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- I -

La Tragedia es el corazón; la Comedia, el semblante; el Drama, la vida. Allí, el retrato de los océanos del alma: las pasiones. Aquí, la pintura de la topografía de la sociedad: las costumbres y los caracteres. Y, como abrazo del poeta, el Drama, reproducción y fiel trasunto del espíritu. La Tragedia vive en lo más hondo y llega a lo más alto; la Comedia se mantiene en la superficie; el Drama las envuelve, recibiéndolas en su seno. Así en él caben todos los caracteres, todas las ideas, todas las pasiones, todos los afectos y todas las formas de la poesía escénica. La Tragedia es una gran rama desgajada de la Epopeya; la Comedia es una forma de la Sátira; el Drama es fruto sazonado de la poesía del pueblo, de esa planta en cuyas hojas van escritos los altos hechos de su historia y la historia de su corazón. Como las pasiones son obra terrible y abrumante de la naturaleza, y personificaciones de la naturaleza eran los dioses del encadenado paganismo (como buenos hijos del pensamiento   —26→   simbólico de los Orientales), el Destino, forma de su poder, señalaba su fin a los misérrimos humanos, por grandes que éstos fuesen, bien titanes como Prometeo, bien reyes como Edipo: la fatalidad y, por ella, el terror y la compasión fueron, y serán siempre, los númenes de la Tragedia. De la desconfianza republicana dice D. José Amador de los Ríos que nació la Comedia1: tampoco en esta sátira política se mueven sin cadenas los interlocutores, como predestinados por el autor a burlarse de las personas y a ser dóciles instrumentos de la procacidad y de la envidia, primeras musas de la escena cómica. Pero el genio del Drama no es otro que la libertad. En este sentir, aquellas dos formas literarias del arte escénico son paganas, al paso que en la última late lo más transcendental del Cristianismo. El Drama es la lucha; que la vida es combate, y no luchan en ella los que no son libres. Por eso el Drama no aparece, mientras la Religión del Crucificado no afirma el albedrío; que hasta cuando asienta la razón humana junto al excelso trono de la fe, lo hace por su noble conquista de la voluntad de los hombres. Dentro de las almas se libran las contiendas y surgen los conflictos dramáticos entre las ideas, las pasiones (que tienden a esclavizar el albedrío), y la soberana   —27→   razón quebrantadora de sus hierros: las pasiones resultan en el Drama nuevo semblante de la fatalidad vencida.

Pero siendo el espíritu el campo de la lucha, y reflejándose la propia vida en su panorama grandioso, mediante el encantador espejo del poeta, es claro que del fondo del ser de un hombre, de un pueblo, de una raza, tienen que levantarse los númenes dramáticos. El Drama no es, por consiguiente, forma literaria de imitación, y, en este sentido, no hay drama clásico. El Drama es fruto indígena, cristiano por la libertad, romántico por la tradición. La literatura romántica es la de los pueblos cristianos. El Drama es la forma escénica del Romanticismo. Como a toda la vida humana enfoca su lente gigantesca, no hay rayo luminoso de la realidad que no se cruce en la cámara obscura de su escenario para pintar la imagen ardiente del movimiento de la vida. Elementos cómicos, situaciones patéticas, desenlaces plácidos, terribles catástrofes; todo lo lleva en sí: héroes y príncipes, menestrales y desamparados, mendigos y plutócratas, justos y protervos; a todos alimenta: fecundas enseñanzas, problemas pavorosos; todo cabe en su seno: sírvese de la leyenda y de la crónica, y sabe ser fiel a la historia de paso que a la tradición; tan pronto levanta su edificio en unidad artística y severa como en arrebatadora y deslumbrante variedad: ya viste la regia túnica   —28→   de los versos heroicos, ya se engalana con el traje pintoresco y airoso de la romancesca poesía del pueblo, si no aparece en el hermosísimo desnudo de la gran prosa de la calle: y allá, pasando de su pecho, luchas titánicas del deber y de la pasión, conflictos psicológicos de la sociedad y de la conciencia, combates eternos entre lo hermoso y lo deforme, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas; todo circula por los vasos del Drama, como sangre vivida y latiente, impulsando en ritmo perdurable a esa válvula del espíritu que se abre hacia lo eterno!



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- II -

Forma mixta le dice La Harpe juzgándolo inferior a la Tragedia y la Comedia, sólo porque hubo de aparecer posteriormente: ¡como si en el tiempo se fundara la Crítica para ver en el hecho el principio! Hay que considerar, por otra parte, a qué llamaba dramas el erudito dómine gabacho, no habiéndolos visto en el inmenso repertorio del Teatro Español, sin duda porque en él iban disfrazados con la máscara de la Comedia y, a veces, con el nombre de Tragi-comedia. Y ¿cómo había de ver nada, cuando La Harpe con Voltaire y con otros extraños talentudos (que no eran alemanes) llaman grosero al teatro más gallardamente pomposo de todas las literaturas, y ante cuya presencia de rey, sólo aquel gigante de Albión ha logrado que la inmortalidad le nombre caballero cubierto? ¡Qué mucho, si a nuestros Moratines y Nasarres, Estalas y Clavijos parecieron tan inspiradas creaciones cosa de fantasmagoría de la imaginación mal regida; las comedias, engendro del delirio, y los autos, hijos   —30→   monstruosos de la fiebre, sacrílegos e indignos de todo pueblo culto! ¿Qué alejados estaban de ver en ellos, así como en algunos dramas heroicos o religiosos (La vida es sueño, v. y gr.), la representación poética de lo más hondo del Catolicismo? Y ¿qué hacer, cuando el propio Martínez de la Rosa, converso después a la neo-romántica doctrina de nuestros defensores alemanes, si antes clasiquista de los enguantados y pulquérrimos, se lamentó de que Calderón malgastase las fuerzas en asuntos tan monstruosos (!) cual el de un Príncipe de Polonia encerrado por su padre como una fiera (!!!)? De cierto, el sesudo crítico francés, al emitir su juicio acerca del drama, no se refirió al Teatro Inglés ni al Español (los cuales no le dieron tal nombre) sino a la innovación del hijo del cuchillero de Langres, Diderot el enciclopedista y aun enciclopédico famoso, cuyas teorías, protestas del éxito infeliz de sus dos dramas, hubieron de lograr mejor suerte inspirando a Lessing su interesante y celebérrima Dramaturgia.

Género mixto y género inferior (sí el del cuchillero polígrafo) a las otras dos formas clásicas, La Harpe defiende el Drama, porque tiene interés. ¡Como que el interés es el geniecillo encantador de las multitudes, despertadas por él del sueño pseudo-clásico y del sopor endecasílabo que cogieron en Francia y en España, al solemne   —31→   compás de la tragedia alejandrina! Por cierto, que si ésta llegó al solio de la escena, debiose a que Taima en París y, entre nosotros, Mayquez la sentaron en él.



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- III -

El Drama no aparece, hasta que sobre las olas de sangre de los siglos medios no flota, ceñida de laureles y mirtos, la cándida escultura del Renacimiento, primera exaltación juvenil del genio romántico en persecución del ideal de la forma, siempre a distancia inmensurable del sentimiento, su loco enamorado.

No se confunda el espíritu renaciente de las artes y letras greco-latinas con su almidonada imitación del pseudo-clasicismo francés, que, si algo prueba, prueba (y es bastante) cuánto puede el ingenio de los elegidos, aun sujeto a las amarras de la preocupación. Pero las leyes biológicas (sirva de ejemplo la del medio ambiente adivinada por Sainte-Beuve y promulgada por Hipólito Taine) son fuerzas de la Historia; y aquellos eximios franceses de tan cosmética sociedad, de tan emperifollada tertulia (la de Richelieu), de Academia tan alejandrina y de corte tan ceremoniosa, tenían que vivir de la hipocresía de las costumbres tiradas a cordel, sonantes   —34→   y a compás: así la Religión, en los tiempos de Luis XIV, se sustituye por la Mitología; y así, también, los héroes romanos o griegos, aunque con plumas y tontillos, chupas y pelucones a la francesa, salen de bastidores refiriendo a sus confidentes, griegos o romanos, cosas que no importan a los que no son de Versalles: así falta en su lira la cuerda religiosa; y al escuchar sus kilométricos arrobos, enmudece el estro nacional. Y esto los aleja del gran público y es causa de que, sin sospecharlo, despierten y azucen al hambriento tigre de la Revolución.

Hubieran sido románticos del todo (porque en algo lo fueron) aquellos excelentes poetas; hubieran escrito no el drama de su corte sino el de su pueblo, en vez de la tragedia clásica (!); hubieran caldeado su inspiración al soplo del espíritu cristiano, y nadie colocara la guillotina ni su mar de cabezas entre siervos y redentores. Las adivinaciones maravillosas de estos vates (prisioneros en grillos de oro) no fueron sino la avasalladora protesta de ese Dios que los encandecía y que está sobre las miserias humanas dirigiendo, presciente, (sin que nosotros lo sepamos) nuestra vida y nuestra libertad. El pseudo-clasicismo es un hijo bastardo del Renacimiento: éste, depurando las líneas, suavizando las asperezas, logrará desposarse con la romántica fantasía indígena, y en misteriosa concepción será engendrado el Teatro Moderno,   —35→   el más libre y el más propio de cada tierra, y con él vendrá la más amplia y la más opulenta forma del Romanticismo, como imagen de la vida en acción. Así, el Drama se extiende, en su escenario enorme, a la acción épica y novelesca (siendo histórico y heroico), y llega a las más espantosas catástrofes (drama trágico), y se convierte en buzo de ese mar borrascoso que se llama conciencia (drama psicológico y transcendente), como se levanta en arrobamiento sublime a las esferas del Amor Inmortal (drama religioso), y como mueve y pinta las pasiones (drama patético), y como descubre el cáncer de la vida y poniendo el dedo en la llaga (drama social) grita con Louvet, el orador de la Gironda: ¡Callen los heridos!, así como despliega sus alas de cóndor hasta tocar el Himalaya de la Metafísica.



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- IV -

Lope de Vega y Shakespeare son los dos creadores gigantescos del drama cristiano, esto es, de la escena romántica. Pero si el ídolo britano está solo, como rey absoluto y como su gran isla entre las olas, no lo está su émulo: ninguno se elevó ni pudo igualar el autor de Hamlet; pero Calderón fue más allá y vio más lejos que Lope de Vega; que si éste era un titán, el creador de Segismundo subió sobre sus hombros.

Aparte de Shakespeare, no hay teatro inglés, aunque lo haya en Inglaterra; después de Calderón no hay teatro para los españoles, teatro propio, carne de nuestra carne, alma de nuestra vida, teatro cristiano, teatro romántico, alto drama, en fin, mientras que, de súbito, no surge, como aparición prestigiosa, la creación arrogante del Duque de Rivas.

