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Don Quijote y la justicia o la justicia en Don Quijote

Julio Calvet Botella





Señoras y Señores:

En este año en que nos ha tocado vivir de 2005, primeros pasos del veintiuno siglo de nuestra Era, se cumple el cuarto centenario de la publicación del libro español por excelencia, compuesto, escrito y creado por Don Miguel de Cervantes Saavedra, el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, que dirigido al Duque de Béjar, Marqués de Gibraleón, Conde de Benalcázar y Bañares, Vizconde de La Puebla de Alcocer, Señor de las Villas de Capilla, Curiel y Burguillos, vio la luz con privilegio en Madrid, por Juan de la Cueva, en el año de 1605.

Cuarto centenario, pues, de su nacimiento, de su aparición al mundo de las letras, del pensamiento y también del sentimiento1.

Como dice Don Federico Carlos Sáinz de Robles, en un prólogo a una edición de esta novela, «Don Justo García Soriano y Don Justo García Morales, los dos eruditos cervantinos más constantes y actuales escriben: 'se ha dicho, no sin acierto, que, El Quijote, es nuestra primera y más completa novela. En la evolución de los géneros literarios, ha cabido en suerte a la novela el ser inmediata sucesora de las grandes epopeyas clásicas y medievales. En España, Cervantes, tuvo la rara intuición de dar la forma definitiva a la novelística, que todavía en el siglo XVII fluctuaba entre las fórmulas afines a la epopeya y de la crónica fabulosa. Los libros de caballería que él destierra definitivamente no son más que el género intermedio entre la epopeya, entendida al modo de la Edad Media y la novela actual. Pero éste no es el único ni el principal mérito del Ingenioso Hidalgo, quizá su magnífico éxito, se deba, más que nada a la universalidad y variedad de los elementos literarios que lo integran, sobre todo, por la sabia y equilibrada manera de combinarlos, que hacen, que no desdigan unos al lado de los otros. Del mundo de los libros de caballerías, pasamos sin interrupción, a episodios realistas, verdaderos capítulos de nuestra espléndida novela Picaresca. Nosotros creemos que la fórmula maravillosa que emplea para conseguir este armonioso maridaje, estriba en su total y sereno realismo: refleja íntegramente la vida, sin deformarla ni descoyuntarla, mientras que los que cultivan otros géneros literarios sólo dan una visión parcial de ella, y por parcial, falsa»2.

Muchos, y en todos los tiempos, han sido los hombres y mujeres de todas las latitudes que se han acercado al estudio y al comentario de tan señero libro. Prácticamente puede decirse que se han agotado las posibilidades de su examen, exégesis o análisis, y resulta casi un atrevimiento y acaso una osadía intentar siquiera mentar o comentar tan magna obra o alguno de sus pasajes.

Yo, que en algún momento de mi vida me he convertido en un «desocupado lector», no he podido sustraerme a intentar ofrecer mi pequeño homenaje y dedicar algún tiempo al cuatro veces centenario libro, y ofrecer a quienes amablemente se han acercado a escuchar mis palabras este sencillo recuerdo y estas sentidas reflexiones; y claro está, y porque uno es lo que es, y porque no sabe hacer otra cosa, hablarles de Don Quijote de la Mancha y su justicia, o de la justicia y Don Quijote.

Por eso, les invito a que salgamos con Don Alonso de Quijano, ya convertido en Don Quijote, tras pasarse las noches de claro en claro leyendo libros de caballería y los días de turbio en turbio, y cuando del poco dormir y del mucho leer se le «secó el celebro» de manera que vino a perder el juicio; y vayamos a recorrer parte de sus andanzas, haciéndolo a campo abierto, cuando la del alba sería, y como Don Quijote salió de la venta: tan contento, tan gallardo y tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo.

Y salgamos para posar nuestra vista y nuestra consideración por aquellas tierras, en las que como un pedazo singular se encontraba aquel lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiso acordarse el narrador, y acercarnos a contemplar las andanzas, venturas y desventuras, del pronto llamado Caballero de la Triste Figura.

La España, o las Españas que asistieron al quehacer de quien quiso desfacer entuertos, y chocar así, con los molinos de viento.

En el capítulo Primero de la Primera Parte, «Que trata de la condición y ejercicio del famoso y valiente hidalgo Don Quijote de la Mancha» se nos dice que el hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor frisaba la edad en los cincuenta años, y el narrador cuenta sus aventuras en tiempo contemporáneo, pues nos dice que no ha mucho que vivía. Si el libro vio la luz en 1605, Don Quijote debió nacer en 1556, y si la Segunda Parte del libro se dio a la imprenta en 1615, y justamente es en el final de la misma, cuando Don Quijote muere «después de recibidos todos los sacramentos y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballerías», nos encontraremos con que la vida de Don Quijote discurre entre los años 1556 y 1615, que se corresponde con el tiempo de la monarquía hispana de los reinados de Felipe II y Felipe III.

Se ha dicho, que las tres generaciones representadas por los reinados de los primeros Habsburgo, Carlos I, Felipe II y Felipe III presiden la época áurea de la historia de España, caracterizada por su hegemonía en el mundo.

Las Leyes de entonces, se encabezaban con los nombres de los Reyes que ordenaban y mandaban su cumplimiento como emanadas de la soberanía Real, y en su promulgación y publicación hacían constar sus títulos.

Así, y como ejemplo veamos como en 1499 se encabezaban las leyes hechas por los «muy altos y muy poderosos Príncipes y Señores el Rey Don Fernando y la Reina Doña Isabel, nuestros soberanos por la Brevedad y Orden de los Pleytos, fechas en la Villa de Madrid, en el año del Señor de 1499»: «Don Fernando y Doña Isabel, por la gracia de Dios, Rey y Reina de Castilla, de León, de Aragón, de Sicilia, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de Los Algarbes, de Algeciras, de Gibraltar, y de las islas Canarias; Condes de Barcelona y Señores de Vizcaya y de Molina; Duques de Atenas y de Neopatria, Condes de Rosellón y de Cerdaña, Marqueses de Orán y de Gociano».

