencia absoluta, vino al cuerpo humano cuando estaba éste en disposición de recibirla y había de servirle de elemento para sus actos. Aceptada la existencia del alma y antes de procurarnos un sistema filosófico que aclare y establezca la razón de ser de todas las cosas, será preciso examinar los medios con que contamos para conocer, ya que el análisis detenido, profundo, de las facultades intelectivas nos proporcionará ancha y firmísima base sobre la que edificar después. «No creo que haya sana filosofía -arguye Valera en sus cartas a Campoamor acerca de su ideísmo- sin que le sirva de cimiento, de nociones preliminares, de propedéutica, si usted quiere, una psicología»102. ¿De dónde obtener si no los llamados primeros principios, esas verdades indemostrables de las cuales hemos de partir forzosa e irremediablemente en nuestras especulaciones? «Toda metafísica no vulgar es mística, al empezar al menos, y es, por consiguiente, psicológica, así como toda buena mística requiere para punto de partida una sutil psicología»103.

Para don Juan toda filosofía que renuncie al método psicológico tiene que ser sensualista. Si en la antigüedad era posible establecer una ontología, sin el concurso de una psicología anterior, hoy no sería posible. El mismo Sócrates, aunque procediese «con menos reflexión y cautela» que las de hoy, formuló el principio de nosce te ipsum como teoría del conocer. «El principio de todo saber está en la conciencia.» De aquí precisamente el subido valor de las sentencias: Pienso, luego soy; Todo está en el Yo y todo lo crea el Yo. La conciencia, para don Juan, es la fuente de donde mana la verdad, el tabernáculo donde reside la idea que tenemos de Dios, y por la que nos elevamos, mediante la fe y la gracia, dones sobrenaturales, o mediante el discurso y el estudio, a la contemplación y conocimiento del Ser absoluto. ¿Cómo se llega a este conocimiento de Dios? La conciencia no puede demostrar a Dios a priori, ya que de ser así se presupondría alguna causa más alta que Él, sino a posteriori, por el análisis de sus obras y efectos.

Pero no prosigamos sin determinar antes cómo están en el alma las verdades primeras. ¿Aparecen en el seno apartado y recóndito de la conciencia individual por sí mismas, como algo inmanente, de natural y espontánea elaboración, o son más bien reflejo de esa sabiduría infinita que llamamos Dios o Absoluto? «Todo primer principio -dice Valera-, toda afirmación imperativa, no ha sido creación del alma, ni está inmanente en el alma, porque es superior y mayor que el alma; luego ha venido al alma de un modo inmediato, de algo que llamamos lo absoluto o que llamamos Dios»104.

Veamos ahora cómo llega don Juan al conocimiento del Ser supremo. Para conocer a Dios pueden seguirse dos caminos distintos, y tanto uno como otro erizados de gravísimas dificultades. La fe y la gracia con que los místicos emprenden el maravilloso viaje, que tiene como término feliz la visión o intuición de Dios, aun siendo armas poderosas con que triunfar de todos los impedimentos, sólo después de rudas penalidades logran el sobrenatural e inefable espectáculo. Pero los mismos teólogos, que buscan a Dios por el camino de la verdad revelada, admiten esa otra intuición de Dios a donde nos lleva la razón y el discurso. Valera, que no fue un santo precisamente, y que se lamenta alguna vez de haber perdido la gracia105, con la que ansía hacerse de nuevo, tenía que buscar a Dios con la ayuda de la propia conciencia; pero valiéndose de la doctrina expuesta por los místicos. Primer grado: conocer a Dios fuera de sí, esto es, por la contemplación y examen del Universo, que es tanto como conocerle por sus obras y efectos. Segundo grado: dentro de sí, que es el verdaderamente psicológico; y último grado: sobre sí. Este tercer modo de conocerle es tan altísimo y maravilloso, que está fuera de la filosofía. Don Juan aspira a formarse concepto de Dios por medio racional y discursivo, y para alcanzar el segundo grado de conocimiento estudia estas tres ideas fundamentales con que se revela lo absoluto en nuestra conciencia: lo verdadero, lo bello y lo bueno.

El psicologismo de don Juan, que ya advirtió, y muy discretamente por cierto, el señor Zaragüeta en su opúsculo Don Juan Valera, filósofo (Madrid, 1930), aparece constantemente en los artículos metafísicos de nuestro autor.

Aunque de los tres mentados modos en que podemos conocer a Dios, el segundo es el psicológico, en fin de cuentas lo son los tres, ya que dentro de mí, son en todo momento, el fuera de mí y el sobre mí. ¿Por qué? Veámoslo de manera sucinta. La naturaleza que contemplamos y sobre la que ponemos a Dios, está en nuestro interior; así como también está en nuestro yo, en nuestra conciencia, la idea de lo divino que ponemos sobre nosotros. «Vengo, pues, a crear lo sobrenatural sobre la naturaleza -remata don Juan su pensamiento- y lo sobrehumano sobre mi ser humano; pero los creo dentro de mí; lo sobrenatural y lo sobrehumano son conceptos míos»106. Y más adelante declara que no hay procedimiento metafísico que no sea psicológico. En el largo lapso de muchos siglos, la filosofía no llegó a tener conciencia absoluta de que la verdad residía en el alma, por donde la especulación filosófica era directa y no refleja. Con Kant, y antes con el nosce te ipsum y el cogito, ergo sum, la metafísica se hizo psicológica.

Considerada la naturaleza como el conjunto de todas las cosas, equivale a universo, mundo o cosmos. Sin embargo, el sentido más apropiado de la palabra naturaleza no es el antes atribuido a esta palabra, sino el conjunto de leyes que constituyen, rigen y ordenan el universo. El pensamiento del hombre ha de buscar, por fuerza, la causa primera de cuanto contempla en torno suyo. De aquí que, desde la edad más remota, el pensamiento humano haya puesto en una sola persona, de hechura rudimentaria o indistinta, esa voluntad e inteligencia que nos gobierna. Cuando el discurso del hombre no había concebido aún el conjunto de leyes que dirigen y coordinan las cosas creadas, «cada fuerza o virtud aislada» apareció como voluntad e inteligencia diferentes. La idea de Dios se multiplica, dando origen al politeísmo. Los pueblos antiguos divinizaron la atmósfera, las fuentes, ríos y mares, la fecundidad de la tierra, la mutua atracción amorosa de los animales, e incluso la muerte. El panteísmo vino a ser el resultado inevitable y fatal de las religiones politeístas. Unificada la naturaleza, desaparecieron las religiones naturalistas. Pero, ¿qué poder oculto daba «origen, ser y vida» a las cosas creadas? Tales atribuyó al agua esta facultad de crear. Anaxímenes, al aire, y ambos elementos tuvieron además un sentido simbólico, mítico. «Eran la causa única de la mudanza, de la transformación de las cosas, considerada la naturaleza como variedad y fundamento»107. Expoliada de su significación simbólica esta filosofía, surge el llegar a ser, de Heráclito; mas «contra el perpetuo fluctuar de los seres» se alza el Uno inmutable, de Parménides. De la tentativa de coordinar estos dos sistemas «nace el teísmo filosófico, en Europa, si Pitágoras no lo entrevé antes». El teísmo reduce a unidad las cosas, aun admitida su diversidad y contingencia, y pone la virtud o fuerza suprema en el amor, con Empédocles y en la Inteligencia, con Anaxágoras. Pero los no conformes con esta conciliación de las escuelas jónica y eleática, desembocan en el sofisma y el ateísmo.

Todo este resumen de Historia filosófica de lo antiguo encamínase a demostrar que la ausencia de método psicológico dio ocasión, en filosofía, a todos los extravíos, errores y sistemas que cabe imaginar.

El origen y el ser del mundo, dada la manera en que lo concebía el pensamiento humano, sólo podía explicarse por medio de fábulas poéticas o de mitos. La «pura filosofía» era ontológica. Si bien Pitágoras es, cuando hace del hombre «la medida y regla de todas las cosas», casi un precursor del Dios-Yo, no se llega, ni con mucho, al Dios-Yo, «profundo y dogmático», porque faltaba la introspección sistemática o introversión, como llamábanla los místicos, por donde vendríamos al análisis de nuestra conciencia, como camino previo para llegar al Yo-divino.

Todo cuanto hemos expuesto en cifra y resumen, y con la contrariedad de no haberlo podido reproducir literalmente para que el lector se hubiera recreado en la prosa elegante, cristalina y castiza de don Juan, lleva a éste a la conclusión de que «el método psicológico es el más seguro método de filosofar».

Digamos ahora algo, muy poco, que el tiempo apremia y el espacio en que hemos de movernos tampoco es holgado en demasía, acerca de cómo busca Valera a Dios en el fondo de la conciencia.

Los axiomas filosóficos son la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Este resplandor, sin embargo, ni lo conocemos en su esencia, ni lo vemos directamente. Son las cosas, las que iluminadas por él, nos lo muestran. Pero si esta luz está en todo lo que nos rodea, también está de modo eminente en la conciencia humana, aunque no la veamos más que a la manera que se ve una imagen en un espejo. Por eso, al formar concepto de Dios en nuestra conciencia, «magnificando su imagen», lo que reproducimos, para crear la idea de Dios, es ese mismo destello divino en que se baña nuestra alma. «Si no -se pregunta Valera- ¿de dónde habríamos de sacar perfecciones de que carecemos?» Síguese de todo esto que el concepto de Dios es en el hombre «progresivo y sin término»; que cuanto más impoluta y hermosa sea la imagen de Dios en el espejo de la conciencia humana, más deseará y podrá adelantar en su perfección el hombre, puesto que su ilusión es acercarse y parecerse a Él, que es modelo o arquetipo, mejor aún, de todas las virtudes y excelencias imaginables, y de otras que ni imaginar podemos.

