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«Niño de la piedra, vale expósito, en el Reyno de Toledo, de una piedra que está en la yglesia mayor, donde vienen a echarlos», Sebastián de Covarrubias Orozco, Tesoro de la lengua castellana o española (Madrid, 1611), s. v.

 

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Desde luego que no hablo de modelos literarios, porque ya hemos visto cómo el propio don Quijote decide imitar a Amadís de Gaula en la Peña Pobre en el episodio de la penitencia en Sierra Morena. Y si nos metemos en la historia literaria de inmediato tropezamos con el anónimo Entremés de los Romances, cuyo labrador loco, Bartolo, y su escuderil Bandurrio pueden haber inspirado los primeros capítulos de nuestra novela máxima. Pero ya bastante tinta se ha gastado en esta polémica y otras semejantes, y no la aumentaré más.

 

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La más conocida imitación del Quijote con anterioridad al siglo XIX es el poema heroico-cómico Hudibras (1663-1678), del inglés Samuel Butler. Mas la obra no sólo está en verso, sino que su propio argumento no es más que un pretexto para poner en solfa a los puritanos. La forma de vida de don Quijote no es en ningún momento objeto de la consideración de Butler.

 

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Escribía el propio Flaubert: «Je retrouve mes origines dans le livre que je savais por coeur avant de savoir lire: Don Quichotte» (Correspondance, II). Pero este Quijote con faldas, como llamó Ortega y Gasset a Emma Bovary, ya tenía antecedentes literarios en el otro extremo de Europa. En 1833 había publicado el gran escritor ruso Alejandro Pushkin su gran novela en verso: Eugenio Onieguin. Allí, Tatiana Latina, el amor de Eugenio, está trascordada por la lectura de las empalagosas novelas del inglés Samuel Richardson (1689-1761), aunque, al revés de Emma, se recupera de su desequilibrio mental inducido por la literatura. Algo de todo esto todavía puede observar el aficionado a la ópera, cuando asiste a la del mismo título (Eugenio Onieguin, 1878), de Pedro Tchaikovsky. Y de esta manera, el quijotismo se ha colado subrepticiamente en los anales de la música operática moderna. Para ampliar un poco más esta dimensión de Quijotes con faldas, y la recepción-reacción europea ante el quijotismo, conviene recordar que el gran filósofo danés Sören Kierkegaard había escrito en 1843, en anticipación de Emma Bovary, pero a posteriori de Tatiana Larina: «Es notable que en toda la literatura europea esté ausente todavía la contrapartida femenina de Don Quijote. ¿Estará por llegar ese momento? ¿No se descubrirá entonces el continente de lo sentimental?» (Enten-Eller, obra no traducida al español, que yo sepa, pero cuyo título completo se puede rendir como: Aut-Aut, un fragmento de vida, publicado por Víctor el Ermitaño, parte I).

 

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El propio don Quijote complica aún más este confusionismo onomástico, cuando apostilla en su conversación con el canónigo toledano, al referirse al caballero histórico de la primera mitad del siglo XV, Gutierre Quijada: «De cuya alcurnia yo desciendo por línea recta de varón» (I, XLIX). Y es bien sabido que en su último y más grande acto de heroísmo, porque renuncia al ser que se ha creado voluntariosamente, don Quijote declara llamarse Alonso Quijano (II, LXXIV). Ante esta verdadera orgía de polionomasia no es extraño que a Alonso Fernández de Avellaneda se le trabuquen los datos, y escriba: «Ya no le llaman don Quijote, sino el señor Martín Quijada», Quijote apócrifo, V, I.

 

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En tono de franca farsa, la máquina de la necesidad vital del coeficiente heroico la desmontó el escritor satírico norteamericano James Thurber, muerto en 1961, en el graciosísimo cuento de The Secret Life of Walter Mitty. En la realidad, Walter Mitty es un marido acoquinado por mujer mandona, pero si su vida resiste elásticamente los embates del mangoneo es porque en sus ensueños él se ve como despampanante héroe.

 

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No pienso entrar en un análisis estilístico del Quijote, pero el lector no se pierde nada, pues ahora puede consultar los múltiples ejemplos analizados finamente en el apartado «La ironía formal» en la hermosa obra de Helmut Hatzfeld El «Quijote» como obra de arte del lenguaje, segunda edición española refundida y aumentada (Madrid, 1966). Además, no olvide el lector que el libro de Hatzfeld tiene ahora magnífico complemento en el de Ángel Rosenblat La lengua del «Quijote» (Madrid, 1971).

 

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En ningún momento Cervantes identificó la patria de don Quijote ni con Argamasilla de Alba, ni con Argamasilla de Calatrava, ambas en la provincia de Ciudad Real. Son los académicos que escriben a la muerte de don Quijote quienes son de la Argamasilla, que también queda sin más identificación geográfica. Todo es en Cervantes puro juego de donaire. Fue Alonso Fernández de Avellaneda quien identificó la patria de don Quijote desde la propia dedicatoria de su obra, que lee así: «Al alcalde, regidores y hidalgos de la noble Villa de Argamesilla de la Mancha, patria feliz del hidalgo caballero don Quijote, lustre de los profesores de la caballería andantesca.»

 

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El determinismo se ahonda en la hornada de novelas picarescas que sale a comienzos del siglo XVII, y se acumulan sobre el pícaro toda suerte de taras sociales, bastardía, impureza de sangre, etc., como lo testimonian Guzmán de Alfarache a Pablos de Segovia o la pícara Justina. La picaresca, al rigorizar el determinismo, se aparta por completo de las ideas cervantinas. Acerca de cómo el determinismo del Lazarillo se convierte en cruel y metódico en las novelas de comienzos del siglo XVII, ver el hermoso estudio de Marcel Bataillon «Hacia el pícaro. Sentido social de un fenómeno literario», Pícaros y picaresca (Madrid, 1969). La insólita actitud de Cervantes tardó mucho tiempo en cundir, precisamente por ir a redropelo de la literatura mayoritaria. Piense el lector que sin el precedente cervantino sería inconcebible la actitud inicial de Augusto Pérez en Niebla, de Unamuno (1914), de cuyo quijotismo es inútil hablar. Sale Augusto Pérez a la puerta de su casa cuando se abre la novela, y no sabe qué hacer: «Esperaré a que pase un perro -se dijo- y tomaré la dirección inicial que él tome.» Mas el propio Unamuno reconoció la audacia de esta técnica de abolengo cervantino, y llamó a su obra nivola.

 

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Para no meterme en más honduras, invito al lector a desasociar a Zalacaín el aventurero del País Vasco, a Martín Fierro de las pampas argentinas y hasta al propio Sherlock Holmes de su nebuloso Londres. El valor determinista de la geografía imbricada en la literatura impide, creo yo, tal acto de desasociación mental. En la vida, en cambio, este tipo de datos puede, y suele, marchar cada uno por su lado. Como botón de muestra: es difícil imaginar, al leer los tratados filosóficos o estéticos o las propias novelas (The Last Puritan, en ella pienso), que George Santayana, catedrático de Filosofía en Harvard University, era español, el madrileño Jorge Ruiz de Santayana.

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