Curiosamente, no se recoge aquí, año de 1499 tal vez porque no se tiene conciencia de ello o de su alcance, que su poder iba más allá de la mar Océana o es posible quizás, que no tenían cabal noticia de lo que Don Cristóbal Colón escribiera en el Diario de Abordo el Jueves, 11 de Octubre de 1492:

«A las dos horas, después de medianoche, pareció la tierra de la cual estarían dos leguas. Amañaron todas las velas y quedaron con el treo, que es la vela grande sin bonetas, y pusiéronse a la corda, temporizando hasta el día Viernes, que llegaron a una isleta de Los Lucayos que se llamaba en lengua de Indios Guañabaní. Luego, vieron gente desnuda, y el Almirante salió a tierra en la barca armada, y Martín Pinzón y Vicente Yáñez, su hermano, que era capitán de La Niña. Sacó el Almirante la bandera real y los capitanes con dos banderas de la cruz verde que llevaba el Almirante en todos los navíos por seña, con una F y una Y: encima de cada letra su corona,... Puesto en tierra, vieron árboles muy verdes y aguas muchas y frutas de diversas maneras. El Almirante, a los dos capitanes y a los demás que saltaron en tierra y a Rodrigo D'Escovedo, escribano de toda la armada, y a Rodrigo Sánchez de Segovia, y dijo que le diesen por Fe y Testimonio, como él, ante todos tomaba como de hecho tomó posesión de la dicha Isla por el rey e por la reina, haciendo las protestaciones que se requerían, como más tarde se contiene en los testimonios que se hicieron por escrito»3.

América, o el origen de las Américas es adquirido por ocupación, aún hoy modo de adquirir el dominio, por los Reyes Católicos en cuyo nombre el luego Almirante de la Mar Océana, Don Cristóbal Colón, tomó posesión.

La política matrimonial de los Reyes Católicos unió en las sienes de Carlos I las herencias españolas, borgoñona y habsburguesa coronada esta última con el título Imperial. Así, a mediados del Siglo XVI, España poseía la mayor parte del mundo, y ello sucede con Carlos I, heredero a su vez de Castilla de su madre Doña Juana, y de la Corona de Aragón de su abuelo materno Don Fernando, y además de los dominios de los Reyes Católicos Don Fernando y Doña Isabel.

Si a ello añadimos como en Carlos I coinciden la estirpe imperial de los Habsburgo y la herencia borgoñona de sus abuelos paternos Maximiliano y María, confluyen en el nieto de los Reyes Católicos, Alemania, los Países Bajos y España, ésta en toda su extensión europea y americana; posesiones luego ampliadas en su hijo Felipe II, con la anexión, -temporal, por cierto-, de Portugal, como también las posesiones en la Península Itálica, del Milanesado y las Dos Sicilias.

Si bien tanto esplendor al tiempo de la publicación del libro de Cervantes, año de 1605, había ya empezado su imparable declive y ello no obstante la resonante victoria en la Batalla de Lepanto en 1571, «la más alta ocasión que vieron los siglos», donde el escritor quedó manco de su brazo izquierdo de un arcabuzazo cuando luchaba heroicamente como soldado a bordo de la galera La Marquesa, «para gloria de su diestra», la vida de lo español o de lo que parafraseando a Don Pedro Laín Entralgo podríamos preguntarnos «A qué llamamos España», implicaba una compleja realidad.

Es en 1610 cuando Don Sebastián de Covarrubias y Orozco en su obra Tesoro de la Lengua Castellana o Española incluyó un artículo dedicado a la voz «España», y que en suma reducía a una provincia particular de occidente que adquirió consistencia bajo el dominio de los Godos. Don Manuel Rivero Rodríguez, en su libro La España de Don Quijote, nos dice, como «España, vista de cerca, se difuminaba en una multiplicidad de realidades inclasificables; la España que constituyó el marco de las andanzas de Don Quijote y su escudero, era algo difícil de definir, dividida por fronteras y aduanas interiores, regida por Leyes, Fueros y Constituciones particulares, incomunicadas entre sí, muchas de sus regiones y provincias por las distancias u obstáculos naturales, sin un mercado nacional propiamente dicho, ni una moneda única, ni siquiera una nacionalidad o naturaleza común para todos sus habitantes»4.

Como dice Don Mario Vargas Llosa, en su artículo «Una novela para el siglo XXI», «A lo largo de sus tres salidas el Quijote recorre la Mancha, y parte de Aragón y Cataluña, pero por la procedencia de muchos personajes y referencias de lugares y cosas en el curso de la narración y de los diálogos, España aparece como un espacio mucho más vasto, cohesionado en su diversidad geográfica y cultural y de unas inciertas fronteras que parecen definirse en función no de territorios y demarcaciones administrativas sino religiosas: España termina en aquellos límites vagos y concretamente marinos donde comienzan los dominios del moro, el enemigo religioso. Pero al mismo tiempo, España es el contexto y horizonte plural e insoslayable de la pequeña geografía que recorren Don Quijote y Sancho Panza; lo que resalta y se exhibe con gran color y simpatía es la «patria»; ese espacio concreto y humano que la memoria puede abarcar, un paisaje, unas gentes, unos usos y costumbres que el hombre y la mujer conservan en sus recuerdos como un patrimonio personal y que son sus mejores credenciales. Los personajes de la novela viajan por el mundo, se podría decir, con sus pueblos y aldeas a cuestas»5.

Y así, en este microcosmos dentro del macrocosmos del Imperio, y desde un lugar de la Mancha, salió Don Quijote, para toparse con aquellas gentes, con aquella sociedad en suma que campeaba por España.

La sociedad española del siglo XVI se compone de nobles, hidalgos, clases medias y el pueblo. En el lugar principal aparece la nobleza, reforzada por la dignidad de la Grandeza de España creada por Carlos I, lo que suponía el privilegio de permanecer cubiertos delante del Rey. La nobleza ocupaba los cargos más lucrativos e importantes de la administración y del ejército; además sus rentas eran de ordinario cuantiosísimas, llegando a ser en ocasiones propietarios de grandes latifundios. A este grupo pertenecían los Duques de la Segunda Parte del Quijote. Ello no obstante y en algún caso, su ociosidad y sus lujos los reducían a estrecheces, con una ya caduca opulencia que externamente trataban de ocultar.

Los caballeros, miembros de las Órdenes Militares eran también poseedores de tierras y señoríos.