Dios está en nuestra alma; mas ésta, si le descubre y comprende, es a través de las cosas creadas. ¿No se elevaba desde ellas, precisamente, a la contemplación de la bondad suprema el glorioso autor de la Introducción al Símbolo de la Fe? El alma llega a Dios de modo inductivo, a posteriori como del efecto a la causa, y de lo particular a lo universal, mas empleando aquellos instrumentos de conocer que llevan en sí el sello imborrable y perenne de lo absoluto, de lo que no tiene fin.

Y puesto que incidentalmente hemos tocado lo infinito -tema muy debatido por cierto-, vamos a ver lo que ha pensado Valera sobre punto tan trascendental y abstruso.

Si lo absoluto, a juicio de don Juan, existe objetivamente, lo infinito, en cambio, no rebasa la esfera de lo ideal, viniendo a ser «como la idea incompleta de lo absoluto que reside en nuestro entendimiento... como la forma bajo la cual el entendimiento humano acierta a columbrar lo absoluto»108. Para don Juan hay en lo infinito algo de finito y limitado, ya que es un ser imperfecto y mudable quien lo concibe, y algo de inmutable y perfecto, puesto que lo concibe la conciencia humana, bajo la luz o resplandor del ser absoluto. «Lo infinito aparece como la negación de lo determinado.» Frente a la idea de lo absoluto, es decir, de lo invariable, de lo inmutable, de lo que constituye en todo momento la unidad idéntica a sí misma, surge lo infinito como constante «devenir», como lo indefinido y variable, con variabilidad sin remate ni término. Si lo infinito fue en el pensamiento de Valera la forma bajo la cual la mente humana acierta a vislumbrar lo absoluto, es también «como una forma superior del entendimiento, dentro de la cual concebimos todo lo finito».

De donde resulta que si lo infinito es punto de apoyo desde donde se eleva la mente a considerar y abarcar lo absoluto, es también como continente de lo finito y limitado. «Lo infinito de cualquier duración finita -prosigue Valera- es el tiempo: lo infinito de cualquiera extensión finita es el espacio.» Y arguye más adelante: «El tiempo, el espacio y todo aquello que presupone un conjunto infinito de unidades, es subjetivo, no tiene realidad fuera de nosotros»109. ¿Ni como determinación inherente a las cosas? De ser así, ni Kant ni Hegel tendrían, de seguro, reparo de clase alguna en subscribir esta afirmación de Valera, ya que convienen, si bien por caminos distintos, en negar al tiempo realidad objetiva, considerándole como forma ideal de nuestro sentido interno.

Abandonemos estas sutilezas y abstracciones de la filosofía pura en obsequio a la amenidad de este capítulo.

Sobre la psicología del amor y con ocasión de unos comentarios discretísimos a la obra de igual título del señor González Serrano, discurrió Valera con singular fortuna. La primera manifestación del amor, considerado como energía de nuestro ser, es el amor a nosotros mismos, es decir, el amor propio. No hay ser que, dotado de vida, no tienda de modo instintivo y por irresistible propensión a conservarse y perfeccionarse. Esta fuerza y virtud del alma es razón y base de todos los afectos. El altruismo, que aparece en las personas como forma o modalidad del amor, contrapuesto al amor propio, es tan sólo, a poco que meditemos, la expansión, más o menos imperiosa del egoísmo. Del amor que nos tenemos y de la parte que de él damos a los demás seres que, como resultado de nuestro afecto hacia ellos, vienen como a incrustarse en cada uno de nosotros, nacen la hermosura y concierto universales. «Nada sería ni permanecería lo bastante para cumplir sus fines -observa don Juan en sutil y poético discurso- si no tuviese el egoísmo ciego o inconsciente de mantener su ser; ni nada nuevo saldría sin ese mismo ser, que por egoísmo han conservado las cosas, si ese ser no se vertiese devotamente con efusión generosa y en desinteresado sacrificio, ya en el seno del amor, ya en el seno de la muerte, su hermana. Cierto que hasta las piedras, sin sentido y sin vida, observan estas dos leyes opuestas, y ora ligadas y en equilibrio mantienen la hermosa fábrica de una soberbia torre, ora movidas por el amor de la tierra, que a su centro las llama, ceden al fin a su peso, que es amor y atracción misteriosa, y vienen a derrumbarse y a convertir el edificio en ruinas y en escombros»110. Notemos, pues, cómo estas contradictorias manifestaciones de nuestro afecto, la egoísta y la altruista, están, con el rango de ley universal, en todos los seres, ya que en sentido figurado, la fuerza atractiva de los astros, las afinidades químicas y la instintiva simpatía de los animales, es amor, si bien el alcance y significación estrictos de esta palabra atribúyense al entendimiento que apetece, tras de conocidas, cosas que pueden ser objeto y fin de aquél. Si examinamos el impulso de nuestra alma, que nos lleva a buscar el bien, tendremos la psicología del amor, que será ciencia primera, teología o cosmología si analizamos ese bien que apetece y que está por cima de nosotros.

Al considerar Valera el alma, como los místicos y escolásticos, en sus tres modos o grados, y subir al último, esto es, al alma espiritual, en la que la verdad y la hermosura se abrazan y confunden hasta constituir una misma cosa, ¡qué oportuno correctivo pone a esa filosofía fisiológica o patológica, mejor dicho, tan en boga aún, que, miope para descubrir la altísima razón de ser del amor místico, coloca a Santa Teresa en el casillero de la dinamogenia o erotismo imaginario! Los juiciosos y sutiles argumentos de que se vale don Juan para echar por tierra tan vulgar teoría -vulgar a pesar de su aparato científico-, nos mueve a creer que Hahn, Novoa Santos y demás seguidores de esta grosera creencia, estudiaron el misticismo de la Santa de Ávila de igual modo que un maestro de obras puede examinar el Partenón. Valera, impulsado por su fe y por el arte de la Santa, percibe toda la grandeza y sublimidad de este ardentísimo amor, forjado por la inteligencia pura y recogido en el centro del alma espiritual, que es propugnáculo invulnerable, no ya sólo a las operaciones del alma inferior o sensitiva, sino también a las imágenes que el alma racional elabora y plasma.

De todos los aspectos que constituyen la fisonomía literaria de Valera, quizá sea la crítica el más interesante. No fue un censor adusto y esquinado, como Clarín y Revilla. Prefirió a la palmeta del dómine esa benevolencia aristocrática con que los seres superiores, que no están descontentos de la vida, miran lo que tienen en torno. Como buen diplomático y hombre de mundo gustaba de las crudezas de pensamiento; de aquí que ataviase primorosamente, incluso la censura y el disfavor. Bajo el guante blanco de sus comentarios hay un ariete que derriba y hunde lo que sólo en la apariencia es meritorio. Salvador Rueda sintió en su nombradía el impulso arremetedor de don Juan. ¿Qué tremendo correctivo hubo de poner éste a las obscenidades y descocado naturalismo del Himno a la carne!111. Valera no desentonará nunca, ni prohijará expresiones acerbas e hirientes. Su crítica es meliflua, sin que llegue a empalagarnos. Pero a través de la dulzura de la frase descubrirá el punto flaco, la parte vulnerable de la cosa juzgada. Y sobre todo, discurrirá con tal juicio y con tan buen gusto respecto de las cuestiones más difíciles de estética y preceptiva; brotará de su pluma, como de vena inagotable, de inexhausto manantío, tal serie de reglas sobre el arte, que aprenderemos, sin sentir, cuanto de filosofía de lo bello debe conocer el hombre de letras.

¡Qué placenteros están en sus artículos de crítica literaria el buen gusto y el sentido común! Todo lo que, desde el ámbito señoril de la literatura clásica, se ha escrito de arte poética, ha sido divulgado con elegante sencillez por nuestro ilustre autor. Nunca le veremos titubear en la elección de modelo. Irá en derechura a la sana doctrina estética, al canon universalmente aceptado. Su cultura clásica, su dominio y señorío de las letras griegas, le depara en cada momento un firmísimo puntal de sus apreciaciones críticas. El tino, la certera puntería con que afirma o niega está avalada y robustecida por esa erudición humanista que Cejador, con imperdonable ligereza, llamó de «segunda mano», y que a mí me parece de la mejor ley. No olvidemos los años pasados en Nápoles, en contacto diario con los poetas y escritores del Renacimiento y estudiando griego antiguo y moderno en la amorosa compañía de Lucía Paladi. Tengamos presente que los viajes de Valera al extranjero proporcionaron a su espíritu un amplio y ecuménico sentido del arte, y que el conocimiento y posesión de las principales lenguas europeas facilitáronle el arribo a las literaturas occidentales.

