Don Ramón y El señor Ramón
Comedia en tres actos, en prosa
A LOS ARTISTAS
Fieles intérpretes de mi obra, a ustedes debo sin duda alguna la mitad del éxito que ha obtenido. Me congratulo, por lo tanto, al hacer este público aunque insignificante testimonio de mi gratitud, permitiéndome de paso dar las gracias a Doña Matilde Diez, de cuya buena amistad he conseguido que Doña Aleja, a pesar de su insignificante cometido, haya alcanzado la importancia que con su talento imprime a cualquier creación esa joya del español proscenio.
PERSONAJES | ACTORES | |
DOÑA ALEJA | DOÑA MATILDE DÍEZ | |
CLOTILDE | DOÑA CLOTILDE LOMBIA | |
ROBUSTIANA | DOÑA MARIANA CHAFINO | |
SEÑOR RAMÓN | DON MANUEL CATALINA | |
DON RAMÓN | DON FRANCISCO OLTRA | |
ANTONIO | DON JUAN CASAÑER |
Acto primero
(Gabinete reducido, coquetísimamente amueblado, con puerta en el fondo y otra lateral en la izquierda. Enfrente de ésta una ventana o balcón en que el SEÑOR RAMÓN está acabando de colocar unas persianas. Algunas virutas esparcidas por la escena, y sobre una silla blanca de enea, una espuerta con útiles de carpintería. A la derecha y en primer término del proscenio una mesita cubierta a la que están sentados CLOTILDE y DON RAMÓN, tomando café, servido por un criado que a su tiempo retirará con el servicio.)
Escena I
CLOTILDE, DON RAMÓN y el SEÑOR RAMÓN.
SEÑOR RAMÓN
Vamos, ya encajan perfectamente. (Abriendo y cerrando las persianas.) Se habían hinchado un poco de la humedad. ¿Qué otra cosa me ha dicho usted que había que componer?
DON RAMÓN
La puerta de mi despacho; pero ya se hará luego. Descanse usted, hombre, que no parece sino que le pagan a destajo.
SEÑOR RAMÓN
¿Qué quiere usted? ¡La sangre! Yo no sé estar parado ni un momento.
¿Le sirvo a usted una tacita de café?
No, señorita; tantas gracias: es una bebida que no me gusta.
Pues es muy estomacal y entona mucho.
Para entonarse no hay como una copita de aguardiente.
Hombre, no; eso es nocivo.
Pues a mí nunca me ha hecho daño. Todo es la costumbre. Yo, el día que no tomo la sosiega, creo que me falta algo.
¿Quiere usted que le hagan de almorzar?
¡Ca! No, señor.
Sí; en un momento está listo.
Deje usted, deje usted, que ya me he traído yo mi pienso (Sacando de la espuerta un pedazo de pan relleno de magras.)
¿Cómo?
¿Ustedes gustan? (Comiendo a bocado redondo.)
(A su hija.) ¿Pero tú ves? si el Señor Ramón merece cualquier cosa.
Efectivamente.
¿Por qué?
Hombre, porque me hace usted una ofensa.
Pues será por ignorancia.
Siempre que se origina en casa alguna compostura no me manda un oficial, sino que sube usted en persona, y sobre no consentir en cobrar jamás un cuarto, hasta se viene provisto del almuerzo, como si no cupiera usted en mi mesa.
Vamos, Don Ramón, deje usted a un lado esas tonterías; usted sí que es el que me ofende con sólo pensar en pagarme mi trabajo.
Y al fin tendré que hacerlo, como si se tratase de un extraño.
Muchas gracias. Es decir, que de nada sirve el haber jugado juntos cuando pequeños; el vivir cerca de treinta años en la misma casa: el que hayamos visto nacer a nuestros hijos casi en un mismo día, y hasta el haber llevado a la par el luto por nuestras pobrecitas mujeres! ¡Vaya! Calle usted, calle usted, que hay cosas en la vida que no pueden olvidarse nunca.
Por eso mismo debiera usted tenerlas en consideración para tratarnos con la franqueza, a que más que de amigo, de individuo de nuestra familia le dan derecho las circunstancias que en este caso concurren.
Señorita Clotilde, usted sabe mucho, pero a mí no me con sus retóricas. Lo que es franqueza, bien sabe usted que la he tenido siempre con su papá, y que cuando el uno ha necesitado del otro, poco ha tardado en encontrarle. ¿Es verdad, o no es verdad, Don Ramón?
Sí, ciertamente.
¿A ver quién, si no usted, ha dirigido la educación de Antonio? ¿Por quién me lo encuentro hecho hoy todo un señor abogado?
Naturalmente, he tomado por su carrera el interés que exigía nuestra amistad, si bien no ignora usted la resistencia que puse a su determinación.