Los hidalgos, constituían el grado más bajo de la nobleza, si bien junto al resto de la nobleza estaban también exentos de las cargas fiscales. No fueron bien tratado los hidalgos por la literatura clásica. El propio Don Miguel de Cervantes se refiere a ellos como «hidalgos de cuatro cepas y dos yugadas de tierra»; y que «comían mal y a puerta cerrada haciendo hipócrita el palillo de dientes con que sale a la calle después de no haber comido cosa que le obligue a limpiárselos»; e «hidalgos escuderiles, polilla de bodegones y convidados por fuerza de honra espantadiza pensando que desde una legua se le descubre el remiendo del zapato, el trasudor del sombrero, la hilaza del herreruelo y el hambre del estómago».

Don Quijote pertenecía a esta clase, y al que, «una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino por añadidura los domingos consumían las tres partes de su hacienda», acabando de concluirla «sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mismo, y los días de entre semana se honraba con su vellorí de lo más fino». Como dice Don Miguel de Unamuno en su «Vida de Don Quijote y Sancho», «en un parco comer se le iban las tres partes de sus rentas, en un modesto vestir, la otra cuarta. Era pues un hidalgo pobre, un hidalgo de gotera acaso, pero de los de lanza en astillero».6

A la clase media pertenecían los negociantes, mercaderes, hacendistas, burgueses, artistas y letrados. De entre estos las fortunas amasadas mediante el comercio empezaban a ser, ya antes, como hoy, la llave maestra del medio social, hasta el punto de hacer proclamar a Sancho Panza que «dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener», evidente afirmación del triunfo de Don Dinero sobre los valores tradicionales.

El pueblo estaba constituido por labradores, los jornaleros que trabajaban doce horas, -de sol a sol y de era a era-, los artesanos y los menestrales; y en la clase ínfima figuraban los maleantes, vagabundos, pícaros, buhoneros, rufianes, bandidos, y esclavos, flor y nata de la novela picaresca, llenando el Patio de Monipodio nacional. Lázaro de Tormes, que en el decir de Don Federico Carlos Sáinz de Robles es el prodigio de verdad y amenidad, -una pintura realista que no la mejoraron Zurbarán ni Velázquez- y que marca de manera originalísima la iniciación de la famosísima novela picaresca española, única en el mundo7. Luego vendrán El Buscón Don Pablos, Guzmán de Alfarache, Marcos de Obregón, Rinconete, Cortadillo, y hasta dando un salto en el túnel del tiempo el Crispín de «Los Intereses Creados», de Don Jacinto Benavente, que es un pícaro redomado.

«Media noche era por filo, poco más o menos, cuando Don Quijote y Sancho dejaron el monte y entraron en el Toboso», y dijo éste a Sancho: «Sancho, hijo, guía al palacio de Dulcinea; quizá podrá ser que la hallemos despierta», a lo que luego responde Sancho: «pues guíe vuestra merced». «Guió Don Quijote y habiendo andado como doscientos pasos dio con un bulto que hacía la sombra y vio una gran torre y luego conoció que el tal edificio no era alcázar, sino la Iglesia principal del pueblo, y dijo:

-Con la Iglesia hemos dado, Sancho».

En la sociedad de Don Quijote la Iglesia lo impregna todo. En el año de 1623 se calculaban un mínimo de doscientos mil clérigos. Pensemos en la escasa y dispersa población de entonces.

Se ha escrito que la religiosidad popular de la época era supersticiosa, idolátrica e ignorante: una fe de carbonero. Pero la auténtica obsesión nacional era la limpieza de sangre. El gran número de conversiones promovido por los Reyes Católicos hizo que el llamado problema judío se convirtiera en problema converso. Un siglo después de la expulsión de los judíos, y con el pretexto de que la mayoría de las conversiones eran insinceras y fruto de la coacción, para ejercer determinados oficios o ser miembro de algunas congregaciones e instituciones, se exigía certificado de «limpieza de sangre». Había, pues, que certificar que no se descendía de judíos conversos, había que certificar que se era «cristiano viejo». De esta manera y como dice Don Américo Castro era aquella una sociedad de castas en la que los individuos quedaron marcados por el estigma de la sangre desde su nacimiento. Los Estatutos de Limpieza exigían certificar cuatro generaciones limpias de sangre judía o mora, los famosos cuatro costados que borraban las huellas del origen impuro8.

En el control y exigencias de estas normas no era ajena la Iglesia del Siglo de Oro. El menor síntoma de tibieza en la devoción o en la observancia de las reglas exteriores del culto, podían dar con los huesos del desgraciado en las cárceles de la Inquisición. Bastaba que a un inquisidor le llegara una acusación de herejía para el encarcelamiento, la confesión bajo tormento, el sambenito y acaso el auto de fe.

Pero la Iglesia de la España de Don Quijote es también la Iglesia de los grandes santos: es la España de Teresa de Cepeda, Santa Teresa de Jesús, Doctora de la Iglesia; es la España de Juan de Yepes, San Juan de La Cruz, el más alto exponente de la poesía mística.


«En una noche escura,
con ansias en amores inflamada,
¡o dichosa ventura!,
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada».



En esta España les tocó vivir a Don Quijote y al buen Sancho Panza y como no, a su autor, Don Miguel de Cervantes Saavedra.

El Quijote presenta a su autor como un personaje más, acaso como si de ficción se tratase.

En el Capítulo VI de la Primera Parte, llamado «Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron de la librería de nuestro ingenioso hidalgo», se dice:

«¿Pero que libro es ese que está junto a él?

-La Galatea de Miguel de Cervantes- dijo el barbero.

-Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos»; contestó el cura.

Pienso que difícilmente el autor de un libro puede evitar verter en sus personajes, sus vivencias, sus creencias, o una mayor o menor parte de su oculta personalidad.

Como escribe Valbuena Prats, Cervantes vegeta una vida pobre y fracasada en Madrid, se le encarcela..., se le excomulga, se le revisa; cobra tarde, mal o nunca su sueldo modesto. Vivió Cervantes el ambiente desmoralizador de la Sevilla de Siglo XVI... En Valladolid se le molesta por el asunto de Ezpeleta, herido de muerte a las puertas de la casa del escritor. Desolación de un lado y recuerdos de heroicas empresas de otro, en el comienzo de la decadencia española, la vida del novelista explica con su época, su carácter y su contraste9.

Cervantes vive, no en pugna con la sociedad, sino al margen de la sociedad. No posee nada; vive incómodamente en una casa incómoda. Hay en lo íntimo de Cervantes algo que le hace sentirse uno de los hombres que viven al margen de la sociedad.

