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Capítulo VI

El novelista



I. Antecedentes

Prolijo sería traer aquí para su contraste las opiniones sustentadas por la crítica acerca de las novelas de don Juan. Pero no quisiera omitir aquellas que, más dispares entre sí, nos dan una idea exacta y cabal de lo discutido que fue el autor de Pepita Jiménez como árbol de tales frutos. Quiénes ven en sus novelas un realismo y amor a la forma excesivamente exagerados; quiénes tienen por endeble y raquítico este realismo; ya se mide a Valera con el módulo de los grandes novelistas, haciéndole de la talla de Pereda y de Galdós, por cuanto se considera a aquél digno de figurar al lado de éstos; ya se le reprocha la variedad e inconsistencia de sus personajes. No estuvo, pues, de acuerdo la crítica al juzgar a don Juan como novelista.

El principal defecto que descubren sus comentadores, con sobrado rigor censorino, es la condición plástica o estatuaria de los personajes, a los cuales se les reprocha también que sean «discretos, elegantes y cultísimos» y que tengan «en los labios el idioma de los héroes y de los dioses»123.

Desde el punto de vista del realismo, tal como lo entendieron en el último tercio del siglo acaso resulte algo extraño ver a los personajes de Valera discurrir con tanto juicio, expresarse con tal corrección y donaire; puede que nos sorprendan sus agudezas sofísticas, sus silogismos o la ciencia infusa de que están dotados; pero es que don Juan no profesó nunca ese realismo que priva a los tipos novelescos de la palabra elegante y pulcra, de la discreción y de ciertas aficiones a la filosofía. Valera es lo que pudiéramos llamar un realista de guante blanco, que sólo se apoya en la realidad con la punta del pie, que para no caer, como él mismo dice, «en la servil, prosaica y vulgar representación de la vida humana», pinta las cosas «no como son, sino más bellas de lo que son, iluminándolas con luz que tenga cierto hechizo», y que está tan encariñado con los personajes de su invención, que les da todo cuanto tiene a mano: sus ideas, su cultura y su lenguaje.

Alguien ha dicho, y esto sí que es una gran verdad, que Valera es don Luis de Vargas, Pepita Jiménez, el doctor Faustino, doña Luz, el padre Enrique y el comendador Mendoza. Detrás de cada uno de éstos está don Juan. Es él el que habla, el que discurre sobre cuestiones de amor, de moral o de filosofía. No se contenta, pues, con imprimir a la fábula su donosura espiritual, su gracejo andaluz, la alegría cósmica que nace de su natural optimismo, no en la medida y generalidad que cree la crítica, dicho sea de paso, y el sentido epicúreo de la vida, al que no falta cierta levadura escéptica, sino que ha de hablar también por labios de sus personajes. Así y todo no me parece que éstos pierdan la autonomía que corresponde a todo ser creado.

¡Cuántos tipos de novela que alardean de carácter propio y original no son sino calcos, peor o mejor hechos, de otros verdaderamente ejemplares! La protagonista de El primo Basilio, de Eca de Queiroz, ¿qué es sino una caricatura, casi, de madame Bobary? Y el marqués de Bradomín, ¿no parece un frustrado Casanova? Sin embargo, andan por ahí sin que la crítica, de un modo colectivo, les pida la cédula de identidad. Don Juan, en cambio, creó tipos más o menos trascendentales y vigorosos; pero no se permitió transfusiones de sangre. Pepita Jiménez, que yo sepa, no tiene antecedente alguno en la literatura occidental, pues aun cuando cierto crítico124 ha pretendido ver una afinidad entre esta novela y Volupté, de Sainte-Beuve, es tan vago el parecido, que sería injusto pensar que Valera tuvo en cuenta aquella obra al escribir la suya.

No diré yo que el afán analítico, eso que ahora se llama, con un término robado a la cirugía, disección espiritual de los personajes, no sea el mismo en Valera que en Sainte-Beuve. Pero si limitamos el parentesco literario de ambos escritores a esto sólo, también pudo Stendhal y otros novelistas psicológicos influir en Pepita Jiménez. Además, Sainte-Beuve, como la mayoría de los escritores franceses, no supo sustraerse al deseo de moralizar en sus novelas. ¿Qué moraleja, en cambio, se deduce de Pepita Jiménez, si no es el triunfo del amor y de la vida, simbolizado en la irresistible atracción de la viuda y en el fracaso de un misticismo, que por ser contrahecho y débil no era susceptible de otro desenlace? Únase a esto la distancia que media del romanticismo plúmbeo y lacrimoso del autor de los Retratos de mujeres al ático donaire y la gentil desenvoltura de don Juan, y veremos esfumarse la pretendida analogía de ambos escritores.

El Doctor Faustino, aunque hermano menor, según declara el mismo don Juan, del Doctor Fausto, está arrancado de la cantera del siglo XIX; es un hijo de aquella época escéptica, sensual y materialista. No hubo, pues, más que echarse a la calle para encontrarle. ¿Que Valera no es un novelista genial? De acuerdo. Mas si a todos nuestros noveladores les exigiéramos tan alta categoría, yo me quedaría sólo con Cervantes, que concibió su obra inmortal entre relámpagos de intuición maravillosa.

Nadie que tenga ojos en la cara puede negar a don Juan sus dotes de novelista. El arte de narrar, los primores de estilo, la gentileza y discreción de sus héroes, la tendencia al análisis psicológico y hasta el intento nunca frustrado de distraer al lector con una fábula amena e interesante. Bastará leer Pepita Jiménez para convencernos.




II. «Pepita Jiménez»125

Surgió el asunto de esta novela en la mente de don Juan del modo más peregrino. Las acusaciones lanzadas por el partido clerical contra Sanz del Río, como introductor del krausismo en España, decidieron a don Juan a salir en defensa de este señor y de cuantos comulgaban en el mismo credo filosófico. Empeñábase Valera en demostrar que si el sabio catedrático y sus discípulos eran panteístas, nuestros filósofos místicos de los siglos XVI y XVII lo eran también. A este respecto hubo de dedicarse, durante algún tiempo, a la lectura y estudio de cuanto libro español, devoto, ascético y místico, vino a sus manos126. Del contacto con tal clase de literatura, surgieron el seminarista don Luis de Vargas y la cautivadora Pepita Jiménez.

Esta incursión en el campo de los ascetas y místicos ¿podía dejar profunda huella en quien, como el autor de Parsondes y Gopa, estaba más cerca de Epicuro que de San Juan de la Cruz? Si el Cantar de los Cantares, cuya alegoría o simbolismo significan, según nuestros teólogos, las nupcias de la Iglesia y de Jesucristo, no era para don Juan sino un coloquio erótico, en que los amantes se dicen toda suerte de dulces y expresivos requiebros127, no creemos que la lectura de nuestros místicos y ascetas le hiciese abjurar de sus principios, ni que rectificase, en lo más mínimo, su naturaleza literaria. Enamorado don Juan de la forma, como artista educado en las letras clásicas, tomó de los místicos el ropaje e infundió en Pepita, como veremos después, el alma de Cloe, y moldeó la figura del incauto seminarista don Luis de Vargas como si hubiera tenido delante de los ojos al protagonista de las Pastorales. A esto se redujo su misticismo.

A nadie le cogerá de sorpresa que aquel don Luis que, a los comienzos de la narración, pinta con tanto detalle a Pepita por dentro y por fuera; que compara sus ojos con los de Circe, disculpa, con el ejemplo de Santa Teresa, el esmero que pone en el adorno y atavío de su persona, y dice de sus manos que son «casi diáfanas como el alabastro», ahorque los hábitos, pese a todos los razonamientos ascéticos y protestas de amor a Dios con que se hurta a la habilidad discursiva de la viuda, a las flechas que, con la puntería de un consumado arquero, le dispara ésta en el curso de la entrevista, cuando, haciendo como que abandona el campo, se lleva tras sí, prendido del perchel de sus alicientes espirituales y físicos, al inexperto seminarista.

Cierto que la fábula carece de aventuras y complicaciones, que el diálogo se administra con alguna tacañería, y que está ausente del libro la nota patética y sublime que da subido valor a otras producciones de este género; mas condiciones son éstas que no se echan de menos en el curso de la lectura, puesto que hay un tema grave y trascendental, vestido de una prosa elegante y bella, que satisface al gusto más depurado.

Como por los días que salió a luz esta obra se cultivaba el arte docente, diéronse a pensar los críticos qué tesis o tendencia al menos se desprendía de la lectura de Pepita Jiménez. Si éstos veían en la novela como una enseñanza de los resultados que producen las vocaciones de mentirijillas y la imperfecta beatitud, a aquéllos les parecía la apoteosis de la sensualidad y del materialismo, frente a la práctica de la virtud ascética.

Este alambicar de los críticos persiste aún, no obstante haber confesado Valera que al escribir Pepita Jiménez, no tuvo otro propósito que el hacer una obra de entretenimiento. A mi modesto juicio, Pepita Jiménez, mutatis mutandis, reproduce el cuento o novela corta atribuida, a Longo.

