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«Función del cuento popular en el Lazarillo de Tormes», Actas del Primer Congreso Internacional de Hispanistas (Oxford, 1964), páginas 349-59. Es doloroso recordar que tan admirada amiga ya no pudo leer este trabajo, presentado, sin embargo, por su fiel marido.



 

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«Niño de la piedra, vale expósito, en el Reyno de Toledo, de una piedra que está en la yglesia mayor, donde vienen a echarlos», Sebastián de Covarrubias Orozco, Tesoro de la lengua castellana o española (Madrid, 1611), s. v.



 

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Desde luego que no hablo de modelos literarios, porque ya hemos visto cómo el propio don Quijote decide imitar a Amadís de Gaula en la Peña Pobre en el episodio de la penitencia en Sierra Morena. Y si nos metemos en la historia literaria de inmediato tropezamos con el anónimo Entremés de los Romances, cuyo labrador loco, Bartolo, y su escuderil Bandurrio pueden haber inspirado los primeros capítulos de nuestra novela máxima. Pero ya bastante tinta se ha gastado en esta polémica y otras semejantes, y no la aumentaré más.



 

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La más conocida imitación del Quijote con anterioridad al siglo XIX es el poema heroico-cómico Hudibras (1663-1678), del inglés Samuel Butler. Mas la obra no sólo está en verso, sino que su propio argumento no es más que un pretexto para poner en solfa a los puritanos. La forma de vida de don Quijote no es en ningún momento objeto de la consideración de Butler.



 

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Escribía el propio Flaubert: «Je retrouve mes origines dans le livre que je savais por coeur avant de savoir lire: Don Quichotte» (Correspondance, II). Pero este Quijote con faldas, como llamó Ortega y Gasset a Emma Bovary, ya tenía antecedentes literarios en el otro extremo de Europa. En 1833 había publicado el gran escritor ruso Alejandro Pushkin su gran novela en verso: Eugenio Onieguin. Allí, Tatiana Latina, el amor de Eugenio, está trascordada por la lectura de las empalagosas novelas del inglés Samuel Richardson (1689-1761), aunque, al revés de Emma, se recupera de su desequilibrio mental inducido por la literatura. Algo de todo esto todavía puede observar el aficionado a la ópera, cuando asiste a la del mismo título (Eugenio Onieguin, 1878), de Pedro Tchaikovsky. Y de esta manera, el quijotismo se ha colado subrepticiamente en los anales de la música operática moderna. Para ampliar un poco más esta dimensión de Quijotes con faldas, y la recepción-reacción europea ante el quijotismo, conviene recordar que el gran filósofo danés Sören Kierkegaard había escrito en 1843, en anticipación de Emma Bovary, pero a posteriori de Tatiana Larina: «Es notable que en toda la literatura europea esté ausente todavía la contrapartida femenina de Don Quijote. ¿Estará por llegar ese momento? ¿No se descubrirá entonces el continente de lo sentimental?» (Enten-Eller, obra no traducida al español, que yo sepa, pero cuyo título completo se puede rendir como: Aut-Aut, un fragmento de vida, publicado por Víctor el Ermitaño, parte I).



 

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El propio don Quijote complica aún más este confusionismo onomástico, cuando apostilla en su conversación con el canónigo toledano, al referirse al caballero histórico de la primera mitad del siglo XV, Gutierre Quijada: «De cuya alcurnia yo desciendo por línea recta de varón» (I, XLIX). Y es bien sabido que en su último y más grande acto de heroísmo, porque renuncia al ser que se ha creado voluntariosamente, don Quijote declara llamarse Alonso Quijano (II, LXXIV). Ante esta verdadera orgía de polionomasia no es extraño que a Alonso Fernández de Avellaneda se le trabuquen los datos, y escriba: «Ya no le llaman don Quijote, sino el señor Martín Quijada», Quijote apócrifo, V, I.