Baste este esbozo biográfico para tratar de conocer mejor a su personaje o personajes: Don Quijote y Sancho Panza.

Pero antes de continuar, permítaseme una licencia, o lo que es igual, hacer un alto en el camino, y ello a propósito del «grande escrutinio» que el cura y el barbero hicieron de la librería del Hidalgo. Ya sabemos como aquellos se afanaron en destruir los libros de caballería, que según, hicieron perder el juicio al Hidalgo manchego.

Cuando el cura, «sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama que tomase todos los grandes y diese con ellos en el corral», y haciéndolo esto, «se le cayó uno a los pies del barbero que le tomó gana de ver de quien era y vio que decía Historia del Famoso Caballero Tirante el Blanco».

-¡Válame Dios- dijo el cura, dando una gran voz- que aquí está Tirante El Blanco! Dádmele acá, compadre, que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí esta Don Quirieleison de Montalbán, valeroso caballero y su hermano Tomás de Montalbán, y el Caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con el alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda Reposada y la Señora Emperatriz, enamorada de Hipólito, su escudero. Digoos verdad, señor compadre, que por su estilo es este el mejor libro del mundo; aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosas de que todos los demás libros deste género carecen».

Sirva aquí esta cita como homenaje desde este enclave y confín del Reino de Valencia al libro y a su autor, Joanot Martorell, quien debió nacer en el año 1413 ó 1414 en la ciudad de Gandía, y así de alguna manera, paisano nuestro.

Pero volvamos al tiempo de Don Quijote y ya comencemos a entrar en el mundo de la Justicia, y de la Justicia en su historia.

La Justicia, o mejor la Administración de la Justicia en el Siglo de Oro es aun resultado de la profunda conmoción que sufre la Península con la caída del Reino Visigodo a raíz de la invasión musulmana. Tras un brillante comienzo del derecho nacional en la España visigoda, éste queda truncado con tal invasión. Durante ocho siglos, el esfuerzo nacional, se orientará a la Reconquista territorial de la invadida Península y es terreno poco propicio para conquistas científicas. A lo largo de dicho periodo, es característico el que la Justicia no es sentida como una función de soberanía, y muchas veces el Rey la administrará ocasionalmente en sus marchas bélicas. Hay lugares donde solo rige el derecho consuetudinario y la aplicación del derecho se encuentra por el buen o el mal sentido de los Prácticos o Jueces, con sus «albedríos» o «fazañas», frecuentemente «desaguisadas», como decían Las Partidas. Por otra parte, los Reyes se ven obligados a premiar a sus señores feudales con privilegios, entre los que figuran el de administrar justicia; y asimismo otorgan Fueros a los municipios en los que la función judicial se reserva a los representantes del Rey, a determinado Señor o a los altos dignatarios.

La reacción a esta situación de desorden se inició con la aparición en 1265 de la magna obra del Rey Don Alfonso X El Sabio, Las Siete Partidas, y llegando tras posteriores Leyes a la Nueva Recopilación de las Leyes de Castilla y al reinado del Felipe II y al tiempo del llamado Siglo de Oro.

Ahora y en el ámbito de la Administración de Justicia nos encontramos con la aparición de competencias, órganos y funciones con un desarrollo a la vez vertical, como también horizontal, y que arrastra todavía el complejo crisol de atribuciones y diversidades surgidos del proceso formalmente reunificador de la Península. Nos encontramos así con los Concejos Castellanos, vinculados estrechamente con las instituciones superiores del poder real y con las Chancillerías y Audiencias de Valladolid y de Granada, que ejercen sobre ellos un importante control jurídico, a nivel administrativo, judicial y económico-fiscal que emanaba del poder soberano del monarca como cúspide del sistema. Junto a esta estructura vertical subsistían otras relaciones de carácter horizontal, entre los Concejos Castellanos entre sí y de estos con otras instituciones locales, las llamadas Hermandades.

Alrededor de todas estas instituciones figuraban una variedad de cargos, prebendas o trabajos relacionados con la Justicia. Corregidores, Tenientes de corregidor, Alcaldes mayores, Alcaldes de hijosdalgos, Procurador general, Procuradores ordinarios, Escribanos, Alféreces mayores, Alguaciles y Corchetes, entre otros, en verdad lo que podría llamarse una auténtica «fauna judiciaria».

La policía rural o de pequeñas poblaciones estaba a cargo de la Santa Hermandad que en su inicio estaba constituida por simples cuadrillas de gente armada, que se organizó para perseguir a los malhechores de caminos y cuya principal prerrogativa consistía en poder castigar por sí misma los delitos cometidos en despoblado, y cuya sanción o castigo llegaba desde el asaetamiento o pena de muerte a saeta, ejecutada generalmente en el mismo lugar en que se había cometido el delito y que se aplicaba a casos como a las muertes o al forzamiento de mujeres en despoblado, como no fueran públicas o rameras; y llegando a las penas de azotes y hasta de amputaciones para los caso de hurto, de orejas o pie, según la cuantía de lo robado y que podía llegar a la pena de muerte por asaetamiento si el hurto superaba los cinco mil maravedises.

El temor por estas broncas y arbitrarias gentes que según los tiempos administraban la justicia, lo revela el buen Sancho Panza cuando recuerda la vigencia del derecho de asilo eclesiástico como salvaguarda, al decirle a Don Quijote: «paréceme Señor, que sería acertado irnos a retraer a alguna Iglesia, que según quedó maltratado aquel con quien os combatísteis, no sería mucho que den noticia del caso a la Santa Hermandad y nos prenda».

No les tuvo miedo Don Quijote a los cuadrilleros de la Santa Hermandad, y así en el capítulo XLV, «Donde se acaba de averiguar la duda del yelmo de Mambrino y de la albarda y otras aventuras sucedidas, con toda verdad», y después del bravo combate del hidalgo con los cuadrilleros les espeta: «¡Ah, gente infame, digna por vuestro bajo y vil entendimiento que el cielo no os comunique el valor que se encierra en la caballería andante, ni os dé a entender el pecado e ignorancia en que estáis en no reverenciar la sombra, cuanto más la asistencia, de cualquier caballero andante! Venid acá ladrones de cuadrilla, que no cuadrilleros, salteadores de caminos con licencia de la Santa Hermandad, decidme: ¿Quién fue el ignorante que firmó mandamiento de prisión contra un tal caballero como yo soy?» y acaba su perorata diciendo: «Y finalmente ¿qué caballero andante ha habido, hay ni habrá en el mundo que no tenga bríos para dar él solo cuatrocientos palos a cuatrocientos cuadrilleros que se le pongan delante?».