La mentalidad española, muy rica en variantes y destellos, pocas veces tiró a especializarse en las múltiples disciplinas del saber. Hemos combinado las artes y géneros más contradictorios, cediendo así a la rebeldía y libertad del espíritu español, acostumbrado a ganar batallas cualquiera que sea el campo donde se libren. Viose, pues, arrastrado nuestro autor por esta propensión a dispersarse y atomizarse. Carácter y temperamento latinos, inteligencia aguda y pronta para penetrar el arcano de las cosas, pero ganada unas veces por la indolencia y otras por un impulso súbito y ciego. Encasillarse en tal o cual modalidad presupone una dirección fatal e irrevocable del espíritu, el tesón admirable de la voluntad al tomar la línea recta como norma de sus actividades y operaciones. Valera, sin orden ni concierto, mariposeó de unas disciplinas en otras, mas las adquisiciones de la mente se coordinaron al aquietarse y posarse, y lo que fue logrado de manera arbitraria, tuvo por último cuerpo proporcionado y armónico.

Poseía don Juan, además, brillantes facultades nativas para oficiar de crítico. La ponderación de su alma, la sensibilidad muy despierta siempre para impresionarse y emocionarse al contemplar la hermosura, el buen gusto; la razón, calculadora y fría, y un sentido común alerta y vigilante en su atalaya. Inclinado a la indulgencia por optimismo y bondad naturales, le veremos pasar el rasero, como él dice, y suprimir eminencias. De aquí que no condene, como Horacio, a los poetas medianos y que encuentre siempre en los libros alguna virtud para no echarlos al fuego, como hicieran el Barbero y el Cura con la mayor parte de los que figuraban en la biblioteca de Don Quijote.

Reconoce Valera que es más idólatra que iconoclasta, proviniendo de esta circunstancia, sin duda; la fama que tenía de tolerante, bondadoso y optimista. Si la justicia y la verdad en su sentido estricto, riguroso, quedaron malparadas con ciertas ocasiones, no fue, precisamente, por negar o regatear méritos, sino por concederlos en demasía. Para mí lo bueno está por cima de lo verdadero. La verdad es función del entendimiento y está atada a principios y leyes inexorables. El bien es irresistible prurito de toda voluntad sana y perfecta, y está alentado por nuestro corazón, que se huelga y recrea con el amor de las cosas creadas.

A mi modo de ver, la virtud más eminente de Valera está representada por el caudal de sabia doctrina estética que administra con sumo tino sus trabajos de crítica literaria. Se podrán discutir otros aspectos de su labor de crítico, pero es indisputable la liberalidad y munificencia con que derrocha, el buen gusto, la pureza y el oro de muchos quilates, de sus opiniones sobre lo bello. Este recto juicio en el orden estético aparece en don Juan desde sus primeras aportaciones al acervo de nuestra literatura. Con ocasión del poema El Proscripto, de García de Quevedo, muestra Valera el buen gusto y la sana doctrina. En primer término niega la posibilidad de que en la época presente se pueda escribir una epopeya que abarque la civilización de nuestros días, como El Ramáyana, la oriental, y La Iliada, el ideal clásico. ¿Quién encontrará hoy una fórmula suprema, una idea que encierre o contenga en sí todas las demás ideas, sentimientos y fantasmas que están en nuestro espíritu? Triunfante el cristianismo sobre la civilización antigua y adueñada del mundo la teología, pudo surgir una nueva epopeya; pero Dante llegó con indudable retraso. Después, la diversidad de acontecimientos que registra la historia del mundo: el Renacimiento, la Reforma, la filosofía con sus múltiples sistemas, los inventos maravillosos, las discrepancias irreconciliables en moral, política y arte poética, hacen imposible la concepción de un vasto poema humanitario. Valera sostuvo idéntico punto de vista al juzgar el Fausto, de Goethe.

Acérrimo defensor del principio estético del arte por el arte, sostendrá en todo momento que el poeta ha de procurar el deleite de quien le lea, sin preocuparse de enseñarle nada. Una poesía didáctica ha de producir tedio por fuerza, y cualquier cosa menos poesía. En la llamada Edad de Oro, los poetas y los maestros cambiaban muchas veces sus papeles, metiéndose a enseñar los unos y a poetizar los otros. Se aprendía la ciencia de modo súbito e infuso. El poeta era, además, adivino y sacerdote, y las leyes adoptaban el lenguaje rítmico para comunicarse y extenderse de unos a otros. De los turdetanos se ha dicho que ponían en verso sus leyes, y en verso también hablaban las Sibilas. Pero la ciencia y la poesía son por naturaleza inconciliables. La una nace de la reflexión y del empirismo, y la otra es instintiva, producto de la fantasía y del entusiasmo. Valera piensa con Plutarco que la poesía debe ser fabulosa y embustera. Quien escriba versos ha de cuidar de la forma, ya que por ella, y solamente por ella, serán inmortales. No es la verdad que contienen, la virtud y la fuerza que nos mueven a leerlos, es la hermosura y primor del molde en que encerramos aquella verdad. Eche, pues, el poeta la enciclopedia lejos de sí y procure conmovernos y enternecernos, inclinarnos al bien y despertar en nuestra alma los afectos más puros, nobles y elevados. La ciencia, que es naturalmente antipoética, cuando no afirma, niega. El poeta que yerra y se extravía en la selva de la ciencia, puede con su imaginación poderosa y su estro vibrante ir más allá de lo explorado y descubierto. En virtud de esta facultad o poder le está consentido hacer penetrar a Beatriz en la Gloria, o, como Orfeo, descender al infierno y hasta poblar el espacio, y las selvas, y los ríos, y las entrañas de la tierra, de silfos, brujas, hadas, sátiros, valkyrias, ondinas, sílfides, apsaras, peris, gnomos y otros personajes míticos, forjados quizá de materia tan sutil, que pasan inadvertidos a nuestros ojos. Lo maravilloso y sobrenatural no debe desaparecer de las representaciones estéticas. El corcel de la fantasía no admite otro freno que determinadas leyes de conveniencia y de lógica. No hay que confundir la verosimilitud prosaica y la científica con la estética. La verdad poética engendrada por nuestra imaginación y depurada por el buen gusto, nada tiene que ver con las verdades del mundo real. De aquí que la Historia pinte las cosas como son en realidad, y que la poesía las presente no como son, sino como debieran ser. Aristóteles deduce de cuanto va dicho, que la poesía, por ir más allá que la historia, es más filosófica que ésta. La extensión y elasticidad de las facultades del hombre no están limitadas en ningún tratado de fisiología o psicología. Mientras no estemos en posesión de la verdad absoluta y falten por descubrir leyes y principios de la naturaleza, y exista un universo por conocer y explorar, ¿en nombre de qué razón ha de renunciar el artista, dotado de pujante y excelsa fantasía, a poblar ese mundo incógnito y misterioso de seres imaginarios que recreen nuestro espíritu con su hermosura o poder sobrenaturales? En la superficie de las cosas creadas hay una verdad que nos es conocida; mas en lo íntimo de su naturaleza está el arcano que permite al poeta forjar maravillas.

Partidario entusiasta Valera de la sublime inutilidad del arte, sorpréndele que haya quienes lo tomen, no como fin, sino como medio para realizar otros fines. Por eso se muestra implacable impugnador de toda doctrina literaria que tienda a convertir la novela, la poesía y el teatro en tribuna moral, política o sociológica. Y cuando se le presenta ocasión de censurar tales yerros, arremete, bien provisto de razones y derrochando buen gusto y espiritual donaire, contra los que propugnan tan desacertada teoría. No busquemos, pues, en el arte otro objeto que el de realizar la belleza. La poesía no es arte útil y servil, sino liberal y desinteresado. Procura distraernos y emocionarnos, eleva y purifica nuestro pensamiento y le penetra y envuelve como raudal de luz increada. El artista que ha conseguido encadenar nuestra atención e impresionarnos hasta en la raíz del alma, sobrecogida y subyugada, ya puede darse por satisfecho y no aspirar a otra cosa que no sea el logro de tamaño hechizo, de tan sorprendente maravilla. Porque una vez realizada la hermosura, como único fin del arte, se desprende de ella todo bien y toda verdad, con lo que el espíritu se eleva y ennoblece y los hombres se perfeccionan y mejoran. De donde inferimos fácilmente que las bellas artes enseñan, sin proponérselo de modo deliberado y reflexivo, y poseen la virtud necesaria para trocar en buenas e inmejorables, incluso, las almas rudas y vulgares. Quien logra el ápice de lo sublime al transmitirnos por medio de la palabra la ternura de su corazón y el fuego en que se abrasa su alma, sobresaltada por un sinnúmero de emociones y sentimientos, verá abrirse de par en par las puertas de la gloria y tejer a un tropel de ángeles y serafines la corona de rosas con que se adornará su frente.

Conocidos los puntos de vista más importantes de Valera en el orden estético, y enunciados aquellos preceptos de arte poética por que se gobierna el juicio de don Juan, no habrá de sorprendernos la actitud que adopta nuestro autor al juzgar la novela naturalista. ¡Con qué donosura, chiste y garabato, además de la fuerza suasoria de sus argumentos, se burló de los pujos científicos y experimentalistas de Zola y de sus ciegos discípulos de aquí y de allá! La controversia que se originó con tal motivo dio lugar a una colección de artículos muy interesantes, recogidos después en un libro, bajo el título de Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas112.

Combatió don Juan denodadamente a los novelistas que, tomando por irreprochable modelo al pontífice del naturalismo, arrastraron el arte por mancebías, hospitales, cloacas y suburbios de las ciudades populosas, y trajeron al ámbito de aquél casos clínicos y teratológicos, como si la bella literatura no tuviese ahora otro objeto que asquearnos y horrorizarnos, llenarnos de pústulas y de pus. Sube de punto esta literatura espantosa cuando se decide por la forma rítmica, como en Baudelaire y Rollinat.

