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Los comentaristas del Quijote no han desperdiciado campo tan feraz para buscar modelos y analogías, y se han remontado a lejanas ascendencias escritas, y por el otro extremo temporal han llegado a la tradición oral contemporánea. Que el artificio era de rancia tradición folklórica lo declara el propio Cervantes, sin embargo. Sancho ha acabado abruptamente su cuento, y apostilla el autor por boca del protagonista: «Dígote de verdad -respondió don Quijote- que tú has contado una de las más nuevas consejas, cuento o historia, que nadie pudo pensar en el mundo, y que tal modo de contarla ni dejarla jamás se podrá ver ni habrá visto en toda la vida, aunque no esperaba yo otra cosa de tu buen discurso.» No cabe dudar después de estas palabras que don Quijote era tan buen catador de ironías como su creador.

 

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Recordará don Quijote, ya a punto de comenzar su penitencia: «Una de las cosas en que más este caballero [Amadís] mostró su prudencia, valor valentía, sufrimiento, firmeza y amor fue cuando se retiró, desdeñado de la señora Oriana, a hacer penitencia en la Peña Pobre ... Ansí, que me es a mí más fácil imitarle en esto que no en hender gigantes, descabezar serpientes...» (I, XXV).

 

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Don Quijote, nuevo Adán, como ya he dicho inducido por otros motivos, se saca a Sancho de una de sus costillas. Cuando el cura y el barbero le encuentran en las faldas de la Sierra Morena presencian este espectáculo: «Decía esto Sancho con tanto reposo, limpiándose de cuando en cuando las narices, y con tan poco juicio, que los dos se admiraron de nuevo, considerando cuán vehemente había sido la locura de don Quijote, pues había llevado tras sí el juicio de aquel pobre hombre» (I, XXVI). Y todo esto recibe tácita confirmación en la aventura de los cueros de vino, cuando Sancho y don Quijote creen que éste ha cortado la cabeza del gigante Pandafilando de la Fosca Vista, el enemigo de la princesa Micomicona, «como si fuera un nabo». Pero la cabeza no se encuentra por ningún sitio: «Andaba Sancho buscando la cabeza del gigante por todo el suelo ... Y estaba peor Sancho despierto que su amo durmiendo» (I, XXXV).

 

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Nuevo caso de la quijotización de Sancho que agregar a los ejemplos de la nota anterior.

 

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Es curioso observar que la aventura del barco encantado había tenido, a su vez, anticipaciones en la imaginativa de don Quijote. Cuando se abre la segunda parte dialogan nuestro héroe, el cura y el barbero. Don Quijote lamenta la ausencia de caballeros andantes en el mundo moderno, y dice: «Ya no hay ninguno que saliendo deste bosque entre en aquella montaña, y de allí pise una estéril y desierta playa del mar, las más veces proceloso y alterado: y, hallando en ella y en su orilla un pequeño batel sin remos, vela, mástil ni jarcia alguna, con intrépido corazón se arroje en él, entregándose a las implacables olas del mar profundo...» (II, I). Es evidente que al llegar al Ebro y encontrar el barco don Quijote siente el imperativo de declararlo encantado por la simple razón de que el barco análogo vivía desde hacía tiempo en su imaginativa. Es caso idéntico al del encantador que escribe la primera parte de sus aventuras; el autor de ellas no puede ser otra cosa, ya que el sabio historiador vivía en su imaginativa desde el segundo capítulo de la primera parte. Aclaro ahora que algunas de las ideas que he desarrollado en el texto aparecen más en cifra en el capítulo sobre Don Quijote que redactamos mi querido amigo E. C. Riley y yo para nuestro libro Suma cervantina (Londres, 1973). Más sobre el barco encantado podrá encontrar el lector en este libro.

 

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El episodio de la cueva de Montesinos ha sido estudiado desde muchos puntos de vista, y lo escrito sobre el tema es más que abundante; una buena bibliografía que le sirva de guía en esta tupida espesura encontrará el lector en el artículo de Helena Percas Ponseti «La cueva de Montesinos», Revista Hispánica Moderna, XXXIV (1968), páginas 376-99.

 

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Hasta la sabiduría popular de Sancho Panza está por encima de la seudoerudición del estudiante. Pregunta Sancho al guía y humanista: «Dígame ahora, ¿quién fue el primer volteador del mundo? -En verdad, hermano -respondió el primo-, que no me sabré determinar por ahora, hasta que lo estudie. Yo lo estudiaré en volviendo adonde tengo mis libros, y yo os satisfaré cuando otra vez nos veamos; que no ha de ser ésta la postrera. -Pues mire, señor -replicó Sancho-; no tome trabajo en esto, que ahora he caído en la cuenta de lo que le he preguntado. Sepa que el primer volteador del mundo fue Lucifer, cuando le echaron o arrojaron del cielo, que vino volteando hasta los abismos» (II, XXII). El tapabocas cervantino al estudiante y humanista está en perfecta consonancia con lo que nos declara el propio Cervantes acerca de sí mismo: «Naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos» (I, Prólogo).

 

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En su relato de lo visto de las profundidades de la cueva, don Quijote menciona a Dulcinea encantada: «Cuando Sancho Panza oyó decir esto a su amo, pensó perder el juicio, o morirse de risa; que como él sabía la verdad del fingido encanto de Dulcinea, de quien él había sido el encantador y el levantador de tal testimonio, acabó de conocer indubitadamente que su señor estaba fuera de juicio y loco de todo punto» (II, XXIII).

 

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Hay un interesantísimo texto platónico que puede servir de apoyo a las preguntas del texto, ya que no de respuesta: «A menudo habréis oído preguntar a las personas: “¿Cómo se puede comprobar que en este mismo momento estamos dormidos, y que todos nuestros pensamientos son sueños; o bien, que estamos despiertos, y hablando uno con otro en estado de vigilia? Porque todos los fenómenos se corresponden, y no hay dificultad alguna en suponer que nos hemos estado hablando ahora en nuestro sueño; y cuando en un sueño expresamos pensamientos que son sólo sueños, el parecido entre los dos estados es muy sorprendente”», Teeteto, 158.

 

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En el episodio de la cueva, Cervantes pone en boca de Durandarte unos versos de romance: «¡Oh, mi primo Montesinos! Lo postrero que os rogaba» (II, XXIII). Esto nos apunta hacia las fuentes del episodio en el Romancero, y los cervantistas han puesto esto en claro con afán. Citaré a Diego Clemencín, uno de los primeros y más ilustres, quien anota los versos recién copiados así: «Cervantes, copiando de memoria este pasaje, mezcló en él versos de dos romances antiguos que tratan de la muerte de Durandarte.» Y explica que uno de ellos se halla en el Cancionero de Romances, Amberes, sin año, y el otro en el Romancero historiado (1579), de Lucas Rodríguez, con cierta originalidad en los dos últimos. La diligencia de Francisco Rodríguez Marín, en nota al mismo pasaje, adujo el romance burlesco de don Luis de Góngora «Diez años vivió Belerma» -su composición la fechó el manuscrito Chacón en 1582; su primera publicación ocurrió en Flores del Parnaso. Octava Parte. Recopilado por Luis de Medina (1596)-, pero el romance de Góngora, conocido, casi con seguridad, por Cervantes, se dilata en un amplio discurso en que doña Alda aconseja a Belerma, discurso cargado de misoginia, nota ausente en todo el Quijote.

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