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Don Quijote encuestado. O reescribir sin reír

Carlos Franz





Una reciente encuesta mundial acaba de consagrar a Don Quijote -innecesariamente para él- como el libro «más importante», al menos entre los escritores. Sin embargo, en la ínsula Barataria de la ficción contemporánea, no todos siguen las lecciones de Cervantes. Esta ambigüedad moderna -como tantas otras- ya la había detectado Borges hace setenta años.

En su cuento «Pierre Menard, autor del Quijote», Jorge Luis Borges discurre un escritor tan vanguardista que hasta sueña con una empresa que hoy llamaríamos posmoderna. Su ambición, como se sabe, es volver a escribir el Quijote letra por letra, pero sin copiarlo. «Mi empresa no es difícil, esencialmente», anota Menard en una carta, «Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo». La ironía borgiana le dispensa que, en sus finales 20 años de vida, Menard logre reescribir los capítulos IX y XXXVIII de la primera parte, sólo para luego destruirlos. Siempre me intrigó ese detalle. No la causa de que Menard intente su descabellada empresa, sino, ¿por qué quema las únicas dos pruebas de que su inmortalidad no era imposible? El narrador del cuento sólo nos ofrece, a manera de moraleja, una explicación melancólica: «No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil... En la literatura, esa caducidad final es aún más notoria».

Es posible que a muchos lectores de Borges -como a mí- les haya entrado la misma duda. Y que buscando una respuesta hayan acometido el juego de ir a ver de qué tratan los capítulos del Quijote elegidos para que Menard lograra reescribirlos, y después destruirlos.

El capítulo IX -idénticamente reescrito por Menard- contiene el famoso pasaje en el cual el autor de Don Quijote confiesa que «en realidad» se limitó a comprar el manuscrito árabe de la novela a un vendedor de papeles viejos, encargó su traducción a un morisco a cambio de «dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo», y al hacerlo descubrió que la historia había sido escrita por un tal «Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo» (a quien, más tarde, Sancho se complacerá en motejar de «Cide Hamete Berenjena»). Cervantes se reserva para sí sólo el título de «segundo autor» o padrastro del libro, y por esta vía él mismo entra en la ficción como un personaje más. Merced al mismo expediente nosotros, como lectores de un libro ficticio escrito por un autor ficticio, resultamos ser, de carambola, una suerte de «segundos lectores» o lectores ficticios también.

Estamos en el origen mismo de las magias liberadoras de la novela moderna: la ficción no es puro privilegio de los personajes, sino que también puede des-realizar a su autor y a sus lectores. Y al hacerlo librarnos -al menos transitoriamente- de las esclavitudes del mundo real.

El capítulo XXXVIII, por su parte, no es menos señero; y su elección por Borges tampoco puede presumirse hija del azar. Se trata del «Curioso discurso que hizo don Quijote de las armas y las letras». En ese Discurso, el caballero de la triste figura, aconsejado de cerca por Cervantes como antiguo soldado, ambos, postulan que el militar es superior al escritor -incluyendo en ese concepto a toda suerte de hombres de letras. En efecto, el argumento esencial de don Quijote puede resumirse en recordarnos que, básicamente, la guerra es más real que los libros. Imposible mayor sensatez la de este «loco». A menos que escojamos la aproximación idealista a la realidad, deberemos convenir en que la guerra acarrea más sufrimiento real, para los que la padecen, que la lectura de libros de guerra.

La paradoja cervantina, recogida por la ironía borgiana, es estupenda. Alonso Quijano, el hombre enloquecido por los libros, postula sin embargo que la realidad es superior a ellos. El yelmo de Mambrino puede ser un espléndido casco imaginario, pero sirve de poco para defendernos de los golpes de un sólido molino real. Quijano, Cervantes y Borges saben de ese límite real que la libertad de la ficción no puede cruzar sin pena de ridiculez. Menard, que lo ignoraba, intentó, seriamente, reescribir el Quijote. Tengo la vanidad de creer que esta es la razón por la que Menard destruye finalmente la prueba de sus esfuerzos. Creo que fue cuando se dio cuenta de lo absurdo de su seriedad que Menard decidió quemar los capítulos que rescribió.

El capítulo IX, que Menard triunfó en reescribir, señala la ruta inmensa de las liberaciones que la ficción novelística exploraría sin cesar después de Cervantes. El capítulo XXXVIII, en cambio, entraña una advertencia menos oída, como a menudo ocurre con las que nos hace el sentido común. Nos pone en guardia contra la ironía que el abuso de esas libertades arriesga, sobre todo si son ejercidas sin humor. Borges puso esa libertad y esa advertencia, el entusiasmo y el ridículo, puso a Menard, en la cuerda floja de aquella ironía.

Hoy, en nuestra edad trivial, una encuesta ha osado consagrar a Don Quijote -con menos astucia que audacia- como el libro más importante, al menos entre los «hombres de letras» del mundo. Sin embargo, no está claro si todos esos hombres de letras siguen aquellas lecciones de Quijano. De hecho, muchos posmodernos vuelven a postular -¡y a cuatro siglos de Cervantes!-, la superioridad de la ficción sobre la realidad. O lo que es parecido: hacen literatura de la literatura. Algo a lo que llaman, con impropiedad etimológica: «metaliteratura». Al hacerlo, con toda seriedad, implican que la realidad es un medio de aproximarse a la ficción; y no lo opuesto, como lo sabe el sentido común.

A quienes quisieran reinar en esa ínsula Barataria de la ficción posmoderna, quizá no les sería inútil repasar aquellas ironías. Repasar al Quijote y al infinitamente pedante Pierre Menard. El pobre Menard que, por reescribir sin reír, quedó obligado a quemar.





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