El valor y la excelsitud del arte aumentan en razón directa de su inutilidad. En una obra pueden juntarse lo moral y lo verdadero, mas no porque estuviesen en el pensamiento del autor de modo deliberado y reflexivo, sino porque, cuando el arte llega a su ápice y cumple así su objeto, lleva en sí la misma esencia del bien y de la verdad, que se derrama por toda la obra, ungiéndola y magnificándola. A Valera repugnábale el precepto de Horacio: Lectorem delectando pariterque monendo. No se avenía a que el artista invadiese el terreno del moralista, ni del pedagogo, ni del hombre de ciencia. La actitud de Valera nos parece irreprensible. A nadie se le ocurrirá aprender historia y geografía en la Cyropedia y en el Persiles, respectivamente. Quien tenga cabal su juicio estudiará patología o sociología en las novelas naturalistas de allende el Pirineo, ni ciencias naturales o físicas leyendo a Verme y Salgari, ni teología en La Divina Comedia, ni las propiedades y aplicaciones de la electricidad en La Eva futura, de Viliers de L’Isle. Cualquiera tratado de estas ciencias, por modesto y rudimentario que sea, enseña muchísimo más de sus leyes, principios y cualidades. La poesía o bella literatura huye de la utilidad y del positivo provecho y se considera bastardeada y corrompida cuando se la saca de su propia órbita y se la destina a usos y oficios que se dan de cachetes con su esencial naturaleza.

No estuvo menos remiso al censurar las extravagancias de nuestros románticos, a quienes llama «secta quejumbrosa», y de cuya ignorancia -de la que hicieron alarde- se chanceó con singular desenfado. Condena la palabrería hueca de Zorrilla, el negro pesimismo del autor de El Diablo Mundo, así como la falta de orden de este poema y el batiborrillo de sus escenas y episodios, algunos indecorosos y patibularios. No es más benévolo con las rarezas del Fausto, de Goethe. Reprocha a Víctor Hugo las excentricidades y desatinos que desparramó, con desmedido afán de singularizarse, en sus poesías, por otro lado hermosas, e incluso sublimes, y persigue sin saña, pero con firme resolución, la manía fúnebre, el sentimentalismo enfermizo, la tendencia misantrópica y antisocial, y la impiedad y el sacrilegio de los poetas románticos.

Valera fue un clásico en cualquiera de sus actividades literarias. Lo mismo cuando compone versos, escritos muchos de ellos en el hervor del romanticismo, que cuando escribe novelas, pensadas y desarrolladas con sujeción al principio estético del arte por el arte, que cuando juzga las obras de los demás y se rige en sus juicios por la cultura clásica de que se ha nutrido su mente. Pero este clasicismo, que proviene de la educación y temperamento de Valeram -tal como se entiende hoy esta última palabra- hizo a nuestro autor formular ciertas afirmaciones, en mi humilde sentir, poco atinadas. Reconoce Valera como verdad evidente, relevada de toda demostración, el progreso científico de nuestros días, mas niega de modo rotundo que hayamos adelantado lo más mínimo en el arte. Y puesto a considerar el fundamento que tenía Pompeyo Gener para profetizar la próxima aparición del superhombre sobre la tierra, niega que Alejandro fuese inferior a Napoleón, Aristóteles a Hegel, Píndaro o Isaías a Víctor Hugo, y Fidias a Canova y Thorwaldsen. La réplica que nuestro autor da a la profecía de Gener la tengo por afortunada y discretísima. Está además avalorada por cierto tono irónico y zumbón que sienta bien al propósito impugnador de Valera. De todos modos, tan exagerado nos parece el anunciar el inmediato advenimiento del superhombre, como negar el progreso del arte.

En primer término, el adelanto de la ciencia se produce escalonadamente. Huarte con su Examen de ingenios y los psicólogos místicos con su localización de las facultades orgánicas en una parte del encéfalo, fueron precursores de los modernos frenólogos. No habría existido Linneo, como naturalista, seguramente, sin las obscuras aportaciones de Álvarez Chanca, el notable estudio del jesuita José de Acosta y otros meritísimos trabajos que precedieron a aquél. Sin descubrir la electricidad no sería posible el teléfono, ni las industrias movidas por fluido eléctrico, y sin el vapor aún emplearíamos la diligencia y la vela o el remo. La ciencia es reflexiva y racional, no se posee de golpe como la infusa; sólo después de mucha vigilias, estudios y experiencias llegamos a establecer leyes y principios que permanecían ignorados. Pero el arte se origina de manera intuitiva y providencial, esto es, por inspiración, y cabe que en épocas de incultura, de escasísimos inventos o incluso de absoluta cerrazón para la ciencia, se den obras de indiscutible mérito. Ni el teléfono, ni el aeroplano, ni la televisión existían cuando se compuso La Iliada o el Mahabhárata. A mi modo de ver, la inventiva de los grandes poetas se desenvolvía más desembarazadamente en épocas en que las ciencias físicas y naturales estaban, como si dijéramos, en mantillas. Hoy sería imposible el poema de Valmiki, que sólo puede darse en época de primitivo candor, porque las objeciones y reparos que formula la mente humana a la imaginación provienen, sin duda, del refinamiento de la inteligencia, de la mayor severidad de sus normas discursivas. Y todo esto es el resultado del progreso social. Los grandes poetas alemanes construyen sus poemas con sujeción a reglas predeterminadas. Por eso carecen de la agreste lozanía de la poesía antigua. La razón se ha erigido en juez inapelable de nuestros pensamientos y actos, y, en su virtud, la fantasía ha plegado las alas. Así y todo no me atrevería yo a negar el progreso del arte. Lo que sucede es que el genio literario no toma cuerpo y realidad en manifestaciones aisladas, no se limita a un número reducido de figuras representativas que asumen la facultad de crear y se encaraman al pináculo de la gloria. El arte parece como si se hubiera democratizado y universalizado. La poesía, la novela y el teatro se nutren de una pléyade de brillantes ingenios, y surgen multitud de obras que prueban cómo la llama sagrada de la inspiración resplandece en el tabernáculo del alma colectiva. No es sólo Grecia la que llena de fulgores de su espíritu al mundo entero, son doce o quince pueblos, encendidos y exaltados por la rivalidad y la emulación, los que proyectan en torno los destellos de su genio artístico; es el ansia fecunda de concebir, revelada a través de diversas psicologías y temperamentos.

Para hacer más fácil nuestro discurso vamos a servirnos del siguiente paradigma: La riqueza de cada país no está integrada hoy por el patrimonio fabuloso de varias familias. Como las sociedades evolucionan en el sentido de repartirse su economía, lo cual es signo elocuente del valer individual, de las aptitudes y merecimientos de cada uno, la cifra total de bienes aparece formada por una serie casi infinita de sumandos, que representan a otros tantos capitalistas o propietarios. De igual manera concibo el arte de nuestro tiempo, como una suma de esfuerzos parciales y múltiples, como el resultado de una potencia creadora que se escinde en sinnúmero de factores. Fuera de que existen vigorosas individualidades que nada desmerecerían en su comparación -si no fuese odioso el comparar- con los modelos más excelentes de la literatura griega.

Respecto de la música, que es quintaesencia del arte, ya que expresa ideas y sentimientos vagos e inefables que no encuentran acomodo en las palabras, el progreso está fuera de toda discusión.

El valor polifónico de nuestras obras musicales, los orfeones, orquestas sinfónicas y concertistas o virtuosos, como hoy se los llama, representan un adelanto evidente. Ni los cantos de boda, que acompañados de la forminge o cítara, entonaban los mozos en el acto nupcial, ni los que interpretaban los campesinos en obsequio de Hylas o de Bormos, con motivo de la recolección de las mieses o de la vendimia, podrían rivalizar con nuestros músicos y ejecutantes. No seré yo quien dude del sentimiento y bríos de los rapsodas cuando festejaban a Minerva en las Panateneas, ni del arte que ponían en sus tocatas los tañedores de flauta, mientras los danzarines, bajo la égida de sus armaduras, simulaban la lucha de la diosa con los titanos. El primitivo candor de esta música divina y la maestría y gusto de sus intérpretes debieron impresionar hasta en la raíz del alma a la multitud que los aplaudía con fervorosa unción. Pero tengo mis temores de que el mismo Marsias, vencido por Apolo en el indeleble torneo, habría sido derrotado también en nuestros días por cualquier mortal, virtuoso de la flauta, sin el peligro, además, de ser descuartizado.

El clasicismo de Valera y su sentido aristocrático de la vida y del arte, le arrastraron a establecer algunas afirmaciones, en mi modesto sentir, equivocadas. En su discurso de ingreso en la Academia se menosprecia la poesía popular y se sostienen puntos de vista por demás aventurados. Valera, debido sin duda a su gusto alambicado y sutil, no se detuvo a paladear el panal de rica miel de la poesía anónima y colectiva. No achaco yo el desvío a falta de estudio para sentir y comprender el tesoro de ternura, bizarría y espontaneidad de los poetas populares. Procede este desvío de la psicología y de la educación social de nuestro autor, de sus naturales inclinaciones por lo clásico y lo erudito, del elemento en que se desarrolló su espiritualidad. En todos los actos y pormenores de su vida resplandece el buen gusto, con propensión a aristocratizarse. El alma de Valera se siente atraída por un tipo de belleza ideal, sin las deformidades o lunares, al menos, con que surge, de las rudas manos del pueblo, la hermosura. El arte para él ha de estar vertido en esplendente copa, labrada por sutil orfebre. No fue otra la causa de su desamor respecto de la musa innominada y colectiva. Por eso nos parece crítica deslenguada e incivil la que hace Cejador de este yerro de don Juan. Conformes en el fondo con el ilustre comentarista de La Celestina, discrepamos en cuanto a la manera de exteriorizar su pensamiento.