Como refiere Don Carlos José Riquelme Jiménez en su magnífico libro «La Administración de Justicia en el Siglo de Oro», «la historia de la Santa Hermandad está llena de accidentes pues no siempre respondió a la finalidad de su existencia, ni a sus deberes, ya que la corrupción de los funcionarios encargados de aplicar tan severísimas penas, como también la de los guardadores de las cárceles, era notoria, sobre todo la de estos últimos, muy venales»10.

La Libertad y la Justicia son dos angustiosas exigencias en quien como el autor del Quijote sufriera tanto en su azarosa vida a la que ya antes nos hemos referido. Persecuciones, cárceles y postración, alumbran la tenue luz de su existencia.

El ansia de libertad es hermosamente plasmada al inicio del Capítulo LVIII de la Segunda Parte de la inmortal novela: «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que esconde la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y por el contrario el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres».

Don Quijote, «alzó los ojos y vio que por el camino que llevaba venían hasta doce hombres a pie, ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro por los cuellos, y todos con esposas en las manos; venían ansí mismo con ellos dos hombres de a caballo y dos de a pie; los de a caballo con escopetas de rueda, y los de a pie con dardos y espadas; y que así como Sancho Panza los vio, dijo:

-Esta es cadena de galeotes, gente forzada del Rey, que va a las galeras.

Tal comienza el Capítulo XXII de la Primera Parte, que trata de la aventura de loa galeotes.

La pena de galeras. Los delincuentes que no eran castigados a pena de muerte, de azotes, o penas pecuniarias, lo eran a galeras, para lo que el Consejo Real solía recomendar a los Magistrados que no fueran remisos a condenar a esta pena, pues al cabo, los galeotes o remeros eran quienes impulsaban las galeras del Rey, ora para patrullar las costas o para hacer frente a los navíos otomanos o berberiscos. Era realmente una pena horrible, pues quedaban amarrados al duro banco y encadenados al remo, lo que unido a lo insalubre de sus condiciones de vida, suponían que una condena a más de tres años a galeras era una efectiva y atroz sentencia de muerte. A esta pena solían ser condenados los vagabundos, bígamos, rateros, blasfemos, herejes extranjeros, moriscos..., pobres diablos que no podían redimir la pena con dinero, y los que en suma y tras su condena eran arracimados hasta componer un mínimo no menor de doce, para en cuerda de presos ser llevados a los puertos de embarque, Cartagena, Sevilla, Málaga, y desde lugares incluso tan lejanos como Pamplona donde estaba la cárcel del Reino de Navarra o desde Burgos. De aquí que Don Quijote al toparse con ellos replicara a Sancho:

«-¿Cómo gente forzada?- preguntó Don Quijote- ¿Es posible que el Rey haga fuerza a ninguna gente?

-No es eso, -respondió Sancho- sino que es gente que por sus delitos va condenada a servir al Rey en las galeras de por fuerza.

-En resolución, -replicó Don Quijote-, que como quiera que ello sea, esta gente, aunque los llevan, van de por fuerza, y no de su voluntad.

-Así es, -dijo Sancho.

-Pues, de esta manera, -dijo su amo-, aquí encaja la ejecución de mi oficio: desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables».

De nada le valió cuando inquirió sobre las causas de aquellas gentes, la postura altanera de una de las guardas de a caballo al responderle que «eran galeotes, gente de su Majestad que iba a galeras y que no había más que decir ni él tenía más que saber». Lo cierto es que ayudando a gentes como Ginés de Pasamonte, uno de los galeotes que define a un terrible criminal, Don Quijote arremetió contra el Comisario a quien dejó malherido en el suelo de una lanzada, y ya libres los galeotes, salieron huyendo sus guardadores. Lo malo es que al negarse los galeotes a ir postrarse a los pies de la Señora Dulcinea del Toboso, se encolerizó, Don Quijote, llamando a Ginés de Pasamonte, «don hijo de la puta, don Ginesillo de Paropillo o como os llamáis, que habéis de ir vos solo, rabo entre piernas, con toda la cadena a cuestas». La reacción de aquellos fue que Don Quijote fue apedreado por sus liberados, como también Sancho, quitándole una ropilla y a Sancho el gabán, dejándolo en pelota, y repartiendo entre sí los demás despojos de la batalla, se fue cada uno por su parte con más cuidado de escaparse del la Hermandad que temían que de cargarse la cadena e ir a presentarse ante la Señora Dulcinea del Toboso. Y así quedó Don Quijote, «mohinísimo» de verse tan mal parado por los mismos a quien tanto bien había hecho.

Don Miguel de Unamuno, en su Vida de Don Quijote y Sancho, se para a considerar el ánimo esforzado y justiciero que en esta aventura mostró el Hidalgo. Al efecto, refiere las conclusiones de Ángel Ganivet en su Idearium Español. Según este, -mi infortunado amigo, dice Don Miguel-, los fallos o juicios de Don Quijote, son aparentemente absurdos, por lo mismo que son de justicia trascendental; unas veces peca por carta de más y otras por carta de menos; todas sus aventuras se enderezan a mantener la justicia ideal en el mundo, y en cuanto topa con la cuerda de los galeotes y ve que allí hay criminales efectivos, se apresura a ponerlos en libertad. Las razones de Don Quijote para liberar a los condenados a galeras son un compendio de los que alimentan la rebelión del espíritu español contra la justicia positiva. Hay, sí, que luchar porque la justicia impere en el mundo; pero no hay derecho estricto a castigar a un culpable mientras otros se escapan por las rendijas de la ley. En suma para Ganivet es preferible la impunidad de todos, a la ley del embudo. No participa en todo Don Miguel de Unamuno en la tesis de su amigo: Quédase Ganivet, nos dice, en los umbrales del Quijotismo. Para el Rector de Salamanca, la última y definitiva justicia es el perdón. Dios, la naturaleza y Don Quijote, castigan para perdonar. «Allá se lo haya cada uno con sus pecados; Dios hay en el cielo que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno, diría el Quijote, y así el hidalgo que se creía Ministro de Dios en la tierra y brazo por quien se ejecuta en ella su justicia, le dejaba a Dios juzgar de quien fuera bueno y quien malo, y merced a qué castigo habría de perdonar a este. Para Don Miguel de Unamuno», mi fe en Don Quijote me enseña que tal fue su íntimo sentimiento, pues «no es bien que los hombres honrados sean verdugos de otros hombres no yéndoles nada en ello»11.