Don Luis de Vargas es un místico en la forma, en el lenguaje, y un pagano, más o menos velado, en el fondo, en lo íntimo de su espíritu. Valera al escribir Pepita Jiménez, tomó de sí mismo lo más mudable, eventual y transitorio: su fervor por las lecturas místicas y su sentido epicúreo de la vida, su paganismo, que era en él lo inmutable y perenne. De aquí la tenuidad de la vocación de don Luis. Porque el candoroso seminarista, por mucho que se empeñe en disimularlo, es un pagano, si no de modo deliberado y reflexivo, de manera inconsciente e instintiva. Ahí están el entusiasmo que pone en el examen y pintura de Pepita, los elogios que hace de su belleza, las razones con que disculpa el acicalamiento de la viuda, y el esmero, más idolátrico que cristiano, que muestra al describirnos la naturaleza, como prueba al canto. Pero es tal el arte del narrador, los primores de lenguaje, tan sutiles y etéreos los pensamientos que se cruzan entre don Luis y Pepita, que apuramos la lectura de la obra sin caer en la cuenta de sus defectos.

Con ser Pepita Jiménez la menos autobiográfica de sus novelas, ¿quién que conozca a su autor, aunque sea muy superficialmente, no ve en esta obra la traducción, por decirlo así, fidelísima de su vida, gustos e ideas? El concepto optimista que del mundo se forjó don Juan, toma en Pepita Jiménez forma corpórea y sensible. Para Valera el mundo está muy bien organizado, pues, como él mismo asegura, «hasta sus defectos son perfecciones si se atiende al enlace y trabazón con que van encaminados y convienen a la universal armonía». Esta sana y risueña noción del universo, cuando sale de la esfera de las cosas abstractas y se materializa, engendra a la viuda y al pacato seminarista, para concluir inmolando a éste, como víctima propiciatoria, en el altar de Venus. Natural y súbita explosión de los sentidos, aunque constreñida, adecentada y hermoseada por virtud del arte, que acude, comprensivo y presuroso, a desvanecer de la pasión su triunfante estallido.

Pepita Jiménez es, pues, la victoria de la vida del amor. Un amor que, aun sublimado intelectualmente, no puede disimular su origen erótico. Nuestro novelista, entre Beatriz y Friné, preferiría esta última; entre la condesa de Gelves y Thäis, optaría, a ojos cerrados, por la cortesana de Alejandría. El amor de don Juan no es ideal, vaporoso y etéreo. Al dispararse ha puesto su punto de mira en lo real y tangible, sin perjuicio de sutilizarse en el alambique de su pensamiento. Y sin perder del todo este hechizo ideal, especie de transparente y luminosa clámide de que se cubre y adorna, acuérdase de su origen profano y vuelve al mundo de donde procede. He aquí el proceso erótico de las novelas de don Juan. No debemos olvidar que Valera fue blanco, numerosas veces, de las flechas de Cupido. Lucía Paladi y Magdalena Brohan, además de otras muchas innominadas, de las cuales tenemos noticias por las novelas y alusiones del copioso epistolario de don Juan, proclaman la estirpe amatoria de éste. Ya se ha dicho de nuestro autor que amó mucho y que si pecó «merece perdón, como la Magdalena»128. Quien tuvo tan dilatado campo experimental donde poner a prueba sus artes y habilidades de nuevo don Juan, pero sin escándalo ni fanfarronería, ha de desenvolver el tema erótico con dominio absoluto. Deducimos, pues, de todo esto, que Pepita Jiménez es síntesis, cifra o compendio de la doctrina que, respecto del amor y de la vida, profesó Valera.




III. «Las ilusiones del doctor Faustino»129

De Pepita Jiménez a las otras novelas que vinieron después, hay notable diferencia. El mismo don Juan reconoce la superioridad de aquélla sobre las demás. Las ilusiones del doctor Faustino no mereció buena acogida por parte de la crítica. No negaré yo los defectos que algunos señalan a esta obra, pero acaso las censuras fuesen más allá de lo conveniente y contribuyese a esta demasía la índole de la novela, que, por poner en la picota del ridículo al hombre del siglo XIX, había de hacerse más antipática y aborrecible a los escritores de dicha época. El doctor Faustino, como dice Valera, «es un doctor Fausto en pequeño, sin magia, ya, sin diablo y sin poderes sobrenaturales que le piden auxilio»130. Representa el espíritu de su tiempo, la desproporción entre las ambiciones y los medios con que realizarlas, el escepticismo, la impiedad, la presunción; en una palabra, las torpezas y errores de un siglo materialista, sensual, positivo.

Se apunta como defecto capital de esta obra la vaguedad e inconsistencia de su protagonista, y tengo yo más bien por mérito tal circunstancia. A mi entender, el propósito de don Juan no fue el forjar un carácter que rivalizara en bríos y pujanza con Pedro Crespo, y en sentido simbólico con Segismundo, sino que personificase la psicología de la pasada centuria. Cortado el doctor Faustino por este patrón, con idea de burlarse de tanto filósofo racionalista a quien le venía ancho el sayo de pensador; de tanto poeta lírico, dramático y épico frustrado; de tanto aristócrata o aspirante a serlo, de tres al cuarto, hay que admitirle en el campo de la novela como trasunto, copia y retrato del natural, sin pretensiones de inmortalidad, pero sí con vida menos efímera de lo que se creyera por la crítica descontentadiza.

Otros lunares tiene la obra y no éstos. Valera, que no puede renunciar a ciertas disquisiciones filosóficas, ni a su erudición, disertará más de la cuenta sobre temas metafísicos, poblará de citas y alusiones de todo linaje el relato, y hasta se introducirá en la fábula, con voz y voto, en vez de limitarse a traer y llevar a sus personajes por el escenario de la acción.

Giran en torno del doctor Faustino tres mujeres enamoradas de él. Constancia, más tarde marquesa de Guadalbarbo, que de natural interesado y egoísta, renuncia al amor de su primo Faustino. Rosita, la hija del escribano de Villabermeja, apasionada, carnal y vengativa. Y María, la amiga inmortal, prendada del protagonista con amor que todo lo fía a una mejor vida futura donde encontrarse más tarde; pero que pese a este concepto platónico del amor y por convenir, quizá, a los planes del novelista, sucumbe en brazos de su amante. El infortunado doctor Faustino, que al perder sus ilusiones ha enterrado con ellas los uniformes de maestrante y de lancero, el bonete y la muceta, los vestidos de majo, amén de haberse desprendido de Respetilla, su espolique o escudero; de la jaca y del podenco Faón -bautizado, como vemos, con el nombre del amante de Safo-, muere, por último, como morían todos los héroes de la literatura pesimista.

Si esta novela está escrita en lenguaje menos elegante y primoroso que el de Pepita Jiménez, digno este último de los mejores prosistas del Siglo de Oro, y queda también por bajo de aquélla en cuanto a la trascendencia del asunto, es, en cambio, de más tramoya y movimiento, circunstancias nada comunes en la producción novelesca de don Juan.




IV. «El Comendador Mendoza»131

Dos años después de aparecer Las ilusiones del doctor Faustino, salió a luz El Comendador Mendoza, peregrino personaje de quien ya se tenía noticia por citarle Valera en la primera de estas obras. Había sido trazado el plan de El Comendador Mendoza en noviembre de 1876. Con esta advertencia, de la que nada dicen los críticos, debido sin duda a que se estampase por primera vez en las últimas ediciones de la mentada novela, elude don Juan aunque no sea éste su principal propósito, cualquiera imputación de plagio, imitación o remedo que pudiera hacérsele, y la hipótesis aventurada -Revilla y Clarín no lo suponen, sino que lo afirman, al juzgar la obra desde las columnas de La Revista Contemporánea, de 30 de julio de 1877, y en La Literatura en 1881, respectivamente- de que tal novela se escribiese para contradecir la tesis que propugna don José Echegaray en su famoso drama O locura o santidad. Quiere decir todo esto, que Valera y Echegaray coincidieron en la elección del asunto, sin que el desenlace de ambas concepciones sea el mismo, dado que el dramaturgo, de un grave daño, cual el cometido inconscientemente por su protagonista, pasa a otro más grave y tremebundo, y el novelista resuelve el caso de conciencia con tal sigilo y recato, que se repara el mal sin escándalo ni perjuicio de nadie.

La fábula de El Comendador Mendoza no puede ser más sencilla, aunque el Padre Blanco García la considere de alguna complicación y repute tal circunstancia, si no de mérito insigne, infrecuente, al menos, en Valera132.

Don Fadrique López de Mendoza, llamado de ordinario el Comendador, tuvo relaciones ilícitas en su juventud con doña Blanca Roldán, esposa a la sazón del hacendado don Valentín de Solís. De estos amores criminales nació una niña llamada Clara. En edad de contraer matrimonio, su madre, doña Blanca, quiere remediar de algún modo el desliz cometido en su mocedad. A este efecto concibe dos soluciones: Primera, que se case su hija con Casimiro, próximo deudo de don Valentín, para que la fortuna de éste vaya a quien corresponde.

Frustrada la solución por la natural repugnancia de Clara a unirse para siempre a la estantigua de Casimiro, que abrace la vida monacal. A estos planes, que si reparan el daño es a cambio del sacrificio de una joven inocente, más propensa a quemarse en la llama del amor humano, por estar prendada del apuesto y elegante don Carlos, que en la del amor divino se opone el comendador Mendoza, rescatando a su hija de hábil e ingeniosa manera. La hacienda de don Fadrique, con su numerario, pasa a manos de don Casimiro, sin que éste acierte a comprender el verdadero móvil de tan espléndida donación. Clara, libre y redimida en virtud de una casuística más hábil que severa, celebra sus desposorios con el gentil don Carlos.