Parecería lógico que don Juan, en las postrimerías de su vida longeva y al igual que otros críticos, cuyo disentimiento de las normas y gustos de la última generación literaria de ellos conocida se revela con el desvío, incluso la animosidad respecto de la misma, parecería lógico, decíamos, que nuestro autor hubiese visto mal las nuevas orientaciones del arte, y por tanto a sus figaras más representativas. No hubo tal cosa. La crítica de Valera acogió con lisonjas y ditirambos cuanto había de bueno en los libros de fines del XIX y principios de la actual centuria. No le faltó el optimismo, ni la benevolencia señoril en aquellos postreros momentos de su vida en que tanto habían de pesarle los años, la falta de luz en sus ojos y la pérdida -de todo rescate imposible- de seres muy queridos. En las colecciones de sus artículos de crítica literaria abunda el examen liberal y juicioso de muchos autores de hoy, consagrados por la fama o relegados a una aurea mediocritas. Salvador Rueda, Baroja, Cavestany, Palau, Danvila, Reyes, Icaza, Marquina, Benavente y otros, han movido la pluma de Valera, y en no pocos casos, en sentido elogioso. Quiere esto decir que no se enquistó, ni anquilosó -valga la metáfora- el espíritu de don Juan; que estuvo siempre atento a las nuevas creaciones de nuestro genio literario y que las juzgó de modo comprensivo, sobreponiéndose en muchos casos a la influencia de los principios, connaturales unas y adquiridos otros, a que se atuvo en todo instante en sus juicios y comentarios. Fue, pues, en los últimos años de su vida, un crítico acogedor y expansivo, una especie de Mecenas o Luis de Baviera, y que si no abría su escarcela a cada paso, por estar exhausta, prodigaba, en cambio, el precioso metal de sus alabanzas. Hay críticos que a cierta edad se hacen rijosos y gruñones; también los hay que para ser así no necesitan llegar a viejos. Don Juan fue en todo momento liberal, desprendido, no escatimó el aplauso; si pecó de algo, por exceso fue, no por defecto.

Otra faz muy interesante de la crítica de don Juan es aquella que se refiere a la interpretación y comentarios de nuestra literatura clásica. Como no es posible que examinemos uno por uno Y con la atención debida todos los trabajos que dedicó Valera a nuestros clásicos, nos limitaremos a exponer, entreverados de algunos juicios personales, los puntos más notables que abarcan sus comentarios al Quijote.

Dos importantes trabajos de Valera versan sobre nuestro libro inmortal. Uno corresponde a los primeros años de académico de la Española, y el otro fue también leído en ésta, y en acto memorable, días después de ocurrir el óbito de don Juan113. El Quijote, como todas las grandes obras, ha sugerido multitud de opiniones, favorables y admirativas las más, y adversas, en parte, las menos. Quiénes se han detenido a espigar el léxico y la mejor o peor gramática de Cervantes, y han visto semejanzas entre ciertos pormenores pueriles de la famosa novela y otros, no menos insignificantes, de los libros de caballerías; quiénes descubren el sentido esotérico del Quijote y sostienen, entre otros absurdos, que los tres vestidos de Vicente de la Roca representan el misterio de la Trinidad o, haciendo de esta obra complicado acertijo, afirman que el licenciado Alonso Pérez de Alcobendas es, en anagrama, Blanco de Paz, y Sancho Panza, fray Luis de Aliaga; ora se supone que el Quijote es una sátira despiadada contra Carlos V o Felipe II; ya se da por hecho que Cervantes se burló del Santo Oficio, de los clérigos, de San Jorge y de Santiago, nuestro patrón, cuando ve en estos últimos ciertas virtudes caballerescas.

Contra estos extravíos de la crítica se alza Valera, aniquilando con su buen sentido y sin tener para ello que torturarse el entendimiento, toda esta serie de desatinos y mentecateces. El Quijote a juicio de don Juan, es una parodia de los libros de caballerías. Pero considerada la parodia, en su sentido más profundo. Generalmente, el objeto de la parodia, si el autor de ella es altísimo poeta, se presenta a sus ojos como un ideal hermoso que le cautiva y subyuga, y que arrebata incluso su entendimiento, mar de cuyo ideal, por anacrónico o por ilógico, se siente divorciado. Que éste os el caso de Cervantes lo demuestra el hecho de que, en el Quijote, el espíritu caballeresco antes resultó confirmado que negado. Cervantes se propuso concluir con él, pero «la inspiración inconsciente» del genial novelista se sobrepuso a su facultad discursiva, y la burla se circunscribió a cuanto hay de amanerado, extravagante y vicioso en los libros de caballerías, salvándose, en cambio, el sentir caballeresco, la sana hidalguía, el amor súbito y constante de los héroes de esta literatura. Pierde el tiempo quien vea otra cosa en la inmortal novela. Cervantes no pretendió menoscabar ni el ideal político de la España de entonces, ni el sentimiento religioso, ni la fama de tal o cual rey. Menos aún burlarse del espíritu español en lo que tiene de ambicioso y ecuménico. Las tristes andanzas del primer novelista del mundo, los desdenes de la fortuna, que tan esquiva le fue, nada o poca cosa influyeron en el plan y desarrollo del maravilloso libro. Se equivocan de medio a medio los que le atribuyen un sentido tétrico y pesimista. Cervantes cerró los ojos a lo feo y los tuvo bien abiertos para contemplar la hermosura de todo lo que es noble y bueno. Don Quijote, despojado de su «graciosa locura», es un caballero en quien concurren las prendas más altas y estimables: moral sin tacha, claro entendimiento, trato urbano y gentil. Sancho no es, como se pretende por algunos críticos, la antítesis de Alonso Quijano, sino su complemento. El prurito filosófico de los escritores de hoy presenta a estas dos figuras con un sentido simbólico que no les dio Cervantes. Se ha intentado ver en el Quijote el antipodismo de lo ideal y de lo real. El poderoso incremento de la filosofía en el siglo XIX arrastró a la crítica a establecer afirmaciones y corolarios que, si son buena prueba del agudo y perspicaz sentido de pensadores y comentaristas, están bien lejos de la verdadera significación del Quijote, si nos atenemos al propósito del autor. Era éste hombre de escasas letras, como se desprende de sus yerros y distracciones, de las faltas gramaticales que comete y de las citas equivocadas. Cuanto escribió fue fruto de su inspiración semidivina, de la intuición súbita de su alma, hermana gemela, salvada la distancia y modo, de aquellos grandes poetas de la literatura clásica, que obraban instintivamente, arrebatados por una inspiración inconsciente e irreflexiva. Don Quijote es, de su época, el arquetipo del hidalgo español, y Sancho, el rústico ideal. El carácter egoísta y rencoroso de nuestro tiempo propende a complicar todas las cosas, a ver mala intención y torcidos propósitos donde sólo hay buena fe y un poco de chiste. Si descubrimos en una obra cierto sentido chancero y satírico, la chanza es sangrienta y la sátira venenosa como picadura de áspid. Que el objeto de un autor enamorado del arte e infatigable perseguidor de la belleza es distraernos y emocionarnos, no faltará quien porfíe que su intención es la de probar esta o aquella tesis y conseguir, bajo el disfraz de novelista, fama de filósofo, pedagogo o de hombre de ciencia. El Quijote fue un libro ameno y hermoso, sin filosofías ni logogrifos, que no estaban en el espíritu sencillo y poético del que lo escribió. Cervantes no dio forma humana y tangible en Sancho a las ordinarieces e impurezas de la realidad. Bastará recordar que Don Quijote le llama «Sancho bueno, Sancho discreto, Sancho cristiano y Sancho sincero». Hay tal rectitud en su juicio, tal buena fe y mansedumbre en su simpática persona, tal inocencia en su malicia y discreción en sus resoluciones cuando gobernaba la ínsula, y por último, tanta sencillez y naturalidad en sus sentencias y actitudes, que sólo un sentido común malquisto con la razón puede atribuir a Cervantes la idea de encerrar en la ingenua figura de Sancho cuanto hay de grosero, vulgar y odioso en la vida. Siempre brilló el buen sentido de Valera en todos sus trabajos filosóficos o literarios; pero en estos dos bellísimos discursos académicos de que venimos tratando, se pone más de realce el tino con que interpreta y apostilla la genial novela.

Sólo a título de meticulosos citaremos, como de pasada y refilón, algunas impropiedades, descuidos y contradicciones de don Juan.

Incluye don Juan, equivocadamente, a Copérnico entre los sabios y hombres de ciencia del siglo XVII (Obras Completas, tomo I, página 61) y da por hecho, cuando la crítica sabia no ha dicho aún sobre este punto la última palabra, que el Abencerraje es de Villegas (Obras Completas, tomo XXVI, página 8); La tía fingida, de Cervantes (Obras Completas, tomo I, página 107), y el poema Alexandre, de Lorenzo de Segura (Obras Completas, tomo I, página 73), si bien lo más probable es que el tal Lorenzo de Segura fuese un mero copista, como lo fue Per Abbat del Poema del Cid y el Turoldo, de Roland.