 

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En tono de franca farsa, la máquina de la necesidad vital del coeficiente heroico la desmontó el escritor satírico norteamericano James Thurber, muerto en 1961, en el graciosísimo cuento de The Secret Life of Walter Mitty. En la realidad, Walter Mitty es un marido acoquinado por mujer mandona, pero si su vida resiste elásticamente los embates del mangoneo es porque en sus ensueños él se ve como despampanante héroe.



 

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No pienso entrar en un análisis estilístico del Quijote, pero el lector no se pierde nada, pues ahora puede consultar los múltiples ejemplos analizados finamente en el apartado «La ironía formal» en la hermosa obra de Helmut Hatzfeld El «Quijote» como obra de arte del lenguaje, segunda edición española refundida y aumentada (Madrid, 1966). Además, no olvide el lector que el libro de Hatzfeld tiene ahora magnífico complemento en el de Ángel Rosenblat La lengua del «Quijote» (Madrid, 1971).



 

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En ningún momento Cervantes identificó la patria de don Quijote ni con Argamasilla de Alba, ni con Argamasilla de Calatrava, ambas en la provincia de Ciudad Real. Son los académicos que escriben a la muerte de don Quijote quienes son de la Argamasilla, que también queda sin más identificación geográfica. Todo es en Cervantes puro juego de donaire. Fue Alonso Fernández de Avellaneda quien identificó la patria de don Quijote desde la propia dedicatoria de su obra, que lee así: «Al alcalde, regidores y hidalgos de la noble Villa de Argamesilla de la Mancha, patria feliz del hidalgo caballero don Quijote, lustre de los profesores de la caballería andantesca.»



 

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El determinismo se ahonda en la hornada de novelas picarescas que sale a comienzos del siglo XVII, y se acumulan sobre el pícaro toda suerte de taras sociales, bastardía, impureza de sangre, etc., como lo testimonian Guzmán de Alfarache a Pablos de Segovia o la pícara Justina. La picaresca, al rigorizar el determinismo, se aparta por completo de las ideas cervantinas. Acerca de cómo el determinismo del Lazarillo se convierte en cruel y metódico en las novelas de comienzos del siglo XVII, ver el hermoso estudio de Marcel Bataillon «Hacia el pícaro. Sentido social de un fenómeno literario», Pícaros y picaresca (Madrid, 1969). La insólita actitud de Cervantes tardó mucho tiempo en cundir, precisamente por ir a redropelo de la literatura mayoritaria. Piense el lector que sin el precedente cervantino sería inconcebible la actitud inicial de Augusto Pérez en Niebla, de Unamuno (1914), de cuyo quijotismo es inútil hablar. Sale Augusto Pérez a la puerta de su casa cuando se abre la novela, y no sabe qué hacer: «Esperaré a que pase un perro -se dijo- y tomaré la dirección inicial que él tome.» Mas el propio Unamuno reconoció la audacia de esta técnica de abolengo cervantino, y llamó a su obra nivola.



 

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Para no meterme en más honduras, invito al lector a desasociar a Zalacaín el aventurero del País Vasco, a Martín Fierro de las pampas argentinas y hasta al propio Sherlock Holmes de su nebuloso Londres. El valor determinista de la geografía imbricada en la literatura impide, creo yo, tal acto de desasociación mental. En la vida, en cambio, este tipo de datos puede, y suele, marchar cada uno por su lado. Como botón de muestra: es difícil imaginar, al leer los tratados filosóficos o estéticos o las propias novelas (The Last Puritan, en ella pienso), que George Santayana, catedrático de Filosofía en Harvard University, era español, el madrileño Jorge Ruiz de Santayana.



 

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No olvidemos: «Pues sepa V. M. ante todas cosas que a mí llaman Lázaro de Tormes.»