He aquí, en síntesis, el argumento de la novela, cuyos trances difíciles hacen discurrir al autor de tan alto modo, que no falta al logo, en algunos instantes, el tono patético y sublime.

Con ser el Comendador un carácter bien estudiado, donde se dan las condiciones del hombre volteriano de aquellos días -último tercio del siglo XVIII- sin que el corazón se inhiba del todo frente al espectáculo de la vida, es de más recia estampa, de más honda psicología y de trazos más vigorosos, doña Blanca Roldán. De estos dos temperamentos antagónicos, irreconciliables, forjado el uno en la virtud cristiana, en la moral más austera, y contaminado el otro del virus escéptico que a la sazón se enseñoreaba de Europa, surge el interés dramático de la novela.

Como todas las obras tienen lunares si se las mira con los ojos escrutadores de la crítica, El Comendador Mendoza también tiene sus defectos, aunque no tan grandes que haya necesidad de detenerse a señalarlos. De todos modos indicaremos los dos más importantes a nuestro entender: El autor no justifica convenientemente el percance ocurrido a doña Blanca en su juventud, puesto que inmolar su fama de mujer honesta para salvar de la impiedad al escéptico don Fadrique, es sacrificio que repudia de plano la moral cristiana. Tampoco puede admitirse en buena lógica la precipitación con que se revela el amor de don Fadrique a su sobrina Lucía. Ni el ejemplo de Clarita, ni la apacibilidad y el concierto que la naturaleza muestra en torno de ellos, cuando se dirigen a casa después de ser testigos de la ceremonia nupcial, disculpan determinación tan inesperada. Proviene este descuido, sin duda, del optimismo de Valera, que siempre que puede alfombra de flores, como buen discípulo de Epicuro, el camino de sus héroes.




V. «Pasarse de listo»133

Sin ser don Juan un novelista de tesis, ni de tendencia siquiera, puesto que abogó siempre por el principio del arte por el arte, no hay obra suya de la que no se desprenda ésta o aquélla máxima. De un ejemplo podríamos valernos: Existe la misma distancia de Valera a sus coetáneos en el género novelesco, que de La Fontaine a los demás fabulistas. Pero ni nuestro autor se muestra indiferente a los corolarios que pueden inferirse de la narración, ni el émulo de Esopo se aparta del todo del sentido utilitario de las fábulas o apólogos. Hay que distinguir la novela de tesis de la novela simplemente artística. Aquélla supedita el arte a la idea, se sirve de él, no como de un fin -la realización de la belleza- sino como de un medio; la novela artística no admite más soberanía que la de su propia naturaleza, como tal obra de arte. Pero esto no quiere decir que no enseñe, que no aleccione también. El mismo Valera ha dicho que «la creación de la belleza, y su contemplación una vez creada, elevan el alma de los hombres y los mejoran, por donde casi siempre las bellas artes enseñan sin querer, y tienen eficacia para convertir en buenas y hasta en excelentes las almas que por su rudeza y por los fines vulgares a que antes se habían consagrado, eran menos que medianas, ya que no malas»134.

La novela corta Pasarse de listo, salvados algunos defectos que señalaremos después, sería una estimable narración de cierto tono poemático y sublime. Pretende demostrar el peligro que corre quien, arrastrado de su espíritu razonador, analítico, acierta a ver más allá de la realidad de las cosas, adoptando como verdades inconcusas lo que no es sino hipótesis o suposición más o menos aventurada. Nada de esto se prueba en la obrita, porque si don Braulio, víctima de sus reflexiones, se considera indigno del amor de su mujer, a quien supone enamorada del conde de Alhedín, motivo había en la conducta de doña Beatriz para sospechar de su fidelidad conyugal. Pero lo sorprendente del caso es que nada de esto ve don Braulio, a pesar de lo listo que le pinta el autor, y que la sospecha que tiene del desvío de su cara mitad, permanecería latente de no recibir el anónimo que, como arma vengativa, esgrime contra él, sin duda, pues el novelista no lo dice, la celosa Elisa. No nos limitaríamos nosotros a usar contra don Braulio el comentario que a Scipión le inspiró la Muerte de su sobrino Gayo Graco:

«Perezca como él quien imitara su ejemplo»,



ya que si no puede ofrecerse como ejemplar la vida del infortunado don Braulio, tampoco debe imitarse la de doña Beatriz, mujer vanidosilla y liviana, aunque ella se crea más fiel que Lucrecia o Penélope.

Exceptuado don Braulio, los demás personajes son contradictorios e inconsecuentes, sin que esta circunstancia les sirva, como a tantos otros -la heroína de Rojo y Negro, de Stendhal, por ejemplo-, de elemento estético. Ni doña Beatriz, que próxima a quemarse, como su homónima la de la obra inmortal, en el fuego del amor platónico, protesta de su fidelidad a don Braulio y acaba casándose con Paco Ramírez; ni el conde de Alhedín, un tenorio inverosímil y extraño, que cuando parece más preso en las redes de doña Beatriz, resulta ser novio de Inesita, la hermana de aquélla; ni Paco Ramírez, que pretende a Inesita y se casa con doña Beatriz, son caracteres bien estudiados, de firmes trazos psicológicos. Novela de enredo -sirviéndonos del lenguaje teatral- parece Pasarse de listo, y es lástima que el autor no sacase del asunto todo el partido que hubiera sido fácil sacar. Circunscribiérase al desenlace más real y patético de quitarse la vida don Braulio por sus sospechas sobre la infidelidad de doña Beatriz, y a verse ésta retratada en el espejo de la culpa, por sus liviandades y natural vanidosillo, y habría ganado la obra un peldaño más en la escala del arte. Pero la inverosimilitud o caprichosa terminación de la novela, hace desmerecer su conjunto, y la crítica tendrá que reducir sus loanzas al carácter de don Braulio y a la admirable, emotiva carta, que el desgraciado esposo dirige a Paco Ramírez.




VI. Caracteres distintivos entre «Doña Luz»135 y «Pepita Jiménez»

Aunque la crítica, atenta más bien en este caso al estudio de los corolarios que puedan inferirse de la narración, que a deslindar los caracteres y modo de obrar de los personajes, considera a Doña Luz como ensayo más atrevido y del mismo asunto de Pepita Jiménez, vamos a ver nosotros la distancia que hay entre los personajes de la una y los de la otra, y aun a demostrar, o intentarlo al menos, que tampoco se avienen las deducciones que de Doña Luz hacen algunos críticos, con lo que el autor quiso probar por medio de dicha obra.

Pepita es una mujer apasionada, que decidida a conquistar a don Luis de Vargas, esgrime contra él las armas de la habilidad y de la coquetería, no deteniéndose ante ningún obstáculo, incluso llegando a confesarle que no ve su alma, el alma de don Luis, sino al través de su forma corporal. Y proclama todo esto sin escrúpulos, ni rodeos, sin timideces, ni perífrasis, sino con el lenguaje cálido y arrebatado de los sentidos. «Yo no concibo a usted sin usted -dice-. Para mí es usted su boca, sus ojos, sus negros cabellos, que deseo acariciar con mis manos; su dulce voz y el regalado acento de sus palabras, que hieren y encantan materialmente mis oídos; toda su forma corporal, en suma, que me enamora y seduce, y a través de la cual, y sólo a través de la cual, se me muestra el espíritu invisible, vago y lleno de misterios»136.

Doña Luz, agraviada en lo más íntimo de su pudor por doña Manolita, se pregunta a sí misma: «¿Qué diferencia radical e importante se da entre la amistad más tierna y exclusiva y el amor más puro, más platónico y más sublime?» Dado que no hay ninguna, ¿qué ha hecho ella para inspirar la pasión del Padre Enrique? Y como, dejando a un lado la confusión que surge a lo largo de este camino inquisitivo, de introspección, considera que en sus coloquios con el Padre Enrique hay «algo de ocasionado a perversas interpretaciones», acuerda ser más cauta y menos expansiva en lo venidero. ¿Cabe, pues, mayor distancia de una a otra protagonista? Ambas son cultas, bellas, discretas, atrayentes, amigas de periponerse, de ataviarse, de hacer resaltar su hermosura con artes que en nada infringen las leyes de la honestidad. Pero Pepita, deliberadamente, se lanza a la conquista de don Luis, plaza al parecer inexpugnable, contra la que habrán de concertarse las hábiles y mañosas aptitudes de Eva, mitad ángel y mitad demonio, desde que el diablo la tentara bajo la forma de la serpiente bíblica. Doña Luz, tras de pensarlo bien, pone coto y medida a su intimidad, a su familiaridad con el Padre Enrique. Doña Luz no se enamora del Padre Enrique con amor de los sentidos, sino con otro más sutil y etéreo que se produce en virtud de las conversaciones filosóficas y teológicas que entablan ambos personajes. Aunque este coloquio y el de Pepita y don Luis vayan a parar a un mismo punto, los caminos son distintos.