Después de los colosos, puede decirse que, durante veinticinco lustros, no hay teatro nacional, romántico, en la Europa literaria. Los italianos continúan bebiendo la belleza en las prístinas   —38→   ondas de la Castalia fuente. El ingenio francés, nacido para propagar en forma estética las ideas del mundo civilizado, traduce en lengua versallesa y emperejilada las maravillosas inspiraciones de los griegos, si bien dislocándolas para que saludasen a la boileau; y dormirá Alemania, mientras no la despierten Herder y Lessing, Goethe y Schiller, Kotzebue y los Schlegel, bien a los ecos de las carcajadas de Voltaire que con su sátira de látigo saca del sepulcro y resucita al vate de Stratfford, bien a las vocingleras declamaciones de aquel gran polígrafo, que defiende El Padre de Familia y El Hijo Natural, dramas de su cosecha, con teorías en las cuales aspira nada menos que a fundar la estética de una dramaturgia no soñada.

El pseudo clasicismo galicano todo lo invade y lo domina todo. Las Musas griegas, representaciones, al fin, (por harto notorio simbolismo) de las ciencias y de las artes, según cierta clasificación (ya lo dijo Nodier en el prólogo a las Lamentaciones de Lamartine), se visten de máscara, con tontillo de ochenta pies de circunferencia y con flora exuberante y hasta galas ornitológicas en el moño, logrando enmudecer a las tres grandes musas universales y románticas (por ser de todo tiempo y de cada tierra), que se llaman La Religión, El Amor y La Libertad. Pero ellas han de llegar a vencedoras, o no hay libertad ni amor ni religión, esto es, o no hay hombres ni caridad ni patria.



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- V -

Como el espíritu francés, dotado de un ingenio vivaz y sorprendente y teniendo por instrumento una lengua tan aguda y tan sugestiva, nació para la propaganda (queda dicho), él ha de ser, andando el tiempo, el porta-estandarte del sentimentalismo, nueva manifestación de la literatura romántica, como lo será de la escena pseudo-realista con el lema de El Arte por el Arte, primer verbo del autor de Cromwell, cuya evolución ha venido llamándose Romanticismo por antonomasia.

Entre una y otra propaganda y entre una y otra escuela circula el palenque y se extiende la liza y se verifica el torneo de clásicos y de románticos. Entre quienes, como los alemanes, tenían que fundar una patria (una gran nación, mejor dicho), apenas hubo lucha, porque El Amor, La Religión y La Libertad rompieron sus ligaduras académicas colocando sobre su cabeza el Teatro de Shakespeare y el Teatro Español, los cuales, por la fuerza nativa del ingenio y   —40→   a impulsos de la muchedumbre, habían encerrado con siete llaves las reglas de Aristóteles y de Boileau, como si se tratase del arcano simbólico de los siete sellos de los mágicos prodigiosos. La lucha comienza entre los ingleses; pero dura un instante, porque Addison y Pope no consiguen tapar la losa del autor de Macbeth, ni hay clásico bastante a conseguir que dejen de iluminar a las inteligencias nacionales los ojos del vate ciego que alumbraron el Paraíso ¡ya perdido! Al fin se libran las batallas donde hay contendientes; por eso hubo siempre combates allá donde existía una literatura nacional que oponer al galicanismo. No los hay muy reñidos (casi no los hay) en Italia, contempladora sin igual de la hermosura lacio-helénica, un tanto adulterada en el teatro por los gritos de libertad y por las declamaciones anacrónicas contra un tirano convencional de circunstancias, de bastidores y de guardarropía, que salieron de la boca de Alfieri, y se oyeron hasta en España, tiempos adelante.

En ésta, donde con el Estado rueda la literatura de la nación a los abismos de lo extravagante y lo monstruoso, y en donde impera Francia con verdadero absolutismo, la lucha toma otro carácter y se establece entre lo reglista y lo desarreglado, entre el salvaje vandalismo de dramaturgos como el de las garruchas (el sastre Salvo y Vela) y los traductores de las tragedias canturiadas al aire y al compás gabachos, entre   —41→   los defensores del teatro antiguo y los partidarios de la reforma, que lo censuran con acerbidad. Y no se verificará el primer asalto entre clásicos y románticos, hasta que no lleguen aquí los ecos del escándalo del Hernani; hasta que preceptistas estirados, como el autor de Edipo, no vengan de estudiar Las Unidades de Manzoni, y se pasen a las filas hugolatras con La Conjuración y con Aben Humeya, y hasta que las voces de la patria querida no llamen y despierten al prócer solitario de Malta, al que ha de crear la primera grande obra del romanticismo español del siglo XIX, la bellísima creación escénica, portento de una imaginación espontánea, maravilla de la musa indígena, veste opulenta del idioma, bizarro alardeo de nuestro desenfado gentil, latido de sangre española que se siente en dos mundos, y (aunque haya talentos que lo nieguen) afirmación cristiana, y aún más, afirmación católica del albedrío y de la Providencia; que tan alto sube y tanto significa lo que el genio nacional inspiró en Don Álvaro al excelso Duque de Rivas.



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- VI -

Pero todos los rayos de la inteligencia recogidos, como por una lente poderosa, en ese cerebro del mundo que se apellida Francia, se acumulan en el foco de la Enciclopedia y van a propagarse con más fuerza por los ámbitos de la civilización; y como el enciclopedismo viene a mover la gran palanca de la crítica, exhuma Voltaire a Shakespeare a risotadas clásicas, no a evocaciones de la gloria, para la cual no había muerto; y el fogoso Diderot, raro ingenio del arsenal enciclopédico, toma de la mano a la Comedia (que desde su origen nacional ya no imitaba caracteres ni representaba costumbres ni fustigaba o reprendía vicios helénico-latinos), y haciendo hablar a personajes de su propia nación, pretende que aquella sátira escénica con tendencia moral suba de su nivel y, como desbordado río, inunde nuestros corazones.

Mucho antes que en otro pueblo, aparecieron en Inglaterra las dos direcciones literarias clásica y romántica (según se nombraron después), y   —44→   hubo conatos de formar un género intermedio, que, si no dieron fruto, fue a causa de la oposición del espíritu nacional, platónico amante de Shakespeare y de Milton. El mísero Tobin, constante víctima del infortunio y víctima también del clasicismo impuesto por Dryden y Addison, saludó al rey del drama con su comedia semi-romántica La Luna de Miel, hasta que se presentó en la escena Kelly con La Falsa Delicadeza, mostrando el nuevo semblante del romanticismo, la comedia sentimental, esto es, el primer vagido del celebérrimo drama llorón. No parece sino que con lágrimas tenía que venir, como el hombre, a la misérrima existencia, el moderno drama romántico.

Pienso que algunos años antes de que Diderot explicara la estética novísima de sus docentes líos de familia, esto es, de sus dramas, pudo servir de tipo a la comedia lacrimosa (drama patético) la primer obra de Lessing Miss Sara Sampson (1855); pero, hasta mucho después, no empezaron las primeras damas a sacar el pañuelo al asomar por bastidores, ni los primeros galanes a elevar en arco las cejas y a bajar los párpados y a dar suspiros y a interesar y a conmover haciendo muecas, ni comenzaron los segundos (o dígase sobresalientes) a saberlo todo y a no decirlo, ni el autor a poner puntos suspensivos para que le sacasen del apuro las escenas mudas, ni a estar todos con el alma en un hilo y con los ojos lo mismo que tomates.

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Allá en las cumbres de Menéndez Pelayo, que, si mira de reojo a la Enciclopedia, suele volver las espaldas a la Cervecería, sugestionado (dicen mal) por un antigermanismo impenitente, resulta el drama llorón así como una especie de pantomima adulterada, una mímico literatura de cazuela, si bien en la multitud no causó efecto, porque Diderot no era ciertamente un verdadero autor dramático. Pero ¿podrá negarse que logró conmover, que dio más libertad y abrió ancho campo a la mímica de los intérpretes para dar ser y movimiento a lo inefable, que engendró de nuevo el interés infundiéndole nueva vida y que preparó el camino a Víctor Hugo, mediante el popularísimo y novelista melodrama, que tiende al imperio de lo teatral y a la manifestación empírica de la Providencia? Si Lessing levantó los vapores, el fecundísimo Kotzebue (el émulo de Goethe y de Schiller) fue la nube que descargó su electricidad en todas partes, cayendo sobre los escenarios convertida en chaparrón de lágrimas: Misantropía y arrepentimiento consiguió hacer llorar a moco tendido a infinidad de gentes. Cierto que Iffland era un eximio comediante y que Rita Luna, corazón de española flameando en las tablas, consiguió por tal obra, sin duda, ser nombrada gran maestra de lágrimas y de suspiros. Mas, de no haber situaciones patéticas, ¿qué efectos hubieran podido preparar, sentir y expresar los intérpretes del poeta?

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La sensibilidad fue una musa de transición del antiguo al moderno romanticismo; puente y cadena de oro que los une, quedando preso entre sus pretiles y eslabones el pseudo-renacimiento galicano.



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- VII -

No dio, sin embargo, la sensibilidad (fuerza ingénita de nuestro pueblo) muestras notables en el drama patético, y hubieron de satisfacerse nuestros actores con ser intérpretes (¡Dios sabe cómo!) de almas traducidas. El delincuente honrado, del famoso polígrafo de Asturias (1777), se representó, a sus espaldas, en Barcelona y otros puntos y hasta se puso en verso (¿cómo sábelo Dios!) y se tradujo a varias lenguas, antes de que los españoles gozaran de la obra del que pudiéramos llamar el primer cabelludo: dígole así, por haber sido D. Melchor Gaspar el primero que osó presentarse con sus melenas propias, esto es, sin peluca de sortijas y de sacatrapos o de moña y coleta ensebada.

A la influencia del revolucionario Diderot debemos este drama patético, escrito en buena prosa y lleno de interés, aunque esté en la primera serie de esas obras en que todo queda entre la familia y en que tan ricamente acaba todo.

Y es que nuestra sensibilidad se manifiesta de   —49→   otra suerte: nos da por el interés épico y por el entusiasmo lírico y por la acción intrincada y grandiosa y el aparato de la palabrería.

