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Don Pedro Figari

Ricardo Güiraldes


[Nota preliminar: Obra cedida por la Biblioteca de la Academia Argentina de las Letras. Digitalización realizada por Verónica Zumárraga.]



Se ha cerrado hace pocos días la exposición del pintor Pedro Figari. La prensa, y en particular los grandes diarios, han dado cuenta de este acontecimiento artístico.

El catálogo de las obras expuestas este año, lleva agregado un compacto comentario crítico, en que se revela el asombro y entusiasmo con que fue acogida la aparición del gran pintor en Buenos Aires, París y Montevideo. Este asombro y este entusiasmo están plenamente justificados. Primero: Figari traía sujetos intactos (salones patricios, candombes, tropillas, bailes camperos, etc.) que nos tocan directamente. Segundo: el modo de tratar estos sujetos no sólo era de una sincera originalidad, sino de una belleza de materia y audacia en la resolución que merecían el calificativo de magistrales.

En aquella irrupción de entusiasmo algunas voces de oposición se manifestaban limitándose las más de las veces en señalar una no conformidad. Ahora se oye mejor la protesta pertinaz. ¿Qué reproche o ataque pueden dirigirse contra Figari? Desgraciadamente no lo sabemos, ni es la franqueza una característica de los negadores porteños. Se prefiere a una actitud hostil pero neta, el medio elogio despectivo, la frase de perfil, o la ridiculización en los pequeños cenáculos de fracasados.

Una obra como la de don Pedro Figari ejerce, por su simple presencia, una serie de influencias que no fueron buscadas por el autor. El solo hecho de sacar a la luz una tan grande variedad de motivos que otros rechazaron, demuestra que esos otros no supieron ver lo que tenían más cerca. He oído muchas veces protestar contra el país acusándolo de carecer de motivos pictóricos y puedo citar frases que algunos reconocerán: «La pampa podrá ser musical o poética, pero no pictórica». «¿Quién va a poner en una tela nuestras chatas y horribles casas de campo tan sin gracia, sin fantasías». «¿Cómo se va a trabajar donde ni siquiera se encuentra un modelo?». «Aquí no hay ambiente para el artista», etc...

Pues bien, Pedro Figari prueba que es pictórica la pampa y que se pueden utilizar con gran ventaja las casas chatas. Para él no hay carencia de modelos, porque no busca hacer el eterno desnudo tirado en un diván con un abanico o una pera en la mano. Tampoco le hace falta el ambiente, porque el ambiente es él. ¿Qué ambiente tuvo José Hernández?

Ser artista es querer, admirar o gozar de las cosas que la vida proporciona y esforzarse en conseguir los medios de comunicar ese querer, esa admiración o ese goce. En la medida que un artista logre fijar y exponer su sentir está su grandeza y ésta no se modifica por la incomprensión o la mala voluntad de los que miran.

Don Pedro Figari ha vivido un mundo en amor y en inteligencia. Eso es lo que nos da. ¿No tiene el «metier» de Velázquez? ¿No pinta como Zuloaga? ¿No se parece a Zügel?... Indudablemente no; pero tiene el «metier» de Figari, pinta como Figari, y se parece a Figari, por la sencilla razón de que puede encontrarlo todo en sí mismo y sin pedirlo a los vecinos.

Esto no quiere decir que se proponga hacer algo diferente a lo que hacen los demás, ni que se oponga a un determinado modo de pintar. Hacer una obra por oposición a otra, es pertenecer todavía a la obra que se repudia. Nada de esto hay en Pedro Figari. Lo que a él le interesa es la vida de sus paisajes y de sus figuras, el significado de sus ambientes, la alegría, la risa, el llanto, el amor, la muerte del hombre. Eso es lo que Figari lleva en sí con tanto cariño, que ha sacrificado su vida a la de sus representaciones interiores. Todo el que quiere la vida experimentará alegría, tristeza, emoción ante sus cartones.

Sí, pero ¿qué me dice usted de este pie? Digo, señor, que no entiendo de pies cuando me habla de alma.

¿Por qué la busca del detalle ínfimo en la intención de destruir? Es el método del pequeño contra el grande, el método de abajo arriba, el método de la herrumbre en la estatua y del microbio en el hombre.

Para los que gustan juzgar tecnicismos hay en la obra de Figari un amplio margen de satisfacciones. Si pocos pintores son tan puros ante su propia emoción, también pocos son más sabios en el empleo de los medios para comunicarla. No creo que esta sapiencia sea ejercida con premeditación, sino como producto de una intuición segura.

Riéndose con sus bochadores, abismándose ante el desierto con sus gauchos, zarandeándose con sus negros infantiles y pomposos, maldiciendo con sus matronas, Figari encuentra una extraordinaria verba pictórica, para mostrarnos sus infinitos recursos. Las gradaciones más finas, los contrastes más fuertes son tratados siempre con perfecto equilibrio del conjunto. Y si sabe reducirse a tonalidades grises trabajando con colores entremezclados, también sabe contraponer complementarios de modo que se exalten entre sí. Cosa más curiosa es su capacidad de entreverar en un cartón los tonos primarios a los que en otra paleta resultarían sucios. Un vermillón, un azul de cobalto y un amarillo de cadmio puros van de pronto interpuestos en una armonía de tonos degradados sin desbaratar el conjunto. Figari conoce profundamente el alma de los colores como conoce la de los personajes y las cosas. Los matices del negro le sirven para solemnizar las procesiones enlevitadas de sus morenos, tanto como para ensombrecer con cuatro toques una torpe escena de asesinato o de luto. En sus escenas de bajos fondos emplea eficazmente la lividez de los verdes diluidos. El rojo es una aparatosa ostentación en un traje como también una sugestión de sangre en un entrevero. Los celestes, violetas, rosas, dorados y blancos son un donoso muestrario de distinción en las faldas femeniles.

Y sabe además la sugestión que pueden imponer las formas, inquietándonos con una vaguedad de contornos, imponiéndonos una pesadumbre en la presencia insistente de algún edificio lamentablemente cúbico, sugiriéndonos un afán de fuga en un liso desbande de colores estriados. ¡Qué no sabe y qué no pende Figari en sus cielos!

Y esto me aparta nuevamente de su técnica para caer en la humanidad pululante de sus sujetos: Mundo extraordinario de diversidad, reducción sintética de todo el vivir de un país que esperaba su artista.

Nos paseamos entre los cuadros de Figari viéndonos en nuestro campo, en nuestras casas, en nuestros antecesores, con enmudecida gratitud. Él nos ha querido, él nos ha dicho.

Y para terminar este pobre reflejo de lo que he sentido en su pintura, gracias a don Pedro Figari, gracias por mí y por todos los que han purificado su frente en su obra fresca y continua como un manantial.

Agosto de 1924.

Ricardo Güiraldes.





Martín Fierro, segunda época, año I, núm. 8 y 9, Buenos Aires, agosto-septiembre 6 de 1924.



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