Igualmente irreconciliables aparecen, a nuestros ojos, el Padre Enrique y don Luis. Cierto que ninguno de los dos está enamorado con aquel puro y desinteresado amor de Don Quijote a Dulcinea y de Alkedias de Rodas al Cupido, de Praxíteles; pero ¿qué honda diferencia no podría determinarse si examináramos a uno y otro atentamente? Piensa el Padre Enrique al contemplar «la perenne primavera ideal» que descubre en el espíritu de doña Luz, que puede ser él «el medio por donde tanto bien vuelva a Dios». De aquí sus amorosas solicitudes con su linda amiga; sus conversaciones en torno a aquellas ideas que más nos favorecen, que más nos ayudan en nuestra ascensión triunfal hasta Dios. Tiéndese, pues, como pasarela entre lo humano y lo divino; como cauce o álveo por donde «el tesoro de amor» que acierta a ver en el pecho de doña Luz retorne a la «fuente de donde mana». Y es tal el tino de Valera al mostrarnos, de modo irreprochable y bellísimo, las intenciones del Padre Enrique, que hemos de creer en la castidad y alteza de miras en que se fundan, aunque a la postre el propio Padre Enrique confiese, con acentos de amargo dolor y desesperación extrema, que «la concupiscencia del espíritu es la peor de las concupiscencias... pecado pasado por alambique: extracto, esencia, refinamiento espantoso de lascivia»137.

Doña Luz ve la irresistible atracción de Pepita, el filo de sus armas: la coquetería, la habilidad, la discreción, la gentileza, y no piensa en otra cosa que en ponerse a salvo. Pese a su vocación -en que yo no creo- en su formación cultural entran por partes iguales lo sacro y lo profano, las lecturas clásicas y las teológicas y místicas, aunque él pretenda despojarse de las primeras y hospedar tan sólo a Dios en «el centro muy interior del alma», como dijo Santa Teresa. De aquí que no hayan muerto del todo aquellas aficiones de sus primeros años, en virtud de las cuales, las Lauras, Beatrices, Margaritas, Glíceras y Lesbias son ataviadas en su mente con todo arte de ricas preseas y lindas y airosas vestiduras. Ahorcados los hábitos, salen a luz de nuevo con testimonios irrebatibles, como las pinturas paganas que adornan el antiguo merendero de la huerta de Pepita, la copia hecha en mármol de Carrara de la Venus de Milo, y hasta los versos de Lucrecio, grabados en el pedestal de la deidad énica:


Nec sine quidquam dias in luminis oras
Exoritur neque fit loetum neque amabile quidquam.



¿Son de un mismo cuño aquel amor que brota en el pecho de Pepita y en el de don Luis, sin más impedimento que la vocación de este último, próximo a ordenarse; y este otro del Padre Enrique que, por llegar a destiempo, es criminal y alevoso?

De aquí, precisamente, el desenlace optimista de Pepita Jiménez y el doloroso y dramático de Doña Luz. De aquí, también, que de aquella novela puedan deducirse distintos corolarios, según las ideas religiosas del crítico, y, que de esta otra, si hemos de atenernos a la lógica de los hechos, refrendada por Valera en la dedicatoria de Doña Luz a la condesa de Gomar, no se pueda colegir más que una cosa: la condenación, no ya sólo de los frailes, sino por extensión, de todo caballero cortesano, viejo o algo machucho, que se enamora con amor vicioso138.

El asunto de Doña Luz ha sido tratado también por Zola, Eça de Queiroz y Leopoldo Alas, que yo recuerde. Pero dichos novelistas lo desenvolvieron con menos pulcritud, con menos honestidad que Valera. Les separaba el valladar de los principios estéticos. Don Juan, a pesar de ser un epicúreo, un pagano, estuvo siempre distanciado de la escuela naturalista, de la que abominó, dando ejemplo de buen gusto, en sus Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas. No era, pues, nuestro novelista de los que, arrastrados por la corriente de su tiempo, posponían el ideal a la materia, como si no fuera el hombre un compuesto de ambas cosas. Ni cayó en el uso de la máquina fotográfica y el microscopio que utilizaron los naturalistas de allende el Pirineo, ni desdeñó del todo la realidad, como han creído Cánovas y González Blanco, si bien con miras distintas. Más acertado estuvo el Padre Cejador al notar los toques realistas que abundan en las novelas de don Juan139. Vi lo que había de ver el lector menos sagaz: las descripciones de lugares tan castizos y típicos como Villabermeja y Villalegre; de fiestas populares, bien de orden religioso, bien de orden profano, como la procesión de Santo Domingo de Guzmán y la gira campestre a la finca que en la Nava poseía el escribano de Villabermeja; vio, decimos, a Juana la Larga , a su hija Juanita y a Antoñona, que parecen arrancadas de la sobras dramáticas de Tirso; a escuderos o espoliques, como Respetilla y Longino, cuyos ascendientes pertenecen a la literatura picaresca; amén de otras cosas, como los pipiripaos, ágapes y festines descritos por Valera con tanto arte y propiedad que el mismo Lúculo se chuparía los dedos de gusto; la pintura exacta y cabal del paisaje, y los numerosos refranes -«preciosas reliquias de la venerable antigüedad», como llamaba Aristóteles a la filosofía del pueblo- que exornan la fábula.




VII. «Juanita, la Larga»140 y la objetividad

Juanita, la Larga vendrá en socorro de cuanto decíamos en el capítulo anterior. La aguerrida y astuta lugareña que da nombre y vida a la novela, es hija de Juana Gutiérrez y de un oficial de Caballería que, de paso en Villalegre, enamoró y sedujo a Juana. Aunque las personas severas del lugar condenaron el percance, es lo cierto que, al cabo de unos años, se dio todo al olvido y las lanzas se volvieron cañas. La maestría y el arte de Juana, ora confeccionando vestidos que en nada desmerecerían de los cortados por la Doucet en la capital de Francia; ora emulando a Nereo de Quíos en aquellos menesteres de repostería y culinaria que le hicieron notable, granjéanle la estimación de lo más principal de Villalegre. Merced a estas habilidades, madre e hija logran rodearse de cierta holgura y crédito. Como esta última es una real moza, no le faltan cortejadores que la soliciten. Pero, ¿hasta qué punto es honrada y lícita esta pretensión? Ambas Juanas, que llevan el mismo remoquete de Largas, se aprestan a la defensa. Las armas que esgrimen -la picardía y la astucia- son harto peligrosas, como armas de dos filos. Si de una parte hacen frente a los galanteadores, Antoñuelo, don Paco y don Andrés, por el sistema del tira y afloja, de otra resucitan las antiguas habladurías, a las que dan pábulo las trapisondas que madre e hija ponen en juego para ulteriores efectos. Hay aquí, pues, cierto elemento picaresco, cierto celestineo, más simpático que repugnante, que nos retrotrae, a pesar del matiz vagoroso, con que se manifiesta, a La Celestina, La ingeniosa Elena, La Niña de los embustes y otras producciones de este género. Juanita, que es una amazona injerta en lugareña, esto es, una Clorinda o reina Hipólita vestida a la usanza de Villalegre, no se arredra ni amilana ante sus enemigos; y tras las consiguientes peripecias, que no es del caso contar, acaban en la vicaría la intrépida y arriscada lugareña y el camándula y lagartón de don Paco.

Juanita, la Larga es la novela más humana y objetiva, a mi corto entender, de cuantas escribió don Juan. Rara vez se olvida éste de su papel de narrador. Refiere las hazañas de su heroína sin meterse a filosofar, como otras veces; sin interrumpir el curso de la acción con disertaciones y juicios. Si algún crítico, escalpelo en mano, viera dichos defectos, habría de convenir conmigo que no son tan notorios en esta obra como en las demás. Bien porque están en minoría respecto de otras novelas del mismo autor; bien porque tales defectos quedan anublados ante la abundancia de elementos objetivos, impersonales de Juanita, la Larga.

Don Juan, que ha pintado siempre el mismo tipo de mujer, en cuanto se refiere a ciertas prendas personales -la belleza y la discreción están vinculadas en sus heroínas como patrimonio inalienable- otorga a Juanita un ingenio en nada inferior al de sus compañeras, si bien más natural y por eso más humano. Pepita Jiménez y doña Luz, son mujeres de cultivada inteligencia, de sutil y refinado espíritu, cosa poco común en las lugareñas, aunque don Juan intente probar lo contrario valiéndose de pueriles argumentos. Juanita, la Larga está dotada de ingenio natural, de picardía espontánea, de ciencia instintiva, de eso que en lenguaje corriente se llama gramática parda o trastienda. De aquí que nos parezca más humana. Por regla general, las mujeres de Valera se hacen incorpóreas de puro sutiles y adelgazadas. De haber alguna excepción en sus novelas, pienso que ninguna otra tiene tantos títulos como Juanita para ser tal excepción. Mujer anatómica, de carne y hueso, y por ende más palpable y auténtica. La estética de don Juan no ha frustrado ahora la realidad; la ha embellecido.