Para mí la aventura de los galeotes es un canto a la libertad absoluta y una negación de la Justicia terrena como solución; Justicia que además Don Quijote, trasunto también de Cervantes, estimó y para su tiempo injusta. Si la Justicia se ejerce en nombre del Rey, y el Rey recibe la Justicia, como todo su poder, de Dios, el apartamiento de la Justicia divina, se convierte para el hidalgo en injusticia, de aquí que sea un entuerto que él tenía que desfacer como andante caballero.

Y concluye Unamuno: «con la pena de vivir y las penas a ellas consiguientes, se pagan las fechorías todas que en su vida se hubiesen cometido; con la angustia de tener que morir, se acaba de satisfacer por ellas. Y Dios, que hizo al hombre libre, no puede condenarle a perpetuo cautiverio»12.

El Capítulo XLII de la Segunda Parte de Don Quijote de la Mancha es para mí uno de los pasajes más luminosos de la genial novela.

-«Mirad, amigo Sancho, -respondió el Duque-: yo no puedo dar parte del cielo a nadie, aunque no sea mayor que una uña, que a solo Dios están reservadas estas mercedes y gracias. Lo que puedo dar os doy, que es una ínsula hecha y derecha, redonda y bien proporcionada y sobremanera fértil y abundosa, donde, si vos os sabéis dar maña, podéis con las riquezas de la tierra granjear las del cielo;

-Ahora bien, -respondió Sancho-, venga esa ínsula, que yo pugnaré por ser tal gobernador, que, a pesar de bellacos, me vaya al cielo; y esto no es por codicia que yo tenga de salir de mis casillas ni de levantarme a mayores, sino por el deseo que tengo de probar a qué sabe el ser gobernador»; y

-«Vístanme, dijo Sancho- como quisieren, que de cualquier manera que vaya vestido seré Sancho Panza;

-Así es verdad, -dijo el Duque-, pero los trajes se han de acomodar con el oficio o dignidad que se profesa, que no sería bien que un jurisperito se vistiese como soldado, ni un soldado como un sacerdote. Vos, Sancho, iréis vestido parte de Letrado y parte de capitán, porque en la ínsula que os doy tanto son menester las armas como las letras, y las letras como las armas».

«En esto entró Don Quijote, y sabiendo lo que pasaba y la celeridad con que Sancho se había de partir a su Gobierno, con licencia del Duque, le tomó por la mano y se fue con él a su estancia, con intención de aconsejarle como se había de haber en su oficio».

Y así en este capítulo memorable, Don Quijote instruye a su escudero Sancho Panza sobre como había de conducirse en sus funciones de Juzgador como Gobernador de la Ínsula Barataria.

Imparcialidad, libertad, independencia para juzgar y misericordia y equidad. Valores eternos, valores intrínsecos de la Justicia y de los Juzgadores, antes, ahora y siempre, como ya decían Las Partidas de Alfonso X el Sabio: «Omes buenos que son puestos para mandar y facer derecho», y «que los pleytos que vinieren ante ellos, que los libren bien y lealmente, lo más ayna e mejor que supieren... e que ... nin por desamor, nin por miedo, nin por don que les den nin les prometan dar que no se desvíen de la verdad nin del derecho...y ...que en cuanto tuvieren los oficios, que ellos nin otros por ellos, non reciban don, nin promisión de ome ninguno, que aya movido pleyto ante ellos o que sepan que lo ha de mover nin de otro que gelo diese por razón dellos»13.

Y así, «de los consejos que dio Don Quijote a Sancho Panza antes de que fuese a gobernar a la Ínsula con otras cosas bien consideradas», le dice el Hidalgo de la Mancha:

-Primeramente, ¡oh hijo!, has de temer a Dios, porque en el temerle está la sabiduría, y siendo sabio, no podrás errar en nada.

-Lo segundo, has de poner los ojos en quién eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey, que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra.

-Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos.

Nunca juzgues con arbitrariedad, -Ley del encaje-, vino a decir aquí Don Quijote a Sancho.

-Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia que las informaciones del rico.

La igualdad procesal, la igualdad jurídica, la igualdad de todos ante la Ley, sin distinción proclama aquí el Ingenioso Hidalgo.

-Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico como por entre los sollozos e importunidades del pobre. Busca la verdad material y no la meramente formal, le dice Don Quijote como adelanto de los tiempos en que hoy así se propugna.

-Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la Ley al delincuente, que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo.

La equidad, hoy aun vigente en los Códigos que aunque con sumas restricciones implica el atemperar el rigor de la ley al caso concreto y que siempre debe ser norma ante el supuesto dudoso, resolviéndolo equitativamente, ya lo proclamaba Don Quijote, evocando la equidad seguida en el derecho y en la filosofía clásica, y ya desde Aristóteles con su discurso acerca de la epiqueya o equidad, proclamando que esta permitía una rectificación de la justicia dudosamente legal de ahí que lo equitativo es superior a la justicia legal. Para la concepción aristotélica, la epiqueya viene a ser una suerte de ley no escrita que corrige los defectos en que incurre la ley positiva, cualquier clase de ley, moral o jurídica a causa de su generalidad: correctio legis in quo deficits propter universitatem14.

-Si acaso doblares la vara de la justicia que no sea con el peso de la dádiva sino con el de la misericordia.

Hermoso consejo. El Juez jamás puede dejarse llevar por la corrupción y tan solo y tenuemente si procediere por la misericordia, en lo que hubiere y pudiere.

-Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria, y ponlas en la verdad del caso.

Aparta tu pensamiento de la ofensa, le viene a decir Don Quijote a Sancho Panza, consejo hoy impensable, pues un Juez, ante el tener que juzgar a su enemigo, debe abstenerse de conocer.

-No te ciegue la pasión propia en la causa ajena, que los yerros que en ella hicieres las más veces serán sin remedio, y si le tuvieren, será a costa de tu crédito, y aun de tu hacienda.

No te impliques en las causas, como si fueran tuyas y contémplalas desde la ajenidad.

