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ArribaAbajoIII. El nacimiento de un héroe38

Los héroes nacen y mueren como los hombres, o más bien como los superhombres que llegan a ser. Y así ocurre con los héroes de la mitología -que no con sus dioses- y del folklore, ya que, al fin y al cabo, el folklore es una suerte de mitología venida a menos, una mitología de entrecasa y en pantuflas. Hércules, el héroe por antonomasia de la mitología-folklore clásico, es un excelente ejemplo. No bien nacido, y aun en su cuna, estrangula dos serpientes enviadas para matarle por la celosa Hera. Hay un hiato educativo y siguen los famosísimos doce trabajos de Hércules, que tanto apasionaron en el siglo XV a don Enrique de Villena, que interpretó a cada uno desde un triple punto de vista exegético (Los doze trabajos de Hércules, Zamora, 1483). No menos famosos fueron sus devaneos amorosos, y por eso, para recuperar su cariño, su celosa mujer Deyanira, siguiendo el consejo del pérfido Centauro, le da una camisa empapada en la sangre envenenada del Centauro y de la Hidra. Y esto causa la cruel muerte del héroe, lo que lleva a su consiguiente apoteosis.

Pero con Hércules nos hallamos ante nada menos que todo un héroe. Mal punto de partida parece éste para el presente capítulo de mi estudio sobre don Quijote. Ya vendrán más adelante comparaciones más adecuadas. De momento me acojo a la autoridad máxima del inglés Thomas Carlyle, quien pronunció allá en 1840 una serie de conferencias arrebatadoras en su elocuencia y fervor sobre el tema general del héroe. Allí, después de varios círculos concéntricos para acercarse en impetuoso vuelo a la médula del héroe, dicta Carlyle: «El hombre vive porque cree en algo; no por discutir y argumentar sobre muchas cosas» (On Heroes, Hero Worship and the Heroic in History). Por eso Carlyle erige en hecho predominante, en sine qua non del heroísmo, a la fe. Entendámonos: a la fe en su sentido más lato, y no necesariamente a una particular fe religiosa.

¡Y vaya si la tenía, en todos los sentidos, don Quijote! Es lo primero que comenzamos a divisar con claridad acerca del héroe manchego, de cuyo mismo nombre ni siquiera la historia tenía mayor certeza: ¿Quijada, Quesada, Quejana? No bien comenzamos a leer su vida, se nos informa que «le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama» (I, I). Acto seguido, «no quiso aguardar más tiempo a poner en efecto su pensamiento», y cuando sale subrepticiamente de su aldea, el aprendiz de caballero andante exclama para sus adentros: «¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a la luz la verdadera historia de mis fa hechos ...?» (I, II).

La fe en su misión ya está constituida y permanecerá incólume; a pesar de pedradas, mojicones y derrotas, hasta su lecho de muerte. Lo heroico en la vida de don Quijote no son sus victorias, ya que no sufre más que derrotas, sino la fe en su misión, lo que equivale a la fe en sí mismo: «Yo sé quién soy» (I, V). Y el elemento sustantivo y diferenciador en la vida del héroe es la fe, y para ello me apoyo nuevamente en Carlyle. Todas las victorias de don Quijote han sido póstumas, así como la leyenda nos dice que la última victoria del Cid, el otro gran héroe castellano, fue, asimismo, póstuma. Las victorias de don Quijote después de su muerte han sido innumerables y en continua, incesante sucesión que cubre todas las generaciones europeas hasta la actualidad, momento en que, desde hace tiempo, su victorioso campo de acción post mortem se extendió por tierras de Ultramar.

La fe, pues, es lo que ha hecho de don Quijote un héroe. Y de esta manera don Quijote concibe un amor heroico por la verdad. En este sentido el héroe manchego es como la encarnación literaria del tema filosófico de un gran tratado italiano que fue contemporáneo de su creador. Me refiero a la extraordinaria obra de Giordano Bruno, Degli eroici furori (1585). En su vivir diario don Quijote autoriza, defiende y da corporeidad al Ser, a la Verdad y al Bien. Y Giordano Bruno veía en este triple principio la sustancia infinita del mundo, lo que comienza a explicarnos cómo el heroico don Quijote se sobrevivirá per saecula saeculorum. Vale decir, mientras haya seres que creen en la Verdad y el Bien. Por ello, desde este punto de mira, y sólo desde éste, se puede decir que Don Quijote de la Mancha es la cristalización literaria, no filosófica, de Degli eroici furori.

No cabe duda: don Quijote, ese vejete hidalgo manchego, fue un héroe. Un héroe sui generis, desde luego, pero Carlyle había anticipado esto cuando escribió: «El Héroe puede ser Poeta, Profeta, Rey, Sacerdote o lo que quiera, según el tipo de mundo en el que ha nacido» (Heroes and Hero-Worship). Y entonces, ¿por qué no caballero andante, y loco, por añadidura?39 Mas al llegar a este punto, y si el lector recapacita brevemente sobre mis afirmaciones de comienzos de este capítulo, acerca de que los héroes nacen y mueren, don Quijote de la Mancha se destaca como un héroe singularísimo. Por don Quijote entra en la historia (en la crónica de su vida) con pie firme y ya cincuentón. O sea, que su nacimiento físico antecede por mucho el comienzo de su biografía (historia, novela o lo que se le ocurra al lector); lo que sí es materia de su crónica es su muerte.

Esto constituye un hecho insólito, extraordinario y único en los anales literarios y folklóricos hasta la época de Cervantes. Al correrse las cortinas del escenario de la literatura-vida las luces de esas candilejas iluminan a un héroe que es un vejestorio chiflado y casi desmarrido -la fe, sólo la fe, le salva explícitamente de estas circunstancias-. Claro está que desde entonces acá ese tipo de héroe-protagonista constituye casi legión, pero es sólo con los ojos bien abiertos y centrados en el antecedente literario de don Quijote, que podemos comenzar a apreciar mejor una dimensión adicional a ese extraordinario don Alonso Gutiérrez de Cisniega, deuteragonista inefable de Trafalgar, el primero de los Episodios nacionales, de Galdós (1873).40 Los ejemplos se pueden multiplicar con tal facilidad que no vale la pena hacerlo.

El hecho de que don Quijote debió tener un nacimiento precronístico es una perogrullada tal que ruboriza declararlo. Pero lo indudable es que la crónica nunca alude a tal acontecimiento, ni a educación, juventud, ni siquiera madurez. La crónica sólo se hace cargo de un escuálido cincuentón. Pero este hidalgo ya entrado en años no sólo tuvo que pasar por todos los hechos biológicos ya mencionados, sino que también tuvo familia; por lo que quiero decir hermano o hermana. Este hecho, de que en alguna época hubo un deuter-Quijote, se suele pasar por alto, pero el cronista lo hace evidentísimo en el propio primer párrafo, cuando declara que el héroe «tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte» (I, I). Y aquí no cabe la malicia pueblerina cuando hablan de «la sobrina del señor cura». La propia interesada, en el escrutinio de la librería de don Quijote, cuando el cura llega a la sección de los libros pastoriles, decide no quemarlos, porque «son libros de entendimiento, sin perjuicio de tercero» (I, VI). Lo que escandaliza a la sobrina, quien insiste que se quemen, «porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo éstos se le antojase de hacerse pastor». No sólo la sobrina lo es, y carnal, sino que además tiene el don profético. Pero lo que me interesa apuntar ahora es que don Quijote, héroe sui generis, no tiene nacimiento, juventud ni madurez narrados, y, además, ha tenido familia de consanguinidad fraterna. En su lecho de muerte nuestro héroe confirma todo lo precedente: «Mando toda mi hacienda, a puerta cerrada, a Antonia Quijana, mi sobrina» (II, LXXIV).