 

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María Rosa Lida de Malkiel, «De cuyo nombre no quiero acordarme...», Revista de Filología Hispánica, I (1939), 167-71, llamó la atención al hecho de que el cuento de Aladino y su lámpara maravillosa en Las mil y una noches comienza con fórmula análoga: «He llegado a saber que en la antigüedad del tiempo y el pasado de las edades y de los momentos, en una ciudad entre las ciudades de China de cuyo nombre no me acuerdo en este instante, había...» Y don Juan Manuel comenzó el último exemplo de su Conde Lucanor con estas palabras: «Señor conde -dixo Patronio-, en una tierra de que me non acuerdo el nombre, avía...» Por su parte, Francisco López Estrada, «Un poco más sobre “De cuyo nombre no quiero acordarme...”», Strenae. Estudios de filología e historia dedicados al profesor Manuel García Blanco (Salamanca, 1962), págs. 297-300, observó la frecuencia de uso en el lenguaje notarial de la época de Cervantes de fórmulas como la siguiente: «Dibersas personas biejas e antiguas de cuyos nombres no se acuerda...»



 

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La identificación del lugar de la Mancha con Argamasilla de Alba es sólo una persistente y embarazosa tradición oral, que allá en 1863 llevó al por lo demás benemérito impresor madrileño Manuel Rivadeneyra a imprimir el Quijote en Argamasilla: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Edición corregida con especial estudio de la primera, por J. E. Hartzenbusch. Argamasilla de Alba. Impr. de Manuel Rivadeneyra (Casa que fue prisión de Cervantes), 1863, cuatro volúmenes. Es de lamentar que Hartzenbusch, que fue director de la Biblioteca Nacional y ocupó un sillón en la Real Academia Española, se haya prestado a tal inocentada.



 

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Desde otro cuadrante y desde otro país, aunque para la misma época, se rubrica lo indeseable que era la libertad creadora en el arte: «L’arte nostra è tutta imitazione della natura principalmente, e poi, per che da sé non può salir tanto alto, delle cose che da quelli che miglior’ maestri di sé giudica sono condotte», Giorgio Vasari, Le vite de’ più eccellenti Architetti, Pittori, et Scultori Italiani da Cimabue insino a tempi nostri (1551), prefacio. Las familias literarias de Celestinas, Amadises, Esplandianes, obedecen tácitamente el principio expresado por Vasari. Se trata, sustancialmente, del principio de imitación (mimesis) predominante en la estética del Renacimiento.



 

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El Pinciano resume en su obra toda la estética neoaristotélica del Renacimiento. Como escribió Marcelino Menéndez y Pelayo: «Es el único de los humanistas del siglo XVI que presenta lo que podemos llamar un sistema literario completo, cuyas líneas generales pueden restaurarse, aun independientemente del texto de Aristóteles», Historia de las ideas estéticas en España, cap. X. Si he citado en el texto al Pinciano es para destacar aún más la revolución que implica, en los campos de la literatura y de la estética, la obra cervantina.



 

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No quiero decir que el sesgo existencial que doy a mi interpretación del texto citado es el único admisible. Desde luego que las palabras de Cervantes caen de lleno dentro de las teorías de la época acerca de la unidad de la fábula, pero explicar esto me metería en los vericuetos de la historia literaria, tarea que no entiendo hoy como mi principal objetivo. Mas si el lector siente interés por el ver el asunto desde esta perspectiva, le invito a leer las sesudas páginas que dedicó al tema mi querido amigo E. C. Riley, Teoría de la novela en Cervantes (Madrid, 1966), cap. IV.



 

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Ecos directos de esta nueva actitud del artista hacia su materia se hallan, y en abundancia, en Unamuno, y en el italiano Luigi Pirandello, también, pero tiempo habrá de volver a este último, con mejor coyuntura. El protagonista de Niebla, de Unamuno, Augusto Pérez, va a Salamanca a entrevistarse con su creador, don Miguel, para anunciarle sus planes de suicidio. Hay una larga discusión acerca de la libertad relativa de creador y criatura, con el resultado de que Unamuno monta en cólera: «¡Bueno, basta!, ¡basta! -exclamé, dando un puñetazo en la camilla-, ¡cállate!; ¡no quiero oír más impertinencias!... ¡Y de una criatura mía! Y como ya me tienes harto y además no sé ya qué hacer de ti, decido ahora mismo no ya que no te suicides, sino matarte yo. ¡Vas a morir, pues, pero pronto! ¡Muy pronto! (cap. XXXI).