No desmerecen al lado de Juanita, con ser la figura principal de la novela, ni su madre, tan discreta y habilidosa como la hija; ni don Paco, dicharachero y avispado, que si va con malas intenciones al principio, acaba por enamorarse de la lugareña, con amor de la mejor ley; ni doña Inés, calificada por el autor, con burlona indulgencia, al compararla, aunque sea guardando la debida proporción, con una princesa de Liéven o una madame Recamier aldeana, pero que no desentona, ni mucho menos, en el papel distinguido y señoril que le encomienda el novelista. Los demás personajes, exceptuando el cacique, don Andrés Rubio, cuya intervención en la fábula es más principal que subalterna, pero cuyo retrato es manifiestamente inferior a los modelos de caciques que nos ofreció poco después la literatura regional, son episódicos y secundarios.




VIIII. «Genio y figura...»141 y el determinismo

Dos años después de darse a la estampa Juanita, la Larga, apareció Genio y figura... A esta sazón, la literatura realista había llegado en España a todo su apogeo: La Regenta (1884-85); El cisne de Vilamorta (1885); La madre Naturaleza (1887); La Espuma (1890). ¿Pudo influir este antecedente literario, esta moda venida de Francia, en la concepción de Genio y figura...? Buena parte de la crítica se escandalizó del asunto de dicha novela, anatematizándola por atrevida e inmoral. Andrés González Blanco, muchos años después de su publicación, cuando ya había pasado el hervor polémico de los críticos sobre el realismo y el naturalismo, la consideró de una crudeza casi zolesca142.

Sorprendido don Juan de los aspavientos con que los aristarcos de la época reciben su nueva obra, aprovecha la segunda edición de la misma para salirles al paso. Grande debe de ser, nos dice, el cambio experimentado por sus compatriotas en cuanto a la severidad moral de sus juicios. De otra manera nadie se explicaría que se sientan tales escrúpulos respecto de Genio y figura... en una nación que cuenta, entre sus poetas, al Arcipreste de Hita; entre sus autores, a los de La Celestina y La Serafina, amén de otros, como Cervantes, doña María de Zayas, Lope, Tirso y Quevedo, cuyas obras, si no todas, algunas de ellas, serían dignas de iguales anatemas si se las mirase con el rigor y austeridad del moralista.

¿Hasta qué punto la novela de don Juan justifica tan acerbos comentarios? ¿Se trata, efectivamente de una fábula licenciosa y deshonesta? ¿Qué afinidades hay entre esta obra y las de Zola? La protagonista de Genio y figura... es, como todas las heroínas de Valera, una mujer hermosa y diserta, pero de tan pésima educación moral, de tan relajados hábitos, que peca una y mil veces sin que el propósito de enmienda que se inicia en su alma, al verse tan corrompida y encenagada, llegue nunca a buen término. El carácter de Rafaela, sus caídas, tan frecuentes como las de la Magdalena y la comedianta Baltasara en la antigüedad, o Margarita Gautier y Manón Lescaut en la literatura contemporánea, justifican el conocido proverbio castellano que sirve de título a la novela. De aquí que la protagonista pase de unos brazos a otros sin que sienta en ninguno de ellos apasionado y duradero amor. Esta inconstancia o veleidad de su afecto, este impulso irrefragable del sexo, casi rayano en la ninfomanía, constituye el carácter de Rafaela y la distingue de las heroínas de Dumas (hijo) y del abate Prevost, las cuales se redimen, o creen redimirse al menos, con un último y perdurable amor.

Tampoco intenta Rafaela purificarse en la alquitara de la contrición y del arrepentimiento. El recuerdo de su vida abyecta y la creencia de verse despreciada por su hija Lucía, que se encierra para siempre en un claustro, movida de la vergüenza de su origen, la hacen concebir un solo medio de liberación: la muerte. Para Rafaela es empeño vano, anhelo irrealizable «el borrar de sí las indelebles manchas, con cuyo germen al menos nació manchada»143.

La obra, como se ve, es digna de un discípulo de Schopenhauer, un ejemplo viviente de la doctrina de este filósofo sobre la invariabilidad de los caracteres144. Se trata de una novela determinista, porque determinista, pese a su castizo abolengo castellano, es el proverbio de Genio y figura hasta la sepultura. Mas si se quieren buscar otras afinidades de técnica y de forma con el autor de Germinal, perderemos el tiempo. Don Juan abominó del naturalismo de una manera expresa, rotunda y categórica, no sólo en sus Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas, como ya dejamos dicho, sino, incidentalmente y como de pasada, en distintas partes de su profusa obra literaria.

Fuera de los reparos heterodoxos que sería fácil poner a Rafaela, que ni se redime con el amor humano, como La dama de las camelias, ni con el divino, como María Egipciaca o la Samaritana, si aquél no fuese lo bastante para redimirnos de nuestros pecados y mudanzas, el asunto de Genio y figura..., a pesar de su índole un tanto escabrosa, está tratado con tal delicadeza, que le sobra razón a Valera al decir, que en el país de La tía fingida, de Cervantes o de quien fuese, y de El prevenido engañado, de doña María de Zayas, no debe producir asombro, ni escándalo su novela.

Fuera de la protagonista, en cuya pintura puso su progenitor más esmero y cuidado, los demás personajes son de poco relieve, ya por no sacarles don Juan de la urdimbre del relato, ya por falta de empaque y trascendencia.




IX. « Morsamor»145 y la Teosofía

Corresponde la aparición de Morsamor al año 1899, y acaso por haber en esta obra ciertas reminiscencias de la novela bizantina, haya dicho de ella el atildado y conspicuo escritor don Eduardo Gómez de Baquero (Andrenio), que es una especie de Persiles moderno146.

El cotejo de ambas obras nos llevaría a la conclusión de que no hay tal parecido. Ni el plan, ni la estructura, y menos aún las reflexiones que de una y otra se pueden deducir, corroboran el aserto del desaparecido crítico. Renunciamos a deshacer el error porque tal empeño nos llevaría más allá de los límites que nos hemos trazado.

Miguel de Zuheros es un obscuro fraile de la Orden de San Francisco. Remozado como Fausto y el monje Teófilo del poeta Berceo, no en virtud de las artes del diablo, sino de la alquimia o magia del Padre Ambrosio de Utrera, se lanza a la conquista del mundo, en compañía de su escudero Tiburcio de Simahonda, religioso de la misma comunidad. Las singulares hazañas de Morsamor -nombre que adopta en sus correrías por haberlo usado antes de profesar, como trovador que había sido- tienen ocasión en la época de Magallanes, Hernán Cortés, Balboa y tantos otros navegantes y conquistadores del siglo XVI. Seguir a este Perseo de la Edad Moderna en sus andanzas y proezas, sería el cuento de nunca acabar. Baste decir que marcha primero a Lisboa y desde allí a la India, escenario de sus heroicidades y lances de amor más notables, regresando a la península después de haber medido sus armas con índos y musulmanes, de haberse unido en matrimonio con la bella Urbasi, y de haber penetrado en el país de los mahatmas, cuyas doctrinas teosóficas aprendió o escuchó, al menos, de labios de Sankarachiara. Miguel de Zuheros, desengañado del mundo, de sus pompas y vanidades, torna al convento y en él muere, sin que el autor de la novela nos aclare si es misticismo hipócrita el de sus últimos días o verdadero y de la mejor ley.

El viaje náutico de Morsamor da ocasión a don Juan de lucir sus conocimientos en el arte de la marinería y de la ciencia cosmográfica. Cuando el héroe de la novela, con su espolique y séquito de damas, soldados y marineros, tras de desembarcar en Goa, atraviesa varios países del Oriente, no brilla menos el ingenio del novelista, que pinta y describe estos lugares, no con la vaguedad con que Cervantes habla del dilatado marco geográfico de su Persiles, sino con la firmeza de un escritor moderno, cuya cultura y saber no eran ajenos a la cosmografía.

Las enseñanzas que puedan deducirse de esta novela no son las mismas que las que se infieren del Persiles. Ni a lo largo de la narración se interpolan las sentencias de oro con las cuales nuestro primer novelista enriqueció y adornó su obra póstuma. Morsamor, como varios cuentos o novelitas escritos por don Juan en sus postrimerías, revela la curiosidad con que nuestro autor se había asomado al mundo maravilloso y enigmático de la teosofía. Más de una vez hemos visto cómo llegada la senectud, ciertos espíritus ávidos de descifrar la interrogante del más allá, pululan por estas intrincadas sendas de los mahatmas, iluminados, en parte, con el vivo resplandor de los nuevos hierofantes de la teosofía. Esta taumaturgia, que pretendía conciliar la fe con la razón y destruir las murallas políticas y étnicas que se oponen al abrazo y fusión de todos los pueblos y razas, dispersos desde la llanura de Senaar hace más de cuatro mil años, tenía por su fondo poético y maravilloso tan irresistible encanto, que Valera participó de él sin abjurar en lo más mínimo de sus principios cristianos. De este modo, la religión en cuyas aras sacrificaron sus más dulces ilusiones Elena Blavatsky y Ana Besaut, sirvió a Valera de elemento estético, ya como materia principal o eje alrededor del cual giren las demás cosas, bien como episodio o adorno, solamente.