Sin duda, por esta razón, no llenó la muchedumbre los teatros al presentarse el ínclito Celenio con aquella reforma tan radical y tan profunda en la comedia, hasta el punto de que por los hombres que saben se haya dicho: «Intriga de Calderón y diálogo de Moratín constituyen el ideal de la musa cómica». Ventura de la Vega, medio siglo después, lo realizará en El hombre de mundo. Por esto, también, se fue la gente, al principio, con los corruptores del teatro nacional; después, con los trágicos extranjeros, mejor o peor traducidos, cuando apareció Isidoro Mayquez, el coloso de la expresión; y, más tarde, con el melodrama (distinto de la ópera, que, en todo caso, es el melodrama verdadero), con ese engendro de la poesía escénica, lleno de efectos teatrales, pletórico de libertad, inspirado por el interés, movido por el artificial resorte del traidor, animado por su acción novelesca, intervenido por el recurso de la naturaleza sobre el alma, haciendo, así, personajes internos suyos el trueno y el relámpago, el naufragio y el terremoto, y poniendo a contribución a la policía con su real, pero anti-artístico mamotreto de causas célebres y espantos de folletín, no sin disponer las escenas mudas a ritmo músico (viniera   —50→   o no a cuento), ni sin que en el ultimo cuadro dejara de arreglarse todo por la Providencia, la cual en este pícaro mundo castiga a los protervos y premia a las familias pobres, pero honradas.

Y así es que El Vampiro y Las Cárceles de Lambert y El Hombre de la Selva Negra y El Abate L'Epée y El Verdugo de Amsterdán y La Familia Protestante y La Vida de un jugador y El semimágico Perro de Montargis eran los que hacían el gasto popular, mientras la gente culta no iba al teatro sino para asistir, a bostezo por minuto, en las representaciones de Lo que puede un empleo, La niña en casa, etc. de Martínez de la Rosa, en Indulgencia para todos, de Gorostiza, y en otras de mucho menos mérito, cuando no se aburría en la Tragedia; que sí haría, desde que se verificó el tránsito de Mayquez a la Inmortalidad.



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- VIII -

La aparición del alto drama (histórico, trágico, filosófico, social y transcendente) llega, al fin, porque la Tragedia da un paso hacia él (como antes hizo la Comedia) y abre la entrada al elemento cómico, a las inspiraciones indígenas, a los personajes de la clase media y aun a los del pueblo; y abandonando griegos y latinos, suelta las riendas a la fantasía logrando que desaparezcan las tan famosas unidades clásicas. El bardo inglés, el Júpiter sajón y Schiller, discípulo de Kant, logran que este paso se dé; la excelsa hija de Necker los visita, escribe su libro La Alemania y traduce las Lecciones de Literatura de Schlegel, que, por decirlo así, ha convertido la revolución en doctrina; y desbrozada la senda por el clásico Delavigne, romántico semiconverso, y al impulso incontrastable de la multitud (fuerza libre y solamente esclava de lo grandioso, la sensitiva del contraste entre la deformidad y la hermosura), se presenta, entre risas y aplausos, vítores y burlas, aquel Niño sublime, que,   —53→   apenas cumplidos cinco lustros, estalla con el prólogo de su Cromwell (1827), escandaliza con su Hernani y completa su revolución con Lucrecia y con Angelo, cuando un singular gigante de la escena y del libro viene con Catalina Howar, con La Torre de Nesle, con su Teresa y con su Antony para que retiemblen los escenarios y las almas. Así cayó sobre nosotros una especie de lluvia torrencial de abastecedores traducidos, y no hay sino leer El Eco del Comercio, El Correo de las Damas y El Artista (1833, 1835) para convencerse de la esterilidad de nuestro ingenio escénico. Bretón de los Herreros no había sido desde el año 1824 a 1831 sino un discípulo de Moratín, y hasta su Marcela no había sonado la hora para dejar los romanzones: nuestros más esclarecidos patriotas, nuestros humanistas más sabios estaban en el ostracismo, y nunca como entonces se pudo hablar no ya de decadencia sino de agonía de nuestra literatura dramática. Pocos hicieron caso del sapientísimo colector del Teatro Antiguo Español, cuyas críticas no han sido igualadas aún y a cuyo Discurso hay que acudir para enterarse de la contienda entre clásicos y románticos, la cual ha producido en toda Europa toda una biblioteca, y tales conflictos, que no sería inútil ni infecundo historiar por completo.



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- IX -

En cuanto entraron en España los melenudos con Hernani, sonó la palabra romántico como antes había sonado la de hereje y la de criminal y algo así como la de Anticristo, sinónimo de Belcebú, y hasta como eco de disolución y de muerte, como campana sepulcral y como sonido de trompeta del ángel exterminador2. Y así como el Renacimiento había exhumado la Edad Antigua, exhumó el Romanticismo nuevo la Edad Media con sus castillos roqueros, sus puentes de cadenas, sus señores de horca y cuchillo, de caldera y pendón; sus castellanas suspirantes a la luz de la luna, sus juglares de intriga, amén de los trovadores enamorados que luego resultaban condes, de los bandoleros que se convertían en próceres y de los lacayos, como Ruy Blas, que se enamoraban de la reina, mientras ella se dejaba querer y le correspondía (que es más gordo), y, al fin y a la postre, daba todo ello en que   —55→   ella era tonta de capirote y ellos lacayos de verdad. Y todo esto, según decían los románticos ultramontanos y franchutes, era pintar la realidad, porque ya estábamos hasta la coronilla de tantos griegos y latinos. Ni podían faltar la tumba y el hachero ni las almas en pena ni el suicidio; y éste, para el final; porque, tratándose del protagonista, mal podía ser al principio. Así las creaciones de aquel incendio que se ha llamado Víctor Hugo, porta-estandarte del Romanticismo, vinieron a ser, en manos de sus imitadores estúpidos, engendros en cinco y seis cadáveres, a cadáver por acto.

Estas exageraciones, unidas a la sensibilidad ya excitada por el drama llorón (schauspiel, como bautizó Kotzebue a muchas de sus producciones) y llevadas al paroxismo por el mal llamado melodrama (¡que, luego, en manos del relojero Bouchardí será lo que hay que ver!), trajeron a la vida del escenario y a la escena de la sociedad aquellas señoritas, tan lindamente puestas en ridículo por Gorostiza en Contigo Pan y Cebolla, vestidas de blanco y con el pelo suelto y con ojeras verdes y pensando en que estaban tísicas y en tomar veneno y en enamorarse de un trovador y en que las llamasen ¡Etelvina!, mientras andaban por la casa como las tiples de las óperas. Ellos, por su parte, no les iban en zaga; porque ¿quién les ganó a echárselas de genio incomprensible y a escribir poemas en cien cantos y composiciones   —56→   kilométricas en varios metros y series varias de puntos suspensivos, ni a dar a la escena dramas trágicos de novelón y crónica destrozando las unidades y el sentido común a jornada limpia y... gabán sucio?

«El Artista» hizo una valerosa y noble campaña en favor del Romanticismo, arbolando el pendón de la libertad y la naturaleza, por cuyos fueros precisamente clamaban los preceptores clásicos, según claman hoy, después de medio siglo, los naturalistas experimentales del determinismo. No me explico por qué no excomulgaron a los jóvenes y fogosos redactores de tan herética publicación: D. Eugenio de Ochoa, Masarnau, Escosura, Madrazo etc., etc., alguno de los cuales defendió a sangre y fuego los dramas de Dumas y de Víctor Hugo.

Otra cosa pensaba acerca de éstos el maestro D. Alberto Lista, no sólo porque viniese de las aulas clásicas y de la preceptiva de Horacio sino porque profundizó lo bastante a comprender cuán lejos estaba la dramática del autor de Antony y del creador de Lucrecia Borja para conseguir acercarse al titán inglés y a los colosos españoles, cuando en todos sus alardes de libertad y de nacionalismo resultaban los neo-románticos, allá en el fondo, más cerca de la tragedia griega que del drama cristiano, si no se tiene en cuenta el osado libertinaje de la forma.

¡Como que, según Lista, una ciega y terrible   —57→   fatalidad se cierne sobre los personajes del romanticismo francés! Ya no era el destino, fórmula religiosa al cabo (por eso resulta heterodoxo Prometeo, la voluntad que se revela); era la fatalidad de las pasiones, contra las cuales nos ordena luchar y nos manda vencer el Cristianismo. Y así es que todos, o casi todos los personajes principales de los dramas trágicos del neo-romanticismo galicano, que nos invade al finalizar el primer tercio del siglo XIX, han perdido la libertad y no luchan con su pasión; la sienten, la alimentan, oyen que los llama, saben que los empuja, y por ella van a la catástrofe y ruedan a su abismo como peñasco que se desprende de la cumbre. ¡Cuan lejos estaban todos ellos (pensó el gran humanista) de las dudas y de la victoria de Segismundo, de las vacilaciones y el terror que apesadumbran al Príncipe Dinamarqués, y de los celos del Tetrarca y de las angustias de Otelo! No sospechó ciertamente tan esclarecido varón, que así Dumas como Víctor Hugo no hicieron el drama trágico, aunque tal apellidaran sus composiciones, sino lo que con más exactitud pudiéramos llamar tragedia romántica; y es claro que no ha de verse sólo en la Tragedia la catástrofe engendradora del terror y de la compasión sino la fatalidad, su principal resorte, que, si en Grecia se nombraba Destino y por él bajaban los dioses y las Furias a que lo cumpliesen los humanos, ahora se encendían las pasiones   —58→   en el pecho del hombre para esclavizarle, primero, y quemarle vivo después.

Hay en la historia de la escena no sé qué de simbólico en algo accidental y hasta insignificante, al parecer. En el teatro griego, baja el telón hasta ocultarse en el foso para descubrir el escenario, como si esto fuese símbolo de que la Tragedia desciende de las altas regiones de la mansión olímpica: los actores, en ella, aparecen de más estatura que los mortales, representan con máscara, y así las pasiones y los caracteres ostentan de continuo la misma faz, y la lucha interna casi no existe, porque no sale al rostro, al espejo del alma. En el teatro moderno, el telón es una cortina que se descorre: la comedia humana se representa por hombres verdaderos, que hablan y se mueven lo mismo que los espectadores, manifestando en el gesto de su cureña rasa (que dijo Cervantes) todos los movimientos del ánimo y los diferentes aspectos que toman las pasiones y los caracteres por la fuerza de las situaciones de la acción. En la escena contemporánea, el telón se levanta y se esconde entre las nubes y el azul de las bambalinas, como si solamente desde el humano corazón hubiera de subir el Drama a la conciencia y a la fantasía, y como si en su majestuosa ascensión quisiera señalarnos el camino del ideal del pensamiento, hijo de aquellas tres musas que llamamos antes la Religión, el Amor y la Libertad.