 

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«Perspectivismo lingüístico en el Quijote», en Lingüística e historia literaria (Madrid, 1955).



 

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En este siglo y fuera de España, Pirandello es, a mi entender, el autor más fuertemente impresionado y caracterizado por la lección del Quijote, con lo que no pretendo negarle originalidad alguna al gran genio dramático italiano. En las citas del texto, y en general en todo el drama Sei personaggi, Pirandello establece un fecundo diálogo, a través de los siglos, con el Quijote, específicamente con Quijote, II, III. En ese capítulo, recordará el lector, se narra cómo don Quijote y Sancho escuchan, lelos y azogados, al bachiller Sansón Carrasco, quien les describe el libro, recién publicado, en que narran sus aventuras, o sea el Quijote de 1605. El hidalgo y su escudero se encocoran con el autor, vale decir, el propio Cervantes, porque, en términos de Pirandello, se les ha falsificado «la vida verdaderamente suya». Inútil insistir en esto. Lo que es menos conocido es que ya en un temprano ensayo (L’umorismo, 1908) Pirandello había hecho su profesión de quijotismo. Al analizar la aventura de los molinos de viento -¿gigantes convertidos en molinos por don Quijote?, ¿o molinos transformados en gigantes por el sabio Frestón?- concluye Pirandello: «Ecco la leggenda nella realtá evidente



 

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No piense el lector que se me ha cruzado por la mente revivir, ni por un momento, disparatadas agudezas como la de Hippolyte Taine cuando escribió: «Cervantes era un caballero y amaba la nobleza y el ideal caballeresco; pero al mismo tiempo sentía la locura y se complacía viéndolo humillado bajo los palos de los villanos, en aventuras lamentables» (Essais de critique et d’histoire). Por otras y menos escondidas sendas, o así lo espero, va mi crítica, según verá el lector.



 

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Cuando hace crisis el principio de la identidad humana basada en la fe, es en ese momento en que irrumpen toda suerte de problemas y planteos, entre los que no debe olvidar el lector la presentación de Pirandello, que para ejemplificar problemas de este tipo copié algo más arriba.



 

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El crítico ruso A. N. Veselovski, La influencia occidental en la nueva literatura rusa (Moscú, 1916), estudió a fondo las relaciones entre Don Quijote y Almas muertas, y conceptuó a nuestra novela máxima como la principal fuerza genética que mueve a la novela rusa. Debo advertir que el libro de Veselovski está en ruso, idioma que yo ignoro en absoluto; en consecuencia, mi conocimiento me llega a través de extractos en inglés.



 

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El íntimo dolor ante el desastre de 1898 llevó a Unamuno a escribir: «Comenzó [don Quijote] a revolcarse por tierra y a recitar coplas. En lo cual debemos ver algo así como cierta deleitación en la derrota y un convertir a ésta en sustancia caballeresca. ¿No nos está pasando lo mismo en España? ¿No nos deleitamos en nuestra derrota y sentimos cierto gusto, como el de los convalecientes en la propia enfermedad?», Vida de don Quijote y Sancho, cap. V. Sólo la perspectiva histórica muy especial de la posguerra de Cuba justifica tan amargas reflexiones.



 

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No creo que sea casualidad alguna el hecho de que la primera vez que Ortega estampa la fórmula que en gran medida definirá su sistema filosófico sea en Meditaciones del Quijote (1914), su primer libro impreso.



 

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El Hospital de la Visitación en Toledo fue fundado por el nuncio Francisco Ortiz a comienzos del siglo XVI, y «llegó a ser el más importante hospital de dementes de aquellos siglos», según explicó P. Madoz, Diccionario geográfico ... de España (1849).



 

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Cervantes y Avellaneda. Estudio de una imitación (México, 1951), capítulo IV.