¿Y quién me quita a mí el gustazo de ver a mi Antonio hecho un hombre de provecho, sacándose cada discurso que hace palmotear a los señores de la Academia, y dando ocasión a que los periódicos se ocupen de él todos los días?
Por cierto, que el que pronunció en la licenciatura fue magnífico.
¿Se acuerda usted? De memoria me lo sé yo. ¡Qué manera de aplaudirle cuando aquello del final! (Como diciendo un discurso.) «El hombre es perfectible y su perfección la meta a que deben converger todas sus aspiraciones como cumplimiento de su misión sobre la tierra».
Dichos y ANTONIO.
¿Están ustedes ocupándose de mí?
Sí, haciendo tu apología.
Tu padre nos estaba recordando el discurso de tu licenciatura que conoce al dedillo.
Por cierto que no sé cuando vas a regalarnos el ejemplar que nos tienes ofrecido.
Hija, aún no los he recibido; por consiguiente, la recriminación carece de fundamento.
CLOTILDE
Una tacita. (Sirviéndole a ANTONIO una taza de café.)
Gracias. (Tomándola.)
(Contemplando a su hijo.) Ahí le tiene usted hecho todo un hombre. Me parece que no podrá tener queja de mí. Él viste como un marqués, su padre nunca le escatima una onza para que quede bien en cualquier parte, y el día que yo cierre los ojos no le ha de faltar para comer. Con que a ver qué más puede ambicionar.
DON RAMÓN
Verdaderamente, nada.
Bien sabe usted cuánto se lo agradezco.
(Intencionalmente.) ¡De modo que él no sabrá vivir ni un momento separado de su padre! (ANTONIO, comprendiendo la intención de DON RAMÓN, se ruboriza.)
¡Ca! No, señor; al contrario; sólo le tengo a las horas de comer y de dormir. Es lo que yo le digo: «Chico, tú pareces un huésped en la casa». Verdad es que como tiene tantas ocupaciones, el pobre no puede aunque quisiera. Mire usted, lo menos hace tres años que no he podido conseguir que cenemos juntos una noche.
Eso se explica fácilmente; como toma el té con nosotros...
Ya sé que él se encuentra aquí perfectamente. (Sonriéndose.)
Así parece.
Me guardan ustedes tales atenciones...
Mira a usted como su segundo padre. (Sonriendo con malicia y mirando a CLOTILDE.) Luego ve aquí ciertas cosas que no tiene allá abajo.
Sí. (A ANTONIO.) ¿Cuál fue el tema de tu disertación en la investidura?
(Turbado, conociendo la importancia de la pregunta.) La educación en sus relaciones con el Código.
Bonito punto.
¡Y qué bien lo hizo!
¿Según eso, usted ha profundizado el discurso de Antonio?
No, no, señor; me refiero a la mímica y al accionado. ¡Profundizar! ¡Ca! Don Ramón, si la mitad de las palabras yo no las alcanzo.
Eso equivale a decir que su hijo habla un lenguaje que usted no comprende, lo cual no quita, sin embargo, para que usted sepa el discurso de memoria.
Sí; todo, todo.
¿Cómo es aquel párrafo que nos recitaba usted antes?
¿Para qué?...
¿Cuál?
El que empieza: «El hombre es perfectible...
¡Ah! Sí, sí. -(Recitando.) «El hombre es perfectible, y su perfección la meta a que deben converger todas sus aspiraciones, como cumplimiento de su misión sobre la tierra. Destrúyanse los malos instintos al calor de la educación social, y os prometo que los Códigos morirán de inacción. Vea yo convertidos en escuelas todos esos templos donde se rinde culto a la embriaguez, y os juro que la pena de muerte correrá avergonzada a sepultarse en el panteón de los anacronismos. Porque reasumiendo, señores. (Declamando.) ¡Esto sí que lo dijo bien! (Recitado.) Tal es el dominio de la inteligencia sobre la ignorancia, que los libros, vistiendo la honrosa toga de la magistratura forman los tribunales donde se analiza la gota de vino que rebosa al fermentar en el cerebro, gota que acaso es la única capaz de dirigir la mano del más grosero de los criminales, y a quien la ley señala también con el más denigrante de sus dictados, «el parricida».
¡Bravo! ¡Bravo!
Eso es lo que decían en el Paraninfo. Todos tocaban palmas, y yo aplaudía también sin saber por qué.
Lo creo, pues de otro modo se hubiera usted abstenido de hacerlo.
¿Y eso?
Por ser el padre del graduando.
¡Vamos! así es que todos me miraban, pero yo por si era de envidia, palmoteaba más fuerte, y es que ellos estarían diciendo: «Ese pobre hombre es el padre del que acaba de decir esas palabras».
Justo.
Basta, padre, hablemos de otra cosa.
¿Quieres que me vaya? ¿Es que tienes prisa de que oiga Don Ramón ese otro discurso que le quieres echar?
¡Cómo!
No es nada.