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- X -

Era preciso crear el drama trágico, la escena neo-romántica nacional; estrechar en un solo abrazo (lo repetiré) lo que entre nosotros se llama Tragedia (no hablo de la imitada de los griegos ni de los latinos) y lo que se llamó Comedia, si bien confundida con el verdadero Drama, allá en los siglos de oro, y, aun hoy, con una de sus clases, con el drama patético y urbano, bajo la disculpa de comedia dramática: era preciso levantarse sobre el inmenso fárrago de traducciones que abastecían los teatros y desviaban el gusto, esterilizando el ingenio nativo, y evocar a nuestros hermosos dramáticos de la época de los Felipes tendiendo entre ellos y nosotros, con los áureos eslabones de las inspiraciones indígenas, el puente de un siglo3. Pero todo ello había de   —60→   conseguirse bebiendo en los manantiales de la tradición o de la fantasía españolas, acordándose de Calderón y de Lope más que de Dumas y de Víctor Hugo, sin buscar personajes de antaño, sin olvidarse de lo caballeresco, sin que dejase de vibrar en la lira la cuerda religiosa, sin desdeñarse de pintar a la gente del pueblo, al admitir grandes y hasta príncipes del otro lado de los mares (que allí también latía España); introduciendo, como aquellos monarcas de la escena, el elemento cómico, mezclándolo con las supremas angustias de lo trágico; alternando, si se quería, la prosa con el verso en armoniosa variedad, y haciendo que los caracteres se desenvolviesen por la acción, así como en la vida, y que su vida se comprendiera sin el menor esfuerzo, siguiéndola con interés creciente, aun cuando abrazase el drama varios años y distintos lugares; consiguiendo, en una palabra, que todo pareciese tan fantástico y libre como verosímil y artístico, y que todo fuera tan hermoso y romántico como cristiano y español.

Y entonces apareció Don Álvaro.



  —61→  
- XI -

La hermosura creada por el Duque de Rivas no tiene precedentes: le pasa, en esto, lo que a La Vida es sueño, El médico de su honra, El Alcalde de Zalamea, v. gr., mucho antes que de Calderón fueron de Lope, y a Lope hay que acudir como a manantial inexhausto, si para buscar el origen de la inundación de nuestro gran Teatro, subimos contra la corriente; pero ni Segismundo ni Don Álvaro son hijos de otra fantasía que la del Cisne del Manzanares y la del converso de Malta. Porque en Malta precisamente es donde se convierte al romanticismo el discípulo de Quintana y de Alfieri, aunque ha de componer allí su tragedia de gusto clásico Arias Gonzalo (que creo perdida) y alguna otra composición escénica de poca importancia, como la comedia Tanto vales cuanto tienes: allí trata con el ilustradísimo anciano Mr. Frère (a cuya esposa, la Condesa de Erol, convenía el clima de aquella isla, por lo cual habitaban en ella),y de él aprende a conocer a los grandes ingleses, Milton, Shakespeare,   —62→   Byron, y por él (que había sido embajador de Inglaterra en nuestro país y nos conocía y nos amaba) pudo apreciar en su alto valimiento nuestros dramáticos nacionales. Y hay que unir esto a la añoranza de la patria y al encantador espejismo de su recuerdo, para explicarse la transformación de aquel poeta que, años atrás, apostrofó a Mavorte y se contentó, para vengarse de su pastorcica, con que maldijera el dios Pan sus ovejas y sus corderillos.

No hubiera necesitado a Frère, de haber leído a don Agustín Duran en su Discurso sobre el influjo que ha tenido la crítica moderna (1828) en la decadencia del Teatro Antiguo, etc., obra que en punto a conocimientos y profundidad y alcance críticos pone a su autor a nivel más alto del que después alcanzó Larra; pero Don Ángel no le conoció ni le estudió, sin duda, y las conversaciones del inglés y las lecturas y las remembranzas que han de inspirarle, andando el tiempo, aquella décima famosa del Don Álvaro:


¡Sevilla! ¡Guadalquivir!
¡Cuan atormentáis mi mente!



hicieron inútil tolo esfuerzo erudito.

Tengo por indudable que, allá entre las olas que batían la peña del proscripto, tuvo Don Ángel la visión de Don Álvaro y Doña Leonor, y que allí cruzaron por su fantasía el aguaducho   —63→   del puente de Triana, los toros de Utrera, la hacienda de Aljarafe y el orgullo de los Calatravas y la posada de Hornachuelos y el tío Trabuco: allí pensó en el retiro del claustro y en el padre Guardián y el lego Melitón, y vio a la hermosa penitente junto a la cruz iluminada por la luna, y el campamento de Veletri y nuestros virreyes de las Indias, y soñó con la patria y con las tres musas del romanticismo. Estuvo, después, en París, y, a causa de la revolución de julio (1830) y, luego, del cólera, se trasladó a Tours, y allí escribió el Don Álvaro en prosa vil. Bien Alcalá Galiano, tan insigne orador y repúblico según era literato ilustre, bien el hispanófilo Prosper Merimée, lo tradujeron al gabacho para que se representase en alguno de los teatros parisienses hacia 18314. Hízose así (y vaya el aserto   —64→   a cargo del casticísimo estilista Thebussen el Doctor) en el popular teatro de la Porte Saint-Martin, aunque diga el perspicuo D. Manuel Cañete que la buena suerte donó a los españoles las primicias de la conversión del gran poeta.



  —65→  
- XII -

No sólo como concepción sino como producción, pienso que Don Álvaro es anterior a La Espada de un Caballero del Marqués de Molins, a La Conjuración de Venecia de Martínez de la Rosa, y al Macías de Larra. Pero los tres le precedieron ante el público. No asombran, sin embargo, por su mérito; el drama romántico en dos actos escrito por Roca de Togores sólo fue representado en cierta reunión particular, y queda bien lejos del vuelo condorino del drama del Duque: y en cuanto a La Conjuración (abril, 1834,) que Menéndez Pelayo tacha de tímida, no trascendía ni a cien leguas a la musa calderoniana; que ni sus personajes eran españoles ni hablaban en verso.

Al año siguiente (22 de marzo de 1835), se presentó en el Príncipe el español Don Álvaro, tan hermoso y tan pintoresco: en él había hecho el autor notables enmiendas y lo había versificado en quince días, dejando en prosa con tino singular los cuadros populares y aquellas situaciones   —66→   en que, al rayo de la tragedia, se parten y destruyen los versos.

Por entonces, hubo de parecer Don Álvaro drama de una osadía inconcebible; y si, al estrenarse, no se reprodujo en Madrid el vocinglero escándalo del Hernani, que alborotó a los parisienses, fue porque los de la Villa del Oso no tomaron tan a pecho lo que pasaba en la función, y se contentaron con reírse, a mandíbula batiente, de los que aplaudían la muerte del Marqués de Calatrava a causa de haberse escapado un tiro, porque sí; la fuga de Leonor vestida de hombre para enterrarse viva en el desierto de Hornachuelos (¡qué nombre tan poético!); las salidas del Tío Trabuco; la bazofia que repartía como gracia de Dios a las viejas y a los cojitrancos el hermano Melitón, fraile motilón, portero y regañón, y la incongruencia del carácter del protagonista, que es torero, advenedizo, príncipe, mulato, capitán de granaderos, recluso, duelista, matador, héroe, ángel de exterminio y suicida. ¡Y que no se burlaron sabihondos censores clasiquinos del fusilamiento a que fue sentenciado el hazañoso capitán y de la sublevación que lo evitara, y de que saliesen frailes a la escena, posaderos, arrieros, majos, mendigos, estudiantes y gitanillas, soldados y canónigos, vendedores de agua y gentuza de todas clases! ¡En verdad que tenía chiste que Don Álvaro se llamara en Veletri Don Fadrique de Herreros, y que el teniente coronel D. Félix de   —67→   Avendaña fuera al mismo tiempo D. Carlos de Vargas, el primer hermanito de aquella doña Leonor tan andariega, que se larga por esos andurriales, para hacer penitencia cerca de un convento... de Franciscanos! ¡Como que no había, podido acompañar al novio! Ya que éste mató, «por casualidad, al papá de su Dulcinea de Aljarafe, bien podía la niña haberse quedado al entierro, siquiera por el qué dirán. Pero como en estos dramones románticos todo sucede a capricho de los poetas, ¿qué ha de hacer la pobre marquesita sino ir a confesarse con el padre Guardián del convento de los Ángeles, junto a una cruz, y a la fresca... y en romance en io... y a la luna?



   ¡Un año entero hacía
que bajo-tierra estaba
el ilustre Marqués de Calatrava!
Año, a siglo por día,
que estuvo la doncella
en la moruna Córdoba la bella,
recitando la larga letanía
de los pesares de la noche aquella
para después contárselo a su tía!5





Fuese luego (no es guasa)
sólo por no comprometer la casa (íd.);
y, ocultando los moños (por los pelos
podrían sospechar en Hornachuelos
que era mujer zanguangos y zanguangas),
llegó al convento con gabán de mangas6,
—68→
A la hora de maitines,
¡y con sombrero gacho... y con botines! (íd.)

¿No fuera bueno para aquella esponja
de lágrimas acerbas,
en vez de resignarse a comer yerbas,
el dar los pasos y meterse monja,
sin que anduvieran los terribles Vargas
(lo mismo el militar que el estudiante)
buscando a la mocita y a su amante,
uno por el vivac y otro por Lima,
y en coplas de a kilómetro ¡muy largas!
dando soponcios a la fausta rima?

¡Qué dramón tan inmenso y tan profundo
para tener por escenario el mundo:
La Bética, y la Italia y el Perú!
-¿Yo me entusiasmo y lo criticas tú?
¡Eh! Se me da un ardite.
Váyase nuestra dama a su escondite,
sin salir (aunque apeste) (!!!)7
Hasta que el sabio autor la necesite.
Y el bravo capitán de granaderos
deje en Veletri la española hueste,
y venga a estos linderos.
¿Hay más conventos que éste?
Aquí se meta fraile,
o que venga Quevedo a decir: ¡Haile!
Entre aquí el padre Rafael (no el gordo,
Natural de Porcuna,
que no oye cosa alguna,
y entre una tapia y él, él es el sordo)8;
—69→
Aludo al del infierno,
que huele a azufre y disimulad cuerno, (íd.)
Y ha de vivir hasta que el Duque pueda
lograr que mate al Vargas que le queda;
al que viene de Lima y sabe todo:
que es mestizo Don Álvaro y que el modo
mejor de que se arreglen los asuntos
es ir a merendar con los difuntos.

Riñen y cae a tierra el mozo esbelto,
cuando, asustada y con el moño suelto
y arrastrando el cordón de San Francisco,
ella sale a las voces del recluso;
y como es de románticos el uso,
se arma al instante el consiguiente cisco.
Reconoce al indiano, (!)
Reconoce a su hermano, (!!)
y, al reconocimiento, (!!!)
La reconocedora
Reconoce que es hora
de que acabe el romántico esperpento.