 

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En Quijote apócrifo, V, II, se copia el texto de una insultante carta de Dulcinea del Toboso a su fiel amante, que en el sobrescrito decía «A Martín Quijada el Mentecapto». Esta misiva provoca la muerte del amor en el pecho de don Quijote el malo, quien entonces sale al mundo con Sancho y, como le replica a éste, «quiero que en el primer lugar que llegáremos, un pintor me pinte en ella [su adarga] dos hermosísimas doncellas que estén enamoradas de mi brío, y el dios Cupido encima, que me esté asestando una flecha, la cual yo reciba en el adarga, riendo dél y teniéndolas en poco a ellas, con una letra que diga al derredor de la adarga: El Caballero Desamorado», V, IV.



 

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El olvido se produce cuando falla la memoria, lo que en sí es una perogrullada, pero para no caer en más faltas de las que me son inevitables quiero citar aquí la definición de Juan Luis Vives de memoria, para que el lector tenga un nuevo punto de comparación para apreciar la distancia que va de Quijote a Quijote: «Es la memoria aquella facultad del alma por la cual aquello que uno conoció mediante algún sentido externo o interno consérvalo en la mente. Así pues, toda su actuación está vuelta hacia dentro, y la memoria es como la tabla rasa que un pintor iluminó. Así como la tabla, mirada con los ojos, produce una noción, la memoria la realiza por los ojos del alma, que entiende o conoce. Esta noción no es simple, pues necesita primero la reflexión examinadora e investigadora, y luego viene el recuerdo cuando ya se llegó a lo que nos proponemos reproducir», De Anima et Vita, II, II.



 

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Cervantes conoció a fondo la obra del doctor Huarte, al punto que uno de los casos médicos de que hace cuenta el gran médico navarro constituye el núcleo central de la vida del español Antonio de la primera parte del Persiles, como demostré en Deslindes cervantinos (Madrid, 1961), cap. II, y he ampliado en Nuevos deslindes cervantinos (Barcelona, 1975).



 

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Con sus acciones don Quijote desmiente el dictum de Aristóteles: «Todos los hombres tienen cierta inclinación natural por la justicia, pero proceden en esta dirección sólo hasta cierto punto, ni pueden, tampoco, distinguir en forma universal lo que es absolutamente justo», Política, libro III. En este sentido don Quijote es el héroe fundamentalmente cristiano, que responde a las siguientes admoniciones bíblicas: «Et vir si fuerit iustus, et fecerit iudicium et iustitiam, in montibus non comederit, et oculos suos non levaverit ad idola domus Israel: et uxorem proximi sui non violaverit, et ad mulierem menstruatam non accesserit; et hominem non contristaverit, pignus debitori reddiderit, per vim nihil rapuerit; panem suum esurienti dederit, et nudum operuerit vestimento, ad usuram non commodaverit, et amplius non acceperit; ab iniquitate averterit manum suam, et iudicium verum fecerit inter virum et virum; in praeceptis meis ambulaverit, et iudicia mea custodierit, ut faciat veritatem: hic iustus est, vita vivet, ait Dominus Deus», Ezechiel, XVII, 5-9. El texto bíblico autoriza por completo las acciones de don Quijote en favor de la justicia, y desautoriza de la misma manera los «infames vituperios» del confesor de los duques, quien, desde este punto de mira, se asemeja a una prefiguración del temible hipócrita religioso que Molière encarnó en Tartuffe (1664).



 

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«El agrado confirmado constituye el amor, y se puede definir la inclinación o progreso de la voluntad hacia el bien, pues efectivamente la voluntad sale al camino del bien que se le acerca para recibirlo en sus brazos, de donde nace el deseo de unirse con él», Juan Luis Vives, De Anima et Vita, III, II.