Sí, nada. (Sonriendo.) De fijo que será el mejor de todos, porque... desde chiquito que está estudiándolo... En fin, pronto lo oirá usted.
Bueno, yo le daré mi opinión con la franqueza de siempre.
Escena III
¿Se puede pasar adelante?
¿Quién? ¡Ah! ¿Qué tal va, señora?
(El criado retira el velador con el servicio.)
Muy bien. ¿Y la niña?
Buena, gracias.
No hagas caso de los pobres, Aleja.
Chico, bien puedes perdonar, no te había visto. ¿Cómo estás, Ramón?
No tan bien como tú; pero vamos tirando.
¡Anda, anda, Antoñuelo también por aquí! pues toda la vecindad nos hemos reunido.
Tome usted asiento, señora.
Tantas gracias, no se moleste usted.
(Se sientan todos y el SEÑOR RAMÓN lo hace en la silla de enea.)
Vengo sólo a traerle a usted el recibito. (Dándoselo.)
(Tomándolo.) ¡Ah! sí, pues si se espera V. un instante. (Como yendo a buscar dinero.)
(Deteniéndole.) Quieto, quieto, ya me lo mandará usted, don Ramón, no corre prisa. -¡Si más bien es un pretexto para venir a ver cómo siguen ustedes!
Déjela usted, déjela usted, que a esa no le hacen falta las peluconas. ¡Bien nos podía rebajar los alquileres!
Sí, buenos están los tiempos para andar con rebajas.
Pero tú eres rica.
¡Pobrecito! pues puede que necesites tú limosnas de nadie.
¡Si lo dijera yo, que sólo tengo mi paga de magistrado!
Aleja es propietaria.
Sí, porque por ser propietaria, compro yo los duros a cuatro pesetas. Para cierta clase de personas, todos aquellos de quienes dependen son unos tiranos. No hay casero que no sea verdugo para el inquilino, ni mancebo que no esté esclavizado por su principal, ni amo de casa que no ejerza despotismo con sus criados, y es que la envidia se nos come. No tienen más remedio los que están encima que pedir a Dios paciencia para aguantar a los que están debajo.
Es que los de arriba se creen muchas veces más altos de lo que realmente están.
Hombre, peor para ellos; pero de todos modos no creo que lo digas eso por mí.
Tu chinita te toca.
Tú te explicarás.
Chica, no tienes más que hacerte unos cuantos años atrás y dime si eres hoy la misma que entonces. Cuando pusiste la taberna y nos despachabas las rondas al mostrador, vestías aparejo redondo y todos te llamábamos la señá Aleja. (Léase señaleja.)
Ahora llevas en el vestido más cola que entra en un armario, el café te le regenta un mancebo, no sales de casa sin tus guantes y todos te llaman doña Aleja.
¿Tú crees haber dicho algo, verdad?
Esto es una discusión en debida forma, de la que puede sacarse, como de todas, algún provecho.
Efectivamente.
Pues en último resultado has venido a decir, que lo mejor es lo más bueno, y que a todos nos gusta lo mejor. ¿Te niego yo mi pasado?
No; pero parece que no te gusta el que te lo recuerde.
Nada de eso. Lo que me pasa es que me indigno de haber estado toda mi juventud patrocinando borracheras, cuando ahora que empieza mi vejez conozco, gracias a mi hija que me ha enseñado lo que son libros, que la vida no la constituye sólo el ser honrados para comer y dormir, sino que hay que hacerla agradable por medio de la educación. -¿Cómo he de negarte yo que he servido la taberna, cuando mil veces has entrado en ella con tu hijo a echar unas copas? ¿Verdad, Antonio?
(Confundido.) Sí señora.
Hombre, dispensa mi indiscreción. Ya sé, y lo aplaudo, que ahora tomas café en el Suizo. En cambio tu padre no ha perdido la costumbre de la sosiega. Pues bien, yo que me encontraba con un mediano talento natural, con una hija de ardiente imaginación, y con medios de fortuna, ¿tiene algo de extraño que pusiera a la niña en un colegio donde aprendiese siquiera a leer?
Era muy justo.
Al poco tiempo empecé a notar que la niña hablaba de otro modo, sus modales eran distintos, sus atenciones hacia mi delicadísimas, rechazaba el trato de los que frecuentaban mi tienda, y sobre todo sabia más que yo. Un día de eclipse total de sol, en que el vulgo, y yo con él, pensaba que iba a ser el último del mundo, mandé por ella al colegio momentos antes de verificarse el fenómeno... y al entrar en mi cuarto, donde me hallaba de rodillas ante una imagen de la Virgen de la Paloma, alumbrada por dos velas del monumento, se echó a reír como una tonta, y trayendo de la despensa tres manzanas, me dijo: «Esta es el sol, esta la luna, y esta la tierra, lo que va a pasar no es más que esto». Y empezó a explicármelo prácticamente. Mire usted, don Ramón, cuando vi que las nieblas se disipaban, que el sol lucía como de ordinario, y que todos vivíamos como antes, fue tal la vergüenza que pasé considerando que aquel renacuajo sabía más que su madre, que al día siguiente alquilé un cuarto, di un adiós al cafetín, y me encerré con mi hija, porque me parecía que todos me señalaban con el dedo por ignorante.