Debe ser evidente para el lector que este nuevo héroe se nos presenta con características inéditas y nunca vistas en la tradición literaria o el folklore. Porque ocurre que el héroe tradicional y folklórico tiene unas características generales comunes y que han sido tabuladas varias veces por diversos especialistas. Por su brevedad, transcribiré a continuación la fórmula a que redujo Otto Rank, distinguido discípulo de Sigmund Freud, las características del héroe tradicional con mis muy específicos fines de contraste:

El héroe es hijo de padres muy distinguidos, por lo general hijo de un rey. Su nacimiento está precedido por dificultades tales como la continencia sexual, o bien prolongada esterilidad, o bien trato sexual secreto entre los padres debido a prohibición ajena u otros obstáculos. Durante, o bien antes de la preñez, hay una profecía, en forma de sueño u oráculo, que alerta contra su nacimiento, y por lo general avisa peligro al padre, o su representante. Por lo general es entregado a las aguas, en una caja. En este momento es salvado por animales, o por gente muy humilde (pastores), y es amamantado por un animal hembra o por humilde mujer. Después de haber crecido, encuentra a sus distinguidos padres, en formas de gran variedad. Se venga de su padre, por un lado, o bien es reconocido, por el otro. Finalmente alcanza gran rango y honores.41


Debe resultar más que evidente al lector que en la misma medida en que la vida del héroe don Quijote se aparta por completo de este esquema arquetípico y tradicional (Moisés, Rómulo, etc.), en esa misma medida se pliega él a la vida literaria de otro gran héroe: Amadís de Gaula. Y no olvidemos que Amadís era el modelo vital de don Quijote, al punto que a él se imitará en el famoso episodio de la penitencia en Sierra Morena: «Viva la memoria de Amadís, y sea imitado de don Quijote de la Mancha en todo lo que pudiere» (I, XXVI). Y todo esto implica un conocimiento al dedillo por parte de Cervantes de la anónima novela de caballerías.

Por si alguien no ha leído el Amadís, quiero recordar ahora, en rasguño, los elementos más afines al esquema de Otto Rank.42 Amadís es hijo del rey Perión de Gaula y de la princesa Elisena, bellísima hija del rey Garínter de la pequeña Bretaña. Violentísimo flechazo amoroso en la primera entrevista lleva a Perión y Elisena a ilícito y nocturno trato amoroso. Elisena mantiene todo esto oculto a sus padres hasta el momento del parto, cuando, para mantener la disimulación, el recién nacido Amadís es botado al agua en una caja. Ya en la mar, un barco encuentra la caja, y uno de los que iban en la nave, Gandales, «un caballero de Escocia» (Amadís, I, I), llevó al recién nacido a criar en un castillo en su tierra natal. Más tarde, Amadís es reconocido por sus padres y, después de innúmeras aventuras, llega a casarse con Oriana, hija de Lisuarte, rey de la Gran Bretaña.

Es obvio que el Amadís de Gaula está sólidamente basado en esquemas tradicionales, pero no es eso lo que me interesa destacar hoy en día, y ya he dicho que eso es tema de otro libro en el alfar. Lo que sí me interesa destacar en esta coyuntura, y con fines muy propios, es el hecho de que el mundo del Amadís es uno de paradigmas. Todos son reyes, princesas o caballeros, fuertes, guapos y leales, y si aparece algún bellaco, como Arcaláus el Encantador, es para hacer más notorio el triunfo inevitable del Bien sobre el Mal. O sea que es un mundo vuelto de espaldas a la normalidad, voluntariosamente cerrado sobre sí mismo.

Hay, además, un fuerte determinismo, propio del género épico-caballeresco, y sustentado por la atávica interpretación mágica de la herencia de sangre, determinismo que marcará vivamente a la novela hasta el momento en que Cervantes pondrá pluma al papel para comenzar a escribir el Quijote. La vida de Amadís de Gaula, el arquetipo y prototipo del caballero andante, queda firmemente encuadrada y determinada por las noticias que nos dan los primeros capítulos acerca de su padre, madre, abuelos y circunstancias de su nacimiento. Como recordará Cervantes en apropiada ocasión, y con alegre guiño de ojos, seguramente: «Nos cuentan [los libros de caballerías] el padre, la madre, la patria, los parientes, la edad, el lugar y las hazañas, punto por punto y día por día, que el tal caballero hizo» (I, L). Amadís de Gaula, como los otros caballeros andantes, sus epígonos, es producto de un estricto determinismo que lo configura y prepara a nativitate para su sino heroico.

Al hacer su materia de ese sino heroico, el desconocido autor del primitivo Amadís de Gaula recurre a la ingenua ficción de que lo que él narra es historia. Su materia es el ciclo completo de una vida, cerrado por las circunstancias naturales de nacimiento y muerte. Bien es cierto que la muerte de Amadís está ausente en la versión que conocemos, ampliamente retocada por Garci Rodríguez de Montalvo, regidor de Medina del Campo, y que se publicó en Zaragoza, 1508, pero hay alusiones a su muerte en testimonios del siglo XIV. La muerte de Amadís la teorizó María Rosa Lida de Malkiel y la demostró palmariamente el feliz hallazgo de unos fragmentos manuscritos de un Amadís de hacia 1420 que efectuó Antonio Rodríguez-Moñino.43

La ficción narrativa al simular que su materia es histórica nos quiere hacer suponer que el primitivo autor del Amadís ve ese ciclo desde fuera, acabado y perfecto, finiquitado por el término natural de una vida. Con esa perspectiva, lo que se finge que en cierto momento fue vida adquiere homogeneidad y lógica. Sabiendo, como se sabe, cuál fue el fin último de las acciones cotidianas, es fácil desentrañarles un sentido que las haga apuntar a una comunidad ideal de conducta. El sino heroico se convierte así en el denominador común de ese especial tipo de hacer cotidiano a que está entregado el caballero andante. En este sentido, la concepción de la novela caballeresca presupone una organización genética al revés, no de principio a fin, sino de fin a principio. Y esto más que en cualquier otro tipo de novela, con la excepción de la moderna novela policial, donde el autor tiene que comenzar por imaginar quién es la víctima, cómo y quién la mata, y luego empezar la novela. En esa teórica marcha a redropelo de la caballeresca, la peripecia, su materia y resultado, todo se uniformiza y adquiere sentido único, polarizado por la fuerza magnética de un ideal de conducta que fundamenta el sino heroico. La ficción histórica presupone, en nuestro caso, una uniforme lógica en las acciones, y éstas atienden todas a racionalizar lo heroico, vale decir a desmontarlo con cuidado en mil peripecias ejemplares. ¡No en balde el Amadís de Gaula se convirtió en manual de cortesanía para las generaciones europeas subsiguientes, y en ejemplario de esfuerzo heroico para las españolas!44 Y a todo esto el Quijote, por sus motivos particulares, ni educó a cortesanos ni alentó a conquistadores.

Esto nos acerca al meollo de la cuestión. Según se demuestra desde el propio comienzo del Amadís,45 la prehistoria del héroe (padres y abuelos), su historia y su posthistoria (su hijo Esplandián, cuyas Sergas sí escribió originalmente el propio Garci Rodríguez de Montalvo), todo esto tiene unidad de sentido y apunta, unánimemente, a un mismo blanco: el ejemplar progreso, personificado en Amadís, de lo bueno a lo óptimo. Porque, la verdad sea dicha, el caballero andante -el de verdad literaria al menos, que no don Quijote- no cabalga, sino que marcha sobre rieles en esa dirección única. Y el comienzo de la novela, del Amadís, se extiende, se abulta con todo género de indicadores que señalan esa dirección única de la trayectoria ejemplar. Ésta, a su vez, determina el ambiente en que se desempeña Amadís, pues para seguir el progreso de su trayectoria vital bueno-óptimo, sus propias aventuras tienen que desarrollarse en un ambiente de parecido cambio de signo: normal-descomunal.

Lo que posibilita todo lo anterior es que el autor se plantea la materia de su novela como historia y no como vida, como lo ya hecho y no lo aún por hacer. Él está fuera de la órbita de su novela: él está en el aquí y ahora, mientras que sus personajes están en el allá y entonces. El autor puede, en consecuencia, contemplar las vidas que pueblan su novela en la totalidad de sus perspectivas y trayectorias, y se encuentra así en absoluta libertad para infundir a las acciones la lógica a posteriori, por así decirlo, que su intención artística conocía a priori. Tal tarea hubiera sido imposible de haberse planteado el autor su materia novelística como vida, donde lo ilógico se conjuga con lo imprevisto. Historia era lo que necesitaba la intención ejemplar del Amadís de Gaula, o sea tiempo pasado y acontecer finiquitado, para impedir que se colase el presente con su teoría de posibilidades.