 

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Las paso por alto, en consecuencia, mas haré excepción, por su lirismo, con la interpretación de Azorín, que contiene páginas tan desacertadas como hermosas. En su obsesión con el paisaje, como otros miembros de su generación, Azorín atribuye el enloquecimiento de don Quijote al ambiente manchego, con su monótono latir diario: «Quiero echar la llave, en la capital geográfica de la Mancha [Alcázar de San Juan], a mis correrías. ¿Habrá otro pueblo, aparte de éste, más castizo, más manchego, más típico, donde más íntimamente se comprenda y se sienta la alucinación de estas campiñas rasas, el vivir doloroso y resignado de estos buenos labriegos, la monotonía y la desesperación de las horas que pasan y pasan lentas, eternas, en un ambiente de tristeza, de soledad y de inacción? ... Decidme, ¿no comprendéis en estas tierras los ensueños, los desvaríos, las imaginaciones desatadas del gran loco? La fantasía se echa a volar frenética por estos llanos; surgen en los cerebros visiones, quimeras, fantasías torturadoras y locas», La ruta de don Quijote (1905), XV.



 

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Don Quijote es caballero en 1615, no hidalgo, porque lo fue armado en 1605 (I, III), pero cuando comienza la primera parte de su historia era sólo un hidalgo.



 

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Por suerte hay dos trabajos que han desbrozado el camino, lo que facilita el tránsito intelectual. Me refiero al libro de Harald Weinrich Das Ingenium Don Quijotes. Ein Beitrag zur literarischen Charakterkunde (Münster, 1956), y el artículo de Otis H. Green «El Ingenioso Hidalgo», Hispanic Review, XXV (1957), 175-93. Ninguno de los dos trabajos ha tenido mayor circulación por tierras de España, y por ello debo precaver al lector que el libro de Weinrich le será de menos utilidad que el artículo, porque el filólogo alemán no presta mayor atención a los síntomas médicos -dentro de la etiología de la época de Cervantes, se entiende- desparramados a lo largo del Quijote, mientras que el crítico norteamericano los recoge y estudia con método y celo.



 

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Me refiero al libro de inmensa utilidad y provecho, ¡y que ojalá se traduzca pronto al español!, de C. S. Lewis, The Discarded Image. An Introduction to Medieval and Renaissance Literature (Cambridge, 1964).



 

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Una versión simplificada del cuadro se puede hallar en E. M. W. Tillyard, The Elizabethan World Picture (Nueva York, 1944, pág. 63); otra un poco más complicada se hallará en Martine Bigeard, La folie et les fous littéraires en Espagne. 1500-1650 (París, 1972), pág. 20; me atengo a este último. Debo hacer constar que el capítulo XXIII del libro de Bigeard se intitula «La folie dans Don Quichotte», para reconocer, de inmediato, que no me ha sido de ninguna utilidad. En general, el libro está enfocado hacia los aspectos sociológicos de la locura, más que los literarios. En Tillyard, más de acuerdo con el Arcipreste de Talavera (v. infra), el colérico pertenece al elemento fuego.



 

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Al llegar a este punto conviene advertir al lector, para su provecho intelectual, que hay una gran investigación sobre el tema, y es el libro del padre Mauricio de Iriarte, S. J., El doctor Huarte de San Juan y su Examen de Ingenios. Contribución a la historia de la psicología diferencial, tercera ed. corregida (Madrid, 1948). La existencia de este gran libro, sobre el cual también se estructura en buena parte el excelente artículo de Otis H. Green, ya citado, me exime de mayores comentarios o precisiones en favor de una breve claridad explicativa.



 

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El europeo contemporáneo de don Quijote consideraba que «melancolía [atrabilis, humor negro] es el humor más enemigo de la vida», Lawrence Babb, The Elizabethan Malady. A Study of Melancholia in English Literature from 1570 to 1642 (Michigan, 1951), págs. 11-12.



 

89

Le recuerda Cervantes en el prólogo a Ocho comedias y ocho entremeses (1615), donde puntualiza que estaba enterrado «entre los dos coros» de la catedral de Córdoba.