Muy bien hecho.
Desde entonces, siempre que encuentro a alguno de mis contertulios, digo para mí con cierta satisfacción: «Ese no sabe lo que es un eclipse».
Ja, ja. (Riendo.)
Gracias, Aleja.
Pues bien, ahora sea usted juez. (A DON RAMÓN.) El señor Ramón me supone engreída, porque en lugar de arracadas de perlas hasta los hombros, y saya corta, visto con la sencillez de quien no necesita hacer ridículo alarde de riqueza; porque prefiero a un polo o unas malagueñas cantadas a la guitarra, un dúo entre la Patti y Tamberlik; porque aprendo de mi hija a trinchar un ave en vez de enseñarle cómo se refrescan las cañas: y porque logro, en fin, aunque tarde, gozar un poco del mundo y de la satisfacción de que mi Adela viva feliz a mi lado, sin avergonzarse de su madre.
¡Poco a poco! Con eso das a entender que mi hijo se avergüenza de mí.
Padre, nadie dice...
Es que si tal supiera, te abría la cabeza de un martillazo.
(Aparte a DON RAMÓN.) El eclipse, el eclipse.
Yo soy un artesano honrado y harto he hecho con darle la educación que tiene; no estoy obligado a más.
Cuarenta años tengo: treinta los he pasado en la creencia de que para comer no había más que abrir y cerrar las mandíbulas; y hasta hace diez, no he sabido que comer era otra cosa.
¿Qué?
Nada. ¿Tú crees haber hecho todo lo que debías con ser honrado y costear los estudios de tu hijo?
Sí.
(Levantándose.) Pues vaya, que te alivies y hasta la vista.
¿Se va usted ya?
Sí; tengo que hacer.
Vaya usted con Dios, doña Aleja.
Agur, hija mía.
Que usted lo pase bien.
Antoñito...
¡Señora!
Hijo, no te digo nada, tú has estudiado astronomía. (Vase.)
Escena IV
¡Luego quiere que no la digan que tiene humos de marquesa!
Pues sepa usted que discurre con mucho acierto.
No falta más sino que usted la alabe. ¡Avergonzarse de mí!
Vamos, padre, no se preocupe usted con esa idea, cuando de sobra conoce el cariño, la gratitud y el respeto que usted me inspira.
No debe usted dudarlo.
Como ella ha tenido siempre esas pretensiones, mira con desprecio al que como yo nunca ha querido salirse de su esfera.
Permítame usted que lo diga, señor Ramón, que todos en el mundo tenemos aspiraciones dignas de aplauso cuando no son exageradas.
Yo no las he tenido nunca. Por eso, aunque soy rico, gasto y trabajo lo mismo que cuando era pobre.
Pero usted empezó siendo aprendiz en su oficio; luego aspiró a llamarse oficial, y a no tener ambición, no concibo por qué con tanta alegría recibió usted el título de maestro.
¡Toma! Por la consideración, y por ser esa la manera de poder hacer una fortuna como la que hoy tengo.
Y si, como usted dice, su hijo cuenta ya con una carrera con que vivir independiente, y las necesidades de usted son escasas, ¿a qué codiciar esa fortuna? ¿Por qué no la ha invertido en procurarse otros títulos, toda vez que tanto estima la consideración, y que por ella salió de la esfera de aprendiz para elevarse a la de maestro? Si no ha comprado usted, ni siquiera libros con que dar de comer a su inteligencia, ¿a qué amontonar onza sobre onza? ¿No comprende usted que tanto significa tener en metálico esa riqueza, como que la hubiera usted empleado en sotanas y manteos por si alguna vez le hacían cura?
No señor, porque aunque mi hijo no necesita de mí, siempre es bueno que cuente con algo. Y luego, que el dinero es el todo.
En el caso de usted, nada; y lo prueba el que si mañana les robasen a entrambos, Antonio conservaría consigo el capital de su inteligencia, mientras que usted, según sus teorías, lo perdería todo.
Para eso tengo un hijo que cuidaría de mí.
Convenido; pero si hoy es usted quien le da una onza para que la gaste en superfluidades, en el caso supuesto, sería Antonio quien se la procuraría a usted para que no careciera de lo necesario.
No haría más que cumplir con su deber.
Corriente; pero probaría con ello, que desprovisto de la fortuna material, es más rico el hombre, cuanto mayores son su educación y su inteligencia. Luego no censure usted al que sin necesidad de salirse de su círculo tiene aspiraciones como doña Aleja, porque ella cambia oro por instrucción; mientras usted no es más que un pobre con dinero.