Ahora invito al lector a dar un salto de siglos -en la imaginación, se entiende-, ya que si bien el Amadís retocado por Montalvo se publicó en 1508, el texto primitivo ya era muy popular en la juventud del canciller Pero López de Ayala, nacido en 1332.46 Este salto imaginativo nos debe llevar al año de 1554, en que se publicó otra extraordinaria obra anónima, el Lazarillo de Tormes.47 Fue obra de tal influencia sobre Cervantes, como ya he dicho, que uno de sus propios personajes, Ginés de Pasamonte, se confiesa envidioso de ella (I, XXII).

Lazarillo es un Amadís muy venido a menos. No: esto es decir poco. Lazarillo es un Amadís que ha dado un horripilante bajón en la vida. Hay en el Lazarillo un determinismo semejante al del Amadís, aunque de signo contrario.48 Además, ese determinismo se fundamenta no ya sólo en la interpretación mágica de la sangre heredada, sino también en actitudes específicamente bíblicas, como, por ejemplo, la siguiente: «Ego sum Dominus Deus tuus fortis zelotes, visitans inquitatum patrum in filios, in tertiam et quartam generationem eorum qui oderunt me» (Éxodo, XX, 5). Así pues, a los monarcas que engendran a Amadís corresponden aquí unos padres de ínfima categoría social, siendo uno de ellos un molinero ladrón. El sino del protagonista -o antihéroe, si se quiere- queda ya dibujado, y su prehistoria informará su historia. El autor hace esta correspondencia más aguda aún, al encuadrar toda su historia entre dos amancebamientos: el de su madre con el negro esclavo, y el de su propia mujer con el arcipreste de San Salvador. Como en el Amadís, hay perfecta armonía entre término introductor (padres) y término introducido (protagonista). Y la ecuación entre ambos términos produce la definición. El Amadís y el Lazarillo son, radicalmente, dos intentos de definir al hombre. Aclaro: al hombre en dos momentos muy distintos de su evolución histórica: un tipo de hombre gótico, si se quiere, y un tipo de hombre renacentista. Lo mismo será el Quijote, un nuevo ademán definitorio, pero de validez y permanencia absolutas, ya que Cervantes llega en la vida del protagonista a aislar un esencial constituyente para la vida espiritual del hombre de todos los tiempos: la fe. Por eso somos todos algo quijotescos -aun así se sea ateo, ya que no hablo de la fe religiosa-, mientras que los amadises de hoy están en plena bajamar, y, ¡gracias a Dios!, la merma y carestía de lazarillos es casi total, al menos entre la gente de buena voluntad.

A todo esto, ya es hora de recordar al lector que la fórmula definitoria del héroe tradicional de Otto Rank, al menos en sus primeras líneas, se cumple a la perfección en el Amadís de Gaula -lo demás ya es materia del otro libro aludido sobre este problema específico-. Y, en consecuencia, y en la medida que Lazarillo de Tormes es la contrapartida del Amadís, también se cumplen en éste, aunque, claro está, patas arriba. El Lazarillo está construido sobre una base folklórica tan fuerte, por lo menos, como la del Amadís.49 Y es sobre esta plus-minusvalía de lo folklórico que se monta el más imponente de los tinglados, el del Quijote. A lo que voy, y casi de inmediato, es al hecho de que lo que queda, o no, de los esquemas folklóricos en el Quijote es uno de los factores esenciales en convertir a éste en la primera novela moderna, mientras que las otras dos obras (y cualquiera otra que se piense, hasta esa época, en cualquier idioma) no lo son.

Pero antes de llegar a esto quiero subrayar el hecho de que la armonía entre el término introductor (padres) y el término introducido (protagonista) se da en el Amadís y en el Lazarillo en dos escalas distintas. En la novela de caballerías el recién nacido Amadís es echado al río en un bote, y por ser salvado más tarde en alta mar recibirá el noble apodo de Doncel del Mar. En la otra novela el protagonista, en parecidas circunstancias, se tendrá que conformar con un plebeyito Lazarillo de Tormes, o sea un tragicómico Doncel del Tormes, como dijo en uno de sus últimos escritos nuestra inolvidable María Rosa Lida de Malkiel.50 Y mientras estoy en esto creo que vale la pena puntualizar que Lázaro, el Amadís en alpargatas, no es ni siquiera «un niño de la piedra»;51 apenas si llega a «niño del agua». Y englobo en esto todas las diferencias simbólicas entre piedra y agua.

No cabe duda, pues, que en cada novela, Amadís-Lazarillo, hay un primer ademán definitorio que corresponderá estrechamente al mundo artístico que se va a crear. No permita el lector, sin embargo, que tantos vericuetos le hagan perder de vista el hecho de que nuestro punto de partida han sido los esquemas folklórico-tradicionales, y el de llegada, así espero, será el Quijote.

El comienzo de éste es tan conocido que causa rubor el transcribirlo, pero lo considero obligatorio, por método y motivos de claridad expositiva. Y aquí está:

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino.


Con este sortilegio, con este abracadabra del taumaturgo Cervantes, se le ha arrancado una partícula a la nada, y de ella surgirá el nuevo héroe: don Quijote de la Mancha. El material crítico acumulado sobre este comienzo de novela es más que considerable, pero hoy haré caso omiso del método histórico, pues no se trata de eso en este libro. Y claro está que tampoco entraré por la sociología ni por la historia económica, disciplinas asimismo aplicables al párrafo transcripto, y también a toda la novela.

Lo que quiero destacar es el hecho innegable de que con las palabras copiadas ha nacido otro héroe, completamente al margen del folklore, como demuestra la fórmula que traduje de Otto Rank (vide supra), y de la tradición literaria como demuestran los comienzos canónicos del Amadís de Gaula y del Lazarillo de Tormes, que fueron traídos a colación precisamente con fines de tal cotejo. En realidad, para tantos de nosotros don Quijote es, casi, casi, el héroe por antonomasia, sobre todo cuando se nos hurga de verdad y a fondo. Digo, el héroe hispánico por antonomasia, para guardar respetuosa distancia con los demás, pero sólo en medida recíproca.

Lo más extraordinario es que, en sentido literal, don Quijote no nace en este primer párrafo; había nacido ya una cincuentena de años antes. El que aparece ante nuestros ojos azogados es un machucho hidalgo de aldea, de vida sosegada y sedentaria hasta este propio momento. El mundo de la literatura no conocía hasta la aparición del Quijote la existencia de un héroe semejante. Los anales literarios estaban colmados de caballeros y príncipes, de idealizaciones de las clases rectoras, en general. Para la época en que ve la luz del día don Quijote de la Mancha, empiezan a pulular idealizaciones negativas de las clases más bajas: el pícaro. O bien desfilaban comparsas de entelequias pastoriles. Muy pocos más eran los tipos literarios que registraban los anales de las letras europeas. Pero un personaje como don Quijote de la Mancha era rigurosamente inédito y de novedad absoluta.

La distancia que va del Amadís al Quijote -y hablo ahora de los protagonistas como encarnaciones de tipos humanos, hallables o inhallables- es la misma que separa al Quijote de La Princesse de Clèves (1678), pongo por caso. El mundo que crea madame de La Fayette es de un aristocratismo tan cerrado como el del Amadís, aunque transido de finos toques psicológicos. No en balde dijo Émile Faguet que La Princesse de Clèves era una tragedia de Racine en prosa. A nadie se le ha ocurrido comparar a don Quijote con nada ni con nadie fuera de su mundo; don Quijote no es la prosificación de cosa alguna anterior a él.52 Debo aclarar que hablo en esta ocasión de don Quijote de la Mancha como concreción del espíritu humano. Nunca deja de maravillarme el hecho de que Cervantes haya encarnado en un vejestorio hidalguete de aldea, chiflado por añadidura, algo que todos llevamos dentro: la fe en algo eterno e inmutable, la fe en algo superior al individuo, como finamente percibió el gran novelista y poeta ruso Iván Turguenev en su ensayo sobre Hamlet y don Quijote.