En el volumen XXXVI de sus Obras Completas, página 61, trastrueca el sentido de cierta atrevida ocurrencia de Voltaire y dice tomarla de El hombre de los cincuenta ducados, apareciendo por el contrario en el Micromegas, con alcance diametralmente distinto del que le asigna nuestro autor.

Existe una contradicción evidente entre lo que afirma Valera sobre el Santo Oficio (Obras Completas, tomo I, página 105, y tomo XXXV, página 15) y la tesis que sostuvo en su réplica al discurso de recepción de Núñez de Arce en la Academia Española (Obras Completas, tomo XXXV, páginas 267-305). Circunstancia que viene a corroborar nuestra idea de que don Juan era muy propenso, por el prurito de discutir, a variar de parecer con tal de invalidar y destruir el del contrario. Esta inclinación es muy frecuente en las personas que están seguras de sus armas y aptitudes polémicas.

Y por último -pues no es nuestro propósito traer estas distracciones a la colada, sino probar la atención con que hemos leído las obras de Valera- pone éste (Obras Completas, tomo XVI, páginas 19 y 20) en labios del personaje Francisco de Cuéllar una afortunada frase de Santa Teresa; pero lo más probable es que la santa no hubiese pronunciado aún, en los años en que se desarrolla la acción dramática, tales palabras. Desde luego podemos asegurar que no se habían escrito. Las obras de Teresa de Jesús, que no se publicaron por primera vez hasta 1588, no habían sido escritas en 1542, en que se supone ocurre la fábula. Además, ni las costumbres de Cuéllar, ni los lugares que de ordinario visitaba, abonan la creencia de que la aludida frase, de estar ya dicha por la Santa y de andar de boca en boca, como golosina que era muy preciada, fuese de aquél conocida. Estos descuidillos, muy frecuentes en nuestro teatro clásico, son menos disculpables en un crítico de la altura de don Juan.

Aunque parezca insondable la mente de Valera y sin término conocido su saber, si el que le lea, lee como nosotros sus obras de cabo a rabo y sin entreverar la lectura con la de otros libros, hallará innumerables reincidencias de pensamiento, instintiva propensión por determinadas citas y repetidos recursos dialécticos. Esta experiencia nos impulsa a aconsejar, respecto de todo escritor fecundo, prolífico, que se le lea con altos e interrupciones, alternando la lectura con la de otras obras, pues pienso de esto lo mismo que de los hombres célebres con relación a sus ayudas de cámara. Si aquí es la familiaridad lo que resta esplendor y brillo a la fama de aquéllos, en la lectura, de corrido, de un autor, es la permanencia del contacto con él, la razón de que descubramos los defectos mentados, que en fin de cuentas, nada deslucen ni menguan el resplandor de su gloria, pero sí dejan en nuestro espíritu como la sombra, casi imperceptible, de una pequeña desilusión.




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Capítulo V

El teatro, el periódico y el cuento



I

La poesía y el teatro fueron las primeras tentaciones del ilustre egabrense. El ser poeta en aquellos días de fiebre romántica daba a la persona cierto realce y brillantez, difíciles de lograr por otro lado. Las profesiones liberales eran escasas y producían exiguos rendimientos. Para hacerse notar, e incluso para encaramarse al pináculo de la fama, zahareña y esquiva a nuestras solicitudes, no había más que dos caminos: la política o la literatura, en sus principales modalidades, es decir, la poesía y el teatro. Tampoco estos gloriosos oficios o actividades del espíritu proporcionaban la holgura y bienestar a que aspira el hombre por modesto y sencillo que sea. Daban en todo caso, y con manifiesta parvedad, días de gloria que, como no es materia sonante y contante, en poco se estimaba. En El Parnasillo de la calle del Príncipe se reunía la flor y nata de nuestras letras, «desde Ferrer del Río hasta don Eusebio Asquerino». Era lo que hoy, en lenguaje despectivo, se llamaría un cafetín. Angosta sala sin pretensiones en el mobiliario ni en el decorado, tétrica durante el día e iluminada desde el atardecer por una lámpara de candilones. En este sombrío habitáculo se discutía lo humano y lo divino, lanzábanse epigramas que eran dardos venenosos; la envidia, el mal humor, el pesimismo escéptico y la blasfemia de la herejía y de la incredulidad encontraban fácil asiento entre sus cuatro paredes. Al Liceo no solía ir nuestra high life, por considerarlo punto de reunión de lo más bajo y plebeyo de la sociedad madrileña. Se bailaba y discreteaba de lo lindo en casa de Montijo, Frías y Pérez Seoane. Y como a don Juan, muy mozo a la sazón y poco contagiado de la tristeza y misantropía imperantes, gustábale sacar de las cosas el mayor partido, divertíase y aprovechábase de todo, claro es que haciendo los equilibrios y combinaciones a que se veía obligado por la situación bastante crítica de su casa. Había, pues, que salir a todo trance de aquella especie de marasmo espiritual en que estaba sumido, lanzarse a la conquista de algo, fama o dinero, y a ser posible ambas cosas, que entonces es, precisamente, cuando nos tenemos por dichosos y afortunados. La poesía, ni aun en lo más alto del Parnaso, donde se hallarán sin duda los elegidos de Apolo y de las Musas, proporcionaba bienes materiales; en cambio, el teatro, debido a la protección del conde de San Luis, que se había dado maña a arrancar a los autores dramáticos, de las garras de las empresas y de las compañías, daba algo, aunque, si bien se mira, una miseria. Pero las tentativas dramáticas de Valera redujéronse a poca cosa; al propósito de escribir, en colaboración con Baralt, un drama, cuyo héroe sería don Juan I de Aragón, que, a juicio de nuestro autor, era «una especie de Sardanápalo de buena ley». Consultáronse pormenores sobre el asunto en la Biblioteca Nacional. Mas lo cierto es que la idea quedó sin realizarse y que tendremos que esperar un buen puñado de años para que resuciten aquellas pretensiones dramáticas.

Es en 1878 cuando despierta su afición de nuevo. Procuraba Valera hacerse autor popular, bien porque desconocido del gran público buscase el estímulo y halago de sus aplausos, bien por conseguir compensación pecuniaria a sus actividades artísticas, tan pobremente remuneradoras hasta entonces. Ganada su voluntad de esta idea aventurose a escribir una zarzuela titulada Lo mejor del tesoro114, y cuyo argumento está tomado de Las mil y una noches. Pensó Valera muy satisfecho que el fácil parto de su ingenio reunía cuanto era de apetecer en esta índole de creaciones: sal ática, versificación elegante y espontánea y algunos ribetes de jocosa ironía. Deseoso de confirmar en opinión de los demás los méritos que creía advertir en la zarzuela, sometiola al dictamen de aquellas personas115 que por su pericia y autoridad en la materia podían emitir su parecer sin equivocarse; mas fue éste adverso. Ni en la obra había chiste, y si lo había, tan oculto y recóndito, que sería menester desenterrarlo y sacarlo a luz, como hiciera don Nicolás Díaz de Benjumea con el sentido esotérico y misterioso del Quijote, ni los primores que don Juan atribuía a su zarzuela existían fuera de la imaginación del autor. Además, el montar la obra, como ahora se dice, habría costado varios miles de duros, y no era cosa de lanzarse a ello, tenidos en cuenta los reparos y tildes que los peritos en el arte escénico habían formulado.

Graciosísima y desenfadada es la explicación que Valera da de todo esto en la dedicatoria de sus obras teatrales a la marquesa de Heredia116.

De igual época son La venganza de Atahualpa y Asclepigenia. Si no supiésemos hasta la saciedad, dada la reiteración con que nos lo ha dicho Valera, lo enemigo que fue de apartar al arte de sus propios fines, veríamos en la primera de las obras citadas el propósito de condenar la irreflexiva y antipolítica resolución de Pizarro respecto del inca Atahualpa. Mas como don Juan arremetió inexorable, en cuantas ocasiones se le presentaron, contra los que consideran que el teatro es escuela de moral, hemos de pensar tan sólo que Valera se propuso, por medio de una fábula dramática bien ideada y pulcramente escrita, llevar al terreno del arte aquel dicho de Gomara que encabeza la lectura del drama, sobre el fin expiatorio sufrido por cuantos tomaron parte en la muerte del famoso indio.

De Asclepigenia ya hemos dicho cuanto convenía a nuestro objeto al tratar del humanismo de Valera. Más que una tentativa dramática es un primoroso diálogo de filosofía erótica. Como cierto biógrafo de don Juan afirma, que el diálogo está «cargado de transparentes alusiones madrileñas»117, quisiéramos formular unos reparos a dicha manifestación, mas sin pretensiones de haber resuelto este punto, en mi sentir, algo confuso.

Debió de fundarse el aludido biógrafo en estas palabras de Valera: «... en Asclepigenia hay mucho de alusivo que le da un interés de actualidad». Pero si seguimos leyendo notaremos que la actualidad a que alude don Juan tiene un alcance exclusivamente filosófico. Más adelante afirma nuestro autor que en Asclepigenia todos los personajes son históricos, excepto Eumorfo y Crematurgo, y que ha puesto grande cuidado en conservar el carácter con que en la historia aparecen. De ninguna de estas afirmaciones ha de inferirse, a mi ver, que el lindo diálogo que nos ocupa contenga transparentes alusiones madrileñas. Ni el padre Blanco García, ni Gómez de Baquero han advertido estas alusiones. ¿No es natural que siendo el primero de estos críticos coetáneo de Valera hubiese descubierto, de existir, ese alcance alusivo, cuando habría que suponerle perfectamente enterado de la vida y milagros de la sociedad madrileña en aquellos días? Por otra parte, don Juan, desde el momento que combatía con singular denuedo a los eruditos que, a fuerza de zahoríes descubrían en algunas obras del pasado un sentido oculto y jeroglífico, habrá que suponerle refractario a escribir obras de clave.