En fin, usted sabe mucha filosofía; pero oiga el discurso que le va a echar mi hijo, y veremos si no cambia de parecer.
¡Qué tenacidad!
Anda, anda, yo entre tanto voy a repasar aquella puerta. (Se lleva la espuerta de las herramientas.)
Repito a usted que le daré con franqueza mi opinión. (Vase el SEÑOR RAMÓN.)
Escena V
ANTONIO
(A DON RAMÓN.) Suplico a usted que perdone la impaciencia de mi padre.
Calla, hombre, tus excusas están fuera de lugar conociendo su carácter. Empieza cuando gustes.
Yo me retiro para que podáis consultar libremente.
Nada de eso; quédate, hija mía, porque o mucho me equivoco o Antonio desea oír también tu parecer. ¿No es así?
Efectivamente.
Ya escucho.
Ante todo reclamo indulgencia, por si encuentra usted atrevida mi pretensión.
Adelante.
Creo que al buen talento de usted no debe haberle pasado desapercibido, que bien por razón del trato constante, o por otras causas de no difícil explicación, existe entre Clotilde y yo cierta inteligencia, que aunque mal reprimida a los ojos de usted, no nos hemos permitido, sin embargo, publicar hasta este momento.
Tu revelación ciertamente no me causa sorpresa, porque, aun antes de despertarse en vosotros ese sentimiento, tenía yo la previsión de lo que había de suceder.
Pues bien; hoy que al cariño de Clotilde puedo corresponder con un título de que ayer carecía, y con una posición social digna de ella, en mi concepto, excuso dar a usted más explicaciones sobre el objeto que aquí me conduce.
Tienes razón. Principio por suponer que entrambos, y especialmente Clotilde, estaréis firmemente persuadidos de que os amáis por convicción.
Me atrevo a responder de los dos.
Sin duda alguna.
Por muy sensible que me sea el separarme de mi hija, comprendo que más tarde o más temprano ha de suceder, y por lo tanto cierro los ojos ante una decisión, que sobre ser producida por el cariño, no puede ni debe en justicia rechazarse. Pero como el matrimonio es la llave de la felicidad o de la desgracia eternas, y en ambas nos cabe a los padres una gravísima responsabilidad, vas a permitirme que sin intención de inclinar la balanza a un lado u a otro, le exponga a mi hija las ventajas y los inconvenientes de esta boda, para que compulsados razonablemente, ratifique o rectifique su determinación.
Es muy justo.
(A CLOTILDE.) Antonio es un muchacho próximamente de tu edad, tiene talento, una carrera literaria honrosísima, una envidiable posición social, y parece quererte. Hasta aquí las ventajas que, en honor de la verdad, rara vez se presentan en tal cúmulo.
Gracias.
No me las des, pues te consta que soy justo hasta la crueldad. Vamos ahora a los inconvenientes, que por pequeños que parezcan, no deben dejarse pasar desapercibidos. Tu padre ha cometido la indiscreción de sacarte a volar a otra atmósfera sin procurar remontarse a tu altura para que el abismo que os separa no fuera tan insondable.
No debo contestar sobre ese punto.
Ya sé que puedes decirme que mi hija es contigo y no con tu padre con quien se casa; pero vivimos en el mundo, y hay que respetar los caprichos de una sociedad que, aunque imperfecta en su mayor parte, es la que juzga los actos de la sensata minoría. Mañana, aunque yo fuera pregonando tus cualidades y los nombres de los contrayentes, acaso me rechazara porque, miope y superficial, no vería en vuestra unión la de dos jóvenes amantes, sino la de la hija de un magistrado con el hijo de un carpintero.
(Turbada.) ¿Cómo? (Su padre analiza todas sus impresiones.)
Sin querer, me hace usted daño.
Antonio, es preciso. Debes comprender que para contrarrestar las iras del ridículo, se necesita un alma superior, y yo estoy convencido de que la que abriga un amor verdadero participa de esta cualidad. ¿Es cierto, Clotilde? (Mirándola y estudiándola.)
Sí... (Confundida y pensativa.)
(Aparte.) (¿Qué es esto?)