Queda aun la flor y nata:
hinca la uña el león, muere la gata,
derrúmbase el teatro,
y muere don Alfonso tres o cuatro
segundos antes de estirar la pata.
El padre Rafael se tambalea,
como si dos azumbres
tubiese ya entre el pecho y las espaldas;
remángase las faldas,
poniendo la carátula muy fea,
y sube a la más pina de las cumbres
para que todo el público le vea.
—70→
Llama allí a los infiernos;
no le responden, y él se precipita.

[...]

Ya el autor ha logrado convencernos
de que somos mortales y no eternos.
Y de que es hora de empezar la grita.

[...]



Nada de esto se dijo así según acaba de maldecirlo el autor de estas líneas, haciendo a la sátira la musa de su indignación, como para mostrar cuan fácilmente se maneja el arma del ridículo contra lo más noble y hermoso. Pero ello hubo de correr de boca en boca, cuando las risotadas clásicas se escucharon en las redacciones de algunos periódicos. Gracias a que la posición social del Duque y el aguaducho en que comienza el drama fueron parte a que no se faltara descaradamente al decoro público y a que los entendidos supusieran lo gordo del sofocón, cuando el autor comenzaba por convidarlos a un refresco. Por fortuna la obra gustó en la cazuela, continuó en los carteles y se impuso por la fuerza del genio. Claro es que a gentes a las cuales no les pasa nada en su vida y a los sordos estéticos (como les dice la Sra. Pardo Bazán) seguía pareciéndoles el drama una atrocidad inverosímil.

El Eco del Comercio, clasiquista, creo que estuvo muy gracioso a raíz del estreno; pero no quedó atrás el Correo de las Damas donde combatía   —71→   un casticísimo y ameno escritor: El Estudiante. ¡Que talentos como D. Antonio María Segovia se cieguen a tal punto por preocupaciones escolásticas! D. Eugenio de Ochoa, paladín ardoroso de la musa romántica, les hizo enmudecer desde El Artista, creado en defensa de la libertad de los ingenios. Había previsto el traductor de Hernani una vigorosísima resistencia contra la obra de parte de muchos literatos, y que el público recibiría con tibieza o con prevención un ensayo tan libre, aunque de un género verdaderamente oriundo de nuestro país. Provocaron muchos la tormenta en la primera noche; pero, según Ochoa, no llegó a estallar. De haber estallado, hubiera sido a las voces de: ¡Abajo Calderón!, a diferencia de la borrasca del Hernani, en cuyo éxito bailó la gente nueva una tarándola en el salón de descanso, al compás del estribillo: ¡Hundiose Racine! Allí vencieron los románticos, y aquí hubieron vencido los clasiquistas.

Díjose también (¡porque el público de arriba no gritó!) que los antecedentes literarios del Duque y su jerarquía social fueron las únicas recomendaciones del DON ÁLVARO a la benevolencia del público; y admirose El Eco de que el Duque de Rivas hubiera podido rebajarse hasta el nivel de los que abastecían los teatros de los arrabales de París, presentando en el nuestro una composición más monstruosa que todas las que habíamos   —72→   visto hasta entonces en la escena. Hízose, asimismo, a la obra, objeto de una censura de estadística, de las que se componen fácilmente llevando la cuenta de las veces que suena el chillido del maestro de nubes, del número de cuchilladas que se dan, del de cadáveres que salen luego a dar las gracias, de las veces que redobla la caja de truenos y se ven los relámpagos de resina y saca la dama el pañuelito.



  —73→  
- XIII -

Ochoa no se metió muy en el fondo del Don Álvaro en el artículo que le dedicó, y aun sospecho que tuvo a su autor por ingenio consciente, de esos que, como Calderón y Goethe, v. gr. demuestran en sus obras transcendentales lo que han pretendido demostrar. En otro artículo biográfico que Ochoa publicó también en El Artista, poco después, acerca de Don Ángel de Saavedra, toma vuelo al citar aquel drama bellísimo, no sin decir antes, en frase muy hermosa, que «el romanticismo es hijo de las lágrimas»; pero siempre dejando vislumbrar que el autor de tal obra tenía plena conciencia de su alcance, puesto que en ella demostró lo que se propuso, la fuerza del sino, ¡cuando demuestra lo contrario! No resisto a copiar las frases del articulista. «Dos obras dramáticas ha dado este poeta al teatro después de su vuelta a España: la comedia titulada Tanto vales cuanto tienes y el Don Álvaro o la Fuerza del Sino. La primera, cuadro de   —74→   costumbres, descolorido y frío como el género a que pertenece, composición mediana, digna de los primeros tiempos del autor: la segunda tipo exacto del drama moderno, obra de estudio y conciencia, llena de grandes bellezas y de grandes defectos, sublime, ¡trivial, religiosa, impía, terrible personificación del siglo XIX! En ella, las santas plegarias de los fieles suben al trono de Dios entre blasfemias y gritos de rabia y desesperación: en ella se ve desde el carácter más ideal, desde la creación más fantástica, hasta el rústico arriero sevillano, hasta el fogón y los cacharros de las posadas andaluzas. El Don Álvaro es una obra indifinible: es la realización de algún pensamiento profundo de su autor, ¿quién sabe?, es tal vez una de esas misteriosas monomanías que brotan de las cabezas poéticas de este siglo, ya en un drama como Fausto, ya en una novela como Nuestra Señora de París. Los que analizan el Don Álvaro escena por escena, verso por verso, buscando el pensamiento que ha presidido a su composición, se parecen al cirujano que hace la anatomía del cuerpo para buscar el alma».

A pesar de este juicio y de la alta significación de la obra del Duque, la cual ocupa tan elevado puesto en la historia del Drama (muy a la ligera, y como quien pinta a brocha gorda, se bocetó al principio de esta monserga), no creo que pueda considerarse como drama simbólico,   —75→   ni le daba por ahí a la fresca musa del de Rivas; y, de andar en ello simbolismos esotéricos y trascendentes, ¿cómo ver en la obra nada menos que la terrible personificación del siglo XIX? ¿Era Ochoa (a pesar de su mérito indiscutible) un vidente, un sensitivo de la crítica, para saber en 1835 lo que ha de significar nuestro siglo, tan mozo entonces, cuando sea mirado desde más eminente cumbre de la historia? El autor no pensó, de seguro, en tal cosa, ni ha resultado cosa tal de la inspiración que engendró su drama. Lejos estuvo, también, de sujetar su fantasía cordobesa, tan flameante y libre, a la demostración poética de un pensamiento metafísico, a la expresión del concepto de la vida (en la admirable síntesis del arte) y a la fórmula transcendente de una faz de la historia del cerebro humano, de un aspecto de la sociedad en cierto número de siglos, o de una evolución del espíritu del hombre, como aquella v. gr. tan portentosamente expresada por el genial autor de Nuestra Sra. de París en el epígrafe de uno de sus capítulos: Esto matará a aquello. Comparar a Don Álvaro con Fausto es una osadía irrespetuosa para el olímpico dios de Weimar, como lo sería para el gran astro del drama español comparar la prócer estatura del indiano, amante infeliz de Leonor de Calatrava, con el gigantesco Segismundo que, como resumen del género humano, les lleva la cabeza a los hombres. No es Don Álvaro tan grande: le   —76→   basta con ser más dramático y más español, si menos universal, aun cuando, en el fondo, sea universal siempre el tipo de un carácter. Ver en las obras literarias más de lo que hay en ellas, es mirarlas con cristales de aumento. No quiere decir que sólo se vea lo que se propuso el autor, sino el resultado de sus inspiraciones. Por esto se ha dicho, con profunda verdad, que en el genio hay mucho de inconsciente. ¿Seremos ¡ay! unos encantados por el espíritu de la Tierra y del Cosmos? Seremos moléculas de la Inteligencia Astral de los odistas?9 ¿Hay, entre lo más elevado de las facultades del hombre, algo supremo que él haya creado sin conciencia del alcance de su creación? ¿Seremos esclavos, dóciles instrumentos de las fuerzas ocultas, llámense predestinación, fatalidad, sino (signo astrológico, el zodiaco en acción) sobre los mortales, mala estrella o buena ventura? ¿O afirmaremos la Providencia,   —77→   al afirmar nuestro libre albedrío? Desde que lo negó fray Martín, el problema está encerrado en el Catolicismo y resuelto por él. Por ese tronco, arraigado en nuestra religión, corre la savia de La vida es sueño; y Don Álvaro es una de las ramas: lo más hondo que palpita en él, consiste en el problema del albedrío libre: o en el drama se afirma el sino (la predestinación) o se afirma la Providencia.




- XIV -

Opino lo segundo, y por eso califiqué al drama de español y cristiano; y, en verdad que fuera mejor decir católico: de no ser así, mal pudiéramos calificarle de romántico en el más profundo sentido de la palabra, tratándose de una obra verdaderamente nacional. Don Álvaro no es el drama de la Fuerza del sino. Segundo título tan poco feliz, tan opuesto a lo que en la fábula se desenvuelve, es una nueva mostración de que nunca segundas partes fueron buenas a excepción de la del Quijote, y, no sé hasta qué punto, la del grandioso poema dramático de Goethe. Don Álvaro, antes de todo y sobre todo, es la novela escénica del amor y de la venganza, los dos grandes resortes del romanticismo en el teatro. ¿Será preciso narrar fábula tan interesante? El ser tan conocido por los españoles, el corto tiempo que para entrar en su Certamen ha concedido el Ateneo Gaditano, y el oro falso de mis ocios que, como salteador y a deshora, tengo que   —78→   robar a mi profesión abrumante, cortan en flor el poco interés de mi relato, si pudiera tener alguno, hecha por esta pluma de ave de corral, la narración del argumento del poema.

Quien lo desee, léalo en el prólogo que a las Obras del Duque de Rivas, publicadas por los editores catalanes Montaner y Simón, puso el insigne crítico don Manuel Cañeta con aquella elegancia y aquel sereno juicio y aquella seguridad que tan íntima y claramente le personifican y distinguen.

No repitamos, una vez más, sobre las cien y cien que lo ha repetido la crítica, las justas alabanzas de aquella acción tan semejante a nuestra vida romancesca, tan llena de vicisitudes y angustias, de cuadros luminosos, de cómicas ocurrencias, de sorpresas terribles, de situaciones que aterrorizan y de efectos que pasman. ¿Ni a qué decir que los personajes son de carne y hueso, no momias ni fantoches ni ideas de papel pintado, y que hablan como deben hablar, según su profesión, su temperamento, su lugar, y al impulso de las pasiones y de los afectos que los mueven? Hay en ellos tanta variedad pintoresca como en los cuadros de la obra, la cual por los caracteres, por los trajes, por el tiempo y el espacio en que se desenvuelve tan amplio panorama, no parece sino representación fantasmagórica de la imaginación española vista al través del caleidoscopio del genio.