Ciego estaba don Juan cuando compuso las aventuras y prodigios de Miguel de Zuheros. Según nos cuentan sus biógrafos, el autor Pepita Jiménez hacía que le leyesen los poemas de Homero y de Schiller, para que no se apagase el fuego sagrado de la inspiración en el tabernáculo de su alma. En tales circunstancias, colgada la pluma de la espetera, dictó su última novela, cuyo lenguaje, pese al modo de ser compuesta, nada tiene de declamatorio, si bien no alcanza aquella plenitud de irreprochable elegancia de Dafnis y Cloe y de Pepita Jiménez. Sin necesidad de arrancarse los ojos, como parece ser que hizo Demócrito para mejor hurtarse a las solicitudes del mundo objetivo, pudo recogerse don Juan, merced a su ceguera, en el grandioso alcázar de su espíritu y tejer en él ese precioso tapiz literario que se llama Morsamor.

Además de las novelas que llevamos examinadas, don Juan comenzó y dejó por concluir otras tres: Mariquita y Antonio (1856), de algún valor autobiográfico y precursora, en cierto modo, de Pepita Jiménez; Elisa, la Malagueña, esqueleto o extracto de una novela histórica, género al que propendía don Juan en los últimos años de su vida, y Don Lorenzo Tostado147, de la cual, por no haber pasado Valera de las primeras páginas, poco podría decirse.




X. El retrato de sí mismo

Desisto de buscar en las obras poéticas de Valera el elemento autobiográfico y la pintura de tales o cuales personajes de verdad que nuestro autor trasplantase de la vida a sus novelas y cuentos. No creo que las comedias de Moliére ganasen en estimación tras de precisar algunos críticos, de modo más o menos aventurado, los modelos de carne y hueso que utilizara el famoso comediante para sus obras. Es posible o casi seguro, que los tipos novelescos de don Juan procedan de la realidad. Que Pepita, Doña Luz y Juana y Juanita, la Larga sean seres auténticos, perfilados después, al traspasarlos del mundo o mundillo donde vivieron a las páginas del libro, con arreglo a cierto arquetipo ideal que nos forjamos en el fondo del alma. No niego que algunas pinceladas y rasgos aislados correspondan con exactitud matemática al carácter y a la vida familiar de la madre de Valera. Ni que Mariquita y Antonio, pretenda ser como trasunto literario de aquel episodio erótico de Magdalena Brohan y nuestro novelista. Mas nada de esto nos interesa si no es como pormenor meticuloso. Para mí lo más sugestivo y atrayente es descubrir en cada personaje de don Juan una faceta, un matiz del espíritu de nuestro autor. Por muy objetivo e impersonal que sea un novelista, ¿cómo podrá desentenderse de su psicología, de su yo, al escribir sus obras, máxime si la naturaleza de éstas se presta sin violencia alguna a recoger el rasgo, la pincelada en que nos mostramos en parte? El autor penetra en sus creaciones, o descaradamente, como hizo tantas veces Valera, con disgusto de la crítica, o de modo disimulado, es decir, poniendo sus propios pensamientos en boca del personaje. A mi juicio, esta segunda manera es irreprensible. Sólo nos repugnará si de esta elaboración o forjadura salen abstracciones mal vestidas de carne y sostenidas de huesos quebradizos. Pero si el autor se da maña a encarnar sus ideas, gustos y tendencias en cuerpos de perfecta hechura, cuyas almas, si no se inflaman de pasión, son cuando menos hermosas y nos seducen apacible y dulcemente, entonces aplaudo lo que haya de autorretrato en la ficción, pues estimo que es preferible infundir nuestra propia alma, si es varia y rica en tornasoles y matices, que crear un alma nueva.

Admitido este fenómeno literario, existe una escala que gradúa el calibre de nuestras íntimas aportaciones. Walter-Scott, por ejemplo, cuando se retrata, lo hace de modo confuso y desvaído. Son rasgos subalternos que aparecen de vez en cuando y que nos hablan el lenguaje de la timidez. Byron, en cambio, se pinta con vivos trazos, los cuales denotan lo que hay siempre de propia sobreestima en cada uno de nosotros. A veces las particularidades de nuestra doble fisonomía se presentan con cierto desorden. Aquí tenemos a Shakespeare o a Cervantes, que desparraman por sus obras estos o aquellos pormenores espirituales y físicos, sin atreverse a fijarlos en un determinado personaje.

También depende de la conformidad o desavenencia que mostremos respecto de nuestras cosas. Hay quien está muy satisfecho de sí, y que sin caer en el narcisismo, se aprecia honestamente. Pero no falta tampoco el tipo opuesto, que está descontento de su persona y que desearía metamorfosearse, si esto fuera posible. A los primeros les vemos seguir la línea recta. Sus gustos y aficiones no varían en lo substancial. Parece como si en el desarrollo y ejercicio de sus actividades respondieran a un trazado previo, a una norma anterior. En cambio, los segundos describen en sus correrías sin ton ni son una línea sinuosa y quebrada. Quisieran transformarse a cada paso, como el camaleón. Abrazan un dogma y ya están deseando abandonarlo. Vienen a ser como esas personas a quienes un billete les quema las manos y sólo se tranquilizan cuando lo han cambiado. Estas personas acaban por quedarse sin una peseta y aquéllas sin un rasgo propio, genuino, inconfundible. Son de todos menos de sí mismos.

De igual forma que las substancias químicas muestran sus afinidades para combinarse, las personas que no están divorciadas de su físico y manera de ser, buscan su contrafigura. Por el contrario, las que andan malquistadas con ambas cosas les asusta y repele todo lo que puede ser como una prolongación de sí, y buscan su antítesis. Un ingenioso autor de nuestros días, valiéndose de dos términos tomados a la medicina, llama homeopáticos a los hombres rubios y altos que se casan con mujeres altas y rubias, y alopáticos a los que proceden al revés.

No viene toda esta disquisición a humo de pajas, sino a probar cómo nos movemos en cada caso, según nos conformemos o no con nuestra idiosincrasia. Valera no pugnó nunca con la suya. Estaba satisfecho de sí, y desde la concha, como ya se ha dicho, apuntaba a sus personajes. Son éstos, pues, reencarnaciones de su espíritu, variantes de su pensamiento. De aquí que hablen como don Juan y sientan como él, y procedan de la misma manera, sin que esta falta de autonomía les rebaje a nuestros ojos, los cuales siguen atentos, admirados, el curso y destino de cada personaje.

No se crea, por lo que va dicho, que cada personaje es un molde donde el autor vacía a manos llenas sus pensamientos propios. Esto equivaldría a un monólogo uniforme y cansado, pues por muy variada y seductora que sea el alma de un novelista, necesitará el claro-obscuro de los contrastes, la disputa y choque de los caracteres, que vienen a ser como el pedernal y el eslabón, de cuya colisión sale la chispa. Si Valera se limitase a plasmar su pensamiento con las palabras de cada personaje, sería él el primer decepcionado. Procura alejarse de este peligro y para ello combina el punto de vista personal con el ajeno, cuidando de que todo esto sea como el friso o bajo-relieve de un monumento cuya idea capital es el triunfo del espíritu de nuestro autor.

Esta propensión a prodigarse en sus obras novelescas denota lo que hay en don Juan de subjetivo y elegíaco. De aquí que estimemos muy juicioso el parecer de Clarín cuando considera al insigne egabrense como un gran poeta148. Tiene esta propensión, en mi sentir, el inconveniente de que todos los tipos que Valera trae al mundo de la ficción poética están tallados con el mismo arte, son disertos e inteligentes, y como dotados de natural elegancia. Allí donde las circunstancias típicas del personaje se oponen al talento cultivado y a la cultura adquirida, el autor los provee de ciencia infusa. Ni Pepita, ni Doña Luz, ni Juanita, la Larga, ni Rafaela, desmerecerían junto a madame de Sevigné o madame de La Sablière, tales son sus prendas personales: la penetración, el ingenio nativo y pronto, la gentileza, además de los primores físicos.

A mí no me parece esto un inconveniente. Lo será si juzgamos a Valera con el criterio de un crítico realista, como A. González Blanco; si nos situamos en medio de la corriente impetuosa y ciega del naturalismo; si creemos que el arte no ha de rebasar el límite de la realidad. Claro que a mí no se me ocurre pensar si el modelo que utilizara el autor del Apolo de Belvedere o el de la Venus de Milo sería menos perfecto y hermoso que estas esculturas, por lo que de ser así, el cincel debió reportarse y constreñirse a los verdaderos términos. Creo, por el contrario, que el arte, al superar la realidad, se hizo más atrayente y bello.

Cada personaje de Valera es como un cofre de oro obrizo en el que nuestro autor ha encerrado un pensamiento capital. En Pepita, el triunfo del amor y de la vida sobre toda resolución del espíritu que trate de apartarnos de estas dos poderosas atracciones. Como don Luis de Vargas representa el amor celestial y divino, y no es ésta, precisamente, la cuerda de Valera, no es el tal personaje de traza tan perfecta como la viuda. Si recordamos los diálogos filosóficos de que está llena la literatura universal, veremos que hay un interlocutor que, por no personificar las ideas del autor, pone menos fuego y bizarría en sus palabras, y, muéstrase menos dialéctico y contundente. Es la víctima. Viene a morir tras una lucha desproporcionada. El seminarista de Valera también tiene el mismo fin y presenta, como es lógico, idénticos signos de flaqueza.