Pero aun prescindiendo del mundo, que es bastante prescindir, hay ciertas razones privadas tan poderosas o más, en mi concepto, que las del dominio público. Yo que quiero a tu padre entrañablemente, como se quiere a un hermano, al hacerle entrar en mi familia había de ser para vivir en continuo contacto con él, y participar juntos de todos esos pequeños detalles que constituyen la vida íntima, lo cual, y dicho sea de paso, no nos hemos permitido nunca hasta ahora, a pesar de nuestra amistad vetusta. Para ello, con el fin de evitarle toda violencia por su parte, dada su educación, yo prescindiría gustoso de todos aquellos amigos míos que no se acomodaran a mi determinación sin motejarla, pero así y todo, ¿crees tú que podría haber verdadera expansión entre los dos? ¿No diferiríamos notablemente en la forma de nuestras manifestaciones? Esa homogeneidad tan necesaria para la armonía de los caracteres, ¿cómo había de despertar la simpatía, empeñándose en hacerla producto de tan heterogéneos elementos? Tú mismo, a pesar del cariño que profesas a tu padre, ¿no buscas instintivamente otro ambiente en que respirar, porque en tu casa te ahogas? Pues si esto hace un hombre, justo es que mi hija compulse sus fuerzas para que mañana no pueda decirnos que ha sido sorprendida por ignorancia. Repito, sin embargo, que esto no es ejercer presión, sino simplemente exponer los hechos. (Mirando a su hija.) Y que una pasión verdadera todo lo vence. Hasta aquí los inconvenientes: hasta aquí yo. Ahora vosotros.
Mi posición, ya difícil de suyo, no me permite hablar por temor de que mis palabras se traduzcan como una exigencia. Tú, Clotilde, di lo que espontáneamente te dicten tus sentimientos.
(Anonadada.) Antonio... puedes estar persuadido... de mi amor hacia ti...; pero creo... que no hay para qué precipitar... los hechos... cuando...
¡Ah! (Adivinando a su hija y aparte.)
(Herido en el fondo de su alma.) Basta. He venido a dar este paso contando con tu asentimiento.
Pero si... yo...
Siento haberme equivocado. (Saluda y vase.)
Escena VI
CLOTILDE y DON RAMÓN.
Me has engañado, Clotilde; tú no amas a Antonio.
Sí, papá, le amo; pero tus observaciones han influido sobre mí de un modo...
Que no me explico. Porque si yo al presentártelas he tratado de sondearte para analizar la solidez de tu amor, tú debiste rechazarlas cuando para ello te expuse que la fuerza de la pasión puede neutralizar los efectos de la forma. Tu proceder es poco digno, mayormente cuando se trata de un pobre muchacho que busca en ti consuelo para su aflictiva situación.
Pero tú me aconsejaste...
Yo no te he aconsejado nada; expuse mis razones para darle a entender a Antonio que tu cariño le debía satisfacer, cuando atropellabas por todos los inconvenientes, y ver al propio tiempo si obedecías a este sentimiento o acariciabas una simple quimera. Desgraciadamente he sorprendido lo último.
No; yo le amo y soportaría los errores de su padre; pero tú mismo dices que para contrarrestar las burlas del mundo se necesita una fuerza superior.
Enhorabuena que diga eso yo, que ninguna compensación recibo; ¡pero tú que a cambio de atropellar por una pueril preocupación vas a adquirir la felicidad de toda tu vida!...
A tanta costa...
Has hecho bien. Veo que no amas a Antonio, y hubieras sido poco feliz; pero también contemplo con mucha pena, que porque tu padre tiene cuatro sillas tapizadas y se ha esmerado en tu educación, has dado al olvido que eres pobre y se ha apoderado de ti el orgullo.
No, papá.
Sí, el orgullo: temes que te señalen con el dedo, y el amor propio, la vanidad ha sucedido a lo que llamabas equivocadamente cariño. En fin, yo me tengo la culpa, pero es muy triste tocar un resultado tan distinto del que me proponía al educarte así.
Escena VII
Dichos y el SEÑOR RAMÓN.
(Como hablando al paño con ANTONIO.) Tú espérame ahí en el despacho y chito.
(A CLOTILDE.) ¿Ves? ya viene su padre a pedirme cuentas.
(¡Qué he hecho, Dios mío!)
Señorita Clotilde, haga usted el favor de dejarnos solos.
Papá...
Vete. (A CLOTILDE.)
¿Usted se ha figurado que mi hijo es hijo del verdugo? (Toda la escena la dice el SEÑOR RAMÓN alborotado.)
No señor.
Pues sepa usted, que su padre es un hombre muy honrado que suda la gota gorda para ganarse el pan que come, y que tiene un corazón que se lo juega con el de todos los ricos juntos.
Señor Ramón, si es que ha venido usted con ganas de armar camorra, le advierto que no estoy de humor de oír sandeces.
¡Qué sandeces! no señor, son cosas muy serias. Usted le ha negado a mi hijo el consentimiento para su boda; y si es que se ha figurado que es algún perdido, sepa usted que a su padre no le faltan cuarenta mil duros para que ponga carretelas y se dé tono; porque como los he ganado muy honradamente...
Nadie le ha negado ni concedido consentimiento alguno; se le han expuesto simplemente ciertas razones, que no le dan a usted derecho a que se sulfure de ese modo.
¡Digo! -¡Que no tengo derecho! Sí señor, yo tengo derecho a todo, lo mismo que usted, porque como dice mi periódico, todos los hombres somos iguales.