-Si alguna mujer hermosa viniera a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y considera de espacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en sus llantos y tu bondad en sus suspiros.

-Al que has de castigar con obras, no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones.

-Al culpable que cayere debajo de tu jurisdicción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente, porque aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia.

Parece escucharse aquí la voz de San Agustín para el que en toda clase de justicia, toda realización de ella en la vida del hombre va unida en indisoluble consorcio y en perfecto equilibrio con la caridad y el amor15.

-Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible, casarás tus hijos como quisieres, títulos tendrán ellos como tus nietos, vivirás en paz y beneplácito de las gentes y en los últimos pasos de la vida te alcanzará el de la muerte en vejez suave y madura, y cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus terceros netezuelos. Esto que hasta aquí te he dicho son documentos que han de adornar tu alma.

Ni que decir tiene cómo se percibe aquí la cordura y sensatez de los consejos, llamados por Don Quijote documentos, y también la enorme humanidad del Caballero de la Triste Figura.

Como dice Don Manuel Rivero Rodríguez en La España de Don Quijote: aquí no hay crítica ni sarcasmo: los consejos dados a Sancho Panza recogen los lugares comunes que solían aparecer en instrucciones y ordenanzas para gobernadores, corregidores y otros oficiales del gobierno. La Instrucción que el Virrey de Sicilia, Don Diego Enríquez de Guzmán dio a uno de sus gobernadores provinciales, seguía un discurso parecido:

-Procurar ejercer tan desinteresada y verdadera justicia, que todos, sin excepción ni acepción de personas, gocen el fruto de la buena administración que de ella predice... ni os separéis un punto del camino real de la justicia haciéndola tanto a los ricos como a los pobres, a los forasteros como a los naturales, y de la misma manera a todo Estado o género de gente, tratando a todas las personas que están debajo de vuestro gobierno con el amor, blandura y término que tan bueno y fieles vasallos merecen, acordándoos que para este efecto estáis en ese lugar16.

Y así, y dados dichos consejos, más luego los segundos consejos ya en orden al vestir, al comer y hasta el dormir, consejos que quien lo oyera tendría a Don Quijote por persona muy cuerda y bien intencionada, pues como en la historia queda dicho Don Quijote solo disparataba «en tocándole en la caballería», pues en los demás discursos mostraba tener claro y desenfadado entendimiento, el Duque y la Duquesa llevando adelante su burlas, aquella tarde enviaron a Sancho con mucho acompañamiento al lugar que para el debía ser ínsula, y dieronle a entender que se llamaba la Ínsula Barataria, o ya porque el lugar se llamaba «Baratario», o ya por el barato con que se le había dado el gobierno, y porque era un lugar de hasta mil vecinos, y ello tras ser vestido a lo letrado y encima un gabán muy ancho de «camelote de aguas leonado», o sea, tela de seda, lana, y pelo de cabra y con dibujo de aguas y de color amarillento.

Y llegado allí, y tras dar gracias a Dios, entregarle las llaves del pueblo, en sacándole de la iglesia mayor le llevaron a la silla del Juzgado y le sentaron en ella, y procedió, ya instalado así de gobernador imaginario a administrar justicia en las tres contiendas que a su conocimiento y decisión sometieron: la del labrador y el sastre a propósito de las cinco caperuzas que el segundo confeccionó con la tela suministrada por el primero; la del viejo de la cañaheja que juró haberle devuelto a su acreedor la cantidad de el recibida a préstamo; y la de la desvergonzada mujer que porfiaba haber sido violentada por un ganadero al que se entregó por dinero.

El actuar judicial de Sancho Panza se produce bajo la tramitación en forma oral, concentrada ante él, sin intervención de abogado y a tenor del principio de la inmediación, y decide con arreglo a equidad, mostrando en cuanto a aquellas formas tal vez las preferencias de Cervantes o tal vez en correspondencia con el propio personaje, pues Sancho no era un jurista sino un simple labrador con «muy poca sal en la mollera», planteándosele sencillos problemas jurídicos para decidir con arreglo a la equidad que al margen del alto concepto antes dado, impide dar una respuesta valida para todos los tiempos y países, y también para cualquier clase de litigios, siendo el pronunciamiento en equidad la excepción a la regla general al pronunciamiento según derecho escrito, pues como dice Don Niceto Alcalá-Zamora y Castillo, si se elevasen desde excepción a regla, ello entrañaría nada menos que la quiebra del ordenamiento jurídico y el naufragio de una de las más trascendentales conquistas humanas, o sea, la igualdad ante al ley17.

Y llegamos al primero de los juicios. Ante Sancho, comparece un hombre vestido de labrador, y el otro de sastre. El primero había llevado al segundo un paño para que le hiciera una caperuza. Desconfiando de que sobrara tela y que se quedara el sastre, llegó a preguntarle si podía hacerle hasta cinco caperuzas con aquel paño a lo que el sastre asintió. Confeccionadas las caperuzas y llegado el momento de la entrega de estas y su pago, se las presentó el sastre, mostrándole este la mano con cinco caperuzas puestas en las cinco cabezas de los dedos de la mano. Así el sastre reclamaba el coste de las hechuras y el labrador que le pagase o devolviese el paño.

-«Paréceme que en este pleyto no debe haber largas dilaciones sino juzgar luego a juicio de buen varón; y, así, yo doy por sentencia que el sastre pierda las hechuras y el labrador el paño y las caperuzas se lleven a los presos de la cárcel y no haya más.

Así resolvió Sancho «a juicio de buen varón» esto es considerando el mero sentido común sin recurrir a las leyes el asunto, y en vista de la desconfianza del uno y de la pillería del otro de los litigantes, provocando la risa de los circundantes, pero, en fin, se hizo lo que el gobernador dijo.

Después se presentaron ante Sancho dos hombres ancianos. El uno traía una cañaheja, esto es una caña por báculo, y el otro sin báculo. Este segundo reclamaba al primero la devolución de diez escudos de «oro en oro» que le había prestado, a lo que el primero aseguraba habérselos devuelto, y así pedía al gobernador que tomara juramento al primero, y si «jurare que me los ha devuelto, yo se los perdono para aquí y para delante de Dios». Es claro que aquí una de las partes solicitaba la confesión bajo juramento de la otra en forma decisoria, especie de juramento procesal, aun vigente en la Ley española de Enjuiciamiento Civil de 1881, que terminó sus días, como también cualquier especie de juramento en la prueba de confesión judicial, hoy ya interrogatorio de parte en la vigente Ley de Enjuiciamiento Civil de 7 de enero de 2000.