Una vez que Cervantes clavó su pica en Flandes, ya hubo otros paladines de las letras que se le unieron en la refriega. Pero la lección efectiva de don Quijote tardó siglos en penetrar la conciencia literaria y creadora de los novelistas. Sólo los más grandes novelistas del siglo XIX -el siglo de la novela, por cierto- son los que vieron en don Quijote de la Mancha un venero inagotable de posibilidades artísticas.53 En orden cronológico las máximas producciones del siglo pasado que obedecen a la inspiración de la forma de vida quijotesca y que quiero recordar de momento son: The Posthumous Papers of the Pickwick Club, del inglés Charles Dickens (1847); Madame Bovary, del francés Gustave Flaubert (1857); El idiota, del ruso Fedor Dostoievski (1868); The Adventures of Tom Sawyer (1876) y su extraordinario complemento The Adventures of Huckleberry Finn (1884), del norteamericano Mark Twain, y Nazarín, del españolísimo Benito Pérez Galdós (1895).

Estudiar a fondo la forma en que el quijotismo -o sea la forma de vida de don Quijote- afecta a los protagonistas de cada una de estas novelas es materia para sendos libros, muchos de ellos ya escritos. Sólo pasaré brevísima reseña a las características más señaladas, a la espera que la imaginación del avisado lector rellene los innumerables huecos que tengo que dejar. Mr. Pickwick es un robusto anciano, calvo y con gafas, con un corazón rebosante de sencillez y benevolencia. El romanticismo galopante de Emma Bovary, que la arrastra al suicidio, le fue inducido por sus lecturas en el convento.54 El abúlico príncipe Myshkin, y algo de esto ya quedó insinuado con anterioridad, es orgánicamente incapaz de todo egoísmo. Tom Sawyer lleva a su compinche Huckleberry Finn a vivir sus aventuras dirigidos por un código estrictamente literario, en el que, por cierto, no deja de faltar el propio Don Quijote de la Mancha (Huckleberry Finn, capítulo II). Nazario Zaharín, o sea Nazarín, es un sacerdote manchego de Miguelturra, en el propio Campo de Calatrava, y vagabundea por los secos campos de Castilla acompañado por dos mujeres de mala vida. Adéntrese el lector en el estudio de esta extraordinaria floración del tronco del quijotismo. Yo tengo que seguir mi camino señalado.

El lector recordará la plenitud de datos deterministas que se acumulan sobre Amadís de Gaula, y que lo disponen, a nativitate, para su heroico sino. Que el lector del siglo XVI entendía este tipo de datos en un sentido efectivamente determinista se hace obvio al repasar el comienzo del Lazarillo de Tormes, donde se repiten las mismas circunstancias de nacimiento, pero con el signo cambiado. Dado el supuesto determinista que anima a ambas obras por igual, el héroe se metamorfosea en el antihéroe, el noble se plebeyiza, el Doncel del Mar queda reducido al nivel de un Lázaro de Tormes, y no olvidar la tradicional carga evangélica de ulcerosa pobreza que lleva el nombre Lázaro (San Lucas, XVI, 19-31).

También Cervantes opta por cortarle las alas al ideal desaforado de la caballeresca, pero en forma más sutil y menos cruel que el anónimo autor del Lazarillo. Esto congenia con la benevolencia llevada al heroísmo que siempre demostró Cervantes, y, además, el primer plano de su novela en ciernes no lo ocupará la sátira social, que es lo que caracteriza al Lazarillo. En consecuencia, en el Quijote se recortan con cuidado todos aquellos datos que singularizan desde un principio al caballero andante de la literatura: su patria, sus padres, su nacimiento y hasta su nombre, y ya hemos visto en qué medida todo esto obedece al tradicional esquema folklórico. Conviene ahora recordar un pasaje ya aludido de este primer capítulo: «Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben; aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana» (I, I).55 Cervantes ha adanizado, efectivamente, a Amadís, y como con el héroe caballeresco se ha quedado en cueros, porque a eso equivale el tener un hidalgo sin linaje, ya que el linaje es la historia del nombre de una familia determinada. Un noble sin linaje es algo inaudito, pero también es inédita la concepción del nuevo héroe, sobre todo si repasamos los patrones folklórico-tradicionales según la concepción de Otto Rank.

Nos hallamos, evidentemente, ante una forma muy especial de la anticaballeresca; el protagonista no se nos anuncia ni glorificado ni encenagado, sólo mediocrizado. El heroico paladín se ha metamorfoseado en la encarnación de la burguesa medianía, que cifra su bienestar en comer palominos los domingos y gastar pantuflos de entrecasa. Desde luego que la lección de la obra en su conjunto, y a partir casi, casi desde este mismo momento, es muy distinta, pues nos demuestra cómo hasta la propia medianía puede alzarse a pulso por el asiduo cultivo de un limpio ideal de conducta. Pero antes el protagonista tiene que enloquecer, y no olvidemos que muchos siglos antes Platón había escrito una verdad de a puño -como suya-, cuando estampó que la locura es «una liberación divina de los módulos ordinarios de los hombres» (Fedro, 265). Pero tiempo habrá de volver al tema de la locura.

Desde este punto de mira, el comienzo del Quijote, con ese «nacimiento» fuera de serie, lleva a esencializar al héroe en su contorno más humano, y antiheroico, en consecuencia. No se nos da su realidad genealógica, sino su realidad sociológica; no el porqué es, sino el cómo es. Y siguiendo esta, al parecer, ligera vena de la parodia caballeresca desembocamos en el serio asunto de que nuestro nuevo protagonista se nos da sin prehistoria, vale decir, sin factores determinantes. Tiempo habrá de volver a esto también.

En lo que quiero hacer hincapié ahora es en el hecho extraordinario de que en el Quijote un sistema de términos no desplaza y anula enteramente al otro, con lo que quiero decir que lo antiheroico no posterga por completo a lo heroico. Lo antiheroico como tal no tiene ni existencia ni sentido propio; como todo término relativo necesita imperiosamente la presencia real o aludida del punto de comparación apropiado. Así como en los termómetros la temperatura de ebullición es relativa a la de congelación, así lo antiheroico es algo que se entiende sólo en la medida en que existe el modelo de acción heroica. Si podemos hablar de Lazarillo como un anti-Amadís es porque la comunidad explícita que ambos tienen en sus circunstancias de nacimiento despierta la imaginativa al paralelismo deseado por el autor. Por eso Cervantes tiene siempre buen cuidado de dejar la puerta abierta al trasmundo heroico, ya que si no el protagonista se debatiría en un mundo empobrecido en la mitad de su sentido. Porque ese trasmundo heroico es el lugar adonde se puede escapar el hombre, al menos mentalmente, para hallar por un momento su plenitud soñada.56 En el Quijote esto se lleva a cabo por un muy rico y complejo sistema de alusión y elusión, en el que si bien las cosas apuntan siempre más allá de sí mismas, se nos escamotea el término preciso de comparación, al menos en su forma más explícita. Como dirá mucho más adelante el propio don Quijote, haciendo buen uso de este proceso de alusión-elusión, cuando la duquesa deja que su curiosidad interrogue al protagonista acerca de si Dulcinea es dama fantástica o no, a lo que contesta el héroe: «Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica, y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo» (II, XXXII).

En nuestro interrogatorio acerca del «nacimiento de un héroe» Cervantes alude repetidamente al mundo caballeresco en el Prólogo y en los versos preliminares -muchos de ellos escritos por héroes del mundo caballeresco literario-, mientras que elude con cuidado su caracterización. Por eso es que cuando el primer capítulo nos abre las puertas a su nuevo mundo de caballerías, casi nos caemos de bruces, porque hay que alzar mucho la vista para mirar las alturas paradigmáticas del Amadís de Gaula, mientras que aquí hemos tropezado con la bajeza de un lugar de la Mancha que ni siquiera merece ser nombrado. Y no olvidemos que Amadís de Gaula, en su apóstrofe poético a don Quijote, en los versos preliminares, le ha dicho:


    Vive seguro de que eternamente,
en tanto, al menos, que en la cuarta esfera
sus caballos aguije el rubio Apolo,
    tendrás claro renombre de valiente;
tu patria será en todas la primera;
tu sabio autor, al mundo único y solo.