Su periódico de usted no puede decir una atrocidad, y lo es el halagar los instintos populares con errores. Le dirá a usted que todos somos iguales ante la ley, pero no que usted, que tiene una zalea en la cabeza, vale tanto como yo que me he quedado calvo de estudiar. Y sobre todo, no le enseñará a usted a exigir derechos mientras ignore la manera de cumplimentar sus deberes.
Oiga usted, es que yo no debo a nadie ni un céntimo, y soy un ciudadano honrado que tiene cuarenta mil duros de capital.
Pues yo no tengo más que cuarenta mil reales de sueldo, y también soy ciudadano honrado.
Es que yo puedo presentar mis manos llenas de callos y con mucho orgullo, porque soy un jornalero que come con su sudor, y un hijo del pueblo vale más que todos ustedes los aristócratas.
¡Siempre la maldita soberbia de la humildad! Hombre, cállese usted, que para ustedes los que no discurren, con tener las manos callosas, olor a sudor, no peinarse nunca y llevar las uñas ribeteadas como las tarjetas de luto, ya se tienen adquiridos títulos a la consideración de todos. Pues sepa usted que yo que me lavo, que no sudo, que me peino y que no tengo callos más que aquí (Por la cabeza.) de estudiar, soy tan honrado, tan trabajador, tan digno, y tan pueblo como usted y como el aristócrata que sea útil a su país. Y haga usted el favor de que por una tontería no vayamos a perder una amistad que data de la infancia, y que tiene por cimiento el recuerdo de nuestros padres.
Es claro; usted algo ha de decir. Pero yo no olvido tan fácilmente la ofensa que a mí y mi chico nos han hecho. Algo creo que merece Antonio.
Es que entre hacerle concesión de lo que merece, y que usted me exija lo que no le corresponde, hay mucha distancia.
¡Ah! ¿No es digno de su hija de usted?
Sí señor, lo es y mucho por lo que en sí vale; pero no lo es desde el momento que usted convierte en derecho propio el que sólo le asiste a su hijo.
Es que yo soy un jornalero honrado.
Sí, señor, y tiene usted cuarenta mil duros, ya me lo ha dicho; y lo primero le honra a usted más que lo segundo, pero como aquí adolecemos del defecto de hacer las cosas a saltos en lugar de ascender progresivamente, usted participando del vicio general, ha venido sin querer a motivar esta cuestión y ser la causa de la desgracia de su hijo.
¿Cómo que soy yo la causa de la desgracia de mi hijo?
Sí señor, porque en vez de hacer de Antonio un industrial con conocimientos teóricos y prácticos para que él a su tiempo convirtiera a su hijo en un ingeniero mecánico, y de este modo se verificase progresivamente en las generaciones el desarrollo, le ha dado usted una carrera literaria, lo cual aplaudo, le ha obligado a respirar otra atmósfera, y también es muy laudable esta idea de progreso; pero le ha separado usted de sí, y esto es lo altamente censurable, puesto que no ha tenido la previsión de irle siguiendo en su vuelo, y hoy le ve usted agitándose en un infierno de afectos contrarios, luchando con su ayer y bastardeando sus propios instintos para no dar a la naturaleza el espectáculo de un hijo que se avergüenza de su padre.
(Enfurecido.) ¿Qué está usted diciendo? ¡Avergonzarse Antonio de mí!
Si pudiera sin faltar a la ley natural, lo haría, sí señor.
Ese sí que es el mayor de los insultos. Sepa usted que mi hijo es feliz a mi lado.
Por necesidad, como el pájaro a quien le cortan las alas.
No señor, no, él no es orgulloso; porque no le he educado como usted a su hija que no tiene más que humo en la cabeza.
Sea orgullo lo de Clotilde, sea una abusiva satisfacción de la educación que ha recibido, lo cierto es que el complemento de su felicidad la tiene junto a mí, al paso que Antonio busca fuera de su casa lenitivo a su sorda pena.
Mentira. Mi hijo no cambiaría su posición por la de un grande de España. Eso dígaselo usted a su hija, que algo daría por tener un padre acaudalado como yo para satisfacer sus caprichos.
¿Qué dice usted?
Ella es orgullosa, sí señor; y lo prueba lo que acaba de hacer con Antonio. (DON RAMÓN se ensimisma como quien comprende a su pesar la razón de lo que le dicen.) Y usted que de tan recto y tan justo se precia, (Llorando.) debía antes de herir a los demás en sus sentimientos de padre, castigarse a sí propio, cuando tanto motivo tiene para ello. Porque la culpa la tiene usted, sí señor, usted que la ha criado como una marquesa. En fin, Dios le perdone el daño que me ha hecho, y... hasta nunca...
Señor Ramón, el que mi hija sea orgullosa (Enternecido.) no destruye el que Antonio no viva feliz a su lado.