Haya o no tales alusiones, ningún valor darían al diálogo, cuyo mérito principal y único está en el estilo y en las ideas. Que este o aquel personaje sean representaciones, más o menos exactas, de otros de verdad; que determinados tipos de las novelas de Valera, como insinúa el señor Juderías, hayan existido en Cabra, Doña Mencía o Baena -todavía existe en Doña Mencía una Juanita la Larga, nieta o bisnieta de la protagonista de la novela de este mismo nombre-, en nada aumenta el arte de sus creaciones, que no tienen otro mérito que el que les da el autor al concebirlas y desarrollarlas. Verdaderos y no fingidos, ni disfrazados o disimulados siquiera, son el Carlos V y el Juan de Austria, de Zapata y Juan Rufo, respectivamente, y por falta de briosa inspiración y espíritu creador en sus cantores aparecen desgalichados y confusos.

El prurito filosófico de Valera y su conformidad con la vida muévenle a burlarse de la sombría y absurda concepción que del universo se forjó Schopenhauer, y de otras teorías, como el espiritismo, muy en boga a la sazón.

Gopa (1880) es un diálogo filosófico en el que don Juan se ríe, sin hiel ni prejuicio alguno, de la simpleza del príncipe Sidarta (Budha), cuando renuncia a su adorable mujer y a la vida hermosa y esplendente que le rodea. Enamorado Valera del mundo y de sus hechizos y encantos; consecuente con su naturaleza optimista y jocunda, búrlase, de muy lindo modo, de los filósofos que, al cabo de tantas conquistas y sucesos de universal memoria, se retrotraen a las doctrinas brahmánicas y presienten en el aniquilamiento de la humanidad -digna de mejor suerte, sobre todo si hemos de tener nuestro tránsito por esta vida como camino de prueba y perfección para alcanzar la celestial bienaventuranza- el anhelado término de nuestro destino y la compensación de cuantos dolores acibararon y abatieron nuestro espíritu118.

Compuso don Juan, además, el monólogo Los telefonemas de Manolita (1896); el comprimido dramático Estragos de amor y celos (1898), escrito con arreglo a ciertas condiciones impuestas por uno de sus intérpretes y representado en el teatro improvisado al efecto en casa de don Fernando Bauer, y Amor puesto a prueba (1903), linda comedia de trama y corte clásicos.

El mismo don Juan reconoce su falta de aptitud para cultivar con éxito el presente género. Carece de la fuerza sugestiva y cautivadora de los autores dramáticos, de la fantasía constructiva y de la facultad de concretar los sentimientos e ideas que han de atribuirse en la farsa a los que en ella intervienen. Comprendió, sin duda, las magnas dificultades de que está erizado el arte escénico, cuando no se propuso cosa de mayor empeño que las obritas que acabamos de enumerar, las cuales son a mi ver entretenidos quehaceres en que se ocupó, gustosa y propicia, la mente de don Juan, de suyo inquieta.




II

Si el título de periodista corresponde a todo el que con cierta regularidad escribe en los periódicos, nadie tendrá más derecho que don Juan a ostentarlo. Sus trabajos literarios aparecieron primeramente, en su mayoría, en periódicos y revistas. Tengo yo, sin embargo, una idea más restringida del presente oficio. El periódico se distingue por su labor anónima. Ni el llamado artículo de fondo o editorial, ni las informaciones y reseñas, ni las gacetillas y sueltos sobre tal o cual acontecimiento, llevan la firma del autor. Aquello que es, como si dijéramos, la médula de su ideología, el testimonio permanente y específico de su orientación, circula y se diluye por el periódico sin que aparezca, aunque se suponga, el nombre de quien, de modo directo o a través de redactores íntimamente identificados con él, da vida propia y carácter distintivo y peculiar a la publicación. Las firmas vienen después como valiosa añadidura, como arrequive o adorno. Pero estos colaboradores que prestan singular atractivo a la hoja impresa, en mi sentir tienen más de literatos que de periodistas. Escasamente intervienen en aquella labor interna y caracterizante que proporciona vida substancial al periódico. Tratan las cuestiones de un modo científico y dogmático o comentan con frívolo desenfado el último suceso político; fantasean lo que les viene en gana y aspiran más o menos a la supervivencia, a la posteridad, por cuanto recogen en elegante volumen los artículos dados a luz en la prensa. En cambio, el verdadero periodista es un mártir de su oficio, renuncia a la inmortalidad e incluso a un modestísimo sobrevivirse. Su trabajo es oscuro y deslucido, porque, como Trofonio, se entierra y esconde. De una efímera duración cuanto sale de los puntos de su pluma, por bien cortada y discreta que sea. Son los trabajadores de la gloria ajena. Con su benevolencia cimentan la nombradía de los demás. Contribuyen a aupar a osados zarramplines, que encuentran en su misma ingravidez cierta facilidad para encumbrarse. Claro que no siempre aúpan y jalean, pues el periódico es poderosa, temible arma de dos filos. Hay ocasiones en que no es miel, sino veneno, lo que corre por sus venas. La admiración del público respecto de la verdadera labor periodística no halla objeto personal a que dirigirse. Se me podrá argüir que Burell fue periodista y académico. Efectivamente. Pero ya se ha dicho por alguien, y si no se ha dicho lo diremos nosotros, que Burell hacía la misma falta en la Academia Española que Jesús en Fornos.

Establecido este punto de vista, las anónimas actividades periodísticas de Valera poco o nada han de influir en la valoración de sus méritos. La irresistible atracción que la prensa ejercía sobre don Juan queda probada con decir que no contaría éste quince años cuando dio sus primicias de poeta a El Guadalorce, de Málaga, y trasladado a Granada para seguir los estudios de Leyes, colaboró en El Pasatiempo, La Distracción y La Alhambra. En estos años de furor romántico, Valera no sabe por qué camino decidirse. Tiéntale, de una parte, la actualidad literaria, representada por escritores y poetas que habían conseguido grande celebridad, pero de otro lado le retiene su sentido clásico del arte. De todas maneras, y pese a esta inclinación ingénita al clasicismo y a los héroes paganos, bullían en su mente las ideas e inquietudes en que tan pródigos fueron los poetas románticos. Desesperábase y prorrumpía en quejas y lamentaciones como cualquiera autor de la época. En los versos de aquellos días, según propia confesión, hay «pájaros de mal agüero, brujas y bultos con negro capuz». El buen gusto y el sentido común sobrepusiéronse a esta floración romántica, y los estudios clásicos, bien dirigidos por los canónigos don Baltasar Lirola y don Juan Cueto, despertaron su sensibilidad y la encaminaron a gustar más finos y delicados manjares.

Pero en estas tentativas literarias a que le empuja una vocación tornadiza, es el escritor o el poeta y no el periodista el que comienza a perfilarse. Verdaderamente, su periodismo, tal como nosotros lo entendemos, aparece de modo esporádico y con trazos poco vigorosos. En 1859, y con la ayuda de Alarcón, que abandonó el puesto en seguida por marchar a la guerra de África, Maldonado y Macanaz y Santos , Álvarez, dio a luz La Malva, que lo hacía solo por fas o por nefas, ya que los otros dos colaboradores andaban solicitados por apremiantes ocupaciones ajenas al oficio de periodista o ganados de la desidia. En las páginas de este «periodiquín», como él lo llamaba, arremetió, en burla, contra la filosofía krausista, en artículos titulados El Dios Yo, La carta de Roque a Petra y otros .

Al año siguiente de aparecer La Malva escribió con Antonio María Segovia El Cócora, donde con el pseudónimo de El Rancio reanudó sus chanzas respecto de la filosofía alemana. Entró a formar parte de la redacción de El Contemporáneo al iniciar, también por esta fecha, su vida de político activo, y dirigió El Progreso en 1865. La labor anónima por él llevada a cabo en estos periódicos fue difusa y accidental.

Los artículos de colaboración escasamente remediaban los apuros económicos de don Juan. En un país tan pobre como el nuestro, la literatura, cualquiera que sea el vehículo que adopte para llegar al público, ha de estar por fuerza mal retribuida. La Ilustración Española y Americana debía de ser de los pocos periódicos que pagaban con cierta liberalidad a sus colaboradores. Sin embargo, firmas tan prestigiosas como la de Castelar y la de Cañete no recibían más de veinte duros por cada trabajo. Y si se trataba de composiciones líricas, acogíanse al criterio, bastante cómodo, de que una poesía de este género o carece de valor en absoluto o no tiene precio, con lo cual resultaba gratis la colaboración en verso, de no tratarse de algún cuento o romance de regular extensión. Infiérese de aquí que don Juan no percibía la más mínima retribución pecuniaria por sus poesías líricas, y que sólo las narrativas o la prosa era pagada por el Señor De Carlos a veinte duros, como queda dicho.