Pero ¿cuál es esa patria que entre todas será la primera, si no bien se abre la obra se nos declara paladinamente que su nombre no merece recuerdo? Y esto se complica aún más si recordamos que en el Prólogo ya se había estampado esta declaración: «Aunque parezco padre, soy padrastro de don Quijote.» ¿Quién es este sabio autor, señero en el mundo?

Este proceso de alusión-elusión, por el que se nos propone algo, y se nos entrega otra cosa muy distinta, se convierte rápidamente en uno de los recursos estilísticos y narrativos más socorridos en la obra, como ocurre, para no citar más que un ejemplo ya aludido, con aquel capítulo propuesto por el siguiente rimbombante epígrafe: «De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso don Quijote de la Mancha», capítulo que en su texto nos entrega la regocijada y hedionda aventura de los batanes (I, XX).

Este proceso lo podemos designar, en términos generales, como ironía, ya que ironía es, en su aspecto esencial, la forma verbal de darnos gato por liebre.57 «Disimulo», entendían los griegos cuando pronunciaban la palabra eironeia, o sea presentar lo que es bajo el disfraz de lo que no es. En este sentido, pues, y frente al Amadís de Gaula, por ejemplo, el comienzo del Quijote introduce la ironización de una situación literaria dada y tradicional: el nacimiento del héroe y su problemática folklórica. Por un lado, tenemos la realidad literaria consagrada, y ya convertida en tradicional, del mundo de la caballeresca, con sus Gaulas y Amadises, todo explícito y perfecto, ab initio, como suele ocurrir en el mundo de los mitos. Por el otro lado, el comienzo del Quijote nos revela la intención firme y voluntariosa («no quiero acordarme») de crear una nueva realidad artística, en el que un nuevo tipo de héroe, inédito hasta el momento, nacerá efectiva, aunque no biológicamente, aun así esta biología sólo sea de orden literario. La identidad de esta nueva realidad no estará dada por los términos del ideal caballeresco -¿desde cuándo los caballeros andantes se paseaban por sus casas en pantuflas?-, ni tampoco por los términos de la realidad empírica de una Argamasilla de Alba -¿cuándo produjo Argamasilla de Alba caballeros andantes que salían a recorrer el mundo en busca de aventuras?-, por así llamarla, aunque ambos términos están allí presentes por el ya referido sistema de alusión-elusión.58 Y este sistema es, precisamente, el que posibilita que el mundo del Quijote sea de una manera y se nos presente de otra, lo que viene a consagrar el libre desempeño de la ironía. De ahí el tornasol eterno en que viven los personajes del Quijote, y por eso la azogada inquietud que asalta a todo crítico que intenta penetrar en ese mundo, y el que esto escribe no es de los menos azogados.

Se esboza aquí ya el fertilísimo conflicto que consciente crea Cervantes entre el mundo caballeresco, ideal y tradicional, y este mundo sui generis, que él está sacando de la nada. La tensión creada por este conflicto va mucho más allá de los datos puramente objetivos, como había ocurrido en las relaciones conflictivas entre Amadís y Lazarillo: Amadís, heroico hijo del noble rey Perión de Gaula; Lázaro, antiheroico hijo de un molinero ladrón. Porque a esta proposición inicial en el Lazarillo le sigue una tal cerrazón temática, impuesta por el determinismo, que toda posible efectividad actuante de Amadís como modelo de vida queda marginalizada.59 En el Quijote, al contrario, ambos sistemas coexisten y se complementan, y el autor invita así a nuestra imaginativa a que abra un compás que abarque, desde un principio, el polo literario de la idealización positiva, como lo es el mundo de las caballerías, y el polo literario de la idealización negativa, como lo es el antiheroico y aburguesado hidalgo de aldea, ya entrado en la última vuelta del camino, y que se describe en los términos más alejados de la caballería andante. Sin pensar en personajes episódicos, como la lasciva Maritornes o el apicarado Ginés de Pasamonte.

Como consecuencia, nuestra imaginación se ve obligada a recorrer continuamente la distancia que separa ambos polos, para poder abarcar en alguna medida el intrincado proceso de alusión-elusión-ironización. Y es, precisamente, este ejercicio imaginativo el que va dando dimensiones y densidad al relato, y quiero subrayar que esto parte del momento mismo en que Cervantes echó por la borda todas las características del nacimiento del héroe tradicional. Porque lo más significativo de todo esto es que Cervantes no nos introduce a un mundo ya dado y hecho, como lo es la Gaula de Amadís, o la Salamanca de Lazarillo (de allí la importancia de la prehistoria en ambas novelas), sino a un mundo que se está haciendo ante nuestros ojos -de ahí la carencia de prehistoria en este nuevo, novísimo tipo de relato-. Esto se explica porque desde un principio estamos viendo el mundo mítico de la caballeresca desde la perspectiva muy topográfica que nos permite ese innominado lugar: oteamos la maravillosa Gaula con los pies bien plantados en tierra manchega. Y este innominado lugar a su vez lo observamos desde las alturas del mito inmarcesible; desde allí oteamos la tierra de nobles caldos. Se hace posible así, desde el primer momento, la multiplicidad de perspectivas sobre la nueva realidad literaria, y ésta se da en el momento y zona de cruce de esas perspectivas, sobre las que ya no ejerce ningún tipo de fuerza gravitatoria lo folklórico-tradicional. Y, en consecuencia, el Quijote no tiene, ni puede tener, al revés de los Amadises y los Lazarillos, ni prehistoria ni posthistoria, ni tampoco, en sentido estricto, historia, ya que su materia narrativa no es lo ya dado y hecho, sino ese asiduo cruzarse de cambiantes aspiraciones y perspectivas que denominamos vida. Y nada ajeno a todo ello es el hecho de que don Quijote de la Mancha, nunc et futurus heros, nace, por así decirlo, y gastar otro latinajo, in medias res.

En esta forma Cervantes va dando marco a su nuevo tipo de narración, que no es ni literatura idealista ni literatura realista, aunque participa de ambas. Una forma de apreciar la distancia a que se coloca el relato de esos dos términos es repensar los parecidos y diferencias que existen entre «en un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme» y las fórmulas ya vistas (o la novela picaresca, o el cuento folklórico, o el relato mítico, etc.) A riesgo de estampar una perogrullada de las gordas, diré que resulta evidente, para mí, la superioridad artística implicada en ese voluntarioso negarle localización específica a su relato, pues se alude y elude, de esta manera, a toda una serie de posibles localizaciones, con lo que ésta tiene de valor determinista en la conformación de un relato.60 Tan inimaginable resulta un Lazarillo de Gaula como un Amadís de Tormes. Pero sí nos parece de presencia inmediata un machucho hidalgo de aldea cuya patria y nombre específicos se silencian con firme voluntad. Y si a ese hidalgo le conocemos más tarde por el apelativo toponímico de don Quijote de la Mancha, esto es fruto exclusivo de su voluntad de ser lo que él ha identificado con su destino. Don Quijote se llama a sí mismo «de la Mancha»; a Amadís y a Lázaro les llaman de Gaula, de Tormes.61 Autodeterminación, por un lado; determinismo, por el otro.