¡Me ha matado usted!
Como para usted las razones están demás...
Nunca hay razones para un padre. ¡Censurarme porque he tratado de que mi hijo sea algo en el mundo, ya que yo no he podido serlo! Pues hombre, ¿cómo se ha de adelantar entonces? No digo yo abogado, general me parecería aún poco para él.
Señor Ramón, si usted supiese lo que son teorías, le diría que como principio no puedo ni debo oponerme a una determinación en que va envuelta la idea del progreso intelectual; pero que como correctivo de un abuso, protestaré siempre de ella enérgicamente, porque hacer que un niño adquiera instrucción sólo para halagar la vanidad paterna, y que este niño, ya hombre, en vez de agitarse en su elemento gima bajo la férula de la ignorancia, sopena de rebelarse contra el derecho natural, es tan censurable y digno de reproche, como si emplease usted veinte años de solícito afán en devolver la vista a un ciego de nacimiento para sacarle los ojos apenas tuviese idea de lo que es luz.
¿Y qué es lo que ha hecho usted con Clotilde?
No es lo mismo; hay una enorme diferencia en los efectos. Mi hija experimenta una abusiva satisfacción, mientras que Antonio reclama una necesidad imperiosa.
En mi lenguaje, lo que tiene Clotilde se llama orgullo.
Lo sé y harto me pesa.
Entonces, ya que usted me echa en cara el haber separado de mí a Antonio, deje usted que le diga que Clotilde ha medido su posición por el valor de sus trajes, y que usted la ha engañado dándola seda por percal.
Algo puede haber de verdad en ello; pero...
No he concluido. Ya que supone usted que Antonio olvidaría todos los lazos que a mí le unen por cambiar de posición, no extrañe usted que en justo desquite, suponga yo que Clotilde tampoco le ama a usted y que trocaría sus besos por un puñado más de oro con que comprarse blondas.
Señor Ramón, eso no es verdad.
Y por último, señor magistrado, ya que mi periódico dice que todos somos iguales ante la ley, no se divierta usted en hacerme añicos el corazón sin que también le alcance a usted alguna cuchillada.
Acaba usted de tocarme la fibra más sensible, la de la rectitud y la justicia. Íntima, inmensa es la amistad que nos une, y francamente, no quisiera que la perdiésemos, más que todo, porque para usted las teorías están demás, y quedaría sin convencerse de su error.
Enséñemelo usted prácticamente.
Pues bien, ya que todos somos culpables y necesitamos correctivo, voy a aprovechar este momento de vértigo, pues de otro modo me sería imposible, para probarle a usted con hechos prácticos que la educación forma una segunda naturaleza, que sólo se satisface con los recursos que de ella misma dimanan.
¿Qué quiere usted hacer?
Valerme de mi exacerbación para batirnos frente a frente como... como dos padres. ¿Quiere usted que nos sometamos a la prueba? ¿Confía usted en lo que yo haga?
¿Para convencerme de que mi hijo no se avergüenza de mí? Sí, señor.
Pues bien, vamos a pasar unas horas, sólo unas horas mortales; pero a todos nos reportará un inmenso beneficio.
Me asusta usted, Don Ramón.
Pronto, llame usted a su hijo. (Llamando.) ¡Clotilde, Clotilde!
(En el foro.) Tú, entra.
(DON RAMÓN está como vertiginoso y precipitando los sucesos por temor de retroceder. -El SEÑOR RAMÓN le contempla con extrañeza.)
Dichos. CLOTILDE y ANTONIO.
(Aparte, después de titubear un instante.) (Debe ser.) (Alto.) ¡Hijos, venid acá! Por razones que no podemos revelaros aún, ni son ahora del caso, entrambos habéis estado viviendo en un error.
¡Cómo!
A todos nos será muy doloroso prescindir de antiguos y dulces hábitos, pero no hay más remedio, (Llevando a CLOTILDE a los brazos del SEÑOR RAMÓN.) Clotilde, este es tu verdadero padre.
(Aterrada, mirando a DON RAMÓN, concluye por cubrirse el rostro con las manos.)
¿Qué?
¡Antonio, hijo mío! (Abrazándolo.)
¿Cómo? ¡Usted!...
(Aparte a DON RAMÓN.) Pero Don Ramón... esto... es muy duro.
(Descansando de la lucha y aparte al SEÑOR RAMÓN.) (Ya está hecho.)
(Es que... esta lucha...) (Aparte a DON RAMÓN.)
(Aparte al SEÑOR RAMÓN.) Se llama la lucha del error con la verdad. Adelante.
(Desde el momento de la revelación está ensimismado, como quien busca la explicación racional de lo que ocurre, y por último, adivinando la verdad, exclama aparte.) ¡Ah!... ¡Sí!... Todo lo comprendo. Ahora yo.
FIN DEL ACTO PRIMERO