  —79→  

En lienzo tan grande, no hay cara ni actitud ni expresión para las cuales haya servido idéntico modelo: las figuras de segundo término están pintadas de dos o tres brochazos; en esta manera de hacer, el Duque de Rivas divisa y signe, aunque de lejos, a los monarcas Schiller y Shakespeare.

Entre los caracteres hay alguno, como el hermano Melitón, molde vivo de una serie de legos preguntones y maliciosos, en medio de su candidez sanchopancil, que repartiendo la sopa conventual, han venido apareciéndose, después, como tenores cómicos en la zarzuela; pero a ninguno se le ha ocurrido decir de sí mismo que es padre de campanillas con olor de santo10, rasgo tan original de Melitón, como aquel otro de considerarse electo para la revelación divina de que el padre Rafael era el demonio que se metió fraile11. Melitón es un gracioso de abolengo calderoniano, aunque no tan destripacuentos, porque no acostumbra meter la cuchara ni el cucharón sino en el santísimo caldero de la gracia de Dios, según solía llamar al rancho repartido por él a la pobretería.

Era un escollo no pequeño, si el pincel había de seguir la senda que se trazó para retratar la venganza, el dibujar con algún rasgo propio a cada uno de los hermanos Calatravas, que son los   —80→   que la simbolizan; pero el autor supo salvar las dificultades con aquella intuición poderosa de los que son verdaderos poetas; y, lejos de vaciar en el mismo molde las dos figuras, aunque movidas por la misma pasión y de asombrosa semejanza, dio semblante propio a cada cual; y así el Teniente Coronel de Veletri, oficial de guardias Españolas, victorioso en sus lances de honor, se distingue a la legua de aquel de la Universidad salamanquina, más espadachín que estudiante, el cual llegó a tener a los sopistas valentones metidos en un puño.

Gallarda representación de aquellos Grandes puntillosos y desvanecidos, que podían blasonar de su prosapia, porque regaron con sangre de sus venas los mismos surcos, antes abiertos por el pueblo y humedecidos por el sudor de su trabajo; nobles de cuya honra no era posible que se empañase el claro espejo, sin que recorrieran el mundo para borrar la mancha borrando de la lista de los vivos a quien los afrentó, los Calatravas sevillanos buscan por Italia, por América y por las provincias andaluzas al hombre que, según ellos, mató al Marqués su padre, para robar a su hermana querida la inocencia y la honra. Por todas partes van los dos como jinetes en el rayo de la venganza; pero son desigualmente vengativos. El militar, acostumbrado a los combates, a poner el pecho a todo peligro por causas   —81→   nobilísimas, lucha también consigo, sabe esperar a que D. Fadrique de Herreros (D. Álvaro) sane de su herida, y, al descubrir el secreto del indiano, D. Félix de Avendaña (D. Carlos) no falta a su promesa de caballero. Es cierto que no logra vencerse, ni pudiera conseguirlo el más esforzado, de tomar las pasiones el aspecto engañoso del deber; deber terrible de vengar a un padre, para que sus cenizas no se levanten del sepulcro como la sombra del Rey Hamlet en la explanada de Elsingor. Pero D. Carlos lucha, y, para hacer verosímil el conflicto, el autor ha sabido enlazar a Vargas y a D. Álvaro con una cadena de flores: la del agradecimiento por la mutua deuda de la vida. D. Carlos, por este combate contra su pasión, es más dramático que D. Alfonso, el cual, siguiendo con menos estorbos a las Furias, va camino de la tragedia. Hecho a la lógica de la espada y a la espada del pensamiento, pone la inteligencia al servicio de su rencor para que no sea fatal sino libérrimo cuanto hace; se presenta en el Perú, y allá en Lima se entera de todo lo acontecido a los padres del protagonista; viene a España en su busca; le dicen que está en el convento de los Ángeles; entra, sacrílego, en la celda del infortunado recluso; le insulta y desafía, le afrenta y escarnece; y, para vencer la resistencia de aquel hombre que no quiere volver a mancharse con la sangre de los Vargas, le abofetea, no viendo que es ya un sacerdote y que   —82→   Cristo en la Cruz está mirando y acordándoles en aquel momento la bofetada del sayón12. No le hiere el rostro porque tal afrenta sea bastante a su venganza, aunque así lo dice textualmente13, sino por suponer que su enemigo no resistirá prueba tan terrible, ni ha de presentar como el Hijo de Dios la otra mejilla: ¿cómo se hubiera satisfecho con una bofetada la venganza de aquellos Grandes de tanto copete? Después, descubre al mísero D. Álvaro el sol radiante de la felicidad que le espera como heredero del trono de sus padres, ya perdonados por el Rey de las Españas y repuestos en sus honores y riquezas; pero, una vez encendido ese sol, apágale de un soplo; quiere dar al azote de su familia el espantoso fin que merecen sus crímenes, dejándole un infierno en el corazón. Hay, pues, en D. Alfonso, un refinamiento de venganza: el autor, con singular acierto, hizo que el hijo menor del Marqués fuera la imagen viva de su padre14, y no parece sino que aquel viejo ha resucitado en el ferocísimo joven. Al final de la obra, lleva sus furores a un grado de barbarie tal, que produce el espanto: en tierra, herido de muerte por una de aquellas espadas vengadoras vuelta contra su pecho, pide, agonizante, al propio matador, que le confiese y le perdone como ministro de la Iglesia   —83→   (¡rasgo admirable de poesía y de verdad!); y cuando parece contrito y con la aureola del arrepentimiento, comete en el último instante de su agonía el crimen horrendo de Caín, diciendo aquel ¡Muero vengado!, con la satisfacción y la mueca horrible del demonio, si pudiera no ser eterno y lograra ver a sus plantas a la Virgen purísima, Reina del Cielo y Madre de todos los hombres.

En cuanto a Leonor, es un hermoso tipo de mujer española: lucha entre el amor y el deber, y al amor sucumbe, aunque no sucumba su virtud: en ella los acentos de la cuerda religiosa del Duque vibran al unísono con las edificantes palabras de la venerable figura del Guardián de los Ángeles.

No me gustan aquellos oficiales del ejército español en Veletri, que convierten su alojamiento en garito de gancho y traen nada menos que al Ayudante del General a un cuartucho indecente para hacerle trampas en el juego y para salir, después, acuchillándole entre todos. Cierto que el autor por boca de D. Álvaro les llama «la hez del ejército»; por eso resultan indignos de la española infantería. Ni me parece verosímil tampoco (creo que ya lo advirtió el Sr. Ochoa) la larga duración de la riña de los tramposos con el Teniente Coronel, la cual comienza en la casa y no termina sino después de la escena del galán en la selva. La vida militar hubiera proporcionado al   —84→   poeta otros medios para que Don Álvaro salvase la vida al de Vargas; pero como la deuda hubo de ser recíproca, no quiso, sin duda, el autor que tuvieran semejanza ninguna los dos episodios, cuando la variedad es lo que domina en esta obra admirable.

Otro defecto le señalaron los periódicos de 1835: las varias exposiciones a que obligó al autor el total desprecio de las unidades famosas. Mas éste y algunos otros reparos de poca substancia quedan para la crítica menuda: en la representación de la obra se iluminan las sombras por el foco de luz que encendió el poeta en el protagonista, tipo extraordinario y español sin que deje de ser universal, alma semibárbara procedente del cruzamiento de la sangre nuestra, tan generosa y tan altiva, con la de una raza de América donde son fuego las pasiones; víctima de la fiebre, de la demencia del amor, y valeroso contra sí mismo, cuando se trata solamente de domar su nativa fiereza, si bien su orgullo estalla en hiperbólicas comparaciones, como cuando dice a Don Carlos de Vargas:


Al primer grande español
no le cedo en jerarquía:
es más alta mi hidalguía
que el trono del mismo sol.



A quien sucumbe, de continuo, es al recuerdo de su amada: entonces aparece el verdadero   —85→   demente del corazón; pero como a las voces del amor de su pecho contestan los acentos de la venganza con el desprecio y el insulto y la provocación y la bofetada en el rostro, todo lo olvida ya: las ordenanzas militares, sus votos religiosos, su deber de imitar al Cristo, esto es, las leyes de su rey, las leyes de su Dios, todo desaparece ante la cólera y el orgullo que le conducen a nuevos crímenes, aunque, si va derecho hacia el abismo, es por su propia voluntad y no por signo alguno de las estrellas ni por el furor de los astros. Todo lo que le pasa es consecuencia lógica del error primero. La osadía, la impremeditación y la locura de los amores del arriesgado mozo, que, sin decir quién es ni a lo que viene y sin tener para los Calatravas, próceres de tan español engolamiento, méritos conocidos (pues no lo eran para ellos las muchas onzas, los dos negritos ni la guapeza y la enjundia con que lidiaba toros a pie y a caballo), pretende, a los dos meses de llegar a Sevilla, matrimoniar con la hija del magnate andaluz, y, cuando se la niegan (porque no le conocen sino como un advenedizo), asalta, a deshora de la noche y en despoblado, la estancia de su amante para llevársela por escalamiento: este funesto error de su juventud y aquellos extravíos de su locura temeraria explican y son causa de tan extraño y terrorífico poema. Si hay en esto fatalidad no es otra que la fatalidad de la lógica de los hechos, conocidos las   —86→   costumbres, las preocupaciones, las ideas, el concepto de la honra y del deber en cada tiempo. Así le ha llamado Cañete (al tratar de este drama) la fatalidad del error voluntario, y hay mucha distancia entre tal fatalismo, afirmador de la Providencia, y el fatalismo griego, que afirma la predestinación.



  —87→  
- XV -

Lo cual nos trae, como de la mano, al fondo del drama, al pensamiento engendrador, aunque el mismo poeta no sospechara su transcendencia y significación profundamente católica. En este campo se dividen las opiniones. Partidarios de la escuela romántica, dómines galicanistas, prosélitos de la moderna evolución del determinismo (nuevo semblante de la fatalidad anticristiana), todos están conformes en que el poema escénico del prócer cordobés tiene muchos defectos, no siendo los menores la falta de unidad, la incoherencia de algunos caracteres, la osada libertad con que trae al mismo escenario (!) tiempos y países diversos, la mezcla de lo vulgar con lo sublime, de la religión con la impiedad, de lo terrible con lo cómico; pero todos convienen, también, en que, si fue recibido por los sabihondos a risotada clásica por escena y aspaviento por cuadro (¡y tiene quince!), produjo un verdadero asombro y acabó por aplaudirlo a rabiar el pueblo soberano. ¡Como que por allí   —88→   relampagueaba Calderón! ¡Como que aquello era cosa nuestra y verbo del espíritu nacional, vivo en el teatro! ¿Qué tenía que ver aquel romanticismo del Don Álvaro, tan hermoso y tan español, con La Torre de Nesle ni con el Tirano de Padua, ni menos con Antony?