Quizá no sea tan fácil determinar en el Doctor Faustino lo que pueda haber en él de trasunto espiritual de Valera. El camino sinuoso que sigue este personaje, sus alternativas y mudanzas dificultan la visión del pensamiento de don Juan. Tendremos que retrotraernos a la juventud de Valera, a aquella florescencia romántica a través de la cual aparece el alma de nuestro autor como cohibida y azorada, porque no siente en lo hondo de ella este arte dolorido y sombrío. En mi sentir, el Doctor Faustino tiene mucho valor autobiográfico. Sería posible señalar en él pormenores, episodios y circunstancias de la vida de Valera, mas diputo arriscado y dificultoso la pretensión de determinar el alcance de las aportaciones psicológicas del autor en lo que atañe a sus propios pensamientos. El Doctor Faustino es don Juan Valera, y Doña Ana, su madre, y Villabermeja, Doña Mencía, y Respetilla, algún criado de los que estaban al servicio de los Valera en La Paniega o El Alamillo. Pero no atino a ver tan claro la médula del pensamiento de nuestro autor, lo que hay en éste de afirmativo y constructivo. Me inclino, pues, a creer que el Doctor Faustino es una amalgama de elementos autobiográficos y de ideas accidentales y fortuitas de don Juan, ya que ni los pensamientos sombríos, ni los desmayos de la voluntad, ni la tenebrosa y pesimista concepción que del universo tenía el Doctor Faustino, constituyen la esencia y fundamento del alma de Valera. El Doctor simboliza el espíritu de una época, tiene todos sus defectos y extravíos; la novela es una sátira más o menos cruenta de cuanto el héroe significa; pero en nada de esto descubrimos lo que hay de fundamental y permanente en la psicología de nuestro novelista.

No quisiéramos incurrir en expoliaciones enojosas, si bien el propósito que nos guía es aclarar y precisar el juicio anterior.

Hay en nuestro espíritu matices, reflejos o tonalidades que en nada afectan a su naturaleza esencial y que provienen generalmente de influencias externas y pasajeras. Cuando toman forma sensible trascienden a cosa postiza y como sobrepuesta, sin que nos sea posible inferir de todo esto la esencia de nuestro ser, la raíz y tronco de nuestro pensamiento. En cambio, si plantamos en medio de una obra el árbol frondoso de nuestro espíritu, aunque caigan las hojas con las estaciones, que bien pudieran ser las modas en el presente ejemplo, queda la raíz, y el tronco, y las ramas.

Ni Pepita, ni el Comendador Mendoza, ni Gopa, Parsondes y Asclepigenia, en otro plano más modesto, proceden de estados efímeros y circunstanciales del alma de Valera. Son reencarnaciones suyas, variantes formales animadas por un mismo pensamiento. Ahí todo es fundamental y definitivo. Por medio está el tiempo, esta gran piedra de toque donde probamos el temple y duración de las ideas, sin que desde Parsondes a Gopa haya habido mudanza alguna en don Juan.

No diré yo que no haya en el alma del Doctor Faustino algo de la de don Juan. «...Para pintar lo interior del alma de mi héroe -observa Valera- no he tenido más arte que mirar en el fondo del alma de no pocos amigos míos y en el fondo de mi propia alma»149. Pero en esta especie de transfusión espiritual iba muy poco o nada de lo que distingue y caracteriza a nuestro novelista. Si aparece éste en la obra, es como una persona que en enmarañado bosque se mostrara y desapareciera, debido a lo anfractuoso y áspero del paraje.

Contrarió siempre a nuestro autor la hipótesis de que el alma pueda adoptar en la otra vida y al revestirse de forma material, distinto sexo del que tuvo en este mundo. Sin embargo, no repugnó Valera el reencarnar en la prima Constancita, pues no es sino el alma de don Juan la que dicta aquella palabrada de crudo positivismo, con que la futura marquesa de Guadalbarbo deja patidifusa a la niña Araceli. Cuanto allí se dice es reproducción o trasunto moral de la carta en que Valera da cuenta a su madre, doña Dolores, del noviazgo en Lisboa con Julia, la hija de la Pacheco.

Aquí sí que está don Juan. Su espíritu frío y calculador sujeta con firme mano al corcel de la fantasía. Habla ahora el buen sentido, aunque nos parezca odioso y prosaico el discurso. La ilusión, es como un espectro que hay que vestir de realidad. Si comprendemos que nuestro esfuerzo ha de ser estéril, que estamos desprovistos de medios con que lograr la realización de nuestro ideal objetivo, mejor será desistir del propósito y buscar ayuda más útil. Es el triunfo de la mente razonadora sobre el espíritu soñador. El corazón de Constancita, derrotado en la disputa con el buen sentido, se resigna y somete. He aquí a don Juan soslayando sus afectos e inclinaciones bajo la férula del raciocinio.

Tampoco está ausente el espíritu de nuestro autor de aquella casuística, más hábil que severa, con que resuelve el conflicto capital de El Comendador Mendoza. Nada propenso don Juan a las truculencias, inclinado más bien al optimismo, que es como calidoscopio a través de cuyos cristales se ven iluminadas y radiantes las cosas, procura decidir, de la mejor manera posible, del destino de sus personajes, y pues que son hijos de su mente y de su corazón, a nadie habrá de extrañar que les alfombre de flores el camino. En cambio, Don Braulio, tímido y circunspecto, sin confianza en sí mismo, ganado de todas las inquietudes y recelos que le acarrea, de una parte su singular psicología, y de otra ciertas circunstancias de su vida, ¡qué lejos está de recordarnos a Valera!

Aficionado don Juan a dar forma novelesca a sus opiniones, hase valido de Don Braulio para encarnar su teoría sobre el talento. En el Doctor Faustino había insinuado ya esta teoría, mas no aparece hasta este instante con tan cabal y completo desarrollo. La explicación que el mismo Don Braulio nos da sobre este punto, es decir, sobre los grados de talento y la desgracia que supone rebasar la línea general del entendimiento humano sin conseguir las cualidades del genio, tiene la debida demostración en la novela.

Como Valera no es un temperamento dramático y su alma tiende más a lo bello que a lo sublime, las obras de imaginación que responden, sin violencia alguna, a su manera de ser, son aquéllas en que la corriente de las cosas discurre plácidamente, con la variedad que los recodos y meandros dan al curso de los ríos, pero sin alborotarse, ni rugir merced a las guijas y despeñaderos del cauce. De aquí que nos parezcan más acabadas y bellas Pepita Jiménez y Juanita, la Larga, en las cuales la medida y ponderación de las pasiones, el desenlace optimista y jovial, y la naturalidad de los personajes concuerdan y se acomodan a la psicología de Valera, a su ser y modo fundamentales. No hay en estas obras nada postizo, ni añadido, ni sobrepuesto. La vida se desenvuelve tal como la ve nuestro autor, sin grandes y extraordinarios acontecimientos, más divertida, alegre y distinta.




XI. Cómo hay que juzgar a don Juan

Después de cuanto va escrito, ¿es posible negar, ni aun regatear siquiera, como pretendió el malogrado González Blanco, el nombre de novelista al autor de Pepita Jiménez, Doña Luz, y El Comendador Mendoza?

La propensión de Valera al análisis psicológico, la tendencia a bucear en el alma de sus héroes hasta desnudarlos espiritualmente a los ojos del lector, identifica a nuestro novelista, en cierto modo, con los escritores franceses -Stendhal, Sainte-Beuve, Proust, Bourget-, tan aficionados a estas disecciones. Es, pues, Valera, un novelista etopéyico, cultivador de los retratos morales, que no se limita, como otros congéneres suyos, al estudio superficial y somero de los caracteres, sino que va más allá de las primeras capas -valga la metáfora- del espíritu, que penetra en los entresijos del ser, descubriendo con amorosa delectación el panorama moral de sus personajes, los rincones más íntimos, más inescrutables, ignorados del alma humana. Resucita don Juan, de este modo, la novela psicológica, que no se cultivaba entre nosotros, fuera de algunos ejemplos, poco definidos, del Siglo de Oro, desde el tiempo de Rodríguez de la Cámara y Diego de San Pedro, débiles y lejanos precursores de aquélla; pero que, desde ahora, tendrá eco más o menos vigoroso y rotundo en obras de nuestros días.

Frente a esta cualidad imponderable, que entronca a nuestro autor con los grandes psicólogos de la novela, tenemos la falta de sentimiento y de inventiva. Caso vulgar entre los escritores que cultivan la crítica y las obras de imaginación. El crítico es natural que caiga del lado del análisis, ya que éste proviene de la inteligencia, de la razón, facultad propia de la crítica, que es examen y raciocinio. En cambio la inventiva y la sensibilidad son más afirmativas, más creadoras que críticas y propenden a desentenderse de las leyes inflexibles de la lógica. Sirvámonos del siguiente paradigma: En Voltaire, el entendimiento agudo y penetrante supera al corazón y a la imaginativa. De aquí su idoneidad para la filosofía y su inferioridad para el arte dramático y la poesía. La Henriqueida es un poema de abstracciones metafísicas. Las tragedias, salvo raras excepciones, adolecen de grandes defectos, no de construcción, sino de algo más grave, como la falta de espontaneidad cordial, de sentimientos y de numen poético. El talento no ha suplido en este caso la ausencia de dichas facultades.