También es extraño que los artículos que Valera escribía en la plenitud de su renombre literario durmiesen el sueño de los justos en la redacción del periódico o revista a que se destinaban, y que hubiera que recordar al director de la publicación el envío. Pero así sucedía, según refiere el ilustre humanista en sus cartas a Menéndez y Pelayo.

Sirva de consuelo este hecho a tanto aprendiz de literato, impaciente de no ver aparecer el fruto de su ingenio en letras de molde.

La publicación de El Centenario, encomendada a don Juan, ya en el declive de su vida y con motivo de celebrarse el cuarto centenario del descubrimiento de América, costó a Valera, no sólo contrariedades y disgustos de orden moral, sino buenas pesetas de su propio bolsillo ya que la subvención del Estado -la revista tenía cierto carácter oficial- y los ingresos de la misma no llegaron a cubrir gastos. De aquí que nuestro glorioso escritor tomase aborrecimiento a las cosas de América, como declara con notable desenfado en sus epístolas al conde de las Navas, por las que sabemos también cómo terminaron las amistosas relaciones de don Juan y un eximio compañero de humanidades, santanderino por más señas, con quien había sostenido copiosa correspondencia.

Valera no fue nunca un escritor sintético y preciso, enamorado de la concisión. Para ser periodista le sobraba lastre erudito. Nadie como don Juan tan propenso a dilatarse en sus artículos. Era un escritor de revistas, donde siempre hay más holgado sitio para explayarse. En la prensa diaria se siente cohibido e incómodo. Su profundo saber no le dejaba constreñirse en sus trabajos, que, dadas sus proporciones habituales, desentonarían del ritmo y de la medida que convienen al periódico. Valera lo reconocía así, cuando es muy frecuente que se disculpe de la largueza y prolijidad de su pluma. «Sentimos dilatarnos demasiado en estos artículos -dice en su réplica a El Pensamiento español-, que alguien calificará de impertinentes e impropios de un diario»119. Discrepaba abiertamente de los que tiran a ser sucintos y lapidarios. La abundancia de ideas y la vasta cultura que poseía obligábanle a extenderse en la exposición de sus juicios y apreciaciones. Si alguien sostiene120 en las postrimerías del siglo XIX que las lecturas deben tender a la brevedad porque así lo requiere la época, redargüirá que en estos días ha aumentado el saber enormemente y de igual modo el deseo de saber, y acudirá al testimonio irrecusable de buen número de escritores que se prolijean y dilatan en sus escritos. Nunca estará justificado el poner tasa a la pluma si hay que decir algo de nervio y substancia, y mucho menos en una época en que el caudal ideológico y erudito, acrecentado con las aportaciones de la ciencia moderna, más que un estuario tiene todo el aspecto de un mar inmenso.

Deduzco yo de aquí que Valera fue la antítesis del periodista; que no había en su idiosincrasia de escritor nada que se adecuase y conformase con el modus operandi de aquél y que le venía estrecha esta actividad, debido a su facundia y al tesoro fabuloso de sus conocimientos121.




III122

Se ha pretendido ver en don Juan, como cuentista, cierta semejanza con Voltaire y Swift. No será cosa fácil establecer puntualmente esta afinidad. Ni el escepticismo, amargo y sacrílego del autor de Micromegas, ni el carácter orgulloso y apasionado de Swift se avienen con la elegante incredulidad y el natural bondadoso y optimista, de Valera. Los cuentos de Voltaire tienen una intención aviesa y desilusionante, hieren nuestras creencias y repugnan a nuestra alma porque ponen en duda sus afectos más caros. Swift, con la flema propia de su país, en un estilo adusto y sencillo, indiferente a las inclinaciones propias del arte, es decir, a conmover, distraer y agradar, va a su objeto, proclama brutalmente las verdades que le apasionan o convienen, y sin inmutarse lo más mínimo, pasa de lo pueril a lo trascendental, como si en su sensibilidad apareciesen las ideas y las cosas medidas por el mismo rasero. Don Juan es un cuentista ameno, divertido, en el que las negaciones irreverentes de Voltaire se convierten en amable escepticismo, y la intención malévola en picardía, y el rencor y el orgullo de Swift, en bondad y candor. Más cerca está de Perrault y Grimm, por la propensión al arte quimérico e idealista, con sus príncipes, hechiceros, brujas y otros personajes fabulosos e imaginarios, aunque nada afín en el primitivo candor de estos cuentistas, ya que las narraciones de Valera son intencionadas y atrevidas.

Quizá sea en los cuentos donde don Juan muestra con más vigor y bizarría su espíritu poético. Aunque la tendencia descaradamente positivista de aquella época se compaginaba muy mal con las incursiones en el mundo soñador de la fantasía, Valera no quiso renunciar a las fábulas donde interviene lo maravilloso y sobrenatural. La ciencia con sus diarias conquistas había ahuyentado de la mente humana a esta muchedumbre de seres invisibles que pueblan el aire, el agua, los bosques y el oscuro seno de la tierra. El avispado espíritu de una sociedad corrompida y materialista no encontraba placer alguno en dichas ficciones poéticas con su estol de hechicerías, magia, encantamientos y extrañas metamorfosis. Pero Valera tenía en su alma un venero de poesía y a él acudió muchas veces, desoyendo los apremiantes requerimientos del espíritu de la época. Los héroes de sus narraciones son más idealistas que reales, están hechos de esa materia tan sutil que escapa a la comprobación de nuestros sentidos. Príncipes hechizados, como el de El pájaro verde (1860); muñequitas que, como la del cuento de este mismo nombre, poseen la virtud de trocar en oro lo que es ruin y maloliente desperdicio de su cuerpo; sabios como Parsondes (1859), de insondable sabiduría, que se convierten en unos vividores; árboles que tienen, por hojas, esmeraldas, y rubíes por fruta, y peces con las escamas de plata y de oro la cola.

No será difícil deducir de estos partos de la fantasía algunas enseñanzas. Aunque Valera no se propusiese probar nada ni en sus novelas ni en sus cuentos, porque devoto del arte no le atribuyó otros fines que los suyos propios -ut pictura poesis-, ¿cómo dejar de ver tal o cual moraleja, lección o filosofía? Parsondes, lo mismo que Pepita Jiménez, Asclepigenia y Gopa, proclama una doctrina a cuya práctica y realización propendía con mal disimulado ímpetu el alma de don Juan. La naturaleza epicúrea, optimista y pagana de nuestro autor tiene explosiones súbitas, que toman forma visible en estas obras de entretenimiento. El triunfo de la vida, la conformidad del espíritu con las cosas que le rodean y solicitan, eso es, hecho realidad objetiva, el arte de Valera.

Remontó don Juan la corriente del naturalismo y la curiosidad de su espíritu le empujó hacia el nirvana, plácido y nemoroso, como bosque de corpulentos cedros que nos embriagaran con su aroma y nos adormecieran con el acompasado murmullo de las ramas... De su inclinación a gustar voluptuosamente los arcanos de la filosofía oriental tenemos más de un testimonio, ya sea en la crítica con El budhismo esotérico (1887), ya en la novela con Morsamor, cuando no en los cuentos, como La buena fama y Garuda o la cigüeña blanca.

En la primera de estas dos lindas narraciones interviene lo maravilloso. Es una historieta que dice don Juan haber oído de los labios del vulgo y que él hermosea con las mejores prendas de nuestra habla ejemplar y refiere de modo en que entran por igual el candor y la malicia. A pesar de lo sencilla que es la fábula, hay episodios e incidentes que nos atraen y encantan. Calitea supera, a mi juicio, a cualquier heroína de Andersen o Perrault, porque la idealidad en que aparece envuelta está entreverada de cierto hechizo real y picaresco, que no hallaremos nunca entre las brumas de la poesía nórdica, por ser aquél producto que sólo se da en la tierra del salero y de la guasa fina. Además, el elemento maravilloso que tercia en el relato tiene el mismo origen chungón, y aquellas parrafadas que tan por lo serio lanza el doctor ante la sonrisa incrédula de Calitea, contrastan graciosamente con el chiste de la narración en lo que a su desenlace toca.

No se queda atrás el segundo de los cuentos mentados, donde también interviene lo maravilloso o fantástico, con parecido e ingenioso fin, ya que aquel brahmán, nababo o príncipe indio que la soñadora Poldy se había forjado para joven esposo, resulta ser el mejor chamarilero de Viena, y judío por añadidura, si bien converso. Valera hace honor a su natural optimista y en vez de sucumbir ante el hecho fatal, idea una ingeniosa treta para que triunfe el amor y, de grata y apacible manera, termine el cuento.

No se puede discutir a don Juan su arte de narrador. Debido precisamente a esta maestría se le perdonan, de muy buena gana, sus defectos. Las derivaciones constantes a lo erudito, que en cualquiera otro escritor serían insufribles y nos parecerían pedantescas o, al menos, inadecuadas, en nuestro don Juan vienen a ser adorno y primor del cuento. Para mí el secreto de todo esto está en la simpatía que transpiran las obras poéticas de Valera. Falta en don Juan el sentimiento arrebatado y febril, el calor humano en que se templa e inflama, por último, nuestra mente. Ni lo patético ni lo sublime son elementos consubstanciales a su ingenio literario. Pero si no nos sentimos atraídos por la fuerza dramática, nos seduce lo sosegado y bello de la ficción, la elegancia y donaire del narrador, que procura divertirnos y regocijarnos y, sobre todo -como una cúpula que coronase la hermosa fábrica de su arte-, la salud del espíritu.





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