Donde aparece la divergencia de opiniones es en aquello de substancia, en los propósitos del autor, considerados por muchos como el defecto capital de la obra, mientras opinan otros (y, con ellos, el que escribe estas páginas) que el pensamiento palpitante en el drama es bien distinto, y aun contrario, a lo que el poeta se propuso, si es que no se propuso únicamente (como es creíble) escribir una obra romántica, promoviendo con su inspiración un alboroto. ¿Acaso Cervantes no quiso componer una sátira, un ingenioso libro cómico, y ha resultado ahora un libro verdaderamente dramático? ¿No pretendió escribir Ariosto un trágico poema, y su Orlando, ante la crítica moderna, resulta un libro cómico? ¡Qué bien lo dice el humorista Heine en aquel prólogo (no muy conocido) que puso a una lujosa edición alemana del Don Quijote! La pluma del genio (ya se sabe) traspasa los límites de sus mismos propósitos. ¡Inercia de la inspiración!

El tal defecto (para mí gran belleza) está, según dicen, en el mismo asunto, bien mostrado en el segundo título de la obra, La Fuerza del sino, en cuya frase aparece la superstición astrológica   —89→   de los siglos medios exhumados por el romanticismo, el horóscopo y el signo de la astrología judiciaria, algo distinto de la fatalidad de los griegos, pero siempre idea de la predestinación, aunque el predestinante no fuera Júpiter y sí una estrella de más o menos puntas15.

Don Nicomedes Pastor Díaz, pensador ilustre y elegantísimo biógrafo de D. Ángel de Saavedra, dice textualmente que «el defecto de su grande obra está en la idea de reproducir en Don Álvaro la fatalidad que impulsa al Edipo de los griegos a ser el azote de su propia familia». No creo lógica la comparación de ambos personajes, a no ser porque son distintos y no tienen nada de común. Aun cuando la fuerza del sino terrible en que a Don Álvaro le tocara nacer, fuese el Deus (o el Zeus) de la acción (y no hay tal), siempre resultaría que si en el cristianismo, si en pueblos cristianos, mejor dicho, aparece la superstición de lo que predicen las estrellas, es considerándolas como instrumentos providenciales y no como fatalidad del antiguo destino, así como es la suerte, en nuestros días, nueva forma supersticiosa, la cual, allá en el fondo, no deja de ser afirmación inconsciente o instintiva de esa fuerza suprema y oculta que mueve la gran máquina del Universo y ante cuyo poder la humanidad es polvo.

  —90→  

Alguien ha dicho (no sé quién ni en dónde) que el personaje del drama de Rivas no es otra cosa que un Edipo cristiano; manifiesta contradicción, puesto que la idea cristiana excluye la de fatalismo: hasta Lutero, que cuando proclamaba el libre examen negaba el albedrío, arrojó en el piélago de la fatalidad el áncora salvadora de la fe en los méritos del Redentor del hombre.

No pensó así, aunque a primera vista lo parezca, el casticísimo Pastor Díaz; pensó lo contrario; porque si, según él, reprodujo el Duque en su obra las ciegas leyes del Destino, podrá ser Don Álvaro un Edipo moderno, pero no un Edipo católico. Y es lo singular de su crítica que, deduciéndose de la censura lo poco, lo nada o lo mal cristiano del poema, se deduce, también, de los elogios, su manifiesto españolismo, lo cual resulta una nueva contradicción, como lo es asimismo la de considerarle (muy justamente) hermosa personificación de la musa romántica: dígolo, porque en España no puede ser romántico lo que no es español, y no puede ser romántico ni nacional lo que no es cristiano.

El Duque, tan cristiano como español, no pensó, de cierto, en la fatalidad helénica, de la cual, dicho sea de paso, hubo de protestar la gran tragedia heterodoxa; no se propuso el de Rivas mostrar de nuevo aquella fuerza; sólo se presentaron a su imaginación las consecuencias (fatales   —91→   como todo efecto, conocida la causa) de un crimen inconsciente, efecto, a su vez, de una falta voluntaria; y, acaso para ser entendido por la muchedumbre, puso el segundo título a su obra. No es posible creer que, al escribirla, pensase en el Deus est machîna de la tragedia clásica. Si no sospechó lo transcendental de su novela escénica, puso, sí, de relieve, reproduciendo bellamente la vida, las enseñanzas fecundas de los errores de la juventud desatentada y loca. Y si no pensó nada de ello, ¿qué importancia tiene su propósito? -«Habladme de lo que hice (dijo, yo no sé cuándo, Víctor Hugo, refiriéndose a sus escritos); no me habléis de lo que quise o debí hacer».- Así promulgó una ley de crítica.

Con respeto y admiración citaré el nombre del reverendo padre Blanco García, agustino, profesor en el Colegio del Escorial y autor preclaro de la historia de nuestras letras en el siglo presente: con Pastor Díaz va, y en compañía de los que juzgan las producciones artísticas por los propósitos de su autor. ¡Cómo si la crítica sólo debiera escudriñar las fuerzas y no la resultante; lo que quiso hacer el poeta, y no lo que ha hecho! Para el P. Blanco, D. Álvaro lleva en sí todo el pensamiento del autor (nadie lo niega), y es claro que en las palabras de esta hermosa figura debe manifestarse aquél.

¿Qué pensar, pues, de quien exclama:

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   ¡Qué carga tan insufrible
es el ambiente vital
para el mezquino mortal
que nace en signo terrible!
¡Qué eternidad tan horrible
la breve vida! ¡Este mundo
qué calabozo profundo
para el hombre desdichado
a quien mira el cielo airado
con su ceño furibundo!

   Parece, sí, que a medida
que es más dura y más amarga,
más extiende, más alarga
el destino nuestra vida.
Si nos está concedida
sólo para padecer,
y debe muy breve ser
la del feliz, como en pena
de que su objeto no llena,
¡terrible cosa es nacer!



¿Qué opinar del que dice en el mismo monólogo, digno de Calderón:



¡Cuanto, oh Dios, cuánto se engaña
el que elogia mi ardor ciego,
viéndome siempre en el fuego
de esta extranjera campaña!
Llámanme la prez de España,
¡y no saben que mi ardor
sólo es falta de valor;
pues busco ansioso el morir,
por no osar el resistir
de los astros el furor!16



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Si el pensamiento del drama sólo es el del autor y el del protagonista, ¿cómo ver en la obra más transcendencia que... ¡la del furor de los astros? (!)

Lo que no se puede negar es la superstición del personaje. Él cree en lo del sino, en el ceño furibundo del cielo, y en la suerte y en el destino, los cuales no le permiten ni morir; y se explican estas creencias, sabiendo que ha crecido entre bárbaros, según dice, allá en la tierra de los Incas, cuya sangre circula por sus venas; pero ¿esto quiere decir que se demuestren en el drama todas esas cosas?

No hay en Don Álvaro, según el agustino escurialense, afirmación ninguna de la Providencia, esto es, de la libertad en los personajes para seguir el camino del mal o la senda del bien: no es, pues, en su concepto, un drama cristiano; y es incomprensible cómo no niega, por consiguiente, su nacionalidad y su romanticismo: está en el mismo caso que D. Nicomedes Pastor Díaz. Ni uno ni otro quisieron, de seguro, contradecirse al emitir sus opiniones; pero si no resulta la contradicción, no entiendo una palabra de lo que han querido decir.

Pensando en lo que significa este drama respecto al tiempo en que aparece; no pudiendo olvidar la revolución de la cual es la primera figura, ¿cómo no considerarle la más gallarda del neo-romanticismo nacional, y, por esto mismo,   —94→   ejemplo vivo y evidente de la divina Providencia? Demuéstrese que allí no late el espíritu de la patria, el del amor, el de la religión y el de la libertad y me convenceré de su heterodoxia.

Acaso el público, la gran multitud que aplaude el drama desde hace casi trece lustros, no olvida la idea de su segundo título; pero, durante la representación, no hay quien se acuerde de fuerza del sino distinta de la lógica de los hechos que se van sucediendo por consecuencia del primer arrebato pasional, siempre digno de la compasión de los que no podemos arrojar la primera piedra. Por eso el coro de los frailes que, al arrojarse el protagonista al precipicio, pide al Señor ¡misericordia! no deja duda de que el fatalismo no impera allí, porque las puertas del cielo se abren de par en par a quien aprovecha, para su salvación, (como dijo Zamora en El Convidado de Piedra) la eternidad de un instante.



  —95→  
- XVI -

No piensa con el agustino ni con el biógrafo mencionados el ogro de los dramaturgos de nuestros días D. Manuel Cañete. Léase su profundo juicio acerca de esa joya con que el poeta cordobés prendió el manto de rey al romanticismo español: en el ya citado prólogo a las obras del Duque podrá saborearle todo enamorado de las letras patrias. Opina nuestro crítico que el estupendo Don Álvaro presenta una nueva faz de la idea generadora de El moro expósito con el sello de una originalidad más profunda, y que en todo el teatro español (supongo que aludirá al de nuestro siglo) es la obra más notable por su nacionalidad y la más peregrina, verdadera y valiente personificación de nuestra literatura romántica. Para Cañete, la idea del poema épico citado está reducida a manifestar simbólicamente la justiciera sabiduría de la Providencia17, y considera   —96→   el drama trágico del Duque como faz distinta de esta justicia tan visible en aquella obra. No faltó, por cierto, un notable crítico francés, Mr. de Mazade (1846) que vio en ella, también, la mano de la fatalidad: el académico de la Española demuestra lo contrario, si bien sospecha que el autor llegó al simbolismo de la providencial justicia sin previa deliberación.

Y lo mismo que El moro expósito significa Don Álvaro, y lo mismo acontece en él con respecto a la inconsciencia y a sus propósitos de autor. Esto dice el erudito señor Cañete, añadiendo que el héroe de La fuerza del sino está condenado a sufrir las consecuencias del fatalismo del error voluntario (ya se dijo en otra ocasión), pero no abandonado a los horrores de una predestinación criminal indeclinable como la de Edipo.