Volviendo a don Juan, no es posible pasar por alto sus afinidades con el filósofo de Ferney. En las novelas de nuestro autor hay un sentido del orden y de la simetría contrario a todo apasionamiento, a toda impetuosidad. Valera apenas toca lo patético. Su temperamento frío, su carácter reflexivo y su espíritu ordenado prefieren la belleza a la sublimidad, la armonía a la desproporción, pues en lo sublime moral, intelectual o físico no hay proporción, armonía, ni orden, y si los hay, quedan aparentemente perturbados. ¿Es esto un defecto, un síntoma de inferioridad? A mi entender, no. Valera tiene más entendimiento que fantasía, más fantasía que corazón. Pero lo escasa o secundariamente con que estas cualidades se revelan está compensado, de otra parte, por ese orden, simetría, unidad y proporción a que antes aludíamos y que constituyen los principales atributos de la belleza.

Se nos podrá argüir, que si la novela moderna es traslado, copia o reproducción de la vida humana, ésta deberá reflejarse en las páginas de aquélla, de tal modo, que no falten las luchas, ni las pasiones, la virtud ni el vicio, lo bello ni lo feo, lo cómico ni lo patético, ya que todo esto entra por partes más o menos iguales en la vida de hombre, y las obras de don Juan se descargan de todo cuanto, demasiado humano, material y terrestre, es en las novelas lo mismo que el lastre en las aeronaves: un impedimento para ganar altura.

La vida, sin embargo, no es lo suficientemente hermosa de por sí para que haya que renunciar a embellecerla. Aunque no nos veamos en los libros de don Juan tal como nos vemos en un espejo, ¿qué mujer fea o qué hombre defectuoso no preferiría tener a mano encantado o hechizado espejo donde no sólo pasaran inadvertidas sus deformidades, sino perfeccionadas y hermoseadas sus figuras?

La imitación de la naturaleza debe ser el perenne ideal artístico de todos los pueblos, porque si la Creación, como obra del más supremo artífice, es maravillosa obra de arte, ¿para qué estrujarse el ingenio en busca de otros modos y maneras de realizar la belleza, modos y maneras que, ideados por la limitada inteligencia humana, han de ser inferiores a lo que es obra de Dios? Pero la omnisciencia divina coronó su magistral, su grandiosa obra, desprendiéndose de un destello de su sabiduría infinita y proyectándolo sobre el hombre. Merced a esta circunstancia el hombre se distinguió de los demás seres de la Creación por su inteligencia y por su albedrío. ¿Quién con estas cualidades de evidente superioridad respecto de cuanto nos rodea -los animales, las montañas, el mar, la luz -desistirá de hermosear, espiritualizar e idealizar las cosas?

Este concepto idealista del arte es lo que separa a don Juan, precisamente, de los demás noveladores de su tiempo. No comprendieron los naturalistas que lo bello radica en el consorcio de la realidad y del ideal. Un exagerado idealismo, como el de 1830, al divorciarnos totalmente de la vida objetiva, nos extravía del camino, por donde la belleza es más asequible. Del mismo modo que un realismo de atrevidos toques, mejor dicho, de repugnantes brochazos, de morbosas delectaciones, que no conducen sino a la exacerbación de los instintos, nos coloca fuera del arte. Porque el arte, en su sentido filosófico, es la realización de la belleza, y esta hermosa deidad no tiene su templo, de ordinario, ni en los mercados de París -recuérdese El vientre de Paris, de Zola- ni en las tabernas, ni en los hospitales, ni en las mancebías. Cuando el autor de Germinal y sus secuaces intentaban erigirle al arte un santuario formado de estos materiales, no hacían otra cosa que reproducir, después de muchos siglos, la frustrada hazaña de Anteo: elevar un templo a su padre con los huesos de los viajeros asesinados en los desiertos de Libia.

El naturalismo, sin tener en cuenta los grandes acontecimientos humanos -el Cristianismo el más principal- que habían cepillado del hombre su corteza primitiva, elevando su pensamiento y bañando su alma en luz ideal, repitió los excesos de la épica griega, transformados en el decurso de los siglos, naturalmente, pero con idéntico fondo de barbarie; y en cambio, no supo envolverlos en aquella primorosa clámide de la forma ática: Es decir, que se olvidaron de tocar este resorte. Precisamente, el que había de abrirles, de par en par, las puertas del cielo del arte. Porque la ejecución irreprochable que el poeta da a su ideal estético la personal belleza de la forma sobreviviendo a todos los cambios del gusto, a todas las volubilidades de la estética, aseguran a las producciones del espíritu gloriosa vida y eterna mocedad. El naturalismo prefirió, en cambio, el lenguaje brutal y grosero con que se exteriorizan la pasión y el instinto de la plebe iletrada. Las palabras no fueron el velo sutil, vaporoso, etéreo en que se ciñen las ideas para presentarse decentemente a los ojos del lector, sino el lienzo de tosca hilaza de que se cubre la verdad para subrayar su ingénita, su nativa aspereza.

No les bastó a los naturalistas cumplir ad pedem litterae, el clásico precepto, según el cual, el arte consistía en imitar la naturaleza, sino que reprodujeron de ésta la parte menos agradable y bella. ¿Qué emoción pura, noble, desinteresada podía producir en el alma del sujeto la contemplación de un cuadro cuyos combinados elementos caían más bien del lado de lo feo, de lo deforme, de lo sombrío y de lo horroroso? El secreto del naturalismo consistía en servirse de las cosas más detestables y aborrecibles de la vida: del crimen, de la miseria, del pesimismo, de la concupiscencia. ¿Podía presentarse este espectáculo de tan dudosa edificación bajo el título de bella literatura? Ciertamente que no. Pero los naturalistas no querían hacer poesía, sino documentos humanos, algo así como detalladas, minuciosas hojas clínicas de los males de la humanidad. En cuanto al sentido moral, al alcance docente del naturalismo -si caben estos elementos en el arte, a cuya naturaleza repugna toda tendencia utilitaria- un determinismo, un fatalismo que suprimía los caracteres distintivos entre el hombre y la bestia. Negar el libre albedrío, la responsabilidad humana, burlarse de lo ideal, convertir al hombre en una máquina, hacer del arte un tratado de fisiología o de patología, esto es, preferir la escoria al oro, el cristal al diamante, lo feo y deforme a lo gracioso y bello, lo tosco y grosero a lo alado y sutil. No fue otro, a nuestro entender, el credo literario del naturalismo. Y perdónesenos la digresión.

A Valera se le ha juzgado con el criterio estético que predominaba en el último tercio del siglo XIX. La moda transpirenaica, con sus figurines más notables, Daudet, Zola, los hermanos Goncourt, Huysmant, se llevó de calle, como suele decirse en términos del vulgo, a nuestros novelistas que, cegados por la polvareda del naturalismo más bien que convencidos del primor de su arte, diéronse a componer novelas al estilo francés. Pero a Valera hay que juzgarle con el criterio clásico y eterno del arte. Don Juan creció en medio de aquel bosque de árboles frondosos, pero de desiguales ramas, de la literatura del siglo XIX, como un arbusto de delicadas y armoniosas proporciones, más digno del jardín de Academo que de la enmarañada selva en que nació. La hechura y modales artísticos de Valera desentonan de ese romanticismo en prosa de la novela naturalista. Sus gustos iban por otro camino. La linfa pura y cristalina donde abrevó le hacía mirar con manifiesta repugnancia las ciénagas del naturalismo. Don Juan abominó de la literatura determinista porque conocía el valor del ser humano, la libertad o independencia espiritual del hombre, en una palabra: el libre albedrío. El naturalismo, con esa ceguera propia de las demagogias literarias, negaba esta específica, distintiva, suprema cualidad del hombre, esta indisputable superioridad que le pone por cima del animal más inteligente de la escala zoológica.

Valera se estimaba demasiado para caer en tal aberración, en virtud de la cual todos estaríamos condenados a leyes fisiológicas, deterministas, fatales; sin que esta substancia suprasensible que llamamos alma, fuera otra cosa que un estado de mayor perfectibilidad de la materia, del organismo humano; pero de ningún modo el soplo divino y sobrenatural con que Dios distinguió al hombre de los demás seres creados.

Una alegría cósmica, además del ingenio retozón y natural optimismo que se le transvasaba a sus obras, tuvieron siempre a don Juan alerta y sobre aviso para desoír las apremiantes solicitudes de la sirena a cuyo engaño no supieron o no quisieron substraerse los demás. Para mí, el principal mérito de Valera, es éste de no haber torcido la ruta de su arte original y personalísimo. Como Molière en medio de los pseudoclásicos franceses, el autor de El bermejino prehistórico, creció y vivió entre nuestros naturalistas: columna enhiesta y aislada, inconmovible a los embates de la moda. A medida que pase el tiempo, mejor juzgado será don Juan. Cuando para estudiar sus obras y precisar sus innumerables facetas nos desentendamos de la influencia del momento, trayendo a Valera al ámbito de la luz eterna donde las cosas se desvanecen o agigantan según su mérito, veremos a Pepita Jiménez, Doña Luz y Doña Blanca salir airosas de la prueba.






 
 
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