Ahora bien: se nos ha demostrado que la fórmula adoptada por Cervantes para ocultar esa información determinista -«de cuyo nombre no quiero acordarme»-, que anubla y problematiza el tradicional nacimiento del héroe, es variante de una fórmula folklórica o notarial, tanto monta, para mis fines de hoy.62 Pero es variante con una innovación capital. La fórmula tradicional del cuento Cervantes la conocía y la usó en el Persiles y Sigismunda, cuando los peregrinos entran precisamente en un pueblo de la Mancha: «Llegó a un lugar no muy pequeño ni muy grande, de cuyo nombre no me acuerdo» (III, X). La variante consiste, pues, en esas nada inocuas palabras «no quiero acordarme». En esta expresión de voluntarismo creo yo que radica una de las claves para la interpretación recta no sólo del pasaje que estamos estudiando -el nacimiento de un héroe-, sino de la nueva concepción de novela que informa al Quijote. Y que esas palabras son expresión de la libérrima voluntad del autor lo refrendó el propio Cervantes, diez años después de estampadas, al escribir, al tiempo de la muerte del héroe: «Este fin tuvo el Ingenioso Hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, porque todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero» (II, LXXIV).63

En primer lugar, se cifra en esas breves palabras del comienzo todo un programa de acción literaria, pues se afirma en ellas, con toda claridad y firmeza, la libre voluntad del escritor. Pero esto es algo nuevo e insólito en la época de Cervantes, ya que la creación artística estaba entonces supeditada -para su bien y para su mal- a la fuerza gravitatoria de la tradición, que al atraer magnéticamente a la imaginación creadora la limitaba en su libre desempeño. Por eso, cuando un escritor de la época se libera de los dictámenes de esa tradición para crear una realidad literaria de novedad radical, como ocurre con el caso del Lazarillo de Tormes -donde el arma escogida para abrir brecha es colocar al mundo caballeresco patas arriba-, ese autor, asustado por su audacia, se ve obligado a esconderse para siempre, al parecer, en el anonimato.64 Frente a esa actitud normativa, propia de las teorías literarias de la época -«El que no haze acción verisímil, a nadie imita», Alonso López Pinciano, Philosophía antigua poética (1596), epístola quinta-, frente a ese tipo de actitud, Cervantes proclama, desde el pórtico de su nueva obra, la libertad del artista, al colocar el querer el autor por encima del deber de los cánones.65 Resultado directo de esa liberación serán las palabras que escribirá más adelante, y cuya sorna no está enteramente disociada del nuevo sentimiento de autonomía artística: el autor «pues se contiene y cierra en los estrechos límites de la narración, teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo, pide no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir» (II, XLIV).66 Si el artista está en plena libertad creativa es natural que lo que no escribe tenga tanto valor indicial como lo escrito, lo que se corresponde al tema de la nueva filosofía de que la vida del hombre adquiere su plenitud de sentido en el filo del hacer y el no hacer. La libertad de elección es la medida concreta de la liberación del hombre, o del artista.

Me parece oportuno citar en este momento a José Ortega y Gasset, ya que sus palabras darán más amplias dimensiones a mi tema estricto. En Historia como sistema (1941) escribió:

Entre estas posibilidades [de ser] tengo que elegir. Por tanto, soy libre. Pero entiéndase bien: soy por fuerza libre, lo soy quiera o no. La libertad no es una actividad que ejercita un ente, el cual aparte y antes de ejercitarla, tiene ya un ser fijo. Ser libre quiere decir carecer de identidad constitutiva, no estar adscrito a un ser determinado, poder ser otro del que se era y no poder instalarse de una vez y para siempre en ningún ser determinado. Lo único que hay de ser fijo y estable en el ser libre es la constitutiva inestabilidad.


(Capítulo VII).                


Mas antes de seguir adelante, cuando habrá oportunidad de volver a este texto de Ortega, conviene arriar velas para no encallar en algún malentendido. La libertad de que hablo en Cervantes es doble; en parte es reacción contra la cuadrícula de la tradición literaria, y en parte, expresión de la más ahincada aspiración del hombre: la aspiración a ser libre en la elección de su forma de ser dentro del marco impuesto por el destino o circunstancia, como quiso Ortega. Pero este último tipo de libertad tiene una muy fuerte carga ética, arraigada en inconmovibles principios de jerarquía. No se trata, en absoluto, de las demasías anárquicas del Romanticismo, pese a las interpretaciones cervantinas de los propios románticos, y de algunos neorrománticos. Se trata de libertad, no de libertinaje.

Si August Wilhelm von Schlegel, introductor del Romanticismo en Berlín, pudo decir del autor del Quijote que era «el poeta que deroga las leyes de la fría razón y se precipita en el caos de la naturaleza» (Vorlesungen über schöne Litteratur und Kunst [1801-1804], III), Rubén Darío comenzó esa suerte de canonización laica de don Quijote, que todavía sigue en marcha, al escribir en su Letanía de nuestro señor don Quijote (1905):


    Ruega generoso, piadoso, orgulloso;
ruega, casto, puro, celeste, animoso;
por nos intercede, suplica por nos,
pues casi ya estamos sin savia, sin brote,
sin alma, sin vida, sin luz, sin Quijote,
sin pies y sin alas, sin Sancho y sin Dios.


Y no puedo por menos que aplaudir entusiastamente la genialidad de Unamuno cuando bautizó a don Quijote el Caballero de la Fe, en el primer capítulo de su Vida de don Quijote y Sancho (1905).

Creo que ahora puedo de nuevo izar velas y volver a lo nuestro. Desde el momento inicial el relato se nos manifiesta como apoyado sólidamente sobre una voluntad que, a su vez, respalda a una cierta intención. En nuestro caso particular de exégesis, la intención expresa el anhelo de liberación. «No quiero acordarme» es la cabal forma de expresar la toma de conciencia del autor y su mundo artístico por crear, que se realizará dentro del concluyente marco de un querer personalizado y absoluto, al margen de tradiciones y folklores. De la misma manera, el autobautismo del héroe en ciernes constituye la toma de conciencia del protagonista y su mundo individual, cuando el novel caballero se libera de su salpicón y pantuflos cotidianos para expresar su absoluta voluntad de destino. El semianónimo y machucho hidalgo de gotera ha determinado lo que va a ser, ha programado su vida y ha identificado su yo: don Quijote de la Mancha.

Con todo esto se vienen abajo los términos de la estética imperante, que delimitaban el campo de la creación artística entre el deber y el no deber, o sea lo que se denomina la teoría renacentista de la imitación de los modelos. En el Quijote, y desde un comienzo, desde su propio pórtico, estos términos quedan suplantados por el querer y el no querer, con lo que la realidad mental del artista se convierte en una suerte de imperativo categórico.67 Y cuando surge, explícitamente, el tema de la imitación de los modelos, como ocurre en el episodio de la penitencia de Sierra Morena, dicha imitación no viene impuesta por ningún tipo de consideraciones extrínsecas, sino por la libérrima voluntad del protagonista, como lo manifiesta éste claramente en el largo razonamiento con su escudero: «... El toque está en desatinar sin ocasión, y dar a entender a mi dama que, si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado?...» (I, XXV).

Se glorifica así, para siempre, la libertad del artista, como escribió en cierta ocasión el gran crítico alemán Leo Spitzer: «Muy por encima de este vastísimo cosmos de su creación, en el que se combinan y entremezclan cientos de personajes, situaciones, perspectivas, acciones principales y secundarias, tiene su asiento el yo artístico de Cervantes, un yo creador y omnipotente, natural y deiforme, omnipresente, omnisciente, rebosante de bondad y comprensión. Y este creador que en todas partes vemos nos revela los secretos de su creación, nos muestra la obra de arte en su gestación y las leyes a que necesariamente ha de someterse. Pues este artista es deiforme, pero no está endiosado. Alejemos la idea de creer que Cervantes pretende destronar a Dios y poner en su lugar al artista como un superhombre».68

Esta cita, espero, aclara mucho mejor de lo que lo podría hacer yo algún posible malentendido acerca de lo que llevo escrito sobre el tema de la liberación del artista. Pero Cervantes va mucho más allá de esto, pues ya queda apuntado que la liberación del personaje es la otra cara de la medalla de la libertad del artista. En la literatura de ficción hasta entonces escrita ya he apuntado la característica esencial de que el personaje -caballero, pastor, pícaro- está fosilizado en una forma de vida, por un doble determinismo, estético y vital.

Al hacer caso omiso del determinismo en la literatura, Cervantes libera al personaje. Pero antes de estudiar la maquinaria de este proceso en el Quijote, quizá convenga, por motivos de claridad expositiva, alterar la cronología y saltar a nuestro siglo, a Luigi Pirandello, muerto en 1936, el mismo año que Unamuno y García Lorca. En Sei personaggi in cerca d’autore (1921), comedia en que hace crisis la dramaturgia pirandelliana, se lleva a un desarrollo lógico el gran tema cervantino de la liberación del personaje. Esto ya está patente en el título. Pero citaré un poco al azar para ejemplificar en forma previa un fenómeno literario que inicia Cervantes, y que las generaciones han ahondado en forma tal que ha adquirido las dimensiones de un verdadero fenómeno telúrico.