Don Álvaro quiere robar una hija a su padre, aunque con propósitos nobles; es libre para elegir entre el bien y el mal, y elige la senda que más fácilmente le puede conducir al crimen; el que llega a cometer es involuntario; pero no hay buen fin por mal camino. Leonor es causa involuntaria de la muerte del Marqués, su padre, y de la perdición de todos los suyos, por su falta de obediencia. Disculpados están los dos amantes por la misma locura de amor que los incendia, y harto castigado está quien acierta a labrar su propia desdicha. Para vencer en la lucha de las   —97→   pasiones contra la razón, es menester que el alma llegue a la estatura de los gigantes como Segismundo, ya que no esté forjada por la Ciencia a golpes del deber en el yunque de un corazón, como el de D. Lorenzo de Avendaño, el personaje más grandioso, si no el más humano (real) de la maravillosa fantasía de Echegaray. Pero la juventud, la fogosidad, la raza, el temperamento del indiano son fuerzas que empujan al huracán de sus pasiones, que quiere apagar la antorcha de la Gracia.

No siguen su luz, que ilumina la senda del bien; no lo elijen, por cierto, los dos hermanos Calatravas, puesto que sólo viven para la venganza, la cual es, en ellos, «degeneración bastarda del cariño filial, profanación impía de lo más noble, puro y tranquilo de los sentimientos humanos»18. Y si van voluntariamente buscando la venganza, sea por perversión moral o por preocupaciones de su clase y de su tiempo no vencidas por la razón, ¿qué han de encontrar sino el castigo? Si van por el sendero de la muerte, ¿qué extraño ha de ser encontrarse con ella? ¿Tienen derecho a castigar faltas de nadie? El castigo que llevan, muriendo a manos del mismo de quien habían de vengarse, no es fatal sino providencial. Si todos en el drama usaran bien del albedrío, si todos fueran vencedores de   —98→   sus pasiones, quedaría bien pronto «hecha pedazos la cadena de esa aparente fatalidad y desaparecería el fantasma de la fuerza del sino», como dice el ilustre literato a quien sigo en este parecer. En un punto me hallo distante de tan sesudo pensador, porque no puedo acostumbrarme a ver símbolos por todos lados. Conforme estoy en que «la idea cristiana» sea el espíritu de la grandiosa producción y «se patentice en ella incesantemente»; pero no pienso con el crítico que «Leonor sea el símbolo de la caída de la humanidad y de su inmediato castigo». «Dios maldice al hombre -escribe Cañete- y o se abren para él las puertas de la amargura: el padre maldice a la hija, y se abren para ella las puertas de la desgracia». Y la compara con Adán, cuando yo pienso que hubiera sido más exacto compararla con Eva, y... ¡adiós el simbolismo! Esto, sin atender a que las consecuencias de la maldición paternal, como productora de la desgracia, serían una representación de la fatalidad, y, en este sentido, ¡adiós pensamiento cristiano!

Creo que baste a la grandeza de la obra, aparte de símbolos y alegorías, la idea moral que desenvuelve.- «¿Acaso no es la demostración viva del fin que tienen los errores de la humanidad, de las angustias a que nuestras faltas nos condenan, de que para salvarnos de la perdición a que   —99→   nos arrastran las propias culpas queda siempre a la divinidad el gran poder de la misericordia?»

Con estas palabras del ilustre académico he de terminar, porque no podría añadir nada nuevo a lo dicho por él. Y eso que opinó, con modestia suma y loable, que aun no había sido juzgado merecidamente el drama trágico de D. Ángel de Saavedra, esperando de alguno de más autoridad que el prologuista de sus obras un juicio que estuviese a la altura de tan famosa creación. Disiento, en esto, del señor Cañete, porque estoy convencido de que fue maravillosamente comprendida por su sagaz ingenio crítico. Para resistir el impulso de seguirle, poniendo el cuello al yugo de la servidumbre que impone su talento, quise, adrede, separarme del camino trillado, y, en vez de ceñirme a exponer el juicio de la obra (que, conocida mi ignorancia, no hubiera logrado ser muy original), y lejos de considerarla aisladamente (como no están las cosas en el mundo real de la vida ni en el mundo ideal del arte), pretendí, más bien, hacer una excursión crítica, aunque a grandes saltos, para poder divisar, entre las otras cumbres de la poesía dramática, la montaña por donde apareció el sol del Don Álvaro.

El Duque de Rivas, en esta grandiosa muestra de su inspiración, se excedió a sí mismo: cuando se llega a estas alturas, no resta sino   —100→   descender. Nuestro romanticismo del siglo XIX no ha producido una figura ni un drama semejantes. La nobleza, la arrogancia y la locura del amor de Manrique; las angustias y las blasfemias sublimes, de Marsilla; la terrible situación del grandioso Simón Bocanegra; la hermosa María de Venganza Catalana; el bizarro Don Pedro I, y el trágico, el interesantísimo Gabriel de Espinosa (los de Zorrilla); el esbelto Don Carlos de Quirós, mártir de su palabra, y el portentoso Yorik y el salvaje Haroldo, y el otro mártir del deber Don Lorenzo de Avendaño, todos palidecen ante Don Álvaro, y todos para entrar en el templo de la Gloria se descubren cuando él se acerca y cruza los umbrales. Sólo hay uno que le mira y le saluda sin descubrirse: Don Juan Tenorio. Pero éste es personaje de nuestro gran Teatro, venido hasta nosotros así como para dar la mano al amante de Doña Leonor de Calatrava y como para tender mejor aquella cadena y aquel puente de un siglo que hubieran unido nuestra dramaturgia con la del siglo XVII, de haber acertado a crear una verdadera Casa de Calderón.



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- XVII -

A disponer de tiempo, no terminaría esta monserga sin dedicar algunas frases al autor del poema escénico, objeto de este estudio; sin apuntar las ediciones que del drama se han hecho y sin hacer algunas consideraciones acerca de la ópera de Verdi La Forza del Destino y ver hasta qué punto comprendieron el compositor y el libretista la majestuosa creación19. Algo habría de ocurrírseme, también, acerca de la representación del drama, aunque sin detenerme mucho en lo mal que lo entendieron y lo entienden los comediantes, con rarísimas excepciones.

Estrenado la noche del 22 de marzo de 1835 en el Teatro del Príncipe, alcanzó una muy feliz interpretación, en conjunto: las partes principales fueron desempeñadas o por eminencias de entonces, o por quienes, después, llegaron a serlo. La hija preclara de la «Paloma del Mediterráneo»,   —102→   (como llama un poeta a la Isla de Mallorca), más claro, doña Concepción Rodríguez (Leonor), que divide la admiración del siglo XIX con la jamás bien ponderada Matilde Díez; el famoso García Luna, primer Don entre los comediantes y primer profesor en el Real Conservatorio; los hermanos Romeas, de los cuales Don Julián asomaba ya la luminosa frente, aquella frente donde tenía su habitación aquel inimitable genio suyo; el eminente Don Antonio Guzmán (Melitón) no igualado aún en el talento ni en la gracia española, y aquella Preciosilla del puente de Triana, estrella matutina del arte, la cual había de eclipsar a la misma insigne esposa del Maestro entre los maestros, Don Juan de Grimaldi, ¿qué no harían con sus prodigios de imitación artística, interpretando inspiración tan alta y versos tan gallardos y tanta verdad y tanta poesía y españolismo tanto y tanta espantosa borrasca de los corazones!

Lo que Don José García Luna (felicísimo en las situaciones de verdadera realidad dramática) no pudo entender bien, a causa de la excesiva afición de los cómicos a la dichosa naturalidad y al naturalismo efectista, es precisamente lo más hermoso del Don Álvaro: la demencia amorosa, tan a maravilla retratada en el segundo cuadro de la jornada primera, cuando asalta el enamorado mancebo la estancia de su enamorada.

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En esto, ha sido más feliz en nuestros días el romántico y fogoso Rafael Calvo, el cual nunca olvidaba aquella nota dominante, que lanza, como lira de la juventud, el corazón del héroe. En otros pasajes, Tamayo, Don Pedro Delgado, Vico, le han llevado ventaja, sin llegar ninguno a la cumbre del personaje en toda su grandeza. No cuadraba tampoco a la pequeña estatura del último trovador (según llamó a Calvo el autor de La Pasionaria) un personaje que en nuestro ejército de Italia fue Capitán de Granaderos; ni deja de tener razón el señor Izaguirre, al señalar en su estudio acerca del artista los defectos de su representación de Don Álvaro. Pero sigo creyendo que su demencia amorosa, síntesis del carácter poético del personaje, lo compensaba todo.

A mayor altura han rayado las damas: rara es la que no siente el personaje Leonor. Todas lo han hecho bien.

Siento no saber, para terminar este estudio, lo que del drama opinó el primer orador de nuestro siglo y de nuestra nación Don Antonio Alcalá Galiano, a quien dedicó su hijo predilecto, dígase su grande obra, el perínclito Duque de Rivas, como «prueba de constante y leal amistad, en próspera y adversa fortuna».

Pero ya que lo ignoro, daré fin hoy a mi propósito con las elocuentísimas palabras que le dedica, aunque de paso únicamente, el portento de   —104→   nuestra crítica literaria. En un libro alemán que, tiempos ha, tradujo, y al que hubo de ponerle adiciones inestimables en defensa de España, dice, hablando de nuestras letras en el período del romanticismo:

«Sobre todas estas obras (las del Duque) se levanta Don Álvaro con majestad soberana.

Don Álvaro es, a no dudarlo, el primero y más excelente de los dramas románticos; el más amplio en la concepción y el más castizo y nacional en la forma. Inmenso como la vida humana, rompe los moldes comunes de nuestro teatro, aun en la época de su mayor esplendor, y alcanza un desarrollo tan vasto como el que tiene el drama en manos de Shakespeare o de Schiller. Una fatalidad, no griega sino española, es el Dios que guía aquella máquina y arrastra al protagonista, personaje de sombría belleza. Todavía más que lo principal del asunto valen los detalles y los episodios, en los cuales triunfa el pintor de costumbres y el hombre del pueblo, como lo era en lo más íntimo de su alma el Duque de Rivas, a pesar de su larga y nobilísima prosapia. Estos cuadros, escritos por lo general en prosa (el aguaducho, la posada de Hornachuelos), como ejemplos de diálogo picaresco y sazonado, rebosando gracia y malicia, no tienen igual desde Cervantes.

Cuando Don Álvaro apareció triunfante en 1835 sobre las tablas, donde sólo le había precedido   —105→   la tímida Conjuración de Venecia, el escándalo debió de ser enorme. Aquel drama rompía con todo lo conocido, y quizá ni el mismo Duque, poeta más espontáneo que reflexivo, veía toda la transcendencia de él. Hoy mismo se le confunde con obras muy inferiores; pero en realidad se alza como un monumento aislado, y no ha tenido ni discípulos ni secuaces».

Menéndez Pelayo lo ha dicho.





 
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