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Recuerde el lector la anécdota que cuenta el licenciado Márquez Torres, y que resumiré aquí: el embajador de Francia, el duque de Mayenne, con su séquito, visitan en Toledo al cardenal-arzobispo Sandoval y Rojas. En conversación con los cortesanos franceses surge el nombre de Cervantes. «Apenas oyeron [los cortesanos franceses] el nombre de Miguel de Cervantes cuando se comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la estimación que, así en Francia como en los reinos sus confinantes, se tenían sus obras: la Galatea, que algunos dellos tiene casi de memoria, la primera parte désta [o sea el Quijote] y las Novelas.» El subrayado es mío.

 

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Ilustrativo contraste con la aventura de los leones, donde don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán, increpa a don Quijote: «La valentía que se entra en la juridición de la temeridad más tiene de locura que de fortaleza.» Pero don Quijote, que se enfrenta esta vez con enemigos de carne y hueso, así sean éstos dos feroces leones, le contesta airado: «Váyase vuesa merced, señor hidalgo, ... a entender con su perdigón manso y con su hurón atrevido, y deje a cada uno hacer su oficio» (II, XVII). El arma de fuego es el arma demócrata por excelencia, y ante ella no vale más ni rey ni roque. Coarta la valentía individual. Pero la lucha con el león, el rey de las fieras, es el timbre supremo de gloria a que puede aspirar el caballero andante, que en la historia misma se destaca por su individualismo a ultranza.

 

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Es muy interesante repasar las observaciones y autoridades al respecto que citó en el siglo pasado Felipe Picatoste, Estudios sobre la grandeza y decadencia de España. Los españoles en Italia, II (Madrid, 1887), 52-55, y en este siglo, J. E. Gillet, en su monumental edición de la Propalladia, de Torres Naharro, III (Bryn Mawr, 1951), 423 y 464.

 

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Desde Toledo, donde se ordenó, Lope escribe al duque de Sessa hacia junio de 1614 esta extraordinaria carta: «Como cada día confieso este escribir estos papeles [billetes amorosos en servicio celestinesco del duque], no quisieron el de San Juan absolverme si no daba la palabra de dejar de hacerlo, y me aseguraron que estaba en pecado mortal. Heme entristecido de suerte, que creo no me hubiera ordenado si creyera que había de dejar de servir a Vexa, en alguna cosa, mayormente en las que son tan de su gusto; si algún consuelo tengo es saber que Vexa escribe tanto mejor que yo, que no he visto en mi vida quién le iguale; y pues esto es verdad infalible y no excusa mía, suplico a Vexa tome este trabajo por cuenta suya, para que yo no llegue al altar con este escrúpulo ni tenga cada día que pleitear con los censores de mis culpas.» Sin embargo, en la carta siguiente al duque de Sessa agrega Lope: «Soy esclavo suyo por lo que tuviere de vida», Epistolario de Lope de Vega Carpio, ed. A. C. de Amezúa, III (Madrid, 1941), 156-157. Entristece el ánimo tener que reconocer que la segunda afirmación contiene más verdad que la primera.

 

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Don Quijote en 1605 estaba en lo que se podría llamar el ciclo ascensional de su vida, y así proclamaba su verdad a voces, y quería imponérsela a los demás con la punta de su lanza, de ser necesario: «Yo sé quién soy ... y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron, se aventajarán las mías» (I, V). ¡Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras!, según tituló Miguel Hernández a su auto sacramental.

 

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Dentro del marco más amplio de la obra cervantina se entiende mejor la solemnidad con que tiene que haber pronunciado don Quijote la palabra arrepentimiento. En el Persiles dirá el bárbaro Antonio: «No hay pecado tan grande, ni vicio tan apoderado, que con el arrepentimiento no se borre o quite del todo... Un buen arrepentimiento es la mejor medicina que tienen las enfermedades del alma» (I, XIV).

 

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Consulte el lector el curioso y no muy exacto árbol genealógico de los Amadises, asimismo como el de los Primaleones, que insertó Pascual de Gayangos en el Discurso preliminar al volumen de Libros de Caballerías que se encuentra en Biblioteca de Autores Españoles, XL.

 

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Amplío en este capítulo en forma considerable, sobre todo desde un punto de vista doctrinal, ideas que expresé en «Tres comienzos de novela», Papeles de Son Armadans, núm. CX (mayo, 1965), 181-214. En muchos aspectos la ampliación ha sido tan radical que pocas semejanzas quedan entre este capítulo y el artículo original. Pero este aviso es solo un acto de honradez intelectual, para que algún avisado lector no piense en autoplagios. Quiero recordar, también, que el artículo original iba dedicado: «Para don Américo Castro, en sus ochenta años fecundos.» No se ha olvidado en mi memoria la de don Américo y su mundo de chisporroteantes ideas.

 

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Volveré más adelante sobre el tema apasionante de la locura de don Quijote, elemento sin el cual es imposible comprender su forma de vida. Pero éste no es el lugar; sólo quiero apuntarlo.

 

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La influencia de Don Quijote de la Mancha en la obra total de Benito Pérez Galdós es de un peso tal que arredra al más pintado. Con que el lector piense en ese casi increíble don Santiago Quijano-Quijada, tío de Isidora Rufete en La desheredada (1881), que vivía en el Tomelloso, y cuyo nombre de pila rezuma glorias épico-nacionales, basta recordar a este personaje -sin meternos en los vericuetos de las últimas producciones narrativas de Galdós: El caballero encantado, La razón de la sinrazón- para apreciar, aun así sea en forma minúscula, la inmensa báscula que don Quijote ejerce en la forja de la novela moderna. Así y todo, creo yo que el anciano protagonista de Le Père Goriot, de Honoré de Balzac, por el carácter trágico de su vida, responde más bien a módulos shakespirianos, como el pobre y traicionado padre de King Lear, que al cervantino de un don Quijote, quien, viejo y todo, con y por fe, se ha aupado a su circunstancia, y vive un pleno y noble ideal.

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