Uno de los personajes, el Padre, siente la necesidad de ser, de vivir su vida con plenitud, y no interpretado por el Director, y exclama:

«Digo, señores, que lo que para ustedes es una ilusión que han de crear, es ya para nosotros una realidad creada, la única, la nuestra. Y no sólo sabemos nosotros que esta realidad es nuestra y no suya, sino que ustedes también lo saben... ¡Si les sobra razón para reírse! ¡Como que sobre estas tablas todo es ficción y juego! Y usted puede argüirme que sólo por juego aquel señor [y apunta al primer actor] que es él, debe ser otro, ser yo. Cuando, por el con, mi realidad es exclusivamente mía, como afirmaba usted de la suya hace un instante, llamándome loco, sin imaginar que caía en la ratonera».


(Acto III).                


Y un poco más tarde continúa: «Un personaje posee una vida verdaderamente suya, impresa con caracteres propios, por los cuales es siempre alguien; mientras que un hombre, conste que no lo digo ahora por usted ... un hombre así, genéricamente, ¡puede no ser nadie!» (ibidem). Para estas alturas de la obra, sin embargo, Pirandello ya nos había ofrecido un hilillo rojo para encaminarnos hacia la fuente de esta problemática existencial, cuando el Padre pregunta: «¿Quién fue Sancho Panza?» (acto I).69

Volvamos ahora al Quijote para observar cómo el maestro Miguel de Cervantes Saavedra empezó a leer la cartilla que educó a toda la Europa pensante, de Rusia a Inglaterra. Apenas el protagonista de la nueva novela empieza a desvariar por la lectura de sus libros de caballerías, se entusiasma de tal manera con «aquella inacabable aventura» que «muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y dalle fin al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran» (I, I). Es evidente que el protagonista tiene ya, desde que pisa la escena, una triple opción: seguir la vida vegetativa de un hidalguete de aldea y de gotera, o hacerse escritor, o hacerse caballero andante. Ni que decir tiene que el héroe tradicional sólo tiene una opción única, que en consecuencia se convierte en irreversible destino literario. Pero con este nuevo héroe el voluntarioso abandono de la vida vegetativa implica una indeclinable renuncia a esa prehistoria suya que no conoceremos jamás. Esto, a su vez, implica un corte total con las formas tradicionales de la novela. El hacerse caballero andante, posibilidad la más inverosímil de todas, ya que es invento de su locura, es la cabal expresión de su absoluta libertad de escoger.

Abro un paréntesis para volver a Historia como sistema; de Ortega y Gasset, a la espera de que se vea a nueva y más clara luz lo dicho. En pasaje contiguo al citado más arriba, decía Ortega: «Invento proyectos de hacer y de ser en vista de las circunstancias. Eso es lo único que encuentro que me es dado: la circunstancia. Se olvida demasiado que el hombre es imposible sin imaginación, sin inventarse una figura de vida, de idear el personaje que va a ser. El hombre es novelista de sí mismo, original o plagiario.» Pero éste es el hombre físico, histórico, visto a la luz de la filosofía del siglo XX. Lo extraordinario es que allá hacia 1605 Cervantes había llegado a análogas conclusiones acerca de lo inenajenable de la vida humana, y sobre esas verdades creó el mundo del Quijote. Desde este punto de mira, el «inventor raro y peregrino», apelativo con el que le gustó autodenominarse a Cervantes, fue ese ajado hidalgo de gotera, supernovelista de sí mismo, ya que se inventó como figura de vida la del inigualable caballero andante, nunc et futurus, de don Quijote de la Mancha.

Y con esto volvemos a nuestro comienzo de novela, al nacimiento de nuestro héroe. Un plan de vida ya no le es viable, o aceptable: el de hidalgo de aldea. Otro plan, que él se inventa, es, en consecuencia, el que vivirá: el de caballero andante. Pero le quedaba abierto un tercer plan de vida: ¿por qué no hacerse escritor? Se debe observar que esta última opción queda posibilitada sólo después de que el protagonista ha enloquecido. La locura es la que le proporciona esta «figura de vida», pero es la misma locura la que lleva a la caballería andante. En su desvarío, el semianónimo hidalgo se inclina a hacerse novelista y a ensartar imaginadas aventuras. Pero esta es, precisamente, la tarea a que está abocado Cervantes, en perfecta sincronía con las posibilidades vitales abiertas a su protagonista. Cervantes está imaginando ensartar aventuras al unísono con los desvaríos literarios de su ya enloquecido protagonista. Es lícito suponer, entonces, que tan loco está el autor como el personaje.70 Y esto no va de chirigota. Al contrario, va muy en serio. Debemos entender que esta deliciosa ironía es la más entrañable forma de crear esa casi divina proporción de semejanza entre creador y criatura. Sin el menor asomo de irreverencia, y sólo por aquello de que sobre este concepto descansa la siempreverde labor de creación literaria, y otras más, quiero aducir aquí este texto sagrado: «Et creavit Deus hominem ad imaginem suam: ad imaginen Dei creavit illum, masculum et feminan creavit eos» (Génesis, I, 27). Salvadas ya todas las distancias, quiero ahora recordar que al deponer Cervantes la pluma la increpó en estos términos: «Para mí sola nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno.» Y es esta misma proporción de semejanza la que libera, enaltece y dignifica a la criatura, con máxima carga de efectividad actuante. Y la adquisición de voluntad, de querer ser él y no otro, o sea la opción vital segura y firme.71

Debo advertir en este momento que la posibilidad apenas apuntada de un don Quijote escritor la tomó muy en serio, aunque sólo para acentuar más su sátira, el novelista ruso Nicolás Gogol. Al final de Almas muertas (1842) uno de los personajes se duele y exclama: «Y aquí [en Rusia, se entiende] hay un nuevo don Quijote de la ilustración. ¡Ha fundado escuelas! Bueno, en realidad, ¿qué hay de mayor utilidad para el hombre que saber leer y escribir?» La compenetración de Gogol con don Quijote en Almas muertas es casi total, aunque la sátira social del ruso apunta a muy distintos blancos. Dicha compenetración es tal que el protagonista del novelista ruso es el equivalente de un hidalgo de gotera, el apicarado Chichikov, quien es en todo, en particular en sus cualidades morales, una cuidadosa puesta al revés de don Quijote. Y si en un vuelo de imaginación satírica Gogol admite la posibilidad de un don Quijote escritor, yo lo entiendo como un rasgo de íntima y cordial simpatía por parte del creador para dar dignidad a su criatura.72

Decía yo que la dignidad se respalda con la voluntad, que recubre a la necesidad vital y angustiosa de querer ser él y no otro. Por ello, al abrirse la novela el protagonista aparece desdibujado en la nebulosa de una significativa polionomasia: Quijada, Quesada, Quijana. Estos nombres encierran en cifra la diversidad de posibilidades vitales de ese ser en estado embrionario, de ese héroe en ciernes. Pero el autobautismo aclara y define: él será don Quijote de la Mancha, y no otro. Sabido es que en la tradición hebreo-cristiana el cambio de nombre de la persona refleja un cambio de horizonte: Jacob-Israel, Saulo de Tarso-San Pablo, son la misma e idéntica persona, pero con sus vidas asestadas a nortes totalmente distintos al que apuntaban antes del cambio onomástico. Los diversos nombres de nuestro protagonista (¿Quijada?, ¿Quesada?, ¿Quejana?), por lo tanto, desarrollan, como en películas, sus diversos horizontes vitales, pero allí está la limpia y libérrima opción, representada por el autobautismo, que le orienta seguramente hacia una forma de ser y un destino.

Sin embargo, lo más curioso y distintivo del Quijote es que la inmensa mayoría de sus personajes aparecen como lo que no son; así el hidalgo manchego aparece como caballero andante; el zafio rústico, como escudero; Dorotea, como la princesa Micomicona, y los demás, por el estilo. Si recapacitamos sobre el hecho que, según mi definición anterior, ironía es ese frágil puente con que nuestra mente une el ser y el no ser, parecería como si Cervantes hubiese entendido que, más que una gala del ingenio y un artificio estilístico, la ironía es una forma de vida. Más aún: la ironía sería, desde este prisma, la única forma de vida compatible con lo que Américo Castro ha llamado la «realidad oscilante». En el mundo de los baciyelmos la ironía es una necesidad vital. O quizá sea al revés.