 

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Acerca de los efectos de la fiebre en el temperamento ya había escrito el doctor Huarte: «Si el hombre cae en alguna enfermedad por la cual el celebro de repente mude su temperatura, como es la manía, melancolía y frenesía, en un momento acontece perder, si es prudente, cuanto sabe, y dice mil disparates, y si es necio, adquiere más ingenio y habilidad que antes tenía», Examen de ingenios, cap. IV. La temperatura del cerebro de Luis López cambia por un ataque de tabardillo (tifus exantemático); la de don Quijote, por aguda melancolía; el resultado es el mismo: ambos recuperan el juicio.



 

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El tema es largo y arduo, como que los encantadores son elemento consustancial a la vida de don Quijote. Yo seré breve en la medida de lo posible, mas no quiero defraudar al lector; quien desee ampliar tema tan apasionante como éste de los encantadores debe leer a Richard L. Predmore, El mundo del «Quijote» (Madrid, 1958), capítulo III, donde el asunto se trata con la profundidad debida y en relación a aspectos del mundo de don Quijote que no podré tocar, si es que quiero ser breve.



 

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Otros asedios a la aventura del barco encantado podrá ver el lector más abajo.



 

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Insisto en que los encantadores no son algo atributivo del mundo de don Quijote. Hasta el propio ladino y socarrón, y bachiller por Salamanca, de Sansón Carrasco, confrontado con algo increíble de raíz -regalos de una duquesa a Teresa Panza; Sancho, gobernador de una ínsula-, tiene que apelar a la intervención de encantadores: «Nosotros, aunque tocamos los presentes y hemos leído las cartas, no lo creemos, y pensamos que ésta es una de las cosas de don Quijote nuestro compatriota, que todas piensa que son hechas por encantamento» (II, I). Mucho más se podrá ver en el libro ya citado de Richard L. Predmore.



 

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«Allí invocó [don Quijote] a su buena amiga Urganda, que le socorriese, y, finalmente, allí le tomó la mañana, tan desesperado y confuso, que bramaba como un toro; porque no esperaba él que con el día se remediaría su cuita, porque la tenía por eterna, teniéndose por encantado» (I, XLIII).



 

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Esta aventura demuestra, además, el arrojo insuperable de don Quijote, como corresponde con su temperamento colérico (vide supra): lo que ven son treinta o cuarenta molinos de viento; lo que ataca don Quijote son treinta o pocos más. La diferencia de una cuarta parte de gigantes (o molinos) no le hace mella a su valor.



 

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No cabe duda, a la vista de este texto, de que Cervantes tenía la segunda parte del Quijote perfectamente planeada en su desarrollo más amplio. Cuando salió la apócrifa continuación de Alonso Fernández de Avellaneda, Cervantes se limitó a hacer cambiar de ruta a su caballero, aparte de contestar con sabia y noble moderación a los insultos de Avellaneda. «Era fresca la mañana, y daba muestras de serlo asimesmo el día en que don Quijote salió de la venta, informándose primero cuál era el más derecho camino para ir a Barcelona sin tocar en Zaragoza: tal era el deseo que tenía de sacar mentiroso aquel nuevo historiador que tanto decían le vituperaba» (II, LX). El final del Quijote de Cervantes ya está implícito en la larga cita del texto.



 

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Me refiero concretamente a la luminosa obra de Marcel Bataillon Erasme et l’Espagne. Recherches sur l’histoire spirituelle du XVIe siècle (París, 1937), cap. XIV; esta obra capital hay que consultarla ahora en su segunda edición en español, corregida y aumentada, hecha en México, 1966.



 

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«No, mi buen señor; alejad a Peto, alejad a Bardolph, alejad a Pointz; pero no alejéis de la compañía de vuestro Harry al dulce Jack Falstaff, al gentil Jack Falstaff, al fiel Jack Falstaff, al valiente Jack Falstaff ... alejar al rechoncho Jack sería alejar al mundo entero.»



 

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Hay reedición moderna de Antonio Vilanova (Barcelona, 1953), con muy buen prólogo. Lo que quiero recordar ahora es que en determinado momento de su obra Mondragón cita una anécdota narrada por nuestro conocido doctor navarro, Juan Huarte, y lo denomina, entonces, «cierto grave varón de nuestra España» (cap. XXXVI).



 
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