Aceptado así el modo de decisión, astutamente, el viejo de la cañaheja, y tras pedir al gobernador Sancho que bajara su vara para jurar sobre la cruz que llevaba grabada, el viejo del báculo dio su báculo al otro viejo y hecho así, y poniendo la mano en la cruz de la vara, dijo ser verdad que le había prestado aquellos diez escudos, pero que él se los había vuelto de su mano a la suya. Ante este juramento el otro viejo dijo que sin duda su deudor debía decir verdad, porque le tenía por hombre de bien y por buen cristiano, y que a él se le debía haber olvidado el cómo y cuando se los había devuelto y que desde allí en adelante no le pediría nada. Tornó a tomar el báculo el deudor y salió del juzgado.

Sancho, tras pensar un pequeño espacio, hizo que llamaran al viejo del báculo; pidió a este el báculo, mando que se rompiese y abriese la caña y de su interior salieron los diez escudos de oro.

Ciertamente el viejo de la cañaheja al jurar no había mentido, pues en aquel momento había entregado al otro para que la sostuviera aquélla con los dineros en su interior, así que los había vuelto al acreedor, para luego pedir le devolviera el báculo.

«Finalmente, el un viejo corrido y el otro pagado se fueron, y los presentes quedaron admirados».

Acabado este pleito entró en el juzgado una mujer asida fuertemente a un hombre vestido de ganadero rico, demandando justicia, pues, -decía-, este mal hombre me ha cogido en la mitad de ese campo y se ha aprovechado de mi cuerpo como si fuera trapo mal lavado, y ¡desdichada de mí!, me ha llevado lo que yo tenia guardado más de veinte y tres años ha, defendiéndolos de moros y cristianos, de naturales y extranjeros, y yo siempre dura como un alcornoque, conservándome entera como la salamanquesa en el fuego o como la lana entre las zarzas, para que este buen hombre llegase ahora con sus manos limpias a manosearme.

El ganadero, negaba cualquier forzamiento o abuso, y alegó que volviendo a su aldea se topó en el camino con esta buena dueña, y «el diablo que todo lo añasca y todo lo cuece hizo que yogasemos juntos, páguele lo suficiente y ella mal contenta, asió de mí y no me ha dejado hasta traerme a este puesto. Dice que la forcé y miente, para el juramento que hago o pienso hacer; y esta es toda la verdad, sin faltar meaja».

El gobernador preguntó al ganadero si traía algún dinero en plata y le mandó que entregase los veinte ducados que llevaba a la querellante que salió toda ufana y zalamera con las monedas, para entonces decirle Sancho a aquel buen hombre:

«Id tras aquélla mujer y quitadle la bolsa aunque no quiera, y volved aquí con ella».

Y volvió el ganadero con la mujer a quien no pudo arrancarle la bolsa con las monedas diciendo ésta, que antes me dejara yo quitar la vida que me quiten la bolsa, ¡antes el alma de en mitad de las carnes!

Le pidió Sancho a la mujer la bolsa y dándosela, la devolvió al hombre, diciéndole a la esforzada y no forzada mujer:

-«Hermana mía, si el mismo aliento y valor que habéis mostrado para defender esta bolsa le mostrarades, y aun la mitad menos, para defender vuestro cuerpo, las fuerzas de Hércules no os hicieran fuerza. Andad con Dios, y mucho en enhoramala, y no paréis en toda esta ínsula ni en seis leguas a la redonda, so pena de doscientos azotes. Andad luego, digo, churrillera, desvergonzada, y embaidora».

Y dijo luego al hombre: «Buen hombre, andad con Dios a vuestro lugar con vuestro dinero, y de aquí en adelante si no le queréis perder procurar que no os venga en voluntad de yogar con nadie».

Estos son los tres juicios que el buen Sancho vio como gobernador en la Ínsula Barataria. Su perspicacia, su agudeza, y acaso los consejos que nuestro señor Don Quijote de la Mancha dióle, le hicieron resolver en magnífico juicio aquellas tres cuestiones, que si nos fijamos, hoy podrían ser también actuales.

Y termino. Hasta aquí un esbozo, un recuerdo y un homenaje a Don Quijote de la Mancha. Participo con Don José Antonio Marina que el libro cuenta la historia de una doble conversión: la de Cervantes y la de Don Alonso Quijano. ¿Conversión a qué? Al Quijotismo. Con frecuencia olvidamos que las aventuras que se cuentan no son las de Don Quijote, entonces la obra sería una cómica novela, sino las de Don Alonso Quijano, el hidalgo sosegado y pobre que quiso ser caballero. Por otra parte, reducirla a un caso de locura, como la de «El licenciado Vidriera» sería la de empequeñecer la obra. El Quijote cuenta la epopeya de un hombre seducido por un ideal, un caso de conversión a la caballería andante18.

Conversión a un ideal. Acaso la expresión de lo ideal parezca un algo trasnochado, caduco, ausente en suma del materialismo, positivismo, relativismo y posibilismo que campea en nuestro siglo, en nuestros pueblos, en nuestras gentes, en nuestra querida España. Pero el ideal, los ideales, no deben terminar aunque el paisaje y el tiempo sean hostiles para ellos.

Y vuelvo para el final una vez más a Don Miguel de Unamuno:

«Murió Don Quijote y bajó a los infiernos, y entró en ellos lanza en ristre, y libertó a los condenados todos, como a los galeotes, y cerró sus puertas, y quitando de ellas el rótulo que allí viera Dante, puso uno que decía «Viva la Esperanza», y escoltado por los libertados que de él se reían, se fue al cielo, y Dios se rió paternalmente, y en esa risa divina le llenó de felicidad eterna el alma».

«Y el otro Don Quijote, se quedó aquí, entre nosotros, luchando a la desesperada... y ¿cuál es, pues, la nueva misión de Don Quijote hoy en este mundo?: Clamar. Clamar en el desierto. Pero el desierto oye, aunque no oigan los hombres, y un día se convertirá en selva sonora, y esa voz solitaria que va posando en el desierto semilla, dará un cedro gigantesco, que con sus cien mil lenguas, cantará un Hosanna eterno al Señor de la vida y de la muerte»19.

Así sea.





Alicante, mayo de 2005.



 
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