Aunque adelanto a sabiendas el tema del próximo capítulo, considere asimismo el lector que la locura es una necesidad vital para don Quijote de la Mancha. Antes de enloquecer es un abúlico hidalgo de gotera; cuando recupera la cordura, muere. Este tema de profundo significado ha recibido en nuestro siglo el tratamiento polémico, amargo y poético, todo a la vez, de Luigi Pirandello en Enrico IV (1922). Pero todo esto hallará mejor cabida en el capítulo siguiente. Si he adelantado la mención de Enrico IV se debe al hecho de que el protagonista de este drama es un don Quijote trágico, obsesionado por el problema de su identidad, que es a la vez su condena y su liberación.

De todas maneras, y para volver al tema sobre el tapete, en cualquier situación de vida en que se presenten estos personajes radicalmente irónicos alienta en ellos, y les da integridad, la firmísima intención de ser ellos mismos, y no otros. Considérense, por ejemplo, las circunstancias de don Quijote después de haber sido apaleado por los mercaderes toledanos, poco después del «nacimiento» de nuestro héroe, que aquí implica la opción firme y segura de una forma de vida. Ante este primer tropiezo en su nueva vida, y con un deshonroso dolor que le recorre todo el cuerpo, el héroe, despechado, casi olvida su reciente vocación vital, y se pone a divagar, suponiéndose ya Valdovinos, ya el moro Abindarráez (I, IV). Se trata, efectivamente, de la primera y única vez en que don Quijote parece renunciar a su plan de vida, y las causas psicológicas ya quedan mencionadas. Pero basta que Pedro Alonso, el caritativo labriego que le recoge, le recuerde que él no es ni Valdovinos, ni Abindarráez, sino «el honrado hidalgo del señor Quijana», para que a don Quijote se le encalabrine su nuevo y recién impuesto yo, y exclame: «Yo sé quién soy, y sé qué puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los Pares de Francia, y aun todos los Nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías.» Al ser tomado por otro del que se quiere ser, el héroe olvida el dolor y el despecho, y se redefine en su nuevo plan de vida con más firmeza que nunca, a pesar del dolor que abruma sus costillas. A la momentánea alteración -ese «sentirse otro», Valdovinos, Abindarráez, único en el libro- le sigue un más profundo y efectivo ensimismamiento.73 Nada en el futuro hará vacilar un ápice al caballero andante de su plan de vida elegido. Sólo cuando está a punto de entregar su alma a su Hacedor depone este plan de vida, para reconocerse Alonso Quijano el Bueno, que constituye, en estos términos, su plan de eternidad.

Análogo proceso de alteración y ensimismamiento se da en el caso de Sancho Panza, a su entrada triunfal en la Ínsula Barataria. Se le ha elevado a tal pináculo de gloria que corre riesgo propincuo de alterarse, de ser otro, y así reacciona el buen escudero: «Yo no tengo don, ni en todo mi linaje lo ha habido: Sancho Panza me llaman a secas, y Sancho se llamó mi padre y Sancho mi agüelo, y todos fueron Panzas, sin añadiduras de dones ni donas» (II, XLV).

Si volvemos los ojos a la cita de Ortega y Gasset que estampé más arriba, se verá que este empecinamiento en ser uno mismo y no otro es la definición más exacta y adecuada de la libertad ontológica. Cuando el hidalgo de aldea eligió como forma de vida el ser caballero andante, tiene entonces, por fuerza, que escoger el personaje que va a ser: don Quijote de la Mancha. Pero el inocentón de Pedro Alonso ha estado a punto de dar al traste con su nuevo plan de vida al recordarle un yo periclitado -«el honrado hidalgo del señor Quijana»-, y esto es categóricamente inaceptable, ya que los planes de vida tienen, por necesidad, que estar en el futuro y no en el pasado. De allí la violencia de la reacción de don Quijote. «En los nidos de antaño no hay pájaros hogaño», dictaminará al recobrar la cordura, y ya en su lecho de muerte, Alonso Quijano el Bueno (II, LXXIV). El nuevo yo (el plan de eternidad, como dije) niega con entereza al viejo yo (el plan de vida). Lo mismo podría haber dicho don Quijote a Pedro Alonso cuando éste le recuerda un yo del que se ha despojado voluntariosamente y con integridad.

Hay, pues, un verdadero frenesí de autorrealización por parte de los personajes. Y si volvemos una vez más al comienzo de la novela, se podrá observar cómo dispuso Cervantes las cosas para dar expediente a esos pujos de autorrealización. Al repasar las frases iniciales -las que he denominado el nacimiento de un héroe- en que se describe a este cincuentón y empobrecido hidalgo, se observará que el protagonista está captado como una oquedad. «Un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor», y todo lo demás que sigue, son todos rasgos exteriores que dibujan el hueco en que cabrá una vida, pero una vida que todavía no ha florecido, ni siquiera ha empezado a brotar: brotará ante nuestros asombrados ojos. Lo que nos da la descripción a que aludo es la silueta del protagonista, trazada por todo aquello que le es adjetivo, salpicones, pantuflos, calzas. Lo sustantivo, lo que nos daría la densidad y el calor humanos en forma efectiva, todo eso ha quedado cuidadosamente eludido de momento. Según la ya vieja fórmula orteguiana, y a la que he rondado con anterioridad -«yo soy yo y mi circunstancia»-, lo que Cervantes nos ha dado es la circunstancia, pero nos ha escamoteado el yo que la ordena.74 Y ese yo, como todos, es un plan de vida. O sea que falta, por el momento, la característica esencial que distingue al hombre particular del hombre genérico. Esta indiferenciación inicial se complica por el hecho de que voluntariosamente se vela el nombre de su patria. Y si unimos a esto las dudas sobre el nombre del protagonista, se observará cómo el personaje se termina de liberar del determinismo apriorístico que en tantos sentidos cimentaba la literatura anterior, y que desde el cuadrante del mito del nacimiento del héroe pudo codificar Otto Rank en la fórmula que copié a comienzos de este capítulo.

Por primera vez el personaje literario aparece en estado adánico, un nuevo Adán que está libre de coordenadas preestablecidas y ajenas a él. Por eso cada uno de nosotros, lo confiese o no, siente la necesidad imperiosa de crearse su Quijote, precisamente porque el contorno que Cervantes nos ha dado de él es de una limpidez aérea. Mariano José de Larra se nos anticipó, en esto como en tantas otras cosas, cuando escribió en la Revista Española del 26 de diciembre de 1832, al reseñar el drama de Ventura de la Vega Don Quijote de la Mancha en Sierra Morena: «Cada cual tiene en su imaginación un tipo particular de don Quijote y Sancho.»

Mas el adanismo que caracteriza al nuevo héroe permite, como consecuencia lógica, que el personaje se arrope con las vestimentas que quiera. Lo que equivale a decir que el protagonista está en situación óptima para trazarse su plan de vida, sin amarras de ningún tipo que le impidan el libre ejercicio de su voluntad de ser él, de idearse con imaginación inenajenable el personaje que quiere ser. En estas circunstancias, liberado de la determinación y determinismo de patria, padres, nombre y demás datos especificadores, el personaje pronuncia el fiat lux de su mundo, que se estructura de inmediato con la solidez que le confiere descansar sobre una consciente voluntad de autorrealización: él, don Quijote; su caballo, Rocinante; su amada, Dulcinea.

El ascenso a lirismos y alturas olímpicas debe esperar todavía, sin embargo, y si es que alguna vez me hallo dispuesto a ello. Este hidalgo de gotera, viejo y maniático, cazador y desaseado, se inventará su plan de vida, que lo llevará a empinarse a las alturas sobrehumanas a que llega don Quijote de la Mancha: dicho hidalgo sólo concebirá su personaje de vida una vez que ha enloquecido. La locura es la necesidad vital sine qua non para don Quijote. Cumple, pues, analizarla más de cerca, desde el punto de vista de la etiología y su explicación histórica en época de Cervantes, de las consecuencias literarias de este recurso, y cómo la locura es el ingrediente que distingue al quijotismo de todos los otros «ismos» del mundo.



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